CAPÍTULO XI
EL capitán del «Seaward» y sus oficiales la miraron atónitos.
—¿Cum? (¿Cómo?) —interrogó el primero.
—¡Ese individuo es un subordinado de Doc Savage! —replicó la princesa.
—¡Soy ciudadano americano! —exclamó Johnny con los dientes apretados.
—¡Que le detengan, capitán!
—¡No! ¡No!
Los dos oficiales se le acercaron.
—¡No me toquen porque les pesará más tarde! —les advirtió el arqueólogo en son de amenaza—. Repito que soy americano.
—¿Y qué importa eso? —gruñó el capitán—. Este es un buque calbiano, y yo soy súbdito fiel de Dal Le Galbin. ¡Será usted sometido a vigilancia!
El conde tornó a esconder las manos en las amplias bocamangas de la túnica, agitáranse aquéllas y como resultado les surgieron unos bultos, sospechosos; cualquiera, hubiera dicho que el chino empuñaba un par de pistolas.
—¡Me custodiaré yo mismo... en provecho del conde Cozonac! —gritó Johnny.
Comprendía la conveniencia de que no se descubriera el conde mientras le fuera posible.
Dicho eso emprendió una prudente retirada. Dándose cuenta de ello Muta, aprovechó la ocasión que se le ofrecía para escabullirse.
—¡Detengan a ese pájaro! —aulló Johnny.
No le hicieron caso.
Inesperadamente el capitán Flancul sacó un automático del bolsillo.
—¡Caincle! (¡Perro!) —dijo entre dientes—. No perdamos tiempo en discusiones inútiles —Y apuntó con el arma a Johnny.
—¡Nu! —exclamó la princesa, asiéndole por el brazo armado—. ¡No! Eso nos acarrearía complicaciones internacionales.
Johnny se aprovechó de la intervención de la princesa para embestir al capitán y apoderarse de la pistola. Luego los dos forcejearon.
La princesa asestó con su puño delicado un directo que iba dirigido a Johnny, pero este le esquivó ladeándose, y fue a dar sobre el capitán Flancul, al cual dejó sin respiración.
Johnny se valió de aquella ventaja que se le ofrecía para coger la pistola.
Con ella amenazó a los oficiales del «Seaward».
—¡Atrás! ¡Arriba las manos!
Ellos titubearon, le miraron iracundos, mas al cabo retrocedieron.
Johnny ganó la primera puerta que halló a sus espaldas y se metió por ella.
Se encontró en el «foyer» de entrada al salón del «Seaward», lo cruzó en dos saltos, corrió por el pasillo, descendió por una escalera y penetró en el camarote ocupado por Savage.
—Doc, me las he compuesto de manera tal, que acabo de complicar la situación —le confesó—. ¡A decir verdad me he conducido aturdidamente!
Y sirviéndose de una serie de atropelladas frases, jadeando, balbuciente, explicó a Doc lo ocurrido.
—He obrado con demasiada ligereza —confesó al concluir su historia.
—Nada más natural que quisieras coger a Muta —replicó Doc sin perder la calma.
Renny unió con fuerza los puños, estos sonaron como dos pedernales.
—Ahora tratarán de atraparnos, Doc, no lo dudes —observó—. Y si lo consiguen ¡estamos perdidos!
—¿Crees que nos colocarán delante del pelotón? —quiso saber Monk.
—Probablemente no —replicó Doc—. Sobre todo después que hayamos ejercido en ellos cierta influencia, pero su intervención echará a perder nuestro estilo.
Se hizo evidente que reinaba gran agitación en el transatlántico. Se oían gritos y carreras por todas partes. Doc se asomó a la ventanilla del camarote y por ella vió surgir muchos hombres armados de rifles; algunos de ellos eran marineros del «Seaward», pero el grupo estaba formado, sobre todo, de los componentes de la lista de pasajeros.
—Dime: ¿cómo es que se han unido a los marineros? —interrogó Monk, que miraba en dirección a cubierta, por encima del hombro de Doc.
—Lo ignoro —repuso el hombre de bronce:— es muy posible que sean calbianos residentes hasta ahora en los Estados Unidos, que se dirigen a Calbia para sacarla de la crisis que atraviesa.
—¡Vaya, un grupo lucido! —comentó el químico—. Si habitaran, realmente, en los Estados Unidos, ¿crees tú que saldría de ella para luchar en su país?
—Si te hallaras en Calbia —dijo Ham, en tono sarcástico,— ¿qué harías, di, en el caso de que estallara la guerra en América?
—¡Toma! ¡Volaría en su socorro! —confesó Monk, con un gruñido.
Doc vigilaba los preparativos que se llevaban a cabo en el exterior.
—Van a lanzarse a un asalto —comunicó a sus compañeros.
—¡Mira que tener aquí a la princesa, y al capitán, Flancul! —gimió Johnny, apesadumbrado.
—Si, ¡es el colmo de...! —comenzaba a decir Monk.
—¡...la mala pata! —concluyó Johnny.
Doc abandonó la ventanilla, deshizo el equipaje y procedió a hacer de él una selección. Sus efectos estaban encerrados en cajones de metal fuertes, ligeros e impermeables, cada uno de los cuales ostentaba un número de orden.
De entre ellos escogió unos cuantos, tomó en sus brazos la mitad y señaló la otra restante a sus camaradas..
—Traed eso vosotros —dispuso.
Luego abrió la puerta del pasillo. Simultamente a la apertura sonaron varios disparos y ruidosamente penetraron las balas en el quicio de madera.
Doc dejó las cajas en el suelo, abrió una de ellas, se apoderó de las granadas de gas anestésico que encerraba y tiró dos al pasillo, en opuesta dirección.
Ambas produjeron apagados estallidos al caer.
Los cinco hombres retuvieron el aliento por espacio de un minuto, transcurrido el cual salieron al corredor cargados con los cajones. En el corredor dormían a pierna suelta los marineros y pasajeros que acababan de hacer fuego.
Los cinco hombres bajaron por el corrector.
—Nuestro objetivo es el cuarto de máquinas —les indicó Savage.
Monk había instalado al cerdo sobre la caja que llevaba a cuestas.
—¡Cuantísimo disfrutaría Long Tom si se hallase ahora aquí! —Observó, mientras le dilataba, los labios una franca sonrisa—. Lamento que le retengan en Nueva York los experimentos y ensayos relativos a su invento.
Llegados que hubieron al cuarto de máquinas, les bastó con arrojar en su interior una sola granada del gas anestésico para que se durmieran los fogoneros e ingenieros que allí había.
Las calderas del «Seaward» se alimentaban de aceite. Avanzó Doc apresuradamente para ajustar las válvulas del combustible y movió varias palancas. De esta manera ya no se corría peligro de que estallaran las calderas. Luego levantó otras palancas y la hélice del buque cesó de dar vueltas.
Situándose delante de los tubos acústicos que comunicaban con el puente, silbó en ellos hasta llamar la atención.
Desde el puente le respondió, ¡cosa rara! el capitán Flancul.
—¡Le concedo un minuto para que salga de ahí! —dijo a Doc, con un gruñido.
—Oiga: no podemos exponernos a que nos lleven ustedes a Calbia...
—¡Pues irán! «¡Da!» Y por esta nueva hazaña, que es en el fondo, un acto de piratería, acabarán sus días delante de un pelotón.
Doc no trató de argumentar.
—Diga al capitán del «Seaward» que tenga la bondad de colocarse ante el tubo —rogó a Flancul.
—Les concedo un minuto...
—¡Exijo que el capitán venga a ponerse al otro lado del tubo! —repitió Doc, interrumpiéndole.
Quizá se debiera en parte al tubo que le ahuecaba la voz. Lo cierto es que impresionado Flancul por el imperio con que era hablado, se apresuró a obedecer.
—¿Diga? —preguntaba poco después a Doc la voz del capitán de la nave.
—Quisiera que cerráramos un trato —le explicó Doc.
—Diga usted.
—Que se bote al agua una gasolinera con el motor en marcha y provista del combustible necesario y que se nos deje salir del buque sin ser molestados.
—«¡Nu!» (¡No!) —respondió con impetuoso acento el capitán.
—No es una amenaza la que voy a dirigirle —replicó Doc, en un tono incisivo,— mas permítame que le diga que me he apoderado del cuarto de máquinas y que, además de los gases anestésicos, dispongo de otras armas diversas. ¡Piénselo bien!
Siguió una espera de dos o tres minutos durante la cual, aplicando el oído al tubo acústico, Doc percibió el rumor de dos voces que conferenciaban. El capitán Flancul protestaba de algo con acento caluroso, pero el capitán se le impuso.
—¿Dejarán el transatlántico desarmado? —preguntó luego a Doc.
—Sí.
—Entonces, ¡trato hecho! Dentro de cinco minutos les aguardará al pie de la escalera una lancha con el motor en marcha.
Doc se apartó del tubo y reunió las cajas del equipaje.
—¡Pero, Doc! —protestó Monk—. ¡En el mismo momento en que pisemos las tablas de la gasolinera ofreceremos un blanco excelente a los rifles de nuestros adversarios! Yo conozco un poco a esos fanáticos. Es posible que haya sido sincero contigo el capitán del «Seaward», pero apuesto a mi cerdo contra esa corbata de Ham, que dicho sea de paso, me parece muy impropia, a que apenas nos mostremos sobre cubierta harán fuego sobre nosotros.
Doc no le oyó, tal vez, porque guardó silencio. Salió a la cabeza del grupo del camarote y, delante de él, bajó por un corredor que olía a un lubrificante.
Nadie les molestó. Tras de emprender la ascensión de una escalera, torcieron a la izquierda, aguardaron inmóviles un momento y, transcurrido éste, avanzaron de nuevo. En el casco del buque hallaron abierta una escotilla y tendida una escalerilla para su desembarque.
Al pie de ella zumbaba el motor de la gasolinera.
Monk tornó a, murmurar:
—Pero, Doc, esos rifles...
El hombre de bronce abrió uno de los cajones de equipaje. Encerraba varias esferas de metal tan grandes como la cabeza de mazorca de Monk. Doc levantó las palanquitas de dos o tres y las arrojó al mar. Densa nube de humo negro se esparció al instante sobre el punto donde acababan de caer.
—¡Por el amor de Mike! —exclamó el químico, con una risita particular—. He aquí lo que va a inutilizar esos rifles.
Las bombas continuaban humeando y la oscura caja vaporosa, surgía sin cesar de su seno hasta que envolvió casi por completo al «Seaward». No llegó a envolverle totalmente a causa de la brisa, que se lo llevaba transformado en larga, ondulante serpiente negra, cuya panza, del matiz de la sepia, se arrastrase sobre la superficie del Mediterráneo.
Oculto por el humo, y sin hacer ruido, penetró Doc con sus hombres en la lancha. Al sonar con más fuerza el motor, en el momento de arrancar, les saludó una salva de disparos de rifle que procedía del «Seaward». Sólo dos proyectiles penetraron en la lancha; sin embargo, se incrustaron en las bordas de popa.
En el puente del «Seaward» lanzó el capitán un juramento y corrió en busca de los tiradores. Era hombre capaz de mantener su palabra.
Flancul murmuró, entre dientes:
—¡Son listos esos demonios! Nunca pensé que se valieran de una artimaña así.
Sumamente molesta por el humo, exclamó la princesa, que se hallaba a su lado:
—¿Así has sido tú el que ha dispuesto que se disparen los rifles?
—¡Yo no! —protestó el capitán—. Pero lo sospechaba.
—¡A veces me pareces un ser sediento de sangre, capitán! —dijo, pensativa, Gusta.
—Es porque pienso ante todo, en conservar el trono a la casa de Calbia —repuso con acento solemne su acompañante.
—Y, al propio tiempo, eres hombre rico. Por consiguiente; Si la revolución triunfa perderás mucho —le recordó la princesa.
Pasado algún tiempo la brisa disipó la columna de humo que envolvía al «Seaward», pero antes de que se la llevara del todo ocurrió algo inesperado.
El sonido del motor de la lancha era perceptible todavía, aun cuando la embarcación continuara invisible.
<¡Poon!> una explosión aterradora se dejó oír en el punto mismo que indicaba la situación de la lancha. El vivo resplandor que la acompañó penetró la cortina de humo y la conmoción hizo cabecear al «Seaward».
Sobre las mesas del comedor saltaron al propio tiempo las jarras del agua.
Después ya no volvió a oírse el motor de la gasolinera.
El viento soplaba con cierta violencia, sin llevarse del todo la nube de humo a la que empujaba, ora de aquí, ora de allá, rodándola sobre la superficie de las aguas como a una gran bola negra de algodón.
Las máquinas del «Seaward» se pusieron en movimiento y el transatlántico avanzó y llegó al lugar donde sonara la explosión. Entonces se bajaron los botes. Sus tripulaciones encontraron, diseminados, trozos pequeños de madera, el mayor de los cuales tendría el volumen de la mano de un hombre.
Nada más.
—Una, explosión misteriosa ha dado fin de Doc Savage y de sus acompañantes —fue el veredicto pronunciado al regreso a bordo de los botes.
La princesa Gusta se tornó pálida al anuncio de la nueva que confirmaba la destrucción de la lancha y, excusándose, volvió apresuradamente a su camarote. Una vez dentro de él, se encerró bajo llave y se tiró sobre el lujoso lecho.
De pronto comenzó a sollozar sin consuelo.
El «Seaward» había reemprendido la interrumpida marcha. Detrás de él, en sentido lateral, continuaba todavía suspendida en el aire la nebulosa columna de humo. Aquella enorme masa negra se parecía de manera singular al paño con que se cubre un ataúd.