VII
Nick Clipton

La peluda cara de Monk tomó el aspecto de una masa rocosa. Su enorme bocaza se torció en un gesto de mal cariz.
—¡Pero si se quedó allí cuando ellos me sacaron a mí! —murmuró—. Buttons la dejó sin sentido de un golpe. Claro que no la golpeó tan fuerte como para causarle un daño grave.
Doc se dirigió de nuevo hacia la casa, diciendo: —¡Bien, iremos arriba y miraremos otra vez a ver si la encontramos!
Un dorado rayo de sol inundaba el ático en que estaba instalado el laboratorio de Monk, aun cuando la calle continuase aún un tanto sombría.
Aquella luz llegaba hasta el mismo interior del gabinete de trabajo y arrancaba destellos luminosos a la selva intrincada de tubos de ensayo, matraces y retortas, a los almireces de vidrio y aún a las pulimentadas superficies metálicas de los complicados aparatos de laboratorio.
Era como si la habitación se hubiese convertido de pronto en una inmensa arqueta de joyas.
Los penetrantes ojos de Monk descubrieron varios aparatos y estantes yacentes sobre el pavimento.
—¿Derribasteis vosotros todo esto? —preguntó a Doc.
—No —aseguró Savage—. Todo estaba así cuando llegamos.
Monk gruñó entre dientes:
—Entonces esta batahola se produjo cuando yo no estaba aquí… Debe de haber habido otra pelea posterior a mi marcha…
—¿Viste claramente el golpe que dejó a Lea sin sentido?
—Sí. Han debido sacarla a la fuerza… —y el puño del gigante se agitó amenazador al decir estas palabras—. Buttons y su cuadrilla han debido volver después de mi fuga y entonces raptaron a mi secretaria. ¿No crees que sea eso lo que ha sucedido, Doc?
—Aparentemente, sí —admitió Doc.
Monk se precipitó hacia la vitrina de los aparatos tras los cuales viera a Lea Aster ocultar algo. Efectuó un registro minucioso, pero nada encontró.
—Si realmente la muchacha sacó los documentos del bolsillo de Buttons y los escondió aquí, han debido recuperarlos —dijo meditabundo—. Es posible también que Lea Aster, al volver en sí, recobrase los papeles y los tendría en la mano cuando Buttons volvió…
Durante esta escena Ham había permanecido apartado del grupo, golpeando sus inmaculados zapatos con la contera de su bastón de estoque.
Las arrugas de su espaciosa frente indicaban que estaba entregado a profundos pensamientos.
—¡Lo que yo no puedo comprender —murmuró, al fin—, es por qué volvieron por la joven! Concedamos que han hecho todo lo posible para lanzarnos hacia el Norte tras una pista falsa, o quimérica por lo menos, pero creo que ya han baladroneado bastante.
—EL plan completo que han puesto en práctica debe haberles demostrado hasta la saciedad que somos malos compañeros para que se nos gasten bromas de este género. ¿Por qué, pues, iban a arrostrar nuestra venganza ulterior secuestrando a la muchacha?
—Creo que puedo explicar satisfactoriamente ambos hechos —dijo Doc, reposadamente—. Buttons se dio cuenta de que debía haber perdido los papeles en el laboratorio. Volvió por ellos y entonces descubrió a Lea Aster que los estaba leyendo. Ese hombre no tuvo más remedio que apoderarse de la joven, puesto que ésta conocía su secreto.
Doc y sus compañeros interrogaron al empleado del ascensor en aquella hora temprana, en un esfuerzo para comprobar la fuerza del razonamiento del primero.
Aquel individuo defraudó sus esperanzas: no había visto que nadie se llevase a la secretaria de Monk.
—Pueden haber subido y bajado por la escalera sin que nadie les viera, puesto que tuvieron tiempo suficiente para ello —concluyó Doc.
Ya otra vez en el laboratorio, continuaron sus deliberaciones.
—Podemos estar seguros de una cosa —dijo Renny, con un vozarrón que amenazó con hacer caer los pocos aparatos que aún quedaban en pie—. Esos hombres quieren, con añagazas y tretas, llevarnos al Canadá.
—¡Bien! —refunfuñó Ham—. ¡No creo que tengan mucha suerte si lo logran!
Habían salido apenas estas palabras de sus labios cuando se estremeció violentamente.
Acababa de sonar inesperadamente el extraño gorjeo de Doc Savage.
Brotaba de su cuerpo, sin que pudiese afirmarse de dónde, terrible, melodioso, indescriptible en su misma extraña naturaleza.
Crecía en volumen para decaer después… Cuando hubo terminado, Ham preguntó, anhelante:
—¿Qué ocurre, Doc?
EL interrogado no contestó con palabras. Levantó el auricular del teléfono interurbano, que estaba sobre una mesilla, descolgado de su gancho habitual, y lo aplicó a su oído.
Durante varios segundos sólo percibió distintamente la respiración de un ser humano. Long Tom, impaciente por enterarse de lo que ocurría, salió del laboratorio para ver si encontraba otro teléfono conectado con el anterior, pero sus pesquisas no dieron resultado.
El hombre cuya respiración percibía Doc al otro extremo del hilo era Buttons Zortell; pero el impensado silbido melódico que resonara en el laboratorio segundos antes llegó hasta él y empezó a alarmarse sin saber por qué.
Gracias a estar descolgado el auricular del laboratorio había podido enterarse hasta entonces de cuanto se hablara en él, aun cuando llegara a sus oídos de una manera confusa.
Abandonó con presteza la cabina telefónica en que se hallaba y salió a la calle. La cabina era la de una farmacia situada a una manzana de distancia del edificio en que estaba el laboratorio de Monk.
Buttons fue a reunirse con sus hombres, que le aguardaban en su auto al otro lado de la calle.
—¿Qué has sabido, Buttons? —preguntó uno de los bandidos.
—Esos hombres están convencidos de que lo de la mina de radium en el Canadá no es más que una filfa. ¡No puedo explicarme cómo han llegado a enterarse tan al detalle de nuestro plan! ¡Yo me figuraba que habíamos conseguido ponerlos a tiro!
—¿Saben por qué queremos sacarlos de Nueva York?
—¡Todavía no! —murmuró Buttons, aunque no muy convencido íntimamente de lo que afirmaba.
El piloto del bigotillo y las cejas blancas ocupaba el volante. EL coche se puso en marcha. Los hombres iban sentados en el interior, afectando indiferencia, pero mirando recelosamente a cuantos policías hallaban al paso.
Seguramente, su nerviosismo se debía a llevar en el fondo del coche, atada y amordazada, a Lea Aster. Pero ninguno de ellos estaba tan inquieto como Buttons Zortell.
—¡Ese Doc Savage y sus compañeros son unos tipos de cuidado! —mascullaba entre dientes—. Escuchando al teléfono pude oír lo que hablaban. Era un maldito teléfono bastante bueno y ellos debían estar en pie a poca distancia del aparato. Razonaban sobre lo que hicimos nosotros al volver allí como si lo hubiesen estado viendo. Hasta llegaron a suponer que habíamos secuestrado a la chica porque la sorprendimos leyendo los papeles.
—¡Cómo así sucedió! —dijo uno de los hombres.
—¡Vamos al hotel! —ordenó Buttons al chofer—. Tengo que establecer contacto con el patrón. Este asunto se está enredando demasiado para que lo resuelva por mi cuenta.
Llegaron hasta el hotel sin experimentar contratiempo alguno en el trayecto.
Dejando que los otros le esperasen en el coche, Buttons entró en el hotel y se dirigió apresuradamente a su habitación. Sin perder segundo solicitó una conferencia telefónica con Arizona.
El hilo de conexión que obtuvo era excelente. La conversación iba y venía con absoluta claridad.
Buttons relató cuanto había ocurrido. Exageró la nota de sus triunfos y procuró restar importancia a los fracasos.
—Creo que he hecho un lindo trabajo, ¿verdad, patrón? —terminó.
—¡Vaya al infierno el fanfarrón! —gritó a distancia la voz colérica del jefe—. ¡No ha hecho usted más que chapucerías a derecha e izquierda! ¿Desde dónde está usted hablando?
—Desde mi hotel —contestó Buttons, con marcada aspereza.
—¡Por todos los demonios! ¿No ha oído usted hablar nunca de los operadores de teléfonos que se enteran de cuanto se habla?
—¡Lo que he dicho no puede perjudicarnos en nada!
—Tal vez no; pero debía usted haberme llamado por Nick Clipton en vez de mi verdadero nombre. ¿Se entera? Desde ahora en adelante no vuelva usted a pedir comunicación conmigo más que con el nombre de Nick Clipton. ¿Comprende?
—Sí…, comprendo.
—Además, abandone ese hotel en cuanto terminemos. Hay que hacer todo lo posible para que nadie encuentre sus huellas.
—Perfectamente —prometió Buttons, con timidez.
—¡Y ya se está usted largando de Nueva York! ¡No tiene necesidad de continuar ahí ni un minuto más!
—¿Y qué hago con la fiera?
—La muchacha… ¡Átele una piedra al cuello y arrójela al río!
Buttons se atragantó. Por endurecido que fuese su corazón, el hablar de asesinar a una muchacha le horrorizaba.
—¿Dice usted que no debo estar en Nueva York ni un minuto más? —preguntó, sin poder dominar su nerviosismo—. ¿Qué significa eso?
—Eso quiere decir que yo me cuidaré del final de ese enredo —aulló el hombre que al otro extremo se ocultaba bajo el nombre de Nick Clipton—. El resto de los muchachos han estado trabajando a mis órdenes. Lo que debe usted hacer es regresar aquí y olvidarse de que en el mundo existe Doc Savage.
—¡Lo malo es que él no está tan dispuesto a olvidarse de nosotros! —murmuró Buttons.
—¿Cree usted que sospecha del rincón del Oeste?
—No estoy seguro, pero no me sorprendería…
Por el hilo del teléfono llegó, ensordecedora, a oídos de Buttons, una maldición rotunda e intraducible:
Entonces tal vez haríamos mejor en apartar de nuestro camino a Doc Savage y su cuadrilla.
—Eso no es tan fácil de hacer como parece…
—Séquese el sudor, amigo… y déjeme pensar un minuto.
En el silencio que siguió Buttons podía oír el tic-tac de su propio reloj.
Llegaba hasta él el rodar de los carruajes de la calle, con un murmullo apagado. El sol ardoroso de la mañana había convertido ya la reducida habitación del hotel en un horno.
En su frente perlaban gruesas gotas de sudor.
—¿Tiene usted en su poder todavía los objetos que le entregué? —preguntó, al fin, el hombre de Arizona.
—Todos, menos el veneno para los colmillos del perro y el que mata al que lo toca. Se gastaron con Bandy Stevens. Eran los que tenían los números 1 y 2.
—¿Tiene usted número 3?
—Seguro.
—Busque un lugar a propósito y úselo. Los detalles puede figurárselos. ¿No puede?
—Sí… —contestó, penosamente, Buttons.
—Perfectamente. Eso nos deshará de Doc Savage. No puede fallar.
—¡Hum! —murmuró Buttons, con acento de duda—. ¿Y usted quiere que… suprima a la fiera, patrón?
—Exactamente.
—Muy bien, patrón. Yo había pensado retenerla con nosotros hasta que Doc Savage estuviese fuera de combate… Si algo se torciera y no lográramos desembarazarnos de él, siempre podríamos salvar nuestros cuellos amenazando con degollarla a ella…
Su interlocutor pareció meditar.
—Hágalo así, entonces —murmuró al fin—: Consérvela viva. Y vamos a poner fin a esta conferencia, que seguramente me habrá costado cincuenta dólares. ¿Estará usted seguro de poder arrastrar a Doc Savage dentro de una trampa?
—¡Positivamente, puedo! —dijo Buttons, que desde el indulto de Lea Aster respiraba más a sus anchas—. ¡Ya tengo en la imaginación un plan estupendo!
—Bien. Si ello se realiza logre desembarazarse de la muchacha y vuelva a Arizona. Si no tiene éxito, vuelva de cualquier modo… pero tráigase también a la chica. Cuando llegue aquí aterrice en el hangar exterior de la Calavera Roja.
—El caso es que el avión de Whitey se quemó…
—Compre otro… o robe uno, si tiene ocasión para ello.
—Whitey no conoce la situación del aeródromo de la Calavera Roja.
—Obre por bajo mano… Usted puede decirle a él dónde está, ¿no? Y ya hemos gastado bastante cuerda… ¡Demasiada!
Y dio término a la conversación.
Buttons se dirigió a grandes zancadas hasta donde estaba su equipaje y escogió un enorme Glandstone. Cuando salió del hotel llevaba consigo esta pieza de su equipaje.
Sus hombres le saludaron con una lluvia de preguntas.
—¿Qué dice el patrón, Buttons?
—¡No preguntéis todos a un tiempo! —gruñó, malhumorado—. Ya os lo diré cuando sea hora. Tenemos por delante una gran tarea que nos obligará a maniobrar con tacto.