VI
Monk en peligro

Lea Aster era una muchacha de constitución atlética.

En el tejadillo del cobertizo había instalado una mesa de ping-pong y pocos días se pasaban sin que ella y Monk jugaran varios reñidísimos partidos.

Al rehacerse de la sorpresa que le produjera la brusca acometida de Buttons Zortell, empezó a golpear al bandido en la nuez de la garganta, golpe que Monk le enseñara, asegurándole que era uno de los más dolorosos que podían infligírsele a un hombre.

Buttons lanzó un grito de angustia. —¡Dadme una mano! —aulló a sus asalariados—. ¡Este novillo me está ahogando! Sus hombres acudieron a su demanda y estaban en el centro del laboratorio cuando les sacudió un verdadero huracán.

Aquella especie de tornado, era Monk, o sea unas doscientas libras de peso.

Había llegado en el momento oportuno.

Sus brazos, peludos y encordelados, unas cuantas pulgadas más largos que las piernas, abarcaron a dos de aquellos hombres en terrible y «cariñoso» abrazo.

Ambas víctimas resoplaron como trompetas, dando alaridos de dolor. Su agonía no hubiese sido menor de verse aplastados por una locomotora.

Un tercer contendiente alzó apresuradamente una silla y la blandió amenazador sobre la cabeza de Monk, pero aquella calabaza monumental, achatada y plana, era de una dureza a toda prueba.

Los fragmentos de la silla, hecha astillas, volaron por el laboratorio.

—¡Uf…! —rugió Monk, más de rabia que de dolor.

Y alargando una pierna, encorvada como un gancho, con un diestro movimiento hizo estrellarse violentamente contra el suelo al mismo que segundos antes empuñara la silla.

Logrado su efecto, Monk arrojó de golpe sobre el caído a la pareja que aún tenía entre los brazos, formándose un extraño revoltijo de brazos y piernas que se debatían en esfuerzos inútiles, demasiado quebrantados para representar de momento un serio peligro.

Libre de estorbos, Monk se precipitó sobre Buttons Zortell.

Éste vio lo que se le venía encima y, soltando a Lea Aster, trató de sacar el revólver, pero, como comprendió que su enemigo no le daría tiempo a accionar, volvió la espalda y se escabulló hacia la puerta.

No pudo lograr su propósito. Antes de que traspusiese el umbral, Monk le agarró por el cuello y empezó a apretar, como si estuviese retorciéndole el pescuezo a un gallo.

Buttons descargó una lluvia de golpes sobre su contrincante, coceó, le mordió salvajemente. Todo inútil. Su resistencia duró unos segundos escasos entre las garras potentes de aquel gorila con forma humana.

Monk le estrujó contra su tórax de atleta y apretó forzudamente.

—¡No me mate! —gimió Buttons, presa de un terror mortal y sintiendo que poco a poco le faltaba el aliento—. ¡Por favor!…

No había ya aire en su pecho para decir más y su rostro estaba congestionado.

Monk, que sabía que aún quedaban en la habitación dos hombres en pie, giró sobre sus talones, aunque sin aflojar la presión de sus brazos sobre Buttons.

Súbitamente se detuvo y en su caraza deforme brilló una mirada de consternación.

—¡Basta ya! —gritó uno de aquellos hombres—. ¡Suelte a Buttons o le metemos a este pelo de camello una dosis de plomo en el cuerpo!

Aquellos dos salvajes habían arrinconado a Lea Aster y uno de ellos le apuntaba con un revólver a la cabeza.

Monk se debatió unos segundos en el más terrible de los dilemas.

—¡Pronto! —gritó de nuevo el que había hablado antes.

Monk pudo leer toda la perversidad en aquel rostro patibulario. Vio a aquellos hombres decididos a disparar sobre su secretaria si él se resistía.

Se leía en sus ojos la decisión de matar.

Monk soltó a Buttons Zortell y levantó las manos en alto.

Los hombres cayeron sobre él en tromba y sus alaridos resonaron en el laboratorio, como el ladrido de los mestizos.

Lea Aster, en cuanto se halló en libertad, saltó como una fierecilla sobre Buttons Zortell y la fuerza de su carga inmovilizó al hombre en el suelo.

Durante unos instantes lucharon con verdadero salvajismo, hasta que acudieron a separarlos.

—¡Demonio! —rugió Buttons, mirándola aviesamente—. ¡Nunca he visto una mujer luchar con tanta violencia como usted!

Lea Aster asestaba furiosos puntapiés al hombre que la sujetaba, que emitía sonidos inarticulados hasta que logró derribarla en un rincón.

Monk, que no perdía de vista a su secretaria, pudo ver que ésta escondía algo detrás de los aparatos del gabinete.

Buttons levantó a puntapiés a los tres que aún se debatían en el suelo.

Uno de sus hombres hundió el cañón de su revólver en el cuerpo de Monk, preguntando:

—¿Qué vamos a hacer con este gigantón peludo?

—¡Me gustaría envenenarlo con plomo! —gruñó Buttons, aunque sin atreverse a acercarse al gigante—. ¡Pero no quiero cargar sobre nosotros con un cadáver! ¡De ninguna manera! ¡Lo llevaremos con nosotros!

—¡Me alegro de tener en nuestro poder a uno de la cuadrilla de Doc Savage! —graznó con sorna uno de los rufianes—. ¡Si me preguntas mi opinión, podemos añadir al lote a esa fiera salvaje!

—¡Andando! —gruñó Buttons, autoritario.

—Por fin, ¿qué hacemos con la novilla?

Por toda contestación, Buttons se precipitó súbitamente sobre Lea Aster, luchó breves instantes con la muchacha y consiguió dejarla inconsciente de un golpe.

—Esto le servirá de alimento —dijo brutalmente— y le recompensará de los que me ha dado a mí antes.

Monk trató de acudir en socorro de Lea al verla caer, pero cuatro revólveres se hundieron simultáneamente en su robusto pecho y hubo de someterse.

—¡Lleváoslo! —ordenó Buttons.

Monk consiguió dócilmente en que le sacaran del edificio. Los bandidos tenían un auto estacionado cerca de allí, en el que se le obligó a entrar, ocupando el centro del asiento posterior con un esbirro a cada lado.

El coche rodó lentamente, obstaculizada su carrera por el tráfico, aun cuando a aquella hora temprana apenas circulaban otros vehículos que los de abastecimiento de los mercados.

—¿Podéis decirme adónde me lleváis? —preguntó Monk.

Su voz era tan apacible y sosegada, que hasta resultaba cómica saliendo de aquella peluda corpulencia.

—¡Cállese o le haré comer de este embutido! —contestó brutalmente uno de sus guardianes, metiéndole casi por los ojos el cañón de su descomunal revólver.

Buttons Zortell, tras de hacer un guiño de inteligencia al hombre que estaba junto a él, volvióse hacia su prisionero.

—No quiero ocultar a su conocimiento una cosa que, desde luego, le interesa —sonrió afectuosamente—. Vamos a utilizarlo a usted como cebo para que su querido amigo Doc Savage deje de inmiscuirse en nuestros asuntos.

—Para ponerle al corriente de nuestro pensamiento, le diremos que si Doc no se porta bien, la cabeza de usted peligra.

—¡Qué amabilidad! —exclamó Monk, con engañosa caballerosidad.

Buttons se hizo el desentendido y aún se echó un poco hacia atrás, recordando el terrible apretón de las peludas zarpas de Monk.

Veía con disgusto que, aun en su poder, el gigante no daba muestra alguna de miedo.

—¡Cualquiera diría que aún trata usted de burlarse de nosotros! —graznó, mirando a Monk fieramente—. Un sujeto llamado Ben Johnson tiene una mina de radium en la región de Hudson Bay y nosotros queremos quitársela.

—Johnson ha solicitado la ayuda a Doc Savage y tenemos planes serios acerca de esto. Si Savage interviene, le degollaremos a usted. Debe notificar inmediatamente a su jefe lo que estoy diciendo.

Monk escuchó con el mayor interés aquel relato incoherente y extraño.

Era la primera vez en su vida que oía hablar de una mina de radium.

Consideraba una estupidez, por parte de sus captores el contarle todo aquello voluntariamente, aun cuando le divertía la fraseología pintoresca de Buttons Zortell.

—¿Y dónde está situada esa mina? La de radium, quiero decir —murmuró, fingiendo candidez.

Buttons y sus hombres cambiaron unas miradas de inteligencia.

—¡Hombre, no vamos a decírselo así como así!

Monk se echó hacia atrás, observando con atención a los hombres que tenía sentados a su lado, Observó, desde luego, que eran occidentales, aunque guardóse de comunicarles sus impresiones.

Tenía Monk unos ojos pequeños, chispeantes, medio hundidos en un abismo de arrugas. La parte superior de su cabeza no parecía contener espacio más que para una cucharada de sesos.

Tal apariencia era engañosa, pues Monk había llevado a cabo verdaderos milagros en el campo de las investigaciones químicas durante su brillantísima carrera.

Además de su agudeza de ingenio, estaba muy lejos de calificar de perezoso a su cerebro.

No era aquélla la primera vez que se hallaba en una situación apurada.

Doc Savage y cuantos le rodeaban, estaban acostumbrados a marchar por el mundo a la sombra de peligros.

Pasadas experiencias habían enseñado a Monk que era conveniente tener siempre preparada una treta para esos momentos de apuro.

Aparentando una inquietud que estaba muy lejos de sentir, Monk empezó a mordisquearse las uñas como hombre a quien embargan pensamientos torturadores.

Cuando hubo dado a las uñas de la mano un mordisqueado, a su juicio perfecto, empezó la operación en las uñas de la otra. La operación duró varios segundos.

Buttons, entretanto, palpaba sobresaltado todos los bolsillos de su chaqueta.

En su rostro se transparentaba la alarma que le invadía y sus dedos recorrían nerviosamente el interior y exterior de sus vestiduras.

—¡Los papeles! —exclamó al fin, con voz ahogada—. ¡Han desaparecido!

—¿Qué papeles? —preguntó uno de sus hombres.

—¡Los… míos, que estaban aquí! —se agitó, ya descompuesto, el bandido.

Monk comprendió todo aquel juego escénico, y sonrió para sus adentros.

Recordó que su hermosa secretaria había escondido algo entre los aparatos del laboratorio y tuvo la convicción de que Lea Aster había extraído los documentos perdidos por Buttons Zortell del bolsillo de éste.

Era una muchacha muy avispada.

Durante varios segundos, Monk continuó sus manipulaciones con los dedos.

Luego, como si le venciera la fatiga, se inclinó cabizbajo hacia el hombre que iba sentado a su izquierda.

Hacía un rato que tenía los ojos estrechamente cerrados. Repitió la inclinación, ahora hacia el hombre de la derecha.

Sus dos guardianes, de pronto, a tiempo que lanzaban un alarido de dolor, dejaron caer al suelo sus revólveres y se llevaron ambas manos a los ojos, restregándoselos con furia.

Siempre con los ojos cerrados, Monk se arrojó de un salto fuera del auto, que seguía rodando lentamente.

Tuvo la suerte de mantener el equilibrio al chocar con el pavimento y, abriendo entonces los ojos, echó a correr como un galgo adentrándose por la primera calleja que halló a mano.

Un concierto de maldiciones a sus espaldas le servía de cortejo. A sus captores la fuga les había cogido completamente por sorpresa.

El fugitivo resoplaba alegremente mientras seguía corriendo. Entre la uña y la carne de sus dedos —se había dejado crecer desmesuradamente las uñas con este fin— llevaba unos depósitos de productos químicos, que, mezclados entre sí y humedecidos convenientemente, despedían una especie de gas lacrimógeno.

—¡El mismo Doc no podía haberlo hecho mejor! —murmuró nuestro héroe, aumentando aún más su velocidad.

Como de un maestro de tretas, era del mismo Doc de quien había copiado lo del gas lacrimógeno, pero hay que confesar que él, por su parte, había representado admirablemente la comedia, con una serenidad digna de loa.

Mientras corría Monk, mirando hacia arriba, distinguió una escalera de salvamento que llegaba hasta el primer piso de una de las casas. Saltó a ella y tiró de sí mismo hacia lo alto.

Con un codo hizo saltar el cristal de la primera ventana que encontró a mano. En aquel momento, las balas silbaban ensordecedoramente, en la calleja, al pie de la escalera. Monk se metió por el hueco de la ventana, huyendo así de aquel granizo mortífero.

Hallóse en una alcoba y, en el mismo instante de poner los pies en ella, salió un hombre de un cuarto de baño contiguo.

Iba con la cara medio enjabonada para afeitarse y llevaba en la mano un pesado cubilete de estaño en el que mojaba la brocha, y que arrojó a la cabeza de Monk en cuanto advirtió su presencia.

Monk logró escapar fácilmente, encontrándose a poco en una estancia un poco más oscura que olía a guisote.

Era la cocina. Vio al fondo el hueco de una escalera y la bajó en cuatro zancadas, llegando al portal.

Ya en éste, escuchó unos segundos. Los tiros habían cesado como por encanto. Abrió la puerta y salió a la calle.

Ya en ésta, descubrió a un policía que llegaba corriendo al lugar de la escena. Buttons Zortell y sus secuaces habían puesto pies en polvorosa después de disparar repetidas veces sobre el representante de la ley.

Afortunadamente, no dieron en el blanco.

Monk había perdido varios minutos atravesando la casa del encolerizado inquilino cuya ventana destrozara.

Pagó de buena gana los desperfectos ocasionados por él, y después de dar unas rápidas explicaciones al policía, salió de la calleja, llamó al primer taxi que encontró a su paso y se dirigió a su casa.

Estaba pagando al chófer, ya en la puerta del inmueble, cuando divisó a Doc Savage que salía del mismo edificio acompañado por sus cuatro ayudantes.

Volvían en aquellos momentos del laboratorio y en sus rostros se pintaba honda preocupación.

—¡Vaya, señores, a ver si acaban de arrancarme la inquietud de la sesera! —dijo Monk con una mueca casi burlona—. Todo va perfectamente…

—¿Todo? —preguntó Renny—. ¿Es que…?

—Pues claro. Todo va bien. He logrado evitar que me retorcieran el cuello… y ahora estoy enterado de todo… Un tipo del Oeste, llamado Ben Johnson, tiene una mina de radium en el Norte. Quiere que tú le ayudes, Doc, y esos granujas tratan de impedirlo a toda costa.

Ham soltó una carcajada estruendosa.

—¿De modo que fuiste lo suficientemente bestia para tragarte ese cuento chino desde el principio hasta el fin?

Monk dirigió al apuesto portador del bastón de estoque una mirada de inocencia ofendida.

—Pues, ¿qué querías que hiciera? —gruñó—. ¿Irme a robar cerdos?

Ham agitó colérico su bastón de estoque y dijo a Monk, echando espumarajos de rabia:

—¡El día menos pensado te voy a afeitar con este estoque! ¡Pero un afeitado que te va a llegar hasta la médula de los huesos!

Monk hizo una mueca burlona, y concentró toda su atención en Doc.

—¿Crees que me han colocado un cuento chino, Doc? —le preguntó.

—Probablemente —contestó Savage, evitando molestarle—. Por alguna razón, que de momento se me escapa, esos hombres arden en deseos de mezclarse en una empresa quimérica en la región de Hudson Bay.

—Entonces… ¿por qué me secuestraron?

—Pues, sencillamente, para dar más veracidad a su historia. Deseaban impresionarme con su oposición a que yo vaya al Norte… esperando que con esta treta mis deseos de ir no harían más que robustecerse. No hay que negar que son muy hábiles.

—Es verdad, y debí de darme cuenta de que era una estupidez lo de la mina de radium y cuanto me dijeron acerca de ella. Creo que su intención era retenerme unas cuantas horas y luego dejarme escapar. Me contaron la historia de la mina para que te la trasladase a ti.

—Se ve que tienen un gran interés en sacarnos de la ciudad —apuntó Renny—. ¿Por qué será?

—Pierdes el tiempo lastimosamente preguntándole eso a Monk —gruñó Ham, aún molesto por la alusión a los cerdos—. Él no sabrá nunca… unir dos eslabones.

La boca de Monk llegó casi de oreja a oreja, en una mueca burlona.

—¡Tú qué sabes! ¡Picapleitos ridículo!… ¡Me apuesto lo que quieras a que puedo arrojar una buena cantidad de luz sobre este misterio!

—¿Cómo?

—El jefe de la banda, un tal Buttons, como sus secuaces le llaman, llevaba encima unos documentos que mi secretaria ha escondido.

—¿Y qué?

—¿Y qué habéis pensado? Vamos arriba y mi secretaria nos dirá dónde los puso…

Un relámpago de alarma e inquietud brilló en los ojos de Doc Savage. Sus compañeros cambiaron entre sí miradas de desconcierto.

—Creo que te hemos entendido mal, Monk —dijo con firmeza—. Cuando dijiste que todo marchaba perfectamente, lo interpretamos en el sentido de que tú y tu secretaria estabais a salvo.

Monk parecía a punto de ahogarse.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, sintiendo que un sudor frío recorría su velludo cuerpo.

—¡Lea Aster no está en el laboratorio!