Dudas drásticas

William Blake lo dijo bien claro: "Si una estrella dudara, de inmediato dejaría de brillar". Con la llegada de la Gran Depresión, esto es lo que ocurrió en Hollywood. A paladas.

La tensión fue excesivamente fuerte para muchos de los antiguos grandes. En lugar de tratar de sobrevivir entre corroídos oropeles, prefirieron escenificar su Gran Final. Algunos, en dramáticos cuadros guiñolescos, se suicidaron como dioses autodegollados al pie de sus altares. Fue durante este período cuando por primera vez salió a relucir el concepto de has been (Has been (ha sido): Se dice de las grandes estrellas que han caído en el descrédito pero aún son reconocidas fácilmente por sus antiguos admiradores. (N. de T.)] Una etiqueta difícil de sacudirse por muy injustamente adjudicada que estuviese.

Algunos afortunados se las arreglaron para emerger indemnes del doble holocausto crack/Cine Hablado, montando todo un show al proponerse hacer caso omiso de la amarga realidad. Una de estas afortunadas luminarias fue una hija del jazz con agallas: Joan Crawford.

En 1932, en medio de las turbulencias de la Gran Depresión, Crawford se sintió llamada a fortificar la moral de la nación a través de un manifiesto público en las páginas de "Photoplay", valientemente titulado "¡Hay que gastar!", toda una declaración de principios sobre los Derechos de una Estrella.

Como respuesta a gruñidos no precisamente insensatos, mientras se alegaba que las figuras estaban superpagadas, Joan replicó que el deber de una star residía en mantenerse en el estilo de vida que el público asociaba con su elevado puesto. Y con férrea determinación se rodeó a sí misma con lo máximo en lujos, pieles de última moda, deslumbrantes joyas y un renovado guardarropa de fabulosos modelos. Sería ésta la única manera, y no otra, de hacer que sus fans se sintieran satisfechos y los dólares continuaran circulando.

Heroicamente, Joan exhortaba a sus admiradores a emularla: "Yo, Joan Crawford, creo en el Dólar. Todo lo que gano lo gasto".

Para Joan, al menos, era ésta la fe religiosa en el estilo Hollywood; mansiones espléndidas, coches, una catarata de lujos y, fuera del ámbito de los Estudios, un torbellino de cocktail-parties, románticos rendez-vous y bien publicitadas salidas nocturnas.

Ella supo llevar todo esto al extremo. Como el resto, se había asomado al precipicio y el Olvido la había devuelto a su sitio —Joan sabía muy bien de dónde procedía y no tenía la menor intención de regresar allí.

El crack había hecho mella en la seguridad desvergonzada de Hollywood. En el silencio nocturno de sus almas doradas, las estrellas supervivientes —Crawford entre ellas— sabían que algo ajeno se había infiltrado en su privilegiado entorno: una rata llamada miedo.

El escándalo hizo estruendosa entrada en 1930, a raíz de la batalla campal protagonizada en los tribunales por Clara Bow y Daisy DeVoe. Pero el show se representó en un local semivacío.

Aunque los idilios de Clara fueran desmenuzados en la prensa, la nación se hallaba demasiado aturdida para tomarlos en cuenta. El caso Bow sólo suscitó miradas hacia atrás, sobre un festín que a todos les había producido resaca.

En 1931, mientras Clara era víctima de su primera depresión nerviosa, la mayoría de sus antiguos admiradores se encontraban buscando trabajo por las calles. Y, mientras ella trataba de recuperarse en un manicomio, una multitud se enfrentaba con una música bastante más estridente que la del jazz. Pese a que su regreso al cine sonoro al año siguiente fue brillante, Salvaje no la libró del desastre. Clara ya era una reliquia del pasado, y el dolor que esto le produjo desembocó en la locura. Una vez más, pues, el sanatorio, envuelta en sábanas heladas.

Muy pronto, y en el mismo hospital, se le uniría Buster Keaton, fuera de quicio por los combinados traumas emanados de la llegada del sonido, la pérdida del control artístico sobre sus películas, los problemas maritales y la bebida.