Capítulo quince

Douglas se encontró en el automóvil con Barbara Barga antes de que hubiesen cambiado nada más que un breve saludo y un circunspecto abrazo. Barbara no estaba ebria, ni siquiera «bajo la influencia» de la bebida, como lo habría definido un tribunal inglés, sino serena, y como un gato, con tendencia a sonreír con chistes privados que no compartía.

—Qué buena fiesta, ¿no?

—Las fiestas como ésa son un gusto adquirido.

—En tal caso, yo lo he adquirido —dijo ella—. Hasta el momento en que nos fuimos, los camareros estaban entrando cajones de Moét Chandon y esas latas de una libra de caviar de Beluga. Qué estilo tiene esa gente.

—Es como decir que Al Capone tenía estilo.

—Pero, querido, lo dije. Hace un año o más escribí un artículo en dos partes para el Saturday Evening Post. Localicé a dos reyes de la cerveza en Gary, Indiana, junto a la línea divisoria con Chicago en Illinois y en una época, refugio de los criminales, y estos dos hombres me proporcionaron una historia sensacional. Y dije que Capone tenía estilo… lo dije, realmente.

Al decir esto, Barbara tiró de la manga de Douglas, como si estuviese empeñada en que él comprendiese y le creyese, actitud frecuente cuando se ha bebido un poco.

Douglas miró por la ventanilla. No le agradaba que Garin y Shetland hubiesen habilitado un servicio de automóviles para sus invitados ni tampoco la influencia que revelaba el hecho de que los vehículos tuviesen tarjetas en el parabrisas, la de «Servicios Esenciales» que les permitía desobedecer el toque de queda. Y no le agradaba, en fin, haber tenido que cambiar de opinión respecto de Garin y Shetland —colaboradores, sinvergüenzas, bandidos— para aceptar el hecho de que eran respetados y admirados por hombres como Mayhew y sir Robert y por su viejo amigo Bernard. Le costó bastante trabajo llegar a dominar este resentimiento. Oír a Barbara elogiar la fiesta no contribuyó mucho a disiparlo, por otra parte.

—No te enojes —le dijo ella, tendiéndole una mano desde su rincón del mullido asiento tapizado en cuero—. No dejemos que Al Capone se interponga entre nosotros.

—Perdóname —dijo Douglas. Se volvió hacia ella en el instante en que se inclinaba hacia adelante y ambos chocaron.

—¡Ay! —exclamó Barbara, frotándose la nariz. El contacto súbito e inesperado reavivó en Douglas una sensación de deseo, torpeza, ardor y desesperación que no recordaba haber sentido desde sus primeros amores de adolescente.

El automóvil se dirigía hacia Belgrave.

—No vamos en dirección a Dorchester —señaló.

—¿Tienes que ser policía las veinticuatro horas del día? Alquilé una casita cerca de Belgrave Square. Es de una amiga que volvió a Missouri por tres meses y no quería dejarla desocupada. ¿Sabes que tuvieron catorce robos en tres meses en esa callecita cortada?

—Bien, no me consideres personalmente responsable por todos los crímenes que se registran en Londres —respondió Douglas con una total falta de tacto. Siempre había actuado así cuando era joven. Las mujeres a quienes más deseaba eran las que ofendía y con ellas actuaba más como un tonto que con otras.

—Me gustaría invitarte a tomar algo —le dijo Barbara—, pero nos pidieron a todos que devolviéramos los automóviles lo más pronto posible para uso de otros invitados.

Douglas se inclinó delante de ella y abrió la puerta desde dentro antes de que lo hiciera el conductor.

—No hay problema —dijo—. ¡No baje, conductor! Yo pediré un coche a Scotland Yard. —Dicho esto, bajó detrás de Barbara.

—Mi empleada asistente de investigación de datos me dice que tener acceso a un coche en Londres es un indicio de gozar de favor… Debes ser alguien importante en Scotland Yard. —Barbara sacó las llaves de la cartera.

—Todos viven diciéndome que soy importante —dijo Douglas. Se quedó mirando la diminuta casita en la calle cortada, una vivienda transformada de una caballeriza, con patio adoquinado y hiedra en las paredes. Unos años antes habrían sido consideradas como viviendas apropiadas tan sólo para cocheros o chóferes. Ahora, con las cocheras convertidas en salas de estar, estas casitas eran de una gran elegancia.

Cuando entraron Barbara encendió las luces, una por una. Douglas admiró la madera y los paneles, todos ellos confeccionados con una artesanía que desaparecía cada vez con mayor rapidez, y también el moblaje. No era de su gusto: enormes jarrones chinos transformados en lámparas de mesa, moqueta blanca en el piso y una alfombra persa colgada en la pared. No cabía negar, en cambio, que era un ambiente muy confortable.

—¿En qué trabaja tu amiga de Missouri? —preguntó—. ¿Dirige un fumadero de opio?

—Qué maldad infernal —dijo ella con gran amabilidad.

—La verdad es que esto es muy lujoso —Douglas se quitó el abrigo. Ella tenía puesto aún su abrigo y ahora se levantó el cuello de piel.

—¿Conoces el origen de la palabra inglesa mews, para describir estos pasajes y casitas para cocheros? —preguntó y siguió hablando antes de que él malograse el placer obvio que sentía en decírselo—. Significa «jaula para halcones». En épocas pasadas el Mews era el lugar donde se guardaban las aves de presa para los cazadores reales.

—No lo sabía —dijo Douglas.

Barbara sonrió. Por un instante Douglas vio en ella a la niñita que había sido alguna vez, llena de orgullo y alegría ante una palabra de elogio. Le encantaba esa niñita y también la mujer inteligente y hermosa en que se había convertido. Por primera vez, osó imaginar que quizá ella sintiera la misma atracción hacia él.

No quiso pensar más en ello, sino que volviéndose, se dedicó a inspeccionar los libros en la biblioteca, obligándose a leer los títulos y a desechar toda otra idea de la mente. Encyclopaedia Britannica, decimocuarta edición, cuatro guías de Londres, una de ellas con el lomo roto, un gran catálogo del comercio de ventas por correspondencia de Estados Unidos, Sears Roebuck, con más de una docena de marcadores visibles entre las páginas, una guía telefónica de Manhattan, un atlas pequeño y un diccionario inglés de bolsillo, con su compañero idéntico, pero en alemán. Sentía que ella estaba mirándole, pero no se volvió. Vio la máquina de escribir sobre una mesita junto al fuego. Junto a ella había una pila usada hasta la mitad de papel cebolla, debajo de una cámara Rolleiflex, un pote de crema facial y unas cuantas horquillas. El canasto de papeles usados estaba lleno hasta la mitad de hojas de papel de escribir estrujadas.

—¿Fósforos? —Douglas se acercó a ayudarla.

—Vosotros los ingleses no sentís frío, ¿no? —Estaban muy cerca el uno del otro, agazapados junto a la chimenea. Douglas sentía casi la tibieza del cuerpo de ella. Estaba mirándole, tratando, quizá, de determinar por qué no sentía frío. Por fin se levantó y se alejó de él—. Aquí no tenemos calefacción —dijo.

Douglas sabía que aludía a la calefacción central y sonrió. Hizo girar la llave y encendió el fuego de gas. Se oyó un fuerte ruido cuando ardió. Douglas se puso de pie.

—En mi país —dijo ella con animación— hasta el obrero manual aspira a algo mejor que un piso sin ascensor y sin agua caliente, con calefacción en un punto fijo. —Después de dar un paso hacia atrás, se quedó muy quieta. Por un instante Douglas tuvo el impulso de abrazarla pero ella se estremeció y se volvió, desapareciendo por la puerta de vaivén de la cocina.

Douglas fue detrás.

—Es el inconveniente de las guerras —comentó.

—Tú lo has dicho. Estuve en Cataluña y en Madrid. Es siempre así, te lo aseguro. Camisas negras, camisas rojas, camisas pardas: los mismos canallas tratando de apoderarse del mundo. He visto el mismo tipo de políticos con ojos llenos de codicia desde el Chaco hasta Addis Abeba.

—Suenan como bastantes guerras.

—Tenía dieciocho años cuando mi diario me envió al Paraguay a cubrir la contienda del Chaco. Desde entonces he mandado artículos desde China, Etiopía, España y el año pasado estuve en Abbeville cuando llegaron las divisiones Panzer alemanas.

—Oficio extraño para una mujer.

—No seas un inglés anticuado —dijo ella, y abrió el grifo. Los caños chillaron y el metal repiqueteó mientras Barbara llenaba la cafetera italiana. Luego sacó una lata de café del armario—. Tengo café de verdad —anunció—. ¿Qué opinas de probar un poco, inspector?

—¿Fuiste a cubrir una guerra cuando tenías sólo dieciocho años? —insistió Douglas—. ¿Qué dijo tu padre?

—Era dueño del diario.

Barbara levantó la vista y le sonrió. Douglas la miró a su vez, con gran calma. Hasta ese momento, todo se había reducido a un simple flirteo o, por lo menos, prometía ser un episodio sin importancia. No sería la primera vez que Barbara sedujera a un funcionario con influencia, en un país destrozado por la guerra, para lograr algo en su trabajo. En este caso, no obstante, la situación se había invertido. Comenzaba a gustarle muchísimo el policía inglés caballeresco y la forma en que le gustaba era algo que no podía controlar del todo.

Ensayó todas las tácticas que le habían dado tanto resultado otras veces. Recordó todos los amantes extranjeros odiosos y egoístas que había tenido. Se concentró en el recuerdo de la última época de su matrimonio fracasado, en el dolor de la ruptura, en la amargura del divorcio. Era inútil. Este hombre era distinto.

—¿Azúcar, inspector? —O quizá se sentía más vulnerable, más sola en esta ciudad abandonada y melancólica que nunca en otras ocasiones…

—Douglas —le corrigió él—. La gente me llama Douglas ahora. Es todo parte de este nuevo estilo de informalidad que según los diarios es consecuencia de la guerra. —Al abrirle él la lata de café, los dedos de ambos se rozaron y ella se estremeció.

—Douglas, ¿eh? Creo que me gusta más que «inspector». —Estaba echando café en la parte superior de la cafetera. Después de ajustarle la tapa, la puso en el fuego, pero no se volvió, a pesar de sentir sobre sí los ojos de Douglas.

Con gran prisa volvió a hablar.

—Y ahora, espero que no me hagas un hábil interrogatorio sobre el tipo de negocio de mercado negro que hice para obtener café, ¿eh?

—Entiendo que la Embajada de los Estados Unidos ha dispuesto que se distribuyan raciones entre los residentes en Londres.

—Hablaba en broma —dijo Barbara—. Sí, lo obtuve en la Embajada. —Se dedicó entonces a hacer diversas cosas en la cocina. Preparó una bandeja con sus tazas más bonitas, cucharillas de plata y azucarera. Llenó una jarrita con leche condensada de una lata—. Trae esa botella de coñac y las copas —dijo, levantando la bandeja—. Me matará el invierno en Londres si no encuentro la manera de calentarme.

—En esto sí que podría ayudarte.

El cuarto a donde Barbara se dirigió con la bandeja había sido el establo de la elegante mansión cuyos fondos lindaban con esta pequeña construcción. Se habían recubierto los pisos de piedra con tablones de madera, pero aun con la protección de las alfombras de pared a pared, no había suficiente aislamiento contra el frío. Barbara puso la bandeja tan cerca del fuego como era posible. Seguidamente sacó unos almohadones del sofá y los puso en el suelo junto a la bandeja. Se sentaron cerca del fuego y Douglas sirvió coñac para ambos. Bebió el suyo en pequeños sorbos, pero Barbara lo apuró de un solo trago.

—No pienses mal de mí —le explicó—. Estoy congelada. —Para probarlo apoyó una mano fría en la mejilla de Douglas. Douglas extendió su propia mano y apagó la lámpara a sus espaldas—. Ahora sí que estamos cómodos —dijo ella, pero era difícil determinar si lo dijo con sarcasmo. Tal vez ella misma no lo sabía. El cuarto estaba ahora iluminado tan sólo por el resplandor rojizo del fuego de gas y el único ruido era el que hacía al brotar, aparte de otros inesperados al pasar burbujas de aire por las cañerías. Douglas rodeó a Barbara con su brazo.

—Se derramará el café —dijo la joven, y trató de levantarse.

—Apagué el fuego.

—Pensar que iba a servirte lo que quedaba de mi ración —dijo Barbara, pero no terminó de hablar, pues el beso y el abrazo de Douglas eran insistentes. Durante largo rato permanecieron quietos y mudos—. ¿Tan obvio era? —preguntó Barbara por fin. En algún punto, en lo más profundo de su mente, un hombrecito seguía agitando una bandera que señalaba peligro.

—No hables —le dijo Douglas.

—Buen consejo de policía. Me entrego a la merced del tribunal.

Al besarse otra vez, se dejaron caer en los mullidos almohadones. La luz roja y cruda iluminaba la piel de Barbara hasta darle el aspecto de metal fundido. Tenía el pelo en desorden y los ojos cerrados. Douglas le desprendió los botoncitos del vestido.

—No me rompas nada —murmuró la muchacha—. Puede que nunca en mi vida vuelva a conseguir otro modelo de París.

Desde la cocina les llegó el ruido del café al hervir y derramarse, pero si lo oyeron, no dieron señales de ello.