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Georgie
Egipto, 1932
—Contrólalo.
—Lo intento —dices—, pero está molesto por la mudanza.
Estáis discutiendo sobre mí otra vez, tú y el hombre gordo. Lo odio. El calor es insoportable hoy, ya que el viento cálido lo empeora y arrastra la arena, que me pica en la piel. Estoy trabajando bajo un entoldado esta mañana. Tiene el techo y tres lados de lona, pero el frontal está abierto a los elementos y los moradores del desierto. Una lagartija de color beige entra y se esconde detrás de uno de mis cajones.
Corto uno de los tamices de Tim por la mitad y atrapo a la criatura ahí para poder tocarla y estudiar sus interesantes dedos ganchudos. Son púas salientes, una modificación de los dedos de los lagartos de arena para mejorar su movimiento por la arena inestable y ayudarlos a escarbar en ella. Es un ejemplo fascinante de la teoría de la evolución de Darwin que tengo ahora mismo en la mano. Hace dos semanas la tenía escondida en mi armario. Mi mente burbujea ante la velocidad de estos cambios.
Tú y el hombre gordo estáis en un lateral, así que no os veo, pero sí os oigo. Hay algo en este aire seco que hace que el sonido se transporte mejor, un fenómeno que quiero investigar cuando pueda. Cuando pueda. Pero no tengo ni idea de cuándo ocurrirá eso. No tengo ni idea de nada más y ese pensamiento hace que me empiecen a temblar las manos con tanta violencia que tengo que soltar la estatuilla de bronce que estoy envolviendo. Es la hermosa diosa Isis, la primera hija de Geb, dios de la tierra, y de Nut, diosa de los cielos, y cada vez que envuelvo una pieza en papel y algodón lo hago muy despacio porque las aprecio. Mis dedos no las abandonarán.
—Venga, venga —me murmuro a mí mismo, pero me tiemblan tanto las manos que tengo que metérmelas debajo de las axilas para que se calmen. No quiero que las veas así.
—La mudanza nos ha importunado a todos —gruñe el hombre gordo—, pero no vamos por ahí aullando y golpeándonos la cabeza contra el suelo.
—Se está adaptando mejor ahora que lo he puesto a trabajar de nuevo.
—Dile que se dé más prisa.
No dices nada en respuesta.
No lejos de mi entoldado están los dos hombres egipcios con los que compartimos casa y también están trabajando sacando los objetos más pesados, y los oigo reír.
¿Se ríen de mí?
Empiezo a encontrarme mal.
—Nos vamos mañana por la noche —te dice el hombre gordo, y yo te oigo boquear.
—¿Mañana?
—Sí.
—¿Tan pronto? Todavía queda mucho por sacar de la tumba.
—Extraed lo más valioso y metedlo en las cajas. Mañana por la noche nos iremos de aquí.
—¿Por qué tan pronto? —preguntas, y percibo el enfado en tu voz.
—Es por Fareed y sus malditos nacionalistas. Anoche volvieron a dar problemas. Tenemos que movernos más rápido y salir de aquí antes de que nos encuentren.
—¿Está el transporte listo?
—Claro que sí. Estamos todos esperándoos a ti y a ese hermano tuyo. Mira, te he traído un par de manos extra. —Levantó la voz—. Malak, ven aquí.
—Sí, señor bey, voy ya.
La voz joven se acerca y yo me siento en la arena cubriéndome la cara con las manos para cerrarles el paso a todos.
—Buenos días. Una mañana preciosa, señor Timothy, señor, muy encantado de ayudar de mucha mucha forma, sí.
Gruñes como lo haces cuando estás enfadado.
—Un poco joven, ¿no?
—No, señor Timothy, no, yo muy fuerte.
—Coge una pala de ese montón, Malak.
—Inmediatamente, señor, sí.
Después de una pausa, preguntas con un tono de voz más bajo:
—¿Qué bien me hará este chico?
—Tú ponlo a trabajar, por amor de Dios, Timothy. Tú y tu retrasado nunca estáis satisfechos. Vaciad la tumba rápidamente y asegúrate de controlarlo, joder.
Oigo una fuerte ráfaga de aire, como el viento invernal, pero sé que ha salido de tu boca.
—Georgie no es un perro ni tampoco un niño, ni mucho menos un retrasado. ¡Es mi hermano! —le gritas las últimas tres palabras y yo me envuelvo la cabeza con papel.
Observo al chico subir con facilidad las colinas, incluso las partes escarpadas, con un palo de madera sobre los hombros. Es demasiado grande para él, pero lo hace sin esfuerzo aparente. Es mucho más de lo que yo puedo hacer; yo necesito tu ayuda incluso para subir las colinas. Me alegro cuando las sombras de color púrpura lo engullen.
—No lo mires así, Georgie, es solo un niño.
Estás conmigo en mi entoldado.
—Que no lo mire ¿cómo?
—Como si quisieras matarlo.
Me giro y empiezo a envolver con cuidado un conjunto de amuletos de oro y esmalte en papel.
—¿De dónde ha salido?
—¿El chico? Ah, no sé, lo encontró el doctor Scott en Lúxor anoche. Un par de manos extra y una lengua que no haga preguntas.
—¿Por qué eligió un niño?
—Porque hace lo que le ordenas. —Echas un vistazo a las siluetas que desaparecen sobre el risco de arena en la colina baldía y sonríes—. Y porque ese chico es encantador.
Quiero que apartes la mirada de la colina.
—¿Qué significa eso?
—Significa que tiene facilidad para gustarle a la gente.
Pienso en eso último mientras coloco una capa de algodón sobre el papel.
—Tú eres encantador.
—Ah —dices.
Eso es todo.
Pero te acercas a mí hasta que me doy cuenta de que me estás mirando, aunque no levanto la mirada de mi tarea. Vas contra las reglas y me pones el brazo alrededor de los hombros. Tanto tú como yo sabemos que me pone nervioso y que me puede llevar a tener un episodio, pero ambos lo dejamos pasar así.
—Gracias, Georgie.
—De nada.
—Tus maneras hoy son impecables. —Me aprietas el hombro y me cuesta mucho no rogarte que pares.
Te miro de reojo. Tienes el sol a la espalda y crea un halo de luz alrededor de tu pelo. Llevas puestos los pantalones cortos de siempre y una camiseta de manga corta. Yo siempre me visto con pantalones largos y mangas largas por mucho calor que haga porque no puedo soportar el sol abrasador en mi piel; me hace estremecerme por dentro. Quiero decirte algo, darte las gracias por decirle al hombre gordo que no soy un retrasado.
—Estoy orgulloso —digo, sin levantar la vista de la figura de plata de Anubis con su cabeza de chacal que tengo en la mano—. Estoy orgulloso de que seas mi hermano.
Apartas el brazo bruscamente. Intento que no se me note el alivio que siento al fin. Vuelvo a mirarte; tus ojos se han vuelto pequeños y tu boca tiene una forma extraña, y sacudes la cabeza de un lado a otro. No tengo ni idea de lo que significa y empiezo a sentir la amenaza del pánico. Abrazo con más fuerza a Anubis.
—Georgie —me dices con un tono de voz poco común—, ¿cómo tienes ese poder de anularme?
—Sé que no soy encantador.
Empiezas a reírte, grandes oleadas del sonido que sacuden la lona de mi entoldado, y no sé por qué, pero río contigo.
La camioneta está sucia. No me gusta. Me niego a subir. Se supone que debemos cargar las cajas en ella, pero yo me aparto y me agacho en la sombra que proyecta sobre la arena y respiro el aire fresco que produce. Me vuelvo a sentir mal.
Sé por qué. Es porque el hombre gordo no me quiere dejar solo. Me provoca con insultos y me da patadas cada vez que no lo ves, del mismo modo que lo hace un torero con un toro herido y estúpido. Tengo ganas de tirarlo a la arena y abrirle su oronda barriga con unos cuernos afilados. Quizás la bella Isis me preste los suyos.
Delante de él siempre me mantengo en silencio y aparento ser estúpido.
Tú estás junto a mí fumando un cigarrillo. No me ofreces uno, así que sé que estás molesto conmigo.
—¿No nos ayudas? —preguntas.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no quiero.
No quiero discutir, pero suspiras enfadado. No hablamos. Estoy pensando en la tienda en la que tendré que dormir esta noche y en los insectos que la compartirán conmigo. Aprieto los dientes para que no se me escape ningún sonido por la boca. De repente, me agarras por el hombro y me pones de pie de un tirón tan fuerte que siento que me flaquean las rodillas.
—¡Mira! —me dices.
Miro tu mano.
—No. —Señalas un punto—. Mira el lateral de la furgoneta.
Me quedo mirándolo pero no veo más que polvo.
—Mira allí.
Me indicas un trozo polvoriento junto al guardabarros en el que se nota que alguien ha tocado. Me esfuerzo por ver qué hay: alguien ha dibujado una serpiente corta en la suciedad del vehículo. Se me abre la boca al instante y noto que emito un sonido convulsivo. Me das un golpe en las costillas y consigo cerrar la mandíbula de golpe.
—¡Calla, Georgie!
Pero estás sonriendo. Ambos sonreímos. Lo hacemos porque en los jeroglíficos egipcios antiguos la serpiente significaba la letra J, y la J solo puede referirse a una persona: Jessie.