IV
Roce que mata

La calle 42 y el Broadway habían demostrado ser el sitio de más movimiento que Bandy Stevens pudiera sospechar. Las calles eran muy anchas y, a despecho de lo avanzado de la hora, fluía por ellas en gran cantidad el tráfico ruidoso, abundante en mayoría, los taxímetros.

Había transcurrido la hora de plazo y aún quince minutos más, por lo que Bandy empezaba a estar inquieto.

—¿Por qué no conservaría el cinturón? —gruñía entre dientes—. No puedo presentarme ante Doc Savage sin los mapas, los papeles y la carta… ¡Y, sin embargo, tengo que verle!

Miraba ansiosamente cada taxi que pasaba. Su inspección tenía, invariablemente, un resultado desconcertante, porque el coche se detenía pensando que deseaba alquilarlo.

Bandy no estaba acostumbrado a los modos de ser de las grandes ciudades, y en aquella noche azarosa iban cayendo bastante bajo en su estimación. La vida allí se le antojaba un infierno.

De pronto, ¡al fin!, descubrió el vehículo que esperaba.

—¡Ven acá, granuja, bandido! ¡Creí que no acabarías de venir! ¡Ya era hora, holgazán! —llamó a grandes voces.

—Ya he pasado un par de veces sin verle —mintió el chofer del cuello interminable—. ¿Dónde está la «pasta»?

Bandy contó rápidamente un centenar de dólares en billetes pequeños y, tras la entrega, metió la mano bajo el asiento interior del coche.

El cinturón seguía donde él lo dejara. Lo registró rápidamente y pudo convencerse con evidente satisfacción de que los dos sobres, el moreno y el blanco, estaban donde los guardara, y aparentemente intactos.

—¿Qué es eso? —preguntó el chófer, fingiendo admirablemente estar asombrado de ver aparecer el famoso cinturón en manos de su cliente.

—¿Y a usted qué le importa? —contestó Bandy—. Puede marcharse si quiere, puesto que estamos en paz.

Y se alejó tranquilamente.

El conductor, así que lo vio alejarse, saltó del asiento y fue directamente hasta un callejón situado a dos manzanas de distancia.

Buttons Zortell le estaba espetando.

—El enano patituerto no ha sospechado nada —murmuró el chofer—. Miró los sobres del cinto y pensó que estaban exactamente como los dejó. Ahora vengan los cien «ojos de buey» convenidos.

Buttons alargó su mano izquierda en la que se veía la cantidad estipulada en billetes y, en el momento en que el chofer iba a cogerlos con mano temblorosa, le asestó un formidable testarazo con su descomunal revólver que empuñaba en la mano derecha.

El hombre se derrumbó como una masa inerte y de las ventanas de su nariz brotó un chorro de sangre.

Durante los minutos de espera Buttons Zortell había estado madurando su plan. Había allí setecientos dólares que él podía embolsarse tranquilamente.

Era la clase de moneda que a Buttons le gustaba. Seiscientos irían a la cuenta de gastos y los otros cien serían la propina de sus hombres, que estaban en aquel momento en las proximidades y no sabrían nunca lo que había ocurrido. Buttons había tenido buen cuidado de alejarlos de allí.

Sus dedos ligeros registraron al caído, apoderándose de los codiciados billetes.

Al ver la inmovilidad del chofer, tomóle la muñeca entre sus dedos. El pulso no funcionaba. Se agachó a inspeccionarlo y comprobó que el golpe asestado con el revólver le había fracturado el cráneo.

—¡Muerto! —se atragantó Buttons, algo sorprendido.

Miró celosamente a un lado y otro de la calleja y suspiró con alivio al ver que estaba desierta.

—¡Bien!… ¡Que descanse! ¡No es el primer «caballero» a quien le he sacado la saliva!

Y tras ese responso cínico, Buttons Zortell abandonó la calleja con paso ligero, pero no tan deprisa como para despertar sospechas.

Ya fuera de ella hizo rumbo hacia el Sur.

El rascacielos en donde estaba el rincón sagrado de Doc Savage, se hallaba situado a pocas manzanas de distancia y era hacia aquel edificio que se dirigía el asesino del chofer.

Cerca del edificio en forma de torre, encontró Buttons Zortell a uno de sus hombres.

—¿Se arregló el asunto? —preguntó el bandido, mirando fijamente a su jefe—. ¿Resultó difícil?

Buttons se hizo el desentendido y gruñó irritado:

—¿Qué hay de Bandy?

—Aún no ha comparecido.

—¿No? Realmente no ha tenido tiempo… Pero no faltará… ¡Ahí viene!

Los dos hombres se refugiaron apresuradamente en un portal. Desde allí podían ver perfectamente a Bandy, que avanzaba volviendo con frecuencia la cabeza para ver si le seguían, y que inspeccionó cuidadosamente los alrededores del rascacielos antes de penetrar en éste.

—¿Lo ha preparado todo como le dije? —preguntó Buttons a su factotum.

—¡Claro!

—¡Bien! ¡Bandy no tardará en estar hecho papilla para nosotros! —graznó ferozmente—. ¡Él… o Doc Savage… y quién sabe si ambos! ¡Nuestro plan acabará por dar cuenta de esa gentuza!

—Sin embargo… él puede ser lo bastante astuto para sospechar…

—¡Bah! ¡No hay ninguna probabilidad de que así suceda! ¡Ni pensarlo!

Ambos guardaron silencio al ver entrar a Bandy en el vestíbulo del gigantesco rascacielos. Bandy, ignorante de la atención concentrada de que era objeto, se dirigió en línea recta hacia uno de los ascensores que funcionaba durante toda la noche.

—Busco a un sujeto llamado Doc Savage —dijo al empleado de servicio—. ¿Puede indicarme dónde puedo hallarle?

Sonrió el preguntado al observar el simpático arrastrar de las palabras de Bandy. Olía a cow-boy a siete leguas.

—Mister Savage está en su oficina, según creo. Es en el piso 86.

El ascensor expreso dejó a Bandy en el piso indicado. No tuvo dificultad alguna para encontrar la puerta que buscaba.

En su liso entrepaño podían leerse claramente, en pequeñas letras de bronce coloreadas, este nombre: «DOC SAVAGE».

Vio el botón de un timbre a un lado de la puerta. Lo oprimió y dio un paso hacia atrás. Sin darse cuenta de lo que hacía, contuvo el aliento, preguntándose al mismo tiempo qué clase de hombre sería aquel famoso Doc Savage.

¡Estaba destinado a no saberlo jamás! Sus brazos empezaron a crisparse bruscamente y el movimiento se convirtió pronto en una sacudida furiosa.

Sus ojos se distendieron en un movimiento de agonía. Torciéronse sus labios dolorosamente y gritó en un alarido salvaje:

—¡Nate Raff! ¡Nate Raff!…

Las palabras repiquetearon un segundo en el largo corredor y al fin se ahogaron en su garganta.

Trató vanamente de vocear otra vez y sus mandíbulas se abrieron desmesuradamente en el espantoso esfuerzo.

Luego, girando lentamente sobre sí mismo, se desplomó con estrépito cuan largo era sobre el pavimento ricamente enlosado.

Sacudieron su cuerpo unos pocos espasmos y su silueta ridícula quedó floja e inmóvil.

¡Estaba muerto!

La puerta de la oficina de Doc Savage se abrió de par en par un instante después de expirar Bandy Stevens. EL hombre que apareció en su marco tenía una figura notable.

Sólo por su aspecto habría sobresalido ciertamente entre cualquier conjunto de hombres.

Era su estatura gigantesca, pero tan proporcionada, tan simétrica, que únicamente su relación con la puerta daba idea de su tamaño. Cada una de sus líneas —los tendones metálicos de sus manos, la columnaria encordadura de su cabello— demostraba una gran energía física. Tenía aquel hombre los músculos gigantescos de un Sansón. El color de su piel era de un bronceado intenso.

Sus facciones podrían haber sido modeladas sobre metal por un hábil escultor, tan regulares eran. De bronce parecía también su cabello, un poco más oscuro que la piel.

Pero eran sus ojos, sobre todo, los que acaparaban la atención. Irradiaba de ellos un brillo hipnótico, una capacidad extraordinaria para inspirar miedo o respeto, dominación y órdenes.

Aun en reposo relucían con la fogosidad de un poder indomable. Sólo por su aspecto, aquel hombre de bronce cuya fama había llegado a los últimos rincones de la tierra, parecía ejercer una especie de fascinación. Doc Savage era un ser que, una vez visto, no se olvidaba jamás.

Su mirada recorrió rápidamente el corredor de un extremo a otro, dándose cuenta en el acto, no sólo de la presencia del cuerpo de Bandy Stevens, sino de que nadie más había en escena.

Súbitamente retrocedió hacia el interior de su vivienda. La rapidez con que se movía era asombrosa, pues apenas parecía haberse ido cuando ya estaba de vuelta, llevando en la mano un extraño aparato provisto de varios tubos llenos de productos químicos y de una especie de pulverizador.

El aparatito era lo suficientemente pequeño para adaptarse fácilmente en la amplia palma de la mano del hombre bronceado. Un instante manipuló con él.

El utensilio en cuestión indicaba instantáneamente la presencia de cualquier gas venenoso en el aire.

Convencido de que nada peligroso flotaba en la atmósfera, Doc Savage dejó a un lado el aparato. Se inclinó sobre el cadáver y aprisionó brevemente entre sus dedos una de las muñecas de Bandy.

Examinó a continuación y cuidadosamente aquellas manos inertes.

Terminado su examen, permaneció unos segundos como una estatua, concentrado en sí mismo.

Un ruido fantástico, profundo, llenaba el corredor. Era melodioso como un trino y tenía algo de silbido.

Era como el gorjeo de algún pájaro exótico de la selva virgen o la nota del viento filtrándose a través de una floresta helada.

Era melodioso y, sin embargo, no tenía un tono particular.

EL sonido provenía de Doc Savage; era algo que inconscientemente producía en momentos de intensa concentración.

Púsose en pie Doc Savage y avanzó un paso hacia el botón del timbre de la puerta de su oficina, inspeccionándolo cuidadosamente.

El hecho de que examinase directamente el botón del timbre, acentuaba el poder analítico de su mente, y su facultad para discernir en el menor espacio de tiempo la solución del más difícil misterio.

Por el examen del botón logró aclarar la causa del fallecimiento de Bandy Stevens.

EL trocito de marfil estaba bañado en un veneno tan potente, que bastaba una pequeña cantidad de él sobre la piel humana para provocar una muerte fulminante.

Doc Savage, terminada su inspección, volvió a su oficina. Estaba amueblada para una plácida molicie.

Contra una de las paredes veíase una gran caja de hierro y en el centro de la estancia una sólida mesa con ricas incrustaciones, sobre cuya superficie pulida rielaba la iluminación indirecta.

Junto a esta habitación había otra, tapizada con lujo, y cuyas paredes desaparecían tras numerosos estantes de libros.

Algunos pesados volúmenes reposaban en vitrinas especiales.

Doc cruzó aquélla inmensa librería para dirigirse a su laboratorio experimental.

Buscó unos instantes ante un verdadero bosque de soportes y cajas, que contenían complicados aparatos químicos y eléctricos, y cogió un trozo de paño, de un tejido especial y un recio jarro de vidrio.

Fue hasta la puerta de entrada y con el paño secó cuidadosamente el veneno depositado en el botón del timbre.

Terminada la operación humedeció ligeramente el paño en el jarro.

Trataba Doc de analizar la naturaleza del veneno, para lo cual al poner el paño en contacto con una solución química de su invención, se disolvía aquél en ella, pronto para su análisis.

Un rápido registro en las ropas del fallecido Bandy Stevens, dio por resultado el hallazgo de su bien provista cartera y un reloj. La cartera llevaba grabado el nombre de Bandy.

No contenía ni tarjetas, no cartas para la identificación. Doc registró el cinturón de gamuza y halló en él dos sobres.

En ambos estaba escrito el nombre de Doc Savage. Por un momento pareció que iba a abrirlos, pero acabó por metérselos en el bolsillo. Se deslizó velozmente a lo largo del pasillo y llegó hasta el ascensor más remoto.

Oprimió un botón disimulado hábilmente y se abrieron las puertas del aparato.

Entró en la jaula de acero y ésta cayó como una roca que se desprende.

Era un ascensor particular, que funcionaba con extrema rapidez y producía muy poco ruido.

Conforme se acercaba al plano de la calle iban distinguiéndose cada vez con más intensidad unas esporádicas detonaciones. Hasta el piso 48, también llegaban muy débiles.

Doc las había oído y reconoció su naturaleza: pistoletazos.

Frenó el veloz ascensor al llegar a una parada y las puertas se abrieron silenciosamente. Doc lanzó una rápida mirada a unos grandes espejos adosados a las paredes de un lado a otro del pasillo.

Eran aquellos espejos parte de la modernísima decoración del inmueble, aun cuando en realidad habían sido colocados después de la llegada de Doc Savage a la casa.

Estaban dispuestos de tal modo, que desde el interior de la jaula del ascensor podía verse el pasillo de extremo a extremo y aun el vestíbulo de entrada.

Doc no vio a nadie ni en uno ni en otro.

Sonaron entonces nuevas detonaciones fuera de la casa.

Se oyó el roncar de un automóvil.

Por la puerta principal se precipitaron en el vestíbulo dos hombres, que, resbalando en el embaldosado pavimento, rodaron cuan largos eran dando volteretas, aunque esforzándose en ponerse a salvo de las balas.

Una nueva descarga disparada contra los dos fugitivos hizo añicos los cristales de la puerta de entrada y, rebotando, las balas fueron a rajar los grandes espejos del pasillo.

Roncó con más fuerza el motor de un automóvil y el ruido fue perdiéndose gradualmente en la lejanía. Hízose luego el silencio en la calle, lo que probaba que los pistoleros habían logrado huir.

Los dos hombres que entraran por la puerta principal, habían logrado ponerse en pie y ahora se hacían muecas el uno al otro, recriminándose algo mutuamente.

Uno era un recio gigante, una especie de paquidermo de rostro severo y puritano. Sus puños eran enormes y los nudillos en la juntura de los dedos parecían de duro pedernal.

EL otro era un hombre delgado y de aspecto un tanto enfermizo a juzgar por su complexión.

Parecía un hombre hecho de nervios. EL hombre voluminoso era el coronel John Renwick, conocido más sencillamente por «Renny»; el otro era el mayor Thomas J. Roberts. Respondía habitualmente al diminutivo de «LongTom».

Ambos volvieron sus rostros contraídos hacia Doc, cuando éste apareció ante ellos.

—¿Qué era ese escándalo? —preguntó Doc.

—Me buscaban a mí —contestó Renny con una voz que era como el bramido del trueno en una caverna—. Volvíamos de cenar cuando vimos a varios pajarracos sospechosos rondando alrededor de la casa.

—Nos acercamos para ver quiénes eran y qué hacían, cuando aquellos tipos nos tirotearon.

—¿Qué se ha hecho de Johnny y Ham?

—Supongo que estarán fuera —contestó Renny sobriamente—. Según mis noticias estaban buscando agua para apagar el incendio. Doc dio unos pasos por la acera. Cerca de la esquina había dos hombres discutiendo. Tenían las caras juntas, tocándose casi y discutían animadamente.

—Son ellos —murmuró Renny—. ¡Disputando sobre quién vio primero la llave del agua! Como puedes ver, ninguno de nosotros teníamos pistola.

Doc se acercó a la pareja.

Johnny rezongaba amistosamente:

—Escucha, Ham. No creo que pretendieses afeitar la llave del agua, pero sí niego que hayas llevado ventaja alguna con tu maldito bastón estoque.

—¡Yo alcancé a la llave primero! —gruñó testarudo, Ham.

Estaba envainando el bastón estoque, causa de la disputa. A Ham no se le veía jamás sin él.

—¡Lo que no puedo explicarme es por qué esa cuadrilla empezó a disparar sin previo aviso! —murmuró pensativo.