Capítulo treinta y seis
La Torre de Londres. Douglas percibía el gusto de la niebla. El hollín que contenía se le metía en las fosas nasales y se le secaba en los labios. Aún a las diez de la mañana, la visibilidad estaba reducida a unos pocos metros. Aquí, junto a London River, la velocidad de la ambulancia era la de un caracol. En Tower Hill, los soldados del primer puesto de control habían marcado su posición con antorchas. Seis llamas abrían un túnel amarillo a través de las nubes verdosas que se arremolinaban. Detrás de ellos, la Torre no era más que una silueta gris pintada contra la niebla blanda.
Sólo cuando el viento agitaba el río podían ver las hileras de luces amarillas que señalaban el aparejo del crucero liviano Emden, anclado en la orilla más alejada del puente.
—Qué buen día eligieron —comentó Harry Woods—. Seguramente oyeron el pronóstico del tiempo anoche, antes de que Hesse viniese a vernos. —Cuando se aproximaban al segundo perímetro de centinelas, bajó la ventanilla.
Un oficial salió con rapidez de la casilla de guardia y apoyó un pie en el guardabarros. Con un pañuelo apretado contra la nariz, estornudó y luego dijo:
—Maldito país. No sirve para la vida humana.
En las presillas, sobre los hombros, sus estrellas de teniente llevaban además las serpientes del cuerpo de veterinarios.
—Siga derecho —indicó—. Pase el puente levadizo y pase delante de las torres. Hablaré con cualquiera que nos detenga.
El hombre se aferró al espejo retrovisor lateral mientras Douglas maniobraba con la ambulancia entre los angostos espacios del «Outer Ward», rodeando la muralla de la torre de Wakefield, dejando atrás la llamada Sangrienta y hasta el «Inner Ward» donde, como un vasto escollo de piedra de Caen, la Torre Blanca se veía decapitada por la niebla. Siguió la hilera de faroles callejeros cuyas llamas de gas se destacaban con su resplandor. Un par de cuervos, alarmados por la ambulancia, marcharon como ebrios por su camino y se alejaron aleteando ruidosamente. La ambulancia rodeó luego el macizo «Keep» y se detuvo delante de la Capilla.
—Esperen —dijo el pequeño oficial alemán, y bajando del guardabarros, desapareció en la semioscuridad, tosiendo y estornudando al avanzar hacia el patio de la Torre, donde por poco tropezó con el cartel que decía «No pisar el césped».
Aquella niebla espesa como una sopa de guisantes, al decir de los londinenses, había provocado un silencio que no era natural. La actividad aérea, casi incesante desde los comienzos de la ley marcial, había cesado de pronto, pues los aviones de vigilancia estaban en tierra a causa de la niebla. El rezongar de un camión pesado que atravesaba el puente en primera se alejó poco a poco y reinó otra vez un silencio absoluto.
—Da miedo, ¿no? —dijo Harry.
Douglas miró el anuncio en caracteres pintados. Decía, en alemán: «King’s House. Aquí pasó la noche Ana Bolena la noche antes de su ejecución y también fue interrogado Guy Fawkes antes de confesar y ser luego juzgado en Westminster Hall». Douglas hizo un gesto, pero no repuso[4] al comentario de Harry.
Desde la Torre Blanca se oyó de pronto ruido de pasos. Alguien con un marcado acento de Silesia dijo que hacía frío y otro se echó a reír como si apreciara el chiste.
—Aquí vienen —dijo Harry.
La ambulancia blanca era casi invisible en la niebla y los hombres estuvieron a punto de chocar con ella. Eran cinco. Abrían la marcha dos tenientes que calzaban botas; detrás de ellos, flanqueado por dos acólitos sonrientes, venía un Gauleiter suplente de la Deutsche Arbeitsfront, el movimiento sindical nazi.
El sastre había tratado de disimularle el abdomen prominente y las gordas caderas bajo un abrigo magnífico, con solapas de color e insignias doradas, pero no había logrado nada contra la manera de caminar poco militar, las joviales maldiciones y la risa grosera.
—¡Qué diablos! ¡Una ambulancia! ¿Debo sentarme junto al conductor o bien tenderme en la camilla? —El Gauleiter suplente rió en voz muy alta, tosió y escupió—. ¡Esta maldita niebla se mete en la garganta!
Los dos funcionarios de la DAF dejaron de reír ante el chiste lo suficiente para hacerse eco de la queja sobre la niebla.
—Su automóvil está aquí, señor —dijo con frialdad el Leutnant de caballería.
—Usted conoce bien la historia, teniente —señaló el Gauleiter, volviéndose hacia el segundo de los oficiales del ejército que conducían al grupo—. Todas esas historias sobre sir Walter Raleigh y lady Jane Grey… Le juro que usted sabe darles vida. —Golpeando al oficial en el pecho, añadió—: Y sir Tomás Moro siempre fue uno de mis héroes…
—Sí, señor —dijo el oficial.
Douglas y Harry Woods vieron partir a los hombres de la DAF en el tipo de Rolls Royce utilizado solamente para los visitantes de importancia. Sin advertir que le oían, uno de los oficiales del ejército murmuró entre dientes:
—Funcionarios del Ministerio de Agricultura, comisionado de Servicios de Salud, subdirectora de la Liga Femenina, jefe de Estado Mayor de la Liga Deportiva del Reich… y ahora estos cerdos de la DAF. Se suponía que esto era una prisión de máxima seguridad para el rey de Inglaterra, no un circo.
El segundo de los oficiales habló en voz más baja y resultó difícil oír lo que decía.
—Paciencia, Klaus, hay un método en todo esto, créeme.
—¿Método…? ¿Qué motivo puede haber en todo esto?
—Tengo una botella de schnapps en mi cuarto, Klaus. ¿Qué opinas de romper el hábito de toda una vida y beber antes de almorzar?
—¿Qué quiso decir ese cerdo nazi… que sir Tomás Moro siempre fue uno de sus héroes? Tomás Moro era un sabio, un humanista que desafió la tiranía.
—Cálmate, Klaus. Nuestras órdenes son que debemos estar de regreso en nuestros puestos a la diez y media y nos quedan muy pocos minutos.
—¿Por qué de regreso en nuestros puestos?
—No nos corresponde cuestionar órdenes. Como dijo Tennyson, «Hacer o morir». Y al Valle de la Muerte cabalgaron los seiscientos —citó el oficial, no con mucha exactitud ni con muy buen acento.
—Qué bien conoces la historia inglesa —dijo su amigo, imitando el pesado acento de Silesia del Gauleiter suplente—. Maldición, usted sabe darles vida, se lo juro.
Eran las diez y cuarenta cuando el teniente veterinario volvió junto a Douglas y Harry Woods, empujando un sillón de ruedas de madera. En él iba sentada una figura inmóvil y silenciosa, algo encorvada, con la vista fija en las manos enguantadas y entrelazadas sobre las rodillas. Vestía una bata ordinaria con cuadros escoceses, bajo la cual se veía un jersey marrón con cuello redondo, pantalones de franela gris y zapatos gastados. En la cabeza tenía puesto uno de los cascos tejidos en lana de color oliva, tan populares entre los soldados británicos durante el primer invierno, al comenzar la guerra.
Harry Woods abrió las dos puertas de atrás de la ambulancia. Douglas esperaba, listo para ayudar al rey a trepar el escalón plegable.
—Tendrán que ayudarle —advirtió el oficial veterinario.
Cuando el rey miró a los dos hombres, apenas movió la cabeza. Fue una ojeada brevísima y permaneció callado.
—Le ayudaremos, señor —dijo Douglas.
Harry Woods se inclinó y levantó al rey con el mismo cuidado con que una madre podría haber levantado en sus brazos a un niñito. Se metió luego con él en la ambulancia y lo tendió en la camilla que había allí.
—Asegúrelo —le dijo el teniente veterinario—. Está totalmente extenuado. Uno de ellos debe viajar atrás con él.
—Me quedaré yo —afirmó Harry.
—¿Se siente bien, señor? —preguntó Douglas con aprensión. No sabía si debería dirigirse a él como «Su Majestad».
El rey hizo apenas un gesto afirmativo y movió los labios, como si quisiese hablar. Douglas esperó, pero como el rey no hablase, finalmente, hizo un gesto a Harry y cerró las puertas de atrás.
—Los llevaré hasta el perímetro exterior —anunció el teniente—. A partir de ese punto pasa a ser responsabilidad de ustedes.
—Muy bien —dijo Douglas.
El teniente se sonó ruidosamente la nariz.
—¿Está drogado? —preguntó Douglas.
—Está enfermo —repuso el teniente—. ¡Muy enfermo! —añadió antes de volver a sonarse. Cuando la ambulancia entró en South Thames Street, bajó del estribo y se despidió de ellos con un gruñido.
Estaban en Lombard Street y se dirigían a Cheapside cuando tuvieron la primera dificultad. La ventanilla de comunicación, detrás de la cabeza de Douglas, se abrió bruscamente y oyó decir a Harry:
—¿Quiere que conduzca yo, Doug?
—Es la llave de contacto —respondió Douglas—. Pierdo fuerza cuando presiono el acelerador.
La ambulancia avanzaba con lentitud y pasó delante del Banco de Inglaterra, cuyos centinelas armados eran apenas visibles en medio de la sombría niebla. No funcionaban las luces de tránsito y lo dirigía un agente, una silueta oscura que se veía sólo merced a la antorcha que ardía a su lado. El agente les indicó que prosiguieran y llegaron hasta la catedral de San Pablo antes de que el motor volviese a detenerse. Volvió a arrancar, no obstante, al cabo de un par de intentos.
—¿Sabes algo de motores, Harry?
—Puede que veamos un garaje —contestó Harry.
Frente al cuadrángulo de San Pablo había cuatro automóviles y un camión abandonados en medio de la niebla. Se acercó a la ambulancia un policía uniformado.
—No puede dejarla aquí, señor —dijo. Tenía ese modo de hablar brusco del que suelen sufrir a menudo los agentes muy jóvenes—. Esto es un Schnellstrasse. No se permite estacionar ni detenerse en ninguna circunstancia. —El agente miró la chapa de registro, resopló y miró fijamente a Douglas.
—Pasa algo con el arranque —dijo Douglas—. ¿Puede indicarme algún garaje que lo arregle? —A sus espaldas oyó toser al rey.
—No conseguirán que le hagan esa reparación hoy —señaló el agente—. ¿No se da cuenta de que esta niebla ha paralizado todo? —Miró luego la ambulancia y con una mano enguantada limpió el vapor condensado en el parabrisas—. Consiga que su gente le envíe un mecánico.
—¿Puedo dejarla aquí mientras llamo por teléfono?
—No se haga el tonto conmigo, ¿eh? —dijo el policía. En este punto había decidido que los conductores de ambulancia no merecían trato preferencial—. Se lo dije una vez, y si tengo que repetírselo, le detendré. ¿Comprende? ¡Vamos, en marcha! —Douglas tragó saliva de rabia. Con un gesto mudo, reanudó la marcha.
—Qué muchachito desagradable, ¿no? —comentó Harry en voz baja cuando se alejaron.
—Nunca me gustaron los agentes de policía —afirmó Douglas—. ¿Cómo está…?
Antes de que Douglas pensase en la forma de aludir al rey, Harry dijo:
—Sigue igual. No ha dicho una palabra. Tal vez se haya dormido.
—¿Podría meterlo en un taxi?
—Los taxistas se quedan en casa con este tiempo —dijo Harry—. Les llevaría todo un día recoger un solo pasajero.
Douglas hizo un gesto con la cabeza. Harry tenía razón, sin duda. No había visto un solo taxi.
—Llamaré por teléfono a Barbara —dijo.
Encontraron una cabina telefónica en Fleet Street. Barbara había salido. Contestó a la llamada el limpiacristales y ofreció dar el recado, pero Douglas dijo que llamaría más tarde.
Telefoneó entonces a la oficina del Comisionado General de Administración y Justicia, lo que en una época había sido el Ministerio del Interior. Sir Robert Benson estaba en una reunión, pero su secretario mostró no sólo buena disposición, sino aun ansiedad por ayudar, una vez que Douglas se hubo identificado.
Sir Robert no volvería hasta después del almuerzo, según indicaba su agenda.
Douglas le dijo que era algo muy urgente y después de titubear, el hombre reveló que sir Robert estaba almorzando en el Reform Club.
—Iremos allá —dijo Douglas a Harry cuando volvió a la ambulancia—. Creo que puedo llevar esto hasta Pall Mall.
—La niebla es más espesa ahora —observó Harry—. Podría durar días.
—¿Está seguro de que no tiene el nombre de la gente de Barnet?
—Seguro.
Se metió dentro de la ambulancia para mirar al rey. Estaba sentado en la camilla con una manta gris sobre los hombros y una expresión impasible.
—¿Se siente bien, majestad? —le preguntó Douglas.
El rey le miró, pero no repuso.
—Seguramente fue la bomba que dio en el palacio poco antes del final —susurró Harry—. Hubo rumores entonces de que el rey estaba gravemente herido. ¿Recuerda?
—¿Piensa usted que ha estado como ahora todo el tiempo?
—He visto muchos casos parecidos —dijo Harry—. Es la conmoción, los efectos de la explosión, que destruyen sin dejar una marca en el cadáver. O bien son capaces de abotargar la mente y dejar el cerebro reblandecido. —Douglas se volvió, preocupado porque el rey pudiese haber oído.
—¿Cree que se recuperará?
—Dios sabe, Douglas. Pero ¿imagina el efecto que podría causar en Washington en su estado actual?
—No he podido pensar en otra cosa.
—En serio, ¿puede llevar esta maldita ambulancia hasta Pall Mall?
—Lo intentaré —contestó Douglas; y como para darle ánimos, el motor funcionó con la primera tentativa y avanzó penosamente por el Strand. Durante varios minutos marchó sin tropiezos, pero antes de que los dos hombres llegasen a expresar la esperanza de alcanzar el punto de destino previsto, Barnet, la ambulancia volvió a detenerse. Estaban frente al teatro Adelphi cuando por fin ocurrió esto. No respondía a la llave de arranque. En la caja de herramientas, sobre el guardabarros, había sólo un trapo grasiento y una manivela para poner en marcha el motor por delante. Harry la tomó e intentó repetidamente utilizarla, pero sin resultado. Sin aliento y con el rostro congestionado, volvió a arrojar la manivela dentro de la caja de herramientas. Mientras se limpiaba las manos en el trapo, lanzó una maldición.
—¿Qué haremos? —preguntó, con una mano en el pecho y respirando afanosamente.
—Hay un sillón de ruedas plegable atrás —dijo Douglas—. Yo preferiría que lo llevemos con nosotros.
—¡Jesús!
—Nadie lo reconocerá en la calle. Londres está lleno de enfermos e inválidos.
No había alternativa y Harry no tenía aliento para discutir. Con dificultad colocaron al rey en el sillón de ruedas. Algunos miraron a los tres hombres con cierto interés, pero tan pronto como vieron la puerta del escenario del teatro próximo, no pensaron más en ello.
Lo llevaron en medio de la niebla, cortando por Trafalgar Square en dirección al enorme edificio del Reform Club.
—Espere aquí con él —dijo Douglas a Harry. La niebla se introducía en los pulmones del rey y le provocaba una tos intensísima.
Había estado antes en este Club. Preguntó al portero por sir Robert y casi inmediatamente lo vio, de pie en el centro del extraño patio techado que es característico del antiguo edificio.
El portero se acercó a sir Robert y anunció al visitante. Sir Robert se apartó de su compañero.
—Archer. Qué gusto. —Su voz era suave y baja, una combinación de gruñido y susurro. Era típico de él formular un saludo que era imposible calificar como de bienvenida o de rechazo, de sorpresa o de cortés aceptación de una llegada puntual, de amistad íntima o de relación casual.
—Lamento molestarle, sir Robert.
—De ningún modo. Creo que conoce a Webster. Es el nuevo subsecretario.
—Felicitaciones —le dijo Douglas. Webster era un hombre de aspecto frágil y mirada llena de fatiga, con una sonrisa débil. Costaba atribuirle el tipo de determinación que era necesario desplegar para salvar semejantes obstáculos. Para un funcionario del Servicio Civil, ser subsecretario es equivalente a debutar como primer actor.
—¿Estuvo usted en New College, Archer? —le preguntó sir Robert.
—En Christ Church —dijo Douglas.
—Webster estuvo en New.
—Ambos sonrieron, pues había una creencia muy generalizada de que los mejores miembros del Servicio Civil provenían de New College en Oxford.
—¿Quiere beber jerez? —le invitó Webster.
Douglas ardía de impaciencia —de preocupación por Harry, esperando afuera con el rey—, pero como Webster estaba festejando su nombramiento, no había forma de rechazar la invitación a beber. Un camarero esperaba órdenes.
—Tres copas de jerez seco —dijo Webster.
—Esto es muy urgente, sir Robert.
—Siempre hay tiempo para una copa de jerez —dijo sir Robert; y volviéndose hacia Webster, añadió—: Archer ha colaborado conmigo en cuestiones relacionadas con la policía, de vez en cuando. —Recordó Douglas que en una única ocasión se le había solicitado que preparase material para un debate parlamentario, pero el hecho bastaba para explicar su presencia allí.
Con gran cortesía, Webster les dio la oportunidad de conversar a solas.
—En tal caso —dijo—, permítanme que hable unas palabras con el secretario del club, mientras ustedes conversan. Me ahorrará tiempo después de almorzar.
Sir Robert sonrió, en apariencia indiferente a la impaciencia de Douglas. Llegaron las copas de jerez y se cambiaron felicitaciones. Cuando Webster se alejó, sir Robert llevó a Douglas a uno de los bancos tapizados en cuero junto a una pared.
Douglas miró con cautela a su alrededor para asegurarse de que nadie le oyese.
—Se trata del rey, sir Robert —susurró.
Sir Robert no dijo nada, sino que sorbió su jerez con una calma que no contribuyó a tranquilizar a Douglas, sino por el contrario, le dio la sensación de que él mismo estaba actuando mal, interfiriendo en algo.
—Lo sacamos de la Torre, según se dispuso —susurró disculpándose—. Pero tenemos dificultades con el motor. Necesitamos otro vehículo.
—¿Y ahora? —preguntó sir Robert, muy tranquilo.
—Está aquí.
—¿En el Club? —La voz ronca se elevó una fracción sobre el susurro habitual.
—Afuera, en la calle.
Sir Robert frunció las cejas espesas y bebió su jerez. Douglas no pudo menos que advertir que la bebida tembló en la mano de sir Robert. Apartó los ojos y vio a un grupo de hombres cerca de la entrada. El efecto de la luz al filtrarse por el techo de vidrio, muy alto sobre sus cabezas, hacía que los hombres pareciesen carentes de sombras, como en un sueño.
—Está en un sillón de ruedas —añadió Douglas—. Uno de mis hombres está con él.
—¿Está muy mal? —Sir Robert miró a su alrededor.
—Está virtualmente en estado de coma, sir Robert.
Permanecieron sentados e inmóviles. Desde algún punto, muy arriba y por encima de la niebla, llegó el ruido de un avión. El ruido se perdió antes de que sir Robert dijese nada.
—Esto explica muchas cosas. Los alemanes se han tomado mucho trabajo en mantener a Su Majestad incomunicado. —Con un gesto nervioso, el viejo metió una mano en el bolsillo de su chaqueta negra y sacó una pipa. Comenzó entonces a jugar con ella, metiendo el dedo dentro y golpeando la pipa sobre el dorso de su mano.
—No sé cómo podremos llevarlo hasta la casa, en Barnet. Tuvimos que abandonar el vehículo —dijo Douglas.
Sir Robert le miró y movió la cabeza varias veces. Mentalmente estaba calculando ya cada giro posible en la nueva situación.
—Necesitará asistencia médica —dijo y sopló la pipa, la cual hizo un ruido inesperado, casi musical.
—Creo que debe verle un médico lo más pronto posible.
—Gambito hábil —comentó sir Robert—. Nos dieron lo que queríamos, pero a la vez nos han asestado un buen golpe. —De pronto se puso a buscar en ambos bolsillos y encontró en otro su tabaquera, que sacó, para palpar el contenido. Douglas percibió el fuerte olor del tabaco. Con la diestra precisión proveniente tan sólo de un acto inconsciente, sir Robert llenó su pipa, cortó las hebras de tabaco sueltas con la uña del pulgar, la encendió e inhaló. Por último echó una bocanada de humo.
—Gente astuta, estos alemanes, ¿eh, Archer?
—Se diría que sí, sir Robert. —Hacía frío en el Club y Douglas se estremeció.
—¿Y qué hacemos ahora con él, eh? —Sir Robert se quitó la pipa de la boca para contemplar el tabaco encendido, como si lo viera por primera vez. Douglas esperó, bebiendo pequeños sorbos de jerez. Estaba asustado, sumamente asustado, pero no había manera de hacer que el viejo se apresurase.
—Unas semanas después de la llegada de los alemanes conseguí por fin servidumbre eficaz —dijo sir Robert, pensativo—. Un matrimonio, no muy joven, de gente que no bebe en absoluto. La mujer sabe cocinar platos sencillos de la cocina inglesa y el marido había sido mayordomo de un par liberal poco conocido. Tengo mucha suerte, le diré, de contar con servidores que saben trabajar bien, dados los salarios que puedo pagarles. —Sir Robert se llevó la pipa a la boca y la chupó con aire pensativo, mientras miraba a Douglas con ojos penetrantes.
Por encima del hombro de sir Robert, Douglas vio llegar al Club al general Georg von Ruff, quien entregó al portero su abrigo forrado en seda y se detuvo a limpiarse los anteojos con armazón de oro, empañados por el aire cálido. Le seguía un soldado alemán uniformado que miró alrededor antes de volver a acercarse al portero. Douglas miró hacia otro lado. Qué maldita coincidencia era que de una veintena de hombres en Londres capaces de reconocer al rey, uno de ellos hubiese llegado al Reform Club en ese momento. Pero ¿era una coincidencia? Sin duda era aquí donde von Ruff y sir Robert Benson habían arreglado los detalles de la salida del rey de la Torre. Douglas miró los fríos ojos azules de sir Robert —no parecía haber notado la llegada del general— y se preguntó si acaso el estado físico del rey era en realidad una sorpresa para él, como afirmaba.
—No estoy seguro de comprender bien —señaló—. Lo que comentó sobre sus servidores, sir Robert. No estoy seguro de comprender. —El general von Ruff pasó junto a sir Robert sin verle y se dirigió al piso alto. Desde luego, tenía que ser así. Palabras discretas en una sala privada.
—¿No? —dijo sir Robert, como si le costara creerlo; y volvió a estudiar con interés a Douglas—. Son delatores, sin duda. Que informan a los alemanes sobre todo lo que digo, escribo o hago. Sin embargo, lo discutí detenidamente con mi mujer, y decidimos que había compensaciones… —Abrió los labios para quitarse una brizna de tabaco de los dientes—. A decir verdad, Archer, cedo a algunas tentaciones de vez en cuando y me muestro indiscreto para dar al pobre diablo algo que contar a sus amos… y la mujer me plancha las camisas mejor que en cualquier lavandería.
—Quiere usted decir que no puede recibir al rey en su casa —aclaró Douglas.
Sir Robert se quitó la pipa de la boca y recurrió a un lápiz para empujar el tabaco.
—Sería arriesgado —afirmó, como si la idea se le ocurriese por primera vez—. ¿Y el coronel Mayhew?
—Está esperando en Barnet, sir Robert. No tengo manera de comunicarme con él. Bernard Staines está no sé dónde, en América del Sur.
—¿Y su majestad está fuera, en la calle, en un sillón de ruedas, dijo usted?
—Sí, sir Robert.
Sir Robert se frotó una aleta de la nariz con la pipa.
—Esto tiene un elemento de farsa, Archer, ¿no diría usted?
—No, señor, no lo diría.
Pesaroso, sir Robert hizo un gesto afirmativo.
—Mmmmm… Su posición es bien difícil. Lo veo muy bien.
Ahora comprendía Douglas cómo había escalado sir Robert tan elevadas posiciones en el Servicio Civil. No daba órdenes ni instrucciones, sino que simplemente colocaba a uno en la situación de tener que hacer lo que él deseaba. Sir Robert Benson deseaba que Douglas se perdiera en la niebla empujando el sillón de ruedas con el rey y que resolviese el problema sin implicarle a él ni a ninguno de sus amigos o relaciones próximas. Además, estaba enteramente dispuesto a permanecer allí sentado, bebiendo jerez y murmurando áridos non sequiturs hasta que Douglas se levantase y se fuese. Para Douglas, la fría indiferencia del hombre ante la situación era mucho más aterradora que las maquinaciones de Huth o de Kellerman.
—¿Me permitiría usar el teléfono? —preguntó.
—¿Sabe dónde están?
—Quisiera, además, que me dé unas monedas.
—Desde luego. —Sir Robert sacó cuatro peniques y se los entregó—. Por supuesto llévelo a mi casa, si considera que vale la pena correr el riesgo —dijo.
Douglas hizo un gesto afirmativo. Sentía los peniques fríos en la mano. Sir Robert siempre saldría bien parado de toda situación. Nadie podría decir nunca que no había ofrecido todo, aun a riesgo de una segura delación a las autoridades.
—No olvidaré hacer saber al rey su oferta, sir Robert —dijo Archer.
Como si le adivinase el pensamiento, sir Robert sonrió.
—Sabe dónde están los teléfonos —repitió. Douglas se levantó y se dirigió a las cabinas.
—Barbara, habla Douglas.
—Mi amor. —La voz de Barbara era apenas un susurro.
—Tengo que ir a verte.
—¿No puede ser mañana, mi amor?
—Quiero verte ahora.
—Ahora no, mi amor. Estoy por salir.
—¿Me oyes, Barbara? Apenas me llega tu voz.
—Me espera un coche y la niebla es terrible. ¿Puedes volver a llamarme mañana?
Douglas agitó el auricular con la esperanza de oír mejor.
—Barbara. Necesito verte ahora.
—No seas mandón, querido. Quédate donde estás hasta que pase la niebla.
—Barbara, yo…
—Es mi trabajo —dijo ella. De pronto su voz se oyó más fuerte—. Tengo qué atender mi trabajo, como todo el mundo. ¡Y ahora deja de portarte como un cargoso! —Llegó el ruido ahogado del aparato al cortarse la comunicación.
Douglas se quedó inmóvil un instante, con el teléfono en la mano. No había estado preparado para este rechazo y tuvo un sentimiento de desolación.
—¿Marcha todo bien? —preguntó sir Robert cuando Douglas pasó delante de él para dirigirse a la salida.
—Sí, sir Robert —dijo Douglas. Hizo un gesto de saludo a Webster y, cuando llegó al vestíbulo, tomó su abrigo de manos del portero. Parecía saber que no se quedaría a almorzar con sir Robert. En sus largos años de servicio había aprendido a reconocer a aquellos cuyos abrigos había que preparar, pues se retiraban temprano—. Supongo que no hay probabilidades de conseguir un taxi, ¿no? —le preguntó Douglas.
—No he visto uno solo en todo el día, señor, y esto es una especie de récord para que suceda frente a la puerta de este club.
Permanecieron juntos un momento en los escalones de acceso.
—Mire a esos dos —dijo el portero, señalando hacia donde estaba Harry Woods junto a la silla de ruedas—. Pobres diablos. Pensar que debí pelear dos guerras para terminar viendo a veteranos británicos pidiendo limosna en Pall Mall.
—¿Es lo que están haciendo?
—Mire usted mismo —repuso el portero—. Claro es que son discretos, pero ya vi a un agente de policía que los reprendía y les decía que circulen.
—¿Por qué tardó tanto? —le preguntó Harry—. Tuve que soportar a un agente que me dio toda una conferencia sobre alteración del orden público y a un chico atrevido que empezó a gritar «peniques para este pobre».
—Lo siento, Harry. Pero nadie nos quiere.
—¿Qué hacemos, entonces?
—Tengo una llave del departamento de Barbara Barga. No queda muy lejos y ella va a salir. Por lo menos será un lugar donde sentarse y ver qué podemos pensar.
—¿Se siente usted bien? —preguntó Harry al rey, inclinándose sobre la silla y hablándole al oído. No hubo respuesta.
—George —dijo entonces—, te llevaremos a un lugar donde puedas calentarte las manos. —Al erguirse, Harry vio la mirada atónita de Douglas—. ¿Bien, cómo quiere que le llame? —agregó con aire defensivo—. Hasta el «señor» suena bastante raro cuando uno está inclinado sobre un hombre mal vestido en un sillón de ruedas.
—Lo empujaré un poco —señaló Douglas, tomando las manijas del sillón. Harry vio que el rey levantaba débilmente un brazo y se inclinó a escuchar lo que decía, la oreja junto a su boca. Douglas se detuvo y esperó, mientras el rey murmuraba algo inaudible y Harry hacía un gesto y le tomaba del brazo en un gesto tranquilizador. Era obvio que los dos hombres habían establecido un tipo de relación que él no compartía. Era un inválido social y a veces sentía desesperación por esa dificultad que sufría para aproximarse a nadie, fuese hombre o mujer.
—Creo que quiere decimos que denunciarán la ambulancia vacía a la policía.
—Sé que lo harán —dijo Douglas.
—¿Qué hará Kellerman? —preguntó Harry. Comenzaron a caminar en dirección a la casa de Barbara. Atravesaron Green Park, que estaba casi desierto. Allí, bajo los árboles, la niebla era tan espesa que no podían ver a más de diez metros.
—Pondrá un número dieciocho a todas las divisiones.
—¿Hacernos comparecer a todos para interrogarnos? Sería una medida un poco exagerada.
—Dirá que estaba preocupado por nuestra seguridad personal.
—¿Por qué habría de preocuparse hasta estar seguro de que no estamos, simplemente, enfermos?
—Kellerman adivinará que está sucediendo algo importante. Hasta podría llegar a adivinar que el rey ha escapado de la prisión. Tiene su guardia de honor Leibstandarten en la Torre y aun cuando el ejército los haya tenido a todos acuartelados está mañana mientras nosotros recogíamos nuestro envío, no tardarán en descubrir que algo ocurrió. La gente de la Abwehr forma parte de la conspiración, pero si tiene que salvar el pellejo, nos arrojarán a Mayhew y a nosotros a los perros, Harry.
De manera que la situación se reducía a esto, según creía Douglas. Dos policías y un rey inválido en un territorio que había dejado de pertenecerles. Perdieron el camino en medio del parque y doblaron hacia la izquierda hasta que avistaron los faroles de gas de Constitution Hill. Más lejos estaban las ruinas de Buckingham Palace. Douglas miró hacia abajo para ver si el rey daba muestras de reconocer nada, pero éste permanecía impasible. Era una figura patética, con los hombros encorvados y la cabeza inclinada hacia delante sobre las manos flacas y apretadas. Douglas recordó la última vez que le había visto, durante una visita real a Scotland Yard, poco después de haber comenzado la guerra. Recordó la visita del rey al departamento de dactiloscopia, donde se dejó tomar impresiones digitales y dejó la tarjeta allí como recuerdo. Era un hombre distinguido, con una sonrisa espontánea y una actitud llana que había resultado simpática a todos. Era difícil conciliar aquella escena con la situación en que se veían ahora. Douglas juró, no obstante, morir antes que entregar a su rey, cualquiera que fuese la lógica detrás de esa decisión.
—Habrá un puesto de control en el Arch —dijo Harry.
Dentro de Wellington Arch, en Hyde Park Comer, había una estancia para la policía metropolitana. En tiempos recientes, las patrullas del ejército la habían utilizado como puesto de control. Si Kellerman había hecho circular el aviso dieciocho, sus hombres de las SS estarían, quizá, examinando documentos de identidad.
—Daremos un rodeo —decidió Douglas—. Tomaremos una de las calles de los fondos y cortaremos hacia Curzon Street. Después cruzaremos Park Lane para entrar en Hyde Park.
—No le pasará nada —dijo Harry al oído al rey—. Douglas sabe lo que hace.
Mientras Douglas metía la llave en la cerradura de la casa de Barbara, oyeron sonar el teléfono. Douglas entró en la sala y contestó.
—¿La señorita Barga?
—No está en casa —dijo Douglas.
—¿Quién habla?
Douglas reconoció la voz.
—¿Es usted, coronel Mayhew?
—¡Archer! He estado tratando de encontrarle. Esperaba que se comunicase con la señorita Barga.
—La ambulancia…
—Entiendo. Estaré allá en cinco minutos. ¿Están todavía juntos y sanos y salvos?
—Los tres estamos aquí.
—Haré sonar tres toques cortos en la campanilla.
—Era Mayhew —dijo Douglas a Harry después de cortar la comunicación.
—Gracias a Dios —exclamó Harry. Estaba encendiendo el fuego de gas. Douglas ayudó al rey a acercarse a él y luego fue a la cocina a preparar té. No podía ocultar el placer que sentía al tocar las cosas de Barbara y al estar allí, en casa de ellos. Al ver esto Harry se mostró también contento.
—No hay nada mejor como una taza de té —dijo, y fue a preguntarle al rey—: ¿Le sirvo azúcar, majestad? —Ahora que no había peligro de que le oyesen, correspondía adoptar una manera más formal de dirigirse a él.
Mayhew había llamado desde su casa en Upper Brook Street, adonde había regresado desde Barnet en metro, cuyos servicios no parecían estar muy afectados por la niebla. No le llevó mucho tiempo llegar a las casas junto a Sloane Street. Apenas llegó, los tres hombres se retiraron a la cocina a discutir la situación, lejos de los oídos del rey.
Mayhew no hizo comentarios sobre la conversación entre Douglas y sir Robert Benson. Inclinado hacia delante, se frotaba las manos cerca de la llama de la cocina. Esperó hasta que Douglas terminó su historia, y entonces dijo:
—Seguramente encontraron la ambulancia minutos después de haberla abandonado ustedes. El agente de servicio la denunció y la comisaría se comunicó con Scotland Yard. De inmediato el general Kellerman comunicó a su vez la noticia por télex. El comunicado hablaba de una ambulancia robada, pero sin mencionar motivos, lugar ni hora. Significaba, en cambio, que la Feldgendarmerie contaba con la comunicación por escrito. A su vez la GFP y por fin la Abwehr tendrían que protegerse las espaldas.
—Es lo que quería Kellerman —comentó Douglas.
—Sí, tiene que haber adivinado lo que sucedió en realidad. Fue una brillante deducción.
—O bien tuvo un informante estratégicamente ubicado —dijo Douglas. Harry sirvió el té.
—Es verdad, no cabe eliminar esa posibilidad —admitió Mayhew—. ¿Es éste mi té? Gracia, Harry. ¿Su majestad sigue dormitando?
—Está en ese estado desde que lo fuimos a buscar —dijo Harry—. Creo que deberíamos llamar a un médico para que lo examine.
Mayhew hizo un gesto afirmativo, bebió su té y decidió relegar al rey a segundo plano.
—La verdad es —dijo— que forzaron la mano al ejército. No les quedó otra alternativa que responder a los mensajes en télex de Scotland Yard.
—¿Qué sucedió?
—Grossfahndung —respondió Mayhew—. Completo. El rey escapó esta mañana, hallaron el vehículo abandonado en el centro de Londres. Confidencial para las Divisiones, por el momento. Aunque no podrán mantener esto en secreto durante mucho tiempo.
—¿Nombres?
—Hasta ahora, no se mencionan.
—Grossfahndung —dijo Harry—. ¿Qué quiere decir?
—La categoría más completa de búsqueda —contestó Douglas—. Alerta a todas las dependencias de las fuerzas armadas, policía, unidades de seguridad, puertos, aeropuertos, policía ferroviaria, SS, campos de adiestramiento, DAF, RAD, Juventud Hitleriana, tío Tom y demás.
—Grossfahndung —repitió Harry.
—Kriegsfahndung por una hora —dijo Mayhew—. Cambió de categoría a la una y media.
—Yo estaba en el Reform Club con sir Robert.
—Bien, algo sucedió que les hizo cambiar de idea —Mayhew apuró su té caliente y se levantó—. Creo que hay que sacar a todos de aquí, incluidos nosotros. Finalmente controlarán todos los domicilios de extranjeros y éste también. Tengo el coche fuera.
—¿Cree usted que podríamos llevarnos una de las mantas de la señorita Barga? —preguntó Harry a Douglas—. Para el rey.
—El cuarto de huéspedes está arriba —dijo Douglas—. Saque una.
—El factor imprevisible es Kellerman —afirmó Mayhew—. En este momento imagina que usted y Harry le son absolutamente leales. Usted, porque la Resistencia intentó matarle; Harry, porque se muere de miedo de que vuelvan a arrestarlo. Cuánto tiempo durará esta confianza que siente hacia ustedes, es algo que nadie puede saber. Tarde o temprano advertirá la ausencia de ambos y sospecharán que no están trabajando para Huth, sino más lejos, colaborando con nosotros.
Douglas hizo un gesto afirmativo. Desde arriba se oía a Harry forcejear con una puerta. Douglas estuvo a punto de decirle que a veces las puertas se trababan, pero recordó que no debía mostrar tanta familiaridad con las puertas de los dormitorios. Se oyó a Harry mover algo pesado y Douglas se preguntó si estaría retirando más mantas de un baúl, dentro del armario. Entonces bajó Harry. Eran pocos escalones y Harry bajó con tanta rapidez por ellos que por poco cayó de bruces en la sala.
—¿Qué pasa, Harry?
—La señorita Barga —repuso Harry.
—Despacio, sargento —le dijo Mayhew, sosteniéndolo de un brazo.
Douglas le miró un instante antes de comprender qué quería decir. Empujó a Harry para llegar a las escaleras, pero Harry fue más rápido.
—No vaya, Doug… Escúcheme un segundo —dijo, y le tomó en una especie de abrazo de oso, de manera que no le fue posible a Douglas zafarse de un hombre tan grande—. No vaya… maldición… allá arriba… —le decía Harry, jadeante por el esfuerzo de retenerlo.
—Muy bien —dijo Douglas. Estaba casi ahogado.
Harry le soltó.
—Está arriba, Douglas. Está muerta. Lo siento.
Douglas sintió mareos.
—Siéntese, Archer —le indicó Mayhew.
Douglas permaneció de pie. Creyó por un instante que se desmayaría, pero pudo extender un brazo y agarrarse a la puerta.
—¿Está seguro? —preguntó.
—Sí, seguro, Doug.
—¿Cómo?
—La golpearon. Es mejor que no suba. Parece que hubiese sorprendido a un ladrón y que éste la hubiese castigado más de lo que deseaba.
—¡Ladrón! —Douglas sintió la propia voz como si viniese de lejos. Vio los rostros de los dos hombres tensos, con la piel tirante sobre los pómulos, los ojos muy abiertos, mirándole—. ¿La golpearon mucho? ¡Pobre Barbara!
—Será mejor que nos vayamos ahora mismo —dijo Mayhew—. Prepara al rey, Harry.
—Y nosotros sentados aquí tomando té… —murmuró Douglas—. Mientras ella estaba…
—Por Dios, cálmese, Archer. Comprendo que es terrible para usted, pero no hay tiempo para sentir nada ahora.
Douglas se sonó la nariz, se sirvió lo que quedaba de té tibio y bebió la taza llena con bastante azúcar. Recordó cuántas veces había servido té caliente y bien azucarado a los familiares acongojados en toda su vida como policía.
—Tiene razón —convino.
—Así me gusta —le dijo Mayhew.
—Mi hijo —señaló Douglas—. Estoy preocupado por él.
—Déjelo de mi cuenta —le tranquilizó Mayhew—. Pase lo que pase, cuidaremos de su hijo. Puedo prometérselo.
—Listos —dijo Harry desde el otro cuarto.
—Vamos un poco retrasados —observó Mayhew—; pero todos, en toda la cadena, estarán esperándoles. Son gente especialmente seleccionada. No habrá errores.
—¿Cuándo tendrán los alemanes que dar publicidad al hecho? —preguntó Harry.
—¿La huida del rey? —dijo Mayhew; y se quedó mirando la puerta mientras reflexionaba—. No antes de esta medianoche… no más tarde de mañana a mediodía. No puedo creer que lo posterguen más, pues si lo hacen los rumores comenzarán a circular por todo el país.
—¿Cómo explicarán sus amigos de la Abwehr por qué no figuró en los noticieros de la BBC tan pronto como se enteraron de ello?
—Dirán que tenían la esperanza de volver a capturarle —respondió Mayhew sonriendo—. Capturarle antes de que la noticia de su huida llenase las primeras planas de los diarios de los países neutrales. Pero ahora que Kellerman hizo saltar la liebre, Berlín comenzará a gritar, pidiendo un chivo expiatorio.
—¿Y el ejército proporcionará a Kellerman como chivo expiatorio? —preguntó Douglas.
—Es lo que apuestan en Whitehall, pero Kellerman tiene fama de llegar a la meta sano y salvo siempre, contra todos los riesgos.
—¿Hasta dónde tenemos que llevar al rey? —preguntó Harry.
—Todo el trayecto, me temo. Tenemos seis horas de retraso. Mi gente no tiene pases para después del toque de queda y sus papeles para trasladarse no tendrán validez después de medianoche. Ustedes pasarán con sus pases de la policía.
—Hasta que Kellerman incluya nuestros nombres en los télex —observó Harry.
—Vaya, eso no suena como dicho por el Harry que conocí siempre —dijo Mayhew—. Si Scotland Yard incluye los nombres de ustedes en el Informe de Situación, me enteraré de inmediato.
—A menos que lo envíen directamente a la BBC para el boletín del noticiero —señaló Harry.
—Tiene razón —dijo Mayhew con tono despreocupado—. Bien, quitemos las huellas digitales de estas tazas y partamos. Tengo estacionado el auto muy cerca de aquí. ¿Dejó huellas arriba, Harry?
—Iré a ver.
—Hará muchísimo frío en el lugar adonde vamos, Archer —le prometió Mayhew—. Su impermeable no es bastante abrigado. Tengo un capote marino de paño en el coche. —Consultó su reloj y dijo—: ¿Listo, Harry?
—¿No puede avisar a la gente, en el otro extremo, que llevamos horas de retraso? —preguntó Douglas.
Mayhew le dirigió una leve sonrisa.
—Tiene que conocer a unos cuantos norteamericanos más, Archer. Han venido desde muy lejos y eligieron una noche que traerá la marea baja al anochecer, con pronóstico de mar calmo o luna llena. Para mañana se habrán ido… con el rey o sin él.