16

—Somos los chee —se presentó Erek.

El señor King se había ido y Erek nos condujo a la sombra de un gran árbol, junto a un riachuelo.

Se hizo un silencio casi absoluto, como si alguien hubiese bajado el volumen a los perros que andaban por allí ladrando.

Todavía se les oía, pero el sonido llegaba de mucho más lejos.

<Sois androides>, comentó Ax.

—Sí.

<Utilizáis una tecnología muy sofisticada>, continuó Ax.

—Nosotros sólo somos la creación. Nuestros creadores fueron los grandes constructores —sonrió Erek con sus labios perfectamente humanos.

—¿Por qué nos enseñáis todo esto?

—Queremos que confiéis en nosotros —respondió Erek—. Sabemos que albergáis sospechas, es lógico. Imagino que parte de vuestro grupo se ha quedado fuera vigilando. Queríamos estar en igualdad de condiciones con vosotros y, ya que conocemos vuestro secreto, queríamos que conocierais el nuestro.

—Te vimos en el concierto —empecé a contar.

—Ah, sí —me interrumpió tras una ligera sorpresa inicial—. Erais los dos perros, ¿verdad? Noté algo raro en ellos. Decidme, ¿qué se siente al ser un perro de verdad?

—Es alucinante —respondió Jake—. ¿Sabíais que los dos éramos perros?

—No, no lo sabíamos —contestó mientras hacía un gesto negativo con la cabeza—, pero noté algo raro. Estamos al corriente de la existencia en la Tierra de formas capaces de experimentar transformaciones. Sabemos prácticamente tanto como los yeerks.

—Andabas repartiendo propaganda de La Alianza y también acudiste a la reunión del lago —le acusé.

—Cierto —confirmó—. Pero lo mejor será que os cuente nuestra historia y así entenderéis quiénes somos y por qué somos vuestros aliados. Y, también, por qué nosotros, o, al menos, algunos de nosotros, necesitamos vuestra ayuda.

—Buena idea —convino Cassie.

Una cosa es cierta, el tipo sabía contar una historia. De repente, todo lo que había a nuestro alrededor se disolvió y en su lugar apareció una imagen gigantesca y tridimensional tan real como Erek.

Ya no estábamos en la Tierra. En el cielo se distinguían dos soles, uno pequeño y rojo, el otro dorado y unas cuatro veces mayor que el nuestro.

Los árboles y flores que nos rodeaban no se parecían a nada antes visto en la Tierra. Los troncos de los árboles eran verdes y suaves, pero en lugar de hojas las ramas producían ramas más pequeñas y brotes que cambiaban gradualmente del verde al plateado y de éste a un rosa brillante. Los brotes se entrelazaban de tal forma que, vistos desde lejos, los árboles parecían enormes bolas de madera con reflejos metálicos rosáceos.

Los árboles no eran mucho mayores que los que hay en la Tierra, pero las setas, o lo que fueran, eran gigantescas, la mitad de grandes que los árboles, y de ellas colgaban unos nidos caóticos a los que se encaramaban unos animalillos saltarines, que tenían tres patas y parecían de cuero.

Había otros animales por allí, a cual más raro, pero el más impresionante que vimos era una criatura de dos patas y aproximadamente un metro veinte de alta que tenía hocico y unas largas orejas caídas.

A primera vista recordaba a un perro que caminara sobre sus patas traseras. De hecho, guardaba cierto parecido con el Erek real que se escondía bajo el holograma.

—Nuestros creadores —empezó Erek—. Fueron conocidos con el nombre de pemalitas. Unos cien mil años antes de que los andalitas conociesen el fuego, los pemalitas ya eran capaces de viajar más rápido que la luz.

Noté que la cola de Ax se crispó un poco al oír esto último.

—Y, por supuesto, los humanos no era más que simios peludos cuando los pemalitas visitaron la Tierra por primera vez. Los pemalitas no tenían planes de conquista, y tampoco pretendían intervenir en la evolución de los demás planetas, porque amaban la vida —continuó Erek con una sonrisa—. Les encantaba divertirse. Los juegos, la broma y la risa eran sus pasiones. Hacía tanto tiempo que eran una raza por completo desarrollada que habían logrado eliminar todos sus instintos negativos. Su corazón y su alma no albergaban maldad alguna.

Me costaba creer lo que contaba Erek, pero a medida que observaba el holograma que nos rodeaba, comprendía por qué, en su extraño planeta, los pemalitas habían alcanzado aquella paz interior. En aquel lugar, reinaba una calma absoluta, como en esos jardines Zen, o como se llamen, que a veces nombra la gente. Se respiraba paz. Era un mundo pacífico, pero no por eso muerto, cansado o aburrido porque, miraras donde miraras, veías pemalitas saltando, persiguiéndose, jugando y emitiendo un sonido extraño, algo así como CHAK CHAK CHAK que sería el equivalente a nuestra risa.

El escenario cambió, como una película que hubiera sufrido un corte. Ahora se veían androides como Erek junto a los pemalitas. Los androides se parecían vagamente a sus caninos creadores.

—Al principio sólo éramos juguetes —explicaba Erek—. Los pemalitas nos construyeron para jugar con nosotros: nos pusieron el nombre de «chee» , que significa «amigo». También nos asignaron algunas tareas, pero la principal razón de nuestra existencia era proporcionarles compañía. Una raza artificial, de acuerdo, pero no una raza de esclavos mecánicos. Éramos sus amigos, sus iguales, sus compañeros —Erek nos miró y os juro que tenía los ojos holográficos llenos de lágrimas—. Nos enseñaron a disfrutar y a reír. Para ellos el mayor logro fue construir androides capaces de contar chistes. Para que os hagáis una idea os diré que hubo celebraciones durante todo un año.

En ese instante ¡¡¡ZZZZAAAAAAAAARRRRRRRRRRRPPPPPPPP!!!!

Retrocedí porque un haz de luz monstruoso abrió el suelo justo ante nosotros y como una excavadora fuera de control provocó una grieta enorme en la tierra. La luz calcinó los mullidos árboles rosáceos y las enormes setas.

—Entonces llegaron los howlers —prosiguió Erek—. Surgieron del espacio cero en miles de poderosas naves procedentes de otra galaxia. Los pemalitas no tenían ni idea de quiénes eran y nunca supieron qué era lo que en realidad buscaban. Los howlers no hicieron petición alguna, se limitaron a atacar. Quizá la destrucción era su único objetivo.

Lo que Erek nos mostró a continuación recordaba a esas horribles películas sobre la Segunda Guerra Mundial. Pemalitas abatidos desde el aire, estaciones espaciales pemalitas hechas pedazos, naves pemalitas partidas en dos y desvalidos pemalitas abandonados a su suerte en el frío espacio. Las escenas macabras se sucedieron.

Cassie lloraba y creo que yo también. Aquello era espantoso.

—La práctica totalidad de la especie pemalita fue aniquilada —concluyó Erek—. Unos cientos de chee y otros tantos pemalitas abandonaron el planeta en una nave, justo antes de que los howlers emprendieran un nuevo ataque. Escapamos al espacio cero. No sabíamos qué sería de nosotros. Nuestro futuro era incierto.

—¿Por qué no respondisteis al ataque? —exigí—. Quiero decir que, si tenían una tecnología tan avanzada como para construir androides, también podían fabricar armas, digo yo.

—Los pemalitas —respondió Erek asintiendo para mostrar que comprendía mis dudas— habían olvidado las prácticas de luchar, no sabían defenderse. Ellos eran criaturas pacíficas. No concebían que el mal pudiera existir en estado puro.

Aquella respuesta me frustró, no tenía sentido, pero dejé que Erek acabase su triste relato.

—En nuestra huida a través del espacio cero —prosiguió Erek— descubrimos que los howlers se habían reservado una venganza muy especial. Los pemalitas empezaron a enfermar y a morir. Los howlers habían utilizado armas biológicas que resultaron mortales para los pemalitas, pero que a nosotros, los chee, no nos afectaban por ser androides.

La escena tenía lugar en el interior de una nave pemalita. La imagen mostraba a unos chee contemplando impotentes cómo uno de sus creadores se retorcía de dolor.

—Entonces recordamos un planeta similar al nuestro, aunque muy distante de nuestro hogar y de los howlers. Sólo tenía un sol y la luz era más tenue, pero en él había árboles, hierba y unos magníficos océanos.

—La Tierra —dedujo Cassie.

—La Tierra —confirmó Erek—. Lo pemalitas no habían visitado la Tierra en los últimos cincuenta mil años y en ese tiempo vuestro planeta había cambiado de forma considerable. Las tribus nómadas de primates habían fundado ciudades, domesticado animales y plantado cosechas. Aterrizamos en la Tierra con apenas seis pemalitas que se aferraban con desesperación a la vida.

El holograma se esfumó y la caverna subterránea volvía a ser la de antes, un amplio parque con plantas y árboles terráqueos y perros por todas partes.

—No podíamos ayudar a los pemalitas, estaban condenados a la muerte. Pero sí podíamos intentar salvar una parte de ellos. Teníamos la esperanza de poder conservar sus corazones, sus almas con vida. Buscamos una especie en la Tierra en la que implantar la esencia pemalita: su bondad, su generosidad, su afán por disfrutar y su amor.

—Los lobos —lo interrumpió Cassie adelantándoseme una vez más.

—En efecto —corroboró Erek un tanto sorprendido—. De hecho, guardaban un cierto parecido con los pemalitas y en ellos injertamos la esencia de nuestros creadores. De esa unión surgió el perro. Hasta el día de hoy, la mayoría de los perros son portadores de la esencia de los pemalitas. No todos, pero casi. Cuando veis a un perro jugar, perseguir un palo, corretear mientras ladra alegre simplemente por estar vivo, recordad que él es una prueba viviente de que la raza pemalita existió.

—Por eso hay tantos perros aquí —observó Jake—. Son vuestros… ¿qué? ¿Amigos? ¿Creadores?

—Son nuestra mayor felicidad —explicó Erek— porque nos recuerdan un mundo sin maldad. El mundo que perdimos. Los chee somos todo lo que queda del desarrollo tecnológico alcanzado por la civilización pemalita. Los perros de la Tierra son todo lo que queda del alma de los pemalitas.