CAPÍTULO III
DESDE el piso que ocupaba, como ya se ha dicho, en uno de los rascacielos más elevados de Nueva York, distinguió Doc Savage el relámpago que precedió al hundimiento del yate. Estaba, situado de cara a la bahía, frente al mar. Además, sus pupilas doradas dejaban en raras ocasiones de percibir cuanto ocurría a su alrededor.
Apenas hubo visto el resplandor, pidió a Monk, nuestro simpático amigo:
—Abre la radio y a ver si captas algo que nos indique lo que ocurrió.
Situado junto a Habeas, el agradable Monk se ocupaba en pintar una bandera de amarillo.
Dejó el pincel dentro del pote de la pintura, se aproximó al aparato y lo abrió.
De pronto dejó escapar un grito.
—¡Doc, Doc! —chilló, lleno de excitación—. Ese relámpago ha precedido al hundimiento de un yate. Dicen por radio que un guardacostas acaba de pasar por el lugar de la catástrofe.
Doc se aproximó a su amigo. Sus movimientos, graciosos y sueltos, denunciaban la tremenda energía muscular que le caracterizaba.
—¿Sobrevivió alguien a la catástrofe? —deseó saber.
—Una sola persona, el primer oficial del buque, llamado Lacy. Está muy malherido, pero ha declarado. Ha nombrarlo a todas las personas que iban a bordo.
Monk hizo una pausa y, guiñando los ojillos, interrogó a Doc:
—¿Recuerdas, Doc, al caballero de la chistera que estuvo aquí esta mañana y se marchó sin hablar contigo?
Doc no dijo nada, pero los singulares remolinos de sus ojos giraron más deprisa.
—Pues bien: viajaba a bordo del yate y le ha matado la explosión —concluyó Monk.
Un examen de los labios de Doc realizado en aquel mismo instante, no hubiera dado resultado. Sin embargo, de ellos salió una extraña nota musical que aumentó de volumen hasta llenar los ámbitos de la habitación, y se extinguió de pronto.
Monk parpadeó. Conocía aquel sonido. Era característico del hombre de bronce y lo lanzaba en sus momentos de emoción.
—Es preciso —dijo luego—, que nos procuremos más detalles. En el fondo, el asunto tiene algo de extraño.
—Sí, es muy cierto —replicó Monk, pensativo—. ¿De qué se trataría?
—¡Vaya uno a saber! Bueno, andando...
Monk asió al cerdo por una oreja, grande como el asa de una cesta, y tiró de ella hacia sí sin causar, por lo visto, el menor daño al animal.
—¿Adónde vamos? —deseó saber.
—AL lugar de la catástrofe.
El Hudson distaba solamente unos metros del rascacielos, por lo cual no tardaron en llegar a sus orillas.
Iluminados por la débil luz de los faroles, se destacaban de las tinieblas varios almacenes semejantes a grandes masas oscuras.
Delante de uno de ellos, señalado por un letrero que rezaba «Hidalgo y Compañía», se detuvo el hombre de bronce. Llamó a su puerta y le abrieron.
Lo mismo las paredes que el techo del almacén eran, en su interior, de un grosor poco común. Aquel se elevaba en forma de bóveda inmensa.
Tan densa era la oscuridad que, de momento, era imposible saber lo que cobijaba. AL entrar, la luz de una lámpara situada sobre un banco iluminó a los recién llegados. Junto a ella vieron la punta afilada y la fina hoja damascenas de un estoque y su funda de caña. Aunque inofensivo en apariencia, el bastón —estoque podía dar muerte a un hombre.
El individuo que les había, franqueado la entrada miró a Monk y dijo, con acento de sarcasmo:
—¡Ya tenemos aquí al hombre más feo del mundo acompañado de su cerdo asqueroso!
Monk replicó, en un tono similar:
—¡Hola, picapleitos!
Y cambiaron una mirada fulminante.
Sin hacerles caso, Doc abrió la llave de la luz eléctrica y su radiante resplandor iluminó el hangar, que esto era en realidad, lo que ocultaba la bóveda. En su interior se hallaban alineados varios aeroplanos, desde pequeños autogiros a gigantes trimotores veloces como el viento y de líneas maravillosas. Todos eran anfibios. Es decir, que podían descender lo mismo sobre la tierra firme que sobre las aguas de los ríos y de los mares.
—Tomaremos el gran aeroplano —anunció Doc,— porque es más eficiente para el amaraje en alta mar.
El navío guardacostas que había llegado primero al lugar señalado por el hundimiento del yate del barón, se mantenía en comunicación, más o menos constante, con su base naval, y por ello logró Doc dar con el punto deseado.
Para esto le sirvió de mucho el aparato ultrasensible de radio que llevaba a bordo.
Y como el amplificador del sonido del susodicho aparato alimentaba un receptor, lo mismo Monk que Ham pudieron oír la transmisión del «cutter» conforme al sistema Morse, que ambos comprendían, ya que a su vez eran hábiles telegrafistas.
—Por ahora permanece envuelta en profundo misterio la causa de la explosión —observó Ham.
—Sí. Preveo que vamos a meternos en un lío de los más embrollados —comentó Monk, abstraído. Se inclinó sobre el cerdo y, rascándole una de las orejas, le preguntó:
—¿Qué te parece, Habeas? ¿Sacaremos algo del asunto?
—¡Disgustos! —replicó el animalito.
Cada una de las inteligentes respuestas provocaba un estremecimiento de Ham. El Fenómeno le impresionaba, no obstante haberlo presenciado ya infinidad de veces y saber muy bien que el cerdo carecía de voz.
Era Monk, ventrílocuo consumado, el que ejercitaba su destreza sobre Habeas Corpus.
Al encontrarse con el aeroplano sobre el «cutter», del que le separaba una distancia de dos mil pies de altura sobre el nivel del mar, Doc recorrió con la punta del índice el tablero de los instrumentos, eligió uno de ellos y lo oprimió. Sonó un ¡clic! metálico y surgió un paracaídas luminoso del compartimiento de un ala. La luz, semejante por su brillo a un sol en miniatura, descendió lentamente sobre el océano.
Doc dijo, en voz alta:
—¡Pecios!... Indudablemente pertenecen al yate del barón...
Consistían en sillas de cubierta, cinturones salvavidas, restos de botes y varias maderas retorcidas.
Antes de que entrara el paracaídas en contacto con las aguas, había descendido el aeroplano y patinaba sobre su rizada superficie junto al «cutter». La mar era gruesa y muy peligroso un descenso en aquellos momentos, pues requería gran habilidad; sin embargo, a juzgar por su expresión de indiferencia, Doc no consideraba el amaraje bajo dicho punto de vista. El «cutter», un oscuro bajel de cien pies de longitud, ostentaba, lo mismo a proa que a popa, tres cañones enfundados en una tela de lona.
Doc entregó a Monk los mandos del aeroplano, se salió de su asiento y corrió, guardando un equilibrio perfecto, por el borde de una de las alas.
Monk, que era un experto piloto, le ayudó a franquear la distancia que le separaba del «cutter», arrimando a él aquella ala y, de un salto prodigioso, encaramóse Doc sobre cubierta.
—¿Dónde está míster Lacy? —preguntó al capitán del guardacostas.
—En la cámara de la marinería —le contestó el marino.
—¡Vamos a verle!
Lacy estaba acostado. El color rojizo de su semblante había palidecido tanto que podía competir con el gris uniforme de los costados del buque. Todavía no había recobrado el conocimiento y apenas respiraba.
Doc le sometió a un rápido examen. Poseía una infinidad de conocimientos extraordinarios. De química sabía más que Monk y de leyes más que Ham, pero sobre todo, era un cirujano eminente.
—Tiene fracturado el cráneo —declaró a continuación.
El capitán se atusó los bigotes.
—Por fuerza tiene que estar gravísimo —declaró—. Cuando le recogimos había perdido el conocimiento, se reanimó luego un poco y pudo prestar declaración; ahora, como ve, ha vuelto a perder el sentido.
—¿Sabe lo que ha provocado la explosión o por qué razón se hundió el yate?
—No, señor.
—Yo desearía llevarle a un hospital. Sólo allí tiene una probabilidad de salvarse.
El capitán se encogió de hombros.
—Bueno, pero antes tendrá que obtener un permiso de mi comandante —repuso.
Se dirigió a la cabina de la radio y allí se puso al habla con sus superiores.
La orden de que cooperara al trabajo de investigación de Doc le fue dada con una rapidez tal que le sorprendió profundamente. Desde luego, conocía de oídas al hombre de bronce, pero no sospechaba que tuviera tanta influencia.
Dos marineros de guardia, trasladaron el herido desde el «cutter» hasta el aeroplano de Doc.
La barquilla utilizada para su salvamento se mecía todavía blandamente, junto al costado del buque. Doc se metió en ella y ordenó a los marineros que le condujeran junto a los restos del yate. Tan imperiosa era su voz que se apresuraron a obedecer.
El hombre de bronce se apoderó de un trozo de escotilla, lo examinó y lo desechó al punto. Lo mismo hizo con un cinturón salvavidas, con dos sillas de la cubierta, con la quilla de un bote y con los trozos diseminados del maderamen.
En todo ello invirtió poquísimo tiempo, porque sobre todo, deseaba llevar el herido al hospital. Pronto, pues, volvía a estar junto a Monk.
—Te he visto recoger pecios del naufragio —le dijo el químico—. ¿Qué deduces de su examen?
—Que la fuerza que los ha destrozado procede, no del interior del buque, sino de lo alto.
—¿Se le habrá lanzado una bomba.?
—Es muy posible.
Pero varió de opinión una vez que hubo hablado con el herido.
El establecimiento a que le condujo no era muy grande ni tampoco muy lujoso; en cambio, gozaba de una fama que aumentaba con el tiempo y, sobre todo, en él se atendía a las gentes gratuitamente.
Sólo una docena de personas sabía que era él, quien había costeado los gastos de construcción del establecimiento y que le suministraba los fondos necesarios para su sostenimiento. Como se había erigido a la orilla del río, Doc pudo llegar casi hasta su puerta en el aeroplano.
Su aparición en compañía del paciente provocó un revuelo en todas las salas del hospital, y no porque Doc pagara a los cirujanos de su propio bolsillo.
Ellos no sabían esto. Lo que les excitaba era la idea de verle operar, pues en tal arte no tenía rival.
La sala de operaciones, escena de las más delicadas obras maestras, era circular. Y tenía el techo de cristal. Así, a través de él, los espectadores presenciaban las operaciones que se llevaban a cabo en la sala.
Todo cirujano que podía disponer de unos momentos de libertad, se situaba detrás del cristal armado de unos potentes prismáticos y contemplaba los hábiles dedos de Doc Savage durante la operación.
No fueron decepcionados. ¿Cómo se las compuso Doc para reanimar a Lacy? Esto fue comprendido solamente por sus colegas. Para Monk y Ham, que también se hallaban presentes en la operación, fue incomprensible. La atención de las personas colocadas en lo alto de la galería, les dijo que su jefe estaba llevando a cabo una operación poco común.
Lacy habló un poco, al cabo de una hora.
—¿Tiene idea de lo que puede haber provocado la explosión? —le preguntó Doc.
—No, señor —le respondió el oficial, con voz bastante sonora.
—Por lo visto fue una bomba, ¿no?
—¿Arrojada quizá desde un aeroplano?
—Eso es.
—No, señor. Me parece imposible que pasara por allí un aeroplano poco antes de la explosión, porque yo estaba justamente a la mira, y no oí el ruido del motor.
—Ya sabe que los hay silenciosos...
—No; es imposible —repitió Lacy—. Además, por orden expresa del señor barón, se habían apagado todas las luces del yate.
Las doradas pupilas de Doc despidieron súbito fulgor.
—¿De qué tenía miedo el barón? —deseó saber.
—La vendad es que no lo sé —replicó sencillamente Lacy—. Yo era un subordinado y por esto, cuando pretendí interrogar al barón, me mandó a paseo.
—Bien. Ahora no hable más —Le dijo Savage—. Más tarde discutiremos el asunto con calma. Es muy posible que haya olvidado manifestar algún pequeño detalle. Mas tenga presente, por insignificante que le parezca, que podrá arrojar alguna luz sobre el misterio del hundimiento del yate.
—¿Saldré con bien de esto?
—Completamente bien.