CAPÍTULO XVII
EL pesado gigante desató sin proferir una palabra al rey Dal, que ya había recobrado el conocimiento. Luego se postró de hinojos y se bajó hasta tocar con la frente en el suelo.
—Yo sospechar de este hombre, Majestad —dijo.— Yo vigilarle.
El rey se inclinó, vacilando todavía, le asió por un brazo y le obligó levantarse.
—Tu acción será generosamente recompensada, buen hombre —le dijo, con grave acento.— Yo no sospechaba de este sujeto.
—El no ser bueno —murmuró Botezul.
—Así parece, ¿Quieres llamar a mi hija y al capitán Flancul?
Botezul desapareció para reaparecer al poco rato trotando, como perro fiel, tras de la excitada princesa y del capitán.
En pocas palabras explicó el rey a los dos lo ocurrido; afirmando, al concluir:
—Es evidente que ese aviador yanqui ha intentado apoderarse de mí.
Botezul avanzó inesperadamente dos pasos, diciendo con su voz atronadora:
—¡Mire Vuestra Majestad!
Frotó con el dedo las pecas que manchaban el rostro de Renny y aquéllas comenzaron a borrarse. Luego valiéndose de un pañuelo, le restregó el cabello. El color que tiñó el blanco lienzo indicaba que aquel cabello estaba teñido.
—Vean —dijo Botezul—. Este hombre llevar pintura.
El capitán lanzó un grito, se colocó rápidamente junto a Renny, acabó de quitarle las pecas y le tocó el cabello; manoseándole el rostro le obligó a adoptar la melancólica expresión que le era peculiar.
—¡Yo conozco a este hombre! —exclamó a continuación—. ¡Es uno de los cinco ayudantes de Doc Savage! Esta declaración produjo un efecto visible en la encantadora princesa. De momento palideció, una oleada de rubor le tiñó luego la frente, entreabriéronse sus labios y balbuceó:
—¿Este hombre acompañaba a Doc Savage cuando abandonó el «Seaward» en la gasolinera?
—Precisamente —respondió el capitán.
—¿Así, Doc Savage... vive?
—Espero que no —replicó el capitán, entre dientes.
La princesa le dirigió una mirada desdeñosa.
Interrumpió la conversación el ingeniero, debatiéndose y gimiendo.
Intentaba ponerse de pie. Botezul se le acercó, le dominó con su imponente estatura, tornó a derribarle de un empujón.
—¿Este hombre pertenecer a una banda que no ser buena? —interrogó, señalando al propio tiempo a Renny.
—Eso es, Botezul —le contestó el rey Dal.
—Es miembro de un grupo compuesto por cinco individuos, camaradas y colaboradores de un americano, de un tal Doc Savage, que ayuda a los revolucionarios en contra nuestra.
Botezul tornó a empujar a Renny, pues el ingeniero pugnaba por levantarse otra vez.
—¿Por qué no le hacéis cantar? —propuso—. Quizá sepa decirnos la manera de apoderarnos de ese Doc.
—<¡Ma bueur!> (¡Excelente idea!) —aprobó Flancul—. Obligaremos a este bastardo a que nos diga si vive Doc Savage y, si es así, a que nos revele el medio de hacerle caer en un lazo.
—Yo no apruebo la idea —dijo bruscamente la princesa.
El capitán frunció el ceño.
—¿Porqué no, alteza?
—No me agrada la idea de que se torture a ese hombre. Y no hablará si no se le tortura.
—¡Se preocupa en exceso para ese perro!
—Sí, Gusta —dijo el rey Dal, mezclándose en el diálogo—. Arriesgamos demasiado para andar con escrúpulos. Ese hombre no morirá, te lo prometo, hasta que no se le haya juzgado, pero debemos apelar a la violencia para hacerle hablar.
—¡Yo, hacerle hablar! —murmuró Botezul.
La princesa dirigió al gigante una mirada de desaprobación.
—¿Qué es eso, Gusta? —interrogó, en tono caluroso, el monarca—. ¿Es que no quieres que se capture a ese Doc Savage?
La princesa se ruborizó levemente.
—¡Vaya una pregunta! —exclamó, con viveza. Luego, indicando a Renny con el gesto, añadió:— ¿Cómo conseguiréis hacerle hablar?
El capitán se encargó de responder a la pregunta.
—La vieja ciudadela de las afueras tiene en sus calabozos, numerosos instrumentos al que apelar.
La princesa se estremeció.
—¡Oh, qué espantoso! Esos calabozos medievales son cámaras de tormento.
—Esa ciudadela, Alteza —le recordó el capitán,— fue erigida por el primer Le Galbin, soberano de Calbia. Sugiero que metamos en un coche a este hombre, que le llevemos a la ciudadela y que allí le dejemos bajo la custodia de Botezul.
—«¡Da!» —aprobó Botezul, con visible ansiedad.
Renny le miró colérico, resuelto a habérselas en ocasión oportuna con el feo gigantón, aun cuando fuera por última vez.
—Bueno. Iremos a la ciudadela —decidió al cabo el rey Dal.
—Yo os acompaño —dijo la princesa.
Se discutió la conveniencia de que lo hiciese, pero ella opuso a todas las objeciones la resistencia del rey y se salió con la suya.
Renny fue transportado al garaje, situado en los bajos del ala opuesta, allí se le ató y amordazó bien y se le instaló en el interior de un gran «sedán».
Después se bajaron las cortinillas del coche.
El capitán guiaba. Botezul se sentó en el asiento delantero, junto a él. El rey Dal y la princesa se situaron detrás, al lado de Renny.
Dos coches de turismo llenos de agentes de policía les servían de escolta.
La noche era oscura. La lluvia iniciada el día de la llegada del ingeniero a San Blazúa había continuado con intermitencias, y, a juzgar por el aspecto del cielo, volvería a llover.
Los faros del «sedán» bañaban con su luz esplendente las fachadas de las casas que se alineaban formando las calles estrechas de la ciudad. El motor producía un ruido desusado. Tras de describir vueltas y revueltas, dejó el coche los límites de la ciudad y se internó por la accidentada carretera.
Renny permanecía tendido e inmóvil en el interior del «Sedán»; no podía hacer otra cosa. Recordaba, eso sí, que había visto la ciudadela en varias ocasiones.
Era un edificio redondo, de piedra gris, que a distancia, se confundía con un tanque o depósito de agua. Sin embargo, contaba cientos de años y él no dudaba de que encerrara en sus calabozos espantosos instrumentos de tortura.
La época medieval calbiana los había producido en cantidad, si no recordaba mal su historia.
Además, había oído decir que se confinaba en la tal ciudadela a los presos políticos y que recibían en ella un trato muy poco cariñoso.
Quizá se guardaba tras de sus muros pétreos el invento del Barón... La ocurrencia no pasaba de ser una idea más o menos acertada, pues a decir verdad, él no había visto nada en los días transcurridos que le hiciera sospechar que la casa reinante poseyera el secreto del Barón.
Por otra parte, le sorprendía el mismo monarca, cuyo carácter tenía poco de cruel. Era, sobre poco mas o menos, como el de todo el mundo.
En fin: ya se vería esto al llegar a la ciudadela; allí se demostraría el verdadero modo de ser del monarca, la índole cruel de su carácter, que era muy cierta, según había afirmado el conde Cozonac.
Renny no iba a saber, no obstante, el tratamiento que pensaban darle sus apresadores en la ciudadela, porque de súbito, se precipitaron los acontecimientos; se desarrollaron, en principio, en la parte delantera del coche. El gigante Botezul se había allí inclinado bruscamente, parando el motor y aplicando los frenos.
El capitán gritó:
—¡Eh! ¿Qué diantres...?
Los enormes puños de Botezul ahogaron en su garganta el final de la frase.
Y no sólo le redujo a silencio el puñetazo sino que además, le privó del conocimiento. Perdido el sentido, cayó al suelo.
El coche detenido de momento por los frenos, se cruzó en el camino tras de patinar un poco y se detuvo. Sus ruedas delanteras descansaban sobre la cuneta.
Botezul se volvió entonces con la rapidez del rayo; de un segundo golpe hizo añicos la ventanilla interior que separaba la parte delantera del coche de la parte posterior y lanzó un directo a la barbilla del rey.
El soberano le esquivó, ladeándose, pero recibió en la frente toda la fuerza del golpe. Aturdido, cayó sobre los almohadones del asiento.
La princesa asió el bolso que llevaba, abriólo precipitadamente y metió una mano en su interior. Botezul tiró de él y se lo arrancó.
Como reparara en que contenía un pequeño revólver, lo arrojó por la ventanilla.
Los coches de la escolta se habían detenido, en cuanto se dieron cuenta los agentes de que ocurría algo anormal delante de ellos. Después se agolparon en las portezuelas y, revólver en mano, corrieron a socorrer al soberano.
Botezul inclinó medio cuerpo fuera de la ventanilla del «Sedán». En la mano derecha empuñaba varios objetos pequeños, mas, en la oscuridad, no podía precisar exactamente su naturaleza. Alzó la mano y arrojó los objetos sobre los agentes en movimiento.
El más rezagado del grupo comenzó prontamente a desplomarse. Y una vez en el suelo, todos quedaron inmóviles, dando muestras de profundo sueño.
Botezul aguardó hasta asegurarse de que el último agente había quedado inutilizado. Sólo entonces saltó al camino, sacó a Renny del interior del coche y procedió a desatarle. También le quitó la mordaza de la boca.
—¡Maldito! —rugió el ingeniero—. Ignoro tu juego, pero te aseguro que vas a pasarlo mal en cuanto pueda propinarte una paliza.
La princesa salió al camino por la opuesta portezuela y trató de huir al amparo de la oscuridad. Botezul se adelantó a ella en dos zancadas, la cogió y tornó a traerla, perneando, junto al coche. La muchacha poseía un vigor poco común, mas eso no afectó lo más mínimo al osado gigantón.
Reteniéndola en sus brazos, Botezul miró a Renny. El resplandor de los faros del coche le iluminaban débilmente el semblante.
Renny no miró a Botezul; contemplaba atónito a los dormidos agentes. Se recordará que durante la rotura de hostilidades se hallaba tendido en el suelo del coche y por ello no se había dado cuenta de lo ocurrido.
De súbito surgió, al parecer, de la oscuridad, sin que pudiera adivinarse el punto exacto de su nacimiento, un sonido apagado, vibrante y melodioso, pero sin armonía, que recordó la escala musical. Era un grito fantástico, sobrenatural.
—¡Doc! —exclamó Renny, asombrado.
Sabía que sólo el hombre de bronce era capaz de lanzar aquel grito y que era un pequeño acto inconsciente que realizaba en distintas ocasiones. En aquel momento el trino singular significaba, probablemente, que Doc estaba contento.
Porque Botezul, el atezado gigantón, era Doc disfrazado.
Doc, señaló a los dormidos agentes con un ademán de la morena diestra.
—Bombas de gas anestésico —explicó a Renny—. El viento sopla en dirección favorable y todavía permanecerán dormidos una hora por lo menos.
—¡Por el toro sagrado! —Renny se puso en pie—. Pero aquella riña en la calle... Me refiero a tu intervención en el secuestro de la princesa.
Fué una riña fingida. EL mendigo que te golpeó con la muleta y sus compañeros son agentes que me prestó el conde Cozonac, miembros del partido revolucionario.
La princesa, que se hallaba presa todavía en los brazos musculosos del hombre de bronce, cesó de luchar. Doc la dejó en tierra.
—¿Usted es... Doc Savage? —balbuceó.
Como respuesta, Doc se despojó de la negra peluca, cuyos ásperos pelos le habían ocultado las doradas pupilas. De cada fosa nasal se quitó una placa cóncava de metal a la cual debía el aplastamiento de la nariz, y de la boca una almohadilla de cera.
—El tinte de la piel saldrá con una materia química —explicó a la princesa.
—¡Oh! —dijo ésta—. Ahora veo que es, verdaderamente, Doc Savage.
Y prorrumpió en llanto, como en otra ocasión, a bordo del <Seaward>, cuando se le comunicó la muerte de Savage, provocada según dijeron, por la misteriosa explosión de la motora.
Renny se frotó las muñecas que Doc —Botezul— le había ligado.
—¿Por qué te has apoderado de mí? —le preguntó, con rudeza—. Yo creo que he representado bien mi papel.
—Desde luego —convino Doc—. Pero, ¿sabias que la puerta de la cámara de Flancul tenía éste apostado un grupo nutrido de guardias?
—¡Diantre! No.
—Pues lo hay. Cogiéndote me era posible apoderarme del rey, del capitán y de la princesa.
—¡Y lo has conseguido!
Doc afirmó con una inclinación de cabeza.
—Mi idea era valerme para ello de los gases anestésicos, pero el capitán me propuso esta excursión a la ciudadela y pospuse la proyectada captura hasta después de haber salido de la ciudad.
Renny suspiró.
—Bueno, ya tenemos a los tres en nuestro poder, Doc. Supongo que ahora se terminará la guerra...
—¡Hum! ¡Te veo muy optimista!...
—¿Qué quieres decir con eso?
—Johnny y Long Tom realizan, no lejos de aquí, en estos momentos, un pequeño trabajo de exploración y debo mantenerme en constante comunicación con ellos. Cuando les oigas vas a llevarte una sorpresa.
—¡Una sorpresa! ¿De qué índole?
Doc le mostró el «sedán» con un gesto. Las pintadas cicatrices de su semblante no parecían ya tan horrorosas como poco antes.
—Entremos en él con el rey Dal, el capitán y la princesa —le propuso—. Tiempo tendremos después para dar y escuchar explicaciones.
La princesa Gusta subió sumisamente al coche cuando se lo pidieron y éste arrancó, obediente a la voluntad de Doc, que empuñaba el volante, abandonando en mitad del camino a los dormidos agentes de policía.