15
Decidimos encontrarnos con Erek en su casa y no explicarle todo lo que sabíamos. Jake, Cassie, Ax y yo entraríamos y Rachel y Tobías se quedarían fuera como refuerzo. Rachel estaría lista para utilizar su forma de oso pardo en caso de emergencia.
—Nos mantendremos dentro de un radio que puede abarcar la comunicación telepática de Ax —repitió Rachel por décima vez—. Puedo transformarme en un minuto y atravesar esa puerta diez segundos más tarde.
—Si lo haces, ten cuidado de no pisarme al entrar —le advertí.
Levanté la vista y vi a Tobías posarse en el árbol que hay en el patio de Erek. Podría bromear al respecto, pero la verdad es que me daba cierta sensación de seguridad saber que Rachel y Tobías estarían a punto para entrar en acción en caso de que hiciera falta.
«Amigo, espero que no estemos cometiendo un gran error», le insinué con la mirada a Jake cuando llegamos a la puerta de la casa de Erek, que era de lo más normal. Sin embargo, él estaba muy distraído intercambiando miradas solemnes con Cassie.
—Bueno, qué, ¿alguien va a llamar a la puerta o no? —pregunté y clavé la vista en Ax, que había adoptado su forma humana, lograda mediante la mezcla del ADN de todos nosotros, a excepción de Tobías claro. Hay en él algo de Jake, de Rachel, de Cassie y mío. El resultado es un chico casi tan guapo como una chica, aunque un poco pelma.
—¿Llamar? ¿Llamar a la puerta? ¿Por qué? —preguntó Ax—. Llamar, mar maaaarrr.
Los andalitas no tienen boca y a Ax le hacía mucha gracia producir sonidos con ella. Pero lo peor era la comida, con según qué alimentos era mejor no verlo.
Llamó Jake. La puerta se abrió y, ante mi sorpresa, no abrió Erek, sino su padre, el señor King.
—Entrad —sugirió al tiempo que hacía un gesto con la cabeza.
Entramos. Me sentí un perfecto estúpido porque parecía que habíamos ido allí para decirle a Erek que saliera a jugar. Quiero decir que todo en aquella casa era tan normal, los muebles, las lámparas, la vajilla, incluso la televisión con el volumen bajado y mostrando imágenes de las noticias.
Tenían dos perros, uno era un cruce de labrador y el otro, un terrier pequeño y regordete. El labrador se revolcaba panza arriba y el terrier se acercó a olisquearnos los zapatos.
—¿Está Erek? —pregunté.
—Sí —respondió el señor King y añadió—: ¿Os apetece un refresco o algo para picar?
—No, gracias, señor King —contestó Cassie declinando el ofrecimiento y se agachó para rascar al terrier entre las orejas.
—¿Te gustan los perros? —le preguntó el señor King.
—Le gustan todos los animales, hasta las mofetas —bromeé.
—Pero los perros, ¿te gustan? —insistió.
—Si lo de la reencarnación fuera verdad —afirmó Cassie con una sonrisa—, me gustaría regresar a este mundo en forma de perro.
—¿Me acompañáis? —prosiguió el señor King, que miró a Cassie asintiendo con una sonrisa, como si la respuesta le hubiese parecido muy profunda.
Se volvió y nos condujo hasta la cocina, que también ofrecía un aspecto de lo más normal. Había hasta pequeñas notas en la puerta de la nevera que decían «docena de huevos» o bien «pimientos». Alguien se había dejado abierta una caja de galletas sobre el mármol.
El señor King abrió una puerta que conducía al sótano y bajamos la estrecha escalera de madera tras él.
Para entonces yo ya empezaba a sospechar algo. Reparé en que Ax estaba recuperando poco a poco su forma andalita. El bueno de Ax había presentido el peligro y quería disponer de su mortífera cola, por si acaso. La encontré una decisión muy acertada.
El señor King se detuvo cuando hubimos bajado todos, y observó, sin rastro de sorpresa, las últimas etapas de la transformación de Ax. De hecho, esperó muy cortés a que terminase.
En ese momento, para mi asombro, noté una ligera sensación de caída. Me llevó varios segundos el darme cuenta de lo que estaba pasando. El sótano descendía como si fuera un ascensor y al mirar hacia arriba sólo se divisaba una profunda oscuridad.
—¡Guau! —exclamó Cassie.
—No temáis —nos tranquilizó el señor King.
El descenso no duró mucho, quizás el equivalente a cuatro o cinco pisos, al menos eso me pareció. Por fin, el sótano-ascensor se detuvo con una suave sacudida.
—¿Hemos llegado a la planta de ropa de caballero? —pregunté.
Observé, casi sin inmutarme, cómo una pared entera del sótano, la que contenía las herramientas y aperos para el jardín, sencillamente se desvaneció. En su lugar se abría un corredor que desprendía un fulgor dorado.
—Oye, en mi sótano no pasan estas cosas —le murmuré a Jake.
—¿Lo has intentado? —respondió.
—Por aquí —indicó el señor King.
Le seguimos. Era demasiado tarde para arrepentirse.
El corredor no era largo, mediría unos veinte metros, y parecía un callejón sin salida que daba a un muro. Pero el muro también desapareció.
—¡Hala!
—¡No puede ser!
<Extraño.>
—Esto no es más que un holograma, ¿verdad? —pregunté al señor King, pero algo en mi interior me decía que era real.
El corredor terminaba en una sala gigantesca alumbrada por una luz dorada, suave y cremosa, que creaba un ambiente muy cálido.
Al salir del corredor noté hierba fresca bajo mis pies. Sobre nuestras cabezas, a unos treinta metros, se distinguía una esfera, una especie de sol reluciente. De ahí era de donde provenía la luz.
Ante nosotros se extendía un parque mayor que un campo de fútbol. Árboles, hierba, arroyos, flores, mariposas revoloteando, abejas zumbando de flor en flor y ardillas subiendo y bajando por los árboles.
Los androides paseaban por él.
Androides en su forma natural, es decir, máquinas hechas de acero y aquel material blanco parecido al marfil. Tenían bocas en forma de hocicos, piernas más bien torpes y dedos gruesos.
Pero no era la presencia de media docena de androides lo que más chocaba, sino los cientos, quizá miles de perros que había. Perros originarios de la Tierra, de todas las razas y cruces imaginables, correteando juntos, ladrando, aullando, cientos de perros normales comportándose como lo harían los perros normales. Persiguiendo ardillas, oliéndose unos a otros y, sobre todo, pasándoselo en grande.
Jake, Cassie y yo contemplábamos la escena con la boca abierta, parecíamos tontos de remate. Si Ax hubiera tenido boca, seguro que también la tendría abierta.
Era el paraíso de los perros. Perros y androides juntos en un enorme parque subterráneo.
Uno de los robots se acercó al trote. Al acercarse, un holograma lo recubrió y un instante después se convirtió en Erek.
—Bienvenidos —saludó—, supongo que estaréis un tanto sorprendidos.