— Voy a bajar, Soëft-ha comenzado a decir Gregor Laemmle. Tenía ya la mano en la manilla de la portezuela cuando el Delage rodaba todavía: la acciona, a la vez que observa con el rabillo del ojo el movimiento que hace Soëft al apuntar el cañón de su arma a la frente del Niño. Gregor Laemmle dice:
— No lo mate, Soëft. O hágalo solamente cuando yo también esté muerto.
La portezuela se ha abierto al fin y desciende del coche. Rectifica maquinalmente los posibles pliegues de su traje claro y avanza hacia el Hispano, lleno de una exaltación que no querría reducir por nada del mundo, espectador de su propia acción. Se ve y se volverá a ver incansablemente avanzando, con las manos separadas y bien visibles en señal de que no lleva ningún arma; ya ha dado diez, quince pasos, veinte tal vez, en dirección a ese rostro de mujer que distingue mal, a causa del sol que da de lleno en el parabrisas, pero que imagina, por haberlo soñado tantas veces. Sin duda percibe a su alrededor los demás movimientos que se producen, ese estrépito de chatarra, esos crujidos de planchas entrechocadas, esos clamores, esos gritos, esos aullidos, esas órdenes, y comprende su significación, a saber: que Jurgen Hess no sólo ha contravenido sus órdenes, sino que además sabía dónde tendría lugar el encuentro.
Le asalta un pensamiento: «Seguramente mataré a ese buen Jurgen por lo que está haciendo»; pero lo aparta de sí, lo mismo que relega al límite de su conciencia el primer grito del Niño que se produce tras él, y, además, los primeros disparos, el asalto cada vez más brutal de una horda en la cual identifica sin ninguna duda posible a la caterva de matones que vio ya en las alturas de Digne, cuando rechazó sus servicios.
En realidad, cree que todavía puede dominar la situación. Sólo es una simple cuestión de lógica: por fanático y estúpido que sea Jurgen Hess, no lo será hasta el punto de olvidar que hay que apoderarse de esa mujer viva; «no irá a matarla». No, él pondrá fin a todos estos absurdos.
Está a cuatro pasos del Hispano-Suiza. Sonríe y forma ya en su mente la frase que deberá decir, muy cortésmente. Da un paso más, con la más serena indiferencia para una bala que le silba en los oídos y para otras que se clavan en el suelo, a sus pies.
Un paso suplementario. Rodea el capó y saborea como buen conocedor la belleza de éste: está a punto de acariciar la cigüeña estilizada, en plata pura, del tapón del radiador. Pero siempre con la mirada fija en Ella, todo lo que puede percibirla, y se dice que es normal que Ella mueva la cabeza, con un aire atrozmente desesperado. Incluso el hecho de que el hombre sentado junto a Ella haya comenzado a disparar y a escupir fuego, incluso todos esos impactos que atraviesan la carrocería, que hacen estallar los faros, que revientan los neumáticos, que agujerean el radiador y dibujan estrellas en los cristales, incluso todo eso le parece de poca importancia: va a interrumpir forzosamente ese tiroteo estúpido.
Está a la altura del gran guardabarros, a veinte centímetros de la rueda de repuesto en su funda de metal con doble ribete de plata pura, y sonríe: «Ha llegado el momento».
Pero el coche se mueve, arranca en marcha atrás y se aleja de Gregor Laemmle, que presiente entonces la tragedia. Grita:
— ¡Vuelva! ¡Yo soy su única oportunidad!
Sin embargo, lo peor puede ser esto: «¡Ella cree que no he cumplido la palabra que le di!».
Comienza a correr, cosa que no ha hecho desde hace treinta y cinco años por lo menos; corre, pero el Hispano, incluso en marcha atrás, se aleja de él haga lo que haga. Ya está a veinte metros e inicia la media vuelta y la fuga.
Unos hombres han surgido por la izquierda y uno de ellos arroja alguna cosa. El Hispano estalla inmediatamente y aparecen unas enormes llamas amarillas. Del coche, que se detiene de pronto, sale un hombre terrible por su talla y por su envergadura, pero transformado en una antorcha viviente. Y sin embargo, dispara, gritando como un animal, con un arma en cada uno de sus enormes puños, resistiendo a las ráfagas que le perforan, de pie, todavía y siempre de pie. Esto parece durar una eternidad y Gregor Laemmle grita también, en un paroxismo de espanto y de desesperación que le retrotrae a cuarenta años antes, a las noches de su infancia. Sin embargo, se lanza de nuevo, se pone otra vez en movimiento y se precipita; corre hacia la otra portezuela, que sigue cerrada; intenta abrirla, se afana en ello llorando, teniendo antes sus ojos una mujer que arde, que vuelve con una horrible lentitud su rostro hacia él, desorbitando unos ojos inmensos y grises; una mujer que está siendo devorada por las pavesas que corren por sus hombros y por sus cabellos negros.
Que se derrumba al fin sobre el volante y se encoge, se reduce, se calcina, entre un hedor atroz y sin el menor grito.
Quattermain ha corrido en principio hacia los dos coches, el negro y el blanco, que parecen enzarzados en un conciliábulo familiar, en medio de toda esa demencia; pero ha tenido que hacer un sesgo al descubrir a tres o cuatro hombres sobre los cuales ha estado a punto de arrojarse; les ha rodeado, como antaño en el fútbol, olvidando el viejo dolor de su cadera; se ha lanzado a su izquierda, ha cruzado en tromba un primer camino, y después otro, para acabar al fin frente al brasero en que el Hispano-Suiza se ha convertido en el intervalo.
Se queda inmóvil, paralizado por un estupor horrorizado; toda la escena se imprime en su memoria: el coche en llamas, la mujer tan espantosamente inmóvil dentro del habitáculo, hasta esa alucinante antorcha que sin ninguna duda es Javier Coll, con el que se encarnizan desde todas partes, a lo cual él responde con anchas ráfagas; ve también a un hombrecito rubio-pelirrojo, con traje claro y cubierto con un panamá, cuyo rostro no olvidará nunca, gritando con una voz cubierta por la crepitación de las llamas y de las detonaciones, muy cerca de una portezuela del Hispano, en torno al cual parece bailar locamente.
Ve también a otros hombres y ve sobre todo a uno que, al divisarle, vuelve el arma en su dirección, le apunta…
Y que luego se derrumba él mismo: un agujero sanguinolento se forma en seguida en su sien. Por un segundo, Quattermain le mira sin comprender. Avanza de nuevo y he aquí que otro matón, que le apunta a su vez, se abate a su paso.
Y un tercero.
Le están abriendo paso. Alguien, desde alguna parte, le protege y ejecuta, uno tras otro, a todos los que se atraviesan en su camino. Echa a correr de nuevo y, al mismo tiempo, trata de buscar a ese amigo desconocido.
«Esto viene de mi izquierda… y por lo tanto de la montaña».
Avanza hacia el Delage blanco, cuyo motor está al ralentí. El hombre con rostro de mujer, sentado aún ante el volante, levanta al niño con su mano libre, revelando a la vez el cañón de la pistola pegado a su sien.
Quattermain avanza un poco más y entonces advierte una silueta a unos doscientos metros, encaramada en una roca: la de un hombre que parece joven, que lleva una cazadora de cuero y que sostiene ligeramente entre los dedos un fusil con visor telescópico cuyo cañón está dirigido hacia el cielo. Y la silueta le hace señas, con un movimiento del cañón: «¡Avance hacia el coche! ¡Vamos! ¡ADELANTE!».
Como en un sueño, Quattermain reanuda su progresión hacia la portezuela:
— Mataré al niño si se acerca más-dice en francés el hombre con cara de1 mujer, pero que exhibe un fino bigote rubio.
— En ese caso yo le mataré dos veces en lugar de una-responde Quattermain, en una situación límite. Y mete su brazo por el cristal abierto, agarra el cañón de la pistola, sin darse cuenta siquiera de que el arma apunta a su pecho. Lo arrastra todo, al hombre y su arma; oye claramente un disparo, pero no le presta la menor atención. Una inverosímil rabia llena de odio le empuja: saca al hombre por la ventanilla, le golpea con un jadeo de leñador y proyecta su cuerpo como quien se desembaraza de una rama que estorba.
Va a ponerse al volante del Delage.
Se incorpora y mira en dirección al tirador que está en la roca. Éste le hace de nuevo una señal: «¡Adelante!».
Él asiente y ocupa su sitio ante el volante. Arranca en línea recta, precipitando el coche sobre los hombres armados. Se apodera de la pistola ametralladora que está en el asiento inmediato, apoya el cañón en el borde de la ventanilla, aprieta el gatillo y experimenta un inconcebible gozo al ver los cuerpos despedazados por sus balas. Pasa a través de una masa que se aparta, a través de un torbellino de humo negro apestado por el olor a carne quemada, y sigue acelerando. El Delage arranca la tierra bajo las ruedas y se lanza al asalto del camino de herradura.
Llega a la bifurcación y aún obra como si fuese un sonámbulo. Detiene el Delage y se apea:
— Come on, kid. Ven.
El niño ni siquiera parece oírle; no reacciona en absoluto, con los ojos desorbitados como si estuviesen inmovilizados por la muerte. Quattermain abre la portezuela y le coge en sus brazos, para asegurarse de que está indemne. Lo está.
Corre cien metros con el chiquillo en sus brazos y encuentra el Ford.
Arranca y pisa a fondo en los segundos siguientes, conduciendo como nunca lo ha hecho por una carretera sinuosa, pero totalmente desierta. Ni siquiera se preocupa del mapa. No tiene más voluntad-pero ésta muy violenta-que la de alejarse lo más rápidamente posible… Por otra parte, está demasiado absorto por el solo hecho de mantener el coche en la carretera, a la velocidad en que va, curva tras curva. Una eternidad más tarde, llega por fin a la nacional 7. Por un reflejo que él mismo no se explica, evita entrar en ella, ni a derecha ni a izquierda, y espera, oculto, hasta comprobar que no hay ningún vehículo a la vista. Sólo entonces toma la carretera y prosigue directo a la misma velocidad alucinante.
Un poco de conciencia vuelve a él.
«¡Cálmate! ¡Vas a matarte y sobre todo vas a matarle a él!».
Aminora la marcha, justo el tiempo de echar una ojeada al asiento posterior. El chiquillo sigue acostado allí, casi desarticulado, como un pelele.
Pero sus ojos siguen dramáticamente abiertos, sin ver nada, aunque siempre desorbitados.
Quattermain acelera de nuevo. Atraviesa una ciudad que debe de llamarse Lorgues, y luego dos pueblos cuyos nombres parecen ser Salernes y Aups. Continúa en línea recta hacia adelante. Después desemboca en una región muerta, montañosa y árida, que muy bien podría pertenecer a lo más recóndito de Arizona o de Nuevo Méjico.
Donde él está solo…
Toma la precaución de bajar hasta el fondo de una pequeña garganta. Se hunde en ella… Detiene el motor y el coche, que desciende por su propio impulso, va a chocar contra una pared rocosa antes de pararse por completo.
Quattermain es presa de temblores. Se apea y va a vomitar.
«O my God!».
Vomita largamente, pero, al cabo de un momento, regresa al Ford. El chiquillo no se ha movido.
— ¿Thomas?
Ni un estremecimiento.
Quattermain entra en el coche y se sienta junto a él.
— ¿Thomas?
Le toca, trata de incorporar el pequeño cuerpo totalmente inerte.
Le toma en sus brazos, le apoya la cara contra su propio pecho y se derrumba: comienza a llorar.
Quizá llora durante uno o dos minutos.
— Thomas-dice al fin-. Soy americano y en otro tiempo quise mucho a tu madre. Me llamo David Quattermain. ¿Es que Ella no te habló nunca de mí?
Esta vez, David Quattermain ya no actúa por un impulso irrazonado: pone en ejecución un plan. Su decisión está tomada: llegará hasta Nimes, por si acaso la misión diplomática se encuentra todavía allí (y debe hallarse allí si todo el personal llegado de Marsella, de Vichy y de otra parte ha previsto reunirse en este lugar); después, llegado el caso, proseguirá hasta la frontera española.
Se aferra a este objetivo. A falta de otro mejor. No ve claro qué otra cosa podría hacer. Por un instante ha pensado en dirigirse a Suiza. Pero no se fía mucho de las posibilidades de cruzar la línea de demarcación, y de todas maneras, duda que la frontera helvética sea tan fácil de franquear.
A decir verdad, no ha recobrado todavía toda su calma y el pleno dominio de sí mismo. Continúa sintiendo los efectos del drama, experimentando el mismo horror, si no la misma incredulidad: ¿realmente ha asistido a esa abominación de una Maria quemada viva? Incansablemente, con el empecinamiento implacable de una resaca, las imágenes vuelven a él, las observadas y las imaginadas, las segundas peores todavía que las primeras: el fuego rampante sobre el blanco vientre de Maria, sobre sus senos, unas llamas lamiendo los rosados labios, penetrando en la boca y carbonizando la lengua…
«¡Basta ya! ¿Y él, entonces?».
El muchacho ha cerrado al fin los ojos, aparentemente dormido; «espero que lo esté». En varias ocasiones, al atravesar pueblos, Quattermain ha pensado comprar un somnífero, o llamar a la puerta de un médico para que le administrase al niño algo que atenuara el estado de shock. Finalmente no ha hecho nada de eso. Con razón o sin ella, ha considerado más urgente, si no vital, ser visto lo menos posible y desviar las persecuciones que seguramente ya se han iniciado.
— ¿Thomas?
Evidentemente no hay respuesta, lo mismo que las veces anteriores. Sin embargo, el chiquillo se ha incorporado en su asiento y se mantiene erguido, con los ojos cerrados, y las manos abiertas apoyadas en sus dos lados.
Lívido.
Quattermain sigue avanzando a toda velocidad. Su reloj señala la una y treinta. El depósito de gasolina está casi vacío y va a tener que detenerse. Bendice a Callaghan, que tomó la precaución de proveerle de tres bidones de repuesto. La carretera está desierta; según el mapa se encuentran en alguna parte entre el río Durance y la pequeña cadena montañosa del Luberon; Nimes debe de estar a un centenar de kilómetros. Quattermain disminuye la velocidad y se detiene.
— Voy a llenar el depósito de gasolina-cree necesario explicar.
Está a punto de verter el contenido de un bidón cuando oye abrirse la portezuela posterior de la derecha. El niño aparece. Quattermain experimenta una gran conmoción: los ojos grises son de un parecido que le hace temblar. «¡Y yo que creía haber olvidado a Maria!».
— No te alejes demasiado; nos iremos en seguida.
El muchacho salta la cuneta y luego se aleja por un campo de rastrojos negruzcos, con una tranquilidad que engaña a Quattermain, por otra parte preocupado en no perder una gota de su valiosa gasolina. Tal vez transcurren así unos quince segundos, tras de los cuales alza de nuevo la vista.
— ¡Thomas!
El niño ha comenzado a correr con una velocidad asombrosa y está ya a unos ochenta metros.
— ¡Thomas!
Quattermain casi está a punto de soltar el bidón. Lo deja en el suelo. Todavía no está realmente inquieto: no considera que esto sea una fuga, sino más bien una carrera a cuyo término el niño se abatirá por sí mismo y dará rienda suelta a sus lágrimas. Franquea a su vez la cuneta: la distancia que media entre los dos ya es superior a los cien metros. Pero se ha equivocado: la separación aumenta y la pequeña silueta, con sus piernas desnudas, asciende ahora por una pendiente. «¡Se me va a escapar!». En un segundo, Quattermain se precipita hacia delante, olvidando o queriendo olvidar el dolor de su cadera. Atraviesa la extensión de la rastrojera y llega a su vez a la pendiente, cargándose lo más que puede sobre la pierna izquierda. Al llegar a Ja cima, descubre un primer vallejo plantado de vid, pero más allá se presenta una segunda inclinación, más fuerte que la primera; el niño ya está allí y trepa por las rocas. «¡Si le sucede algo, no me lo perdonaré nunca!».
Acelera aún más, recordando las viejas sensaciones de sus doce años. Sale de las viñas y se precipita en la nueva pendiente. La distancia entre ellos parece haberse reducido a unos cincuenta metros, pero sólo es una apariencia debida a la naturaleza del terreno. «¡No le gano nada!».
— ¡Thomas!
El dolor sube por su pierna derecha, llega al abdomen y casi le tetaniza. Acaba de arrancarse a medias la uña de un dedo en una arista rocosa; y, a pesar del viento helado, ya está sudando, bajo su abrigo de loden. Pero asciende, metro a metro, hipnotizado por la silueta que le precede. «Quiere escapar; su tentativa es deliberada. ¡Qué increíble vitalidad!».
Un incidente favorece un poco a Quattermain: el chiquillo ha querido escalar una roca de la altura de un hombre y pierde tiempo obstinándose en ello, hasta que al fin se decide a rodearla.
Quattermain pasa a su vez ese mismo bloque con un ligero rodeo. Gana así quince metros y pretende gritar de nuevo, pero el fuelle de forja de su pecho se lo impide. Hay un desprendimiento detrás de la cresta y cae de pronto una lluvia de guijarros, uno de los cuales alcanza a Quattermain en un hombro. «¡Se defiende como un diablo!».
Franqueada la cresta, una breve cuesta abajo precede a una primera línea de árboles. El muchacho desparece en ella…
Sale de nuevo y todo se juega en los segundos siguientes: al otro lado de ese primer bosquecillo se extiende, en efecto, una vasta extensión herbosa, flanqueada a su izquierda por un bosque más espeso. Quattermain mide instantáneamente el peligro: «¡Si llega a meterse ahí, seguro que lo pierdo!».
Pero el milagro se produce: el niño sigue directamente y, en esta parte casi llana, la superioridad del hombre se va a revelar determinante.
Cuarenta metros.
Luego treinta.
El niño no se vuelve, corre con la cabeza hundida entre los hombros, sirviéndose muy poco de sus brazos.
Quince metros.
El niño tropieza y cae. No tiene tiempo de levantarse: Quattermain se ha arrojado sobre él y consigue sujetarle por un tobillo. Recibe una terrible embestida en pleno rostro, pero no suelta su presa; al contrario: su otra mano le aferra por una rodilla. Se apodera del niño, que se debate con una increíble violencia, con los ojos desmesuradamente abiertos, lo mismo que la boca, pero mudo. Al fin estalla la crisis nerviosa, precedida de un agudísimo grito de ratón caído en la trampa; los aullidos siguen, mientras el pequeño cuerpo, frenético, se retuerce en todos los sentidos. Quattermain intenta mantenerle sujeto, con los brazos estirados para protegerse de las patadas, de los puñetazos e incluso de los mordiscos. Por un momento, el niño se le escapa, pero una nueva estirada le permite atraparle otra vez; pero ahora le tiende en el suelo y se acuesta sobre él, apretándole las muñecas y separándole los brazos y las piernas:
— Take it easy! Keep cool! ¡Calma! ¡Calma, Thomas! ¡Calma!
Es increíble: el muchacho sigue sin querer rendirse y continúa luchando, gritando hasta desgarrarse la garganta; se estira y se arquea, consiguiendo tres o cuatro veces levantar los setenta y ocho kilos de Quattermain.
Y luego, al fin, todo termina. El pequeño cuerpo se postra, jadeante. Se aplasta, inerte.
Quattermain recupera su aliento antes de incorporarse con prudencia. El fino rostro del niño es de una blancura de yeso, y tiene sangre en los labios. Los ojos clavados en el americano, son terriblemente impresionantes.
— ¿Tranquilo, kid?
Una impasibilidad absoluta por toda respuesta.
Quattermain se separa de él con toda clase de precauciones, preparado para una nueva tentativa. El fuelle de forja de su pecho se hace más lento al fin.
— Volvamos al coche.
Coge el cuello del pequeño abrigo y pone al niño en pie.
Regresan a la carretera.
— ¿Estás calmado ahora?
Le obliga a sentarse en el asiento posterior.
— ¿Qué quieres que te diga? ¿Que yo también estoy enfermo? Yo quise a tu madre, Thomas, yo…
«¡Oh, Dios mío! ¿Qué se le puede decir a un niño de diez u once años en un caso parecido?». Una nueva oleada de piedad le invade. Mueve la cabeza, incapaz de encontrar las palabras…
Se sitúa de nuevo ante el volante y, en el momento de accionar la puesta en marcha, recuerda que no ha terminado el repostamiento de gasolina. Completa el llenado del depósito con el segundo bidón. Sin perder de vista ni un segundo al chiquillo, que ya no se mueve.
Sube otra vez al coche y arranca.
— Pierdes tu tiempo y tus fuerzas al odiarme, kid. Yo no soy tu enemigo. Te lo repito: soy americano y me llamo David Quattermain. He venido a Francia únicamente porque tu madre me escribió y me pidió que lo hiciese.
Se interrumpe. Iba a decir: «y Ella me aseguró que tú eres mi hijo». Pero las palabras no le salen.
Y en seguida se avergüenza horriblemente: ¡qué formulación más estúpida!
Acelera.
— Lo más probable es que te persigan. Y a mí también, tal vez. Sin duda ya saben quién soy.
En este terreno se siente más a gusto y prosigue:
— Yo casi hablo el francés, Thomas; pero con mi acento, las gentes advierten en seguida que soy extranjero. Puedo tener necesidad de ti. Si no me ayudas, los otros te capturarán de nuevo.
Echa una rápida ojeada, casi tímida, hacia el agudo perfil y se siente aliviado al comprobar que los ojos se han cerrado nuevamente. «Tal vez ni siquiera me ha oído».
Una media hora más tarde, el Ford cruza el Durance. Sigue después hacia el oeste, por una carretera que en el mapa es amarilla. El niño no se mueve ya, pero no duerme, aunque sus párpados continúan cerrados. Ha recobrado su postura anterior, con las manos aplanadas a ambos lados de sus piernas, el busto muy erguido y la nuca apoyada en el respaldo.
Lo peor de la crisis parece haber pasado.
— Vamos a Nimes. Te doy la dirección, por si acaso: hotel del Cheval Blanc, plaza de las Arenes. Si yo no estuviese contigo, pregunta por mister Callaghan. Es un diplomático. ¿Sabes lo que es un diplomático? Trabaja para la embajada de los Estados Unidos.
El Ford entra en Arles.
— Le darás esto.
Quattermain saca del bolsillo el pasaporte que le ha dado Catherine Lamiel, extendido a nombre de Thomas David Quattermain. Lo coloca sobre las rodillas desnudas.
Ninguna reacción.
El Ford atraviesa Arles.
— Ese pasaporte dice que tú eres mi hijo, Thomas. Tu madre lo dispuso así.
Ningún gesto.
Quattermain vacila: él no tiene hambre, pero, más pronto o más tarde, el niño tendrá necesidad de comer. Avanza lentamente por las calles, donde recuerda haber caminado siguiendo el rastro de Vincent Van Gogh.
A fin de cuentas, prefiere no detenerse: siente, por instinto, que atravesar el Ródano, ese formidable obstáculo natural hacia el oeste, se hace urgente. Cuanto antes mejor. «Y apenas nos faltan unos veinte minutos para llegar a Nimes. Donde estoy casi seguro de encontrar, a esta hora, a todo el personal diplomático norteamericano».
Una vez tomada su decisión, prosigue. Aborda el puente con prudencia, esperando lo peor: una bandada de coches formando barrera, o unas hordas de tiradores emboscados. Pero no ve nada.
Ya ha pasado.
Pone la tercera y pisa el acelerador.
Y el muchacho habla por primera vez:
— Nos han visto.
— ¿Quiénes?
— Dos hombres en un coche de tracción delantera. Nos han visto y uno de ellos ha corrido a telefonear.
Con la mirada puesta casi constantemente en su retrovisor, Quattermain avanza todavía unos cuatro o cinco kilómetros y después aminora la velocidad.
— ¿Estás seguro?
Silencio.
— No hay nadie detrás de nosotros, Thomas.
Se detiene. Alrededor de ellos, hasta perderse de vista, se extiende un paisaje rigurosamente llano, muy pobremente plantado, que evoca una imagen en la mente de Quattermain: la de un glacis, uno de esos terrenos llanos que preceden a las fortificaciones, en los cuales se ve llegar desde lejos al enemigo, sin que éste tenga la menor posibilidad de protección. «¿Por qué diablos me ha venido esta idea?».
Echa una ojeada al niño. Que no se ha movido en absoluto y no ha intentado abrir el pasaporte. Y que, con los puños cerrados sobre las rodillas, parece luchar desesperadamente contra sí mismo.
— ¿Estás bien, Thomas?
«¡Si al menos pudiera llorar! Estoy seguro de que si llorase esto iría mejor, en cierto modo».
— ¿Estás realmente seguro de haber visto a esos hombres?
Asentimiento.
«Tendré que contentarme con eso», piensa Quattermain.
Durante unos segundos, Quattermain examina la eventualidad de un regreso a Arles para tener el corazón tranquilo.
«Realmente, no sé qué hacer».
Experimenta, por supuesto, la furiosa tentación de arrancar de nuevo y de cubrir a una velocidad loca las dos docenas de kilómetros que aún les separan de Nimes. Su mano incluso se acerca a la puesta en marcha.
No acaba el movimiento.
«¡Reflexiona! Piensa en Catherine Lamiel. Con razón o sin ella, estás convencido de que esa mujer ha traicionado a Maria e indicado a Laemmle el lugar del intercambio. Es igual que te equivoques o no: lo crees. Porque Catherine Lamiel te conoce, tiene una foto tuya, ha visto tu coche, ella o Laemmle saben lo que piensas hacer, te han seguido a Tolón, has estado constantemente bajo vigilancia, tal vez han podido interceptar tu conversación telefónica con el hombre del consulado, Fosbury o algo parecido… Tienes que prever lo peor: Laemmle ha comprendido que te diriges hacia Nimes. Y está absolutamente seguro de que vas a intentar buscar la protección de la misión diplomática en camino hacia España.
»Una misión que, por otra parte, apenas podrá protegerte. Confiesa que no apostarías por ello ni un cuarto de dólar. Porque tienes que mirar de frente las cosas: has matado a varias personas.
»Y, llegados al límite, incluso podrían acusarte de haber secuestrado a este muchacho. ¿Quién va a venir a defenderte? Su madre está muerta, y con ella ese español que tan extremadamente feliz te haría si estuviera a tu lado.
»Atención, Quattermain, he ahí un nuevo peligro… Imagínate que Laemmle tiene la idea de avisar a la policía francesa. Sería el colmo, pero ¿por qué no?».
— ¿Thomas?
Quattermain descubre de pronto que el muchacho está a punto de sufrir una nueva crisis: un temblor recorre todo su cuerpo, los dientes se aprietan, los miembros se ponen tensos y brota el grito, un grito que parece casi imposible que pueda provenir de una garganta humana.
— ¡Thomas, cálmate!
Esta crisis dura unos diez minutos, en ciertos aspectos es menos violenta, pero sin duda más impresionante: el cuerpo está rígido, helado, hasta el punto que Quattermain tiene dificultades para sacarlo del asiento delantero y trasladarlo al de detrás. Lo envuelve en unas mantas encontradas en el maletero. Los aullidos de animal en la agonía se han convertido ahora en pequeños jadeos y en gemidos lastimeros. Él mismo se sienta a su lado y, con una torpeza que le desconsuela, intenta calmar ese dolor y ese pesar inaudito. «En el nombre de Dios, ¿qué podría hacer yo?».
Al fin el cuerpo que tiene en sus brazos parece distenderse, los gemidos se espacian y son sustituidos por unas quejas muy suaves, apenas audibles. «Se duerme, gracias a Dios. Me siento desarmado hasta un grado increíble, y de verdad que soy el último de los idiotas: habría debido buscar un médico». De nuevo se le ocurre dar media vuelta y regresar a Arles. «No». ¿A Nimes entonces? «¿A qué estás esperando?».
El niño, al parecer, se ha dormido realmente. Quattermain, muy delicadamente, extiende el pequeño cuerpo, haciéndole una almohada con su abrigo doblado. No es sólo piedad lo que experimenta, sino también ternura: «¿Qué sabes tú de los niños, después de todo? Perteneces a una familia-tienes siete sobrinos y sobrinas-en la que se emplean niñeras para esos asuntos. Puedes buscar y no encontrarás ningún ejemplo de un niño próximo a ti, quejándose de cualquier cosa. Unos caníbales de Nueva Guinea te sorprenderían menos. Realmente, no sirves para gran cosa».
Se sienta de nuevo al volante y toma otra vez el mapa. Al salir de Arles evita adentrarse por la carretera, marcada en rojo, que lleva directamente a Nimes.
Continúa creyendo que le esperan allí, que les esperan al niño y a él. Su convicción es absoluta, aunque no tiene más bases que lo que cree haber visto, en Arles, un chiquillo loco de dolor, y un vago razonamiento que ha forjado él mismo partiendo de sospechas más o menos fundadas.
Pone otra vez el coche en marcha y avanza muy lentamente. Su reloj marca las tres. «He perdido un tiempo precioso».
Regresa, pues, hacia el oeste. «Espero que sepas lo que estás haciendo».
Entra en Bellegarde como si se aventurase en un campo de minas. Pero reina aquí la mayor tranquilidad y nada contradice las observaciones que ha hecho con los prismáticos antes de acercarse.
— No tengo nada que vender-dice el tendero de comestibles.
Quattermain deja sobre el mostrador cinco billetes de cien francos:
— Soy sueco-dice (está casi seguro de que Suecia es neutral. Y se las arregla lo mejor que puede para fingir un acento vagamente germánico, a falta de saber cómo hablaría un sueco en francés).
El tendero le mira, examina los billetes, se mueve al fin. Entra en la trastienda y vuelve con un salchichón y unas galletas en una gran caja de hojalata.
— Quinientos francos más por las galletas-dice.
— ¿Y chocolate?-pregunta Quattermain.
— ¿Y después qué más?
Quattermain aparta mil francos suplementarios.
— ¿Unos huevos duros?
— Muy bien, Y sal, si usted quiere.
Seis huevos se unen al salchichón y a la caja de galletas en la bolsa destinada a los prismáticos.
— La sal se la regalo-dice el tendero sin sonreír siquiera. Quattermain inicia su salida.
— Un americano-dice el tendero detrás de él-. Un americano muy alto, que cojea un poco de la pierna derecha y viaja en un coche americano con un niño de unos diez años y los ojos grises.
Quattermain se inmoviliza; luego se vuelve.
— ¿Me está hablando a mí?
El tendero asiente.
— Han pasado hacia el mediodía. Toda una banda, en media docena de coches, en dirección a Nimes. En la hora siguiente también han pasado otros por aquí, la misma clase de individuos. En el primer grupo iba un tipo alto y rubio que habla muy bien el francés, pero que no es francés. Discutió con los gendarmes de aquí.
Quattermain saca de nuevo un fajo de dinero francés.
— A propósito de los gendarmes: su puesto está a la salida del pueblo, en la carretera de Nimes exactamente. Sólo tienen bicicletas. Si alguien quisiera evitarlos tomaría la carretera de Saint-Gilles, a la derecha según se sale.
El tendero mira, impasible, los billetes que le tienden.
— Yo sólo vendo comestibles. Nada más-dice.
— Gracias por la sal-dice Quattermain.
— No hay de qué. En el comercio hay que saber tener un gesto de vez en cuando.
Thomas abre los ojos y comprueba que el coche se ha detenido de nuevo. Ahora no es en una carretera llana en donde cualquiera podría verlo, sino en un pequeño camino rodeado de cañas. Se incorpora. Está solo en el coche. La portezuela del lado del conductor está abierta.
Mira primero hacia atrás y sólo ve el camino. Después hacia delante y entonces descubre al americano, que está a algunos metros, de pie entre las cañas. Tiene los brazos levantados y Thomas se pregunta qué es lo que puede estar haciendo. Después, el americano se mueve un poco y aparecen los prismáticos que tiene en las manos.
Thomas realiza un esfuerzo extraordinario, sólo para mantener su pensamiento en el americano, en el coche, en el camino, en el momento en que han atravesado Arles y cruzado el puente con los dos espías en el coche de tracción delantera.
No tiene muchos más recuerdos.
Sabe que Ella ha muerto, eso sí.
Pero precisamente por eso tiene que hacer este esfuerzo extraordinario. Es como caminar por una pasarela muy estrecha a cuyos lados se abre un precipicio totalmente oscuro. La pasarela es el americano, y es también el problema de impedir que el Hombre de los Ojos Amarillos le atrape otra vez, y otros detalles como el coche, las cañas, por qué está en este coche con un extranjero, lo que hacen juntos, esperando que la noche caiga, y en qué lugar están.
Necesita concentrarse intensamente en todo esto. Poner de nuevo en marcha el mecanismo.
Y no mirar el precipicio.
¡Esto comienza otra vez, cuidado! Una Cosa enorme se arrastra, se aproxima, le aprieta fuertemente la cabeza, le hace un daño terrible y siente que bascula en el precipicio; el olor del fuego, el color de las llamas que la abrasan a Ella no desciende del Hispano, sino que se inclina hacia delante con el fuego sobre su cabeza, se retuerce y él, Thomas, grita, está triturado…
— Thomas, Thomas…
El americano está junto a él, le sujeta muy fuerte y están los dos fuera del coche, al borde de un canal.
— Suélteme, por favor-dice Thomas.
— ¿Estás bien?
— Sí.
— Has tenido otra crisis. ¿Estás seguro de que ahora ya estás bien?
— Estoy bien-dice Thomas-. ¡Ya le he dicho que estoy bien!
El americano se levanta y deja de aplastarle. Se mueve lentamente, como si tuviese miedo. Pero se aparta:
— Has intentado arrojarte al canal, Thomas. ¿No vas a empezar otra vez?
— No. Se acabó.
El americano se incorpora. Su mano está llena de sangre.
— Me has mordido, Thomas.
— Lo siento mucho.
El americano sonríe:
— Esta mañana fue en la oreja, y fallaste por muy poco. Ahora, como ves no has fallado.
— Le ruego que me perdone-dice Thomas-. A partir de ahora, tendré cuidado. Siento mucho haberle mordido.
— No hablemos más de ello-dice el americano-. ¿Puedes levantarte?
Thomas se sienta; después se pone en pie. Le duelen las muñecas y los brazos, probablemente en los sitios en que le ha sujetado el americano.
Éste le parece terriblemente alto. Un poco más que Javier…
«¡No pienses en Javier!».
— ¿Volvemos al coche?
— De acuerdo.
Avanzan a lo largo del camino. El coche está a doscientos metros por lo menos. En un momento, el americano recoge los prismáticos, que estaban en el suelo. Es casi de noche.
— ¿Dónde estamos?
— Según mi mapa, en la Camargue. Hay una ciudad llamada Nimes a unos veinte kilómetros.
— ¿Por qué nos escondemos?
— Porque nos buscan unos hombres.
— El Hombre de los Ojos Amarillos-dice en seguida Thomas.
— ¿Quién?
— Él dice que se llama Gregor Laemmle. Seguramente es él quien nos busca.
Llegan al coche y se sientan.
— ¿Quieres comer?
— No tengo hambre.
— De todos modos, deberías comer un poco.
Thomas come un huevo duro y después otro; finalmente come un plátano.
— ¿Ha comprado esto en una tienda?
— No veo dónde podría encontrarlo, si no-dice el americano sonriendo-. Por aquí hay pocos plátanos en los árboles. Ni siquiera hay muchos árboles.
Thomas le examina. ¿Quién es este individuo?
— No sé su nombre-dice.
— Quattermain. David Quattermain.
— Perdóneme. Es muy descortés no recordar el nombre de las personas. Ahora me acuerdo. Pero el tendero también se acordará de nosotros y dirá que nos ha visto.
— Es muy posible. Pero no podíamos estar sin comer.
— Los hombres que nos buscan, ¿están lejos?
— He visto pasar dos coches hace un momento, a unos tres kilómetros.
— Quizá nos han visto-dice Thomas-. Quizás estén detrás de nosotros, dispuestos a acercarse.
(No ha mirado hacia atrás, y lo que quiere es saber si el americano está nervioso: si se vuelve bruscamente, es que está nervioso. Y que es un poco tonto.)
El americano no se mueve en absoluto, ni siquiera mira el retrovisor. En lugar de eso, toma el mapa de carreteras y lo coloca en sus rodillas.
«Está enormemente tranquilo y no se deja impresionar», anota el mecanismo en la mente de Thomas.
— Creo-dice el americano-que nos esperan en Nimes.
Y explica la historia de la embajada norteamericana en Vichy y del consulado de los Estados Unidos en Marsella, que abandonan Francia y se van a España. Explica también que no cree que el embajador y el cónsul les sirvan de mucha ayuda. Según él, los matones del Hombre de los Ojos Amarillos estarían ahora situados en una línea que va desde una ciudad llamada Aigues-Mortes, a la orilla del mar, hasta el norte de Nimes por lo menos.
— Thomas: no han tenido tiempo para tomar posiciones en el Ródano, que habría sido el mejor lugar para atraparnos. Creo que lo único que han podido hacer es enviar uno o dos hombres a cada punto. Y ésos son los hombres que tú has visto.
— Pero ahora saben que hemos pasado el Ródano.
— Exactamente.
— Y el tendero les dirá a qué hora hemos pasado por su ciudad.
— En efecto, acabarán sabiéndolo.
— Y ahora se preguntarán por qué no hemos llegado todavía a Nimes, cuando ya deberíamos estar allí desde hace mucho tiempo.
El americano sonríe:
— Es cierto. Deben estar empezando a hacerse esa pregunta.
— Y por eso nos buscan entre Nimes y el Ródano.
Thomas se concentra. Es un problema bastante fácil. Hay cinco soluciones, ni una más: o bien te quedas en la Camargue esperando la interrupción de las búsquedas, o bien llegas a España directamente (franqueando la barrera y atravesando o evitando luego Nimes, aunque sea más fácil esconderse en una ciudad que en el campo), o bien vuelves al este, hacia Marsella o Tolón, o bien encuentras un barco y le dices al marino que te lleve a África.
O bien vas hacia el norte.
— Creo que deberíamos ir al norte-dice-. Subir entre la barrera que ellos han puesto en el este y el Ródano. ¿Puedo bajar, señor?
— Nada te lo impide-dice el americano.
— No voy a escaparme.
— No tienes necesidad de escaparte porque eres libre para dejarme cuando quieras. Yo sólo corro detrás de ti cuando tengo miedo de que te hagas daño.
— Sólo quiero hacer pipí-dice Thomas.
Desciende y va a hacer pipí. Eso le da tiempo para reflexionar. Está muy claro que el americano también ha reflexionado, y que está de acuerdo en ir hacia el norte. Pero que eso es precisamente la cosa que el Hombre de los Ojos Amarillos esperará menos.
Thomas vuelve a sentarse en el coche. El americano sigue estudiando su mapa. No es ni rubio ni moreno…, está entre las dos cosas. Tiene unas manos delgadas y unos dedos muy largos, y se parece a esos artistas de cine que él ha visto una vez en una película de cow-boys; no es Gary Cooper, naturalmente (el americano es menos delgado), pero seguro que se le parece.
— ¿Qué vamos a hacer, señor?
— Todavía no lo sé, Thomas. Estoy pensando en ello. Y también pienso en aquel hombre con cazadora de cuero y fusil que me ayudó en el Var. ¿Sabes tú dónde está?
— No.
— ¿Sabes quién es?
— Tampoco.
Silencio. El americano mueve la cabeza. «Sabe que le estoy mintiendo».
— ¿Pero sabes dónde encontrarle?
— No, señor. Porque no sé quién es.
Las manos de Thomas están colocadas una a cada lado de su cuerpo. Como deben estar cuando se es un muchacho bien educado. Pero no hay nada que hacer: las manos se mueven a pesar suyo, se juntan entre las rodillas, se crispan.
Está de nuevo en trance de luchar con la Cosa que se arrastra en su cabeza.
No ocurre nada.
Sólo tiene ganas de llorar, eso es todo.
La noche ha caído, es muy oscuro, ya no se ven las cañas, que están a un metro. El americano pone en marcha el coche, avanza lentamente sin encender los faros. Finalmente desemboca en una verdadera carretera de asfalto, y el motor funciona muy suavemente, casi sin ruido.
Quattermain comienza a hablar de nuevo. Explica a Thomas lo que va a hacer; si él está de acuerdo, naturalmente.
— ¿Puedo contar contigo, Thomas?
— Voy a tener mucho cuidado; eso ya no volverá a ocurrir.
— Cuento contigo.
— De acuerdo.
Un momento después el americano enciende los faros y gira a la derecha por la carretera alquitranada. Rueda algún tiempo y, después, aparece un indicador que anuncia que Nimes está a siete kilómetros.
Gregor Laemmle ha llegado a Marsella a primera hora de la tarde del 9 de noviembre de 1942. Repuesto de su postración, ha abandonado la idea de refugiarse en Italia, en su villa de Fiesole. Se ha hospedado en el hotel Noailles y sólo el azar ha hecho que Quattermain se hospedase allí antes que él. Los acontecimientos deciden lo que sigue: los hombres del equipo de Soëft han comenzado a llamarle para darle cuenta de su persecución. A lo largo de horas, sus incesantes informes no han dejado de llegar, por los demás todos ellos negativos; sin embargo, han revelado que Jurgen Hess y su horda se dedican a un acoso parecido al suyo, pero con medios más importantes.
Las primeras informaciones reales han sido transmitidas a media tarde: ha sido localizado el Ford de Quattermain durante su paso por el Ródano, prueba evidente de que se dirige a Nimes.
Gregor Laemmle hace que le comuniquen el informe Quattermain, con las fotos tomadas en Marsella al lado de Catherine Lamiel y la breve nota establecida gracias a las indicaciones de esta última. En una de las fotos ha estructurado el rostro del americano para tratar de hallar en él algún parecido con el Niño; no ha visto ninguno, «pero tal vez tengo muy mala fe».
Soëft vuelve al fin, a la hora de cenar. Es portador de otras noticias: la de la presencia de Jurgen Hess en Nimes, la del aviso dado a la policía gracias al testimonio del policía de Tolón que pretende, al término de su investigación, que cierto americano organizó la carnicería de Saint-Pons-les-Mûres, con ayuda de una banda de mercenarios. «Soëft: recuérdeme que reclame una medalla al Führer para el bueno de Jurgen; no creía que tuviese una imaginación tan maligna».
Gregor Laemmle se va a acostar, convencido de que no podrá dormir; no duerme y el teléfono suena con una regularidad capaz de volver loco a cualquiera.
En la mañana del 10, a pesar de su insomnio, va saliendo poco a poco de su abatimiento. ¿No había presentido siempre que el asunto acabaría mal? ¿Dónde está, pues, la sorpresa?
Y un razonamiento inducido casi ha acabado de devolverle .su repugnancia sarcástica: si deja solo a Jurgen Hess al frente de la persecución, es seguro que no volverá a ver al Niño.
En esta mañana del 10, toma un largo baño. Ha recibido la confirmación de que el americano y el Niño siguen sin ser aprehendidos: Quattermain no se ha presentado en Nimes, no se le ha visto ponerse en contacto con sus compatriotas de la misión diplomática a punto de replegarse a España, y todos los vigías dispuestos en el eje Aigues-Mortes-Alés afirman al unísono que ningún coche Ford correspondiente a la información ha sido visto; los controles de la gendarmería también han fracasado.
Entonces Gregor Laemmle juega al ajedrez. Al menos coloca las piezas sobre el tablero, las blancas delante de él, las negras delante de la silla vacía, al otro lado de la mesa, en la habitación-salón del Noailles. «Yo empecé poniendo el peón en d4, él puso su caballo en b6; después en c4 y en e6; después el caballo blanco en f3, y su peón en b6; yo jugué seguidamente en g3… y fue entonces cuando me sorprendió por primera vez, desplazando su alfil, no en b7 como yo me esperaba, y como suele ser costumbre, sino en a6. ¿Por qué?».
— La misión americana acaba de salir de Nimes con dirección a Le Boulou-anuncia Soëft pegado al teléfono.
«Supongamos que hubiese puesto su alfil en b7, cosa que no hizo; en ese caso yo habría… ¡Ya está! Todo se explica: por un gambito a la séptima jugada, las blancas obtendrían, efectivamente, una ventaja; ¡ligera, ciertamente, pero real! ¡Y ese pequeño monstruo lo vio muy bien!».
— El Ford que han encontrado pertenecía a un tal Callaghan, que es cónsul americano en Marsella-dice Soëft, hablando con un interlocutor nuevo en el teléfono.
— Cállese, Soëft-dice Gregor Laemmle.
«¿Y si hubiese colocado mi reina en a4? (Reflexiona, se levanta y va a sentarse ante las negras.) No, cualquier cosa que hubiera hecho se habría encontrado de pronto en el centro de ese erizo triple que él organizó tan diestramente. La cosa está bien clara, Gregor Laemmle: él fue más fuerte que tú, cosa que no le ocurre a todo el mundo. ¡El pequeño monstruo!».
Un poco más y se sentiría orgulloso.
Otra vez el teléfono.
— Es el señor Gortz. Está llegando.
— ¡Dile que acabo de irme a la Patagonia!
Joachim Gortz se presenta una hora después. Relata que viene directamente de Basilea y que ha tenido que sustituir a su chófer en el volante de su nuevo Mercedes: un 540 K.
— Por otra parte, no estoy nada contento… Hablo del coche, no del chófer. Prefería el roadster de hace cinco años, o incluso el 500. El aumento de la cilindrada no ha aportado nada extraordinario, ni tampoco la quinta marcha. ¿Por qué diablos han modificado la carrocería?
Gregor Laemmle cuelga el teléfono-es su vigésima llamada de la mañana-y después comienza un solitario.
— Déjenos, Soëft, por favor.
La puerta se cierra tras Soëft.
— Me horroriza su bigote-prosigue Laemmle-. Voy a ordenar que se lo corte, por una orden con el encabezamiento del gran cuartel general de Hitler. No imagino nada, querido Joachim, que me interese menos que la cilindrada de un Mercedes.
— Aparte de las deambulaciones del ejército de Adolf.
— Exactamente: las deambulaciones del ejército de Adolf me interesan aún menos que la cilindrada de los Mercedes. ¿Café?
— Me serviré yo mismo.
Silencio.
— ¿Qué ocurrió en el Var, Gregor?
— Supongo que Jurgen Hess habrá hecho un informe.
— Lo ha hecho. Pero lo que yo quiero oír es la versión de usted.
— ¿Le han encargado que me interrogue, querido Joachim?
— No recuerdo haberle visto nunca de mal humor. Hasta ahora.
— La palabra es floja. En el Var, el buen Jurgen sabía de antemano el lugar del encuentro y no me avisó de ello, María Weber acudió a la cita que tenía conmigo, y los matones del buen Jurgen también: Ella ha muerto y, con Ella, ese español alto al que le faltaban dos dedos de una mano.
Gregor Laemmle baraja sus cartas y las dispone en columnas irregulares, algunas descubiertas, otras no.
— Según Hess-dice Gortz-, parece ser que le comunicó las informaciones que él poseía, pero usted se negó a utilizarlas, y sólo quiso hacer lo que se le había metido en la cabeza, obsesionado por no se sabe qué esteticismo…
— El buen Jurgen ignora hasta la palabra esteticismo.
— Y usted dejó escapar voluntariamente al Niño.
— Muy bien-dice Gregor Laemmle, sacando el as de trébol.
— ¿Sabe usted de dónde procedían esas informaciones de Hess?
— La Gestapo de París capturó a una tal Catherine Lamiel que practicaba un deporte llamado resistencia. La Gestapo encerró a esa muchacha en la calle de las Saussaies, en un sótano, y quemó con ácido algunas partes de su cuerpo. El padre, la madre y el hermano de la señora Lamiel, de casada Pagnan, todos adeptos al mismo deporte, también fueron detenidos. Les han fusilado esta mañana, contrariamente a las promesas que el buen Jurgen había hecho para convencer a la encantadora muchacha de que le ayudase un poco. Parece ser que ella quedó ligeramente desconcertada desde entonces. ¿Qué ha venido a decirme exactamente, Joachim?
— ¿Sabe usted dónde está el Niño?
— Yo no dirijo la búsqueda; lo hace el buen Jurgen.
— ¿Hay alguna posibilidad de encontrar al Niño?
Gregor Laemmle sonríe mientras recupera la dama de corazones con el rey de picas:
— Ni la más mínima.
— Le ayuda la policía y la gendarmería francesa.
— Divertido-dice Gregor Laemmle.
— Repito mi pregunta: ¿sabe usted dónde está el Niño?
— ¿Para qué repetirla? Ya la he oído la primera vez.
— Desde la muerte de Reinhard Heydrich-dice Gortz-está usted en una situación poco común. En cierto modo, existe usted sin existir. Es cierto que hay un Gregor Franz Laemmle, ascendido a Oberführer SS en marzo de este año, pero no ha recibido hasta el momento ningún destino. Y lo que es más sorprendente, no ha percibido ningún sueldo. ¿Le han pagado alguna vez, Gregor?
— En octubre de 1940. Después, unos meses más tarde, han puesto a mi disposición unas sumas fabulosas.
— En francos franceses. Se trata de una pequeña parte de las indemnizaciones que Vichy nos paga como alquiler desde que ocupamos Francia. En su caso, era un margen de maniobra. ¿Le queda algo?
— Hasta no saber qué hacer con ello.
— Sin hablar de su fortuna personal, que siempre ha sido considerable. Pero nunca ha recibido usted ni un solo marco del Estado alemán, ni de su ejército. En estas últimas semanas, Gregor, Hess ha hecho todo lo posible para apartarle del asunto Von Gall. No lo ha conseguido por la sencilla razón de que no puede quitarle una misión que oficialmente nunca le ha sido confiada.
— La segunda razón es que usted vela desde las murallas para defenderme, mi querido Joachim. ¿Acaso van a enviarme al frente ruso?
(El tono de Gregor Laemmle sigue teniendo un aire totalmente divertido.)
— Hess se emplea a fondo en ello e intenta convencer a Himmler y a Bloemelburg en París. Bloemelburg es el jefe de la Gestapo en Francia. A propósito, sé que usted no fuma, así que le he traído unas chocolatinas de Suiza.
— Lloro de agradecimiento. ¿Para qué ha venido usted?
— Usted quizá lo sabe.
— Sabe usted que el buen Jurgen es un asno y cuenta conmigo para atrapar, o reatrapar, al Niño. Me lo pide usted sin pedírmelo, pero pidiéndomelo de todos modos. ¿No es posible enviar a Hess al frente ruso?
— Me temo que no. Al menos de momento.
— Yo soy un pequeño perro de caza muy astuto y muy limpio a quien se le exige que forme equipo con un doberman perfectamente estúpido, baboso y sucio que no sabe otra cosa que dar grandes mordiscos a todo lo que se mueve… Y el Niño se burlará del doberman. Pero trataré…
Gregor Laemmle saca sucesivamente el as de diamante y todos los diamantes hasta la dama.
— Dése cuenta, querido Joachim: ni siquiera conseguí ver su rostro, mientras Ella ardía en el Hispano…
Silencio.
— Pero trataré de que el doberman no me moleste demasiado. ¿Por qué otro motivo deseaba usted verme?
— Quattermain.
— No comprendo.
— Usted comprende siempre. Quattermain vale más que el chiquillo.
— Por su familia. Y por las relaciones que ustedes tienen con esa familia.
— No lo maten, por favor.
— Estas chocolatinas son magníficas.
— No lo maten. Vale mil veces más que el Niño, que, por otra parte, ya no vale apenas nada, una vez muerta su madre.
Gregor Laemmle sonríe, mientras mastica las chocolatinas helvéticas. Llega a la conclusión de que odia un poco a Joachim Gortz. (Aunque el término odiar es sin duda excesivo, «sería preciso que yo fuese capaz de odiar a alguien aparte de a mí mismo, lo que no es el caso».) «Yo no tengo ninguna animadversión al querido Joachim…, lo cual es muy normal. El buen Jurgen, al menos, presenta todas las características que me divierten: es estúpido, fanático, es previsible, concilia naturalmente el amor de la patria y el de la familia por una parte, y por la otra tiene afición a los exterminios en masa y a las degollaciones; en resumen: es un hombre vulgar. El amigo Joachim es de otro temple. En primer lugar, me sobrevivirá. Es de los que siempre sobreviven y en la noche de las batallas recorren pensativamente los campos cubiertos de muertos, calculando cuánto valdrá en lo sucesivo la hectárea así fertilizada.
»Y, además, no me gusta demasiado su modo de hablar del Niño. Al oírle, le diría que yo soy un amante engañado y mis investigaciones no tendrían otra finalidad que la de recuperar el objeto de mi pasión, acabando salvajemente con el vil seductor, quiero decir con Quattermain. Es divertido. Y tanto más irritante cuanto que es bastante justo: yo acaricio, en efecto, la esperanza de hacer pedazos a ese americano, sobre todo si él comienza a creer que es el padre de Thomas, con derechos sobre él. Sin estas chocolatinas que estoy comiendo, quizás estaría rechinando los dientes».
— ¿Ha terminado Schädelbohrer, querido Joachim?
— Ha perdido su prioridad. ¿Quattermain está con el Niño?
— Sí.
— ¿Sabe usted dónde?
— La pregunta es delicada.
— Según Hess, ya habrían conseguido salir de Francia. Habrían franqueado la barrera a pie. ¿Sabe usted que se ha encontrado el Ford?
Gregor Laemmle ha logrado hacer su solitario. Vuelve a barajar las cartas e inicia el difícil solitario de María Antonieta…, aunque a la pobre dama le trajera tantas desventuras el haberlo hecho; pero él no es supersticioso.
— Lo sabía usted, evidentemente-prosigue Gortz-. El coche estaba oculto cerca de Nimes, a menos de dos kilómetros de la entrada de la ciudad. Y además hay esa llamada del teléfono… Usted sabe todo esto. Gregor: quiero al americano vivo, y hay que capturarlo en territorio francés. ¿Qué quiere usted a cambio?
Transcurre el tiempo.
— El Niño, de acuerdo-dice Gortz-. Pero necesito una buena razón para convencer a la Gestapo. Y a Hess.
«Aquella María Antonieta debía de tener la inteligencia de una tendera-piensa Gregor Laemmle-; su solitario es idiota: haría las delicias de un chimpancé, a no ser que éste fuese un retrasado mental. ¿Voy a jugar esta carta? ¿Y ahora mismo? Al jugarla, condeno al Niño a muerte, o por lo menos a la tortura, que le destrozará por completo. La cremación de su madre ya ha debido ponerle en un estado espantoso, y él mismo va a continuar ardiendo hasta el último día de su vida, y tal vez no se reponga nunca. Por lo menos será durante algún tiempo como una bomba viviente, tanto más cuanto que ha sido alcanzado en esa edad crítica en que las regulaciones de la sociedad no han extinguido o alejado todavía la crueldad de la juventud; y que además, con el entrenamiento a que Ella le ha sometido, ha decuplicado una inteligencia que ya era fuera de lo común.
»Pero si no juegas esa carta, el buen Jurgen tendrá el placer de matarle. Por cretinismo o porque sabe lo que tú te interesas por él».
— Tengo una razón perentoria-dice Gregor Laemmle.
— Nunca he dudado que usted encontraría alguna-Joachim Gortz sonríe-. ¿Cuál?
— El Niño sabe lo que su madre sabía. Para Schädelbohrer, el hijo vale lo que la madre. Todos esos cifrados y otros divertidos secretos bancarios que le interesaban tanto antes de que Quattermain le fascinase, el Niño los conoce.
Silencio.
— ¿Por casualidad no intentará usted engañarme, Gregor?
— Vaya usted a saber-dice Gregor Laemmle, muy suave.
— Pero usted lo sabe. ¿Y desde cuándo está usted al corriente?
— Creo que lo he sabido siempre. Era pura lógica; si no fuera así, la madre no habría preparado de ese modo al hijo. Más concretamente, tengo la convicción desde que viajamos juntos en un tren, el Niño y yo. Y tuve definitivamente la certeza de ello cuando jugamos al ajedrez el uno contra el otro. Me derrotó por completo, dicho sea de paso.
El teléfono otra vez.
— Tendrá usted a su americano, esté tranquilo-dice Gregor Laemmle-. Hasta la vista, querido Joachim.
En la noche del 9 al 10, Quattermain llega al fin a Nimes. A pie. Ha dejado al muchacho y al Ford ocultos en las inmediaciones de un puesto de caza. En las primeras casas obtiene la confirmación esperada: un furgón de la gendarmería y unas barreras filtran la circulación, que es muy poco densa; hay otros vehículos y unas motos que esperan. Es un primer indicio, pero no le satisface: tendido boca abajo, enfoca sus prismáticos. Descubre otros coches, menos oficiales éstos, dispuestos en una cadena que parece ininterrumpida. «Es una movilización general».
Encontrar un teléfono le lleva algún tiempo. Camina paralelamente a la barrera policial, impresionado por su extensión; descubre en ella ciertas debilidades, pero desconfía de ellas: tal vez se trata de trampas. «Estoy adquiriendo una sutileza terrible».
Finalmente descubre la línea telefónica. Es evidente que sale de la ciudad y parte directamente a través de los campos. Quattermain camina siguiendo el tendido.
«Veinticinco o treinta años más de entrenamiento y sería un espía perfecto».
Atraviesa tierras sin cultivar, escala taludes, salta arroyos encauzados con cemento, rodea un estanque probablemente artificial, que parece ser un depósito para el riego, y entonces se le ocurre una nueva idea.
Continúa a lo largo de la línea y encuentra una granja muy grande. De lejos, por una ventana, descubre una mesa llena de comensales que celebran algo, e incluso una novia.
Al final de una marcha de dos kilómetros, llega a la vista de otra granja. En ésta, todo está apagado. «Sin duda sus habitantes han sido invitados a la boda. Has tenido suerte». Prueba con la puerta principal, que tiene dos batientes y que al parecer da a un ancho corral interior. Pero está cerrada con llave. Una vuelta completa a las edificaciones le hace maldecir esa manía tan francesa de considerar cualquier casa como una fortaleza en peligro: en los Estados Unidos o en la Gran Bretaña, romper un cristal le hubiese bastado para entrar. Sin embargo, acaba descubriendo una ventana que, milagrosamente, no está provista de barrotes y cuya cortina cuelga de través.
Poniendo en pie la vara de una carreta, trepa por ella. En seguida se encuentra en un granero.
Y de allí, a la planta baja. Con la llama de su encendedor, ve unas velas y las enciende. Lo que hay en el interior le sorprende: la casa no está amueblada como una granja, sino más bien como una casa de campo, en la que las horcas para el heno y otras herramientas sólo sirven de decoración. Encuentra allí libros, bibelots y una reserva asombrosa de productos alimentarios: la bodega excavada en la roca está más que repleta, se alinean las conservas a lo largo de los pasillos, bajo la mesa de la cocina y hasta encima de los armarios.
Hay un despacho. Quattermain lo registra y deduce de sus investigaciones que el propietario de la casa ocupa un cargo importante en el Ministerio de Abastecimientos. El señor está casado, tiene cinco niños y un hijo mayor que es teniente del ejército y está destinado en Oran, a no ser que haya cambiado después; pero su última carta está fechada el 6 de octubre último.
Acaba su inspección en la planta baja y sale al corral interior. Los antiguos pajares han sido acondicionados como habitaciones, a excepción de un hangar y de un garaje. Allí descubre un coche. Es un Chenard-Walker muy bien conservado, cubierto por un toldo, y cuya batería ha sido sacada y colocada sobre un banco, cerca de una toma de corriente en la que está enchufada.
Instala la batería en su lugar y la pone en funcionamiento. El motor arranca en seguida. El depósito está lleno en sus tres cuartas partes.
«No pierdas el tiempo. No olvides que le has dejado solo en el Ford».
Efectúa varios viajes y llena a medias el maletero con todas las provisiones que puede: conservas y cajas de galletas, más un jamón, más media docena de mantas. Se lleva también un abrelatas, un cuchillo y, por si acaso, un rollo de cuerda. Y algunas ropas. Y todo un paquete de cupones de racionamiento.
Y dos linternas eléctricas.
Duda ante los fusiles de caza, pero finalmente los abandona.
Corre.
Vuelve al despacho y se mete en el bolsillo el juego de llaves de repuesto que ha encontrado.
«Vamos allá».
Descuelga el teléfono y la operadora tarda un tiempo increíble en responderle.
— Yo no hablar bien el francés-dice él-. Soy sueco. Pido que me perdone. Quiero hablar con la policía. Pronto.
Esto tarda todavía un minuto largo. Al fin escucha una voz de hombre. Que dice que sí, que es la gendarmería, sí. Quattermain inicia de nuevo su espantosa jerga, en la que mezcla palabras supuestamente suecas («quizá no sea así, si bien se mira, pero en todo caso se parece a los borborigmos que eructaba aquella actriz con la que pasé un delicioso fin de semana en Palm Springs…»). Explica que se llama Svenson, que es de Suecia y que ha sido atacado por un hombre que ha intentado robarle su coche. Describe a su agresor y, entonces, el gendarme del otro lado del teléfono comienza a interesarse enormemente por su historia: ¿el agresor llevaba consigo un niño de ojos grises? Ya, ya-dice Quattermain-, el muchacho ser en un pequeño coche. ¿Que si puedo describir ese coche? Ya, ya, en un Tréfle Citroën, incluso ha tomado el número.
Da el número de matrícula de uno de los pequeños coches que han llevado a la boda a los invitados. Y dice que él mismo, Svenson, de Estocolmo, estará en Nimes mañana por la mañana, a primera hora, y que se presentará en la gendarmería.
Cuelga y, a partir de entonces, actúa rápidamente. Hace salir el Chenard del corral interior y cierra con llave la puerta de doble batiente. Cuatro minutos más tarde está delante de la primera granja, en donde ahora están cantando. Desciende, se dirige hacia el minúsculo Tréfle Citroën, le empuja unos cien metros y a continuación pone en marcha el motor. Le hace rodar hasta el estanque-alberca. A veinte metros de la orilla, apaga los faros, encuentra una piedra, bloquea el acelerador, pone la primera marcha y se aparta.
En el haz de luz de la linterna eléctrica, el Citroën, casi demasiado ligero, tarda dos interminables minutos en hundirse y en desaparecer bajo las aguas.
Sube otra vez al Chenard y, cuando llega a la proximidad del refugio de caza, cree en principio que se ha equivocado: el Ford ya no está allí, en el lugar en donde le había dejado. Desciende y barre los alrededores con el pincel de la linterna. El refugio de caza está vacío. «¿Se habrá ido con el coche?». Después, el haz de luz produce un brillo de cromo. El Ford está a veinte metros.
— ¿Thomas?
«¡No habría debido dejarle solo!».
— Thomas, soy yo, Quattermain.
— Estoy aquí.
El muchacho sale literalmente del suelo, levantando la especie de pequeña trampa que se ha confeccionado con unas cañas y unas hojas. «Habría podido pasar a un metro de él sin verle, incluso en pleno día».
Thomas se acerca y contempla el Chenard:
— ¿Dónde lo ha cogido?
— Lo he robado.
— Ésa será una razón más para que los gendarmes corran detrás de usted.
El tono es plácido, si no es sarcástico. . Quattermain vacía el Ford y coge los bidones de gasolina. Vierte su contenido en el depósito del gran Chernard. El niño le contempla sin moverse.
— ¿Habrá gendarmes esperándonos en Nimes?
— Sí.
— ¿Y los otros también?
— Sí.
— ¿Ha telefoneado?
Quattermain da su informe; «no hay otra palabra; estoy dando un informe a este chiquillo».
— Sube, Thomas.
— Ha sido bastante astuto-dice el chiquillo-. Me refiero a telefonear y decir esa mentira. No muy astuto, sólo bastante. Eso no engañará al Hombre de los Ojos Amarillos, pero a los otros, sí.
— ¿Cuáles otros? Yo creía que era Laemmle el que dirigía la persecución.
— No es lo bastante tonto para utilizar a los gendarmes y sobre todo para dejar que su barrera se vea a varios kilómetros. Eso debe de ser cosa de Jurgen Hess, que ése sí que es un auténtico cretino.
— En el coche me explicarás quién es ese Jurgen Hess. Sube.
En lugar de obedecer, el muchacho retrocede tres o cuatro pasos.
— Eso depende de adonde vayamos.
— Sé muy bien adonde voy-dice Quattermain-. No me hagas perder más tiempo.
— Si echo a correr, esta vez no conseguirá atraparme.
— Hoy ya te he atrapado una vez.
— No lo recuerdo. Pero si me cogió, fue porque estaba trastornado. Ahora ya no lo estoy.
«¡Dios mío!», piensa Quattermain, a quien las dos últimas horas, sumadas a las precedentes, han fatigado considerablemente.
— Tengo que discutir contigo sobre nuestro destino, ¿no es eso?
— Sería mejor.
— Nos esperan en Nimes y probablemente en decenas de kilómetros a un lado y a otro de esa ciudad. Deben de vigilar todos los barcos de la costa, y también deben de vigilar los puentes del Ródano. Vayamos al norte, dejando el Ródano a nuestra derecha. Pasaremos por las Cévennes y sólo después volveremos a bajar hacia España.
— Exactamente lo que el Hombre de los Ojos Amarillos pensará que vamos a hacer. Ha dejado a Hess que se ocupe de Nimes, y tal vez de los puentes del Ródano y de los barcos, con ayuda de los gendarmes, y él nos irá a esperar al norte. Es terriblemente listo.
— Más listo que yo, ¿verdad?
— Le vencerá cuando quiera-dice el chiquillo.
Pero da un paso y luego otro, se acerca al Chenard y finalmente sube a él.
— Vamos al norte, de acuerdo-dice.
— Muy bien, jefe-dice Quattermain-. ¿Y por qué ir al norte si Laemmle nos espera allí?
— Porque es preferible caer en sus manos que en las de Hess. Hess es un loco.
Quattermain acciona la puesta en marcha.
— Casi tan loco como Laemmle-añade el chiquillo.
— ¿También Laemmle está loco?
— Todo el mundo está loco. Todo depende de cómo y cuánto, nada más.
— ¿También yo?
«Ya conoces la respuesta, Quattermain».
Los ojos grises giran lentamente y se clavan en él. Silencio. El muchacho tira de la portezuela y la cierra.
— Le ruego que me perdone-dice-. No he sido muy amable con usted. Nos vamos cuando usted quiera.
Thomas se despierta y comprueba que el nuevo coche avanza por una carretera tan estrecha que, a veces, las hojas de los verdes robles que la bordean rozan la carrocería.
Él no se mueve. La Cosa está a punto de volver y es horrible luchar contra ella.
La Cosa insiste.
Entonces hace como si se agitase en su sueño y deja que su frente choque con la portezuela. Así puede abrir los ojos y todo es un poco menos difícil. Y después, el otro Thomas (el que hace funcionar el mecanismo y el que juega al ajedrez) le repite que eso va a pasar.
De acuerdo, eso pasa.
Es terriblemente duro, pero pasa. Lo peor es cuando tienes los ojos cerrados y el otro Thomas se duerme y deja de funcionar el mecanismo.
Eso ha pasado.
Se incorpora y mira al americano. Que también le mira a él y le sonríe. Pero que no dice nada. Tiene un aspecto realmente fatigado. Es amable, en el fondo. A no ser que finja ser amable. Y fingiría ser amable para hacerle hablar a él, a Thomas, para hacerle decir cosas que quiere saber, esas cosas que Ella le dijo a escondidas, explicándole detenidamente lo que tenía que hacer, y cómo y dónde.
Pero no está seguro. Ella le dijo que eso podría suceder alguna vez.
Desconfía, de todos modos.
Durante el tiempo que estuvo lejos, viendo lo que ocurría por la parte de Nimes, él leyó y miró todos los papeles que éste había dejado en su abrigo: la carta, el pasaporte del americano y el pasaporte con su propia foto; y también unas tarjetas, unos papeles sin interés, unas fotos de personas desconocidas. Leyó todo lo que el americano había dejado en su abrigo. Naturalmente, lo que ha quedado en su memoria es la carta. No lo ha comprendido todo, pero sí lo esencial. Ha reconocido la letra de Ella: «David, no me habría dirigido a usted si no mediasen unas circunstancias excepcionales. Escribiendo esta carta, yo… (una palabra no comprendida) con todas las reglas…»
Y después esa frase, con la palabra encinta, que él tampoco conoce, pero cuyo sentido no es difícil de comprender, puesto que Ella dice en seguida: «No se engañe: yo había deseado ese hijo».
Seguramente es eso lo que quiere decir encinta.
«Y el hijo soy yo.
»Dicho de otro modo, él sería mi padre.
»A no ser que sea una carta falsa, que hayan imitado su letra.
»Tal vez».
Se concentra y reflexiona.
«Hay otra explicación posible: quizás Ella escribió esa carta, pero diciéndole mentiras expresamente para que viniese a Europa y se ocupase de mí».
Por otra parte, eso no tiene importancia.
«El Hombre de los Ojos Amarillos le matará, dirá a Soëft que lo mate y será muerto. Realmente no sirve para nada interesarse por las personas que van a morir. Comienzas a quererlos un poco y mueren. Eso no sirve de nada.
»Sobre todo si utilizas al americano como a un caballo o a una torre, para tender una trampa al Hombre de los Ojos Amarillos, sacrificando la pieza. Cuando es ésa la única manera de ganar, no hay que dudarlo».
— ¿Estás bien, Thomas?-pregunta el americano.
— Sí, señor.
— Has podido dormir un poco, ¿verdad?
— Sí, señor. Conduce usted muy bien.
— Gracias, Thomas. Pero no estás obligado a llamarme siempre «señor», ¿sabes?
— Lo sé-dice Thomas.
Hacia las cuatro de la madrugada, Quattermain se decide a hacer un alto. Ya no puede más, y sus pesados párpados se han cerrado en dos ocasiones. Sólo el ruido de la gravilla la primera vez, y un violento choque sobre el guardabarros delantero de la derecha, le han arrancado del sueño. La aleta derecha quedó tan hundida que rozaba con el neumático y han tenido que utilizar el gato para enderezarla un poco.
Ha seguido innumerables carreteras de tercer orden, casi siempre señaladas en blanco en su mapa. Según éste, debe de encontrarse en Ardèche, lugar que él conoce un poco. Para mantenerse despierto, rememora el viaje que hizo, quince años antes, con el primo Larry y también, al principio, con la prima Babe. Ésta, pretextando que los brutos de sus primos la habían llevado en realidad a los Alpes, en lugar de al centro de Francia, «porque esto sube todo el tiempo», no había cesado de gruñir. Para terminar, sus primos la habían metido en el Rolls-Royce que les seguía con el equipaje y con Watson, el chófer guardaespaldas impuesto por el tío Peter. Entonces, el primo Larry había sentido de pronto, por una vez en su vida, un frenesí de libertad: se avino a descender por una pradera, luego a pasar por un puente de madera y después a pedalear como un loco por estrechos senderos. Durante cuatro días habían emprendido una especie de fuga, durmiendo en algunas granjas y comiendo en los albergues. Una tarde habían tomado parte en el baile de un pueblo, el colmo de la aventura para el primo Larry, que no había cesado de reír como un colegial. Él, Quattermain, había descubierto dos muchachas y se las llevó a un henil. No paró hasta que el primo Larry jugó con una de ellas, y había velado personalmente para que éste oficiase dentro de las normas y completamente… Y todo acabó entre los gendarmes, porque, desde Nueva York, el tío Peter había avisado al Departamento de Estado, al ejército de los Estados Unidos, a la embajada norteamericana en París, al presidente de la República Francesa y al ministro del Interior, de tal modo que organizó una batida para hallar a los fugitivos, a los que todo Nueva York creía ya secuestrados por los Comedores de Ranas.
«Yo tenía entonces dieciocho años, el primo Larry cerca de veinte, y desde entonces no pasa un trimestre sin que Larry le dé un codazo en las costillas, riéndose estúpidamente. Y cada año arregla un poco mejor la historia, porque ahora está convencido de haber casi violado a la muchacha, cuando tuve que ser yo mismo quien le arrancase el calzoncillo, al que él se aferraba como a una tabla de salvación.
»Las Cévennes quedan a la izquierda. Por el momento estoy en Ardèche, y, si no me detengo para dormir un poco, voy a acabar enroscando el Chenard alrededor de un árbol».
Introduce el Chenard en un camino encajonado. Sus faros iluminan una bóveda de árboles, quizás unos castaños, «porque desde luego no son cocoteros». Sigue el camino unos cuarenta metros. La luna está oculta, no ve ni gota y el cristal subido a medias no disimula que hace un frío de lobos. El chiquillo duerme, profundamente esta vez, y no con el sueño agitado que tuvo desde que partieron de los alrededores de Nimes; se ha despertado hace tres horas, por un breve instante, tras una larga sucesión de gemidos y de agudos grititos, de palabras indistintas, que podían ser francesas o alemanas. Quattermain le ha sonreído, le ha hablado un poco, obteniendo únicamente breves respuestas, con esa mirada asombrosa de los grandes ojos grises que parecen brillar con una especie de fosforescencia.
Quattermain se desliza fuera del coche y, a pesar del dolor de su cadera, se dedica a inspeccionar los alrededores, porque de ningún modo quiere hacer un alto bajo las ventanas de alguna casa cuyos habitantes vendrían a sorprenderles al amanecer. No hay ninguna luz a la vista, ni el menor olor a humo. Y la bruma aumenta. Quattermain experimenta el sentimiento de una soledad terrible, casi trágica.
«Es, por lo menos, excesiva».
No descubre ni la más leve huella de una carretera cualquiera: la tierra empapada sólo muestra el dibujo de los neumáticos del Chenard-Walker. Quattermain borra la marca, ayudándose con una gran rama; amontona primero la tierra blanda con sus pies, luego con las manos, y vuelve a dar un buen escobazo, a la luz de su linterna eléctrica. Titubea de fatiga, pero no vuelve al coche hasta después de haber borrado también sus propias huellas. «Decididamente, me estoy volviendo paranoico».
Pero todavía le queda algo que hacer: levanta al chiquillo dormido y le traslada al asiento posterior, envolviéndole en tres de las cuatro mantas. Los ojos grises se abren al primer contacto y le miran fijamente. La mirada de un pulpo sería menos helada.
— Estarás mejor atrás, kid. Podrás estirar las piernas. Sigue durmiendo. Todo va bien.
Quattermain se instala delante, acomodándose lo mejor que puede, a pesar del volante y de los dos asientos separados, y de la longitud de sus piernas. Su cadera le hace sufrir. Se envuelve en la manta restante y levanta el cuello de su abrigo. En el extraordinario silencio, escucha un momento acechando la respiración del niño, que se ha vuelto a dormir.
«…Yo deseaba ese hijo más que a nada en el mundo. Rompí con usted precisamente por eso, porque usted me lo había dado. Ignoro qué recuerdo conservará usted de mí después de doce años. Tal vez recordará que nunca le mentí».
Quattermain se duerme a su vez.
Creyendo, equivocadamente, que es vigilado por unos ojos de búho.
Para Gregor Laemmle, la jornada del 10, la del 11 y una parte de la del 12 parecen arrastrarse.
En la primera hora de la tarde del 10 llega la noticia de que ha sido hallado el Citroën, presuntamente robado y denunciado por un pretendido sueco que dijo haber sido atacado. Gregor Laemmle no ha creído, evidentemente, ni por un momento, en ese escandinavo, en quien ha identificado a Quattermain (y, de pronto, la imagen bastante difusa que tenía de este último ha comenzado a tomar forma: el hombre tiene fantasía, quizás incluso humor y la suficiente imaginación para crear una añagaza que, por otra parte, ya ha engañado a Hess y a sus amigos gendarmes durante toda la noche del 9 al 10).
Gregor Laemmle no ha creído nunca en una carrera hacia el este por Nimes, o hacia España por no importa dónde. En todo caso, no directamente. O habría que admitir que el americano es tan estúpido como Hess y, además, que el pequeño monstruo está todavía demasiado traumatizado por los acontecimientos del Var para formar parte en la estrategia del tándem. «Y no creo en ello en absoluto, Soëft: nuestro joven amigo tiene unos increíbles recursos, y yo juraría que, a estas horas, su precoz cerebro ha comenzado a zumbar otra vez como una turbina».
Ha descartado la hipótesis de un retroceso hacia el oeste, a costa de un nuevo paso del Ródano: la maniobra sería, ciertamente, inesperada, pero no por ello menos peligrosa.
¿La huida por el mar? Una de dos: o bien estaba prevista desde el principio, y en ese caso sería demasiado tarde para hacer algo, o bien era imposible, porque hasta Hess hizo vigilar el único punto posible de embarque: las Saintes-Maries.
NO, ya sólo quedaba la carretera del norte.
— ¿Desde cuándo están sus hombres en su puesto, Soëft?
Soëft dice que los ha enviado allí el día 9 a las once y treinta de la mañana. Según él, los vigilantes de la primera línea han tomado posición antes de la puesta del sol. Y la segunda línea ha sido establecida más al norte, en el Ardèche, hacia las veintiuna horas.
— El pequeño Citroën fue robado entre las diecinueve y las veintidós horas de la noche del mismo día. La llamada telefónica del presunto sueco se produjo a las veintiuna horas y veintitrés minutos, y procedía de los alrededores inmediatos de Nimes. ¿No es así, Soëft?
— Sí.
— Ellos abandonaron el Ford y fingieron robar un Citroën. Por consiguiente, disponen de otro vehículo. ¿Se ha denunciado algún robo de coche o de moto?
— No.
— Una de dos, Soëft: o bien han conseguido encontrar un chófer benévolo, cómplice o no, o bien han conseguido otro coche cuyo robo no ha sido todavía denunciado. Es muy sencillo. Cállese, Soëft, no le pido su opinión; usted es mi coro antiguo, y nada más. Ellos han pasado a través de su primera línea, Soëft, no me diga lo contrario. ¡La prueba está en que usted no les ha visto!
Soëft dice que sus vigilantes de primera línea han tomado los números de todos los vehículos pasados del sur al norte, a partir del día 9 a las dieciocho horas, y continúan haciéndolo cuarenta horas después.
Gregor Laemmle ha llamado a Krug von Nidda, el cónsul de Alemania en Vichy, y ha conseguido (es un viejo amigo) que intervenga ante Pétain y Laval para que se le proporcionen los nombres y las direcciones de los propietarios de los vehículos. «Lea la lista, Soëft».
Nada durante toda la jornada del 10.
Nada el 11.
Nada en las primeras horas del 12.
«¡Los he perdido!».
Estupor al principio, una verdadera desesperación después. Su convicción de que está a punto de perder al Niño le resulta insoportable, después de la trágica muerte de la madre; «corro de derrota en derrota, con una regularidad digna de la antigüedad».
Reúne las fotos de Quattermain que posee: «¿Y es este cow-boy-bien vestido, es verdad, y bastante guapo, hay que reconocerlo-el que me lo ha quitado?». Y se siente invadido de pronto por una rabia que le desconcierta; ¿acaso soy capaz de odiar a alguien?
En la noche del 10 telefonea a Henri Lafont a París.
Y es el 11 por la mañana cuando llegan las primeras informaciones:
Hace unas diez horas se ha descubierto, en la lista de los vehículos registrados por la primera línea de los vigilantes de Soëft, un Chenard-Walker cuyo dueño es un alto funcionario de Vichy. No ha denunciado el robo porque lo ignora: se llama Maurel y posee una casa de campo cerca de Nimes.
En la noche del 10 al 11 se ha localizado el mismo Chenard, cuya aleta derecha está abollada, rodando por la zona oeste de las Cévennes: ha pasado a una velocidad demencial ante las narices de un vigilante de la segunda línea.
Y la apoteosis que va a desencadenar la arrebatiña: el americano es formalmente identificado en la mañana del 12.
En el momento en que, dirigiéndose hacia el oeste, franqueaban el Ródano por el puente de Valence.
Quattermain sueña que llueve sobre su rostro. Abre los ojos y comprueba que una lluvia muy abundante y fría penetra en el Chenard-Walker por el cristal abierto.
— ¿Tiene usted hambre?
Algunos segundos de embotamiento, pero los recuerdos vuelven en seguida a su mente: está en un coche robado (ha robado incluso dos; ¡tío Peter se caería muerto del susto!), está en Ardèche, acosado por la policía francesa y por los agentes secretos alemanes.
Y reconoce a Thomas, cuyo pasaporte falso pretende que es hijo suyo.
— ¿Tiene usted hambre?
El niño come un gran bocadillo de pan y jamón crudo; tiene una boina hundida casi hasta las orejas, y todo el resto de su cuerpo está envuelto en una esclavina azul oscuro. Lleva colgado en su hombro un gigantesco paraguas negro cuyo mango figura una cabeza de pato o de oca.
Quattermain recobra totalmente la conciencia:
— ¿Dónde has encontrado todas esas cosas?
— He cogido el paraguas para usted.
— ¿Dónde?
Gesto indolente (pero la mirada llena de acuidad desmiente totalmente esa indolencia):
— Hay una granja ahí al lado. Su jamón es extraordinariamente bueno.
Un nuevo bocado es engullido por su boca:
— Y la mantequilla también. Y tiene café con leche.
«Estoy dormido todavía», piensa Quattermain. Se sienta ante el volante (su cadera envía unas punzadas a toda la pierna y el costado derecho, y todo su cuerpo está lleno de agujetas). Se restriega los párpados:
— ¡No me digas que has ido hasta esa granja! ¿Te han visto?
— Eran once a la mesa. Si no me han visto, es porque son extraordinariamente miopes. ¿Viene usted?
Quattermain lleva su mano hacia la puesta en marcha:
— Sube. Nos largamos.
El muchacho mueve la cabeza, compadecido ante tanta inocencia:
— Esa gente oculta a tres aviadores ingleses en una de las granjas. Y además esconden una metralleta y unos fusiles. Yo lo he visto todo y sé dónde han puesto todo eso. Me sorprendería que fuesen a avisar a los gendarmes; incluso estoy totalmente seguro de que no lo van a hacer. Y además, si usted se va ahora, los otros, los de una granja del otro lado de la carretera, verían el coche y ellos sí que avisarían a los gendarmes: son unos petainistas. ¿Tiene usted hambre, sí o no?
Un minuto después, Quattermain está caminando por un bosque de castaños y bajo la lluvia, que es más intensa. A veces aplasta con sus pies unos erizos de castañas; por un momento, casi ha creído que se trataba de animales desconocidos. Cojea ligeramente. Consulta su reloj y ve que son las nueve bien pasadas; «por lo tanto, he dormido casi cinco horas, lo cual es mucho, considerando lo incómodo que estaba». Aunque el amodorramiento de su despertar casi se ha disipado, ha ganado en intensidad su sensación de irrealidad, incluso de fantasmagoría, en este bosque anegado de lluvia en el que ascienden brumas por todas partes: «Yo estaba en Vermont y de pronto…».
— ¿Desde cuándo estás levantado, Thomas?
— No tengo reloj. Tal vez desde hace una hora.
A Quattermain le cuesta imaginar a los habitantes de una granja tomando en coro su desayuno después de habérseles pegado las sábanas. El niño ha debido de eclipsarse en la aurora, si no antes.
— Desde hace una hora, o dos, o tres-prosigue Thomas con indiferencia.
— ¿Has visto realmente unos aviadores ingleses?
— Sí.
— ¿Acaso tienen su avión consigo?
— Llevan ropas francesas que les sientan como un delantal a una vaca. Tienen bigote y hablan inglés.
— ¿Les has hablado?
— No.
El niño dice que sólo les ha mirado; estaba a dos metros de ellos y ellos no le han visto. Tal vez sean buenos aviadores para tirar bombas, ¡pero qué tontos son! Conseguirán que los cojan, con el ruido que hacen y con sus bigotes.
— Yo no tengo bigote-dice Quattermain a la defensiva.
— Afortunadamente.
El niño conduce la marcha, que cubre setecientos u ochocientos metros. Se insinúa con una seguridad increíble entre los troncos ennegrecidos por la lluvia, encontrando a cada paso unos senderos que no parecen ir a ninguna parte y que desembocan, sin embargo, en algún sitio. Pronto aparece un lindero, y más allá se alargan las líneas geométricas de unas edificaciones de piedra cubiertas de pizarras relucientes (que una granja pueda estar hecha de piedra es una de las sorpresas que ha tenido Quattermain al descubrir Europa).
El niño se detiene.
— Los Cazes me han recomendado que tuviese cuidado a partir de aquí, para que los petainistas no nos vean, y para que esos cretinos de aviadores ingleses no nos vean tampoco. Son tan estúpidos, que lanzarían grandes gritos al ver a un americano. Hay que esperar.
— ¿Esperar, qué?
— Esperar a Émilie. Tiene la rubéola, y por eso no está en la escuela. Pero yo la he tenido ya y no puedo contagiarme. Y por otra parte, ella ya está curada, pero mañana son las vacaciones y no le gusta la aritmética.
«Cualquiera diría que emplea un lenguaje cifrado», piensa Quattermain, que deduce que la rubéola, palabra cuya traducción inglesa desconoce, debe de ser una enfermedad infantil. Con lo de los petainistas, en cambio, las cosas son más oscuras: está dispuesto a creer que se trata de alguna tribu local.
— Y otra cosa-prosigue el niño, fijando en él su mirada impasible-: les he dicho a los Cazes que usted es mi padre.
Un movimiento en la esquina de una de las construcciones; una pequeña silueta acaba de aparecer y les hace señas de que avancen.
— ¿Tu padre?
— Tenía que decir algo, y por qué vamos juntos. Siga los palitos clavados en el suelo, sin apartarse de ellos. Es el único pasillo en el que no pueden vernos los de la granja de enfrente.
Thomas deja al americano comiendo en la cocina, bajo la vigilancia de la señora Cazes, y se desliza afuera. Les gusta la lluvia, sobre todo con esta esclavina sobre los hombros. Huele bien, huele a campo y a tierra mojada.
Se reúne con Émilie en el lugar convenido.
— Vamos.
Uno tras otro, se escurren de construcción en construcción. «Tu padre es muy alto», dice Émilie.
Ahora caminan por el bosque. La granja ha quedado a centenares de metros detrás de ellos. Van trepando. «Muy alto-dice Émilie-. ¿Por qué es americano?» «Porque no es español», dice Thomas. «Yo creía que había una razón más complicada», dice Émilie. Continúan subiendo, aunque esto se hace cada vez más difícil a causa de la pendiente y de las hojas secas, podridas todas, que hacen resbalar, mojadas como están. Y además, los zuecos de madera son pesados; seguramente están muy bien para andar por el barro, pero no para ascender por las montañas. Émilie trepa como una cabra, lo cual pone nervioso a Thomas; la niña parece sentirse muy cómoda y no se cae nunca, mientras que él se ha aplastado dos veces, con las manos y hasta la nariz, sobre las hojas podridas.
— ¿Tú has ido a América, Thomas?
— Muchas veces.
— ¿Cuántas veces?
— Diecisiete.
— ¿En barco?
— No iba a ir a nado.
— ¿Es bonita América?
— No está mal-dice Thomas. Está todo sofocado, mientras ella brinca y se vuelve constantemente para esperarle.
Llegan a la cima de la primera montaña y Thomas saca los prismáticos de su esclavina. Pero desde allí no se ve gran cosa, a causa de los árboles.
— Y desde el sitio que me has dicho, ¿se podrá ver?
— Se verá todo.
Siguen una cresta que comienza descendiendo un poco para volver a subir. Thomas calcula que han salido de la granja hace más de una hora, y al fin llegan a unas rocas. Émilie es la primera que se sube a ellas, mostrándole por dónde hay que pasar, y apenas él ha asomado la cabeza puede comprobar que la niña tenía razón: desde allí se ve realmente bien, y hasta muy lejos. Un río transcurre por abajo, quizás a doscientos metros, pero eso no es lo que cuenta. Orienta sus prismáticos y aparece el pequeño pueblo: veinte, treinta casas nada más; cuatro carreteras se reúnen allí. Comprueba en el mapa del americano: todas aquellas carreteras figuran en blanco o en amarillo.
Hay que encontrar al espía del Hombre de los Ojos Amarillos, que debe estar allí, que sólo puede estar allí, puesto que es una encrucijada de cuatro pequeñas carreteras. Seguramente el Hombre de los Ojos Amarillos ha previsto lo que el americano iba a hacer, y lo que ha hecho desde que salieron de Nimes: ir hacia el norte únicamente por las pequeñas carreteras. «Y, por lo tanto, ha colocado espías en los cruces de esas carreteras. Esto no es difícil; no hacen falta diez mil hombres. Hay ocho o diez encrucijadas realmente importantes; eso es todo. Con ocho o diez hombres se pueden vigilar todos los cruces».
— ¿Has visto indios en América?
— Está llena.
— ¿Con plumas?
— Con muchas plumas.
— ¿Qué edad tienes?
Thomas ha estado a punto de responder doce años, para parecer mayor, pero once y medio tampoco están mal.
— Yo soy más vieja que tú: tendré doce años en abril.
— Realmente eres vieja. Ya deberías estar casada.
A mil quinientos metros de distancia, Thomas examina con sus prismáticos cada casa y los huertos que hay detrás de ellas.
— Te burlas de mí, ¿verdad?
— Sí-dice Thomas.
¡Él está allí!
Sí, el espía está allí. «¡Yo le buscaba oculto en alguna parte y resulta que está en la primera encrucijada! ¡Ni siquiera se esconde! ¡Qué idiota!». El hombre está sentado en un coche; se distingue mal su cara, pero se ve que está solo y que parece esperar desde hace mucho tiempo.
— No eres muy alto para tener once años y medio. Yo soy más alta que tú.
— Es porque no quiero crecer.
— ¿Pero por qué?
— No me gusta. No tengo ganas de crecer. El día que tenga ganas, creceré.
Pero tal vez no sea un espía del Hombre de los Ojos Amarillos. Tal vez es un cualquiera. No se puede hacer una jugada como ésta sin estar seguro. Si al menos pasase un coche…
Orienta sus prismáticos hacia las dos carreteras de la derecha. Si el americano, la pasada noche, no se hubiera detenido para dormir, habrían topado directamente con el espía.
El Hombre de los Ojos Amarillos ha debido de situar una primera línea de vigilantes más al sur. La habremos pasado esta noche, mientras yo dormía en el coche, y ellos habrán tomado nuestro número de matrícula…, sobre todo cuando nuestro coche es tan fácil de reconocer, con su aleta abollada. Han tomado nuestro número y ahora estarán buscando al propietario. Quizá ya sepan que el coche ha sido robado.
Bueno.
De acuerdo, ya lo saben. Pero no saben dónde está. Y si ese tipo de allá abajo es realmente un espía, pertenecerá a la segunda línea.
— Puedes besarme, si quieres-dice Émilie.
Y éste también tomará nuestro número y telefoneará dando ese número, y el Hombre de los Ojos Amarillos sabrá en qué dirección vamos, y nos esperará en el este y también en el oeste, como si estuviese seguro de capturarnos, lo mismo si voy a Suiza como si no voy.
Seguramente es eso lo que Laemmle ha hecho.
Thomas vigila las carreteras de la derecha.
— No pareces tener mucha prisa en besarme.
Thomas abandona por un segundo o dos su vigilancia, justo el tiempo de mirar a Émilie. Y le invade una rabia extrañamente intensa, casi un deseo de empujarla y hacer que caiga allá abajo, al río. ¡Besarla!
¡Después de Ella!
Se acuclilla y aprieta fuertemente los prismáticos. «No pienses en otra cosa que no sea el Hombre de los Ojos Amarillos, sólo en él, y en la manera en que vas a vencerle y en cómo vas a matarle, y después de él, a Soëft y a Hess, matarles a todos. ¡NO PIENSES MÁS QUE EN ESO!».
— ¿Estás enfermo?
Thomas levanta la cabeza y descubre que los prismáticos ya no están allí, que los tiene Émilie, que los ha cogido sin que él se dé cuenta siquiera y que mira hacia el pueblo.
— Me duele la cabeza-dice Thomas-. Me encuentro muy mal.
— Te he hablado y tú no me escuchabas; mirabas allá lejos.
— Me duele mucho la cabeza.
— ¿Qué es lo que mirabas hace un momento?
— Nada en especial. Me gusta mirar las cosas.
Le quita suavemente los prismáticos y, justo en ese momento, por una de las carreteras de la derecha se aproxima un autocar.
«Ahora veremos si realmente es un espía».
Observa al hombre sentado en el coche, en la entrada del pueblo. Le ve descender y hacer como si esperase el autocar. Y el autocar se detiene, el hombre sube a él, llega hasta los asientos del coche.
Pero se apea en seguida, fingiendo haber cambiado de opinión.
«Es un espía, no cabe la menor duda».
El hombre se sienta de nuevo en el coche y anota algo.
— Tengo que volver a casa-dice Émilie-. Sobre todo porque tengo la rubéola. Y, además, es la hora de comer.
Thomas baja los prismáticos, pero los vuelve a enfocar en seguida. Esta vez es un coche el que desemboca en la carretera de la derecha. Inmediatamente después, vuelve al espía. Éste se levanta en el acto, en cuanto ve el coche a su vez.
— ¿Vienes, Thomas? Mamá va a zurrarnos. Incluso a ti.
— Ve delante.
El espía también tiene unos prismáticos. Los utiliza y luego anota algo: el número del coche que se acerca. Y en éste va un hombre, con una mujer y dos niñas. Pasa por delante del espía y desaparece por la derecha. Thomas sigue observando al espía. Le ve descender.
Cruzar la carretera.
Entrar en el café.
«Va a telefonear. Pero, desde donde está, ve la carretera. No podrá pasar nadie sin ser visto.
»De acuerdo».
Está muy contento. Esto funcionará.
— Bajo yo el primero-le dice a Émilie.
Esta vez es ella quien se rompe la cara. Se ha hecho bastante daño y llora. En ese momento él llevaba, por lo menos, cuatro metros de ventaja. Thomas se detiene y la espera, calzándose de nuevo los zuecos que se había quitado para correr mejor. «De todas maneras, habría ganado», se dice.
No le gusta perder. En absoluto.
La señora Cazes andará por los cincuenta años. Es una mujer seca, bajita, muy blanca de piel y tiene un antojo con tres pelos negros en la mejilla izquierda. Si alguna vez ha sido bonita, el recuerdo de ello se ha perdido hace tiempo, incluso para ella. A la llegada de Quattermain está sola en la casa, con una de sus hijas. La mujer le hace subir a una de las habitaciones del piso: «No se mueva de aquí y no se asome a la ventana. Los petainistas podrían verle. Nos están espiando todo el día. Le traeré de comer». Dicho y hecho: vuelve en seguida, trayendo unos huevos, jamón y café. «Y sobre todo no vaya a hablar con los ingleses. Tendrían que haberse ido ayer, pero parece que los trenes están muy vigilados. Nos veremos obligados a seguir escondiéndoles, lo cual no es ninguna ganga. Juegan al ruguebi en la granja y gritan como condenados; ninguno sabe una palabra de francés. Unos salvajes. Usted al menos tiene calma. ¿Le duele la pierna? Su hijo nos lo ha contado. Fue mala suerte caer en paracaídas encima de un tren. Esos cretinos de ingleses tuvieron más suerte. Cuando cayó su avión, se posaron como flores. Algunas personas se partieron el pecho para hacerles pasar la línea y traerles hasta aquí. Y ahora gruñen porque no están ya en España. Yo les he dicho que la próxima vez tomen el Tren Azul. Pero no me han entendido. Su hijo les dijo que estuvieran tranquilos, y eso, afortunadamente, les calmó un poco. Pero es mejor que no le vean. Su hijo, bueno, porque puede pasar por un suizo. Pero usted no. Si acaban siendo capturados, podrían hablar de usted. Le he traído unos libros; es todo lo que tenemos en casa. Su hijo ha vuelto por fin; había ido con Émilie a dar un paseo. Ya ve usted: ¡con esta lluvia y cuando ella acaba de tener la rubéola! Émilie es la más joven de mis hijas. Es bonita; me pregunto a quién sale. El pequeño vendrá a verle en cuanto haya comido; come con nosotros, él lo ha querido así. Puede usted estar orgulloso de él: es astuto como un diablo… ¿Quiere usted sopa? Le diré a su hijo que se la suba en cuanto los demás se hayan ido al trabajo».
Quattermain contempla al niño.
— ¿Está buena la sopa?
— Muy buena. Debería comerla antes de que se enfríe.
— ¿Dónde estabas?
Los ojos grises son insondables.
— Le he traído sus prismáticos. Funcionan magníficamente.
Deja los prismáticos sobre la cama, al lado de Quattermain. Después saca del bolsillo una hoja de papel y un lápiz, dibuja unos cuadraditos agrupados y, saliendo radialmente de ellos, cuatro líneas dobles:
— Esto son las carreteras. Si hubiéramos continuado esta noche, habríamos llegado por esta carretera. Y habríamos topado con el espía. Está aquí. Está solo, pero quizá se relevan y el otro estará durmiendo en alguna parte. Cuando pasa un coche…
Thomas explica los manejos del que él llama el espía; describe lo que cree ser el dispositivo adoptado por Gregor Laemmle para capturarles: un espía en cada encrucijada en una amplitud de ciento cincuenta kilómetros.
— Esto parece mucho, pero no hay tantas encrucijadas, después de todo. Mírelo usted mismo. Laemmle ha debido poner un espía aquí, otro aquí y otro aquí.
Traza unas cruces en el mapa de carreteras.
— What's your idea?
Silencio.
— Me has entendido perfectamente, Thomas-dice Quattermain en inglés-. ¿Por qué no me has dicho que hablabas inglés?
— No me lo ha preguntado usted.
— Has leído la carta, ¿no es verdad?
— ¿Qué carta?
Quattermain se limita a mirar fijamente al niño, que echa un poco hacia atrás la cabeza.
— La ha dejado usted expresamente en el bolsillo del abrigo, ¿verdad? Y ha dejado con ella los demás papeles para que no pareciese extraño que la carta estuviera sola.
Silencio.
— Sí, la he leído-dice el niño.
— ¿Lo has comprendido todo?
— Sí.
Es imposible descifrar nada en ese pequeño rostro perforado por esas pupilas impenetrables.
— ¿Puedo preguntarte lo que piensas de ello?
— Nada.
— Eso no es una respuesta, Thomas.
— No tengo ganas de hablar de ello.
— Yo sí tengo ganas. Muchas ganas. Figúrate que he venido corriendo de América únicamente a causa de esa carta y de lo que tu madre me decía en ella.
— Yo no creo que sea usted mi padre.
La réplica es tan abrupta que, durante unos segundos, deja a Quattermain sin respuesta.
— ¿No lo crees o no tienes ganas de creerlo?
— No tengo ganas de hablar de ello.
— ¿Tienes alguna razón para no creerlo? No me mientas.
— No.
— ¿No qué?
— Que no tengo ninguna razón.
— En resumen: ¿crees que Ella me habría mentido en su carta?
— No quiero que diga usted Ella.
— Responde a mi pregunta.
— Sí.
— Ella… ¿Tu madre me habría mentido? ¿Crees realmente que no soy tu padre?
— Son dos preguntas las que usted me hace.
— Te las hago las dos.
— Creo que no decía la verdad en la carta, y creo que usted no es mi padre.
— ¿Pero no tienes ninguna razón para creer esas dos cosas?
— No quiero que sea usted mi padre, eso es todo.
«Tú te lo has buscado, Quattermain».
— Y, según tú, ¿por qué tu madre me mintió?
— Porque tenía miedo de lo que a mí podría ocurrirme. Porque usted es americano, y muy rico, y porque conoce gente en Alemania.
— ¿Entonces, tú no tienes necesidad de nadie?
— No.
— ¿Podrías impedir solo que te capturase el Hombre… ese Laemmle?
Silencio.
— Puedo vencerle-dice el niño.
— ¿Sabes que eres de una presunción increíble?
— Me tiene sin cuidado. Su sopa ya se ha enfriado.
«Tienes que habértelas con un muchacho que está en un estado de nervios espantoso. No le trates como a un niño normal. No lo es ni lo ha sido nunca, ni siquiera antes de que viese a su madre quemarse ante él. Eso sin hablar de todo lo que vivió antes. Cálmate». Quattermain se levanta y deja el libro-Los miserables-, entre cuyas páginas tenía metido hasta ahora su dedo índice. Recuerda a tiempo que no puede asomarse a la ventana.
— ¿Pero yo puedo serte útil, de todos modos, para pasar esas líneas de espías que tú crees que existen?
— Existen.
— Admitámoslo. ¿Puedo ayudarte a pasarlas?
— Si usted quiere, sí.
— Estoy encantado de servir para algo-dice Quattermain, reprochándose las palabras a medida que las pronuncia. Estaba dando la espalda al niño, se la sigue dando todavía, y espera que su irritación se apacigüe. «Realmente tengo un aire inteligente, contemplando esas fotos amarillentas en las paredes de una habitación, en una vieja granja de lo más recóndito de Ardèche, y quizás acosado al mismo tiempo por la Gestapo de paisano y por los gendarmes franceses de uniforme…»
Quattermain gira sobre sí mismo, hace frente al muchacho y se ve sorprendido: el niño está sentado en su cama; pero no sentado a su gusto, como alguien que acaba de decir la última palabra en un enfrentamiento, ni siquiera de acuerdo con su curiosa costumbre (muy erguido, con la cabeza levantada y las manos colocadas a ambos lados de su cuerpo). No; más bien parece desinteresarse, casi abandonado sobre el colchón. Apoya su hombro en el montante de cobre, agacha un poco la cabeza y contempla sus manos con una fijeza extraña, con las pupilas dilatadas y sus manos, precisamente, entrelazándose y separándose con un lento nerviosismo.
Y la irritación de Quattermain desaparece en un segundo. Experimenta un gran impulso de ternura, de pesar y de piedad:
— ¿Te encuentras mal, Thomas?
La barbilla del niño se hunde un poco más en su pecho, mientras que sus labios se contraen y un estremecimiento apenas perceptible recorre el pálido rostro. «¡Creo que va a llorar! ¡Qué extraordinario hombrecito!».
— Thomas-dice Quattermain-. Thomas: me gustaría conocer el plan que has encontrado para franquear lo que tú llamas la segunda línea de los espías sin que éstos te capturen. ¿Quieres hablarme de ello?
Silencio. Pero el estremecimiento del rostro se propaga aún más.
Finalmente, el niño asiente.
Thomas piensa: «Hace un momento he estado a punto de llorar. Es incomprensible; no sé lo que me ha ocurrido. No he llorado desde que Ella murió; lo he intentado, pero no he podido. No hay nada que hacer; es como un río que no quiere correr, y todo está seco, muy seco, o bien es la Cosa que me invade y entonces me vuelvo loco, ya no sé ni dónde estoy ni lo que hago; o bien el mecanismo se pone en marcha, y hace que la Cosa se vaya, y yo no siento nada, salvo unas ideas de cómo vencer al Hombre de los Ojos Amarillos.
»Pero no sólo hay eso; hay otra cosa entre los dos. Está el americano. El americano está entre los dos, y eso no es ni la Cosa ni el mecanismo. No debería preocuparme de lo que él piensa, pero no puedo evitarlo. ¡Naturalmente que es amable! Pero precisamente por eso. Es una pieza sacrificada; voy a perderla y necesito perderla para ganar. Hay que ser terriblemente idiota para comenzar a querer a una pieza que está sobre el tablero.
»Es amable y enormemente inteligente. Yo creía que era bastante menos fuerte que el Hombre de los Ojos Amarillos, pero no es verdad: no es menos fuerte, en absoluto. Es diferente, que no es lo mismo. Por ejemplo, cuando me ha pedido que le hable de mi plan para atravesar la segunda línea; pues bien, lo ha hecho únicamente porque ha visto que yo estaba enormemente triste, y él lo ha comprendido al instante, y ha hecho lo que debía hacer para que yo dejase de estar triste, o para que estuviera menos triste…
»Causa una gran impresión tener a alguien que te mira a los ojos y que comprende que estás triste y por qué lo estás. Ni siquiera Javier podía hacerlo. Él, el americano, te mira y ya no sirve de nada hablar. Y eso hace que yo me encuentre solo. Hemos hablado del plan y él ha tenido razón al corregir algunas cosas. Ahora, el plan que hemos hecho entre los dos es extraordinariamente bueno.
»Y después me ha hablado de él cuando era pequeño (y también esto lo ha hecho expresamente: contarme historias porque quería calmarme y hacerme pensar en otras cosas) y de cómo reflexionaba cuando tenía diez u once años como yo. Es extraño que él también haya podido tener unas ideas parecidas a las mías. No todas, pero sí muchas. Por ejemplo, cuando detestas al mundo entero, o cuando miras al cielo por la noche y tienes ganas de gritar porque aquello es el infinito y te vuelves loco al no poder imaginar lo que es el infinito. Él también ha sentido eso; es extraño…
»Es una lástima que le haya conocido ahora, justamente cuando tiene que morir; una verdadera lástima. Ésa es la razón de que le haya dicho que no quiero que sea mi padre. Y es verdad que no lo quiero. De ningún modo.
»Es una pieza sacrificada, nada más. De otro modo, sería horrible».
El señor Cazes aparece a media tarde, mientras sigue lloviendo todavía.
— Cuando las montañas tienen esa cara, es que va a llover durante días y días. Puedes preparar tu arca, como decimos en este país.
El señor Cazes va enfundado en una gruesa zamarra canadiense con cuello de conejo; cuando se la quita queda reducido a la mitad. Es un hombre vivaz y muy decidido; cada uno de sus movimientos confirma esa primera impresión. Apenas es más alto que su esposa; es sólido y camina con los brazos un poco oscilantes y con unas manos siempre dispuestas a aferrarse como unas tenazas. Al ver su gran bigote caído, se le podría creer un mongol, si no fuese por sus ojos azules. No habla, sino que crepita (sus conversaciones con la señora Cazes deben de parecer un duelo de ametralladoras, piensa Quattermain).
— Tengo que hablarle; traigo noticias.
El señor Cazes ha traído una botella de vino y dos vasos; los llena; bebe un trago más que generoso y hace chasquear su lengua:
— Escuche-acaba diciendo-: aguantar a los aviadores ingleses es una cosa. Aunque sean tan brutos como los tres que tenemos en la granja, que son el colmo haciendo la puñeta. Pero usted y su hijo son harina de otro costal.
— Nos iremos esta noche-dice Quattermain, que encuentra a Cazes muy simpático.
— Beba su vino; es del bueno, lo hacemos nosotros mismos. En la ciudad está el marido de mi hermana, que es el jefe de la estafeta de correos y de teléfonos. Y mi hermana hace de operadora. Y en la otra ciudad, por la parte del Ródano, un primo de la señora Cazes dirige la compañía de autocares. He ido a verles, a ellos y a otros, sólo para comprobar que su hijo no nos había mentido esta mañana…
— A propósito de mi hijo…-dice Quattermain.
— Porque es un caradura de cuidado-prosigue el señor Cazes como si no hubiese sido interrumpido-. No sé cómo le ha educado usted en América, pero si todos son como él, compadezco a los indios. Vigiló mi casa, la registró mientras dormíamos y vino a decirnos luego, al saltar de la cama, que había encontrado a los aviadores y hasta las armas, y que valdría más para mi familia que no les encontrasen a ustedes, a usted y a él, porque, si no, se lo diría todo a los gendarmes… Eso es lo que yo llamo ser un caradura.
— Realmente, no sé qué decirle-dice Quattermain.
— Sin contar que, cuando encontró nuestra casa, la señora Cazes y yo estábamos comiendo nuestra sopa y él también estaba allí, mirándonos como un fantasma salido de la pared. Y nos oyó hablar de esos de ahí enfrente, de esos malditos petainistas, y nos dijo tranquilamente que eso le venía muy bien.
El señor Cazes llena de nuevo su vaso. Un sonoro ruido de pasos vacilantes se deja oír entonces en la escalera y el niño aparece, con su boina, su esclavina y sus zuecos de madera, que explican por sí solos el estrépito.
— Hablando del rey de Roma…-dice el señor Cazes-. Si tuvieras tres años más te daría unos puntapiés en el culo, pequeño. Por tu desvergüenza y para que te apartes un poco de mi Émilie. Y quítate esos zuecos llenos de barro antes de entrar en la casa.
— Sí, señor. Le ruego que me perdone.
— Así, pues, he ido en busca de informaciones-prosigue el señor Cazes-. Y este mocoso ha dicho la verdad: es cierto que les buscan a los dos, y por partida doble. En el oeste, incluso han hecho venir a la guardia móvil. Investigan en todos los garajes por si un individuo alto ha comprado o alquilado un coche… Un individuo alto que no habla o que habla con acento americano, que tiene los ojos azules, que cojea un poco de la pierna derecha y que va acompañado de un chiquillo de pelo negro y ojos grises. Les buscan por todas partes, en una batida que viene del sur y va hacia el nornoroeste, y que estará aquí mañana, si no es antes. Esto no es oficial, sino un rumor que corre: se habla de quinientos mil francos de recompensa, como ustedes dirían.
— Tus zuecos-dice Quattermain al niño.
El muchacho se descalza, pero se queda con los zuecos en la mano.
— Otra cosa-prosigue todavía el señor Cazes-. Según mi hermana, que, como siempre, escucha todas las conversaciones, unos extranjeros que hablan francés, pero algunas veces con un ligero acento alemán, llaman a otro individuo que está en el hotel Noailles de Marsella y que se llama Golaz.
La mirada azul del señor Cazes contempla el vino al trasluz. Levanta un poco los ojos y busca la mirada de Quattermain:
— No me vaya a hablar de dinero, me enfadaría, y no poco. Y además, no sea usted estúpido. Puedo esconderles algunos días; no les encontrarán. Tengo ya a los ingleses, pero tanto peor: nos arreglaremos.
— Nos iremos esta noche-repite Quattermain, con sus ojos clavados en los del niño y asaltado de nuevo por esa ternura tan desconocida, casi punzante, que experimenta-. Nos iremos esta noche. Mi hijo y yo tenemos una idea que quizá nos permita proseguir nuestro viaje.
— Tendrán que cambiar de coche. Su Chenard no llegará muy lejos.
El señor Cazes toma al fin la decisión que sopesaba visiblemente desde hace algún tiempo: llena su vaso por tercera vez.
— Dos de mis hijos han venido conmigo. Están abajo y nos ayudarán. Esta cochina tormenta no estará de más. ¿Me habla usted de su idea o no? Y dígame si podemos servirle de algo.
— Claro que pueden-dice Quattermain.
— Entonces, está hecho. ¿Cómo encuentra usted este vino?
— Muy bueno, realmente bueno-dice Quattermain.
— La verdad es que está asqueroso-dice el señor Cazes-. Se ve que usted no entiende nada de esto.
El americano ha despertado a Thomas; es la una y media de la madrugada, el momento de irse. Han descendido de la habitación y, abajo, la señora Cazes, alumbrada solamente por una vela (para que los petainistas de enfrente no vean luz en plena noche), les ha hecho tomar café y ha insistido para que se lleven una bolsa llena de bocadillos, a pesar de las provisiones que han quedado en el Chenard; la señora Cazes ha dicho que nunca se tiene demasiado, con los tiempos que corren; que ésta no será una noche como las demás, y quizá los días siguientes tampoco, y que de todas maneras a ella no le gusta que la contradigan, porque eso podría ponerla de mal humor; «que Dios les guarde…, y ahora lárguense». Uno de los hijos de los Cazes espera bajo la copiosa lluvia; han caminado por el bosque, en plena tormenta; «tendría que haberme despedido de Émilie, ¿y por qué no besarla, puesto que eso le habría gustado? A pesar de las espinillas de su cara, es muy bonita y muy simpática». Han sacado el coche de su escondite sin hacer funcionar el motor-la tormenta hace mucho ruido pero, de cualquier modo, nunca se sabe, mientras espíen esos otros, auténticos malhechores-, y luego lo han empujado todavía en la carretera, hasta el momento en que el americano, al fin, pone en marcha el motor. Arranca; ya está.
Los dos coches de los hermanos Cazes se colocan en cabeza del convoy; hay doscientos o trescientos metros entre cada uno de ellos, y unos doscientos o trescientos metros más entre el segundo coche y el que conduce el americano, aunque esto depende de la carretera: si hay en ella demasiadas curvas, la distancia disminuye. Y en caso de peligro-de los gendarmes, por ejemplo-el segundo coche de los Cazes encenderá tres veces sus faros y sus luces traseras; entonces deberán esconderse rápidamente. Es muy sencillo.
El americano está extrañamente tranquilo.
Pregunta:
— ¿Por qué les has contado que yo había llegado en paracaídas? ¿Y caído sobre un tren, además?
— Ha sido así-dice Thomas-. No hay ninguna razón.
— ¿No será que tú, en el fondo, querrías que hubiese llegado en paracaídas?
Thomas reflexiona y, de pronto, se siente sorprendido: «¡Muy bien podría ser eso, es verdad! Es realmente extraño».
— No lo sé-dice.
— Lo acostumbrado-dice el americano-es que el héroe llegue en un caballo blanco. Yo, en cambio, debería haber llegado en paracaídas.
— Es realmente estúpido-dice Thomas, furioso.
Avanzan hacia el norte. En algunos momentos, la lluvia parece amainar; pero en seguida arrecia de nuevo. Hace viento y hay unos relámpagos que iluminan la carretera, así como el río, transformado en un enorme torrente, e incluso las montañas, como en pleno día. Thomas se siente totalmente invadido por la cólera: ¡Ahora el americano se considera un héroe! ¡Qué se habrá creído!
— ¿Estás furioso, Thomas?
— En absoluto.
— Yo no soy ningún héroe.
— No necesita decírmelo.
— No quiero serlo. Sólo soy alguien que quiere salir con bien de esta historia. He hecho mal en hacerte esa observación sobre el caballo blanco y el paracaídas. No hablemos más de ello, ¿de acuerdo?
— De acuerdo.
«Pero de todos modos sigo irritado. Me pregunto por qué monto en cólera cuando él me dice algo. Si fuese otro, me traería sin cuidado».
Avanzan muy lentamente. Giran a la derecha hacia el oeste. «Por consiguiente, nos acercamos al pueblo donde está el espía…»
— Me gusta mucho la familia Cazes-dice el americano-. Es decir, los que yo conozco: el señor y la señora Cazes. No conozco a Émilie. Que al parecer es muy bonita.
— Hablemos de otra cosa-dice Thomas.
— Bien, no hablemos más de ello. Pero si esto continúa así, acabaremos sin nada de qué hablar.
— No estamos obligados a hablar.
— A no ser porque viajamos juntos y porque nos persiguen a los dos.
— Me persiguen a mí, no a usted.
— No estoy obligado a seguir contigo, ¿verdad?
Thomas vacila. «Me pone nervioso».
Está buscando todavía una respuesta cuando el coche se detiene de golpe. Justo a tiempo para ver a través de la cortina de lluvia, y al final de una recta, unas luces rojas que guiñan sin cesar. El americano da en seguida marcha atrás y retrocede rápidamente por un camino.
Quattermain se adentra todo lo que puede bajo los árboles y los matorrales que arañan la carrocería del Chenard. Acaba de efectuar, a una velocidad loca, una marcha atrás de ciento cincuenta metros, sin otra luz que la de las luces de posición y teniendo a la izquierda un río que corre produciendo grandes remolinos. «¡Por nada del mundo haría esta clase de ejercicio todos los días! ¡Sobre todo de noche!».
Para el motor.
Se vuelve en su asiento.
Hasta ese instante no descubre que se ha olvidado de apagar los faros, cuyo haz de luz corta en dos las carretera que ha dejado. Se precipita.
«¡Cretino!».
— Es realmente idiota haberse olvidado de apagar los faros-dice el chiquillo.
— La granja.
Transcurre un minuto sin otro ruido que no sea el de la crepitación de la lluvia sobre el techo del coche. Después, uno tras otro, pasan dos vehículos:, al menos uno de ellos parece ser un furgón de la gendarmería francesa.
— La próxima vez haga también señales con los faros-dice el niño.
Unas pequeñas ganas de reír se apoderan de Quattermain, que, naturalmente, las reprime. Sin embargo, le sorprende haberlas sentido. «¡Ese mocoso sería capaz de hacer frente al tío Peter en persona!».
Enciende un cigarrillo.
— El humo me hace toser-dice el niño.
— Me tiene totalmente sin cuidado-dice Quattermain.
«Lo que experimentas no es realmente alegría. Hay diez o quince mil millones de lugares y de circunstancias que convendrían mejor a ese sentimiento». No; lo que siente es una embriaguez casi feroz: se sentiría capaz de derribar montañas, sin contar con algunas divisiones blindadas que al parecer ahora se llaman panzers. «Todo esto a causa de la presencia de un chiquillo al que sólo conoces desde hace cuarenta horas. Pero que ha heredado la mirada de Ella, bajo la cual sientes que te vuelves completamente idiota».
Apaga su cigarrillo y lo arroja afuera, aunque sólo ha fumado la mitad o menos. «¿Es posible sentirse enamorado, con un amor paternal, lo mismo que se experimenta un flechazo con respecto a una desconocida? No te hagas esa pregunta: me parece que ya conoces la respuesta».
Transcurre un tiempo anormalmente largo, en medio del silencio. El niño permanece inmóvil a su lado, tal vez afectado también por esa nueva connivencia.
«A no ser que esté aún haciendo funcionar ese mecanismo infernal de su cabeza para urdir algún plan maquiavélico».
Ha transcurrido media hora cuando finalmente se perfila, en la entrada del camino arrugado por las oleadas de lluvia, la silueta de un hijo del señor Cazes. Se acerca a la portezuela, cuyo cristal baja en seguida Quattermain, y explica que hay que esperar todavía; han conseguido alejar a los dos coches de gendarmes que montaban la guardia en la encrucijada del espía, pero aún queda uno:
— Mi padre intenta hacer que se vaya.
Mueve la cabeza y, al mismo tiempo su sombrero, del cual chorrea el agua:
— No cabe duda de que están empeñados en cogerles.
Se va de nuevo, chapoteando.
— ¿Por qué tanto encarnizamiento, Thomas?
— No comprendo su pregunta.
«No es posible que Ella haya hecho eso-piensa Quattermain-, confiar a un niño esos famosos secretos bancarios. Y, sin embargo…, Ella ha debido de ser capaz de hacerlo; si no, ¿por qué le habría entrenado de ese modo? Además, debe haber una explicación para esa batida monumental. No se movilizan cientos, tal vez miles de hombres, para capturar a un niño que no tiene otra característica que la de haber sido hijo de Maria Weber.
»O mío. Laemmle debe de saber que Ella me ha escrito, puesto que Catherine Lamiel lo sabía. ¿Entonces? Si buscan a Thomas porque tal vez es mi hijo, detenerme a mí ya no tendría valor. Suponiendo que yo tenga algún valor, sería el primer sorprendido. Eso no se tiene en pie».
El hijo de Cazes reaparece:
— No hay nada que hacer: los gendarmes se niegan a irse. Pero ustedes pueden rodear la barrera.
— ¿Y pasar por delante del espía?
— Sí. Tendrá que conducir sin luces, por un camino lleno de agua en el que corre el riesgo de encenagarse. Marchará muy despacio y yo iré delante a pie.
Vuelven a la carretera y Quattermain no distingue apenas los trescientos metros siguientes, recorridos en una oscuridad completa y junto a un río en crecida. La silueta del joven Cazes surge de pronto junto a su coche:
— Tiene usted un puente a la derecha. Entre en él recto, porque pasará muy justo. Y no haga demasiado ruido: los gendarmes están a cien metros de nosotros.
Quattermain prefiere descender y examinar el lugar. El puente de madera no tiene barandillas y el tablero sólo le inspira una confianza muy limitada. «Es divertido. No sé cuánto pesa un Chenard-Walker, pero no voy a tardar mucho en saberlo».
— Baja, Thomas.
— Llueve.
Quattermain abre la portezuela y saca al chiquillo:
— Espérame al otro lado del puente.
Se adentra en el puente. De vez en cuando el joven Cazes golpea en uno de los guardabarros, a la izquierda o a la derecha. Según las señales convenidas, unos golpes repetidos significa que se está desviando y a punto de salirse del tablero; un solo golpe da a entender que todo va bien. El joven Cazes tamborilea tres veces en la izquierda y cinco veces en la derecha.
Vuelve a la portezuela:
— Ya ha pasado. Para serle franco, no estaba nada seguro de que pudiese hacerlo.
— Gracias por haberme avisado-dice Quattermain.
Thomas se sienta de nuevo a su lado. Arrancan otra vez, al paso de un hombre que camina en la noche más oscura y sin duda progresando al tacto.
— ¿Realmente hablas bien el inglés, Thomas?
— Un poco.
— ¿Cuántas lenguas conoces?
— El francés y el inglés.
— Más el alemán.
— Un poco.
— Más el español.
— Un poco.
— ¿Y el italiano?
— No.
— ¿Nada en absoluto?
— Sólo un poquito.
— Dime algo en inglés, para ver…
— My mother is dead-dice Thomas-. She was burned alive
«Oh, my God!.» Quattermain siente ganas de llorar. Afirma su voz lo mejor que puede:
— Se diría mejor burnt, pero burned también es correcto. El verbo to burn es regular e irregular al mismo tiempo. Tienes un buen acento.
— Gracias, señor. Lo recordaré.
Diez, quince minutos más y el joven Cazes reaparece en la portezuela:
— Ahora puede encender sus luces de posición. Pero no los faros. Y síganos a mi hermano y a mí.
A partir de ese momento ruedan un poco más de prisa, pasan por delante de una granja en la que todo está apagado y desembocan en un camino más ancho. Los dos coches se detienen.
— Ya está-dice el hijo del señor Cazes-. La encrucijada en la que está el espía queda a doscientos cincuenta metros, en la salida de este camino a la izquierda. Puede encender sus faros. Buena suerte.
Quattermain recorre todavía un centenar de metros antes de encender los faros. Luego acelera, en medio de los charcos del camino de tierra. Desemboca en el asfalto. Los doscientos cincuenta metros desfilan aún más rápidamente de lo que esperaba. De pronto surgen las primeras casas y, en el arcén derecho de la carretera, aparece la silueta de un hombre con sombrero e impermeable, que evidentemente acaba de salir de su coche, cuya portezuela ha quedado abierta. Quattermain disminuye bruscamente la velocidad, como si se preparase a dar media vuelta, y después se lanza de nuevo hacia delante, dirigiéndose al hombre y obligándole a dar un salto en el último segundo para evitar el gran guardabarros del Chenard.
Pasa como una tromba, atraviesa la pequeña aglomeración a la velocidad máxima, rueda como un diablo durante los dos kilómetros cuatrocientos metros previstos, reduce la velocidad, frena sin que las ruedas rechinen y dobla hacia el arcén en cuanto divisa las ramas cruzadas en la carretera. Pasa voluntariamente por encima, para destruir esa señal de reconocimiento, y disminuye aún más la velocidad. La verja que esperaba se ve a unos cincuenta metros; está abierta y la franquea. Una mujer la cierra inmediatamente después de su paso. Al final de un largo sendero, bordeado por unos plátanos en ambos lados, la luz de una linterna eléctrica, a la derecha de la gran casa, emite una señal.
Quattermain se detiene a la altura del señor Cazes. Éste sube al coche.
— ¿Han conseguido pasar el puente? Yo no estaba nada seguro; está muy podrido.
— Hablemos de otra cosa-dice Quattermain.
Avanzan a través de un parque, del cual salen por una barrera abierta. Inmediatamente hay un arroyo, pero han colocado sobre él algunas tablas y, ayudado por el señor Cazes, Quattermain lo cruza sin dificultades. Luego zigzaguea por un huerto y ataja a través de un primer campo.
— Un tractor pasará mañana por la mañana sobre su rastro-explica el señor Cazes-. O se es del país o no se es.
Después viene una cerca de la que han apartado el alambre de púas para abrir en ella un paso. Después otro campo, un corral de granja, un camino de tierra y dos campos más.
— ¿También habrá aquí un tractor?
— Mañana por la mañana, a primera hora.
— O se es del país o no se es-dice Quattermain.
— Exactamente. Gire a la izquierda.
Quattermain rueda por un camino cuyo destino ignora totalmente, así como su situación con respecto a la carretera. Está perdido.
— Dos veces a la derecha.
Entra en un granero cuyas anchas puertas se cierran inmediatamente detrás del Chenard-Walker. Una lámpara se enciende. En el granero hay ocho hombres, tres de ellos armados con sopletes oxhídricos que ya están silbando.
— Pare el motor. Ya hemos llegado. Van a recortar su coche en pedazos tan pequeños que ya no servirán ni para hacer una bicicleta. ¿Es suyo este coche?
— De un miembro del gobierno de Vichy.
— Entonces, me alegro. Venga a ver.
Salen del granero por la otra fachada, atraviesan un corral, entran en una casa, suben una escalera y penetran en una habitación.
— Venga a ver-repite el señor Cazes en un susurro.
Quattermain se inclina y mira a través de las rendijas de las persianas cerradas. Descubre que están exactamente en la vertical de la encrucijada franqueada hace veinte minutos, allí donde estaba el espía.
Que ahora se encuentra, alumbrado por los faros de varios coches, discutiendo con otro hombre de paisano y algunos gendarmes. El hombre de paisano y el espía se separan de los gendarmes, vuelven de nuevo y pasan bajo la ventana de la casa donde están Quattermain y el señor Cazes. Hablan bajo, aunque en una lengua que se puede adivinar.
— Alemán-dice el señor Cazes-. No me había usted dicho que también estaba enfadado con los alemanes.
— Por timidez, supongo-dice Quattermain.
En la penumbra de la habitación, los dos hombres se sonríen. «Decididamente, me cae muy bien este señor Cazes…»
Salen de nuevo y regresan al granero, donde el niño contempla el despedazamiento del Chenard.
— ¿Podrá caminar tres horas o tal vez cuatro?-inquiere el señor Cazes señalándole.
— Le creo capaz de todo-responde Quattermain.
Las tres o cuatro horas siguientes caminan, conducidos por el señor Cazes y escoltados por uno de los hijos de éste. No es una marcha fácil: hay que subir y bajar constantemente, y siempre bajo esta lluvia obsesionante.
— ¿Qué tal, Thomas?
— Muy bien, ¿y usted?
Deben de ser las siete de la mañana cuando llegan a una carretera. En el camino no han encontrado más que senderos, arroyos que han tenido que vadear mojándose las piernas, repechos muy abruptos, crestas empapadas, auténticas laderas de montaña… pero ni una casa. Han pasado como sombras.
La carretera está asfaltada. Caminan todavía dos kilómetros largos antes de encontrar un aprisco. Allí hay un coche.
— Un tracción delantera de quince caballos, regulado como un reloj. No habrá muchos que puedan correr detrás. Creo que le he encontrado lo mejor; lo he conseguido por la mitad del dinero que usted me ha dado. Su propietario lo había escondido para evitar que se lo requisasen. Las matrículas son falsas. La tarjeta gris está a nombre de Svensson Bjorn. Si hubiese tenido tiempo, le habría hecho un pasaporte sueco.
— Otra vez será-dice Quattermain-. Gracias. Volveré en cuanto hayan limpiado ustedes el país.
— No será cosa de mucho tiempo-dice el señor Cazes-. Pero de todos modos no vuelva demasiado pronto; espere hasta que todo haya terminado.
Se estrechan la mano.
— Sube, Thomas.
El niño se sienta sin dirigir una palabra a nadie. Quizás es porque está sencillamente agotado.
Quattermain arranca y toma la dirección este.
Evidentemente, hacia Suiza.
Gregor Laemmle llama, pues, a Henri Lafont, y esta llamada se produce en un momento de persecución en el que ya hace horas que no se sabe nada del lugar en donde se han refugiado el Niño y el americano, ni de la dirección que han podido tomar. Apenas se sabe que, posiblemente, siguen a bordo de un Chenard-Walker robado en los alrededores de Nimes. ¿Pero ruedan en dirección a España, o han vuelto sobre sus pasos y van hacia el oeste? ¿Han conseguido embarcar en la Camargue para la costa catalana o para las Baleares, o incluso para África del Norte?
¿O estarán, por casualidad, ascendiendo hacia el norte?
Gregor Laemmle se inclina sobre esta última hipótesis o, más bien que esto, la hace suya, «con una convicción tanto más gratuita cuanto que no tengo nada en qué basarla».
Todavía no ha recibido-faltan aún seis horas-la señal de alerta emitida por el vigilante de la segunda línea, el de Ardèche, que anunciará el paso del Chenard-Walker con la aleta abollada, que rueda a toda velocidad en dirección oeste, hacia Cantal o la Dordogne, a no ser que vuelva a descender después hacia Toulouse y luego hacia España, tras haber rodeado por el norte la barrera del bueno de Jurgen.
A las ocho de la tarde llama a Lafont.
La característica voz de falsete, en modo alguno desagradable:
— ¿Y para cuándo quiere usted todo eso?
— Le pido pocas cosas.
Golpe de risa:
— Solamente una movilización general.
— El dinero no es problema, y usted lo sabe.
— Sé que usted mete fácilmente la mano en el bolsillo; nunca he tenido de qué quejarme. Pero si lo hago, sólo será porque usted me es simpático.
— Lo cual me halaga-dice Gregor Laemmle. (Que piensa: «Lo más sorprendente es que lo creo sincero… y que la reciprocidad existe…».)
— En el asunto del Var-dice Lafont-, yo no intervine para nada. Fue su Hess el que quiso prescindir de mí y contrató por su cuenta a no sé qué individuos en Tolón y en Marsella. Resultado: una carnicería, que no fue precisamente un trabajo cuidado. Usted quería viva a esa mujer, ¿no es verdad?
— En efecto.
— Si yo me hubiese ocupado de ello, estaría viva. Su Hess fue muy torpe; eso es lo menos que se puede decir…
— No es precisamente mí Hess.
La voz de falsete se ríe de nuevo:
— Entonces diremos que es un imbécil. ¿Está usted seguro de que el americano y el Niño van a ir hacia el nornoroeste?
— Absolutamente seguro-dice Gregor Laemmle.
— ¿E intentarán también pasar la línea?
— No es imposible. Pero me inclino a creer que intentarán cruzar el Ródano.
— ¿Para entrar después en Suiza?
— Sí.
Silencio.
Gregor Laemmle cierra los ojos:
— Entre Avignon y Lyon, y sin contar esas dos ciudades, hay dieciocho puentes sobre el Ródano-dice-. Quiero tres hombres y dos coches en cada puente.
— Cincuenta y cuatro hombres y treinta y seis coches. ¡Nada menos!
— Y quiero unos efectivos dobles en cuatro de esos dieciocho puentes: los de Valence, La Voulte, Le Pouzin y Rochemaure. Porque son los puentes de paso más verosímiles. Además…
— Me vuelve usted loco, mi querido amigo-dice Lafont, riendo.
— Además, quiero tres destacamentos en reserva, en la retaguardia, dispuestos de tal modo que puedan responder inmediatamente a cualquier alerta en cuanto se señale el paso de un puente.
Silencio.
— Cerca de cien hombres en total-dice Lafont-. Tendré que hacer bajar a unos individuos de Lyon y, naturalmente de París, y hacer subir a otros desde Marsella. Toda la gran truhanería francesa rehaciendo la línea Maginot en la orilla del Ródano. ¿Y para las recompensas?
— Ofrezca usted lo que crea conveniente.
— En toda mi vida, he robado una bicicleta y cinco conejos. Hoy estoy en la policía: ya no robo; confisco. La vida es sorprendente. No le robaré.
— Lo sé.
— Es extraño que usted y yo nos entendamos tan bien. No somos precisamente del mismo mundo.
— Es verdad que nuestro entendimiento es perfecto, lo cual me sorprende agradablemente-dice Gregor Laemmle.
— ¿Pueden matar mis muchachos?
Gregor Laemmle se toma algún tiempo para reflexionar. Medio segundo. El tiempo de enviar mentalmente al diablo a Joachim Gortz y a sus recomendaciones concernientes a Quattermain.
— El Niño no debe recibir ni un arañazo.
— ¿Y el americano?
— Un accidente siempre es posible. Pero debe ser un accidente.
Henri Lafont dice que comprende. Dice también que no podrá mandar personalmente la línea Maginot del Ródano, porque tiene otras obligaciones; pero que confiará las operaciones a su propio sobrino, Paul Clavié, y al mejor de sus lugartenientes, Charles Cazauba… Esos dos hombres saldrán de París dentro de una hora.
— Todos esos individuos que usted me pide estarán en su puesto mañana por la mañana, entre las dos y las cuatro. No puedo hacer más.
— Lo que hace ya es mucho.
Vacilaciones en la voz de falsete. Luego, Lafont sugiere una gestión que podría ser emprendida por Gregor Laemmle y que desembocaría en un ascenso en el ejército alemán para él, para Lafont.
— Sólo soy capitán.
— ¿Por qué no?-responde Gregor Laemmle, con benevolencia y todo el aplomo del mundo. (No se ve en absoluto intercediendo o efectuando cualquier gestión ante Himmler…) Luego dice-: Yo soy Oberführer. Por consiguiente, puede usted permitirse cualquier esperanza.
Cuelga el teléfono, cena una dorada y unos mejillones de Tolón, contempla la Canebiére desde uno de sus balcones y consigue dormitar unos doscientos minutos.
Son las tres y pico de la madrugada cuando suena de nuevo el teléfono y se entera, por un vigilante de la segunda linea del Ardèche, de que el Chenard-Walker avanza a toda marcha hacia el oeste con un hombre y un chiquillo a bordo. No tiene ninguna duda: ha transcurrido demasiado tiempo entre las dos localizaciones del Chenard por las dos líneas de espías.
— Han debido de esconderse en alguna parte y ahora acaban de salir de nuevo. Los mapas, Soëft.
Examina una vez más los mapas de carreteras.
— El pequeño monstruo, Soëft, se ha hecho notar expresamente. Su maniobra no tiene más objeto que el de hacer que se levanten todas las barreras de policía para ser trasladadas más al este. Ahora, una de dos: o bien el americano y él esperan el final del desplazamiento de las barreras para deslizarse al nornordeste, escondidos en alguna parte…
O bien el tándem (y esto es lo más verosímil) ha iniciado ya su marcha, desplazándose a pie a través de la montaña.
Sin perjuicio de hallar otro coche, o una moto, incluso unas simples bicicletas.
— ¿De cuántos hombres dispone usted, Soëft? ¿Dieciséis? Que se trasladen en el más breve tiempo posible a todas las encrucijadas que existan al nordeste y al este del Ardèche. No sé por dónde aparecerá de nuevo el pequeño monstruo, pero es seguro que avanza en dirección al Ródano.
Donde los hombres de Lafont ya están ahora en su puesto.
— ¡Ya los tengo, Soëft! ¡Casi los tengo!
A no ser que el pequeño monstruo haya ideado alguna estrategia demoníaca. Es capaz de todo.
«¡Oh, Dios mío, Gregor Laemmle! ¡Estás sintiendo un placer increíble en esta caza!».
Thomas, en el día que amanece, mira el mapa.
— Hay un cruce a un kilómetro.
— Hay cruces por todas partes-dice el americano-. Pero si sientes predilección por éste, no veo inconveniente.
— El Hombre de los Ojos Amarillos ha debido de colocar a sus espías. Seguro que lo ha hecho.
— ¿Hacia el este?
— Este-nordeste. Seguro.
— Entonces están detrás de nosotros, no delante.
— Hemos perdido tiempo yendo a pie. Ellos van en coche desde que les han movido. Tal vez están delante.
A bordo del Citroën de tracción delantera, Quattermain vigila atentamente la parte baja de la carretera, que desciende en zigzag. Cuando descubre un nuevo camión de guardias móviles, reacciona en el acto. Se adentra en un sotobosque.
El camión pasa. Es el tercero con que se cruzan, y todos van hacia el oeste.
— Éste al menos marcha bien, Thomas: están desplazando sus barreras más al oeste.
— Fue usted quien pensó en ello.
— Gracias por reconocer mis méritos.
Thomas levanta los ojos de su mapa y examina al americano. «Realmente, es un tipo muy extraño: está enormemente tranquilo y no tiene un pelo de tonto. Mi plan era bueno, pero él ha tenido unas ideas interesantes. Y, además, es realmente rápido conduciendo un automóvil, tiene vista y hace lo que es preciso en el momento en que hay que hacerlo. Sin ponerse nunca nervioso; parece que no se fija, pero está ojo avizor. Es como Pistol Peter: tú crees que no ha visto nada, que va a caer en la trampa de los bandidos, pero nada de eso, siempre sale adelante…
»Sin contar con que es amable, aunque cueste creerlo. Le he dicho cosas verdaderamente irritantes, y debería haberse enfadado, pero no, es…
»¡DETENTE!
«Porque si continúas acabarás queriéndole un poco. Y eso no serviría de nada. Él ya está muerto; todavía está vivo, pero es como si estuviese muerto. El Hombre de los Ojos Amarillos le matará, tan seguro como que dos y dos son cuatro. Tú sabes perfectamente que el Hombre de los Ojos Amarillos detesta al americano, simplemente porque el americano cree que es mi padre. Sólo por eso le dirá a Soëft que le mate. Eso está claro, y no sirve de nada fingir no verlo.
»Por otra parte, serás tú mismo quien le mate; está incluido en tu estrategia, puesto que es la pieza sacrificada. Y no se debe querer a las piezas en una partida; eso sería totalmente estúpido».
El americano habla y él no entiende lo que dice. El coche está todavía inmóvil.
— Deberíamos seguir-dice Thomas.
— Ahora seguiremos, Thomas. Pero sólo estamos a treinta segundos. ¿Crees tú que habrá un nuevo espía en el cruce de ahí abajo?
— Creo que hay uno… tal vez.
Silencio.
— De acuerdo. Admitamos que hay uno. ¿Qué es lo que tú sugieres?
— Pasar; no hay otra solución. No nos atraparán si usted sigue conduciendo tan de prisa. Realmente, tenemos un gran coche.
El americano le mira. Mueve la cabeza de arriba abajo:
«Ya está-piensa Thomas-; ha comprendido que la otra solución es posible».
— Entiendo-dice el americano-. Pero yo no tengo demasiada costumbre en estas cosas, imagínate. Carezco de entrenamiento.
Thomas no responde, se calla; «¿qué es lo que podría decir?»
El americano mueve otra vez la cabeza y sonríe. «Como valeroso, sí que lo es», piensa Thomas.
Quattermain coloca la mano en la manilla de la portezuela:
— ¿Me esperas aquí, Thomas?
— Sí.
«Cree que voy a sacrificarle ahora».
— Le esperaré.
— Dame veinte minutos. Después te marchas. ¿De acuerdo?
— De acuerdo.
— No te pregunto si sabes dónde ir; estoy casi seguro de que lo sabes. Si te vas, llévate los prismáticos y el mapa. ¿Tienes dinero?
— Sí.
Silencio.
— Hasta luego-dice el americano.
Sonríe por última vez y se va, con sus largas piernas y su paso tranquilo, que cojea un poco.
«Esto te oprime el pecho, Thomas. Pero él se las arreglará como Pistol Peter. De ésta saldrá bien.
»De todos modos, me siento horriblemente triste».
Quattermain ha recorrido alrededor de cuatrocientos metros. Llega al lindero del bosque, y tiene la carretera al alcance de la vista. Se inmoviliza y su mirada hurga en la pantalla de las hojas de los robles verdes. La encrucijada está a sesenta metros.
Y en un principio no se ve a nadie: «alabado sea Dios».
Pero después observa mejor y descubre de pronto al espía, o al menos a su coche, cuyo capó apenas asoma por detrás de un transformador eléctrico. Su pulso y su corazón comienzan a latir desenfrenadamente al mismo tiempo. «Debo admitir que tengo un miedo del demonio. No lo conseguiré; ¿cómo podría hacer una cosa así?».
Pero como a pesar suyo, desciende sin prisa por el talud y empieza a caminar por la carretera. «Si son dos, estoy haciendo el imbécil».
Camina e intenta ponerse en trance, haciendo resurgir de su memoria unas imágenes del Var. Ella quemándose viva y Javier Coll de pie entre las llamas que le rodean y bajo las ráfagas que le parten en dos. «Es extraño: pensar en ella me excita menos que ver de nuevo al español luchando hasta el último segundo de su vida». Se siente totalmente lúcido y con plena conciencia de los más ínfimos movimientos de su propio cuerpo.
Llega al transformador y lo deja atrás.
Vuelve la cabeza, esforzándose en imprimir en su rostro la expresión de un simple paseante que, al volver una esquina, se encuentra con un viejo amigo.
No hay más que un espía, uno solo; está sentado ante el volante y mira a Quattermain. Éste levanta las manos con un gesto de gran sorpresa. Se aproxima a la portezuela del coche, luego toca el cristal.
— ¿Podría darme una información?
El espía le mira de hito en hito, estupefacto; se decide a bajar el cristal.
— Quisiera encontrar-dice Quattermain-al Hombre de los Ojos Amarillos, también conocido por el nombre de Gregor Laemmle.
Y alarga tranquilamente la mano, como si fuese a quitar del cuello del hombre un hilo que sobresaliese. Pero le sujeta por la garganta, muy fuerte y muy rápido, mientras su otra mano acude en seguida en auxilio de la primera. Arqueando sus muslos sobre la portezuela, tira y arranca al espía de su asiento, y hace pasar la parte alta de su cuerpo por la ventanilla; pero el resto no sigue, bloqueado por el volante, que obstaculiza el paso de la cadera. «¡Oh, Dios mío, no lo conseguiré! Va a soltarse, debe de estar armado. En el Var lo conseguí, pero la suerte no estará dos veces de mi parte». Acentúa la presión de sus pulgares sobre la garganta y el espía sigue debatiéndose: esto no se acaba nunca. Sin soltar su presa, Quattermain se echa hacia atrás con todo su peso y el cristal estalla: el cuerpo entero sale por la ventanilla. Quattermain se pega contra el pecho del espía y al mismo tiempo le golpea con la frente en la nariz, que se parte; el espía le arrastra en su caída. Y él sigue apretándole la garganta. Oye un jadeo que no procede del espía, sino de él mismo, y entonces se da cuenta de que está invadido por un deseo loco, demente, de matar, en memoria de Javier Coll, con el cual, sin embargo, sólo habló una vez.
Y también por el niño, a quien estos cerdos infames acosan sin cesar.
Y ya está: el espía sucumbe, se abandona, con la lengua fuera y los ojos en blanco. «¡Aún no he acabado!». Aprieta más todavía, presa de una rabia helada, hasta que, finalmente, los cartílagos se aflojan bajo sus dedos. Porque ahora las imágenes vienen a él sin que tenga necesidad de recrearlas: el niño, el niño tetanizado por el dolor, en su coche, jadeando y lanzando esos grititos quejumbrosos, a causa de un hombre o de unos hombres como el que él tiene debajo.
«Se acabó, Quattermain, déjale». Aparta las manos, se incorpora y advierte que está a caballo sobre su víctima. Le saca la pistola de la funda y la lanza a algunos metros.
«Se acabó. Al fin lo has hecho. Después de todo, cualquiera puede matar. Y matar a cualquiera».
Entonces recuerda que detrás de él está la carretera, por la cual pueden pasar y desde la cual pueden verle. No ha pensado hasta ahora en lo que iba a hacer, una vez muerto el espía.
«Sin embargo, es muy sencillo».
Abre la portezuela trasera, mete el cadáver en el coche y entonces recuerda la pistola. Va a buscarla-la ve en seguida, encima de un montón de grava-y la coloca al lado del muerto. Se pone al volante y arranca. Toma la carretera en zigzag y asciende por ella, hasta el lugar en que ha dejado su coche y al chiquillo.
«Si el chiquillo aún sigue allí».
Pero sigue allí y sin duda le ha visto llegar y le ha reconocido, porque se encuentra al lado del Citroën. Sin embargo, no se acerca al cadáver y sólo observa lo que Quattermain hace.
Éste saca el cuerpo y lo transporta por entre la maleza hasta un pequeño barranco tapizado de matorrales.
Allí, el espía bascula y cae de cabeza. Desaparece.
«¡Debería haberle registrado!».
Y envía también la pistola al barranco. Vuelve al coche.
— Sube.
— Deberíamos mirar en la guantera.
— Ve a hacerlo.
Quattermain vuelve a sentarse ante el volante, dejando la portezuela abierta.
El niño vuelve:
— Esto no estaba en la bolsa, sino escondido debajo del asiento.
Muestra un documento amarillo, en alemán y en francés.
— Es un mapa de la Gestapo-dice-. El hombre se llamaba Heineman. Había también unos Ausweis, unos salvoconductos. Deberíamos conservarlos.
— Sube.
Quattermain pone el motor en marcha, acciona la marcha atrás, vuelve a la carretera, «una maniobra a la que empiezo a acostumbrarme. Siento una tranquilidad realmente asombrosa…».
— Tiene usted sangre en la cara-dice el niño.
La encrucijada está vacía. Giran a la derecha, en dirección al norte.
— Quisiera que se detuviese-dice Thomas.
El americano disminuye la velocidad y, luego, al descubrir un bosquecillo a su derecha-por el lado en que está el Ródano-, se arrima a la cuneta.
Thomas desciende, camina unos quince metros y luego penetra en el bosquecillo. Se vuelve y mira el coche (no tiene ganas de hacer sus necesidades; sólo lo ha dicho para que el americano se detenga). Reflexiona. Está claro que el momento se acerca. «Habrá que decírselo. Y tú sabes cómo. Lo sabes, pero no te gusta. Ahora está terriblemente impresionado por haber matado al espía. Lo ha hecho, pero eso le ha puesto enfermo. Desde hace una hora no ha dicho ni una palabra, y en algunos momentos sus manos tiemblan. No es ni Soëft ni Hess, ni siquiera el señor Cazes. Éstos matarían a cualquiera sin problemas, si fuese necesario. El americano, no. Quizá no tenga costumbre, de acuerdo, pero no es ésa la verdadera razón. No le gusta matar a la gente, eso es todo. Papé Allègre, cuando había que matar a un conejo o un pollo, decía que no tenía habilidad manual, y finalmente era Mamé Allègre la que lo hacía; pero la realidad era que a Papé Allègre le repugnaba…»
Thomas mira más allá del bosquecillo y vuelve a ver, a unos trescientos metros más atrás (apartada de la carretera), la casa que ya había visto al pasar. Los postigos están todos cerrados, así como la verja. «Seguramente está desocupada y no hay nadie dentro; en seguida se ve cuándo no hay nadie en una casa».
La casa tiene dos pisos y unos postigos azules. Son bastante raros unos postigos con ese azul.
Calcula cómo podría ir allí ahora, en seguida, sin que el americano se dé cuenta.
«No. Me buscaría. Y, además, no puedes abandonarle sin decírselo. La pieza de ajedrez que sacrificas no piensa. Pero él, sí».
Vuelve al coche y sube a él de nuevo.
— Debo decirle una cosa: creo que todos los puentes están vigilados.
— ¿Por tu Hombre de los Ojos Amarillos?
— Sí.
Silencio. El americano cierra los ojos. «Se pone nervioso. Está fatigado (yo también) y todavía se siente enfermo por haber matado al espía; por eso se pone nervioso, pero calmosamente, como suele hacerlo».
— ¿No crees que atribuyes a ese Laemmle unas cualidades sobrehumanas?
— No lo creo-dice Thomas, muy tranquilo. Otro silencio-. Y, además-dice Thomas-, con lo del espía no me equivoqué: había uno, y en el lugar donde era lógico.
— ¿Y es lógico que los puentes estén vigilados?
Thomas no responde… No sirve de nada decir cosas evidentes.
— De acuerdo, es lógico-dice el americano-. Los puentes están vigilados, vamos a admitirlo. ¿Y cuántos hay?
— Entre Avignon y Lyon, dieciocho. Además de los de Lyon.
— Los de Lyon parecen más seguros, ¿no?
— Sí-dice Thomas.
Otro silencio. El americano se frota los ojos con la punta de los dedos y suspira fuertemente:
— De acuerdo. ¿Por qué no me dices en seguida lo que tienes en la cabeza?
— Podemos intentar pasar por Lyon.
Porque los puentes de una gran ciudad son más difíciles de vigilar que los puentes del campo o de las pequeñas ciudades. Forzosamente. Es lógico.
— Pero tu Hombre de los Ojos Amarillos también pensará eso, ¿no es verdad?
— Probablemente. Pero si ignora que yo he comprendido que había que vigilar los puentes, creerá que los cruzaremos sin desconfiar y que podrá capturarnos; o bien sabe que he comprendido, pero piensa que yo he encontrado un truco para pasar; y también puede ser que piense que yo voy a pensar que él piensa que he encontrado el truco y se dice que, puesto que yo he previsto lo que él ha previsto, no pasaré; y por consiguiente es el buen lugar para pasar.
— No he comprendido nada-dice el americano (y sonríe por primera vez desde hace mucho tiempo)-. Ni una palabra. ¿No podrías repetirlo, poniendo puntos y comas de vez en cuando?
— Sin embargo, es muy claro-dice Thomas.
«Bueno, casi», se dice.
— ¿Y si fuésemos a Lyon?
— Podemos intentarlo.
Bosteza, sin hacerlo expresamente:
— Pero tengo un sueño horrible. Y también hambre.
— Podríamos detenernos-dice el americano-. Debemos confiar en que el espía no sea relevado en las próximas horas. Si sus consignas eran las de dar la alarma en el caso de que nos viera pasar, tu Hombre de los Ojos Amarillos pensará que no hemos pasado por donde hemos pasado y nos buscará por otra parte.
— También usted, cuando se pone, hace frases terriblemente complicadas-dice Thomas.
— El homenaje viene de un experto y soy muy sensible a ello-dice el americano-. Y, por otro lado, si esos puentes están realmente vigilados como tú crees, tal vez no vale la pena precipitarse. Deberíamos reflexionar un poco antes de decidirnos.
— Sobre todo teniendo en cuenta que, si el Hombre de los Ojos Amarillos y sus espías no nos ven pasar por ninguna parte, podrían pensar que no estamos donde estamos y que avanzamos hacia el oeste-dice Thomas.
— He aquí algo que me parece muy claro-dice el americano.
— A mí también.
— Ya he visto que, mientras fingías hacer tus necesidades, examinabas la casa de los postigos azules. Yo también la había visto al pasar. ¿Crees que está vacía?
— Lo creo.
Un silencio de nuevo.
— En la familia Quattermain-dice el americano-estamos muy acostumbrados a ser perseguidos por los gendarmes, la policía, la Gestapo y los bandidos. Esa clase de cosas nos sucede constantemente en América. Por consiguiente, conocemos bastantes trucos. Por ejemplo, que el mejor medio de descansar un poco no es el de ir a un hotel francés donde se piden los papeles. Y como es poco frecuente encontrar a un señor y una señora Cazes, lo mejor es buscar una casa vacía y ocultarse en ella… sin abrir los postigos. ¿Vamos allá, Thomas?
Y lo que sucede entonces es una ola muy grande, como aquella que, en la playa de Port-Issol, le llenó la boca y la garganta de agua, le azotó y le derribó, y ya no sabía dónde estaba y creía que iba a ahogarse y a morir. Hasta que llegó Javier, le cogió por el brazo con su gran manaza y le sacó fuera del agua.
Pero Javier ya no está y no estará nunca más, y ahora él estará siempre solo, sin nadie, «y soy todavía muy pequeño; esto no es justo; hay momentos en que tengo ganas de morirme porque no es posible que esto dure».
— ¡Thomas! ¡Eh, Thomas!-dice el americano con una voz extrañamente suave y amable.
— No me toque, por favor. No me toque.
La ola le ha asaltado de nuevo, le zarandea otra vez y tampoco ahora sabe ya dónde está. «Qué terriblemente bueno sería que alguien, cualquiera, te cogiera por el brazo como Javier lo hizo. Es demasiado duro estar solo, realmente; pero suponiendo que tú le quieras, el americano, que comprende mejor que Javier, que es menos fuerte, pero muy alegre y muy amable, esto le traería desgracia, como a todos los demás. Matan a todos los que te quieren y a los que tú quieres. Lo mejor es no querer a nadie. Y la ola es eso: tú quieres al americano, ¿y qué puedes hacer? Nada».
— Estoy muy bien, señor-dice-. Estoy muy bien. Aunque me siento muy cansado.
Se ha cortado las rodillas con sus uñas, tal como si estuviese crispado, pero la cosa va mejor. El mecanismo vuelve a tomar el control.
— Creo que primero habrá que comprobar que la casa está vacía. Tal vez la gente ha salido a hacer sus compras y volverán después.
— Vamos a verlo-dice el americano.
Mira la carretera, a izquierda y a derecha, y como allí no hay nadie, da media vuelta con el coche. Rehace los trescientos metros hacia atrás, se detiene delante de la verja y llama. Nadie responde. Entonces arranca de nuevo y sigue la carretera hasta que encuentra un estrecho camino; sigue el camino y llega a otra puerta, de madera ésta y que da a una especie de paseo con un estanque lleno de agua y de nenúfares, y también con unos plátanos.
El americano dice: «Espérame aquí, Thomas». Pasa por encima de la valla de madera, entra en la propiedad y, después de varios minutos, regresa: «Es verdad que no hay nadie». Y ahora abre el candado con una llave, y luego la valla, y hace entrar el coche y lo conduce hasta un garaje cuyas llaves también tiene. Thomas le pregunta cómo ha encontrado todas esas llaves. El americano explica que ha subido al tejado, ha levantado unas tejas, se ha introducido en el interior de la casa y ha encontrado las llaves de repuesto: «Siempre hay unas llaves de repuesto, Thomas».
La casa está vacía y las camas están hechas.
— Duerme, Thomas. Dormirás tú el primero. Montaremos la guardia por turno, como los soldados en campaña.
Sonríe.
Y Thomas se duerme. Después de todo, tiene más sueño que hambre.
Quattermain se sobresalta y abre los ojos. Tiene en la boca el gusto amargo de los primeros sueños interrumpidos. Se asegura de que el niño duerme apaciblemente y luego se levanta. «Me he adormilado. En un ejército de campaña me juzgarían en un consejo de guerra». Es el mediodía: las doce y media en su reloj. A través de los postigos cerrados, de ventana en ventana y de habitación en salón, inspecciona los alrededores, sin advertir nada que merezca la pena. Desde las habitaciones de delante divisa la carretera, y después, más allá de ésta y de algunos arpendes de matorral, el río. «Que evidentemente podríamos tratar de atravesar a nado, o en una barca, y por qué no, en globo, pero al hacer esto tendríamos que encontrar otro coche en la otra orilla, para poder llegar hasta Suiza. ¿Por qué diablos tengo esa sensación difusa de que el niño nunca ha tenido la intención de ir a Suiza o, por lo menos, no conmigo?».
Vuelve a la habitación en que el niño duerme. Y en seguida le asalta de nuevo la ternura, si es que ésta le ha abandonado un solo momento durante las sesenta últimas horas.
«Salvo cuando estabas matando a ese alemán. Y aun así. Quizá nunca haya sido tan grande como en ese instante, y esto es tu única excusa. Y también la razón de la extremada insignificancia de tus remordimientos. A decir verdad, más bien estás contento-o mejor, satisfecho-de haber matado a ese hombre».
«Tengo hambre».
Baja a revolver en la cocina y en la despensa, pero el resultado es más que escaso: es inexistente. Recordando entonces la bolsa de provisiones de la señora Cazes, sale al jardín de detrás y va a buscarla en el maletero del Citroën. Afuera, todo está tranquilo. No demasiado tranquilo, justo lo que es preciso. «¿Y si nos quedásemos aquí hasta que el primo Larry y el tío Peter vengan a buscarme en compañía de tres mil novecientas cincuenta divisiones blindadas americanas?».
Se encierra de nuevo en la casa y vuelve a subir al primer piso.
«Duerme como un bebé». La palidez casi lívida del pequeño rostro se ha disipado en el reposo del sueño; las pestañas son muy largas y negras, parecen maquilladas como las de Lettie Spencer o las de Ginny Kendall. «Había olvidado por completo a esas mujeres. ¿Cuánto tiempo hace que salí de Vermont? ¿Cinco años?». Come de pie, por temor a dormirse de nuevo. Justo un momento antes de que tomasen juntos la decisión de buscar un refugio provisional en esta casa, algo extraño se había producido en el niño. «Yo creí que, iba a llorar por fin; me pareció que sus ojos se llenaban de lágrimas y, durante un largo minuto, ya no estaba conmigo en el coche, o mejor dicho estaba allí sin estar, probablemente asaltado de nuevo por el horrible recuerdo del Var. Este muchacho tiene una resistencia y un valor que le envidiarían muchos hombres, yo el primero. ¡Qué extraño y maravilloso hombrecito!».
La casa es muy burguesa. Es espaciosa, las puertas son muy historiadas, llenas de motivos y realces redondos, y las flores de lis de las cerraduras brillan en la penumbra que mantienen los postigos cerrados. Es una residencia de otro tiempo, con los muebles cubiertos por fundas blancas, excepto en una tercera parte del primer piso. Se ve que alguien habita aquí, o ha habitado hace poco, resignándose al uso de una sola parte de la casa. En el estado de fatiga en que se encuentra, la imaginación de Quattermain se exacerba. Examina las tapicerías y los retratos de las paredes, las cortinas y sus cantoneras, los doseles y las colgaduras de las camas con baldaquino, y casi cree respirar los olores de carnes tibias de suavidades antiguas; «es verdad que siento una necesidad de suavidad», tal vez no aquí en esta casa tan francesa, sino en Vermont, por ejemplo, donde estaría con Thomas, «iríamos a pescar y a cazar juntos y él me enseñaría a jugar al ajedrez infinitamente mejor de lo que lo hago…».
Se oyen unas rodaduras que proceden de la carretera de enfrente. Por las celosías de las contraventanas divisa un extraño convoy formado por cinco o seis coches o furgonetas de gasógeno, todos ellos sobrecargados de cosas muy dispares. Esto le recuerda unas imágenes de actualidades que ha visto por azar en una de las raras veces que ha ido a un cine de América, y que describían un sorprendente y lamentable éxodo por las carreteras francesas hacia 1940.
Este primer convoy pasa. La carretera se queda vacía un largo rato y después aparece otro. El desfile va de izquierda a derecha; es decir, de norte a sur.
Está contemplando este espectáculo, probablemente habitual, cuando oye al niño que dice a su espalda:
— Hay una mujer en la cama.
Quattermain se vuelve lleno de asombro (no ha oído llegar al muchacho) y mira a su vez la alta cama encaramada en una especie de estrado. En seguida recibe una fuerte impresión: descubre, asomando apenas de las sábanas, una cabecita de cabellos grises en el hueco de una almohada de encaje. Los postigos cerrados, pero también las cortinas casi totalmente en las dos ventanas de la habitación, no le habían incitado a examinar esta cama, ante la cual ha pasado una o dos veces. Se acerca y acciona su encendedor: la vieja está muerta, seguramente desde hace semanas; es casi un esqueleto cubierto únicamente por la piel.
— Creo que ha muerto de hambre-dice el niño-. Supongo que vivía sola y que ya no tenía nada que comer, así es que decidió acostarse para morir.
— ¿Qué es lo que sabes?-dice Quattermain, algo irritado por una conclusión tan perentoria y tan tranquila al mismo tiempo.
— Las camas estaban hechas, pero todas las puertas estaban cerradas con llave, y hasta con cadenas por fuera. Quizás esa mujer esperaba a alguien que no vino.
— Salgamos de aquí-dice Quattermain, repentinamente sobresaltado.
Vuelven al salón.
— ¿Tienes hambre?
Contempla al muchacho mientras éste desgarra el jamón con sus pequeños dientes blancos…, unos dientes realmente carniceros.
— ¿He dormido mucho tiempo, señor?
— Seis horas largas.
— ¿Y usted?
— Un poco. Me he dormido en una butaca.
— Podría dormir ahora. Yo vigilaré.
— Creo que deberíamos irnos de aquí.
— Nada nos apremia. Cuanto más esperemos para pasar los puentes, menos vigilados estarán éstos. Quizás el Hombre de los Ojos Amarillos comenzará a decirse que se ha equivocado y que no estamos en donde él creía que estábamos.
— Eso parece lógico-dice Quattermain.
— Lo es.
El niño interrumpe el movimiento que iba a hacer: llevarse a la boca la gran rebanada de pan engrasada por el jamón crudo y la mantequilla.
— El Hombre de los Ojos Amarillos preparaba mis tostadas en el hotel de Grenoble. Yo le había dicho que no sabía hacerlo. Él no me creyó, pero tenía ganas de hacerlas. Es normal, puesto que es un maricón.
El tono es de lo más apacible.
— ¿Un qué?
— Un pederasta. Lo miré en el diccionario una vez que Tomeo dijo la palabra, hablando de un individuo que había conocido.
El muchacho ha seguido comiendo.
Quattermain está desconcertado.
— ¿Y de dónde has sacado esa información?
— Eso se ve, nada más. Por eso me quedé con él cuando vi que me seguía en Aix, y luego en el tren y después en Grenoble. Me protegía de los demás, de Jurgen Hess y de los otros. E incluso ahora: él casi sabe dónde estamos, pero no se lo dice a Jurgen Hess ni a los gendarmes. Él quiere apoderarse de mí solo. Para él.
«¡Oh, santo Dios!-piensa Quattermain-. ¡Está explicándome que el jefe de los cazadores de la Gestapo está enamorado de él! ¡Y que él se ha servido de ese sentimiento para escaparse y para tratar de escapar todavía!». Quattermain se aproxima a la ventana del salón y observa de nuevo la carretera, que ahora está vacía; no se ve ningún vehículo en dos o tres kilómetros de distancia, ningún camión, ningún coche, ni siquiera un ciclista: el desierto total. Le asalta una impresión, que es inexplicable pero muy intensa: algo está pasando. Primero, esa especie de éxodo en realidad reducido a unas decenas de vehículos, y después, de repente, este silencio y esta inmovilidad, esta ausencia de vida.
— Ahora vuelvo, Thomas.
Sube al segundo piso y, desde allí, al desván. Vuelve a encontrar el agujero que practicó antes en el armazón del tejado, debajo de las tejas. Las levanta por segunda vez y asoma, con muchas precauciones, la cabeza.
Y después, el resto de su cuerpo. Se tiende en el tejado, a la sombra de una chimenea, y dirige en todas las direcciones los prismáticos, escrutando cada bosquecillo, el más mínimo repliegue del terreno, todos los posibles escondites. En el fondo, casi cree que va a descubrir no se sabe qué batida, una batida que convergería hacia la casa; o, por lo menos, a los espías de Gregor Laemmle, o algunos coches.
Nada.
Sin embargo, la vista abarca varios kilómetros. La casa más próxima está a ochocientos o novecientos metros: es una pequeña construcción de tres o cuatro piezas, a la orilla de la carretera, y provista de un jardincillo. Hay allí un hombre que laya y escarda sucesivamente, muy tranquilo, y mientras Quattermain le observa con sus prismáticos, le ve por un momento hablando con una mujer que está en el umbral de una puerta: la imagen es tranquilizadora en su trivialidad. En la lejanía se divisa un pueblo, o una gran aldea, pero ningún movimiento se produce allí: nadie sale, nadie entra en el lugar.
Traslada su atención al otro lado del río y a la nacional 7. La misma ausencia de vida. Pasan unos minutos antes de que algo aparezca allí finalmente: un autocar que avanza hacia el sur…, como el pequeño éxodo de hace un rato.
«¿Qué diablos está ocurriendo?».
Thomas está de acuerdo con el americano: es por lo menos muy extraño que nada se mueva. Él también ha subido, no al tejado (el americano no ha querido), sino al antepecho de una ventana del segundo piso.
Quizá se trata de una jugada del Hombre de los Ojos Amarillos, pero esto sería sorprendente. Tal vez podría hacer cosas parecidas al otro lado de la línea de demarcación, pero no en la zona nono.
— De todas formas-dice el americano-, es una razón suplementaria para que no nos movamos. No tengo ganas de rodar por unas carreteras en las que tú y yo estaríamos absolutamente solos. Estaremos aquí todo el tiempo necesario hasta que yo haya comprendido por qué estas carreteras están desiertas. ¿De acuerdo, Thomas?
— De acuerdo.
El americano está grabando algo, con la punta de un cuchillo, sobre las casillas blancas y negras de un tablero de damas. Pregunta:
— ¿How do you say «pawn» en francés?
— Peón-dice Thomas.
Una P en ambos casos.
Sigue grabando: está fabricando un juego de ajedrez.
— ¿Has jugado con el Hombre de los Ojos Amarillos, Thomas?
— Una vez.
— ¿Le ganaste?
— Sí.
— ¿Fácilmente?
— Sí.
— ¿Tan malo es?
— Soy yo el que es bueno, eso es todo.
— ¿Quién te ha enseñado?
Silencio.
— He aprendido solo-dice Thomas.
— Alguien te habrá explicado el movimiento de las piezas.
Thomas mira fijamente los ojos del americano:
— No quiero hablar de eso.
— ¿Y con quién más has jugado? ¿Con Javier Coll?
— Javier no jugaba. He jugado solo.
— ¿Crees que podrás jugar con unas fichas en lugar de figuras?
— Sí.
Juegan la primera partida. Jaque y mate en diecisiete movimientos. Juegan la segunda: jaque y mate en once movimientos.
— Realmente eres muy bueno, Thomas, es cierto. Creo que yo podría jugar diez partidas contra ti cada día, durante veinte años, sin conseguir vencerte nunca.
— Eso es porque no está usted lo bastante concentrado-dice Thomas-. Ha cometido faltas realmente tontas.
Y he aquí que el americano le mira de tal manera que le hace comprenderlo todo: por qué ha querido Quattermain jugar al ajedrez y por qué ha cometido esas faltas tontas. Entonces el americano dice:
— Aprendí a jugar en 1930, Thomas. Casi no he jugado desde entonces; pero, entre el mes de agosto de 1930 y febrero del año siguiente, jugué muchas partidas. Siempre en contra de la misma persona. La que me había enseñado. Y a la que sólo conseguí vencer una o dos veces.
— Hablemos de otra cosa-dice Thomas.
— Yo, por el contrario, creo que ya es hora de que hablemos. Ella me hizo volver a Francia, Thomas, eso es un hecho indiscutible. Tú has leído su carta y tiene poca importancia que creas o no que me ha mentido. Ni tampoco tiene importancia que sea o no realmente tu padre. Probablemente no lo sabremos nunca, ni tú ni yo. ¡Quédate sentado, Thomas! Puedo obligarte a escucharme, no me obligues a hacerlo.
Thomas se vuelve a sentar, apoya su espalda contra el respaldo de la butaca, posa sus manos en los brazos de ésta; ya no se mueve. Está rabioso.
— La conocí en el mes de agosto de 1930, Thomas. Tú tienes exactamente los mismos ojos que Ella, no hace falta que te lo diga.
El americano habla y habla, y él, Thomas, por mucho que se esfuerza en no escucharle, no lo consigue, le oye. Con una rabia terrible, pero le oye. En los primeros momentos, casi le ha vuelto loco el que un hombre, cualquier hombre, incluso éste, pueda contar cómo la ha tenido en sus brazos y ha dormido con Ella. Hasta ha llegado a pensar que mataría al americano lo mismo que a Laemmle. Pero eso ya ha pasado y, a pesar de su rabia, ha comenzado a estudiar extrañamente cada palabra y cada historia que el americano cuenta. «Seguro que no miente; dice demasiadas cosas que yo ya sabía, excepto que no sabía que había alguien con Ella, por ejemplo en Sevilla, cuando vivía en aquella casa que Ella misma me enseñó, y donde él también ha estado; incluso sabe que allí había palomas entonces. Él no miente y ahora va a ser realmente difícil enviarle a que lo maten, sacrificarle.
»No sé qué hacer, ya no lo sé».
El americano ha acabado de contar las circunstancias que les reunieron, a Ella y a él, por última vez: en las Embiez, y luego en la casa de Sanary y después en Marsella, cuando Javier pasó y le hizo una señal con la mano.
Después, el silencio: el americano se calla y él, Thomas, evita mirarle; se siente perdido; ni siquiera el mecanismo es claro, ya nada es claro.
En principio apenas se oye el zumbido; después aumenta como un trueno y avanza, y tú oyes un ruido de cadenas procedentes de la carretera, algo que viene del norte y que va hacia el sur, de izquierda a derecha. El americano se levanta el primero y mira por los postigos; dice «Oh, my God!» tan claro que Thomas se levanta también y va hacia la ventana. El americano le coge por la cintura y le levanta, de modo que pueda ver.
Y como ver, lo ve.
— Creo que el ejército alemán acaba de invadir la zona llamada libre, Thomas-dice el americano.
Thomas ve unos camiones llenos de soldados con cascos, y unos coches, y unas motos con side-cars y sobre todo unos tanques con cañones y ametralladoras. Aquello desfila sin cesar y llena toda la carretera. Hasta el río parece pequeño a su lado.
La noticia de la entrada en zona no ocupada de los ejércitos de Adolf no satisface en absoluto a Gregor Laemmle. «¿Acaso le he pedido yo algo a Adolf, Soëft? ¿Por qué se mezcla? Un elefante en un juego de bolos, como decimos en francés. Estoy aterrado, Soëft».
Laemmle ha sabido la noticia antes que los franceses. Joachim Gortz se la ha comunicado la víspera por teléfono, por la noche, ya muy tarde. Con un tono exasperante, más o menos así: «Hemos decidido enviarle refuerzos, ya que, al parecer, tiene usted algunas dificultades en recobrar lo que ya tuvo antes. Quizá nosotros hemos tenido la mano un poco pesada, pero dispondrá usted de todo el personal necesario, y además…».
Lo que sigue está en armonía con esto. «Odio al amigo Joachim».
— Otra cosa-ha dicho Gortz-, para el caso muy improbable de que usted no haya sacado todas las consecuencias de lo que va a ocurrir mañana por la mañana a partir de las siete: la posición de su camarada Marcel Magny será considerablemente reforzada.
— ¿Quién diablos es Marcel Magny? Ah, sí, es el nombre de guerra del buen Jurgen.
Cuyas responsabilidades parece haber aumentado Berlín, haciéndole independiente, en resumidas cuentas, de él, de Laemmle, con poderes enormemente ampliados, puesto que podrá recurrir a todo el ejército de ocupación, ahora por todo el territorio francés.
— Si usted tiene, Gregor, los medios de encontrar lo que busca, no pierda el tiempo si no quiere ser superado por la competencia. Y le recuerdo mis recomendaciones, que vienen de alguien más alto que yo: el paquete pequeño sólo me interesa muy moderadamente; en cambio, me preocupa mucho el otro. Por lo demás, todas las consignas han sido dadas. Pero temo de usted algún exceso. Iré a verle en cuanto me sea posible, a menos de que usted no vaya otra vez muy rápido.
Puesto en claro (Joachim Gortz es un financiero y no se atrevería nunca a dar la hora por teléfono por temor a ser oído por una operadora), esto significa que habrá que coger vivo a Quattermain, y en lo que respecta al niño, que convendrá ponerle la mano encima antes de que lo haga Jurgen Hess.
«¡Como si yo no lo supiese!».
Los cálculos que ha efectuado en las horas siguientes han reforzado su convicción…, aunque el mismo Soëft parezca totalmente escéptico: el Niño y el americano, ignorando que marchan por delante del ejército alemán, avanzan hacia el norte, no han torcido todavía hacia el este; es decir, que todavía no han atravesado el Ródano (los mercenarios de Lafont les habrían interceptado).
Es verdad que existe ese retraso, ese tiempo demasiado largo que tardan en reaparecer. Es bastante extraño que los espías de Soëft no hayan visto nada, ni señalado nada, a la salida de esa zona de pequeñas montañas boscosas por donde tienen que haber pasado forzosamente.
— ¿Está usted seguro, Soëft, de que sus hombres estaban en sus puestos en el momento deseado? ¿Sí? Es extraño.
Una cosa es segura: la irrupción de las tropas de Hitler cambia como mínimo uno de los datos del problema y contraría la mejor de sus astucias estratégicas: poniéndose en el lugar del pequeño monstruo, había imaginado que éste habría barruntado, olfateado, la posibilidad de que los puentes del Ródano estuviesen vigilados.
Y entonces, el pequeño monstruo habría preferido subir hacia el norte lo más posible.
Ahora bien (y Gregor Laemmle piensa esto viendo desfilar los carros de asalto de la Wehrmacht), es seguro que el pequeño monstruo ya no podrá subir hacia el norte como sin duda había previsto hacerlo.
— A estas horas ya ha debido de ver los destacamentos precursores de nuestro glorioso ejército. Es lo bastante descarado, ciertamente, para proseguir a pesar de todo, pero no acabo de creerlo. Solo, tal vez pasaría, pero no el americano, a quien no puedo imaginar discutiendo con los Feldgendarmen sin despertar algunas sospechas. Me dirá usted que podría sacrificar al americano como se sacrifica un caballo o una torre, e incluso una reina, para preparar mejor un jaque mate… ¡Responda a ese maldito teléfono, Soëft, por piedad!
Soëft descuelga y, por la expresión de su cara, Gregor Laemmle comprende en seguida que la noticia es importante. Toma él mismo el auricular: «Repítame eso». El hombre que está al aparato le repite que falta un espía, que ha desaparecido con su coche. Primero han creído que se trataba de un incidente ordinario, pero luego han encontrado huellas de sangre justo en el lugar en que estaba apostado.
Gregor Laemmle coge una vez más su mapa, pregunta dónde estaba situado el espía desaparecido. Experimenta en seguida ese delicioso estremecimiento que nos produce, ante un tablero de ajedrez, cuando nuestro adversario hace exactamente lo que le hemos obligado a hacer.
— Han pasado exactamente por donde yo he dicho que pasarían, Soëft. Y se ha producido una cosa sorprendente: el americano acaba de matar a su primer hombre a sangre fría. Estoy estupefacto; habría jurado que era incapaz de hacerlo.
Pero esto no es lo esencial.
Laemmle rehace sus cuentas, suma los kilómetros.
— La cosa está muy clara, Soëft: no han tenido tiempo de llegar a Lyon; las columnas motorizadas les han cortado la carretera. Están bloqueados en alguna parte. Con dos posibilidades: tratar de venir de todos modos hasta nosotros o intentar cruzar el Ródano. En todos los demás casos, tropezarán con el bueno de Jurgen… ¿No me ha dicho usted que éste está poniendo en movimiento sus hordas, que sube también hacia el norte desplegando una red de mallas muy finas? Sí, me lo ha dicho usted. Vamos a ver, ¿por qué apuesta usted? ¿El pequeño monstruo vendrá a arrojarse a mis brazos en Lyon? ¿O intentará cruzar el Ródano?
Quattermain cierra las dos cerraduras que tiene la puerta de la casa. El niño ya no está a su lado: ha ido caminando hacia el Citroën. Se reúne con él.
— Nunca se sabe, Thomas. No voy a tirar las llaves en cualquier parte. Supongo que las necesitaremos todavía. Mira: las entierro aquí. ¿Sabrás encontrar el sitio?
Asentimiento. La noche es de lo más oscura. Pasan algunas nubes por el cielo y en algunos momentos se ve bastante bien. Son las tres horas y cuarenta minutos de la madrugada. Quattermain pone el coche en posición, arranca muy suavemente, pasa cerca del estanque de los nenúfares, franquea la valla y la cierra después, poniendo de nuevo en su sitio las cadenas y los candados.
Marcha siguiendo el muro de la propiedad y llega a la carretera asfaltada.
— Hacia el norte, Thomas, ¿está ya decidido?
— Sí, señor.
Quattermain gira hacia la izquierda. Sigue rodando sin prisas, se siente muy tranquilo y muy decidido. «Incluso es posible que sienta una especie de alegría, algo así como si me dispusiera a lanzarme con esquíes en un descenso del que se me hubiese dicho que era imposible. Después de reflexionar sobre ello, me pregunto si no estoy un poco loco bajo mi aspecto tan tranquilo».
— Deberíamos estar en ese puente dentro de treinta o cuarenta minutos, Thomas.
No hay respuesta.
— Háblame de tus lecturas, Thomas. He aquí al menos un tema que no te compromete a nada.
— No tengo demasiadas ganas de hablar.
— Precisamente. ¿Has leído La isla del tesoro? ¿Y El Señor de Ballantrae? Sí. Y La Barrera de Hermiston, que el autor no consiguió terminar y es una lástima: yo creo que habría sido su mejor libro. Es también la historia de una persecución, y de los vínculos que unen al cazador con el cazado. ¿Te interesa lo que digo?
— Claro que sí, señor.
Quattermain comienza a relatar La Barrera de Hermiston y obtiene el resultado esperado: él y el niño discuten la manera en que habrían acabado la novela si hubieran estado en el lugar de Robert Louis Stevenson. Tras de lo cual, cuando el tema está a punto de quedar agotado, Quattermain emprende el relato de sus propias aventuras, siguiendo el rastro del mismo Stevenson en las Cévennes, pero no con un asno como el escritor, sino en bicicleta.
Llegan a la vista del puente; están todavía a unos seiscientos o setecientos metros de él. Quattermain detiene el Citroën con todas las luces apagadas.
Echa pie a tierra y comprueba, sin sorprenderse, que el muchacho le ha imitado. Avanzan en paralelo por unas pequeñas y oscuras calles, cada uno por una acera. De vez en cuando se inmovilizan. Llegan al cruce de dos calles y se hacen señales; esto se está convirtiendo en un juego apasionante. «Estás jugando tu última carta, Quattermain, haciéndote niño también; con una facilidad que, por otra parte, te asombra. Tratas de dejarle de ti el mejor recuerdo posible, sabiendo que cada minuto cuenta, antes de la separación».
El puente surge a treinta metros. Un auto-ametrallador alemán está situado en el centro y, por si esto no fuera bastante, otros dos vehículos militares están estacionados a la entrada, dispuestos de tal manera que necesariamente habría que disminuir la velocidad y zigzaguear para llegar a la otra orilla. Y, además, en ésta se divisan otros soldados. Quattermain se reúne con Thomas. Cuchichean:
— No pasaremos, señor, ni siquiera rodando a toda marcha.
— Opino exactamente como tú, Thomas. Tenemos que buscar otro, pero más al sur. Es probable que, a medida que descienden hacia el sur, las fuerzas de ocupación aseguren el control de los puentes del Ródano. La esperanza subsiste, porque si nos vamos en seguida y esta vez a toda velocidad, podemos alcanzar y adelantar a las columnas y llegar a un puente que no esté vigilado todavía.
Quattermain rueda ahora hacia el sur, con el contador del coche bloqueado. Deja a su derecha la casa solitaria de los postigos azules, el estanque decorado con nenúfares y la vieja dama desecada en su cama con dosel. Diez minutos después, pasa por delante de un pequeño destacamento alemán detenido en el lado izquierdo.
Y después otro, algo más importante, con un grupo de carros, cinco kilómetros más allá. Allí vivaquean tranquilamente, han encendido unas hogueras y unos soldados, de pie en la orilla de la calzada, miran sin conmoverse ese coche que pasa a gran velocidad. Quattermain piensa: «Nos ocultamos tan poco que no resultamos sospechosos; hay que explotar la idea». Ha pegado al parabrisas uno de los documentos encontrados en el coche del espía estrangulado-un documento hecho, al parecer, para tal uso-; «espero que no sea un certificado de vacunación, o la tarjeta de miembro de un club de bolos de Badén-Wurtemberg».
Supera a una tercera columna, en marcha ésta, y se permite la fantasía de saludar con la mano al pasar junto al oficial que va en cabeza del convoy.
El siguiente puente está controlado como el anterior.
Y lo mismo ocurre con el que viene después. Amanece un día gris; las nubes de la noche se han reunido ahora en una masa uniforme. Quattermain no ha cesado de adelantar columnas, una de las cuales se estiraba casi a lo largo de un kilómetro. «Que no te vean, Thomas; ocúltate detrás, acostado en el suelo, bajo una manta». Durante el adelantamiento de este convoy, un motorista alemán se ha puesto a su altura, ha echado una ojeada al documento pegado en el parabrisas y ha dicho algunas palabras que Quattermain no ha comprendido. Se ha limitado a hacer un movimiento de cabeza y, al parecer, ésa era la respuesta que había que dar, porque el soldado de la moto no ha insistido.
Un cuarto puente se perfila entonces en el día naciente; lleva a una ciudad que está en la otra orilla. Quattermain gira hacia la derecha y llega a una altura.
— Podríamos intentarlo con éste, Thomas. Tiene buena cara.
Quattermain adelanta el capó del coche hasta el mismo borde del terraplén y para el motor. «Llevamos casi quince minutos de adelanto a la última columna que hemos pasado».
Desciende y orienta sus prismáticos: el puente está en la parte baja, a media milla de distancia y cien yardas más abajo.
— Hay un solo soldado alemán, Thomas. Uno solo.
Oye detrás de él la portezuela del Citroën, que se abre y se cierra de nuevo, pero no se vuelve. Continúa observando los alrededores del puente y descubre una furgoneta del ejército de invasión, con el chófer dentro. Más dos soldados que descargan unas ligeras vallas de madera.
— Este puente me gusta enormemente, Thomas. No creo que encontremos otro mejor. Los carros y los auto-ametralladores que hemos visto pasar ayer por la tarde ya estarán probablemente en Tolón y en Marsella, teniendo en cuenta la hora que es. La elección es sencilla: o bien intentamos pasar este puente o bien descendemos más al sur… Al sur, donde (soy de tu opinión) ése a quien llamas Hess deberá correr hacia nosotros.
Silencio. Quattermain ya no oye nada detrás de él.
«¿Se habrá ido ya?».
— ¿Estás todavía ahí?-pregunta Quattermain.
— Sí.
— Creía que ya te habías ido, si quieres que te diga la verdad.
— ¿Y adonde iba a ir?
El americano se ríe suavemente (no se ha vuelto todavía y continúa observando el puente con sus prismáticos):
— ¿Te molestaría que hablásemos en inglés, kid?
— Como usted quiera-dice Thomas.
Que está a cinco metros detrás del coche y, si realmente hubiese tenido ganas de huir, habría retrocedido sin hacer ruido hacia el bosque de pinos, mientras el americano le daba la espalda, y una vez entre la maleza, habría corrido y se habría ocultado, esperando que el americano se fuese.
Porque está claro que éste ha comprendido que iba a ser sacrificado, y que incluso está de acuerdo en ser sacrificado; «no necesito explicárselo».
— Me molesta un poco discutir de estrategia con alguien que no veo y que se oculta detrás de un coche o detrás de un tronco de pino. Y cuanto más examino ese puente y la carretera, más me digo que no disponemos de demasiado tiempo. Ven cerca de mí, por favor.
Thomas examina la alta silueta, que le sigue dando la espalda: «No seas idiota. Si no estuviese de acuerdo en sacrificarse, habría rodado directamente hacia el puente sin dejarte descender. Lo ha comprendido muy bien».
Se acerca.
— ¿Qué plan?
— No te hagas el tonto, por favor.
— No sé si usted y yo tenemos el mismo plan.
— Apostemos algo-dice alegremente el americano.
— Usted pasa el puente solo, pone en el coche a su lado algo como unas ramas envueltas en una manta y los espías creen que soy yo, corren detrás y el puente queda libre para que yo pase.
— No está mal.
— ¿Y el plan de usted, cuál es?
— El mismo. En principio al menos. Paso a toda marcha; hago que, en efecto, los espías se lancen detrás de mí; tú observas todo esto con los prismáticos que yo te dejaré… y, después, te marchas por tu lado, probablemente sin pasar el puente.
— ¿No voy a Suiza?
— He ahí un punto que yo ignoro. A mi juicio, no. Creo que después de mi partida te dirigirás a tu cita.
— ¿A qué cita?
— La que tienes con el tirador invisible. O con cualquier otro. Pero el tirador invisible me parece el más probable.
«Realmente lo ha comprendido todo-piensa Thomas-; es más listo de lo que yo creía».
— Thomas-dice el americano, mirando todavía con sus prismáticos-, yo no te pregunto dónde es tu cita. Es mejor que lo ignore. Y, por otra parte, tú no me lo dirías. Sólo espero que la protección que encuentres con ese hombre sea suficiente. Y más segura que la que yo te he ofrecido.
Thomas está deseando decir algo, pero su garganta está bloqueada, y además no sabe qué responder. Esta explicación del americano es peor que todo lo que había esperado. Y aún es peor porque la da tan amablemente.
— Voy a cruzar ese puente como un rayo-continúa el americano-. Veo dos hombres con sus coches, que sin duda son unos espías. Pero tal vez hay otros. Mira tú mismo. Hay dos en la salida izquierda del puente y creo que otros dos un poco más allá.
Quattermain entrega los prismáticos a Thomas. Éste observa largo rato.
— Seguro que son cuatro-dice por fin-. Más otros dos en la entrada de la calle de la izquierda.
El niño descubre un coche que tiene la matrícula del departamento de las Bouches-du-Rhóne. Está vacío, pero dos hombres están sentados a algunos metros de él, en la terraza de un café, a pesar del frío.
— Son ocho. Con cuatro coches. Por lo menos.
Baja los prismáticos y se siente abrumado.
— Le van a matar.
— Yo soy Pistol Peter-dice el americano riendo-. Pistol Peter en persona. Pistol Peter no muere nunca, deberías saberlo. Atraviesa las hordas de bandidos escupiendo fuego y, en el peor de los casos, recibe un pequeño balazo en el hombro izquierdo… o en el derecho, si es zurdo. ¿Y esos bandidos sólo son ocho? Me siento vejado, la cifra es ridícula; cuarenta sí, eso habría sido distinto.
— Le van a matar.
— Dices eso porque nunca me has visto conducir realmente deprisa. Es posible, Thomas, que consigan atraparme y, en ese caso, comprenderán en seguida que tú no estás conmigo y se dedicarán a perseguirte otra vez. Voy a tratar de retenerles el mayor tiempo posible e incluso me las arreglaré para que crean que tú has pasado ya el puente conmigo, que te he dejado en algún lugar de la carretera de Suiza, y que después he hecho todo eso para atraerles hacia otra parte. No pongas esa cara, por favor, si piensas demasiado en mí, serás más débil. Juega una partida de ajedrez con el Hombre de los Ojos Amarillos y aplástale. No pienses en nada más. ¿De acuerdo, Thomas?
Thomas está en cuclillas, mirando el suelo, y siente un pesar inmenso.
— ¿Thomas?
— De acuerdo-dice el niño.
Quattermain echa una última ojeada al maniquí que ha confeccionado, en el asiento trasero del coche, con ayuda de unas ramas y de dos mantas. «Ojalá que esto funcione». Toma de nuevo los prismáticos y comprueba que la columna alemana que han dejado atrás hace diez o doce minutos ya sólo está a un kilómetro del puente.
Devuelve los prismáticos al muchacho.
— Imaginemos-dice-que tengamos ganas de vernos de nuevo; una simple suposición. ¿Sabes lo que deberás hacer?
— Ir a uno de sus bancos y pedir que le den un mensaje a su primo Larry y hablar de un día en que usted le quitó sus pantalones y todas sus cosas en Ardèche, para que se quedase totalmente desnudo.
— ¿Nunca olvidas nada, verdad?
— No-dice el niño.
Quattermain observa el pequeño rostro que está a sesenta centímetros por encima del suyo: «Está al borde de las lágrimas. El fenomenal caparazón que Ella le ha forjado a lo largo de los años está a punto de quebrarse. Y yo le he debilitado, con mi melodrama, en un momento en que tiene más necesidad que nunca del entrenamiento a que ha sido sometido. Que Ella haya destruido o no su infancia es otra historia en la que ahora no tengo tiempo de pensar».
Se coloca ante el volante; el niño está a tres metros y clava en él fijamente sus ojos de búho. «No digas nada, o encuentra algo que le reconforte».
Da media vuelta y se va.
«No sé si es mi hijo o no, seguramente no lo sabré nunca. Lo más sorprendente es que no me importa nada en absoluto. Quiero a ese mocoso como a un hijo, y eso es todo. Qué misterio. San Ernie Hemingway dice siempre que los hombres sentimentales son los primeros que mueren. Si tiene razón, al paso que van las cosas, voy a reventar como un imbécil en una carretera francesa y nadie en el mundo comprenderá nunca lo que estaba haciendo en ella…».
Desciende por la colina y, en el cruce con la carretera nacional, descubre a la columna en marcha, exactamente en el lugar que esperaba. Comienza a recorrer esta columna, muy lentamente, sonriendo a los tanquistas y saludándoles a veces con la mano.
Al fin y al cabo, la única cosa inteligente que ha hecho en la última semana ha sido escribir esa carta dirigida a la agencia parisiense de la Banca del Clan (que, dicho sea de paso, continúa funcionando, aunque los Estados Unidos y Alemania estén en guerra: cosas de las finanzas). Con un poco de suerte, esa carta acabará llegando al primo Larry.
Está a veinte metros del puente, en el que acaba de adentrarse la cabeza de la columna de blindados.
«No tengas prisa».
Se sitúa con el capó enfilado hacia la dirección exacta del largo tablero.
«¡Confiesa que tienes un miedo horrible!».
En los prismáticos sostenidos por Thomas se ve el coche, antes inmóvil, adelantado ahora por la derecha por los tanques alemanes. «¿A qué espera?».
Y después, naturalmente, lo comprende: el americano espera que los primeros tanques estén a punto de llegar a la altura de los espías del Hombre de los Ojos Amarillos.
Y sólo entonces intentará pasar, pondrá los tanques entre los espías y él, y aunque los espías le vean llegar y quieran disparar, no podrán hacerlo. Porque no sería muy inteligente disparar las metralletas por delante de los soldados, que no comprenderían nada y podrían responder.
«Es realmente astuto».
Los segundos pasan. Los tanques avanzan y emplean demasiado tiempo en atravesar ese maldito puente.
Thomas observa de nuevo el Citroën con sus prismáticos. Sigue sin moverse: «¡Espera demasiado!». Los alemanes colocarán en seguida sus barreras ¡y entonces será demasiado tarde!
«¡Vamos!». Thomas grita mentalmente.
Y lo que ocurre es como si el americano le hubiese oído: el coche arranca, salta, llega al puente y pasa al lado de los tanques con tanta velocidad que los tanques parecen haberse detenido…
Avanza cada vez más deprisa; «eso es porque nunca me has visto conducir realmente de prisa», había dicho el americano, y seguramente tenía razón. Nadie podría hacer lo que él hace: surge como un relámpago, se desliza entre el primero y segundo tanque, sale por el otro lado, da un gran frenazo, evita el coche alemán que marcha en cabeza, gira a la derecha, y las ruedas traseras del Citroën patinan, pero se endereza y arranca de nuevo, más rápido todavía, y pasa el puente.
Corre a toda marcha a lo largo del río.
Thomas busca a los espías con los prismáticos. Están como enloquecidos, corren; no son ocho, sino diez o doce, con cinco coches. Arrancan y se lanzan en persecución del Citroën, que les lleva doscientos metros de ventaja.
Pero eso no servirá de nada. Piensas que el Hombre de los Ojos Amarillos ha previsto un golpe como éste, pasar muy rápido y todo eso. Seguramente que toda la región está llena de sus hombres, que sin duda controlan todas las carreteras. Y ahora, además, cuenta con el ejército alemán para ayudarle.
El americano no tiene ninguna posibilidad. Ninguna.
«Y tú lo sabías».
Se incorpora y guarda los prismáticos en la bolsa, y luego cuelga la correa en su hombro.
«Ahora me toca a mí».
Ella se lo dijo y repitió un millón de veces: para jugar realmente bien, hay que estar solo.
Y él lo está.