36
Tebas.
La reina de las ciudades.
Ciudad del rey de reyes, el grande y glorioso Amón-Ra. Capital legendaria del Antiguo Egipto. La punta de lanza de su poder militar.
Centro de aprendizaje y gran sabiduría, pináculo del poder político mil doscientos años antes de que Cristo pusiera un pie en este mundo.
Todas esas cosas era Tebas.
Waset era su nombre en egipcio según fue encontrado en textos antiguos, que significa «ciudad del sepulcro». Que todos aquellos que contemplen el lugar se inclinen ante el gran dios Amón-Ra. El nombre de Thebai se lo pusieron los griegos antiguos y de ahí pasó a ser Tebas para los egipcios. Es una ciudad que ha mirado directamente a Ra a los ojos, compitiendo con el mismo sol por el brillo de su oro y la inmensidad de su poder. Sin embargo, es una ciudad que también fue engullida por la arena del desierto y reducida a ruinas cuando su orgullo desmedido la llevó a la humillación y la misma destrucción.
Tebas desapareció y, en su lugar, aparecieron dos poblaciones pequeñas: Lúxor y Karnak, que viven de aprovechar el turismo de la muerte.
Lúxor.
Allí era donde Jessie tenía depositadas todas sus esperanzas.
El calor de Lúxor era asfixiante incluso a esa hora de la noche. Jessie se quitó los guantes y el sombrero para abanicarse con él, intimidada por Monty, que tenía la habilidad especial del caballero inglés de ver el calor como un simple invitado no deseado a una fiesta e ignorarlo por completo. Caminaba con paso firme bajo la luz de la luna a la par que recogía el equipaje, apartaba a los golfillos callejeros, pedía un carro taxi y sacaba de a saber dónde un matamoscas para Jessie, todo ello sin expulsar una gota de sudor ni perder la sonrisa.
Encontró un hotel cómodo, el Blue Nile. Era pequeño, discreto y estaba limpio. Monty inspeccionó sus habitaciones en busca de cucarachas antes de registrarse y las declaró habitables, no sin antes exigir que remendaran la mosquitera y pedir agua hervida y limas frescas para hacer una bebida. Los miembros del personal del hotel, con sus galabiyas blancas, accedieron obedientemente y se escabulleron a hacer cada uno sus tareas.
El problema, según lo veía Jessie, no era el hotel, sino Malak. El chico egipcio le pesaba en la conciencia. Se había colado en el tren solo para viajar con ella hasta Lúxor, así que ahora no tenía más opción que sentirse responsable de él. ¿Qué dirían su madre y sus hermanitas de ojos enormes? Viajar en tren por Egipto resultó ser increíblemente económico, así que el coste del billete del chico había sido insignificante, pero Monty y ella no estaban allí para que un pequeño guía les enseñara los emplazamientos históricos; no necesitaban un cachorro que los siguiera a todas partes.
—Toma, Malak, coge esto —le dijo fuera del hotel—. Toma el primer tren de vuelta a El Cairo por la mañana.
El chico había dejado caer la vista sobre el dinero que le ofrecía y su joven rostro era ahora una mezcla de emociones. El deseo de meterse en el bolsillo las libras egipcias luchaba contra la decepción de que lo obligaran a irse. Se secó las palmas de las manos en su túnica de rayas mugrienta como si estuviera limpiándose la codicia, negó con la cabeza dramáticamente y añadió una conmovedora caída de ojos.
—Sita Kenton, yo la ayudo. Yo quedo. —Asintió con tal entusiasmo que su cabeza amenazaba con salir disparada de un bote—. Yo quedo, sí.
—No —dijo Monty contundentemente al tiempo que agitaba el matamoscas hacia el niño—. ¡Largo! ¡Vete! Fuera de aquí.
Malak empezó a hacer lo que le decían, pero con los hombros caídos y andando de espaldas, con la mirada triste fija en Jessie.
—Oh, vale —dijo suspirando, y el chico volvió de un salto a su lado con una amplia sonrisa—. Pero solo un día, eso es todo. Puedes quedarte con nosotros mañana, pero después —le dijo advirtiéndole con el dedo índice mientras le ponía el dinero en la mano— vuelves en tren con tu familia.
El chico bailó alrededor de Jessie.
—Yo mucha ayuda. Buen chico. Tú amable y guapa. Tú ángel diosa del sol. Tú mujer amable. Tú…
—Ya vale —le dijo Monty al chico con un gruñido—. ¡Vete!
—Yo encuentro mi tío y vuelvo.
Se desvaneció en la oscuridad y Monty la miró con cara de pocos amigos.
—Sí, sí, ya lo sé. —Jessie se encogió de hombros—. Soy idiota.
—No —le dijo Monty con una sonrisa—. Creo que el chico tiene razón, te ha calado, ángel diosa del sol.
—¡Calla!
—No me culpes a mí —dijo Monty riéndose— de que el pequeño pillo te estafe y se pasee por El Cairo con tu sombrero nuevo.
—Nunca se sabe, quizás nos sea útil; conoce Lúxor.
De repente, las risas se acabaron. La frescura de Jessie se ensombreció al pensar en qué pasaría al día siguiente cuando volvieran a la realidad.
La realidad era Tim.
Monty fue a su habitación aquella noche. Su piel la envolvió, cálida y tentadora, y sus manos exploraron su cuerpo, provocando en ella nuevos sonidos que se desprendían de su garganta y la sorprendían.
Se tomaron su tiempo recreándose en los besos y en descubrir el momento y el gesto más placenteros, lo que los excitó y los condujo a un frenesí de mutua necesidad. En aquella ocasión, él pedía más; Jessie percibió cómo Monty tiraba de ella desde dentro y se encontró soltando las cadenas que llevaba años amoldando a su ser, abriéndole puertas y aferrándose al corazón de aquel hombre. Sin aliento y consumida por el calor que los abrasaba. Ambos alargaron el tiempo y se desplegaron en él en lo que parecieron ser horas de lujuria, y no existía ningún otro momento para ambos. Así que se sorprendieron al oír al muecín llamar al rezo a los fieles de Lúxor al amanecer.
Jessie se quedó con la cabeza reposada en el hueco del hombro de Monty, saciada y con el cuerpo entrelazado con el de él. Los corazones redujeron el ritmo poco a poco hasta llegar a un latido regular mientras finos haces de luz solar llegaban a la cama desde la ventana y empezaban a trepar por sus piernas desnudas.
Los labios de Monty tocaron la frente de Jessie.
—Dime una cosa sobre ti que todavía no sepa.
Aquello era ir un paso más allá, abrir un poco más la puerta. Jessie sonrió y abrió los labios para hablarle del día en que, siendo una niña, había ido a robar manzanas a una vecina y, estando subida en el árbol con la boca llena del jugoso fruto, perdió el equilibrio al resbalar en una rama cubierta de líquenes. Entró en el jardín en ese momento una mamá zorra con sus tres crías detrás. La zorra empezó a juguetear, no había otra forma de llamarlo. Jessie saltó y retozó con ellos, persiguió a las crías, les lavó las orejas y la cola… En aquel momento, lo que Jessie más quería en el mundo era ser para siempre una de esas crías.
Abrió la boca para contarle todo esto a Monty, para abrirle esa puerta, pero esas no fueron las palabras que salieron.
—Tenía otro hermano —le dijo—. Se llamaba Georgie. Desapareció.
Pudo oír la respiración pausada de Monty.
—¿Cuándo desapareció? —Su voz era tranquila, lisa como el cristal.
—Cuando yo tenía siete años y él, cinco.
—¿Qué ocurrió?
—No lo sé. Era un niño complicado. Creo que mis padres no podían tratar con él y lo llevaron a un hogar de algún tipo. Nunca me lo dijeron.
—¿No volviste a verlo?
—No.
—¿Sigue vivo?
—No tengo ni idea.
—Oh, Jessie.
—Nunca se lo he contado a nadie.
Él la abrazó con más fuerza y la acercó a su pecho desnudo, como si pudiera introducirla debajo de sus costillas para tenerla a salvo. Estuvieron así un buen lapso de tiempo, en silencio, con la excepción de la llamada al rezo del muecín.
—Bueno —dijo ella con firmeza—, vamos a hablar de por dónde vamos a empezar hoy.
Monty se incorporó, apoyándose en el codo y estudiándola delicadamente, como si quisiera retener en la memoria cada línea de su rostro y su cuerpo.
—¿Por dónde empezamos?
—Bueno —dijo ella—, eso no es difícil de saber.
—¿La tumba del rey? Donde reposan los restos del rey Tutankamón.
Ella se estiró y le besó la barbilla, notando la barba de la mañana en sus labios.
—¡A la primera! No se te escapa nada. —Sonrió, demostrando que, de nuevo, ella estaba al mando.
—Prométeme una cosa —dijo Monty.
—¿Qué?
—Que no te apartarás de mi lado.
Ella reposó la mejilla en su pecho, oyendo la calma de sus latidos.
—Lo prometo.
El Valle de los Reyes no era como Jessie se lo esperaba. Era un infierno rocoso y baldío en el que la vida no era bienvenida y el calor abrasador del sol rugía sobre las grandes rocas y chocaba implacable contra la piel al descubierto. El cielo era una inmensidad de color azul intenso que cegaba la vista. Allí no vivía nada; incluso los escorpiones y los lagartos se lo pensaban dos veces. Sin embargo, las moscas sí colonizaban el lugar; multitud de ellas se congregaban alrededor del sudor de los hombres y mujeres que eran lo suficientemente atrevidos como para adentrarse en el valle de la muerte, atraídas también por el hedor de los burros y camellos que llevaban a los valientes hasta allí.
Malak esperaba en el exterior del hotel, agazapado en una zona arenosa con sombra con una paciencia tal que a Jessie le sorprendió al compararlo con la forma de ser de los niños ingleses.
—Buenos días, Malak. —Le llevaba un trozo de pan de pita relleno de queso de cabra de la mesa del desayuno.
—Ahlan, amable mujer, hola. —Aceptó el desayuno con agradecimiento, no con gula, y miró a Monty de modo respetuoso—. Buen señor —le dijo, saludándolo educadamente—. Tengo barco para ustedes, mejor falúa del Nilo, sí señor, sí. —Agitó el pan en la dirección del río—. Mi primo navega, primo Akil, muy bien navega, sí.
Monty le dio una moneda.
—Buen chico. Queremos visitar las tumbas de la orilla oeste, así que…
—Akil, él navega a ustedes por el río.
Monty le sonrió de pasada y le lanzó una segunda moneda, que Malak atrapó en el aire.
—Mi tío hombre rico rico. Tiene barco y muchos muchos caballos. ¿Camello? ¿Quiere camello?
—No, gracias —dijo Jessie—. Los caballos valdrán.
Jessie vio cómo se le iluminaba la mirada a Monty ante la idea de cabalgar y, sorprendentemente, Malak lo había hecho todo perfecto. La falúa extendió su cola triangular como un gran cisne blanco y Akil los condujo hasta la orilla opuesta del Nilo. El caudal marrón del río se extendía turbulento bajo ellos en aquella época del año. No hacía mucho de la inundación del Nilo, en la que el río se desborda y despliega su gran cieno negro sobre la tierra. Esperándolos en la orilla oeste había dos yeguas zainas con las crines y colas negras, en apenas mejores condiciones que las escuálidas criaturas que deambulaban sin rumbo por la calles empujando los carros y las carretas. Monty les acarició las orejas y les rascó sus cuellos polvorientos, y sacó de los bolsillos una manzana para cada una que había birlado del desayuno. Los animales las masticaron con satisfacción, pero Malak puso mala cara al ver la indulgencia de desperdiciar una manzana con un caballo.
Se montaron en las bastas sillas y cabalgaron desde la orilla a través de las verdes extensiones de los campos fértiles de caña de azúcar y coles, después subieron por un camino polvoriento flanqueado por casas de adobe y llegaron a las inhóspitas colinas del desierto. El carácter implacable del paisaje estaba salpicado de valles secos que dividían la colina Tebana; se adentraron en el valle este, el Valle de los Reyes —Wabi Biban el-Muluk—, donde se ocultaban las tumbas de los faraones.
Jessie estaba sobrecogida por el paisaje, que parecía vibrar con el calor y el silencio. Sobre este se erigía una enorme escarpadura de piedra caliza cuyas colinas estaban bañadas por el tono rosáceo de la mañana.
—Mira —señaló Jessie, pero con el tono de voz que se usa en las iglesias—. Allí está el-Qurn.
Era una pirámide natural formada en una de las cimas de la escarpa y dedicada a la diosa Hathor.
—Buf, me pone los pelos de punta —murmuró—. Es siniestra.
—No te dejes llevar —le dijo Monty a modo de reprimenda.
Pero cuando dos milanos batieron sus alas y sobrevolaron la cima, Jessie se dio cuenta de que Monty le dio la espalda a sus gritos agudos inquietantes. Ya había un buen número de turistas paseando por el valle, todos ellos molestos por los dragomanes de las poblaciones vecinas, pero Monty apartó a los guías con facilidad y se dirigió decididamente a la tumba de Tutankamón. En aquel valle se habían excavado las sepulturas de muchos faraones y sus entradas estaban claramente delimitadas por unas puertas cuadradas resaltadas en las laderas de las colinas de caliza; algunas estaban abiertas al público, pero otras tenían barrotes de metal que impedían el acceso.
Al acercarse a la pequeña entrada de la tumba del rey Tutankamón, Jessie se quedó desconcertada al sentir que el pulso se le aceleraba repentinamente. Estaba nerviosa, aunque no veía ninguna razón para ello. No era más que un agujero en la tierra decorado con frescos, por amor de Dios; era absurdo estar nerviosa. Sin embargo, aquel lugar tenía algo, un carácter irreal y desconcertantemente poderoso.
—¿Lista? —le preguntó Monty.
—Claro —dijo, y forzó una sonrisa.
Al adentrarse en la oscuridad se quedó cegada por el contraste con el brillo del exterior. La entrada era de poca altura y descendía inmediatamente en el interior de la roca por medio de unos escalones empinados. El túnel de bajada a la tumba estaba iluminado de modo muy tenue y era tan estrecho y cerrado que Jessie sintió de repente claustrofobia. Fue como si las paredes se le vinieran encima, preparándose para extirparle el aire de los pulmones bajo toneladas de roca, pero fijó la mirada en la figura de Monty, que iba delante de ella, se encorvó para evitar el bajo techo y continuó andando. Jessie colocaba cada pie donde Monty lo había hecho antes en el camino cubierto de arena, y se encontró de pronto adentrándose en la sala funeraria.
Se quedó boquiabierta. Cada miedo e incertidumbre que la había estado acosando desde que había puesto el primer pie en aquel valle de la muerte se desprendió de ella como hojas muertas. El corazón le latía frenéticamente y tenía la boca seca, pero en esta ocasión por la emoción y el entusiasmo del momento. El interior de la cámara era lo más hermoso que había visto jamás; la decoraban colores vivos e imágenes a tamaño real desde el suelo hasta el techo, todo pintado sobre un fondo de color oro vibrante. Incluso a la tenue luz, la tumba era imponente.
Al contrario de lo que esperaba, la tumba era cálida, no como las frías grutas de Gran Bretaña. Era como sentir el aliento de los muertos, que convertía el aire en denso y pesado, pero el silencio era tan profundo que le provocó extraños pensamientos. Penetró en su mente y se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración, reticente a influir en la tersa superficie del silencio al mover el aire. El tiempo parecía haberse detenido en el interior de la tumba; se volvió irrelevante, superfluo y desoído. El reloj que llevaba en la muñeca había pasado a ser una obscenidad.
Se quedó embobada frente a la pared oeste, donde los frescos de doce babuinos agachados parecían aguardar el momento de saltar sobre ella. Apenas se percató de la entrada de un guía con turistas charlatanes a los que su dragomán deleitaba con la historia del muro de los babuinos. Juntos representaban las doce horas de la noche que Tutankamón debía pasar antes de llegar al más allá. Sin embargo, el rey niño había sido debidamente representado junto con un barco en la parte superior del rincón derecho para que le sirviera de ayuda en su viaje.
Jessie se quedó unos instantes pensando en el barco. Había en él un escarabajo, con su gran cuerpo cornudo sostenido sobre las finas piernas, y se le ocurrió pensar cuánto podría transportar un barco pequeño, incluso uno como la falúa del Nilo. Cómo de fácil sería para alguien sortear a los babuinos por la noche.
—Discúlpeme, señora.
Jessie vio a un hombre de complexión media junto a ella en el rincón de la tumba, vestido con una galabiya gris que lo cubría por completo y un turbante blanco alrededor de la cabeza. El aroma a canela lo rodeaba, sus ojos oscuros proyectaban una mirada seria y sus formas eran deferentes. No parecía ser uno de los persistentes mendigos, pero sí se acercó mucho, como estos solían hacer, y Jessie tuvo la sensación de que también quería algo de ella.
—¿Sí?
—¿Le interesa la tumba?
—Claro.
—Mi hermano es un hombre culto. Sabe mucho sobre tumbas. Estaría encantado de ofrecerle una visita guiada por…
Ella se apartó de él.
—No, gracias. —Se giró para continuar andando, pero él la agarró de la tiranta del bolso que llevaba al hombro, impidiéndole que se marchara.
—Mi nombre es Ahmed —le dijo en voz baja—. Puedo ayudarla.
Jessie buscó a Monty con la mirada, pero estaba embelesado escuchando a un guía que les hablaba de la representación de Tutankamón con la forma de Osiris y de su visir, Ay, vestido como un sacerdote. El guía les describía en detalle la ceremonia de la apertura de la boca para devolver al rey muerto a la vida.
—No quiero su ayuda —dijo con educación, y le apartó la mano del bolso.
El hombre dijo algo en árabe. Ella se detuvo, esperando que se lo tradujera, pero este no lo hizo, así que Jessie siguió su camino para inspeccionar otra parte de la tumba. Al quedarse mirando la pared este, la representación del cuerpo momificado del rey bajo un dosel parecía flotar en el aire ante sus ojos, pero lo único en lo que podía centrarse era en la mirada seria y en las palabras en tono grave del hombre: «Puedo ayudarla».
¿Podría ayudarla? ¿Podría querer implicar algo más que hacer de guía turístico?
Se dejó llevar por un impulso y se giró rápidamente. Quería volver a hablar con él, pero sus ojos buscaron en vano el turbante blanco entre las sombras de la tumba. Se había ido. No lo había visto ni oído moverse, pero ya no estaba allí. A pesar del calor del lugar, se le quedó la piel helada.
Buscó la espalda cálida de Monty y reposó la mano en ella, y este se volvió al instante.
—¿Estás bien?
Ella asintió.
—Aire fresco, supongo.
Monty entrecerró los ojos y escaneó a las personas que compartían la tumba con ellos. Después de considerarlo un instante, dijo:
—Vamos.
Y la condujo hasta la salida.
Pero ya era demasiado tarde. Jessie había percibido un cambio muy sutil que apenas alcanzaba a comprender. Sentía el aire denso en los pulmones, el olor empalagoso de la canela que perfumaba a Ahmed, y experimentó un extraño rechazo a tocar el bolso, por haberlo hecho él antes.
Al subir los escalones excavados en la roca, agachando la cabeza para no golpearse con el techo bajo del túnel, supo que algo había ocurrido dentro de la tumba dorada, pero no sabía de qué se trataba exactamente.
—¿Y bien?
—Nada. —Jessie dio un sorbo a su zumo de lima.
—¿Estás segura?
—Sí.
No miró a Monty al hablarle. No sabía cómo explicarle lo que había ocurrido esa misma mañana en la tumba; sería como intentar explicar los detalles de un sueño, demasiado insustanciales como para representarlos con palabras.
Estaban sentados junto a una mesa de bambú en el pequeño jardín trasero perfumado de su hotel de Lúxor. Las palmeras les ofrecían una sombra fresca y una profusión de olores de las adelfas y cinias que rebosaban de las macetas y de sus arriates perfectamente regados y mantenidos, y que otorgaban a aquel apagado lugar un despliegue de rosas y rojos. Aquello satisfizo el deseo innato por los colores que Jessie poseía como la artista que era, y le encantó el detalle de que Monty tomara un brote de color escarlata y se lo colocara a ella detrás de la oreja. Malak, después de devolverle los caballos sudorosos a su tío, estaba agachado junto a una de las mesas comiéndose un falafel con pan de pita y lamiéndose la grasa de los dedos con fruición.
Monty sacó dos cigarrillos, los encendió y le dio uno a Jessie. No apartó la mirada del niño cuando dijo, despreocupadamente:
—Pero ha habido algo allí dentro que te ha incomodado. Dices que no encontraste en la tumba nada que te diera una pista sobre Tim, ningún rastro de él, y entiendo que eso debe de haber sido muy decepcionante. —Exhaló una bocanada de humo hacia una mariposa que pasaba—. Pero había algo más. —La miró—. ¿Me equivoco?
Se hizo el silencio en la mesa. Durante unos segundos, ambos lo dejaron regodearse entre ellos, pero cuando el gruñido gutural de un camello rompió el momento, Jessie dio un buen sorbo al zumo y asintió.
—Sí, sí que había algo más, tienes razón. Pero ha sido demasiado insignificante como para implicar algo en realidad, y soy una idiota por haberme incomodado.
—Cuéntamelo.
Jessie se lo narró todo: Ahmed, la mano en el bolso y que había murmurado «¿Puedo ayudarla?». Lo que no mencionó fue la sensación intangible de que había ocurrido algo más.
—¿Lo viste al salir de la tumba? —le preguntó Monty—. Quizás buscando hacer negocio con otros turistas.
—No.
Monty movió la mirada de Jessie a su bolso, que colgaba del respaldar de la silla.
—¿Te importa? —preguntó, refiriéndose al bolso.
Sin contestar, Jessie lo cogió y se lo dio a Monty con el mismo cuidado que si contuviera una granada de mano. Era un bolso de piel de buen tamaño en el que siempre llevaba el cuaderno de bocetos y los lápices, un juego de carboncillos, un bolígrafo y el monedero, así como los complementos típicos de las mujeres como los polvos compactos, la barra de labios, un pañuelo de tela y un cepillo para el pelo. Además, había introducido un cortaplumas y un pañuelo de seda para cubrirse el pelo si fuera necesario. Monty inspeccionó el broche de cierre; el bolso tenía una solapa que se doblaba sobre la parte superior y que estaba asegurada con un broche de presión. Lo abrió y miró a Jessie, levantando la ceja con expresión de pedir permiso.
—Con total tranquilidad —le dijo ella.
Monty volcó el contenido del bolso en la mesa de golpe. El ruido hizo al niño levantar la vista. Alertado por la posibilidad de encontrar lo que para él podría ser un tesoro, se metió en la boca lo que le quedaba de la comida y corrió al lado de ellos. Monty inspeccionó la montaña de objetos y miró a Jessie, que observaba con la mandíbula rígida la maraña de utensilios.
—¿Qué pasa? —le preguntó Monty—. ¿Qué ves?
—El reloj —dijo Jessie, respirando hondo y señalando el objeto que se podía ver bajo el pañuelo de seda—. Es el reloj de Tim.