III
Colmillos

Una cosa distingue a Nueva York de las demás ciudades del mundo: el número y la elevación de sus edificios destinados a oficinas. Indudablemente puede alardear de sus rascacielos sin miedo a contradicción.
Y pocos de los rascacielos podían jactarse tanto como la monumental construcción en cuyo interior había instalado Doc Savage sus oficinas, biblioteca y laboratorio.
El rascacielos se elevaba a una altura de cerca de cien pisos. En la parte externa, la arquitectura era rigurosamente plana, de un gusto modernista.
Al llegar Bandy Stevens ante aquella mole, sacó la cabeza por la ventanilla del taxi y la contempló no sin cierto temor.
Llegado a las afueras de la gran urbe, Bandy se había detenido en una parada y esperó el paso de un coche de alquiler que le condujo al interior de la ciudad.
A horas tan avanzadas de la noche, no había, como de costumbre a otras horas, aglomeración alguna de coches frente al edificio. Sólo pudo ver, sentado en la acera junto a la puerta de entrada del inmueble, a un individuo andrajoso, que aparecía en posición encorvada y cuyo rostro desaparecía casi tras enormes gafas negras.
Llevaba bajo el brazo un fajo de periódicos que parecía vender. Un pequeño bulldog, echado a su lado, apoyaba la cabeza entre las zarpas, como si estuviese dormitando.
Miró Bandy hacia la fachada del rascacielos y comprobó que varias de sus ventanas estaban iluminadas.
Pensó que aquello significaba, simplemente, que alguien trabajaba a deshoras y que el conserje debía estar en su puesto.
Tenía escasas esperanzas de hallar Doc Savage en su oficina a aquellas horas de la noche, pero esperaba al menos encontrar a alguien que le dijera dónde podía hallarle con seguridad.
Aquéllas eran las únicas señas que poseía del hombre a quien venía buscando desde tan lejos.
El taxi giró lentamente hacia una parada, antes de llegar frente a la gran torre de acero y albañilería.
EL conductor no era lo bastante cortés para tornarse el trabajo de abrirle la portezuela a su cliente.
Aquel chófer era un hombre de rudo aspecto. Su cuello parecía un tronco delgado a cuyo extremo se encaramaba la cabeza como un fruto arrugado.
—¡Cinco dólares! —gruñó, medio volviéndose hacia el parroquiano.
La cifra era elevada en exceso, pero Bandy no trató de discutirla. Sacó un fajo de billetes, lo cual hizo encandilar los ojos del conductor, y le alargó uno a éste.
El chófer se lo guardó con presteza y sin hacer ademán de devolver el cambio.
EL vendedor de periódicos, que continuaba sentado en la acera, alzó la cabeza y examinó al recién llegado. Una de sus manos descansaba sobre el cuello del perro.
Nada sospechoso podía descubrirse en aquella acción. Tal vez estaba durmiendo y lo despertó el ruido de pasos.
Sin asomo de inquietud alguna, Bandy se dirigió hacia le entrada del rascacielos.
Entonces, el vendedor de periódicos, dio un empujón a su perro en dirección a Bandy, y lo soltó. El can corrió hacia el hombrecillo patituerto.
Tenía las quijadas distendidas y sus afilados colmillos relucían en la oscuridad. Había algo horrible, mortal, en aquella embestida de la fiera.
Bandy trató de forzar el paso, pero sospechó que sería mordido indefectiblemente antes de conseguir verse fuera de peligro.
Por segunda vez en aquella noche salvó a Bandy la agudeza de su vista.
En el reluciente metal bruñido de la puerta vio en reflejo la brusca acometida del bulldog.
En una ágil arrancada logró alcanzar la puerta abierta de par en par.
Precipitóse por ella en el portal y los dientes del perro, al cerrarse con violencia, erraron el golpe.
El resbaladizo pavimento de mosaico acabó de salvarle de las garras de la fiera y patinó sobre él hasta llegar al corredor, procurando desesperadamente esquivar una segunda acometida.
El animal, furioso al ver que se le escapaba, se lanzó como una tromba en el pasillo y Bandy, con la misma celeridad, cerró la puerta tras él, dejándolo encerrado.
Miró entonces hacia donde se hallaba el vendedor de periódicos y pudo ver que se había puesto en pie y que hurgaba precipitadamente en los bolsillos de su chaqueta, como si tratase de sacar un arma.
Bandy ahogó un grito de sorpresa. ¡Aquel hombre era Buttons Zortell!
AL otro lado de la calle vio que dos de los secuaces de Buttons salían corriendo de un callejón oscuro.
Bandy seguía desarmado. Su situación no podía, pues, ser más crítica.
Ante sí tenía expeditas dos vías de huida. Meterse en el pasillo y atravesarlo, haciendo frente a las salvajes acometidas del perro, lo que entrañaba un peligro mortal, o refugiarse de nuevo en el taxi que le había llevado hasta allí y que aún continuaba estacionado a pocos metros de distancia.
Optó por este segundo medio de fuga y como una centella traspuso la puerta y se arrojó dentro del vehículo.
—¡Tire deprisa! ¡Lejos de aquí! —gritó.
El chófer obedeció. No había desembragado aún y el motor estaba a punto.
Pisó el acelerador y el coche salió disparado.
Los dos hombres que habían aparecido al otro lado de la anchurosa vía apuntaron al coche prontos a disparar.
—¡No tiréis! —rugió Buttons Zortell.
No quería llamar la atención en la ciudad. Él y sus hombres eran extranjeros y les sería poco menos que imposible el burlar a la policía.
El taxi corrió hasta más allá del primer cruce de calles. Bandy miró hacia atrás y pudo ver que a un lado de la calle, junto a la acera, se había estacionado un coche particular.
Buttons Zortell y sus hombres corrieron hacia él y se precipitaron en su interior. Buttons llevaba el bulldog debajo del brazo.
—¡Acelere! —gritó Bandy a su chofer—. ¡Nos persiguen!
El conductor gruñó por encima del hombro.
—Si seguimos corriendo de este modo, contra todas las ordenanzas, voy a ir de cabeza a la…
—¡Esos hombres se ríen de las leyes! ¡Tuerza al extremo de ese surtidor de gasolina! ¡A toda marcha!
EL coche dobló la esquina trazando un arco de círculo tan rápido que hizo humear los neumáticos sobre el asfalto y se lanzó volando a través de la ciudad.
Aún hizo otro viraje semejante pasando por delante de un policía, que se precipitó al verlo hacia el teléfono de alarma más próximo.
Bandy descubrió que el coche de Buttons Zortell se había lanzado con furia sobre el rastro.
—¡Si continuamos a esta velocidad —se lamentó el chófer de Bandy—, pronto tendremos detrás todos los coches patrulla de la policía!
Bandy meditó unos segundos. De buena gana hubiese llamado él mismo a la policía, de no existir la probabilidad de que ésta quisiera también registrarle.
—¿Cuál es el sitio más concurrido de la ciudad? —preguntó.
—La calle 42, con toda seguridad, y el Broadway, tal vez.
—¡Haremos eso! ¡Le daré cien dólares si va usted a encontrarme allí dentro de una hora! ¿Acepta?
—¿Cien ¡ojos de buey!? ¡Le encontraré! ¡Por esa cantidad encontraría al mismísimo diablo!
Bandy se despojó apresuradamente de su cinto, que escondió en la parte posterior debajo de la almohadilla del asiento.
—Déjeme en tierra al volver esa esquina —ordenó—. Me será más fácil hacerles perder mi pista si voy a pie.
El chófer se detuvo, doblada la esquina, en la primera parada, y Bandy saltó al suelo.
—¡No olvide encontrarme dentro de una hora, amigo!
Tomó nota mentalmente del número y nombre de la licencia del coche que acababa de dejar y luego echó a correr hasta la próxima esquina.
Un hueco oscuro como boca de lobo se abría ante él; de un salto se metió en aquel agujero, que resultó ser la entrada de una estación del Metro, la primera que viera en su vida.
Casi rodó las escaleras. En el andén se veía aún una ristra de coches. Las portezuelas estaban ya cerradas y el convoy empezaba a moverse.
Bandy saltó por encima de los torniquetes de entrada al andén, sin molestarse a tomar billete. La mayor parte de las ventanillas del metro, estaban abiertas. Bandy se encaramó a una de ellas y saltó al interior de un coche.
En el mismo instante el convoy se hundía en un túnel como un monstruo rugiente.
Bandy sonrióse burlón y se secó el sudor que inundaba su frente.
—¡Hum! —murmuró para sí—. ¡Si llego a saber esto me hubiera traído el cinto!
A través del ruido del tren, se imaginaba oír las vociferaciones coléricas de sus perseguidores al llegar al andén y ver que se les escapaba su presa para siempre.
Y una sonrisa burlona, ahora mucho más amplia, distendió su cara rechoncha, al pensar en su desencanto.
Allá atrás, en la estación del Metro, efectivamente, Buttons Zortell soltó una interjección intraducible al ver desaparecer en las negruras insondables del túnel el farol de tope del Convoy.
Él y sus hombres habían llegado con unos veinte segundos de retraso.
—¡Se fue el condenado enano! —aulló Buttons, fuera de sí—. ¡Maldición! ¿Y tan seguro que creí tenerle cuando azucé el perro contra él?
Comprendiendo que cuantos había en el andén les miraban de una manera sospechosa, él y sus hombres volvieron apresuradamente a la calle.
Una vez allí celebraron un desasosegado conciliábulo.
El bulldog saltó del coche en que les aguardaba Whitey y trató de escapar.
Los compañeros de Buttons se apartaron de él como si se tratase de una serpiente de cascabel.
Buttons logró capturar al animal con grandes precauciones y, de entre los dientes del perro, sacó una plancha metálica erizada de púas.
Éstas estaban ingeniosamente construidas y cada púa contenía una pequeña aguja hipodérmica.
De haber mordido el dogo a Bandy Stevens, la presión de sus mandíbulas hubiese obligado a penetrar en las heridas el contenido de aquellas jeringuillas minúsculas.
—¡Hay aquí veneno suficiente para tumbar al más templado antes de que vosotros pudieseis mover un dedo! —murmuró el rufián de las cicatrices, colocando cuidadosamente el mortífero mecanismo en una cajita de metal y guardándose éste en un bolsillo.
—¡Pardiez! —admitió uno de los hombres—. ¡Pero esta vez no nos ha servido de nada!
El taxi en que Bandy había llegado hasta la estación del Metro aún permanecía junto al bordillo de la acera.
El chófer del cuello de cigüeña se inclinó por fuera del baquet y llamó:
—¡Eh… vosotros… muchachos!
—¡No le hagáis caso! —gruñó Buttons, receloso.
—Venid aquí, muchachos —insistió el trotacalles, dulcificando algo sus palabras—, que tengo que deciros algo que os interesa. Creo que por ambas partes podemos hacer algo de provecho.
Buttons Zortell vaciló un segundo.
—Tal vez quiera ese tipo exigirnos algo por cerrar el pico… ¡Pero voy a meterle el resuello en el cuerpo!…
Y acercándose al taxi aulló dando a su rostro el aspecto más feroz:
—¿Qué tripa se le ha roto, animal?
El interpelado miró de arriba abajo al corpulento hombre del Oeste.
—¿No iban ustedes detrás de esas pocas cosas que yo llevaba a bordo?
—¿Y quién le ha dicho que perseguíamos…? —gritó Buttons.
—¡Calma, calma… que no va usted a conseguir nada con sulfurarse! —rió el chofer—. Yo he creído que podría ayudarles…
—Empieza usted a interesarme, camarada —murmuró Buttons, en un tono que se hizo de repente suave y meloso.
Había descubierto algo en aquel pirata del volante.
—¿Cuánto vale el darle ocasión de encontrar al tío ése que viajaba en mi coche?
—¿Diez dólares? —dijo Buttons, cauteloso.
—¡Bah! ¡Esa miseria!… ¡Quiero quinientos!
Buttons hizo ademán de echar mano al revólver, pero reflexionó a tiempo.
Después de todo, mejor era evitar toda violencia en una ciudad extraña.
Además, no era dinero particular el que estaba gastando y bien podría cargar aquella suma a los gastos de la expedición, explicando cómo y en qué forma la había invertido.
—¡Acepto! —gruñó, sacando una bien provista cartera.
Su interlocutor contó escrupulosamente la suma estipulada y, al convencerse de que la cuenta estaba exacta, entregó a Buttons el cinturón que pusiera Bandy bajo el asiento del coche.
Le vio ocultarlo y lo registró detenidamente esperando hallar en él dinero.
Sólo contenía dos sobres, uno grande y de un color tostado y otro pequeño y blanco. Abrió Buttons el grande y murmuró descontento:
—¡Sólo mapas y planos y papeles inútiles!…
El sobre pequeño contenía una carta. El gigantón de las cicatrices la leyó de cabo a rabo y durante su lectura se dibujaron en su rostro deforme varias muecas que denunciaban una íntima satisfacción.
—¡Es una ganga que hayamos atrapado esto! —dijo a sus secuaces agrupados a su alrededor.
—Yo debía ganar otros cien dólares por entregar esto al granujilla ese dentro de una hora —se lamentó el taxista—. ¿No hay algún modo de hacer un juego doble?
Buttons, tras unas muecas significativas, se dio un manotazo en la rodilla.
—¡Me has dado una idea, hombre! —exclamó gozoso—. ¡No sólo puedes verte con tu sujeto, sino que yo te daré otros cien dólares al acabar este negocio!
¡Desde este momento quedas a mis órdenes!
—¡Al pelo! —silbó el pirata de la calle, pintándose en su rostro perverso la codicia.
—Lo que necesitamos ante todo —murmuró uno de los bandidos— es evitar, con algunas probabilidades de éxito, que Bandy llegue hasta ese Doc Savage…
—Tranquilízate —cortó en seco Buttons—. Tengo una idea para acabar de una vez con Bandy y esta vez no se nos escapará. Os lo aseguro.
El chófer miró fijamente a Buttons y la inquietud más intensa había reemplazado a la codicia en sus facciones.
—¿He oído que decía usted algo de Doc Savage? —preguntó un poco tembloroso.
—Sí.
—¡Entonces no cuente usted conmigo para eso!
—¿Eh? —refunfuñó Buttons—. ¿Qué estás mascullando?
—¡Que no quiero absolutamente nada con ese sujeto bronceado!
—¿Sujeto bronceado? —balbuceó, sorprendido, el bandido.
—¿No ha visto usted nunca a Doc Savage? —preguntó, incrédulo su interlocutor—. Es como una estatua viviente hecha de bronce. No me atrevería a ir contra ese hombre por todo el oro del mundo. Un compañero mío se atrevió una vez a enseñarle los dientes, ¡y desapareció de la escena! Estuve unos cuantos meses sin ver a mi amigo. Luego, cuando lo encontré hace un par de semanas… ¡era horrible! ¡Doc había hecho de aquel hombre un ente totalmente distinto! ¡No me reconoció… a mí… su compañero más antiguo! ¡No conoce ya ni a su propio padre, que es un gran tirador en el Este! ¡Les digo que me dio verdadera lástima al mirarle! Figúrese que cuando le dije cómo podía colocarse en una ganga, que le permitiría meterse en el bolsillo unos cuantos dólares, me dio un empellón que a poco me tira y se alejó corriendo de mi lado. Les digo a ustedes que Doc Savage no es un ser humano. Indudablemente ha empleado algo de magia negra con mi compañero… ¡No quiero nada con él!
Buttons Zortell gruñó desdeñosamente. No obstante comprendió que aquellas historias sobrenaturales podían ejercer una influencia deplorable sobre sus hombres y no quería ver su valor disminuido por tales habladurías.
—¡A nosotros no nos corta el resuello ese Doc Savage de los infiernos! —fanfarroneó.
—Lo mismo decía mi compañero, y después…
—¡Truenos y rayos! Nosotros no vamos contra Doc Savage. Lo único que queremos es evitar que Bandy Stevens llegue hasta él.
—Repito que no cuente conmigo. No quiero molestar tampoco a un amigo de Doc Savage.
—Es que Bandy no es amigo de ese hombre —dijo Buttons, pacientemente—. Aún no conoce a Doc Savage, ni éste conoce a Bandy. ¡Qué lástima! ¡Te estás dejando perder doscientos dólares!
EL chófer se humedeció los resecos labios mientras luchaban la codicia y el miedo alternativamente en su interior.
—¿Me aseguran que no tendré que mezclarme en nada que se relaciones con ese hombre de bronce?
—¡Absolutamente!
—Entonces… les ayudaré —murmuró al fin, vencido por la avaricia.
Buttons irguió la cabeza triunfador y se volvió hacia sus ayudantes:
—¡Eh, vosotros, en marcha! Hay que trabajar de firme. He madurado un plan, que no sólo nos pondrá en posesión de ese maldito Bandy, sino que vamos a ponerlo en situación de no tener que preocuparnos en lo sucesivo de ese Doc Savage.
Los cinco granujas se agitaron inquietos.
Cinco minutos después atravesaban en su coche la ciudad hacia el Norte, llevando a sus espaldas al chofer.