7

«Dame de comer, por favor. Dame de comer».

Las palabras eran silenciosas, cerradas bajo llave tras los ojos que miraban fijamente y con languidez a Jessie desde la alcantarilla. Una niña mugrienta como un deshollinador estaba sentada en la cuneta abrazándose las rodillas huesudas contra el pecho. Llevaba puesto un fino abrigo atado con una cuerda y los pies descalzos metidos en unos zapatos cuyas puntas había cortado para dar cabida al crecimiento natural del cuerpo. Al pasar Jessie estiró la mano sin fuerzas, pero se transformó instantáneamente en una pequeña trampa para ratones cuando esta depositó varias monedas en ella. Con un movimiento rápido y aturullado de sus miembros, la niña se fue corriendo hacia un callejón estrecho y se quedó bajo unas cuerdas de tender la ropa.

Jessie observó las piernas esqueléticas desvanecerse y sintió una oleada de ira. El Gobierno nacional era una completa vergüenza; no hacía ni de lejos lo suficiente para solucionar el desastre económico por el que pasaba Gran Bretaña y el primer ministro Ramsay MacDonald era un inútil, un inútil que había traicionado a su propia causa socialista. Día a día los titulares de los periódicos iban a peor y a diario el estómago le daba un vuelco ante la tremenda visión de las colas a las puertas de los comedores de la beneficencia. La Gran Depresión, lo estaban llamando. La caída. Aunque un miembro del Parlamento tuvo las agallas de llamarlo poco más que un contratiempo. Daba igual qué nombre le pusieran los políticos; para los hombres y las mujeres de la calle significaba lo mismo. Las fábricas cerraban, no había trabajo ni pan a la mesa. La peor parte se la habían llevado los obreros escoceses, galeses y del norte de Inglaterra, donde el desempleo era ya una plaga, pero aquí, en el este de Londres, las condiciones eran también pésimas.

Y ahora Sir John Gilmour, el ministro del Interior, iba a arrebatarles el techo que los cobijaba recortando las ayudas a los desempleados e imponiendo una investigación de los ingresos de cada persona para comprobar que las mereciera. El salvajismo de esta noticia había incrementado el sentimiento de malestar en el país y, en las calles desoladas y faltas de esperanza en las que las personas se apiñaban con los rostros desnudos al crudo frío, Jessie podía sentir la espesura de la tensión como una neblina amarillenta que reinaba en el ambiente. Hacía que se le erizaran los vellos del brazo y el grosor de su abrigo invernal le pareciera una deshonra.

—¡Archie, abre la maldita puerta!

Las manos de Jessie golpeaban violentamente la madera. La pintura se estaba desprendiendo de la superficie y el olor a podrido enviaba notas agrias a sus orificios nasales. El destartalado edificio era una de las numerosas casas adosadas humildes que estaban dispuestas en forma de laberinto entre las estrechas calles secundarias. Tenía varios escalones que daban a un sótano y había sido hasta ese nivel hasta el que Jessie había descendido buscando a Archie en el piso que habitaba. En el lúgubre rellano, situado tres metros por debajo del nivel de la calle, se había acumulado basura: paquetes de cigarrillos Woodbine vacíos, papeles de periódicos de fish and chips, un Sunday Pictorial empapado y un destartalado rodillo para escurrir la ropa. Jessie sabía que no hacía bien en esperar que Archie limpiara todo aquel desastre; no sería típico de él.

Con un ojo alerta a las ratas, llamó a la puerta una vez más y oyó el suave ritmo de los pasos al otro lado. Se abrió una rendija dejando ver a un joven de su edad, con ojos somnolientos y alborotado pelo cobrizo, que llevaba puesta una camisa de franela sin cuello metida por dentro de unos pantalones sin forma concreta. Parecía, erróneamente, un obrero. Jessie conocía a Archie desde que tenía trece años, cuando este le había puesto un ojo morado a Timothy.

—¡Leche, Jessie! Vaya horas de llamar.

—Por Dios, Archie, son casi las once. No es muy temprano que se diga.

Sus pequeños ojos parpadearon con dificultad para intentar verla con más claridad. Podía ocultar su buena cuna bajo prendas de segunda mano, pero se descubría al emplear las vocales de la clase alta y el vocabulario recién salido de una cajita para el almuerzo del internado.

—Tengo que hablar contigo, Archie. Es sobre Tim.

—¿Cómo? —Pero no abrió más la puerta.

—¿Puedo pasar? Hace un frío que pela aquí fuera.

No hizo ningún movimiento para dejarla pasar, así que Jessie dio un paso adelante haciendo que Archie retrocediera y volviera al gélido y húmedo vestíbulo.

—No es muy buen momento ahora mismo —dijo en voz baja e intentando, tardíamente, no perder terreno—. La semana que viene si quieres.

Jessie sonrió.

—Vamos, Archie. De lo que sea o quien sea que tengas ahí dentro, no diré nada, lo prometo. —Le besó la mejilla pecosa—. A menos que sea Tim, claro.

—No es Tim.

—Entonces vamos dentro y hablemos.

Deslizó el brazo por debajo del de Archie y giró al muchacho hacia la puerta y el salón. Siempre pasaba lo mismo con los hombres de la clase de Archie, nacidos para el privilegio y el poder: bien podían gobernar el Imperio británico, pero no tenían ni idea de cómo hacerle frente a una mujer. Ella se lo atribuía a una infancia dominada por una niñera con uniforme blanco almidonado que empleaba el canto de una cuchara con entusiasmo sobre los jóvenes nudillos. El porqué de que Archie Dashington hubiera elegido vivir en aquel deprimente tugurio de clase trabajadora mientras aún seguía percibiendo una mensualidad considerable de su padre, que era ministro en el Gobierno de coalición de Ramsay MacDonald, Jessie lo desconocía. Ciertamente Archie no parecía desempeñar ningún trabajo remunerado; de hecho, jamás había trabajado en su vida o, hasta donde Jessie sabía, no desde que había salido de Harrow School a la vez que Tim. Jessie abrió la puerta y recibió un fuerte agarre en el brazo que le impidió seguir el avance.

El olor fue lo primero que le llegó; a calcetines sucios y al amargor de estómagos vacíos. Debía de tener a veinte hombres metidos en aquella habitación reducida, pero no se oía nada. Lo único que encontró fue unos ojos desconfiados fijos en ella y una cortina de humo gris de cigarrillos que desdibujaba las caras de pocos amigos. Todos ellos eran delgados como hurones e iban vestidos con ropa de obrero. Algunos formaban corrillos, otros estaban tirados en el suelo de linóleo y los demás se recostaban sobre las paredes húmedas. Jessie pudo percibir su hostilidad.

—Buenos días, caballeros.

—¿Quién es esa? —dijo una voz.

Venía de un hombre que llevaba puesta una gorra manchada y masticaba un pedazo de pan. De hecho, Jessie se dio cuenta de que todos aquellos hombres tenían algo de comida en la mano.

—Es la hermana de un amigo mío —explicó Archie encogiéndose de hombros exageradamente—. Está preocupada por algo, pero no es nada que os afecte. No tenéis por qué inquietaros.

Se abrió paso entre los hombres guiando a Jessie hasta la pequeña cocina que había al fondo de la habitación y cerró la puerta tras ellos, no sin antes recibir Jessie la caricia de uno de los hombres en la pantorrilla.

Diminuta era una palabra demasiado grande para definir la cocinilla; era poco mayor que una cabina de teléfonos.

—¡Archie! ¿Qué demonios está pasando ahí fuera?

—No son más que unos pocos hombres.

—Eso ya lo veo. ¿Quiénes son?

—Son manifestantes, pertenecen a la Unión. —Acercó la cara a la de Jessie, dejándole ver su preocupación—. No le digas nada a nadie, ¿vale?

—¿Manifestantes?

—La manifestación contra el control de las ayudas.

—Oh, Archie, por Dios, ¿te has vuelto loco?

—No.

Una organización llamada Movimiento Nacional de Trabajadores Desempleados había congregado a miles de parados de todo el país para organizar una manifestación en Londres y presentar una petición al Parlamento contra el control de las ayudas. Un millón de firmas. Estaba previsto que una columna serpenteante de miles de botas y estandartes se congregara en Hyde Park el siguiente martes veintisiete de octubre. Sin embargo, los rumores se estaban difundiendo con rapidez; contaban que estaba liderada por el Partido Comunista y que en realidad lo que pretendía era destruir el Parlamento. Se decía que Londres estaba en peligro y el pánico se filtraba por debajo de las puertas de los oficiales del Gobierno por todo Londres. Allí, en la pocilga de la zona este de la ciudad, el humor era agrio y, a aquella pequeña distancia de Archie, Jessie podía ver la ira en sus ojos. Pero también había algo más en su mirada: vergüenza, eso era; un resquicio grisáceo de vergüenza.

—La Policía los estará esperando —le advirtió Jessie en voz baja para que no la oyeran los hombres.

—Por eso no debes decírselo a nadie. Prométemelo, Jess.

Ella asintió.

—Claro que no diré nada, pero conoces el riesgo que estás asumiendo, ¿verdad?

Archie se recostó contra la puerta y apartó una colilla de cigarrillo que había en el suelo.

—Alguien tiene que hacerlo. Pobres desgraciados… Me avergüenzo de este Gobierno. —Levantó la mirada para cruzarla con la de Jessie—. Me avergüenzo de la parte que le corresponde a mi padre.

Por un instante, en la minúscula cocina de paredes mugrientas, intercambiaron una mirada, como un hilo de entendimiento entre ambos. Eso era lo que siempre los había unido como amigos, la desconexión de cada uno con sus respectivos padres. Nunca los mencionaban, nunca hablaban de ellos, como si las palabras infligieran demasiado daño y derramaran demasiada sangre.

—Lo siento, Archie. —Jessie le rozó suavemente la manga con los dedos—. Pero no te metas en problemas. Esos hombres van buscando pelea.

—¿No harías tú lo mismo en su lugar?

—No quiero que esa preciosa naricilla se meta en disputa con la porra de un policía.

Los músculos del rostro de Archie se relajaron y pareció de repente mucho más joven, volviendo a ser el niño que ganaba siempre al juego de las castañas en el colegio. Cogió la tetera de lata abollada, la llenó de agua y la puso sobre la hornilla, todo eso sin mover más que un pie.

—Bueno —dijo, echándose el pelo alborotado hacia atrás y prestándole a Jessie toda su atención—, ¿qué ha hecho ahora el idiota de tu hermanito?

—Ha desaparecido.

—¿Qué?

—Se ha esfumado.

Archie rio con tal estridencia que removió el aire gélido del diminuto espacio.

—No te rías —le dijo con seriedad—, lleva una semana desaparecido. Nadie lo ha visto desde el viernes pasado.

—¿Desde el viernes?

—Sí. ¿Sabes dónde está?

—¿Qué me dices? ¿Esfumado?

—¿Sabes adónde fue aquella noche del viernes?

—Sí, en realidad sí que lo sé. —Alargó la mano hasta la llama de la hornilla para calentarse—. Hizo lo mismo que la mayoría de los fines de semana; estaba obsesionado con eso.

—¿Tim? ¿Obsesionado? Nunca me mencionó nada en ese tono… Aparte de la colección egipcia del museo, claro.

—Eso es porque sabía que tú no lo aprobarías. Ya sabes cómo es, siempre loco por encontrar el consentimiento de su hermana mayor.

Jessie frunció el ceño.

«¿Ah, sí?».

También le había ocultado eso.

—Bueno, ¿dónde fue? —le preguntó con urgencia.

Archie dudó un instante.

—¿Dónde? —repitió Jessie sacudiéndole el brazo—. ¿Dónde?

Él apartó la mirada, sintiéndose incómodo de repente.

—A una sesión de espiritismo.

—¿Qué clase de idiota haría eso?

—Por Dios, Jess, no es más que una estúpida sesión. No te pongas así.

Se sacó las llaves del coche del bolsillo del abrigo.

—Dime dónde era.

Una sesión de espiritismo.

La sola expresión era susurrante y resbaladiza. Le recorría la espalda y la hacía estremecerse.

«Timothy, ¿en qué estabas pensando?».

Sintió cómo el pecho se le tensaba. Quería sentarse con su hermano y hablar tranquilamente de aquella obsesión suya que había llevado en secreto, pero en lugar de eso estaba conduciendo por la carretera A40 a toda velocidad y con los nudillos blancos por la presión que ejercía sobre el volante. Su pequeño Austin Swallow rodeó bruscamente a un ómnibus de turistas y pasó junto a una señal que indicaba la dirección hacia Denham Village.

¿Con quién intentaba contactar Tim? ¿Quién merecía tanto esfuerzo?

Negó con la cabeza, exasperada.

Estaba muy de moda la idea de buscar a los espíritus de los muertos; una nación en caos tratando de encontrar el camino que seguir en el pasado, como si la generación anterior no hubiera armado ya bastante lío sin necesidad de meter las manos en el presente. Todo el mundo lo hacía; Biddy Bradshaw, una joven que trabajaba con Jessie en el estudio, siempre la andaba amenazando con llevar un tablero de güija para hacer una sesión durante el almuerzo. Se trataba de la última excentricidad de la sociedad, que atraía a los tercos intelectuales con la misma ligereza que a las frágiles y jóvenes viudas de la Guerra Mundial. Era un tema que a Jessie le preocupaba: que una nación pudiera ser tan crédula y estuviera tan dispuesta a oír las voces de los muertos cuando lo que necesitaba era oír los llantos de los que morían de hambre en sus calles.

¿Cómo podía habérsele pasado por alto eso de Tim? ¿No debería haberse dado cuenta de que tenía algo tan enorme sobre sus hombros y tan opaco obstruyéndole el pensamiento?

Dio un frenazo justo cuando un ciclista y su perro giraban la esquina como si fueran los amos de la calle. Jessie tocó el claxon.

«Relájate. Piensa con claridad».

Llevó sus pensamientos hasta la última vez que había visto a su hermano. Habían ido al cine a ver a Johnny Weissmüller en Tarzán de los monos y había cocinado para Tim hígado con beicon, su plato favorito. Era capaz de dibujarlo perfectamente en su mente, sonriéndole desde el otro lado de la mesa con sus inocentes ojos azules. Sin neblina, ni velos, ni obsesiones.

Se sintió traicionada. Tim era la única persona en su vida con la que podía bajar la guardia, la única en la que se atrevía a confiar y a la que se atrevía a querer, ya que había aprendido a muy temprana edad que el amor era demasiado peligroso, como una bomba de relojería esperando a estallar en el pecho. Y, de nuevo, había comprobado que no debía fiarse, no debía dejarse guiar por el amor. Últimamente le iba bien en la vida así que, estúpidamente, se había relajado y había olvidado ser tan precavida. Había apartado la atención un solo momento… ¿Y qué quería decir todo aquello?

—¡Timothy!

Era el mismo tono que usaba cuando Tim era pequeño y le rompía las puntas de los lápices, que Jessie se dedicaba cuidadosamente a afilar, o cuando botaba la pelota contra el armario mientras ella intentaba leer. Nunca se le había dado demasiado bien reñirlo, pero ahora quería sacudirlo hasta que se le cayeran los ojos, justo como había hecho la primera vez que lo vio metido en la cama de Georgie.

¿Acaso se había convertido la muerte en más real que la propia vida para Tim?

Al girar a la izquierda en un callejón rural bordeado por setos y con un cartel que decía Lower Lampton, sintió la necesidad violenta e imperiosa de pegar un puñetazo al claxon y hacer añicos el maldito aire tranquilo del campo.