CAPÍTULO 31

Había momentos como aquel en que las heridas dejaban de tener importancia, en que el haber estado al borde de la muerte no era más que un momento pasajero… todo quedaba atrás y en el olvido cuando la tenía a su lado, viva y la escuchaba respirar.

Rumati le apartó el pelo de la cara para ver su rostro apacible durante el sueño, una imagen que si bien había formulado infinidad de veces en su mente no tenía comparación con la realidad. Ahora que se sentía a salvo el cansancio acumulado en las últimas jornadas la había vencido, su necesidad de contacto era tan apabullante que se había negado a perderle de vista más tiempo que el necesario para asegurarse de que su protegida estuviese bien. Y esa necesidad no hacía otra cosa que alimentar la suya propia despertando en él un deseo que a duras penas podía apaciguar.

Se dedicó a contemplarla sin reservas, aprovechó su inconsciencia para poder verla como era ahora, una mujer, una loba adulta perfecta en todos los sentidos. Su pelo seguía poseyendo esas vetas rubias en medio del color castaño, sus ojos verdes conservaban la misma intensidad, era su rostro el que se había llenado, sus curvas las que se habían acentuado, incluso juraría que había crecido un par de centímetros al recordar cómo se había amoldado ese cuerpo al suyo cuando la abrazó después de tanto tiempo. Poco quedaba de la adolescente que recordaba, la muñequita que lo había vuelto loco de mil maneras, de la pícara inocente que lo había encandilado.

—Una transición que debería haber vivido contigo y sin embargo…

Intentó no pensar en ello, en todos los años que habían permanecido alejados, en los momentos en los que pensó que la había perdido para siempre cuando la verdad era que había sobrevivido a la prueba más dura de todas: mantener la promesa que le había hecho esa noche y proteger a aquella que debería haber protegido él.

Nadie estaba más orgulloso de la mujer en la que se había convertido que él, de la guerrera que había enfrentado el mismísimo infierno para sacar adelante la preciada compañera del príncipe y que había luchado por volver a su lado.

—Nahara.

Le acarició el pelo una vez más, disfrutando de su suavidad, impregnándose de su aroma, conociéndola otra vez. Ella se había presentado en su habitación cuando Malik terminaba de cambiarle los apósitos de las heridas que se habían abierto de nuevo, había llamado a la puerta como si esa fuese su casa y le había pedido con inusual timidez permiso para quedarse con él unos momentos.

«No es necesario que finjas delante de mí». Le había dicho ella sentándose en la cama mientras le daba la espalda y se abrochaba de nuevo la camisa. «Aunque lejano, siento tu dolor y he visto con mis propios ojos las huellas de la pelea. No hay necesidad, no tienes que seguir protegiéndome como lo hacías cuando era una mocosa».

«Supongo que deberemos acostumbrarnos al paso del tiempo, a que no somos las mismas personas que éramos y a conocernos por lo que somos ahora».

Ella había asentido y, tras un momento de vacilación, había levantado esos bonitos y limpios ojos verdes para hablarle de algo que todavía le hacía apretar los dientes.

«Deja que me acostumbre primero al hecho de que estás vivo, algo de lo que me privaron desde el primer momento».

Las palabras de Nahara habían sido una puerta a todo lo que vendría después. Un poco incómodos al principio y con mayor confianza a medida que pasaban las horas, fueron desgranando sus respectivos pasados. Por su boca conoció la fortuna que sufrieron dos niñas después del derrumbe del túnel, cómo logró salir de allí arrastrándose y tirando de una infante como era entonces Denali, cómo habían escapado junto a otro puñado de chiquillos solo para separarse de ellos ante la promesa de un «te encontraré».

La culpabilidad y los remordimientos serían algo que no lo abandonarían en mucho tiempo, quizá nunca se desprendiese de ellos, pero haría hasta lo imposible para compensarle a esa dulce criatura por todo lo que había tenido que pasar.

«Cuando él nos encontró llevábamos dos días andando, escondiéndonos cada vez que pasaba alguien. De hecho, solo dio con nosotras porque yo ya no podía caminar más y Dena tenía hambre». Le había contado con voz tensa, dura, matizada por las emociones que habían generado todo lo sucedido después. «Olía a lobo, o eso fue lo que llevó a mi loba a reconocerlo, pensé que no habría nada malo en pedirle un poco de agua o leche para la niña. Le pregunté por la aldea, necesitaba saber si había supervivientes, si tú estabas con vida y su respuesta fue tan categórica que, aunque me negué con todas mis fuerzas a creerlo, acabé por aceptarlo. Cuando te repiten una y otra vez que no te queda nadie, que tienes suerte de estar con vida y te ofrecen un techo y cuidados, ¿cómo no aceptarlos y agradecer que te den cobijo? Pero incluso las mejores mentiras salen algún día a la luz y las suyas surgieron hace cuatro años destruyendo todo a nuestro paso».

Cuatro años, habían estado huyendo, viajando de país en país, subsistiendo con lo que poco que tenían, trabajando cuando se les agotaban los recursos, siempre huyendo…

«Huir, esa era siempre la clave, la consigna por la que nos regíamos». Su voz había cambiado al llegar a ese punto del relato. «Mantenernos ocultas, buscar el anonimato y huir de las grandes urbes… Jamás habríamos venido a Praga sino fuese por… ti. Yo, de alguna manera creo que sentí que eras tú quién me metía la idea en la cabeza».

Había asentido en confirmación de sus sospechas.

«Lo intenté. Cuando les oí hablar a esos desgraciados de las dos mujeres que estaban siguiendo, supe que teníais que ser vosotras y que estabas cerca. Intenté que me escuchases, sí tú habías conseguido comunicarte conmigo como esa fatídica noche… tenía que intentarlo, tenía que hacerte saber que iba a por ti».

No, su compañera no había tenido una vida fácil, había aprendido a sobrevivir por necesidad, había aprendido a disparar un arma para poder protegerse y proteger a su amiga, de alguna forma, le había sido robada su juventud para fortalecerla ante lo que estaba por venir.

—Um… —Se revolvió de nuevo, desperezándose, musitando alguna cosa antes de escuchar claramente su nombre—. ¿Rumati?

Incluso somnoliento su nombre sonaba erótico en esos rosados labios que lo incitaban con demasiada facilidad.

—Estoy aquí. —Se inclinó sobre ella, acariciándole la mejilla con los dedos.

Parpadeó hasta que consiguió enfocar y se quedó mirándole durante unos segundos, reconociéndose mutuamente.

—Temía que hubieses sido…

Le tapó los labios con un dedo y negó.

—Estoy aquí, Nahara, estoy aquí y no voy a perderte de nuevo de vista.

Una suave sonrisa curvó su boca.

—¿Puedo hacer yo lo mismo?

Correspondió a su gesto con uno propio y tono confidencial.

—Te ruego que lo hagas, compañera, no hace falta que me pidas permiso.

Ladeó la cabeza y ese bonito cuello lo llevó a tener pensamientos de lo más entretenidos, pensamientos que tuvo que obligarse a hacer a un lado.

—¿Nunca?

—En lo que nos atañe a los dos, no.

—Bien.

Para su sorpresa se incorporó y capturó sus labios en un beso tierno que le llegó al alma. Así era ella, bajo esa coraza de mujer independiente y guerrera seguía existiendo la suavidad y dulzura de una chiquilla, un tierno y dulce regalo.

—Ya veo que lo has entendido —comentó lamiéndose los labios, rememorando su tacto. Le acarició la mejilla y buscó de nuevo su mirada aunque le costaba no fijarse en esa deliciosa boca—. Pero solo para asegurarnos…

La besó con lentitud, probando sus labios antes de envolverla en su abrazo y trasladarla del colchón a su regazo, solo entonces se permitió besarla cómo debía, como el compañero que era. Probó su boca, la persuadió de abrir los labios e incursionó en su interior degustando el sabor en su lengua y la blandura de su cuerpo contra el suyo. No reculó, no le empujó, por el contrario, le devolvió el beso con el mismo ardor que ya le quemaba las venas pero no se aprovecharía así de ella, no era el momento, cuando la reclamase por completo como su compañera, lo haría de modo que nunca pudiese olvidarlo. Se lo debía, le debía toda una vida a esa mujer.

—Eres mi vida, Nahara, ahora y siempre.

Apoyó la frente contra la suya y cerró los ojos degustando el momento de camaradería y unión que le había sido arrebatado a ambos durante tanto tiempo.

—Y tú la mía, Rumati, tú siempre has sido la mía.

El silencio se instaló entre ellos, cómodo, cálido, un momento íntimo solo para los dos, una forma más de permitir a dos compañeros largo tiempo separados volver a encontrarse.