Capítulo siete
Era pasada la medianoche cuando Huth y Douglas Archer volvieron a Scotland Yard. Por primera vez se persuadió a Huth de que fuese al despacho preparado para él en el entrepiso. Era un magnífico salón con vistas al County Hall, en la margen opuesta del Támesis. Se había desplegado infinito esmero en decorarlo tal como se deseaba y el general Kellerman lo visitó dos veces esa tarde y expresó gran preocupación por el lustre del escritorio de palo de rosa, el brillo del artefacto eléctrico de cristal tallado y el estado de limpieza de la alfombra. Había un televisor Telefunken listo para reanudar las audiciones de la BBC programadas para Navidad. Debajo del aparato un bar portátil con paneles enchapados contenía cristalería de Waterford y bebidas seleccionadas.
—Le gustará, ¿no? —preguntó Kellerman con el susurro ronco que Harry Woods imitaba a la perfección.
—A cualquiera le encantaría, señor —dijo el jefe de despacho de Kellerman, el oficial a quien éste siempre llamaba «jefe de estado mayor».
—Muy bonito —comentó Huth con sarcasmo—. Bonito lugar para enterrarme e impedirme ver cómo funciona el Departamento. Y veo que hasta el teléfono está conectado con el tablero de Kellerman.
—¿No le agrada su aspecto? —le preguntó Douglas.
—Retire todos estos muebles y trastos —dijo Huth—. Esto parece un prostíbulo Victoriano, más que una oficina. ¿Piensa Kellerman que me quedaré aquí emborrachándome hasta que empiece la televisión?
—Hay un cable conectado con la televisión —le dijo Douglas—. Se puede usar para transmitir información policial, como fotografías de personas buscadas y demás.
—Le conseguiré un puesto en el Ministerio de Propaganda. ¿Le gustaría?
—Quizá necesitaría tiempo para pensarlo —repuso Douglas, fingiendo tomar la pregunta en serio.
—Retíreme estos muebles de aquí. Quiero archivos de metal con buenos cerrojos y un escritorio de metal con candados en los cajones y, por último, una lámpara de escritorio como es debido, en lugar de ese mamarracho con caireles. Usted ocupará la oficina de al lado, de modo que convendría que la haga instalar como le guste. Consiga teléfonos: cuatro líneas directas y haga cambiar sus extensiones hasta aquí. En el corredor quiero una mesa y una silla para que mi hombre de guardia no tenga que estar de pie todo el tiempo. Pero… ¿Dónde diablos está ese centinela?
—¿Centinela, señor?
—No se quede ahí repitiendo todo lo que digo. La investigación de la muerte de Peter Thomas es parte de un operativo cuyo código es «Apocalipsis». Ni un dato de ningún género, nada en realidad, podrá salir de este despacho sin mi autorización escrita o la del Reichsführer Heinrich Himmler. ¿Me explico?
—Como para no olvidarlo —repuso Douglas. Buscaba de forma desesperada desentrañar lo que había detrás.
Huth sonrió.
—En caso de que disminuya esta cualidad de inolvidable, tendremos fuera un centinela armado de las SS durante las veinticuatro horas del día —dijo Huth y miró su reloj de pulsera—. Maldito, tendría que estar ya aquí. Llame por teléfono al comandante de la guardia de las SS en Cannon Row. Dígale que envíe al centinela y seis o siete hombres para que retiren estos muebles.
—Dudo que haya trabajadores disponibles a esta hora de la noche.
Huth echó la cabeza hacia atrás y miró a Douglas con los párpados entrecerrados. Por su parte, Douglas no tardaría en descubrir que esto indicaba peligro.
—¿Vuelve a hablar en broma? ¿O bien pretende provocarme?
Douglas esbozó un gesto con los hombros.
—Llamaré por teléfono —dijo.
—Estaré en el salón de conferencias número tres con el mayor Steiger. Dígale al oficial de las SS que haga retirar todos estos muebles antes de que yo vuelva. Además, quiero que me instalen los otros.
—¿De dónde sacaremos escritorios de metal?
Huth se volvió a medias, como si la pregunta no mereciera respuesta.
—Use su iniciativa, inspector. Vaya por el pasillo y cuando vea lo que necesita, tómelo.
—Pero habrá un escándalo por la mañana —objetó Douglas—. Se lo llevarán otra vez.
—Y encontrarán un hombre armado de las SS, que les impedirá sacar nada, por orden del Reichsführer de las SS. E incluyo en esto los muebles de metal.
—Bien, señor.
—En mi portadocumentos hallará un tubo de cartón con un cuadrito de Piero della Francesca. Hágalo enmarcar y cuélguelo en la pared. Haga esto inmediatamente y póngalo rápido para disimular un poco ese empapelado horroroso.
—¿Un Piero della Francesca auténtico?
Douglas había oído anécdotas increíbles sobre los objetos saqueados durante la guerra en Polonia, Francia y los Países Bajos.
—¿En la oficina de un policía, Archer? Sería una falta de ética, ¿no? —Sin esperar respuesta, Huth salió.
Douglas llamó por teléfono al comandante de las SS y pasó el mensaje, con un comentario amistoso en el sentido de que el Standartenführer tenía gran prisa.
La respuesta expresó gran consternación. Era obvio que las instrucciones de Kellerman sobre la llegada del hombre eran tomadas muy en serio por las fuerzas de seguridad.
Junto a la ventana, se puso a contemplar el Embankment. El toque de queda garantizaba el número reducido de transeúntes civiles, miembros del Parlamento, obreros del turno de la noche en industrias y servicios esenciales, todos ellos, casos de excepción, y las calles y puentes estaban desiertos, salvo por las hileras de vehículos oficiales estacionados y una patrulla armada que recorría los perímetros iluminados por focos de todos los edificios públicos.
Una motocicleta con sidecar se detuvo en el puesto de control en la intersección del Embankment de Victoria con el puente de Westminster. Se hizo una rápida inspección de documentos y luego el vehículo se perdió de vista en la oscuridad de la noche, en el sector más distante del río, con un rugido de tubo de escape. De la acera de enfrente le llegaron las sonoras campanadas del Big Ben. Douglas bostezó. No se explicaba cómo se las arreglaba la gente como Huth para no dormir.
Abrió el portadocumentos, para sacar la reproducción de della Francesca, pero antes de llegar a desenrollarla vio, dentro de un bolsillo, un sobre de papel grueso, sellado con lacre rojo y con el inconfundible emblema heráldico de la RSHA, Departamento Central de Seguridad del Reich y santuario máximo de Heinrich Himmler y sus subordinados. Habían abierto ya el sobre por un costado y por él asomaba un papel doblado.
Douglas no pudo reprimir la curiosidad. Al sacar un gran pliego de papel y desdoblarlo, halló un complicado diagrama del tamaño del papel secante que cubría el escritorio. Estaba dibujado con tinta negra indeleble en papel fabricado a mano, grueso como el pergamino. Comprobó que ni aun su buen alemán le permitía comprender del todo el contenido manuscrito, pero reconoció algunos de los símbolos.
Había un triángulo equilátero invertido dentro de un doble círculo. El triángulo contenía dos palabras dispuestas en cruz: Elohim y Tzabaoth. En 1930, la eficaz solución de dos asesinatos relacionados con magia negra le permitieron reconocer ahora esto como una figura geométrica, representación del «dios de los ejércitos, el equilibrio de las fuerzas naturales y la armonía de los números».
La segunda figura era una cabeza humana con tres caras, coronada por una tiara y surgida de un recipiente lleno de agua. Había asimismo otros signos de agua. Junto a ellos figuraba escrito a mano «Laboratorio Joliot-Curie, College de France, París». Casi junto a otro signo de agua estaba escrito «Norsk Hydro Company, Rjukan, Noruega central».
Tierra apilada, palas y un rombo atravesado por una espada mágica, «Deo Duce, comité ferro», era el emblema del Gran Arcano que representaba, según la carta, «la omnipotencia de los adeptos» y aquí se había incluido el doble rayo de las SS con la leyenda «RSHA Berlín».
El tercer símbolo era la espiral marcada como «Transformación» que se transformaba en un trompo de juguete en movimiento con la correspondiente leyenda de «Laboratorio Clarendon Oxford, Inglaterra» y las palabras «Formatio» y «Reformatio» dispuestas sobre «Transformado» para formar un triángulo. Más abajo aparecía «reactor del ejército alemán en Inglaterra», con lápiz y como si hubiese sido añadido en forma apresurada y en el último momento.
Douglas se irguió al oír el rumor de botas alemanas por el pasillo embaldosado. Dobló el diagrama con demasiada prisa para cerciorarse de que no mostrase señales de haber sido tocado. De inmediato volvió a guardar el sobre en el bolsillo forrado de rojo del portadocumentos y cerró éste.
Golpearon la puerta.
—Entre —dijo Douglas mientras desenrollaba la reproducción de Piero della Francesca.
—Un centinela y seis hombres para cumplir servicios —dijo el oficial de las SS.
—El Standartenführer Huth desea que se retiren estos muebles —le explicó Douglas—. Reemplácelos por muebles de metal de las oficinas de este pasillo.
El oficial de las SS no mostró sorpresa ante la orden. Se le ocurrió a Douglas que aquel hijo de campesinos de Hesse, como él había adivinado correctamente, habría sido capaz de obedecer la orden de saltar por la ventana. El hombre se quitó la chaquetilla para trabajar con sus seis musculosos muchachos mientras el camarada armado permanecía de guardia en el corredor.
Para cuando llegó Harry Woods a las dos de la madrugada, la tarea casi había terminado. Había estado en la recepción del Savoy. Con cierta aprensión Douglas advirtió que estaba algo ebrio.
—Dicen que «escoba nueva barre bien» —comentó al ver el traslado de los muebles—. No veía tanta actividad desde que comenzó la invasión.
—¿Sabe dónde podemos hacer enmarcar esta lámina? —le preguntó Douglas.
Harry Woods tomó la reproducción por los bordes para mirarla. Era «La flagelación». Douglas conocía bien la obra, con una plazoleta con columnas iluminada por el sol que brillaba en un cielo muy azul. En el fondo flagelaban a Cristo Tres hombres magníficamente ataviados, el duque de Urbino y sus dos consejeros aparecían dando la espalda a la escena, conversando con gran calma. En la vida real, se sospechaba que los consejeros que figuraban en el cuadro habían sido cómplices en el asesinato del duque. Durante siglos los expertos en arte han discutido el significado oculto de la obra. Douglas la hallaba una decoración apropiada para el despacho de aquel emisario de mirada dura de la corte bizantina del Reichsführer de las SS.
—Tipo raro, ¿no? —dijo Harry, contemplando la lámina.
—Es mejor que aprendamos a convivir con él.
—Está en el salón de conferencias número tres —le informó Harry—, conversando con el hombrecito policía de la voz chillona, el mayor que llevó a la morgue. ¿Quién es?
—No tengo la menor idea —dijo Douglas.
—Están hablando muy juntos, como si fuera a acabarse el mundo. —Harry sacó sus cigarrillos y ofreció el paquete a Douglas, quien hizo un gesto negativo. En esos momentos no era bien visto aprovechar la ración de tabaco de un amigo—. ¿Qué significa todo esto, jefe? —preguntó Harry.
—Pensé que usted quizá podría decírmelo, Harry. Vi a Sylvia hoy. Me dijo que usted tiene la mano metida en todo lo que sucede en esta ciudad.
Si Harry imaginó lo que Sylvia había dicho, no dio señales de ello. Por otra parte, tampoco se mostró sorprendido de que Sylvia hubiese aparecido en Scotland Yard. Douglas se preguntó si no habría visto también a Harry.
—Le diré una cosa —dijo Harry—, y es que ese mayorcito no tiene nada que ver con patología, medicina, ni nada que se le parezca. Me gustaría saber por qué estaba en la morgue. ¿Cree usted que este Huth le permitiría acompañarle solamente para divertirse?
—No tardará en descubrir, Harry, que nuestro nuevo Standartenführer no siente tanta inclinación por las diversiones.
—Hay una gente rarísima en circulación, ¿sabe? Quiero decir que haber permitido venir a ese mecánico de radio estuvo mal. Y se lo diré a la cara a Huth. Le diré que estuvo muy mal. Usted cree que no lo haré, pero yo se lo diré. —Harry vaciló un poco sobre las piernas y debió afirmarse en el borde del escritorio.
—¿Mecánico de radio?
—¡Claro! —dijo Harry con la complacencia de quien está ligeramente ebrio—. Vi su prontuario. Lleva uniforme de policía, pero es un disfraz. Llamé por teléfono a Lufthansa y obtuve su nombre de la planilla de vuelo. Después fui arriba y le revisé el prontuario.
—¿Obtuvo el prontuario?
No, la ficha solamente. Si uno dice que trabaja para la Gestapo consigue cualquier cosa. ¿Sabía esto, Douglas?
—Usted no trabaja para la Gestapo —señaló Douglas.
Harry agitó una mano delante de su rostro como si quisiera apartar una mota de un parabrisas sucio.
—Mecánico de radio, decía, doctor en teoría radial. Todos estos alemanes son doctores. ¿Lo notó, Douglas…? Estudió en Tubinga. Se incorporó al servicio de policía hace sólo un año, directamente desde una cátedra de Múnich.
—Los mecánicos de radio no estudian en Tubinga ni enseñan en Múnich —insistió Douglas.
—Muy bien, muy bien —dijo Harry—. Yo no tengo su dominio del idioma alemán, pero sé descifrar una ficha personal. —Dicho esto Harry dirigió una sonrisa astuta a Douglas, y como quien saca un conejo de un sombrero de copa, extrajo la ficha personal del bolsillo interior de la chaqueta—. Mire, muchacho, aquí está. Léala con sus propios ojos.
Douglas la tomó y la leyó en silencio.
—Vamos, jefe, una sonrisa, por favor. Se equivocó y lo sabe.
—El mayor —dijo Douglas hablando lentamente para pensar un poco— es físico, experto en sustancias radiactivas. Era profesor de física nuclear.
—Ahora sí que no le sigo —señaló Harry, frotándose la nariz.
—Esas quemaduras en el brazo del hombre —observó Douglas—. Sir John no las mencionó anoche. Tal vez el mayorcito haya ido allá a examinarlas.
—¿Causadas por la lámpara solar?
—Por la lámpara solar, no, Harry. Esas quemaduras eran profundas, el tipo de lesiones cutáneas que podría sufrir alguien expuesto a las radiaciones del radio, o bien una sustancia semejante.
Golpearon la puerta nuevamente. El comandante de la guardia de las SS llegó a informar que los de transmisiones de las SS habían conectado y probado las cuatro nuevas líneas telefónicas. Apenas terminó de hablar, cuando sonó la línea directa de Huth. Douglas levantó el aparato de su escritorio y dijo:
—Oficina del Standartenführer Huth. Habla el detective inspector Archer.
—Archer… Ah, magnífico. Habla el general Kellerman. ¿Está el Standartenführer con usted? —Douglas miró su reloj. Era sorprendente que Kellerman llamase a esa hora. No se destacaba por dedicar largas horas al trabajo.
—Está en el salón de conferencias número tres, general —repuso.
—Sí, entiendo que sí. —Luego de una larga pausa, Kellerman prosiguió—: Desgraciadamente dio orden de que no se le pasaran llamadas allá. Esto no se aplica a mi persona, desde luego, pero no quiero crearle demasiadas dificultades a la operadora y parecería que el teléfono del salón de conferencias no funcionase bien.
Era obvio que Huth había dado a la operadora el consabido «órdenes del Reichsführer» y luego dejado el teléfono descolgado. Con todo, convenía ayudar como fuera al general a no sentirse humillado.
—Seguramente no funciona porque el personal de transmisiones estuvo cambiando las líneas —dijo el general.
—¿Qué? —dijo Kellerman. Su voz fue un chillido lleno de alarma—. ¿A esta hora de la noche? ¿Qué quiere decir? —De inmediato pasó a hablar en alemán con un tono más autoritario—. Dígame. ¿Qué significa esto de cambiar líneas en mi despacho? Explíqueme lo que sucede. ¡Inmediatamente!
—Simples cambios de rutina, general —contestó Douglas—. El Standartenführer quiso que nos instalaran a Woods y a mí en la oficina administrativa contigua a su despacho. Esto significa la instalación de líneas adicionales para nosotros y traer nuestra línea externa hasta aquí… Es habitual conservar el mismo número externo durante el curso de una investigación… a causa de los informantes y otros.
De algún punto junto al codo del general se oyó un murmullo petulante y quejumbroso. Era una voz joven y femenina, que no se asemejaba en nada, según pudo apreciar Douglas, a la de la mujer del general, quien había volado, además desde Croydon hasta Breslau a visitar a su madre la semana anterior.
—Ah, dice que es algo de rutina —dijo Kellerman muy apresurado—. En tal caso, todo está en orden. —Con el teléfono tapado con una mano, esperó un instante antes de proseguir—. ¿Estuvo con el Standartenführer esta noche?
—Sí, señor.
—¿Cuál es el problema, exactamente, inspector? No llegó al Savoy, ¿sabe?
—El Standartenführer tiene muchísimo trabajo urgente que realizar, general.
En aquel momento entró Huth en el cuarto. Fijó la mirada en Harry, quien estaba apoyado en el escritorio con los ojos cerrados Luego miró a Douglas y levantó las cejas con un gesto de malicia.
Por el teléfono, Kellerman preguntó:
—¿Cree que debería ir allá, inspector? Puedo contar con un funcionario leal y concienzudo como usted para juzgar la situación.
Huth se había acercado a su escritorio y estaba ahora con la cabeza muy inclinada, junto al auricular del teléfono.
—Estoy seguro de que el general… —Huth intentó apoderarse del aparato, pero Douglas se aferró a él lo suficiente para decir:
—El Standartenführer acaba de entrar, señor.
Huth tomó el teléfono, se aclaró la garganta y dijo:
—Habla Huth, general Kellerman. ¿Qué desea?
—Estoy encantado de localizarle por fin, estimado Huth. Quería decirle que…
Huth interrumpió las efusivas palabras de Kellerman.
—Usted está en una casa agradable y cálida, general, con una cama grande y cálida, con una mujer bonita y cálida. Quédese con todo eso y déjeme proseguir mi trabajo sin interrupciones.
—Ocurrió que mi operadora no podía conseguir… —El teléfono hizo un ruido seco al depositarlo Huth en su soporte.
Huth miró a Douglas.
—¿Quién le dio permiso para discutir los asuntos de esta oficina con un extraño?
—Pero era el general Kellerman…
—¿Cómo sabe quién era? Era sólo una voz en el teléfono. Tengo información fidedigna de que sus amigos borrachos como éste… —dijo, señalando con el pulgar el punto donde estaba Harry Woods, parpadeando— son capaces de hacer una imitación bastante aceptable del inglés del general Kellerman.
Nadie dijo nada. La intención expresada por Harry Woods de reconvenir a Huth por la falta de decoro que implicaba haber llevado al mayorcito a la morgue quedó postergada para mejor oportunidad.
Huth arrojó la gorra a la percha detrás de la puerta y se sentó.
—Se lo dije ya, y vuelvo a repetírselo por última vez. No debe discutir las actividades de esta oficina con absolutamente nadie. Desde el punto de vista teórico, puede hablar con toda libertad con el Reichsführer-SS Heinrich Himmler. —Huth se inclinó hacia delante y con el bastoncito tocó a Douglas con un gesto juguetón—. ¿Sabe quién es, sargento? ¿Heinrich Himmler?
—Sí —gruñó Harry.
—Pero es sólo en teoría. En la práctica no le dirá nada, a menos que yo esté presente. O que yo me muera y ustedes se hayan convencido a su entera satisfacción de que estoy muerto. ¿Comprendido?
—Sí —se apresuró a decir Douglas, temeroso de que la reacción de Harry Woods le llevase a atacar físicamente a Huth, quien en aquel momento batía el aire con su bastoncito.
—Toda infracción a estas disposiciones —dijo Huth— es no solamente un delito grave, bajo la sección 134 del Orden del Día del Comandante en Jefe de Gran Bretaña, cuya pena es el pelotón de fusilamiento, sino además un delito capital bajo la Sección 11 de las propias Autoridades de Emergencia de ustedes (Ocupación Alemana), Ley de 1941, por el cual se cuelga a los culpables en la prisión de Wandsworth.
—¿Cuál de los dos tendría prioridad? ¿El fusilamiento o la horca? —preguntó Douglas.
—Siempre debemos dejar algo en manos de la decisión del jurado —repuso Huth.