Capítulo 5

— Ese americano conduce como un diablo-dice en el teléfono Paul Clavié, sobrino y hombre de confianza de Henri Lafont-. En seis o siete ocasiones por lo menos hemos estado a punto de atraparle, pero cada vez ha conseguido escapar.

Paul Clavié trata de explicar cómo. Pero Gregor Laemmle le corta:

— ¿Y el Niño?

— Está con él, naturalmente.

Una vacilación ínfima en la voz de Clavié. Gregor Laemmle cierra los ojos-«la exasperación me invade…»-y pregunta suavemente:

— ¿Cómo puede usted estar tan seguro?

— He visto la silueta del chiquillo en el Citroën hace apenas tres cuartos de hora, justo antes de que el americano se adentrase en el macizo en donde se oculta en este momento.

Y donde Clavié se empeña en hacerle salir del bosque, antes del alba lo más tarde, con más facilidad aún teniendo en cuenta que el Citroën ya está casi fuera de combate.

«¡Una silueta, Dios mío!», piensa Gregor Laemmle súbitamente, invadido por un estremecimiento helado.

— Habría debido usted llamarme mucho antes-dice al fin-. Hace ya muchas horas que dura esta persecución y hasta ahora no se ha decidido a comunicarse conmigo. Quiero que me escuche atentamente, Clavié: es posible, si no probable, que el americano realice un movimiento de diversión. En cuyo caso, mientras usted corre tras él, el Niño avanza solo por su lado. Solo o acompañado por un guardaespaldas español que lleva una cazadora de piel y un fusil con visor telescópico.

«No te pongas nervioso, Gregor…»

Clavié propone unos cuarenta de sus hombres y, al mismo tiempo, pedirle a su tío que haga intervenir a los gendarmes franceses.

— Si el chiquillo avanza hacia Suiza, aún podemos cortarle el camino.

— ¿Lo hace usted, Soëft?

Soëft ha comprendido ya y se inclina sobre los mapas: reunirá a sus agentes, les hará cruzar el Ródano y los lanzará tras las huellas del Niño; además sugiere…

— ¡Un momento, Soëft!

«¡Ya no sé qué hacer! ¿Ha franqueado el Ródano o no? ¡De todos modos no habrá ido hacia el este o el sur, directamente hacia Jurgen Hess! ¡No sé qué hacer!».

Clavié explica que, después de una increíble serie de fintas y de colisiones monstruosas, el americano, acosado por todas partes, se ha refugiado en una zona montañosa en la que no hay ninguna carretera, ni siquiera un sendero:

— Hasta aquí hemos fracasado, pero ahora le atraparemos. No tiene ninguna posibilidad. Nosotros sabemos dónde está, casi a doscientos metros. Si no hubiese caído la noche, habríamos podido seguirle con los prismáticos.

Dos segundos de silencio.

— Le quiero vivo-dice de pronto Gregor Laemmle, con una ferocidad que le asombra a él mismo-. Vivo.

Cuelga; y hace una nueva llamada inmediatamente.

— Joachim: tengo razones para creer que el Niño y el americano se han separado. Su ejército ha hecho un estupendo estropicio franqueando la línea; ha inutilizado toda mi estrategia. ¿Podría al menos pedirle que controle todos los pasos hacia Suiza, a partir del Ródano?

¡No, no! No se trata del americano, sino del Niño.

— Al parecer, al americano ya lo tenemos. Pero toma y daca, querido Joachim: tendrá usted al americano. Lo tendrá vivo o muerto, según el estado en que se me devuelva al Niño. ¿Está claro?

Gortz pregunta si Jurgen Hess ha sido avisado.

Gregor Laemmle corta sin responder siquiera.

Sigue estando en Lyon y ha asistido a la instalación del ejército de ocupación en la ciudad. Se ha sentido invadido, aunque parezca increíble, y ha vuelto a experimentar los mismos sentimientos que tuvo en París en el momento de la ocupación por las tropas hitlerianas.

Se siente triste, y esto es mucho peor que sus habituales crisis de depresión: «Creo que he fracasado. ¿Qué estrategia diabólica ha podido inventar el pequeño monstruo?».

* * *

Quattermain recobra la conciencia. No está muerto, la cosa es casi segura: si lo estuviera, no le dolerían tanto la cadera y el cuello.

Ni le dolería tampoco la rodilla. Abre los ojos y una parte de la realidad se le muestra al fin: unas ramas penetran por el parabrisas destrozado, cuyos pedazos recogen los últimos resplandores del sol. A costa de un gran esfuerzo, consigue deslizarse fuera del coche. Se arrastra por una verdadera alfombra de maleza-su rodilla le duele aún más que su cadera-y acaba llegando a una zona menos densa. Se pone en pie y descubre que está a sesenta metros de la cima, a media altura de una fuerte pendiente cubierta por los grandes bosquecillos en medio de los cuales ha trazado el coche una brecha impresionante antes de quedar frenado al fin.

«¿No me habrán alcanzado?».

El silencio es total y va a caer la noche. Está absolutamente solo. Si hubieran venido, habrían comprobado que Thomas ya no está con él y se habrían vuelto a ir sin ocuparse más de su persona.

En realidad, el Citroën es casi invisible desde lo alto de la cresta, en razón de la espesa maleza en la cual está hundido; sólo se advierte su techo, y muy poco.

Mira hacia la parte baja de la cresta: una línea de rocas parece concluir esta última, pero la pendiente se inclina a la izquierda.

«¿Continúas a pie? No podrías andar cien metros con esta rodilla».

Le roza una idea, pero no la retiene: ya está examinando el coche; «debería sacarlo, y por poco que el motor arranque…».

Se empecina en ello a lo largo de la hora siguiente: el Citroën, al final de su vuelo, ha enterrado su parte trasera en el suelo; su torcido parachoques está clavado como una estaca; las ruedas han labrado la pendiente; en cambio, toda la parte delantera permanece en equilibrio, encaramada sobre un enorme montón de hojas y de ramas acumuladas. El vehículo no está en el eje de la cuesta. Picando con la manivela, Quattermain destroza y cava, abriendo un surco doble; sucesivamente, desentierra el parachoques, después una rueda trasera y luego la otra; les traza un peralte, un plano inclinado, y prepara una vuelta. Todavía necesita una hora larga para desarraigar todo un bosquecillo de cinco o seis metros por la parte baja. Amontona después toda esa vegetación contra la línea de rocas que concluye la cuesta por debajo. Cojea, jadeante de dolor cada vez que se apoya sobre su rodilla, probablemente rota… La noche ha caído, aunque una luz pálida le permite todavía ver un poco. Asciende por última vez, planta el talón de la pierna útil en el suelo, y sus hombros contra el guardabarros trasero de la derecha. Empuja. El giro se inicia, pero se interrumpe a los diez centímetros: el parachoques torcido actúa a manera de ancla: «No he cavado lo bastante». Usa de nuevo la manivela y abre otro surco. Después vuelve a empujar, y esta vez el coche se mueve de verdad: libra su parte trasera y queda colocado en una situación perpendicular a la pendiente, aunque él continúa hundido en los ramajes despedazados. Pero un último empujón lo pone en marcha, arranca y avanza más de sesenta metros, y acaba chocando contra las zarzas amontonadas delante de la línea de rocas.

«¡Ya sólo faltaría que no quisiera arrancar!».

Pero no: a la segunda solicitación, el motor ronronea, imperturbable, e incluso se enciende una de las luces de posición. Treinta metros más adelante, el herbazal desemboca en un camino que se enrosca en el flanco de otra montaña, atraviesa un bosque, se desliza en medio de unas bajas tapias de piedras planas o de unos taludes blanquecinos… y nunca se acaba y no parece ir a ninguna parte. Unos cuarenta minutos más tarde, después de pasar un pequeño puerto, las ruedas delanteras, sin guardabarros, muerden de repente el asfalto. Quattermain se detiene y echa pie a tierra.

* * *

Escucha y sólo percibe el murmullo de un arroyo muy próximo.

«¿Habrán dejado de perseguirme?».

El primer paso que intenta dar en dirección al agua corriente le recuerda el dolor atroz de su rodilla. Entonces comienza a dar saltitos sobre un solo pie, para luego avanzar a cuatro, o más bien exactamente a tres patas, con las manos palpando la hierba. Llega al arroyo y bebe, sintiéndose como un animal acosado, en esta noche que, sin embargo, está muy tranquila. «Pero ellos están en alguna parte, los presiento…, me esperan». Sólo ve a su alrededor unas masas negras y grises. «Si han dejado de perseguirme, es que han cogido a Thomas. ¡Oh, Dios mío, haz que me equivoque!».

Se arrastra de regreso hasta el coche, se coloca al volante y vuelve a arrancar. Más adelante, deja atrás una primera granja, toda a oscuras. Y después otras. Llega a un cruce.

Desierto. «¿Por dónde han pasado?». Opta por la carretera que tiene enfrente, sin preocuparse por el nombre de la localidad, escrito en el tablero de señalización. Rueda cuatro o cinco kilómetros hasta otro cruce, que también atraviesa, y continúa muy lentamente. Su sentimiento de extrañeza se acentúa con el transcurso de los minutos, en ese silencio que le abruma y en medio de ese mundo de granjas solitarias, totalmente cerradas, como si sus habitantes las hubiesen abandonado. «No es posible que hayan renunciado, no es posible. ¿Por dónde han pasado con sus coches?».

Le invade una especie de torpor, e incluso un adormecimiento que, en dos o tres ocasiones, le hace perder el control del Citroën; pero cada vez consigue separarse del talud en que éste se ha hundido y arrancar de nuevo.

Rueda durante un tiempo interminable por una pequeña carretera muy sinuosa, y ahora su torpor raya con el embotamiento.

Entra en un pueblo y al fin descubre a un hombre, uno solo, que flemáticamente le hace señas. Quattermain se detiene ante él.

— Su coche está en un estado realmente increíble-dice el hombre.

— He tenido un accidente-explica Quattermain.

Detrás del hombre hay una puerta abierta a medias; por la abertura, Quattermain descubre el interior de un café campesino.

— Debería entrar-dice el hombre.

Su entonación y la insistencia un tanto divertida de su mirada…Decididamente, hay algo extraño en este hombre. Quattermain mira por delante de su coche y después por detrás de él. Está en el centro de una aldea realmente minúscula y el halo de la luz no alcanza a los diez metros. El motor del Citroën está todavía en marcha; «podría acelerar de pronto y escapar».

Pregunta:

— ¿Hay algo en la carretera, delante de mí?

— Véalo usted mismo-responde el hombre.

Quattermain enciende sus faros: le dan frente seis coches alineados de una fachada a otra: una bicicleta no podría pasar.

— Debería entrar-repite el hombre flemático.

Abre la portezuela, o más exactamente la arranca a medias, sin parecer asombrado de que ya sólo sea un arrugamiento de plancha. Luego se aparta, con las maneras de un chófer de lujo.

— ¿Y detrás?-pregunta Quattermain.

Su interlocutor levanta una mano indolentemente y, como respuesta a esa señal, se enciende una hilera de faros.

— Ya veo-dice Quattermain.

Cuatro hombres se encuentran en el interior del café. Tres están de pie; uno de ellos es, evidentemente, el dueño de la casa (tiene los pies descalzos y está en camisa: acaban de sacarle de la cama); los otros dos tienen absolutamente el aspecto de lo que son: hombres de armas. El cuarto está sentado junto a una estufa que zumba. Se levanta, con una servilleta en la mano. Es bajito, pelirrojo, rechoncho, y está vestido con un traje claro, de seis botones, que Quattermain juraría que está cortado en Londres.

— Me llamo Gregor Laemmle-dice este cuarto hombre-. Señor Quattermain: estoy seguro de que tiene usted mucha hambre, después de toda esa cabalgada. ¿Me hará el honor de cenar conmigo?

* * *

— ¿Un poco más de foie gras?-interroga Gregor Laemmle.

— No, de verdad.

— Yo sí lo tomaré, Soëft.

El hombre flemático con rostro de mujer vuelve a sacar del gran cesto de mimbre la lata de foie gras y efectúa el servicio.

— ¿Champaña, entonces?

— Tampoco.

Gregor Laemmle le sonríe.

— Es usted muy simpático.

— Gracias-dice Quattermain.

Éste sostiene la mirada castaño-amarilla. Desde que han comenzado a cenar en la sala del café aldeano, han hablado de Estados Unidos y sobre todo de literatura: Emerson, Thoreau, Melville, entre otros. La cultura de Gregor Laemmle parece enciclopédica, y su inteligencia es sin ninguna duda fuera de lo común.

— Muy simpático-repite Gregor Laemmle-. Se va usted a reír: hace una hora o dos estaba absolutamente decidido a matarle. Ahora, vacilo.

— Lo cual me encanta-dice Quattermain, luchando ferozmente contra su embotamiento.

— ¿Conoce usted a Joachim Gortz?

— En absoluto.

— Él sí le conoce. Conoce sobre todo a sus primos.

— ¿Y quién es ese Gortz?

— El que me ha prohibido que le mate. Pretende que usted vale más que Thomas.

Quattermain bebe un poco de champaña y pregunta:

— ¿Quién es Thomas?

— Divertido. Soëft, ¿qué puede usted ofrecernos ahora?

— Escalopes de langosta con trufas en aspic-dice el hombre flemático.

— Ach, la-guerra-no-es-cosa-buena-dice Gregor Laemmle, con un acento alemán exagerado.

Sonríe:

— Dése cuenta: he necesitado unas horas para comprender que no sólo el Niño no iba en su coche, sino también que no había pasado el puente con usted… y que, por lo tanto, se quedó en la otra orilla. He sido muy mal secundado, pero de todos modos habría debido darme cuenta en seguida de que usted había sido sacrificado, como se hace con una pieza en el ajedrez.

El hombre flemático saca del cesto dos platos y los coloca delante de cada uno de los dos hombres.

— Juego muy poco al ajedrez-dice Quattermain.

— Y he aquí que ahora siento de nuevo deseos de matarle-dice Gregor Laemmle, y pasa por detrás de Quattermain, que se inmoviliza de repente.

Pero el llamado Soëft continúa. Camina hacia el dueño del café y la velocidad de su brazo es asombrosa: surge el arma en su mano, el cañón se apoya en el lugar del corazón. Dispara dos veces y en el momento en que el cuerpo se desploma, retiene al dueño del café por el cuello de su camisa y dispara una tercera bala entre los dos ojos.

Luego acompaña al cadáver en su descenso hacia el suelo.

— ¿Quattermain?

Éste ha cerrado los ojos. Los vuelve a abrir y encuentra de nuevo la mirada amarilla.

— Quattermain-dice Gregor Laemmle-, le he matado por poder, en cierto modo. Donde usted me ve, tengo en estos momentos un nerviosismo extremado. Seguro que el Niño no ha pasado el Ródano y ha hecho la única cosa que podía sorprenderme: ir hacia el oeste y, al hacer esto, dirigirse directamente hacia alguien llamado Jurgen Hess. Temo lo peor, Quattermain.

El cadáver ensangrentado yace a menos de un metro de la mesa.

— Temo lo peor. Conmigo tenía todas las posibilidades. Con Hess no tiene ninguna. Él lo sabe y, sin embargo, ha corrido el riesgo. Es un niño. ¿Sabe usted lo que es un niño, Quattermain? Las personas mayores son ellos, Thomas y algunos más, no nosotros. Nosotros (incluso yo) no somos más que unas réplicas, unas pálidas copias, desabridas y pervertidas por lo que llamamos la educación y la razón. Thomas es puro, es implacable y frío, no tiene ni pesar ni remordimientos, sueña lo imposible porque todavía no ha aprendido que lo imposible existe. Quattermain: somos originales y creadores, revolucionarios si usted lo prefiere, en la proporción de la parte de infancia que conservamos dentro de nosotros.

— Realmente está usted completamente loco-dice Quattermain, mirando todavía el cadáver del dueño del café.

— Thomas es un niño, el Niño por excelencia, y tiene una inteligencia absolutamente excepcional. Ella lo comprendió así, sin duda lo supo desde el principio y lo hizo todo para que se convirtiese en lo que es: un monstruo, según las normas. Y cuando digo Ella, naturalmente hablo de esa mujer que fue su madre y, al parecer, la amante de usted. Lo que quizá le hace padre de Thomas. Quizá. Supongo que lleva todavía encima la carta que Ella le escribió y que le convenció de cruzar el Atlántico. Soëft se la va a quitar y yo la leeré… antes de destruirla. ¡No se mueva, Quattermain! ¡No trate de tocarme y menos de matarme! ¡No lo intente!

Se establece un silencio, sólo turbado por el ruido de varios motores de automóviles en el exterior.

Gregor Laemmle prosigue suavemente:

— La única persona a la que le autorizo matarme es al propio Thomas. Espero que mantendrá la promesa que me hizo. Al matarme, me daría en cierto modo…-una sonrisa-una prueba de amor… No espero que usted comprenda. En cuanto a usted, que cree ser su padre, y que él cree que puede serlo o, sobre todo, que tiene ganas de creerlo, todo esto sólo sería una razón para odiarle más allá de lo posible… Y hay algo peor: lo que usted habría hecho con él si por desgracia hubiese conseguido quitármelo. Usted le habría destruido, Quattermain; le habría convertido en un niño normal, sólo un poco más inteligente que el término medio: dulce, tierno, afectuoso; y esa maravillosa máquina que tiene en la cabeza sólo le habría servido para salir bien en los exámenes y para convertirse en el hombre más rico de las Américas… Se me revuelve el estómago. ¿No quiere comer su langosta?

Quattermain se levanta y camina hacia la puerta encristalada que da a la calle. Aparta la cortina: un convoy de automóviles se está organizando; el Citroën ha sido desplazado y no está a la vista.

— No voy a matarle, Quattermain. Por una razón que me parece perentoria: es muy posible que, en las horas que vienen, el bueno de Jurgen Hess atrape al Niño; tengo todas las razones para creerlo. Si esto ocurre, una de dos: o bien Thomas es atrapado vivo y yo le cambiaré por usted, ya que al parecer usted vale más…, o bien el buen Jurgen le arrancará un ojo o un brazo… o lo matará, y en ese caso usted no llegará vivo a manos de Joachim Gortz. Hacia el cual nos dirigiremos ahora, ya que no quiere usted langosta…

* * *

Thomas acaba de recorrer más de cincuenta kilómetros hacia el puente, en una bicicleta que ha robado delante de una iglesia en la que unos niños asistían al catecismo. El truco de la olla de leche colgada de su manillar ha funcionado muy bien, incluso varias veces; esos cretinos le han preguntado, incluso, si la leche era buena, si no iba a hacer mantequilla con ella; ¡qué broma más estúpida! Y, además, la ventaja de una olla de leche es que se puede comprar leche de verdad y beberla después.

«Estoy realmente triste», se dice Thomas en su bicicleta. «Tal vez podrías pensar un poco en el americano. Sólo un poco, un minuto nada más y, después, le esconderías en un rincón, bien enterrado… como la Cosa.

»De acuerdo, sólo un minuto.

»Tú sabes muy bien que Ella no mintió en su carta. Ella no mentía nunca. Si hizo venir al americano, fue seguramente porque es tu padre. O quiso que lo fuese y viene a ser lo mismo. Ella le eligió y eso sí que no puedes cambiarlo.

»Y él está muerto. Muerto-muerto-muerto. Como Ella.

»¡Basta ya! ¡Deja de pensar en él! Estás sufriendo para nada, te debilitas y ni siquiera prestas ya atención a la carretera…».

Continúa avanzando en la noche, dándole a los pedales. Según su mapa, ya sólo faltan once kilómetros. «Ésa no es razón para desconcentrarte; al contrario, ¡ten cuidado!». Se detiene cada vez más a menudo y corre a esconderse, sea en un hoyo, sea entre los árboles y los matorrales cuando los hay. Once coches o camionetas pasan, en un sentido o en otro, más tres motos y varios ciclistas.

Y después asciende de pronto en él una impresión de peligro (el instinto de rata), y esto hace que oriente veinte veces sus prismáticos en todas las direcciones, sin lograr ver nada en la oscuridad creciente, pero con la sensación de que algo va a suceder, «quizá porque has alcanzado tu objetivo y te pones nervioso, pero también quizá porque hay realmente algo».

Esa sensación se hace tan fuerte que se detiene por completo. La carretera ascendente y descendente que ha seguido es casi recta ahora. Atraviesa un gran llano que tiene unas jorobas de vez en cuando. «Afortunadamente es de noche; si no, me verían desde lejos». Tiene unas ganas terribles de seguir y de pedalear como un loco hacia la pequeña montaña, a algunos kilómetros de aquí. Pero sería muy estúpido correr riesgos precisamente ahora.

Finalmente, se decide.

Comete un error terrible: deja la bicicleta en el suelo, dentro del hoyo, pero no demasiado bien escondida. Se dice que es sólo por un minuto, nada más. Salta el hoyo y camina entre los árboles, hasta un montículo, a cincuenta metros de la carretera… Quiere subir a él, sólo para demostrarse que se equivoca totalmente, que no hay nada inquietante en los alrededores.

Trepa a la cima de la roca más alta y comienza a observar. Lentamente (¡qué bien se ve de noche con unos prismáticos!). Primero mira en la dirección que debe seguir, según el mapa.

Nada en absoluto.

Mira a su derecha y a su izquierda. Un puente y unas granjas aisladas, cuyas ventanas están iluminadas.

Algunos coches, cuyos faros también están encendidos.

Y he aquí, justamente, uno que llega. Lo recoge en sus prismáticos: no es un coche, sino un autocar. Unos pasajeros en el interior, unos rostros de hombres y de mujeres…, nada extraordinario tampoco.

Ni el menor ruido, aparte del motor de este autocar que se acerca y que forzosamente tiene que pasar por delante del lugar en que ha abandonado su bicicleta. «No la verán, van demasiado rápidos». Y es cierto que pasan por delante de la bicicleta sin que nadie la descubra, ni el chófer ni los pasajeros. El autocar se aleja. «No hay nada, voy a bajar y a seguir». Sin embargo, continúa siguiendo al vehículo, que se acerca a la primera curva.

Y aquello sucede.

Los faros del autocar iluminan al coche negro. Thomas lo reconoce, así como al conductor: es uno de los dos hombres de paisano que esperaban en la barrera que ha franqueado unas horas antes.

Y algo peor: el coche negro avanza muy lentamente y los dos hombres que van dentro dirigen sus linternas eléctricas a los arcenes. Thomas comprende al instante lo que está pasando: son los hombres de Jurgen Hess. Habrán visto desfilar todo el grupo de escolares en bicicleta entre los cuales iba él escondido. Ahora saben que falta uno; probablemente han interrogado a los alumnos, que le habrán dicho que sí, que iba con ellos un muchacho que no era de su escuela.

¡Y van a ver su bicicleta!

Thomas salta, baja del montículo y corre entre los árboles.

Se queda inmóvil: ¡es demasiado tarde! El pincel de los faros ilumina ya la carretera y sus cunetas; si Thomas surgiera, sin duda alguna le verían. Gritaría de rabia; «¡he cometido un error!». Realmente está rabioso consigo mismo.

Se bate en retirada, se aleja. En lugar de escalar de nuevo el montículo, lo rodea.

Se vuelve, sabiendo ya que va a ver lo que ve: el coche se detiene a la altura de la bicicleta. Uno de los hombres desciende, levanta la bici y se la enseña a su compañero. Habla en alemán: «Seguramente es él, y no debe estar lejos. Ve a avisar. Voy a intentar arrinconarle; déjame tu linterna».

Y el coche se pone de nuevo en marcha, rodando ahora a gran velocidad, mientras el hombre sigue de pie y orienta sus linternas a izquierda y derecha, y luego delante de él.

En dirección a Thomas, que sólo tiene tiempo de escabullirse detrás del montículo. Thomas no espera más: se pone en camino, yendo hacia el puente, que está a dos kilómetros, rehaciendo sus cálculos: once kilómetros en bicicleta era cosa, digamos, de una media hora. Pero ¿y a pie, a campo traviesa y dando rodeos? «¡Te está bien empleado! ¡Deberías haber tenido más cuidado! ¡Es culpa tuya!». No tiene ningún miedo; sólo está rabioso consigo mismo.

Comienza a correr. No demasiado rápido. No sirve de nada correr a toda prisa cuando se quiere ir lejos; tendrá que hacer veinte kilómetros largos. «Cálmate, no eres un conejo enloquecido».

Las cosas van todavía más deprisa de lo que había temido: veinticinco o treinta minutos después, a su izquierda, aparecen dos coches, uno de ellos con un faro móvil que barre los campos a cientos de metros.

Luego, otros tres a la derecha.

Y otros, detrás, llegan sin cesar.

Acaba de pasar, lo ha dejado ya a trescientos metros, cuando se presenta un coche y se detiene, con los faros orientados. El único recurso que le queda es sumergirse en una zanja de riego. El agua está terriblemente fría y él está sudando, después de tres kilómetros de carrera. Avanza, saca la cabeza y encuentra, a dos metros delante de él, un camino de tierra. Lo cruza un momento antes de que sea barrido por los faros de los coches. Otra zanja, muy profunda, le recibe; está llena de un agua aún más helada. Se arrastra por ella hasta que una canalización le detiene, y comprobando que la oscuridad se ha hecho de nuevo a su alrededor, sale otra vez, tiritando. Avanza por un terreno cubierto de una espesa alfombra de hojas secas y lleno de árboles; recorre unos cien metros, tal vez más.

Y se echa detrás de un tronco: justo delante de él, acaba de aparecer una línea de luz que parece salida del suelo, pero que en realidad es una batida que emerge de la cima de una pequeña colina. Avanzan a decenas; no hay medio de pasar. «De cualquier modo van a atraparme».

Mira detrás de él y, luego, a su derecha y a su izquierda…

No cabe duda: está absolutamente cercado.

¡REFLEXIONA!

¡Reflexiona, maldita sea! ¡NO LLORES!

* * *

— Tengo toda una teoría sobre la infancia-le dice Gregor Laemmle a Quattermain.

Evidentemente, no hay respuesta…, no la esperaba. El americano está sentado a su derecha, en el gran Renault Viva deportivo, de ocho plazas y cinco mil y pico centímetros cúbicos de cilindrada. Le han puesto unas esposas; ha apoyado su nuca en el reborde del asiento y ha cerrado los ojos; quizá duerme realmente.

Entran en Lyon. Una hora antes, cuando llegaron a un puesto alemán de cierta importancia, Soëft ha descendido, se ha dado a conocer, y ha vuelto a subir después de cambiar breves palabras, diciendo que tendrían la respuesta en Lyon. Soëft lleva consigo a cuatro de sus hombres: tres para vigilar al americano y uno para conducir.

Siguen el Ródano, flanqueados por delante y por detrás por cuatro coches de acompañamiento, en los cuales se encuentran los mercenarios de Henri Lafont. Hace una noche muy clara y, en esta lenta procesión a lo largo del río, Gregor Laemmle discierne algo fúnebre, no sabe muy bien qué: «La suerte del Niño se está jugando ahora».

«Hay en mí-piensa Gregor Laemmle-, a pesar de este sentido del ridículo del que me enorgullezco (no sin razón, porque es sublime), una inclinación loca al exhibicionismo. Y lo que, en resumidas cuentas, trato de hacer, es que se sienta todo lo desgraciado posible ese americano que está a mi derecha y que es el único que me comprende…, además de Soëft, ciertamente; pero Soëft tiene la importancia exacta de un cordón de cascabel».

Vuelve la cabeza y examina a Quattermain. No llegará a decir que David Quattermain es guapo, y sin embargo… Las grandes manos son soberbias, la frente es alta, la línea de la boca es perfecta; los informes le atribuían un cierto parecido con ese actor de Hollywood llamado Gary Cooper, y los informes casi nunca se equivocan. Ése ya es un motivo para irritarse. Gregor Laemmle habría preferido, evidentemente, un masticador de goma, gangoso y con una corbata abigarrada; este tranquilo grandullón (y que ha leído a Emerson y Thoreau, ¿se imaginan?), que ni siquiera está desprovisto de elegancia, le desconcierta y, a decir verdad, le exaspera. Pero le irritan todavía más esas otras semejanzas, en la línea de la frente, de la nariz, de la boca, en el perfil, en suma, que cree descubrir entre el americano y Thomas, que por consiguiente acreditarían la tesis de una filiación entre el uno y el otro. «Tengo que conceder que, por primera vez en mi vida, odio profundamente a alguien».

El Renault se detiene delante de la Kommandantur lyonesa.

— Bajemos, Soëft.

Gregor Laemmle penetra en el edificio. Soëft está bien provisto de documentos oficiales que le abren paso. Un oficial de mediana edad le indica un despacho y luego un teléfono. Descuelga el auricular.

— Sí, dígame, Jurgen.

Hess anuncia que esta vez es de verdad, que tiene al Niño, que ya sólo es una cuestión de minutos. Describe la situación, que parece, en efecto, de las más claras.

— Lo cogeremos vivo-dice.

— Gracias por tenerme informado-responde Gregor Laemmle (luchando ferozmente con su desesperación, con el único fin de mostrarse sarcástico). Esa victoriosa caza, mi buen Jurgen, entrará sin duda alguna en los anales y ocupará un lugar destacado entre las más grandes hazañas militares de todos los tiempos.

Regresa al Viva deportivo, en el frío glacial de la noche-«¿cómo será allí abajo?»-, y ocupa de nuevo su lugar, colocando calmosamente la manta sobre sus piernas. Y sintiendo sobre él la mirada de Quattermain.

— Sigamos, Soëft. Me gustaría un chartreuse. ¿Quiere usted, Quattermain?

No hay respuesta. Gregor Laemmle sube la manta hasta su cuello y cierra los ojos. Con una nitidez que le hace temblar, imagina al Niño en la situación que Jurgen Hess acaba de describirle.

«A decir verdad, lloraría por él».

* * *

Por tercera vez, Thomas repite su maniobra: espera hasta estar seguro de haber determinado exactamente el eje de la progresión de los cazadores, para buscar el sitio. Éste debe ser llano, sin nada que obstaculice la mirada…, aparte de los troncos de los árboles, naturalmente; tiene también que contar con algunos puntos de paso, algo así como unos caminos naturales que los cazadores tendrán que tomar necesariamente en su batida. Después se arrastra, hasta que ha encontrado el hueco ideal estrecho y lleno de tierra blanda, rodeado de muchas hojas secas y podridas. Entonces cava, procurando no extender la tierra fresca que remueve, reúne y prepara las hojas, se entierra, primero las piernas y luego el vientre, y luego un brazo, y luego la cara, y luego el otro brazo.

Y esto funciona, exactamente igual que Pistol Peter cuando los sioux le buscan para arrancarle la cabellera y pasan a su lado sin conseguir verle (salvo que en el caso de Pistol Peter se trataba de arena, pero viene a ser lo mismo).

También esta vez los perseguidores pasan terriblemente cerca. Les oye hablar (en alemán y en francés), preguntarse por dónde ha podido pasar, puesto que han visto antes su silueta, desde lejos, en ese pequeño estercolero…

La batida se aleja. Thomas no se mueve todavía. Podría haber quedado alguno retrasado, o uno que se volviese y mirase detrás de él, e incluso todos ellos pueden haber fingido irse para formar un círculo alrededor de su falsa tumba. «¡Basta de darte miedo a ti mismo, estúpido!».

Un minuto.

Se mueve ahora muy suavemente, sacude la cara de izquierda a derecha para hacer que caigan las hojas secas y la tierra de sus ojos, pero esas porquerías se pegan y se ve obligado a sacar una mano para limpiarse.

Está oscuro, no se ve ninguna luz, ninguna linterna. Sólo se oyen unos ruidos lejanos.

Thomas va emergiendo con grandes precauciones; tiene un frío tremendo: «estoy a punto de morir congelado». Se desprende poco a poco y sale del agujero; luego lo cubre de nuevo y extiende y coloca las hojas: si los cazadores volviesen y vieran la falsa tumba, forzosamente comprenderían el engaño. Aplastado contra el suelo, empapado y temblando fuertemente de frío, echa una ojeada a los alrededores. No ve gran cosa debajo de los árboles. A unos cien metros, descubre la línea de los cazadores, que se han detenido. Imposible pasar a través de ella.

Thomas identifica al jefe, un individuo alto y rubio, al que el Hombre de los Ojos Amarillos llama el buen Jurgen.

El muchacho levanta un poco más la cabeza: ahora las montañas son casi invisibles; pero él las distingue un poco, porque tiene unos ojos que ven bien de noche (en Sanary miró en un diccionario: eso se llama nictalopía, ver de noche, y Javier ni siquiera conoce esa palabra: «-Es como las lechuzas y los búhos, Javier.-Entonces eres un búho, ¿verdad?-Claro que sí, soy un búho…»).

Bueno, ahora tendrá que encontrar un medio de pasar ese cerco (ya tiene un medio en la cabeza, pero no va a ser fácil aplicarlo, como se verá). Oye constantemente otros coches que llegan por la parte baja de la carretera, y por la parte alta de ésta se oye también un ruido de orugas… como si Jurgen Hess hubiese convocado a todo el ejército alemán para prenderle.

Ha comenzado a reptar, casi en el centro exacto de un gran círculo de luces. Se desliza detrás de un matorral para evitar uno de los proyectores móviles, e inmediatamente después rueda sobre sí mismo y se mete en un agujero para evitar un segundo foco. «¡Qué estúpidos son! Si mantuvieran fijas sus luces, en lugar de moverlas constantemente como unos locos, hace tiempo que me habrían atrapado. Sin embargo, es fácil: divides el terreno en cuadrados y observas los cuadrados uno por uno, y luego pasas al cuadrado siguiente. No hubiera podido evitarlo. Son unos verdaderos cretinos».

Y helo aquí, está en la cuneta, en la parte baja de la carretera, donde están aparcados la mayor parte de los coches; hay treinta por lo menos, sin contar los camiones. Evidentemente, la carretera está llena de soldados que van y vienen a la luz de los faros.

Indudablemente no es cosa de cruzar.

Avanza por la zanja, con los pies de los soldados a dos metros de él (uno de ellos habla de la pastelería que sus padres tienen en Kronach) y el agua hasta el cuello, y procurando no producir el menor chapoteo; «¡que frío tengo!». Ha recorrido ya cuarenta o cincuenta metros, se aproxima…

Cuando de repente unos ruidos le alarman. Las voces de unos conductores de perros hablando a sus animales, el breve ladrido de un perro, el entrecortado jadeo impaciente de otro. ¡Perros! El miedo se apodera de él súbitamente; ve de nuevo la sucia boca de Adolf, el maldito chucho de Sanary. Él, Thomas, siempre ha tenido miedo a los perros, no hay nada que hacer…

¡Y esto ocurre precisamente en el momento en que iba a entrar en el conducto de cemento! ¡Mierda, mierda, mierda! ¡No puede ser verdad! Se aplasta todavía un poco más, sumergiéndose hasta el mentón, que se congela inmediatamente, como si hubiese pasado sobre hielo.

«Cálmate y reflexiona, Thomas. Como en el ajedrez, cuando el otro mueve su maldita torre y descubres que te habrá vencido en seis jugadas si no encuentras una defensa. Reflexiona. ¡Concéntrate y reflexiona!».

Veinte segundos. Mueve su brazo bajo el agua y toca con los dedos el borde de la conducción circular: «Si me meto ahí adentro, quedaré arrinconado y los perros vendrán, se arrastrarán también y me comerán vivo, y ni siquiera podré luchar porque estaría encerrado en esta maldita trampa de hormigón, y sería enterrado y comido vivo».

Otros diez segundos de un pánico loco. Que casi le obligará a incorporarse, a gritar, a rendirse.

Pero esto funciona, recobra el control, hace que la calma descienda por todo su cuerpo, como Ella le ha enseñado.

Esto funciona. Ahora reflexiona, y enormemente bien; el frío mecanismo está de nuevo en marcha, casi le oye sonar. Con los ojos cerrados, reconstruye el emplazamiento de cada una de las piezas de esta partida entablada contra Hess: toda la línea de los coches y de los camiones en las dos carreteras paralelas, los soldados en guardia, los otros dando la batida con las linternas eléctricas, los proyectores móviles, Jurgen Hess a doscientos metros y él, Thomas, hundido hasta los labios en el agua helada de una zanja; él, que es la presa.

Y la canalización y, sobre todo, los perros. Seguro que ellos van a lanzar los malditos perros partiendo de su bolsa, en la cual están las provisiones facilitadas por los dos granjeros; los perros retendrán su olor en la nariz y entonces seguirán su pista, localizarán cada uno de los tres agujeros en que ha estado escondido y después, forzosamente, vendrán derechos a la zanja, olfatearán su rastro y acabarán llegando al conducto para ponerse a ladrar como locos.

Después de eso, puede ocurrir una de dos cosas. O, más bien, las dos juntas: Jurgen Hess enviará al perro más feroz a la canalización y dirá a sus soldados que partan el cemento por todas partes. Mandará a unos hombres en coche o en moto a la otra punta, a la salida, con otros perros. De este modo, yo tendría un perro mordiéndome las piernas y otro zampándome los ojos y la lengua.

Después, Hess enviará a alguien en busca del plano de la canalización y cerrará todas las salidas.

«Antes de que tú tengas tiempo de salir. No cabe la menor duda: te arrinconarán como a una rata».

Está bien.

De acuerdo.

Está muy claro.

Se quita su abrigo, lo que ocupa un minuto largo, puesto que no debe chapotear en el agua. Y durante ese tiempo, oye los ladridos de los perros, satisfechos de sí mismos; seguro que han olfateado su olor en la bolsa y han comenzado a seguir su pista.

Deja su abrigo en el conducto y, silenciosamente (hay un soldado que le da la espalda a menos de un metro y medio), abandona la prenda hecha una bola. Un metro, y después otro. Está tendido en la canalización, y es realmente horrible sentir ese hormigón a su alrededor, apretándole los hombros e impidiéndole levantar la cabeza.

Al principio, casi se las arregla, aunque, para avanzar, tiene que ir centímetro a centímetro, ya que no puede reptar, ni separar los codos, ni doblar las piernas. ¡Pero qué duro es esto! Forzosamente, con su propio cuerpo, tapona la llegada de aire fresco por detrás de él, «y tienes la sensación de que te vas a ahogar, que el cemento se estrecha, que su hueco se hace más pequeño, que el agua sube y va a invadir, hasta arriba, el conducto entero. ¡Tengo miedo! El pánico le asalta de nuevo, mil veces más intenso que el causado por los perros; es como un relámpago eléctrico que le fulmina; se debate, grita bajo el agua en que está hundido, el abrigo se enrolla alrededor de su cara como una bestia viscosa que viene a atacarle, como un pulpo que se pega a él y le chupa la sangre; el mecanismo patina y ya no controla nada.

Uno… dos…

El reflejo ha hecho su efecto… Thomas ha comenzado a contar, uno, dos, tres, y quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, las cifras unas por una, como Ella le enseñó, no solamente recitándolas, sino esforzándose en visualizarlas, en verlas realmente detrás de sus párpados cerrados, de un color diferente cada vez, el 1 rojo, el 2 amarillo, el 3 azul, el 4 rosa, el 5… Y nunca dos veces el mismo color, conservando en la memoria los colores ya utilizados, y no un azul y un rojo corrientes, sino el rojo de un geranio, el azul del jarrón de lalique de la habitación de Ella, el amarillo de un girasol…

Retorno a la calma.

El frío mecanismo.

Sigue avanzando; ya está a diez o quince metros en el interior de la canalización.

El tapón está bien hundido.

* * *

Quattermain mira la villa ante la cual acaba de detenerse el gran Renault. Casi es un palacete particular, rodeado de un jardín, en los suburbios de una ciudad. «Como puede ver-le dice Gregor Laemmle-, está usted vivo todavía». La portezuela se abre y se produce un desembarco completo de todos los que iban en el coche. «Por aquí, por favor…»

Una escalinata, luego un vestíbulo. En ese vestíbulo hay unas puertas a la derecha y a la izquierda, más una en el fondo, debajo de la escalera de mármol que conduce al piso. Dos hombres con uniforme del ejército alemán montan la guardia. Suben la escalera, hacen entrar a Quattermain en una habitación confortable y vasta; un tercer soldado está sentado en una silla, frente a la cama, con la pistola ametralladora colocada sobre los muslos y un dedo en el gatillo. «Está usted en su casa, Quattermain; permanecerá aquí hasta que yo conozca la suerte del Niño. Buenas noches. Me parece que tiene una gran necesidad de descanso. Puede salir de su habitación, ir y venir. Pero en la planta baja sólo están abiertas las dos habitaciones de la derecha según se baja».

Gregor Laemmle se retira, seguido de Soëft el flemático. Quattermain, que ya no tiene puestas las esposas, se queda solo frente a ese soldado inmóvil y mudo. Pasa al cuarto de baño, que no incluye ninguna salida real, y vuelve a la habitación, cuyas dos ventanas están provistas de barrotes. Se quita los zapatos y se echa en la cama; apaga la lámpara de cabecera y sólo subsiste ya el halo rojizo de un aplique oculto en gran parte por un trozo de tela. De tal modo que el soldado que le custodia, sentado a cinco metros de él, sólo se le aparece al principio como una silueta indistinta.

Pero sus ojos se habitúan poco a poco a la penumbra; los detalles se precisan al cabo de unos minutos en los que él finge estar dormido.

Transcurre por lo menos una hora y, en la actitud del centinela, le parece discernir una especie de abandono. «Tú nunca has estado en prisión, Quattermain. Y si hubieses estado, por su cuenta y razón, los seiscientos abogados del tío Peter habrían surgido inmediatamente. Pero tu instinto te previene; para el que quiere evadirse hay dos momentos propicios: o bien en los primeros instantes, o bien al término de una preparación muy larga, que puede durar semanas o meses. Y tú no tienes tiempo de esperar».

La respiración del guardián parece haber cambiado, se ha hecho más lenta. Quattermain se desliza fuera de la cama, camina sobre sus calcetines de seda («car je suis bel et bien chaussé de soie…»), finge volver al cuarto de baño y, al no advertir ningún cambio en el aliento regular de su guardián, avanza hacia él. Cuatro metros, después dos y luego uno. De una manera natural, su mano encuentra el pesado cenicero posado sobre un velador. El movimiento es el de la volea del tenis, breve y violento. El bloque de vidrio golpea en la mandíbula, ángulo superior derecho, y tal vez en el pómulo. Quattermain retiene el cuerpo y lo acompaña suavemente hasta el suelo. Palpa la yugular y se asegura de que el hombre no está muerto… No lo está. Tiene una llave en el bolsillo izquierdo de la guerrera. Quattermain se apodera de ella y la utiliza para abrir la puerta de la escalera, que se entorna un poco.

El rellano está vacío.

Se lo esperaba. Después de las dos coincidencias-un guardián que se duerme y un cenicero en el lugar adecuado-, todo indica que Gregor Laemmle desea una evasión. «Tal vez acecha una ocasión para hacer que me maten, y ése sería el mejor de los pretextos, o quizá Thomas no ha sido detenido, al contrario de lo que su acritud me ha dado a entender, y espera que Thomas y yo tengamos una cita para capturarnos juntos».

Sale al rellano y se inclina por encima del balaustre. Los dos guardianes de la planta baja conversan, en una lengua sibilante. Sólo ve sus sombras proyectadas en el enlosado.

«Tienes que ir ahí, Pistol Peter». (En este segundo, piensa en Thomas, con una ternura que ya ni siquiera le asombra.)

Saca la llave de la puerta y va en busca de la alfombra de goma del cuarto de baño. Desmonta un enchufe eléctrico con ayuda de una lima de uñas; sólo le ocupa un minuto a lo sumo. Pone los hilos al descubierto, aisla la mano que sostiene la llave a través de la goma y toca los hilos. Un leve y seco chasquido y todas las luces de la casa se apagan.

Está en la escalera, en cuyo balaustre se monta, a media pendiente, en el instante en que alguien sube. Se deja caer, con sus zapatos colgados del cuello, y aterriza sin ruido en el suelo. Va muy rápido, está ya al otro lado de la puerta en ojiva bajo el tiro de los escalones. Se encuentra en una cocina, tropieza ligeramente con una mesa, tantea y acaba percibiendo la mancha más clara de una puerta vidriera: la llave está en la cerradura.

Está fuera, en el jardín. Hace un frío de lobos, pero ve lo suficiente para descubrir una tapia a su derecha. La salta y cae en un nuevo jardín, que también pasa, cortándolo directamente, no perdiendo un segundo en su embestida silenciosa, convencido de que le siguen: «Estoy metiéndome en una trampa, pero ¿en cuál?».

Se calza rápidamente; comienza a correr en cuanto anuda los cordones, a pesar del horrible dolor de su rodilla; no tiene la menor idea de la dirección que debe tomar. Los acontecimientos deciden por él: de pronto se encienden unos faros, bastante lejos, a su derecha, y su haz le capta. Precipita su zancada de antiguo corredor de los cuatrocientos metros, atraviesa la calzada, se adentra en dos calles sucesivas, se agarra a un coche, se hunde en una callejuela-«estoy haciendo exactamente lo que ellos deseaban verme hacer»-, desemboca en una avenida, corre a lo largo de los escaparates apagados y pasa al ras de un tranvía bamboleante, en un amanecer que no ha comenzado todavía. Izquierda, derecha, izquierda por las calles desiertas, y ni la menor señal de persecución tras él: «¿Me habré equivocado y mi evasión les habrá sorprendido realmente?».

Sea como sea, necesita un coche. Hay algunos alineados. Prueba las portezuelas, que están todas cerradas con llave, algo que no le sorprende.

Continúa la marcha. Una avenida. Tal vez la misma que ya había dejado. Otro tranvía se aproxima. Lo que ahora se produce le parece nimbado de una irrealidad total: levanta la mano y el vehículo se detiene; sube a él y toma asiento en un banco de madera, en el cual hay tres obreros y una mujer de rostros sombríos; pero, en el último segundo, suben a su vez dos hombres con largos abrigos de cuero; y en una nueva parada, otros tres abrigos de cuero embarcan.

Y otros dos en la parada que sigue. «No soy de la clase de los que reconocen una derrota, pero ahora…» Apoya su frente en el cristal frío y, cien metros más allá, descubre la presencia de un coche que marcha a un metro de él; a bordo del coche se encuentra Soëft el flemático.

Éste le considera desde abajo, y su chófer acomoda la marcha del Renault a la del tranvía.

Otras dos paradas más, y esta vez es Gregor Laemmle en persona el que sube, no sin ligereza, y viene a sentarse junto a él.

— ¿Qué es lo que me cuentan?-dice-. Al parecer, ha hecho usted de las suyas.

El tranvía se detiene. «Vamos, venga conmigo, querido Quattermain». Es embarcado en el Renault, devuelto a la villa. El primer cadáver está en la escalinata.

— Que salvajada la suya-dice Gregor Laemmle-. Casi lo ha decapitado usted.

El segundo cuerpo está en el vestíbulo, de paisano como el primero y con la garganta idénticamente cortada.

— Pero lo más horrible viene ahora, Quattermain. ¡Esa pobre muchacha en la cocina! ¿Para qué diablos la ha apuñalado tanto? Creo que con golpearla habría bastado. Hay realmente un monstruo en usted; estoy estupefacto. Ignoraba que un multimillonario pudiese estar tan sediento de sangre.

Quattermain se niega a subir la escalera, pero le obligan a hacerlo. Vuelve a encontrar la habitación donde ha pasado una hora en total; el soldado que golpeó ha desaparecido, la cama en la que se acostó ha sido hecha de nuevo y el cuarto de baño ha sido modificado; está lleno de objetos de aseo que nunca ha visto: los de una mujer.

— Resumamos-dice Gregor Laemmle-. No contento con haber producido una carnicería en el Var, con dos asesinos marselleses a sueldo (para recuperar, según me dicen, un niño cuya madre le negaba la paternidad), no contento con esto, estrangula a alguien en la orilla derecha del Ródano, huye usted, hiere mortalmente a un policía francés de paisano que intentaba detenerlo, continúa huyendo, acosado a la vez por la policía francesa y por el ejército alemán, llegado fraternalmente como refuerzo. Ya sin otros recursos, se refugia en esta villa donde ahora estamos, le sorprenden en ella y mata usted con el mayor salvajismo a sus ocupantes…, uno de los cuales resulta ser un soldado de nuestra gloriosa Wehrmacht… De acuerdo, se trataba de un polaco más o menos enrolado a la fuerza, pero es lo mismo. No pudo hacerlo peor, querido amigo. Yo, en su lugar, habría preferido degollar a toda una ciudad francesa.

— ¿Dónde está Thomas? ¿Qué le ha sucedido?

Los ojos amarillos le miran fijamente, impenetrables.

— Lo han matado-dice al fin Gregor Laemmle con una voz neutra-. Lo han ahogado como a una rata. Está muerto, Quattermain, muerto. Espero que esta noticia le haga sufrir enormemente.

Quattermain golpea, y en la siguiente décima de segundo, sus manos agarran el cuello y aprietan, tratando de triturar los cartílagos. Recibe el primer golpe, y después otros dos, y una barra de hierro le rompe la muñeca derecha. Él suelta la presa, pero intenta golpear todavía, reventar esos ojos amarillos. De nuevo la emprenden con él a golpes, dados a voleo, y esta vez es su hombro izquierdo el que estalla. Atraviesa la pieza y se derrumba sobre la silla en que estaba el guardián sentado. Quiere incorporarse, pero la barra de hierro le rompe el fémur. Cae, intenta levantarse de nuevo. A partir de entonces, los golpes se abaten sobre él con una regularidad metódica, espantosa, abominable, rompiendo sus huesos uno a uno. Duda que traten de matarle, pero lo cierto es que ya apenas piensa; se arrastra sin otro objeto que el de escapar de esta monstruosa paliza, pierde por primera vez el conocimiento, capta todavía algunas imágenes de un Gregor Laemmle desplomado, con el rostro inyectado en sangre, que se deja caer; y luego la barra de hierro le aplasta otra vez y oye claro y seco el crujido de otro de sus huesos…

Es entonces cuando se desvanece por completo, cuando se sumerge ávidamente en la inconsciencia. «Me estoy muriendo, Thomas, lo siento…»

* * *

Los perros han descubierto la pista, como estaba previsto. Partiendo de la bolsa, han conducido sucesivamente a sus amos a cada uno de los tres agujeros en los que Thomas se había enterrado, cubierto de tierra y hojas. Después han llegado a la zanja, han encontrado el primer zapato y, veinte metros más allá, el segundo; luego han continuado avanzando y lanzando pequeños ladridos estúpidos.

Así han llegado a la entrada de la canalización.

Jurgen Hess ha acudido en seguida, se ha inclinado en la entrada del conducto y ha ordenado a Thomas que salga de ahí, primero en francés y luego en alemán.

Ha gritado en el silencio, con cien hombres a su alrededor.

Thomas no ha respondido.

Hess, entonces, ha dado órdenes-sabe mandar, eso no es problema; es estúpido como un asno, pero mandar, manda-. Ha dicho que vayan inmediatamente a todas las salidas de esta puñetera canalización, y que busquen el plano de conjunto en la alcaldía vecina, o en Puentes y Calzadas, o en donde sea, ¿a qué están esperando?

Y una última orden:

— Hagan que entre un perro ahí adentro. ¡Y si se come un poco de esta pequeña basura, tanto peor!

Cuatro o cinco minutos después, arrastrado por su amo, que tira de la larga correa, el perro ya ha salido, casi ahogado, pero sosteniendo entre los colmillos el abrigo. De pronto, Jurgen Hess ha reunido a toda su gente. Ha dicho: «¡Esa pequeña basura ha entrado realmente ahí dentro! ¡Comenzad todos a romper esa cochina trampa de hormigón! En cuanto a la pequeña basura podéis cortarle un brazo o una pierna, o incluso reventarle un ojo, ¡pero le quiero vivo!».

Y ha precisado que mataría al imbécil que matase a la pequeña basura.

«La pequeña basura te fastidia», ha pensado Thomas.

Que espera, con su cuerpo transformado en hielo, a que todos los soldados se hayan reunido a la entrada de la canalización. «La cosa ha funcionado.» De hecho, ya no está en la canalización, está al aire libre, y se ha alejado unos doscientos metros, deslizándose luego en la zanja; para mayor seguridad, se ha metido completamente bajo el agua, reteniendo el aliento todo lo que le es posible (su recuerdo del mar es de un minuto y diecisiete segundos) y, cuando ha asomado de nuevo la nariz en el aire, ya no hay nadie. «La cosa marcha. Ellos creen que estoy todavía en la canalización. ¡Qué estúpidos son!» Entonces sale arrastrándose de esa maldita zanja, pero inmediatamente comprende que está cometiendo otro error y vuelve al agua, sumergido hasta por encima de las rodillas. Así camina casi un kilómetro, llorando de frío, sufriendo unos terribles temblores; la garganta y el pecho comienzan a dolerle tremendamente, pero continúa avanzando, porque es la única manera de engañar a los cochinos perros, que no podrán husmear su olor. Recuerda a Pistol Peter en el capítulo sexto de El sioux de los ojos claros.

Acaba subiendo por el camino de tierra. Se toma el trabajo de cruzarlo, de correr doscientos metros a campo traviesa, hasta el río, en el cual entra para despistar a los perros; nada en una corriente muy fuerte (no se sostiene en pie) y es realmente duro volver a la orilla.

Toma ahora su verdadera dirección: la de las montañas. Corre y camina alternativamente durante casi una hora. Llega un momento en que ya casi no puede respirar a causa de la enorme fatiga, pero sobre todo a causa del dolor en el pecho.

Tiene frío y calor al mismo tiempo. Y fiebre. Su vista comienza a nublarse, y en algunos momentos, sin comprender lo que ha pasado, se desploma y queda con la nariz pegada a la tierra rizada por la escarcha y en la hierba casi quebradiza. No recuerda haberse caído y le parece que está adormilado.

Ya no puede más, eso es seguro.

Tose, y cada vez que lo hace es como si le rajasen la garganta con un cuchillo: le duele terriblemente. Por fortuna, el mecanismo aguanta todavía, continúa dando sus órdenes: ve a la derecha, pasa a la izquierda, toma ese camino, no ése, el otro, no te detengas, porque, si lo haces, ya no podrías seguir, ¡NO TE DETENGAS!

Hace diez minutos por lo menos que ha dejado atrás las dos granjas, y trepa ahora hacia la montaña. Es como una máquina consciente que sólo obedece las órdenes del mecanismo, sin tratar de comprenderlas. El mecanismo le recuerda las palabras de Javier Coll, pronunciadas hace meses y meses, y se las devuelve como un gramófono: «Después del río, todo derecho, Thomas. Verás dos granjas a tu izquierda; la primera tiene dos ventanas redondas en lo alto, como unas ventanas de iglesia; la otra, que es perpendicular a la primera, tiene un palomar. No te dejes ver; continúa. Un kilómetro y medio, unos tres mil pasos más adelante y más arriba, hay un pequeño aprisco. El muro del lado oeste tiene una cruz de piedra para retener las piedras. Las puntas de la cruz son como una flor de lis».

Thomas titubea, tropieza con los árboles, sube interminablemente, con los pulmones abrasados como por un fuego y las sienes latiéndole muy fuerte. Llega al aprisco, apoya su frente ardiente sobre las piedras frías y húmedas, y a tientas, porque ya no tiene fuerzas para abrir los ojos, lo rodea. Y siente un hierro herrumbroso bajo su mano, un hierro muy rugoso, que acaricia con su palma: hay unas puntas triples en el extremo de cada brazo de la cruz: «No tomes el camino de la derecha, Thomas, aunque te parezca más fácil. Trepa a través de los árboles, hasta que encuentres un sendero. Verás una gran roca colocada en equilibrio sobre otra. ¿Sabes lo que es un boliche? Pues las dos rocas colocadas la una sobre la otra parecen un boliche».

La pendiente que hay después del aprisco es tremendamente dura. Está llena de tocones de árbol, de raíces, de una tierra muy grasienta y pegajosa, de hojas podridas. Esto resbala, progresa tres pasos y retrocede dos, cae constantemente. La mayor parte del tiempo sus ojos están cerrados-los párpados son demasiado pesados-y llora con cálidas lágrimas. No está desanimado (no, esto marcha, el mecanismo es implacable, le ordena que se levante cada vez, que dé un paso y después otro, le repite que no abandone nunca, nunca, y cuando comienza a dormirse, Ella le insulta, le trata de cobarde, de inútil, de niñita y, mejor que eso, Ella le envía unas imágenes suyas, de sus ojos en el Hispano, de su sonrisa, de su voz: «Yo sé que no abandonarás nunca, mi amor, mi vida, mein Schatz…».

No está desanimado; está al cabo de sus fuerzas, eso es todo. «Pero como nadie te ve llorar, puedes desahogarte un poco». Maldito mecanismo, «me gustaría verte en mi lugar; ¡hago lo que puedo!».

Llora, pero sube y cae de nuevo, resbala hacia atrás un metro o dos. Se duerme-sólo un minuto-, lo justo para tomar aliento, ¿qué más puedo hacer? Y si me muero, tanto peor…

¡LOS PERROS!

Al principio, cree que sueña. Pero no. Los ladridos se acercan, los malditos chuchos llegan. Seguro que Jurgen Hess ha acabado comprendiendo. Y ahora llega, está de nuevo detrás de él, estás perdido si no te mueves.

En realidad, se ha movido. Sin darse cuenta apenas, está recuperando los metros perdidos en su resbalón, la escalada comienza otra vez y el maldito mecanismo ni siquiera le felicita; sólo dice lo que debe hacer, subir bien derecho; le tiene completamente sin cuidado que esté muerto de frío y que sólo sea un chiquillo a quien persiguen con perros y fusiles.

De repente, el sendero surge bajo sus narices. Y delante de él está el boliche; se siente verdaderamente orgulloso: ha llegado justo encima, tenía que hacerlo; «he subido derecho, aunque estoy un poco enfermo».

Ahora, el desfiladero. La primera vez que Javier Coll le habló del desfiladero, Thomas no le comprendió en un primer momento. Javier le explicó que esa palabra designaba una especie de barranco, un paso estrecho entre unas rocas o unas montañas: un desfiladero en castellano.

Bueno, ahí está.

Thomas se adentra en él. Es cierto que es estrecho; casi podría tocar las dos paredes al mismo tiempo con sólo estirar los brazos. Pero no tiene fuerzas para estirar los brazos, ni para hacer otra cosa que poner una pierna detrás de la otra, y aun así titubea como si estuviera borracho, salta de una pared a otra, cae de rodillas, camina de nuevo. Algo le muerde y le araña por dentro. Es como si ya no tuviese piernas y ya casi no puede abrir los ojos.

«Al salir del desfiladero, Thomas, y a tu izquierda, verás un desprendimiento de rocas, ton un pequeño sendero que trepa por él. Es allí».

Los malditos perros están muy cerca. Los hombres gritan en alemán y francés.

Ataca el desprendimiento y se cae en seguida, totalmente de narices; prosigue a cuatro patas, sube tres o cuatro metros y, cuando los haces de las linternas eléctricas le captan, ve perfectamente las luces, pero no comprende o se niega a comprender su significación.

— Atrapen a esa pequeña basura-dice en francés la voz de Jurgen Hess, realmente muy lejana, como si hablase desde la luna.

Thomas sube; ahora ya nada podrá detenerle, nada. Está dos veces a punto de caer y de herirse en las mejillas con unas piedras cortantes; pero sube, asciende como un ciego, indiferente a todo. Ya ni siquiera siente dolores. «Una vez llegado a la cima del desprendimiento, Thomas, hay un sendero que sigue la cresta. Una vez allí, ya habrás casi llegado y…»

La voz de Hess:

— Esperen antes de cogérmelo. Déjenle que se agote un poco más; ya nos ha hecho correr bastante.

Thomas oye unas ráfagas de disparos de fusil; las oye, pero es como en el cine: seguramente no son de verdad. Él sube, sin problemas; pronto estará arriba, nada ni nadie le detendrá. Sube, sobre un fondo sonoro de batalla; disparan sobre él desde todos los rincones. En cierto momento, una gran mano quiere asirle, pero él la muerde y continúa. Más arriba, en lugar de una piedra, siente bajo sus dedos una pierna. La golpea, para que se aparte de su camino… ¡Nadie le detendrá, nadie! Está terriblemente rabioso porque alguien quiere detenerle; «¡si fuese mayor, le mataría!».

Continúa debatiéndose furiosamente cuando le levantan del suelo, y golpea con los puños y los pies. «¡NO ME DETENDRÁN!».

— Tranquilo, Thomas, tranquilo… Cálmate, soy Miquel…

Thomas se debate con una cólera asesina: «¡Una piedra. Cogeré una piedra y le romperé la cabeza! ¡Le mataré, aunque todavía sea pequeño!».

— ¡Thomas! ¡Soy Miquel!-repite sin cesar el hombre que le sostiene en brazos-. ¡Soy Miquel, Miquel, cálmate!

Y finalmente la voz, la lengua española, el timbre familiar y todo eso acaba penetrando en su conciencia. Cesa de debatirse, pero desconfía; el mecanismo le dice que desconfíe; tal vez no es el verdadero Miquel, ¡tal vez es Jurgen Hess que finge serlo! Trata de abrir los ojos, pero no puede.

— ¿Quién es el jefe, Miquel? ¿Y dónde está?

— Javier, Thomas; el jefe era Javier. Y era de Sóller, en Mallorca.

«¡Oh, Dios mío!-piensa Thomas-. ¡Es él, es Miquel el Invisible! ¡He llegado hasta él, Dios mío! ¡He llegado!».

— ¿Realmente he llegado, Miquel? ¿De verdad?

— Has llegado de verdad, se acabó-dice la voz de Miquel, y está claro que Miquel llora, todo él es sacudido por sollozos, llora como una mujer.

«Yo también tengo ganas de llorar, ha sido terriblemente duro, Miquel, terriblemente duro. Estoy enfermo, Miquel, estoy enfermo».

— Todo va bien, Thomas, todo va bien; se acabó.

Y Miquel, llorando, le lleva sobre su espalda.

* * *

— Señor Quattermain, ¿me oye usted?

Quattermain no reacciona en seguida y parece que la voz le llama desde ya hace mucho tiempo, una voz desconocida que se expresa en un inglés perfecto, teñido de un delicado acento de Oxford.

— Me llamo Joachim Gortz, señor Quattermain. Tengo relaciones de negocios con su familia desde hace más de quince años.

Quattermain consigue levantar los párpados, comprueba que está acostado en una cama de hospital y que el torpor que experimenta proviene, sin duda, de alguna droga que le habrán administrado.

— ¿Comprende usted lo que le digo, señor Quattermain?

Él mueve sus párpados en señal de asentimiento. El hombre que está de pie junto a su cama tiene unos cincuenta años, la tez rosada, los ojos azules, los cabellos casi grises; está notablemente bien vestido.

— Sé que sus fracturas de la mandíbula le impiden hablar-prosigue Gortz-. Créame que lamento profundamente lo que le ha sucedido. Quiero, ante todo, tranquilizarle en un punto: he podido ponerme en contacto con mis amigos de Nueva York y su familia está avisada. Ahora está bajo mi protección y, sobre todo, bajo la protección de las altas finanzas. Su vida no corre peligro.

«¿Y Thomas? ¿Qué le ha sucedido a Thomas?». Quattermain intenta en vano que sus labios se muevan, pero todo ocurre como si el presunto Joachim Gortz hubiese leído la pregunta en sus ojos:

— El niño que le acompañaba ha desaparecido, señor Quattermain. No ha sido atrapado por sus perseguidores. Por ninguno de ellos. Y no puedo decirle más. Ignoro por completo dónde puede estar.

Quattermain vuelve a cerrar los ojos. En todo su cuerpo no hay más que dolor y tortura.

— Voy a hacer que le trasladen a Alemania en cuanto su estado lo permita-dice todavía la voz de Joachim Gortz-. Así estará más seguro de los cuidados que le presten.

* * *En el receptor telefónico que está posado sobre la mesa, al lado de Gregor Laemmle, la voz furiosa zumba desde hace ya varios minutos. Gregor Laemmle escribe o, más exactamente, recomienza por quinta vez una carta que él sabe que nunca será leída, puesto que va dirigida al Niño: «Habría hecho todo lo del mundo para salvar la vida de tu madre, a la cual, sin embargo, busqué durante tanto tiempo». Laemmle está en Lyon, en un hotel del muelle de lo que puede ser el Saône o tal vez el Ródano: el detalle parece de poca importancia, ¿quién se interesa por esas cosas?

Rompe por quinta vez su carta inacabada y se decide al fin a descolgar el auricular, cortando luego en seco las recriminaciones de Joachim Gortz: «¿De qué diablos se queja? ¡Le he devuelto vivo a su americano! Un poco deteriorado, pero vivo».

Es sacudido por la peor de las crisis que ha conocido en cuarenta y seis años de existencia. Hasta tal punto que procura no acercarse demasiado a la ventana, temiendo no poder resistir la tentación de saltar por ella. «Probablemente, además, fracasaría».

Trata de leer, pero hasta su querido Montaigne acaba cayéndosele de las manos. Y dos horas después, cuando Jurgen Hess llega, le encuentra inmóvil, con el libro cerrado sobre la mesa, las manos cruzadas sobre el abdomen y los ojos pardoamarillos perdidos en el vacío. Hess relata la tentativa fracasada, cuenta cómo sus hombres y él mismo han destrozado literalmente uno o dos kilómetros de canalización antes de descubrir que el muchacho ya no estaba allí; cómo, a partir de entonces, lanzó varios equipos en todas las direcciones; cómo uno de esos equipos acabó descubriendo el rastro de la «pequeña basura»; cómo sólo faltaron algunos metros y algunos segundos para que el niño fuese atrapado; y cómo intervinieron entonces unos tiradores experimentados, sin duda miembros de la resistencia.

— Varios de ellos, quizá todos, hablaban español.

— La guardia española del Niño-dice Gregor Laemmle.

Laemmle está sentado, Hess está de pie.

Hess toma de nuevo la palabra y explica que los españoles se escabulleron sin que él pudiera perseguirles… Ya apenas le quedaban hombres en estado de luchar. Y después, los cinco días siguientes, ha batido en vano la región, y la sigue batiendo todavía, llegando sus búsquedas hasta la frontera española. Pero sin esperanzas.

— Creo que el chiquillo la ha franqueado ya-dice Hess.

Silencio.

— Y ha venido usted a pedirme ayuda-observa al fin Gregor Laemmle.

Jurgen Hess asiente.

Nuevo silencio. La mirada amarilla de Gregor Laemmle se dirige hacia la silueta inmóvil de Soëft, que está de pie cerca de la puerta del pasillo: «Seguramente mataría a Jurgen si yo le ordenase hacerlo. ¿Pero para qué?».

Sonríe a Hess.

— ¿Qué han hecho ustedes con aquella mujer, con Catherine Lamiel?

— Está en la cárcel de Fresnes.

— ¿Fue ella la que les entregó a Maria Weber?

— Sí.

— ¿Y por qué esa traición?

— Porque Hess había prometido un cambio: Maria Weber a cambio de la vida del hermano de la muchacha y de otros hombres.

— ¿Mantuvo usted su promesa, Jurgen?

— No. Todos los hombres han sido fusilados.

— Yo quisiera que ella también muriese, Jurgen. Arrégleselas usted. Usted puede hacer que sea fusilada mañana, o enviada a uno de esos campos de la muerte de los que sus jefes han hecho una gloriosa especialidad. No me diga que no, por favor: le pido un servicio a cambio de la ayuda que usted espera de mí.

Y Gregor Laemmle piensa al mismo tiempo: «No es justo que viva esa mujer, que en resumidas cuentas permitió que Ella fuese quemada viva destruyendo todos mis planes. Y, por otra parte, lo que yo hago es pura misericordia: ¿qué existencia sería la de Catherine Lamiel si por azar sobreviviera?».

— ¿Sí o no, Jurgen?

— Sí.

— ¿Promete que la hará fusilar?

— Sí.

Gregor Laemmle cierra los ojos.

— Váyase ahora, mi buen Jurgen.

Espera que se aleje el ruido de los pasos de Hess, pues se siente presa de una crisis que le invade como una ola rompiente. Ya ha olvidado, o casi, a esa mujer, a la que acaba de asesinar con la mayor tranquilidad.

— Partiremos mañana por la mañana, Soëft.

Al día siguiente, Soëft y él llegan a Grenoble. Se dirigen directamente a la plaza Sainte-Claire, a casa de Barthélemy, el vendedor de legumbres.

Gregor Laemmle espera pacientemente su turno en la cola de las amas de casa. Es jueves y, por lo tanto, no hay escuela: dos de los hijos del comerciante están allí y le ayudan.

A Gregor Laemmle le llega su turno.

— Quisiera hablarle de Thomas-dice.

Y, naturalmente, el vendedor de legumbres responde que no conoce a ningún Thomas, que no comprende en absoluto de qué se trata. Gregor Laemmle le sonríe con mucha amabilidad (siente una simpatía real por el macizo mallorquín) y sugiere una conversación privada.

— En interés de sus hijos-dice.

Barthélemy y él salen de la tienda, seguidos de Soëft; deambulan por las aceras de la plaza de Sainte-Claire, en las que cae una nieve ligera que suaviza los ruidos de la ciudad.

— En su propio interés, en el de su mujer, en el de sus tres hijos y en el de su hermano, que condujo a Thomas a Annemasse para intentar hacerle cruzar la frontera. Y también en interés de sus cabras. Debo decirle que yo sería capaz de acabar con dos o trescientas personas, y algunos animales además.

— No conozco a ningún Thomas-dice el vendedor de legumbres, en su último empecinamiento.

Gregor Laemmle no sonríe siquiera ante tanta terquedad. Dice suavemente:

— Javier Coll ha muerto, así como los otros dos españoles, posiblemente mallorquines también, que se encontraban en Aix. Sólo sobrevive aún el cuarto guardaespaldas del Niño, el que suele llevar una cazadora de cuero y un fusil con visor telescópico. En el momento actual, ya ha puesto a Thomas al abrigo. Mi querido señor: unas circunstancias realmente anormales han hecho que yo disponga del poder de vida o de muerte. ¿Conoce usted a una mujer llamada Catherine Lamiel?

— No.

— Esa mujer ha sido fusilada esta mañana en la cárcel de Fresnes, en París. Era preciso que alguien se encargase de castigarla y yo me he ocupado de ello; me ha bastado con pedírselo a Jurgen Hess. De igual modo, si yo le contase el papel que interpretaron ustedes, su mujer, sus hijos, su hermano y usted mismo, en la evasión de Thomas hace algún tiempo, Hess sentiría una gran satisfacción al exterminarlos. No sin antes haberles hecho picadillo para hacerles confesar dónde se encuentran ahora Thomas y su último guardaespaldas. Hablará usted, señor, créame.

El hombre baja la cabeza. Si estuviera solo en el mundo, sin su mujer y sus hijos, se dejaría desollar vivo antes que decir una sola palabra sobre Thomas.

— Me callaré-prosigue Gregor Laemmle-. Por consiguiente, ustedes vivirán mientras esto dependa de mí. De todos modos, podría usted transmitirle un mensaje a Thomas. Dígale tres cosas. La primera: Catherine Lamiel, que traicionó a su madre, ha sido castigada como convenía. La segunda…

«He aquí la única mentira de tu vida, Gregor…»

— La segunda: el americano ha muerto. En cuanto a la tercera, me concierne a mí. Dígale a Thomas que abandono la partida, que ya no juego más, que tumbo mi rey sobre el tablero. Repítale mis propias palabras, por favor, lo más exactamente posible. Y dígale también que en los meses o en los años siguientes estaré en Fiesole, en Italia, en una villa a nombre de Golaz-Hueber, o bien en Alemania, en esa Selva Negra que tuvo el honor de verme nacer. ¿Lo recordará usted?

El mercader de legumbres no rechista.

— Fiesole, cerca de Florencia, o bien la Selva Negra, cerca de Friburgo de Brisgovia. Él me encontrará, si se toma la molestia. Puede usted volver a sus patatas, señor.

Es a Fiesole, bastante más tarde, a donde llega la carta expedida en Barcelona (pero él duda enormemente que esto pruebe la presencia del Niño en las ramblas catalanas). El mensaje es breve, consta de una sola línea y sólo con una«T como firma: «Algún día iré».

* * *

Quattermain sabe muy pocas cosas del lugar en donde está: en Baviera, en Berchtesgaden (el nombre le es desconocido). Se trata de una especie de clínica en la que dispone de tres habitaciones para él solo. Si tuviese la posibilidad física de hacerlo, tendría derecho a unos paseos por el parque, plantado de alerces. Pero, por el momento, sólo se desplaza hasta la silla de ruedas, aunque la última de las veinte operaciones que ha sufrido le ha devuelto el uso casi íntegro de su pierna izquierda. Ha podido caminar, por primera vez desde hace siete meses, pero sólo el atravesar la habitación con sus muletas le ha agotado totalmente. Ha perdido casi treinta kilos. Han puesto una enfermera a su servicio: se llama Rosie Maier, es vienesa y habla correctamente el inglés, aprendido junto a su padre, hotelero, en el Ring de la capital austríaca. Él mismo, ahora, se desenvuelve bastante bien con el alemán.

Ha llegado el verano: resplandece en las ventanas que encuadran el admirable panorama de los Alpes de Baviera. Las visitas de Joachim Gortz, espaciadas al principio, y muy breves, se han hecho más frecuentes. Hace dos meses, Quattermain recibió de Zurich una llamada telefónica de Joe Sowinski. Éste no citó en ningún momento el nombre de Joachim Gortz, hablando sólo del «amigo que está junto a ti», y en el que él, David, podía tener plena confianza, «tanta como en mí mismo, David». Siguió un largo discurso que desarrollaba el tema: «Puesto que te encuentras en Alemania, ¿por qué no aprovechas la ocasión para representar ahí los intereses del Clan? Y no solamente los del Clan; hay otras muchas cosas que defender en los tiempos que corren». «Dave: nadie te pidió que fueses donde estás. Te habíamos creído muerto, y sin el amigo que tú sabes, lo estarías. Trata de ser razonable».

«Y, maldita sea, ¿qué diablos es esa historia del niño?».

Quattermain cuelga. Y pregunta a Gortz, que le mira sonriendo:

— ¿Qué intereses?

— Es usted accionista mayoritario y administrador de la mayor compañía petrolera norteamericana, la Banner Oil de Nueva York.

— ¿Y qué?

— ¿Y si yo le dijese que Alemania necesita desesperadamente petróleo?

— Alemania está en guerra con mi país.

Gortz se echa a reír.

— Ahorrémonos las coplas patrióticas, por favor. Hablemos de finanzas.

— Olvidemos los incidentes penosos, ¿no es eso?

— Exactamente. Dentro de uno, tres o cinco años nuestros países estarán de nuevo unidos por una amistad eterna contra el único verdadero enemigo, el del Este. Su tío y su primo lo han comprendido así. Por lo tanto, hay que quemar etapas desde ahora.

— No veo la posibilidad de que yo ordene la entrega de algunos millones de toneladas de petróleo por mes para entregar aquí. Incluso saltándome olímpicamente las etapas.

— No le pedimos eso. Su compañía nos ha entregado y nos entrega todo el petróleo que razonablemente puede hacernos llegar.

— No creo nada de eso.

Silencio. Joachim le mira con curiosidad, menea la cabeza.

— Le enviaré la documentación en cuanto esté realmente en estado de leerla. Pero ahora puedo responderle en parte. Me ha preguntado usted: ¿qué intereses? Además de su parte en la Banner, es usted también accionista y administrador de uno de los tres bancos más importantes de los Estados Unidos: el Hunt Manhattan. Como varios de sus colegas americanos (y también británicos), el Hunt ha mantenido su agencia en París, incluso después de la entrada en guerra que ha seguido a Pearl Harbour. Hacemos con él los mejores negocios posibles. Y a propósito de bancos, usted conoce, al menos de nombre, el banco para los negocios internacionales cuya sede está en Suiza, en Basilea… Como es lógico, mi gobierno lo controla totalmente. Y con su cuenta y razón, desde diciembre de 1941, es decir, después del ataque japonés a Hawai, nuestros dirigentes han tomado la precaución de depositar allí cuatrocientos millones de dólares-oro, a todo riesgo. Ese oro, dicho sea de paso, proviene de los saqueos realizados en los bancos centrales de Holanda, de Bélgica, de Luxemburgo, de Austria y de Checoslovaquia…, y también de todo lo que ha podido ser colectado hasta ahora en los campos de concentración. El propio BRI fue creado hace doce años por el presidente de nuestro banco central, Hjalmar Horace Greeley Schacht; su papel consistía, precisamente, en mantener las transacciones financieras en caso de conflictos internacionales no entre naciones beligerantes, claro está. Tranquilícese, no vamos a pedirle que se siente en su consejo de administración; en este mismo momento, un banquero alemán que representa directamente a Adolf Hitler se codea muy amablemente con un americano, un británico, un francés, un italiano, etcétera. Entre financieros, la atmósfera es de lo más cordial.

Otro silencio. Quattermain ha preguntado:

— Supongamos que, para encontrar y hacer salir a ese niño de Francia, yo me haya dirigido directamente a… ¿mi propio banco? ¿Al de mi familia?

Sonrisa.

— Los financieros siempre pueden entenderse, señor Quattermain.

— ¿Y Gregor Laemmle?

— Probablemente alguien habría podido convencerle de renunciar a su caza y de volver a su nido de la Selva Negra para dedicarse exclusivamente a la filosofía. Y un tal Jurgen Hess quizá ha podido ser enviado como refuerzo al frente del Este.

— ¿Habría llegado usted hasta hacer matar a Laemmle?

— No comment-ha respondido Gortz.

A partir de este momento, vienen unos hombres semana tras semana y mes tras mes. Traen expedientes y se llevan aquellos que Quattermain ya ha leído. Uno de ellos explica regularmente a Quattermain que tiene derecho a consultar todos los documentos que le muestren, pero no deberá tomar ninguna nota ni sustraer el menor papel. Quattermain los examina con algo más que asombro. (Pero no con incredulidad: no duda ni un segundo de la autenticidad absoluta de esta masa fenomenal de documentación.) Se entera, por ejemplo, de que más de la mitad de las altas finanzas de Wall Street, en los años treinta, ha financiado ampliamente la ascensión y el mantenimiento en el poder de Adolf Hitler; «probablemente también yo, porque nunca he tratado de saber lo que el tío Peter y el primo Larry hacían con mi dinero». Lee también que, durante el verano y el otoño de 1942, el francés Pierre Pucheu ha hecho conocer a la Banca por los reglamentos internacionales de Basilea (y, por consiguiente, a unos financieros alemanes cuidadosamente elegidos) la inminencia de un desembarco angloamericano en África del Norte; y que esta información, que él había recibido de un agente de la Hunt Manhattan atinadamente situado en la Embajada de los Estados Unidos en Vichy, ha permitido una de las más fructíferas operaciones financieras de los últimos años, aunque sólo fuese por la transferencia inmediata de nueve mil millones de francos procedentes de Francia y que van a buscar refugio en los bancos argelinos.

Recorre el muy completo informe de Joe Sowinsky, con el cual descubre que, desde hace casi diez años, ha triplicado su salario gracias a las decenas de millares de dólares que le proporciona cada año la IG Farben, por la vía de la BRI y sobre una cuenta de Zurich.

Tiene la revelación de la monstruosa omnipotencia de la IG Farben, cuyo estado mayor cuenta entre sus filas a Max Warburg, ciudadano alemán pero hermano de Paul Warburg, que es norteamericano y uno de los fundadores del sistema federal de reserva de los Estados Unidos.

La IG Farben, de la que dependen todos los ejércitos alemanes, puesto que es ella quien les proporciona el cien por ciento del caucho sintético, del metanol y de los aceites lubrificantes. En un noventa por ciento, se trata de colorantes y de gases tóxicos.

(Informe anejo: el nombre y el emplazamiento de las fábricas de IG Farben encargadas de la fabricación del Zyklon B, «actualmente utilizado en los campos de exterminio cuyos nombres siguen…»; y siguen unos nombres totalmente desconocidos de Quattermain, tales como Auschwitz.)

La IG Farben, cuya oficina NW 7 de Berlín acoge el centro más importante de contraespionaje nazi; «esa oficina está dirigida por Max Ilgner y Herman Schmitz, que figuran igualmente en el consejo de administración de la filial americana del trust, la American IG, en compañía especialmente de Henry Ford, Paul Warburg, de la Bank of Manhattan y de Charles E. Mitchell, de la Federal Reserve Bank of New York. Usted conoce personalmente a esos tres hombres, ¿no es verdad, señor Quattermain?».

— No tomar notas, Herr Quattermain; no guardar ningún papel, bitte.

Le toca el turno a la Banner Oil. Cada día son traídos y llevados con cajas miles de documentos. Y como la mayor compañía petrolera del mundo ha vendido-por acuerdos secretos-a la industria alemana la fórmula del iso-octano, aditivo a base de tetraetilo, indispensable para la gasolina de avión, «con el juego de operaciones bancarias y de endosos, el gobierno británico abona actualmente unos royalties a la industria química alemana con el fin de obtener los materiales que le permitan combatir a la aviación alemana que bombardea Londres. ¿Divertido, verdad?».

Del mismo modo, la misma Banner aprovisiona a la Alemania hitleriana de petróleo-de 50.000 a 80.000 toneladas por mes, según Joachim Gortz-desde hace más de tres años.

Asimismo procede, a través de sus filiales venezolanas y mejicanas, a enviar sus entregas, en un principio, a bordo de buques que enarbolan el pabellón de la Francia de Vichy o el de Panamá.

(Informe anejo: la «divertida peripecia de un petrolero francés inspeccionado por unos barcos de la Royal Navy… y autorizado a proseguir la ruta después de una intervención del Departamento de Estado, debidamente regañado por los senadores de su tío Peter».)

Y centenares de ejemplos más.

Todos apoyados por documentos irrefutables.

Las semanas pasan.

Quattermain ha abandonado su silla de ruedas y ahora utiliza las muletas. A veces se arriesga a dar algunos pasos ayudándose sólo con un bastón. Va hasta el parque, pero necesita veinte minutos para bajar o subir la escalera que conduce a su apartamento-prisión.

El otoño es espléndido en Baviera.

«Y usted también es muy bello», dice Rosie Maier, a quien él hace el amor desde hace ya tres meses.

Y, en efecto, contemplándose en un espejo, se ha quedado estupefacto: las últimas operaciones han hecho maravillas, y él ha recuperado su rostro. Sólo su voz se ha modificado un poco, porque los cirujanos alemanes no han podido hacer nada por su garganta lastimada y por sus cuerdas vocales heridas: su voz es un poco más baja, un poco velada, casi ronca…

«Very sexy», dice Rosie.

Quattermain lee mucho. Se ha establecido un ritual. Los contables (¿cómo llamarles de otro modo?) de Joachim Gortz aparecen, cinco días por semana, cada mañana: desembalan sus legajos, sacados de cajas de cartón, sobre una larga mesa, se inmovilizan y le miran leer, sin pronunciar nunca una palabra, colocando tal o cual documento después de la lectura, en su orden exacto de clasificación. Se van cada día a las cuatro en punto.

Quattermain todavía tiene que sufrir una última operación que le devolverá en principio el uso completo de su mano derecha, y al fin podrá escribir.

Mientras tanto, lee.

Le son presentados otros documentos, y descubre que la Banner y el Banco no son los únicos que se dedican a este extraño juego.

«Ni mi tío Peter, ni mis primos, ni yo no somos un caso único. Cuando se fusile a todos los americanos culpables de connivencia con el enemigo, Park Avenue quedará despoblada.»

Se sumerge en los detalles de las extrañas actividades del vicepresidente de la Oficina de Industria de Guerra en los Estados Unidos. Este hombre parece dedicar, sobre todo, su energía a la dirección de la empresa más importante del mundo de rodamientos a bolas, la SKF, de la que él es-paralelamente a sus actividades en Washington-el director para los Estados Unidos; su codirector es un tal Von Rosen, «un primo de Goering».

Él, Quattermain, sólo tenía hasta ahora una vaga idea del asunto, pero se entera entonces de la importancia de los rodamientos a bolas en la guerra: ningún avión, ningún submarino o barco de superficie, ningún carro de asalto, ni el menor camión o vehículo, ningún tren, ningún generador, ningún sistema de ventilación o de puntería, de comunicación o de tiro pueden pasar sin ellos: «un solo avión de caza Focke-Wulf utiliza cuatro mil».

La SKF es en su origen una empresa sueca. Pero controla, en suelo americano, todo el mercado de rodamientos a bolas, gracias a sus participaciones en minas, altos hornos, fundiciones, fábricas de todas clases. Uno de los tres principales centros de la SKF está en Alemania (Schweinfurt), otro en Suecia (Göteborg) y el tercero en Filadelfia. Y el dossier SKF presentado a Quattermain trata únicamente de Filadelfia; da cifras por millones, contiene docenas de kilos de documentos y demuestra que al mismo tiempo que la USA Air Force libra la batalla del Pacífico y se dispone a intervenir en Europa, está parcialmente inmovilizada en el suelo por falta de rodamientos a bolas en cantidades suficientes. Mientras tanto, unas enormes expediciones de esas piezas esenciales son encaminadas con regularidad desde Estados Unidos hacia Suecia, España, Portugal y Suiza, y por consiguiente, en realidad, hacia Alemania.

Un sábado por la mañana, Quattermain, ayudándose únicamente con su bastón, sólo emplea siete minutos para bajar y subir los dos pisos de la escalera exterior que lleva al parque.

Hace un año, día por día, que está en la clínica.

Lee ahora el dossier de esa superpotente empresa del automóvil de Detroit, cuyo presidente fundador ha recibido de manos de Hitler, al mismo tiempo que el aviador Charles Lindbergh, la Gran Cruz del Águila alemana. Y cuyas fábricas de Francia han continuado funcionando imperturbablemente, no sólo después de la ocupación alemana, sino también después de la entrada en guerra de los Estados Unidos, en diciembre de 1941. Estas fábricas proporcionan a los ejércitos hitlerianos los camiones que necesitan, e incluso fabrican piezas sueltas para la reparación de los camiones Molotov, capturados en el frente ruso. «Si en un futuro próximo las columnas motorizadas americanas y alemanas llegasen a enfrentarse directamente en suelo europeo, señor Quattermain, su compatriota de Detroit se hallaría en la situación de haber proporcionado camiones a los dos campos: los negocios son los negocios».

* * *

— Feliz Navidad-dice Rosie esta noche, haciendo el amor con Quattermain.

Dos días antes, Quattermain ha recibido una visita excepcional: la de otro americano, que viaja oficialmente por Alemania en su calidad de presidente del Banco para liquidaciones internacionales. El hombre, evidentemente, es un banquero que ha trabajado durante dieciséis años para la Hunt Manhattan; conoce personalmente al tío Peter y al primo Larry; está muy confiado en cuanto a la salida de la guerra (aunque evite proporcionar demasiados detalles sobre su actual desarrollo); regresa de Berlín, a donde ha ido a conferenciar con las altas finanzas alemanas. Ha traído regalos, libros y discos, y hasta una cuarentena de películas. «Joachim va a hacer que le instalen una pequeña sala de cine; tiene usted que confesar que está muy bien tratado».

El dossier TTT.

Teléfonos y comunicaciones de todas clases.

«Sin duda usted conoce personalmente, señor Quattermain, al hombre que ha creado y que dirige TTT-escribe Joachim-, puesto que es usted el accionista principal».

El dossier TTT es enorme. «Una comisión de Investigación del Senado de los Estados Unidos tardaría en verlo un año o dos, y yo sólo dispongo de unas semanas», piensa Quattermain.

Sólo retiene algunos puntos esenciales. Por ejemplo, el nombre de uno de los representantes del imperio de TTT en Alemania, Walter Schellenberg, que es nada menos que el jefe del Servicio de Contraespionaje de la Gestapo.

O el hecho de que los pagos sean efectuados desde hace años a Heinrich Himmler y a su organización SS.

O también las muy considerables inversiones en Alemania.

(Dossier anejo: el detalle de esas inversiones, en toda la industria de comunicaciones-«…advertirá usted que el mantenimiento y la constante modernización de las redes telefónicas y de radio de Hitler, de su gobierno y del Alto Mando Militar alemán, el OKW, están asegurados por unos técnicos de la firma americana, formados en los Estados Unidos» [cf.: piezas 2.137 a 2.244…])

«Otro interesante caso de inversiones es el de la Compañía Lorenz, controlada casi al cien por cien por TTT; la Compañía Lorenz, en agosto de 1939, algunos días antes de la entrada de las tropas alemanas en Polonia, procedió a la compra del 25% de las acciones de la Focke-Wulf AG de Bremen, que fabrica los aviones de caza Focke-Wulf de la Luftwaffe. Esta participación ha sido después aumentada, de modo que casi se puede decir que TTT es copropietaria de los aparatos de caza que combaten en los dos campos; los beneficios procedentes de las participaciones en Alemania transitan, naturalmente, por la BRI, bajo el control de ese encantador banquero americano que le ha visitado a usted; y, a propósito, he dado órdenes para que su sala de cine privada sea acondicionada lo antes posible».

— ¿Convencido?

Joachim Gortz ha vuelto a Berchtesgaden, y acompaña a Quattermain en su paseo, ahora ya cotidiano; los dos hombres caminan, uno al lado del otro, por los senderos del parque, donde ha sido apartada la nieve desde las primeras semanas de 1944.

— Compruebo, con sincero placer-prosigue Gortz-, que su estado ha mejorado notablemente. Nuestros cirujanos han hecho milagros. Pronto podrá prescindir de ese bastón.

— ¿Quién ha reunido esos dossiers? Han necesitado meses y, más probablemente, años de trabajo.

— ¿Cuál es su opinión?

— No hay un solo Joachim Gortz, sino varios. Docenas, tal vez más.

— No tantos-dice Gortz, burlón.

— Unos hombres como usted que, quizá desde antes del comienzo de la guerra, han preparado unas embarcaciones de salvamento.

— Ha hecho usted unos progresos asombrosos en alemán, señor Quattermain. Casi podría tomársele por un alemán con acento de Viena.

Sonrisa, ante esa alusión a Rosie Maier.

— Antes de ir más lejos-dice Quattermain-, quisiera noticias del muchacho.

— No las tengo. Lo cual es tranquilizador, en cierta manera.

— No comprendo.

— Estoy seguro de lo contrario, pero me explico: si alguien persiguiese todavía al niño, y sobre todo si hubiese sido encontrado, yo lo sabría.

— ¿Y Laemmle?

— Nada ha cambiado desde nuestra última entrevista: Laemmle se ha retirado de la partida.

— Aún queda ese Jurgen Hess.

— Según las últimas noticias, se batía con gran coraje contra los rusos. ¿Puedo llamarle David?

— No.

— Yo llamo a sus primos por su nombre de pila, entre ellos a Larry.

Silencio. Los doscientos y pico metros que Quattermain acaba de recorrer le han agotado. Se sienta en un banco del que ha quitado la nieve, y Joachim Gortz lo hace junto a él.

— Usted ha reflexionado mucho, señor Quattermain, sobre las razones que le valoran tanto a mis ojos y a los de algunos otros. ¿Las ha encontrado usted?

— Soy un rehén.

— La explicación es un poco escasa.

— ¿Cómo va el penoso incidente?

— Si habla usted de la guerra, Alemania está a punto de perderla soberbiamente. Eso podría producirse dentro de unos meses; un año o más pondrían las cosas peor.

— Su ardor patriótico me conmueve.

— Es cierto; estoy muy impresionado-dice Gortz, encendiendo un Chesterfield con sus dedos enguantados.

— Creo-dice Quattermain-que me habría hecho desaparecer en cualquier campo de concentración, o tal vez fusilado, si su país hubiese entrevisto la victoria final. Pero el penoso incidente ha ido cada vez peor, y esto me valora más cada día. Me ha utilizado usted para convencer a mi familia de que ayude un poco más a Alemania, y ahora me utiliza para preparar la posguerra y el restablecimiento de unas relaciones comerciales y financieras fructíferas. Mi supervivencia demuestra por sí sola su buena fe y su gran humanidad, y toma usted posiciones para después.

— ¿Sería usted un bote o, mejor aún, una boya de salvamento?

— Exactamente. Y además, usted se justifica a sí mismo afirmando servir a los intereses superiores de su país por encima de los incidentes penosos.

— Magnífico-dice Gortz-. Después de todo, soy un gran patriota.

— Yo no le aprecio, Gortz.

— Me deja usted desolado, sinceramente. Pero llevando su razonamiento a su final lógico, debería detestar igualmente a su propia familia.

— Creo que ese punto sólo me atañe a mí mismo.

— Estoy de acuerdo. ¿Ha llegado más lejos en sus reflexiones?

— Quizá llegue usted a confiarme ese dossier, o una copia de ese dossier que han reunido usted y sus amigos.

— La idea es original.

Quattermain, con las manos juntas sobre su bastón, se decide a volver la cabeza y contemplar al financiero alemán.

— Incluso he llegado a pensar que usted me soltaría… o que facilitaría mi evasión.

A su vez, Joachim Gortz vuelve la cabeza y sus miradas se encuentran.

— ¡Diablos! ¿Y por qué iba a hacer yo una cosa así?

— Creo que lo hará el día en que tenga la absoluta certeza de que su país ha perdido la guerra, y también el día en que usted sepa cuándo y cómo los hombres de Wall Street llegarán a Alemania pisando los talones de los soldados americanos, para volver a poner el país en marcha en el más breve plazo.

Silencio. Joachim Gortz le mira y se echa a reír.

— Tiene usted una imaginación muy fértil.

— Más de lo que usted se imagina-dice Quattermain-. Incluso se me ha ocurrido que sus amigos y usted podrían hacer asesinar a Hitler para acelerar la marcha de las cosas y para evitar que el penoso incidente no resulte demasiado penoso.

Y comprueba, con verdadera satisfacción, que esta vez ha llegado a lo más vivo de Gortz: el banquero cierra los ojos durante una centésima de segundo.

— La cuestión será retirada y el jurado no deberá tenerla en cuenta-prosigue Quattermain-. Si esa clase de tentativa se hace algún día, ni sus amigos ni usted se verían mezclados en ella. O, más exactamente, nadie pensaría tratarles con rigor si la tentativa fracasase. Yo sé, Gortz, que usted ha salvado mi vida, sé que lo ha hecho corriendo ciertos riesgos, y estoy persuadido de que existen en Berlín, en el entorno inmediato de Hitler, algunas personas que le colgarían en ganchos de carnicero si supiesen a qué juego juega usted.

— ¿Es una amenaza?-pregunta Gortz.

Quattermain sonríe.

— Creo que voy a poder evadirme en seguida-dice-. Por lo que recuerdo, Suiza no está tan lejos de este lugar en que nos encontramos.

Joachim Gortz baja la cabeza; luego la levanta.

— Es posible, y digo solamente posible, que usted se encuentre en Suiza algún día. En tal caso, usted no intentaría vengarse de mí.

— ¿Y por qué no ?

— Ni siquiera lo intentará. Yo sólo soy un financiero normal y no tengo la suficiente importancia para que usted me considere un enemigo mortal. Esta guerra acabará y usted me olvidará. Yo sólo soy un peón.

— Tanta modestia le honra. Usted ha tomado parte en la búsqueda de Thomas, ¿no es verdad?

— He buscado a alguien que poseía unos códigos bancarios que me habían ordenado que encontrase. Pero esto es una vieja historia: hoy no cruzaría ni una calle para ir a buscar el dinero escondido por Thomas el Viejo. Las circunstancias han cambiado; me quemaría los dedos.

— ¿Quién es Thomas el Viejo?

— Un banquero de Francfort que, hace ahora diez años, saltó por una ventana. Era el bisabuelo de ese chiquillo a quien usted llama Thomas.

— Si le sucede algo a Thomas, ni usted ni ninguno de sus amigos le sobrevivirán.

— Dudo que sea su hijo, señor Quattermain. Nunca tendrá la prueba de ello.

Una ola de rabia sacude a Quattermain, que se queda estupefacto al ver hasta qué punto su amor por Thomas es inmenso y sin retorno. Corren unos interminables segundos, durante los cuales lucha contra sí mismo con el único fin de calmarse.

— Retiro a mi vez la observación-dice Gortz.

Quattermain pregunta:

— ¿Quién es el responsable de lo que ocurrió en el Var en noviembre del 42?

— Jurgen Hess y Gregor Laemmle. Ignoro cuál ha sido la parte de cada uno de ellos; sus versiones divergen.

Rosie Maier acaba de aparecer a unos doscientos metros. Trae una manta. La tarde de este domingo toca a su fin y el frío de la noche comienza a extenderse.

— Le he subestimado-dice Gortz-. Era usted mi prisionero y he aquí que ahora yo soy el suyo. Mi única excusa es que su propia familia no le tenía en muy alta estima. Pero quizás el Quattermain que ésta había conocido ya no existe hoy.

— Tal vez-dice Quattermain con su gran indiferencia-. ¿Está usted seguro de salir con bien de esto, Gortz?

— Creo que sí. He hecho y haré lo que es preciso para ello. Dios bendiga a las altas finanzas.

Rosie llega junto a ellos.

— Ya es hora de moverse-dice.

— El señor Joachim Gortz y yo hemos llegado a la misma conclusión-dice Quattermain.

* * *

— ¿Miquel?

— Estoy aquí, detrás de ti.

— ¿Es que siempre necesitas esconderte, maldita sea? ¡Estamos solos!

— Cuanto más me esconda, menos me verán-dice Miquel, o, más exactamente, la voz de Miquel.

— ¡Eres un tunante!-dice Thomas.

Pero sonríe. Miquel, algunas veces, es extrañamente desconcertante. Aparte de su manía de esconderse todo el tiempo, crees que está a millones de kilómetros, que te ha perdido, y te inquietas; pero no, está ahí, realmente silencioso, más que Pistol Peter cuando se quita las botas para acercarse al campamento de los bandidos que va a meter en la cárcel. Es un terrible tirador, el mejor del mundo, no hay problema. El doctor Nadal (también ha nacido en Mallorca, pero está en Francia desde hace más de treinta y cinco años) ha querido saber cómo tira Miquel:

— Thomas, ¿no podrías pedirle que me hiciese una demostración?

— ¿De tiro?

— Sí. Parece ser que la noche en que el grupo Kléber escapó de las garras de los alemanes, él solo abatió a ocho hombres, en algunos segundos y en plena oscuridad…

— No sé si querrá, pero se lo pediré.

Miquel ha dicho que no, sin moverse siquiera de aquella especie de habitación, en lo más alto del granero: allí no solamente duerme, sino que vigila los alrededores. Miquel entonces le ha soltado un gran discurso (al menos veinticinco palabras seguidas, ¡un auténtico milagro!): Javier Coll le ha recomendado que no se sirva nunca de su fusil para divertirse, y Javier le ha dicho también que tirar como él tira es un don de Dios y que no hay que hacer el tonto con él. Bueno. Thomas ha insistido durante semanas y Miquel ha acabado por decir que sí. Han ido los dos al bosque, con el doctor Nadal y con cuatro botellas de vino vacías. Miquel ha explicado cómo hay que colocar las botellas-en equilibrio una sobre otra, de dos en dos-y en seguida se ha alejado, tanto, que no parece tener más de un centímetro de alto; apenas se le ve. Ha disparado y entonces el doctor Nadal y Thomas han tenido tiempo de ver lo que pasa: las cuatro balas han llegado casi al mismo tiempo. Las dos primeras han pulverizado las dos botellas de abajo, y las dos siguientes las de arriba, cuando todavía están en el aire. ¡Qué cara ha puesto el doctor Nadal! Él, Thomas, se ha sentido invadido por el orgullo. El mejor tirador del mundo. Tras de lo cual, Thomas ha sacado la nuez que tenía en el bolsillo, la ha sujetado con el pulgar y el índice, a la altura de los ojos, y la nuez ha estallado sin hacerle el menor rasguño en los dedos, como si fuese una corriente de aire.

— ¿Miquel?

— Estoy aquí.

(«Ya está: ha cambiado de sitio, sin que se le vea ni se le oiga. Ahora está a mi izquierda».)

— ¿No tienes ganas de volver a España?

— ¿A Mallorca? ¡Claro que sí!

— ¿Qué edad tienes?

— Veintitrés años y medio.

— Eres terriblemente viejo.

— Muy viejo. Soy muy viejo.

— Tu novia debe de estar esperando.

Miquel no es tonto. Comprende en seguida lo que Thomas quiere decir.

— Estamos muy bien aquí, Thomas; estamos muy bien aquí.

— Hay demasiados hombres del maquis, Miquel. Un día vendrán los alemanes, enviarán unos tanques y montones de soldados, y Jurgen Hess vendrá con ellos.

Miquel responde que es posible, pero que él los verá llegar, y sólo entonces Thomas y él se irán de aquí. Por el momento nada les apremia; él no ve ningún peligro, y desde hace más de un año Thomas es sobrino del doctor Nadal, todo el mundo en la región se ha acostumbrado a ello y ya nadie desconfía (Miquel, para decir todo esto, no habla, naturalmente, demasiado tiempo, sólo cuatro o cinco palabras, y Thomas comprende lo que hay detrás de ellas).

Thomas reanuda su camino. Todavía no es invierno, pero los olores de la tierra cambian. No se está tan mal en este país donde viven desde hace más de un año; no faltan muchas cosas, excepto los libros. Ya ha leído los trescientos, en francés y en español, que están en la biblioteca; pero el doctor Nadal es enormemente amable, es casi como un tío de verdad, y su mujer también, tía Mayo (su verdadero nombre es María de los Ángeles, y también es de Mallorca); además hay otras personas interesantes, los Berthier por ejemplo (tampoco es éste su verdadero nombre, pero son judíos y se ocultan): el tío Berthier, antes profesor de matemáticas en París, le da clases-son realmente fáciles las matemáticas: Thomas ha hecho en un año el programa de cuatro cursos escolares-, mientras que su mujer quiere enseñarle el francés (¡como si no lo supiera ya!) y también historia y geografía; ¡la geografía, bueno, pero la historia…! Yo me pregunto qué interés tiene saber quién asesinó a Enrique IV. No me sorprendería que la policía estuviese todavía buscando al asesino.

— ¿Crees tú, Miquel, que Jurgen Hess me busca todavía?

— No sé.

— ¿Qué quiere decir no sé? Tú debes de saber muy bien si sus espías andan por aquí.

Y, además, Berthier no juega mal del todo al ajedrez: en ciento veintitrés partidas, ha conseguido ganarle dos y en cinco han quedado en tablas, lo cual no está mal para un viejo de cincuenta y nueve años.

— ¿Hay o no hay espías, Miquel?

— Yo no he visto a ninguno. Pero eso no prueba nada-dice la voz de Miquel en algún lado, a su derecha.

Aunque él, Thomas, haya jugado bastante mal expresamente, se diría que para animarle. Por lo demás, no sólo para ayudarle. Una vez por lo menos, si han hecho tablas es porque él no estaba demasiado concentrado. Miraba la braga de Élodie, que estaba sentada en la butaca roja, detrás de Berthier, y que fingía leer separando bien los muslos para que yo pudiese verle la braga. Forzosamente, eso te ha desconcentrado.

— ¿Qué hay a nuestro alrededor, Miquel?

— ¿En la ciudad? En la ciudad está el ejército alemán, más los gendarmes, más los guardias móviles, más los hombres de la Gestapo francesa, los que obedecen a Lafont y a Bonny.

— Eso es mucha gente.

— Sí, mucha gente, Thomas.

«Élodie es tremendamente bonita. Es ya mayor, tiene trece años. Pero es amable: me ha dejado ver en seguida sus pechos, quiero decir esas cositas que tiene, que no son verdaderos pechos como los de la tía Mayo (enormes éstos). Espero que crezcan un poco todavía. Ya veremos».

— ¿No crees que eso es demasiada gente, Miquel?

— No-dice firmemente la voz de Miquel.

— Tengo unas ganas inmensas de moverme, Miquel. De partir.

— Tenemos que esperar, Thomas.

Pero Thomas no puede esperar tranquilamente el final de la guerra como una marmota, sin moverse, aunque le repitan que todo el mundo cree que ha pasado a España.

«El Hombre de los Ojos Amarillos sabe que no estoy en España. Lo sabe, estoy seguro. No viene a buscarme porque no quiere, eso es todo. Está claro que no mentía cuando le dijo a Barthélemy, el vendedor de legumbres, que tumbaba su rey. Ha dejado la partida, de acuerdo.

»¡Pero YO no!».

Thomas se acuclilla. Oye el ruido del agua allá abajo, pero no ve el río. Las punzadas en la cabeza le vuelven de nuevo, como cada vez que piensa en la Cosa, en el Hombre de los Ojos Amarillos. Casi se vuelve loco. Al principio, el doctor Nadal le decía que eran las consecuencias de una pulmonía doble, pero no, se equivocaba. «¡Sólo es que quiero matar al Hombre de los Ojos Amarillos, quiero verle muerto, quiero ser yo quien le mate, quiero que sufra!

»Porque es fácil decir eso de olvidar, ¡es realmente fácil! ¡Pero yo no quiero olvidar! Siento claramente que estoy a punto de cambiar, lo siento; algunos días está menos claro en mi cabeza, pienso en Élodie, en la novia de Miquel, que seguramente es muy guapa y que seguramente Miquel tiene muchas ganas de volver a ver (sobre todo cuando es el único superviviente de los cuatro, debe sentirse terriblemente solo); quiere volver a ver a su novia, pero prefiere que nos quedemos aquí; quiere esperar a causa de mí, para protegerme. Pienso en todas las cosas agradables y, dentro de mí mismo, soy menos malo y casi tengo menos ganas de matar al Hombre de los Ojos Amarillos. Si espero, será demasiado tarde: habré cambiado demasiado…

»Por otra parte, le he escrito que algún día iría a matarle. Es como si hubiese dado mi palabra».

— ¿Miquel? Tengo que decirte algo.

— ¿Sí, Tomás?

— Hace una semana he visto algo con mis prismáticos. Había cuatro hombres en un coche con tracción delantera. A los otros no les conocía; estaban todos de paisano, no de uniforme, pero tenían abrigos negros como la Gestapo y el papel amarillo en el parabrisas. Pero he reconocido a uno: estaba en la carretera de Sanary a Bandol con aquel muy alto que se llamaba Abel. Le he reconocido.

Silencio.

Y he aquí que capta un ruido de hojas. Es muy raro que Miquel haga ruido cuando camina entre las ramas; eso demuestra que está inquieto.

«Eso demuestra que cree la mentira que acabo de contarle».

— ¿Estás seguro, Tomás?

Thomas no se toma el trabajo de responderle. No es cierto que haya reconocido al manco con rostro de árabe que se encontraba en la carretera de Sanary a Bandol. Pero los cuatro hombres del coche, eso sí es verdad. Los ha visto y observado con sus prismáticos. No ha reconocido a ninguno, pero son la misma clase de hombres, la misma clase que los cazadores empleados en Sanary por el Hombre de los Ojos Amarillos. Los hombres de Lafont.

La mentira que acaba de decir no bastará, seguramente, para convencer a Miquel de que deben partir. Pero es como un primer peón que acaba de avanzar en el tablero.

La partida se reanuda.

Se incorpora y avanza hasta el borde de la fractura. Abajo corre el Corrèze, y un poco más lejos está la ciudad de Tulle.

* * *

Gregor Laemmle está en París desde hace tres días. Regresa de Italia, con su pasaporte suizo a nombre de Golaz-Hueber; ha vivido mucho tiempo en su casa de Fiesole. Ha abandonado su querida Toscana por cierto número de razones; la menor es, seguramente, lo que ocurre en el sur de la península italiana: los angloamericanos han desembarcado allí, suben hacia Roma, a donde no tardarán en llegar, sean cuales sean los méritos de la línea Gustav, que, según parecía, no podría ser nunca franqueada por nadie. Todas las informaciones y certezas que han dejado a Gregor Laemmle en el estado natural del mármol de Carrara.

Ha abandonado Italia porque, en el transcurso de los meses, sus proyectos de suicidio le han acosado de nuevo, con una virulencia cada vez más dura. Había concebido bastante confusamente la esperanza de recobrar, en ese lugar privilegiado, si no el placer de vivir-no se puede pedir demasiado-, sí al menos algo que recuerda a una paciencia resignada y sarcástica. Tendría que haberse conocido mejor. Las cosas han empeorado y la obsesión se hace cada día más oprimente.

Gregor Laemmle se reinstala en París en su antiguo piso de la calle Guynemer, sobre el jardín del Luxemburgo, que no ha sido tocado por ninguna requisa. Los tres primeros días ha hecho cosas habituales, como en otro tiempo: ha dado una vuelta por las librerías y ha estado toda una tarde hablando en la calle de Saint-André-des-Arts; apenas ha salido de Saint-Germain-des-Prés, donde ha reencontrado a un anticuario a quien había comprado algunos objetos pronto hará quince años; sin sentir el más mínimo deseo de hacerlo, solamente para convencerse de que todavía está con vida, se ha dejado seducir por un tapiz de Aubusson, pagado a un precio alucinante.

En la mañana del cuarto día, alguien llama en la calle Guynemer. Es Henri Lafont. Y el frágil equilibrio que Gregor Laemmle pensaba haber recobrado se ha trastornado.

Lafont, naturalmente, le habla del Niño.

— He llegado hasta él por casualidad-dice con voz quebrada que, decididamente, no deja de tener encanto-. Hace ahora dos días. He venido a verle al azar; no pensaba encontrarle. Pero es él; mis dos hombres son serios, ya le habían descubierto en Aix, y luego en Saint-Tropez. Está en Corrèze; tengo la dirección exacta. Ya sabe usted lo que es eso: se infiltran en la maldita Resistencia, reúnen informes, hacen investigaciones. Yo les echo una mano lo mejor que puedo; no es nada fácil. Bueno, hablo demasiado, es cierto. Son los nervios. No voy a decirle todo lo que he hecho por Alemania; tengo la impresión de que a usted le tiene completamente sin cuidado. Pero en cuanto al niño…

Lafont sonríe, con sus ojos de gato montes, de gran movilidad, y Gregor Laemmle, que le examina mientras toma un café, encuentra al señor Henri muy cambiado desde su último encuentro, ya hace meses: detrás de la seguridad y la facundia, la febrilidad se transparenta-«pero no el miedo; este hombre no tiene miedo».

— ¿Y cómo está?

Lafont vacila; después sonríe de nuevo. Explica que, si ha tardado en responder, no es de ningún modo para hacer subir el precio: «tengo todo el dinero que quiero; no es eso lo que he venido a buscar aquí». Su mirada se vela. Se calla, humedece sus labios en el café reforzado con coñac que Soëft acaba de traerle, y finalmente pregunta.

— ¿Todavía sigue interesándole ese crío?

«¿Para qué ha tenido que venir?», piensa Gregor Laemmle.

— Sí-dice simplemente.

Los ojos de gato montes le escrutan.

— Es usted un individuo extraño, muy poco vulgar. Es usted especial. A mí me importa todo un pimiento, pero lo que es a usted… Eso es quizá lo que nos acerca.

— Vaya usted a saber. ¿Está amenazado el Niño?

Asentimiento.

— Un mapa, Soëft.

Gregor Laemmle se inclina sobre el mapa de la Corrèze.

— Está en este rincón-indica Lafont-. Cerca de la ciudad de Tulle. En casa de un doctor que se llama Nadal y que es español, a pesar de su nombre.

— Nadal es también un apellido español.

«Creías que la historia había terminado, Gregor; lo creías de verdad. Pero no». Entonces pregunta:

— ¿Y a quién más ha vendido usted esa información?

— Es usted sumamente sagaz, ¿verdad?

— ¿A quién más?

A Hess, a Jurgen Hess, naturalmente. Que había sido enviado al frente ruso, pero que por desgracia ha vuelto, cargado de medallas. Ahora es Standartenführer. En principio, debe tener un mando en una división de la SS en Burdeos, la segunda Panzer Das Reich, pero todavía se encuentra en París.

— He hablado con él por teléfono. Nos veremos esta noche.

— ¿Qué sabe él exactamente?

— Que yo sé dónde está el crío, nada más. En suma, nos hemos conocido gracias a usted.

— ¿Un poco más de café?

Lafont lo rechaza, se levanta, camina hacia la puerta. Dice que va a reventar, probablemente antes de fin de año, pero eso no es grave; ha vivido diez veces más de prisa que los demás. Eso hay que pagarlo un día, y él está de acuerdo en pagarlo. No sabe por qué ha venido, una idea repentina.

Y se va.

La misma tarde, Gregor Laemmle se dirige a pie hasta el jardín de las Tullerías… desdeñando el Luxemburgo, que está demasiado próximo. Se sienta en un banco. «Lo que yo he realizado y voy a realizar resultará sin duda único en los anales de la filosofía alemana. Es verdad que no creo desde hace lunas en la filosofía, cuya vacuidad me ha parecido siempre cegadora. Soy como un marino que odiara el mar y que, sin embargo, ya no puede vivir en tierra». Unas horas más tarde, un viejo guarda friolero le ruega que salga, porque se va a cerrar el jardín. Sale y deambula a lo largo de las calles, en espera de Soëft.

El cual acaba llegando, en la fría noche de un París pálido, y con los datos convenidos.

— Gracias, Soëft. Me gusta mucho este coche que ha encontrado usted; es blanco, el color del luto en el celeste imperio. Admirable.

Se acomoda en el asiento trasero y se arropa, comprobando que está realmente helado.

— En marcha, Soëft.

«Hace algunas decenas de horas, de regreso de Italia y despidiéndome de París, estaba a punto de volver a la Schwartzwald de mi infancia con la intención de dispararme un tiro en la boca o bien de abrirme las venas en un baño caliente (reconozco no haber decidido ese detalle). El Niño ya no era más que un recuerdo, y heme aquí sumergido de nuevo en la historia de Thomas».

— Estoy atónito, Soëft.

— Bien, señor-dice Soëft.

* * *

— Yo quiero ir con usted-dice Rosie Maier, que trata de usted a Quattermain incluso en alemán.

Él intenta convencerla de que no haga nada de eso y, en vista de lo inútil de su esfuerzo, acaba derribándola de un puñetazo y encerrándola en el cuarto de baño, amordazada y atada con esparadrapo.

Quattermain ha elegido esta noche por la única razón de que es oscura. Lo es, y endemoniadamente: por las ventanas, ante las cuales ha estado esperando más de dos horas, ni siquiera distingue la primera línea de los árboles del parque, a treinta metros del edificio, ni tampoco ninguna silueta de centinela; se diría que están extrañamente ausentes esta noche.

Es la una y cuarto de la madrugada cuando comienza su evasión propiamente dicha. La velada precedente ha sido normal: ha cenado hacia las siete y media, la mujer de servicio ha venido una hora más tarde a retirar la mesilla de ruedas, ha cargado él mismo el proyector y visto por segunda vez Las uvas de la ira, de Ford. Rosie se ha reunido con él hacia el final de la película; eran las once; media hora más tarde ha apagado las luces.

La puerta que da al parque debería estar cerrada con llave. Sólo lo está a medias, y el destornillador facilitado por Rosie le permite desmontar la única cerradura que se ha cerrado.

Nadie en la garita de la parte baja de los escalones. «Esto ni siquiera es una evasión; es un paseo…». Quattermain alcanza la primera línea de árboles cuando tropieza con un cuerpo: el soldado yace con la nuca ensangrentada. «¿Y con qué se considera que le he matado?». Continúa y, quince metros más allá, llega a un pequeño estanque que marcaba el límite de sus pasos cuando, provisto de un bastón, fingía ser incapaz de todo ejercicio prolongado. Rodea el estanque y pasa el puente de madera que cruza el arroyo, cuyo diseño siempre le había recordado a Quattermain la Serpentine del Hyde Park de Londres. «Tengo una sensación muy clara de que alguien me observa». Deja atrás una pequeña casa forestal convertida en cuerpo de guardia. Brillan allí unas luces y hay otras que iluminan la entrada central del parque, por donde van y vienen los centinelas. «Evidentemente, el itinerario que han elegido para mí no pasa por ahí…». Quattermain gira hacia la izquierda, permaneciendo a cubierto por los alerces y por la cerca que allí se alza, con sus buenos cuatro metros de altura y coronada por un friso de alambres de púas. «Sin duda no se supone que franquee eso de un salto; seguro que Joachim Gortz tiene algo mejor que ofrecerme».

Ni patrullas ni perros. Sigue el muro hasta una granja, que se levanta en la desembocadura de un bosquecillo de avellanos. El cuerpo de un soldado está tendido en el suelo. «Otra de mis víctimas-piensa Quattermain-; soy de una eficacia que me asombra a mí mismo…». Penetra en la granja: las habitaciones que se suceden están desiertas y conducen a una puerta que se abre al otro lado de la cerca del parque.

Cruza la carretera y, poco tiempo después, un vehículo militar pasa sin verle. A partir de entonces camina por un sendero.

Veinte minutos después, hacia las dos de la madrugada, tiene a la vista una pequeña aldea. El Mercedes está allí, aparcado no muy lejos de un albergue y en la cima de una carretera asfaltada. Basta con accionar el freno de mano para que se ponga en movimiento, sin el menor ruido.

Rueda.

«Había un hombre en la ventana del albergue; me ha visto partir…».

… Quattermain refrena un terrible deseo de pisar el acelerador y liberar toda la potencia del Mercedes. Y lo consigue. Primero, porque la carretera no cesa de descender, de una manera muy abrupta casi siempre, y después y sobre todo porque espera más o menos lo que acaba de producirse. A la salida de una curva, sus faros iluminan de repente una auténtica barrera de tres coches imposible de rodear.

Se detiene.

Un individuo de estatura mediana, pero muy corpulento, se destaca del grupo de seis hombres. Lleva un abrigo de cuero negro y un sombrero marrón; sus manos están enguantadas; una Lüger pende al final de su brazo, con el cañón hacia el suelo. Llega hasta la portezuela del lado de Quattermain y, con un signo de la mano izquierda, le pide que baje el cristal.

— Tiéndase en el suelo-dice en inglés-. Pronto, por favor.

Hay una gran calma en su tono y, como Quattermain le mira sin moverse, el cañón de la Lüger aparece.

— No le mataré, pero no me han prohibido que le dispare a las piernas. Tiéndase, se lo ruego.

Quattermain obedece, acostándose lo mejor que puede. Diez segundos después, estallan los disparos, una ráfaga automática toca el coche, destroza los cristales laterales y agujerea una parte de la carrocería. El silencio vuelve.

— Puede usted levantarse.

Quattermain se incorpora. La barrera se está abriendo ante él, los tiradores se apartan y suben a sus propios vehículos. Y el hombre corpulento acaba de acomodarse en el asiento trasero del Mercedes.

— Puede usted continuar, señor.

— ¿Para ir adonde?

— Hay otra barrera a algunos kilómetros de aquí. Deberá usted franquearla; no se preocupe del obstáculo. Tal vez un soldado dispare, pero su arma estará cargada con cartuchos de fogueo. Por otra parte, si usted es tan buen piloto como me han dicho, el soldado no tendrá tiempo de apuntar. Desde ahora, puede rodar todo lo rápido que quiera.

Quattermain se cruza, en su retrovisor interior, con una mirada fría e impenetrable. El hombre corpulento tiene la Lüger sobre sus rodillas.

El Mercedes arranca a la primera, adquiere velocidad y, en efecto, algunos minutos después, hunde la frágil valla de madera roja y negra. Pasa tan rápido que los tres o cuatro soldados de guardia no tienen tiempo de colocarse en posición de tiro.

— Conduce usted admirablemente, señor.

Corren al lado de un lago.

— ¿Quién ha matado a los dos soldados en el bosque de la clínica? ¿Usted?

Los ojos negros le miran fijamente, perfectamente impenetrables. Quattermain atraviesa como una tromba un minúsculo pueblo dormido, y acaba llegando a un primer cruce, donde un cartel indica que Salzburgo está a la derecha.

— A la izquierda, señor, por favor.

A la izquierda hay unos lagos en hilera. La carretera continúa descendiendo, pero las pendientes, tan abruptas poco antes, se suavizan ahora.

— A un kilómetro delante de nosotros hay un puesto de policía. No se detenga.

Con el contador bloqueado, Quattermain rueda como un relámpago. Apenas registra la presencia, en el lado derecho de la carretera, de un edificio iluminado, en cuya puerta dos soldados levantan el brazo en una tentativa irrisoria de detener su carrera. Quattermain pregunta:

— ¿Estamos en Austria?

— Acabamos de entrar en ella.

La pregunta viene a los labios de Quattermain: ¿y ahora? Pero no la pronuncia. «Seguro que Joachim Gortz ha previsto una solución». De pronto, Quattermain reconoce la carretera sobre la cual rueda a tumba abierta: es la de Kitzbühel. Aleja los recuerdos relacionados con ella; eso fue hace siglos, de todas maneras.

— Dentro de muy poco tiempo descubrirá un camión estacionado a la derecha. Entonces se detendrá, por favor.

El camión, en realidad, es más bien una furgoneta. Se abren sus puertas traseras y un hombre baja. Sin cambiar una sola palabra, se pone al volante del Mercedes y arranca en un segundo.

Quattermain, por su parte, sube en seguida a la furgoneta, seguido por el hombre corpulento. El cambio sólo ha durado quince segundos.

El camión resulta ser un vehículo destinado al transporte de fondos. Sus únicas ventanillas son unas troneras enrejadas. Avanza a buena marcha y, dos horas y media después, atraviesa Innsbruck. En cuatro ocasiones se detiene delante de las barreras, pero cada vez los papeles mostrados por el chófer bastan para que prosiga sin inconvenientes.

— Supongo que el hombre que me ha reemplazado al volante del Mercedes ha atraído sobre él lo esencial de la persecución.

El hombre corpulento tiene unos ojos negros, de un negro azabache.

Asiente.

— ¿Hacia Italia, tal vez?

Nuevo asentimiento.

— ¿Y nosotros vamos a Suiza?

Asentimiento.

Los negros ojos de gerifalte no se han apartado de Quattermain en ningún momento. Salvo al paso de la tercera barrera, cuando los soldados han dado la impresión de venir a abrir las puertas de la furgoneta, que lleva el emblema del Reichbank. Un tiempo muy breve, cinco o seis segundos a lo sumo, durante los cuales el hombre corpulento se ha desplazado, con su arma ya apuntada, a la escucha de lo que pasaba fuera.

Ha vuelto la espalda a Quattermain y esto ha bastado: el rollo de alambre se encuentra ahora en el bolsillo derecho del abrigo de Quattermain y los largos dedos de éste casi han acabado el nudo corredizo.

* * *

La antevíspera, Thomas ha ido a Tulle en bicicleta. Ni siquiera ha necesitado un pretexto: el doctor Nadal le ha pedido que vaya a buscar unos medicamentos. Es cierto que no es su primera visita a la ciudad: ya ha estado allí ida y vuelta, en varias ocasiones. Pero esta vez le produce una extraña desazón, porque ha oído hablar a los maquisards cuando vienen por la noche a que los atienda el doctor Nadal: han dicho que un día van a atacar Tulle, sin esperar a los americanos.

Tiene ganas de ver cómo es el enemigo. Una vez obtenidos los medicamentos en la farmacia, ha echado una ojeada sistemática a todos los lugares que los maquisards atacarán un día u otro. Ha pasado por delante del Hôtel Moderne, donde tiene su sede la Gestapo; por delante de la Feldgendarmerie, en el hotel La Trémolière; por delante del cuartel del Champ de Fer (donde están esos brutos de la milicia), y por delante del hotel Dufayet, cerca de la estación, y del Hôtel Terminus, que al parecer están llenos de oficiales alemanes (es cierto), y ha subido hasta la plaza de Sovillac, hasta la escuela y la fábrica de armas de igual nombre. Allí, no le cabe duda, está lleno de alemanes.

No ha sentido ningún peligro especial.

Salvo en un momento, cuando ha pasado por delante de la terraza del café Tivoli. El instinto de rata ha dado la alarma inmediatamente. Unos diez hombres están sentados a la mesa, bebiendo y riendo. Su mirada ha recorrido rápidamente los rostros. No ha reconocido a ninguno, pero es igual. «Sientes que hay alguien detrás de la puerta; no le has oído llegar, ni llamar ni nada, pero sabes que está allí, eso es todo». Se ha incorporado rápidamente sobre los pedales, pero en seguida ha razonado: «Sobre todo no hay que escapar como un loco, porque te harías notar». Ha girado en la primera calle, la del Pont Neuf, y allí ha tenido lugar un pequeño incidente: unos guardias móviles, con su mosquetón al hombro, le han hecho señales de que se detenga: quieren saber lo que hace y por qué no está en la escuela. Nada grave: les ha enseñado el certificado extendido por el maestro, que le dispensa de asistir a clase a causa de las paperas. Después ha llegado un verdadero gendarme. «Es el sobrino del doctor Nadal; yo le conozco», ha dicho a los dos individuos con casco y con fusil.

Thomas continúa.

Esto fue hace dos días. Casi ha olvidado su aventura…, sobre todo a causa de Élodie, a quien al fin ha podido convencer de que se quede totalmente desnuda en el granero.

Pero ahora, de pronto, lo recuerda. Vuelve a ver los rostros de los hombres sentados en el café Tivoli; su memoria los recuerda uno por uno.

Y no cabe duda: aquí hay dos de ellos. Están sentados en su maldito coche de tracción delantera, a unos ochocientos metros, en un bosquecillo apartado de la carretera. Esperan, inmóviles, fumando cigarrillo tras cigarrillo, con aire indiferente, como si estuvieran allí contemplando el paisaje. Pero situados como están, pueden vigilar perfectamente bien la carretera que va hasta la casa del doctor Nadal.

— Miquel, ¿les has visto?

— Sí.

Thomas baja sus prismáticos.

— ¿Podrás deshacerte de ellos, Miquel?

— Eso no serviría de nada, Thomas.

«Miquel tiene razón; soy un idiota. Suponiendo que matase a estos dos, llegarían otros a centenares.

»Me han descubierto, me han reconocido en la terraza del Tivoli, me vigilan; habrían podido atacarme desde hace dos días. No lo han hecho porque esperan órdenes. Son unos tipos de Lafont y de Bonny, y puesto que el Hombre de los Ojos Amarillos se ha retirado de la partida, trabajan ahora para Jurgen Hess…

»Bueno, eso es: Hess llegará y reanudará su caza».

Se arrastra y, cuando está seguro de no ser visible, se incorpora.

— Creo que debemos regresar inmediatamente, Miquel. ¿Dónde estás?

— Delante de ti, puesto que te has vuelto.

— No lo he hecho expresamente, Miquel.

— No entiendo.

— No he hecho expresamente que me descubran en Tulle.

Thomas se ha puesto en marcha inmediatamente. Si algo sucede, será cuestión de unos minutos.

— De verdad que no lo he hecho expresamente. Lo hice sin darme cuenta. Tal vez, dentro de mi cabeza, yo quería ser descubierto. De todas maneras, es culpa mía: no debería haber hecho el imbécil en Tulle con mi bicicleta. Lo siento, lo lamento.

Miquel no responde. Lo cual es irritante: ya no le ves nunca y, además, no dice nada. Thomas avanza muy de prisa. En su cabeza la cosa está muy clara: Hess va a caer como un rayo en la casa del doctor Nadal y es muy capaz de asesinar a todo el mundo, al doctor Nadal y a tía Mayo y a la criada, pero también a los Berthier. Tal vez incluso a las gentes de las granjas de los alrededores. Tal vez incluso a Élodie, a sus hermanos y hermanas y a sus padres. Hay que prevenirles.

Ahora Thomas corre, a pesar de lo accidentado del terreno, deteniéndose en ocasiones para examinar los alrededores con sus prismáticos… Quizá Hess o los otros hombres de Lafont están ya allí, esperando su regreso, y no es cosa de arrojarse como un cretino en la trampa. «Estás desconcertado, Thomas. Desde que estás en Corrèze prestas menos atención, no estás alerta. Cuando la alarma sonó en tu cabeza, delante dél café Tivoli, habrías debido desconfiar en seguida. ¡Y en lugar de eso, has vuelto a casa tranquilamente sin decir nada a nadie! ¡Te detesto! Te has abandonado a la comodidad y ahí tienes el resultado».

La angustia le oprime. Imagina al doctor Nadal y a tía Mayo ya muertos, con sus cabezas cortadas como Papé y Mamé Allègre en Sanary, y todo esto por su culpa. Imagina esos horrores y, dentro de él, la maldad y el odio ascienden avasalladores, casi devoradores. Porque todo comienza a ser lo mismo; ¡se le persigue todavía y se le perseguirá siempre! ¿Acaso no acabará nunca esto? Ha esperado demasiado, se ha escondido y ha jugado únicamente a la defensa. Hay que atacar, es necesario…

¡Un movimiento! Algo se mueve delante de él. ¡Ha advertido una silueta a trescientos metros! Se aplasta en el suelo y orienta sus prismáticos. Al fin reconoce al tío Berthier, con sus cortas piernas, su vientre y su cráneo calvo; está sudando y sin aliento. Thomas se asegura de que está realmente solo, de que no se sirven del tío Berthier como de un cebo. Pero no, no hay nadie. Se deja ver, y Berthier, tan pronto le descubre, grita que le están buscando desde hace horas, a él, a Thomas; todo el mundo está muy inquieto.

Pregunta a Thomas si conoce a alguien llamado Barthélemy, un vendedor de legumbres de Grenoble. ¿Sí? Pues bien, ese Barthélemy ha telefoneado, ha avisado que se iba a largar en seguida. Ha dejado un mensaje.

— Thomas, el doctor Nadal quiere que vuelvas a casa en seguida. ¿Estás solo? ¿No está contigo tu amigo?

Thomas no se molesta en responder. Probablemente Miquel está ahí, seguro. Miquel está siempre ahí. Aleja este pensamiento. Hay otras cosas en que pensar y que son mucho más importantes.

Le dice al tío Berthier:

— Iremos a casa lo antes posible. Pero vale más que usted y yo no vayamos juntos. ¿Quiere usted ir delante, por favor? Yo le seguiré. Y cuando llegue a la casa, entre el primero, y si todo va bien, sale usted de nuevo y me hace señas.

«¿Por qué le llama tío Berthier? Es poco respetuoso. Es un hombre amable y dulce. En cuanto alguien es amable y dulce, muere. Papé y el coronel de Aix eran también amables y dulces. Y más que ninguno, el americano… No pienses en el americano, no pienses más en él; ¡has jurado no pensar más en él! ¡Él y la Cosa te hacen mucho daño!».

Veinte minutos después, Berthier llega a la casa del doctor Nadal (él, Thomas, está a trescientos metros y observa con sus prismáticos). Todo va bien, el camino está libre. Berthier sale de nuevo y hace señas de que no hay novedad. Thomas, de todos modos, desconfía todavía un poco y termina su observación, mirando cada repliegue del terreno. Acaba por entrar a su vez. El doctor Nadal está muy nervioso, no comprende nada: ¿cómo Barthélemy, un vendedor de legumbres de Grenoble, ha sabido dónde se encuentra Thomas, y quién es ese Barthélemy, y ante todo, en nombre de Dios, por qué Thomas desaparece así, días enteros?

— Estoy realmente desolado y le ruego que me disculpe-dice Thomas-. Es verdad que no he sido razonable. ¿Puede usted disculparme? ¿Cómo es ese mensaje?

El mensaje dice exactamente. El imbécil rubio ha encontrado el escondite del pequeño monstruo, y Pistol Peter marcha ahora hacia la Selva Negra.

El doctor Nadal mueve la cabeza.

Thomas responde que lo comprende todo muy bien, cada palabra. El mecanismo se pone en marcha en su cabeza y gira a una gran velocidad. Pregunta si por teléfono Barthélemy tenía acento de Mallorca.

— No. ¿Por qué?-dice el doctor Nadal, sorprendido.

— No era Barthélemy, que no sabe dónde estoy. La última vez que me envió un mensaje escribió a Mallorca, y su familia de Mallorca transmitió el mensaje a otros mallorquines de Toulouse y, de mallorquín a mallorquín, lo recibió usted.

— El pequeño monstruo soy yo-explica Thomas-. Y el imbécil rubio es Jurgen Hess, el que me persiguió y estuvo a punto de atraparme hace casi dos años. Hess sabe dónde estoy. Hay que actuar en seguida; tal vez ya está en camino. Vendrá con sus soldados. Miquel y yo hemos visto a dos espías, pero probablemente hay más.

— Te irás en seguida con los maquisards-dice el doctor Nadal-. Tú y Miquel. Hemos preparado vuestras mochilas. Y, por otra parte, ¿dónde está Miquel?

— Fuera, en alguna parte, vigila.

Thomas reflexiona rápidamente:

— No sólo me quieren a mí. Cuando yo haya partido no les dejarán tranquilos. Es preciso que ustedes se vayan también. Usted, la tía Mayo y el señor y la señora Berthier. Deben partir ahora mismo.

Thomas lee la negativa en los ojos del doctor Nadal. Y eso le llena de ira, al ver que no comprenden, o que no quieren comprender. ¿Qué es lo que creen? ¿Que Hess va a ser amable con ellos cuando haya visto que Thomas ha escapado?

— Yo soy médico; me necesitan aquí. Desde luego, no iré a la montaña-repite el doctor Nadal con una terquedad increíble.

Y el señor Berthier dice lo mismo: su mujer y él son demasiado viejos.

Thomas gritaría de rabia. Pero no hay nada que hacer.

— ¡En nombre de Dios, Thomas, por una vez has de obedecerme! ¡Ya lo he arreglado todo: cuatro de los hombres de Kléber os esperan a Miquel y a ti. Están en la peña de la Demoiselle. ¡Márchate!

La noche ha caído y Thomas se ha deslizado fuera de la casa. Camina, llevando las dos mochilas, la de Miquel y la suya. Le invade un pesar enorme, pensando en los que deja detrás de él. ¿Por qué no han querido comprender, por qué? Está hasta tal punto sumergido en la tristeza, que salta, casi enloquecido, cuando una sombra surge repentinamente cerca de él, le quita la mochila más pesada de las manos y le aprieta el hombro en signo de amistad. Se trata de Miquel, naturalmente; Miquel, que le susurra muy suavemente al oído que ¡cuidado!, los espías no están muy lejos, cercan la casa; «no hagas el menor ruido, Thomas y sígueme…».

Van ahora el uno tras el otro y el mecanismo regaña duramente a Thomas: «Podría haber sido cualquier otro en lugar de Miquel; no le habrías oído acercarse y ahora estarías atrapado. Todo porque has perdido la concentración, porque te has ablandado. Harías mejor en pensar lo que va a pasar ahora; ¡piensa, maldita sea!».

Piensa, y todo aparece claro y nítido en su cabeza. En primer lugar, el mensaje. «Evidentemente, es el Hombre de los Ojos Amarillos quien lo ha enviado. Nunca ha querido que Hess me aprehenda, nada ha cambiado; de una manera o de otra habrá sabido que Jurgen Hess está en camino para atraparme y ha encontrado ese medio de avisarme. De acuerdo. Queda la otra parte.

»Pistol Peter es el americano.

»Y marchará hacia la Selva Negra, al Schwarzwald. Es decir, a Alemania, no importa a qué lugar de Alemania, pero hacia la casa misma del Hombre de los Ojos Amarillos, cerca de Friburgo de Brisgovia, en donde él era profesor…, y esta casa sería fácil de encontrar, primero porque debe ser realmente una bella casa (él tiene mucho dinero) y después porque bastará con ir a la universidad y preguntar dónde vive el profesor Laemmle.

»Pistol Peter marcha hacia la Selva Negra.

«¿Quiere decir eso que el americano todavía está vivo?

«¡TRANQUILÍZATE!».

Miquel se ha detenido de repente. Thomas hace lo mismo. Están uno y otro en el fondo de un desfiladero, algo como un barranco, y lleno de maleza. En principio, el silencio. Total. Y luego aquello viene. No a los oídos, sino a las narices: un olor de humo de cigarrillo. «Hay espías muy cerca». Thomas se acuclilla, espera, no se mueve en absoluto. Salvo dentro de su cabeza, donde aquello le vuelve medio loco, girando como un torbellino.

«¡TRANQUILÍZATE!» ¡Tu corazón late tan fuerte que lo van a oír! Cálmate. Reflexiona.

«De acuerdo; eso quiere decir que el Hombre de los Ojos Amarillos ha mentido la primera vez. Quizás el americano esté vivo todavía. Admitámoslo. Y camina hacia la Selva Negra. Dicho de otro modo, se dirige también hacia Friburgo de Brisgovia, va hacia allí (para matar al Hombre de los Ojos Amarillos, pero también para hacerle decir antes dónde está él, Thomas)… Eso es lógico, puesto que el americano me quiere. Marcha, dice el mensaje. Eso quiere decir que estaba preso en alguna parte y que ha salido de allí, se ha evadido o le han dejado ir. Y Laemmle lo habrá sabido y me lo anuncia.

»Para que yo vaya también.

»Así yo tendría dos razones para ir al Schwarzwald: matar a Laemmle y encontrar al americano.

»Está bien jugado. Es realmente un bonito golpe.

«Evidentemente, eso puede ser una trampa: el americano quizá esté realmente muerto, pero el Hombre de los Ojos Amarillos mentiría diciéndome que no lo está para atraerme así a su casa.

»Eso también sería un bonito golpe: me advertiría de la llegada de Hess y, en lugar de perseguirme y de romperse la cabeza buscándome, esperaría que yo fuese directamente a su casa.

»Es realmente listo».

Miquel, delante de él, se incorpora muy lentamente. Su mano hace un signo en la oscuridad: ¡Adelante! Echan a andar de nuevo.

Cinco metros más allá atraviesan el camino y prosiguen. El peñasco de la Demoiselle está a una hora a pie.

«Y voy a ir a su Schwarzwald, claro que voy a ir. ¡Él quiere verme y me verá, puede contar con ello!

»Iré cuando haya hecho esa otra cosa que debo hacer ahora. Ha llegado el momento.

»Eso está claro».

Delante de él, Miquel acelera el paso; «seguramente hemos pasado la línea de los espías». Miquel le hace señas para que siga adelante solo; sería peligroso caminar juntos. Miquel prefiere ser una sombra que nadie ve, y que golpea y mata cuando es preciso. Eso es lo que le gusta, ésa es su idea de las cosas, él es así.

— ¿Miquel?

La furtiva silueta se inmoviliza.

— Miquel, he reflexionado. No iremos a reunimos con los maquisards.

Miquel espera («sin hacer preguntas, ya lo ves»).

— No vamos a ir por dos razones-dice Thomas-. La primera es que si vamos con los maquisards, atraeremos el rayo sobre ellos; Hess acabará con todos, vendrá con una división blindada, con carros y todo, y los matará uno a uno. Estar con ellos sería como condenarles a muerte. Y, además, los maquisards no son unos verdaderos soldados; hablan demasiado. La prueba está en que yo les he oído contar cómo iban a atacar Tulle. Esas cosas se hacen sin pregonarlas a los cuatro vientos. No tengo confianza en ellos. Y además, ya no quiero correr delante de Hess. Ahora quiero ser yo el cazador, Miquel.

Miquel se agacha y desaparece como si la tierra le hubiese tragado.

— ¿Todavía estás ahí, Miquel?

— Estoy aquí.

(Cambia de lugar en algunos segundos, y sin hacer ningún ruido.)

— La segunda razón-dice Thomas-es el doctor Nadal, y la tía Mayo, y el señor y la señora Berthier. Hay un medio de protegerles, aunque ellos no quieran. Un solo medio. Es matar a Jurgen Hess. Creo que a los demás alemanes les importa muy poco atraparme; ahora tienen otras preocupaciones. Con los americanos que van a desembarcar y con los rusos que les matan. Suprimimos a Jurgen Hess y todo acabará para nosotros.

Silencio. Thomas piensa: «Concéntrate bien, dile cosas que le convenzan. Esas y nada más. Sobre todo, no cometas el error de creer que es tonto. No lo es. No razona como tú, eso es todo».

— No seguiremos corriendo delante de Hess, Miquel. No iremos delante de él, que ha matado a Javier, a Joan y a Tomeo. Y a Papé y a Mamé Allègre…

(No tienes necesidad de fingir que estás emocionado, Thomas; lo estás de verdad. Dios mío, lo estás tanto que casi lloras, lleno de rabia y de dolor…)

— No vamos a dejar que viva ese hombre que hizo lo que hizo en el Var, Miquel, que le hizo aquello a Ella…

Entonces se produce un extraño y largo silencio. Porque Thomas ya no consigue decir una palabra. «Ya no puedo hablar; eso acaba de subir dentro de mí de golpe. Es un odio terrible, como la lava de un volcán. Sé que tengo razón y que debo matar a Jurgen Hess para estar tranquilo, de acuerdo, pero sobre todo porque le detesto, le odio…

»Casi tanto como al Hombre de los Ojos Amarillos».

Thomas se agacha. Tiene ganas de vomitar. El odio le hace temblar y, durante un momento, un breve momento, hasta el mecanismo patina y ya no controla nada en absoluto.

Esto se pasa.

«Ahora se acabó; ya no quiero la calma. Voy a llegar hasta el final».

Y se pone en camino y, en lugar de ir directo hacia el peñasco de la Demoiselle, gira a la izquierda, escrutando la noche con sus ojos de búho. Tulle está a tres horas de camino.

«Sería demasiado hermoso que el americano estuviese vivo. Es imposible. Tú lo has sacrificado y está muerto.

»Sería demasiado hermoso. No pienses más en ello. Piensa en Jurgen Hess y en cómo vas a matarle.

»De acuerdo, ya sabes cómo. Pero reflexiona más. Concéntrate».

Recorre dos kilómetros, llega ante una carretera y, antes de entrar en ella, deja pasar un convoy de seis camiones llenos de soldados, precedidos y seguidos por dos auto-ametralladores. Tendido en la cuneta, espera un poco más, bastante después del paso… Algunas veces viene otro destacamento detrás y, como al otro lado de la carretera hay un gran campo descubierto, prefiere no correr el riesgo.

Ha tenido razón en esperar; pasan un tercer auto-ametrallador y dos motocicletas con side-car.

El silencio.

Thomas no ha oído nada en ningún momento, pero siente la presencia a su derecha.

— Hola, Miquel.

— Hola, Thomas.

Thomas sale de la cuneta, cruza la carretera. Y después el gran campo. Camina a buen paso, pero sin correr. Se siente invadido por una fuerza enorme.

«Ya no es necesario que juegues a ser Pistol Peter, o Guy l'Eclair, o Tarzán.

»Yo soy Thomas, y nada más. Y eso basta».

Tulle ya sólo está a dos horas de camino. Estarán allí antes de medianoche.

* * *

El furgón del Reichbank se ha detenido bruscamente a la orilla de la carretera. Un coche le esperaba a la entrada de un camino de tierra. El hombre corpulento con ojos de gerifalte ha abierto las puertas de atrás. «Descienda, por favor; se lo ruego, señor». Quattermain salta a tierra y pasa esta pequeña acrobacia con un fulgurante dolor en la cadera.

— Suba, por favor.

La voz es de una extraordinaria tranquilidad. Quattermain obedece y ocupa su sitio, junto a Ojos de Gerifalte, en el asiento trasero del coche, pilotado por un hombre con chaqueta de terciopelo.

Salen del camino de tierra y siguen por la carretera asfaltada. Transcurren unos treinta minutos. A Quattermain le parece que se dirigen hacia el norte. «Lo cual querría decir que están atravesando Liechtenstein…». Él estuvo una vez en Vaduz, pero eso fue siete u ocho años antes y sus recuerdos son vagos. Por otra parte, ¿Liechtenstein está ocupado o no por Hitler?

Tercera disminución de marcha. Acaban de seguir una serie de pequeñas carreteras. Ruedan casi al paso, con todas las luces apagadas, durante quince minutos más, y los nervios de Quattermain están tensos…

Se detienen. El chófer de chaqueta de terciopelo abandona el volante y se aleja del vehículo.

— Ocupe su sitio, señor, por favor.

La Lüger de Ojos de Gerifalte apunta. Quattermain obedece y se sienta en el lugar del conductor.

— Arranque, por favor, se lo ruego. Hay una aglomeración a unos centenares de metros delante de nosotros. Lo mejor sería cruzarla evitando la calle principal; yo le guiaré. La frontera está próxima…

Quattermain desenrolla entonces el alambre, ensancha el nudo corredizo (en el interior del coche apenas se ve), deposita el alambre sobre sus muslos. Pisa lo más ligeramente que puede el acelerador. Tres curvas más adelante, unas casas se perfilan en la noche.

Un cuchicheo detrás de él:

— El camino de tierra, a la izquierda.

Él sigue un seto, a lo largo de una serie de edificios.

— A la derecha, por favor.

Están en una calle muy estrecha, y cuarenta metros más allá aparece algo así como un callejón sin salida. Pero sólo es un pasaje abovedado, un Ourchhaüser, como hay tantos en el viejo Salzburgo. «No podré pasar nunca…»

Cuchicheo:

— Pasará. Hemos tomado las medidas de este coche. Trate de no tocar las paredes; hay más de dos centímetros de espacio a cada lado.

Emplea veinte minutos para recorrer treinta metros, y sólo una vez roza la piedra. Se encuentra en una nueva calle a cielo abierto.

— A la izquierda, y luego a la derecha.

Está chorreando sudor a causa de la tensión que le produce esta delicada presión del acelerador. Se ve obligado a accionar constantemente el embrague para que el motor ronronee lo más débilmente posible.

— Todo derecho, y luego a la derecha.

Las últimas casas desaparecen a su izquierda y a su derecha. Un camino de tierra entre las cercas. Desemboca en una carretera.

— A la izquierda. El puesto de policía está a trescientos metros detrás de nosotros. Puede usted encender los faros. No acelere todavía.

Tres minutos.

La voz, casi normal ya, del Hombre de los Ojos de Gerifalte:

— Puede comenzar a acelerar aho…

La aceleración es fulminante. Quattermain, con un verdadero frenesí, pisa el acelerador hasta el fondo. Ojos de Gerifalte es empujado hacia atrás, pero se incorpora y levanta su arma. Quattermain hace girar las ruedas y frena al mismo tiempo. Suelta la mano derecha del volante, coge con la izquierda el nudo corredizo, engancha el cuello de Ojos de Gerifalte y tira violentamente hasta que el cuerpo viene hacia él. Coge la muñeca que sostiene la Lüger y aparta el cañón, mientras que el coche parte resbalando a través del campo después de haber roto una valla. Los segundos siguientes son enloquecedores, en una lucha confusa. La portezuela izquierda se abre. Quattermain se encuentra en una postura increíble, con la espalda en el suelo y las piernas todavía dentro del coche, mientras tira con ambas manos del alambre. Su adversario se desploma sobre él, le sujeta a su vez por la garganta: «He fracasado, he desperdiciado la oportunidad. ¡Soy hombre muerto!».

Sin embargo, con toda la fuerza de la desesperación, el americano continúa tirando, y de pronto se afloja la presión de los dedos fantásticamente duros alrededor de su propio cuello. Ojos de Gerifalte ya no se mueve.

Horrorizado, Quattermain se incorpora. Rodea el capó titubeando, y se adentra en una pequeña carretera bordeada por unos setos que se alternan con vallas de madera. «Debería haber cogido el coche; ¿por qué he salido a pie?». Pasa ante una primera granja, totalmente sumergida en la oscuridad. «Debería haber cogido el coche». Las palabras vuelven sin cesar a su mente y, cuando el haz luminoso le azota en pleno rostro, por espacio de un segundo cree ver el faro de una moto. Es una potente linterna eléctrica, y detrás de ella hay dos hombres.

— ¿Quién es usted y adonde va?

Le hablan en alemán.

— He tenido un accidente de automóvil-dice en un alemán que no puede engañar a nadie.

— Sus papeles, por favor.

Quattermain advierte el débil brillo de un fusil que le apunta. Cegado por la luz, distingue dos siluetas de hombres con uniforme, sin casco, pero tocados con gorros cuarteleros.

Y todo va muy rápido: busca las palabras para explicar que ha dejado su cartera en el coche, no muy lejos de allí, cuando una forma surge a la derecha, golpea una primera vez y luego una segunda. Un grito muy débil apenas rompe el silencio. E, inmediatamente después, el ruido blando de dos cuerpos que se desploman. Quattermain se inclina para recoger el fusil caído ante él y se encuentra con el cañón de una Lüger a dos centímetros de su nariz.

— No he querido disparar hace un momento-dice Ojos de Gerifalte-. Si no, estaría usted muerto. Retroceda, por favor.

Quattermain se aparta.

— Habría jurado que le había matado.

— No se mata tan fácilmente.

El haz de la linterna eléctrica barre sucesivamente los cadáveres, ambos con la garganta cortada.

— Decididamente, usted deja detrás un rastro sangriento, señor. Ayúdeme a empujarlos hasta la cuneta, tenga la bondad.

Ojos de Gerifalte arrastra a uno; Quattermain transporta al otro por los hombros.

— Tomaremos el camino que hay a la derecha, a doscientos metros de aquí. La frontera no está muy lejos. La próxima vez no dudaré en disparar, señor. ¿Está claro?

— Muy claro-dice Quattermain.

— Camine delante, por favor.

— ¿Quién le paga? ¿Gortz?

— Mis órdenes son llevarlo vivo a Suiza. Vivo, pero no necesariamente intacto; eso sólo dependerá de usted. Vamos a pasar cerca de unas granjas, y hay muchos guardias fronterizos por aquí.

Después sigue un calvario para Quattermain: Ojos de Gerifalte le ordena que salga del camino y le hace andar a través de los campos empapados. Está al cabo de sus fuerzas. Los esfuerzos de las dos últimas noches han llevado hasta el punto de ruptura un cuerpo mal repuesto de una treintena de intervenciones quirúrgicas y que, las dos últimas semanas de clínica, podía recorrer a lo sumo una milla entre ida y vuelta. Se ha caído ya varias veces y sólo avanza por un prodigio de la voluntad.

Una fuerte pendiente se presenta.

Reúne todas las fuerzas para ascender diez o quince metros y luego se desploma, teniendo el tiempo justo para proteger su rostro con el codo. No ha perdido el conocimiento. El haz de la linterna cae sobre él.

— Levántese, señor.

— Voy a reventar.

Una mano absolutamente terrorífica le coge por la nuca, le levanta del suelo y le pone en pie.

— Haga el favor de caminar.

Quattermain intenta golpear con el puño al hombre corpulento, que ni siquiera se molesta en evitar el golpe. El simple impulso de su brazo basta para desequilibrar a Quattermain: se precipita por la pendiente que le ha costado tanto trabajo ascender, se sumerge en el vacío y unos metros más allá tropieza con la barbilla en algo que parece una piedra o un peñasco.

Pierde el conocimiento.

* * *

Gregor Laemmle está sentado en el último escalón del tercer piso, en un inmueble de la calle de Lisbonne, en París. Para evitar que se manchen los fondillos del pantalón, ha colocado bajo él un bonito pañuelo que normalmente lleva en el bolsillo superior de la chaqueta. «¡Soy un snob! ¡Heme aquí perfumando con lavanda mi trasero!».

Espera desde hace más de una hora. Soëft ha hecho algo muy hábil: ha encontrado un teléfono en casa de un industrial retirado que ocupa el departamento de arriba, de modo que puede, al mismo tiempo, montar la guardia y hacer sus llamadas. De Tulle, en un número indicado por Henri Lafont, acaba precisamente de recibir unas informaciones sobre el lugar en que se oculta el Niño, en casa de un tal doctor Nadal… Aparte de esto, no ocurre nada. Los hombres de Lafont continúan vigilando a distancia la casa del médico; no han notado nada en particular, no han visto salir al niño después de su regreso a casa un poco antes de la caída de la noche (no, no han visto al guardaespaldas español, al hombre del fusil; en el fondo, a fuerza de no verle y sin tener la más mínima identificación, no están seguros de su existencia; «le habríamos visto»).

Gregor Laemmle piensa en el Niño. Evidentemente. Por primera vez desde hace quince meses, se entrega al gozo de esa evocación; lo mismo que un opiómano, después de haberse liberado voluntariamente, recae en su servidumbre. «Sin duda debe haber crecido, quizás está un poco cambiado, pero su voz no ha podido mudar todavía, y es probable que tenga más seguridad, más confianza en sí mismo, más firmeza en la opinión; pero, a Dios gracias, sigue estando en la edad de las maravillas, en esa edad en que ya no se es un niño y todavía no se ha llegado a adulto, y sin duda alguna sigue siendo el pequeño monstruo, la quintaesencia…».

— ¿Señor?

(Es la voz murmurante de Soëft, que desciende del piso superior.)

— ¿Sí, Soëft?

«Me sorprendería que el pequeño monstruo no haya advertido a los espías de Lafont alrededor de la casa del doctor Nadal. Sobre todo después de recibir mi mensaje, que evidentemente ha identificado. Por lo tanto, sabe que ha sido descubierto. Partamos del supuesto de que ha divisado a los espías. Los ha visto y ha notado que no atacaban (cuando los hombres de Lafont son, al parecer, lo bastante numerosos para tomar al asalto la casa del doctor Nadal). Y ha llegado a la conclusión de que, si el ataque no se producía, es porque esperan a alguien para iniciarlo. ¿Esperan a quién? Al imbécil rubio, no hace falta decirlo. Por consiguiente, el Niño sabe que el buen Jurgen irá a Tulle para dirigir la ofensiva, y sabe también (como yo mismo, dicho sea de paso) que, en todo el ejército alemán, en los tiempos que corren, sólo el buen Jurgen se interesa realmente en su captura; los ejércitos de Adolf tienen otros problemas más urgentes que resolver. Partiendo de ahí, ¿qué jugada va a inventar?

»La primera consiste en largarse cuanto antes, en deslizarse diestramente entre las mallas de la red tendida por los hombres de Lafont, y en encontrar en alguna parte un nuevo refugio.

»Eso es tal vez lo que está haciendo en este mismo momento. Y entonces habrá dejado tras él a esas personas que le han albergado, sacrificándolas lo mismo que sacrificó al americano. Porque no ignora que el buen Jurgen descargará su cólera sobre ellos, y les reducirá a carne de salchicha.

»En esta hipótesis, podemos admitir que en la hora en que lo pienso, sentado incómodamente en el peldaño de una escalera, el pequeño monstruo está recorriendo a toda prisa el monte bajo de Corrèze con la única idea de poner la mayor distancia posible entre Jurgen y él.

»Pero es extraño: yo no lo creo. Conozco demasiado a mi pequeño monstruo. Habrá encontrado otra cosa más finamente jugada y sobre todo más decisiva (porque, dicho sea entre nosotros, correr a pierna suelta no es precisamente un truco de los más sutiles).

»Sí, otra cosa, pero ¿qué?».

Pausa. Gregor Laemmle reflexiona. Y la idea le asalta, apremiantemente.

«Maldita sea, ¡sería capaz de hacerlo!».

La conclusión en que desemboca Gregor Laemmle es realmente sorprendente: ¡imagina de repente que el Niño, en lugar de huir, va a dirigirse directamente hacia el enemigo, es decir, hacia Jurgen Hess!

— ¿Soëft?

— ¿Sí, señor?

— ¿Adonde debe dirigirse Hess, después de su llegada a Tulle?

— A la sede de la Gestapo local, es decir, al Hôtel Moderne.

— Gracias, Soëft.

«Reflexiona, Gregor Laemmle. El Niño es muy capaz de tener esa idea asombrosa. ¿Por qué no? Seguro que va con él ese tirador de primera clase, dispuesto a meter una bala en el ojo derecho (o en el izquierdo, según se lo exijan) a tres o cuatrocientos metros de distancia. Esto puede parecer una locura, pero no lo es, sobre todo cuando se conoce al pequeño monstruo…

»Qué extraño es: creo profundamente que tengo razón. Mi convicción ya está hecha. Dicho de otro modo, sé dónde está el Niño, y dónde estará lógicamente en las próximas horas-necesita un tiempo para ir, tal vez a pie, desde la casa del doctor Nadal a la caída de la noche (para evitar ser visto por los espías) y llegará a Tulle en, digamos, dos o tres horas.

»Y, forzosamente, tomará posiciones en el único lugar posible: en algún tejado, frente a la entrada del Hôtel Moderne. Teniendo a su lado al español del fusil de visor telescópico, a quien le designará el blanco.

»Tú sabes, Gregor, dónde está, o al menos dónde va a estar. La decisión es tuya. Tienes dos horas para decidirlo».

Ensancha sus ojos amarillos, invadido por una fiebre deliciosamente angustiada. Hasta el punto que la voz susurrante de Soëft debe repetir dos veces su llamada:

— ¿Señor?

— ¿Sí, Soëft?

— Ya llega. Helo ahí.

La luz se enciende en el hueco de la escalera. Gregor Laemmle se queda casi deslumbrado al salir de esa larga espera en la oscuridad. Hay alguien en la escalera; su paso rápido, el paso de un hombre en plena forma física: ¡a fe que sube los escalones de dos en dos!

Jurgen Hess se inmoviliza al descubrir a Gregor Laemmle.

— ¿Qué hace usted aquí?

— Le esperaba, mi buen Jurgen.

Hess va vestido con el uniforme negro de la SS, y lleva algo que aparece, ante los ojos muy poco experimentados de Gregor Laemmle, como la Cruz de Hierro, ¡o algún cachivache de ese género! ¡El buen Jurgen es un héroe, Dios me perdone!

— Quería hablarle, Jurgen.

— Le creía en Italia-dice Hess.

— Estoy en París sólo de paso. ¿Puedo entrar?

Hess acaba de abrir la puerta del apartamento (que le ha prestado, según los informes recogidos por Soëft, otro hombre que combate fogosamente con los cosacos). Gregor Laemmle entra detrás de él.

— Tengo poco tiempo-dice Hess-. Me marcho dentro de unos minutos. Y no veo de qué podemos hablar.

Está quitándose ya la guerrera y se dispone a cambiarse.

— Del Niño-dice Gregor Laemmle-. Podríamos hablar del Niño.

La mirada azul de Hess le observa, mientras se despoja de su camisa y luego de su camiseta reglamentaria. «¿Va a quedarse desnudo delante de mí?».

— ¿De qué niño?

— Siempre del mismo, mi buen Jurgen. El que usted estuvo a punto de atrapar en noviembre de hace dos años, pero que se escapó cubriéndole de ridículo. El que usted ha sabido esta noche que se encontraba en Corrèze, en casa de un tal doctor Nadal. El que usted va a intentar capturar de nuevo, tomando dentro de una hora y cuarenta minutos, aproximadamente, un avión militar que le llevará a Limoges. Lo que le situará a usted en los alrededores de Tulle a las dos o las tres de la madrugada.

El rostro (bastante bello, a fe mía) de Hess no se mueve en absoluto. «Ha adquirido consistencia en estos últimos tiempos, sin duda porque ha estado de soldado en las estepas. Ha cambiado; es más duro, más maduro… y probablemente tan idiota como antes, si no más».

— ¿Cómo sabe usted todo eso?-responde inevitablemente Jurgen Hess.

— Escucho en las puertas.

«¡De verdad que se queda desnudo delante de mí! ¡Voy a ver a Jurgen totalmente desnudo! Sería como pasmarme ante el cuerpo de un hombre-lo que no es el caso-, y como si me sintiese muy excitado».

Pisando los talones de Hess desnudo, Gregor Laemmle entra en el cuarto de baño.

— Déjeme en paz, Laemmle.

— ¿Puedo recordarle que tengo un grado superior al suyo? Le autorizo a llamarme mein führer, pero sin excesiva familiaridad, por favor.

El cuarto de baño es de lo más vulgar. Pintado con un mísero color verde Nilo (la pintura, además, está desconchada), contiene una bañera de dudosa limpieza, uno de esos horribles bidets franceses y un asiento de tapadera. Además, colgado de la pared, todo un juego de halteras y de ridículas cosas de goma que hay que estirar en todos los sentidos para engordar los músculos.

— ¿Hace usted deporte, Jurgen? Lo ignoraba. Qué idea más extraña.

— Déjeme en paz o le echo fuera yo mismo-dice Jurgen Hess, manipulando los grifos de la bañera. (Es evidente que se dispone a tomar un baño de agua fría… ¡De agua fría, imagínense! ¡Este hombre está loco!)

— No creo que atrape usted al Niño-dice Gregor Laemmle-. No sin mi ayuda, en todo caso. El descenso que va usted a hacer a casa del doctor Nadal… ¿es realmente lo que se dice un descenso?…, ese descenso no servirá de nada. Degollará usted a ocho o diez personas, pero el Niño hace horas que ya no está allí.

Silencio. Y al mismo tiempo que el agua corre a gruesos borbotones en la bañera, el musculoso cuerpo del hombre que Gregor Laemmle tiene ante sus ojos experimenta una crispación muy leve…

«Le he enganchado».

— Reflexione, pues, mi buen Jurgen. ¿Ha encontrado usted alguna vez al Niño sin mi ayuda? Nunca. Siempre he tenido que ayudarle.

— Yo sé muy bien donde está esa pequeña basura.

Hess se vuelve, y un gran malestar invade a Gregor Laemmle. «Podría pasar que le viese desnudo de espaldas, ¡pero de frente! Estoy desconcertado; siempre he sido un puritano, es el verdadero fondo de mi naturaleza».

Sonríe a Hess.

— Usted sabe dónde estaba, pero ignora dónde está ahora.

— ¿Y usted lo sabe?

— Absolutamente. Sé dónde estará dentro de dos horas. Jurgen, debería entrar usted en su baño, antes de que el agua se caliente.

«Esta promiscuidad me molesta horriblemente; casi estoy enrojeciendo. ¡De veras que soy extraño!».

— Reflexione, Jurgen. ¿Qué hará usted después de haber despachurrado al doctor Nadal y a todos los suyos? ¿Asaltar todo Corrèze a sangre y fuego haciendo acudir desde Burdeos a su división Das Reith? Ni siquiera con una división atrapará usted al Niño. Hace quince meses le cercó con doscientos hombres y, sin embargo, se le escapó. Se le escapará una vez más.

Hess se decide a entrar en su baño, se sienta en el agua fría (Gregor Laemmle se estremece) y pregunta:

— Según usted, ¿dónde estaría?

— Creo-dice Gregor Laemmle, dejando caer la haltera sobre la cabeza rubia-, creo que le espera en Tulle, frente al Hôtel Moderne, con un español provisto de un fusil con visor telescópico. Y luego, después de haberle matado, vendrá a matarme a mí, en el Schwarzwald de mi infancia, bajo los bellos abetos de Baden-Wurtemberg.

Golpea por segunda vez (con una torpeza de la que es absolutamente consciente) y el agua de la bañera enrojece un poco más. Pero la pesa se le escapa en el segundo mismo en que Jurgen Hess, que aparentemente no ha muerto todavía, vuelve hacia él un rostro estupefacto. «Me sirvo de esta cosa como lo haría una mujer, pero la verdad es que no he dado ni el menor puñetazo en mi vida; tengo excusas…».

Arranca de la pared otra haltera, más pesada ahora, y los resultados del tercer golpe son visiblemente superiores: la pared craneana se hunde y el agua del baño se vuelve roja. Golpea cinco o seis veces seguidas y reduce al estado de pulpa el cráneo de Jurgen Hess. «Creía que tenía la cabeza más dura». Examinando la haltera, comprueba que pesa cinco kilos: «Todo se explica».

La cabeza le da vueltas, se siente extraño.

Adivina una presencia detrás de él. Se vuelve y descubre a Soëft, que permanece en el umbral del cuarto de baño, sosteniendo en la mano su arma provista de un silenciador.

— Habría debido dejar que lo hiciese yo-dice Soëft.

— Hay cosas en la vida que necesita hacerlas uno mismo-responde Gregor Laemmle.

Soëft se acerca a él, le quita la haltera de las manos y la deposita sobre las baldosas.

— Ahora tenemos que irnos, señor.

Gregor Laemmle se esfuerza en mirar por última vez la bañera.

— ¿Está usted seguro de que ha muerto?

— Seguro-dice Soëft.

Que le lleva consigo y le hace franquear la puerta del descansillo. Y que cierra ésta con llave. Luego hace que Gregor Laemmle descienda los tres pisos.

Están en la calle de Lisbonne y caminan sin prisa. Soëft le sujeta del brazo como si estuviera ciego o afectado de delincuescencia mental, «lo cual en cierta manera es cierto; me siento realmente muy raro…».

— Es la primera vez que mato a alguien, Soëft. Quiero decir con mis propias manos.

— Valdría más que esperase un poco para hablar-advierte Soëft.

— Es verdad. Perdóneme, Soëft.

Llegan ambos al Rolls-Royce, que está estacionado bajo un porche, y suben a él. Soëft se coloca al volante, y Laemmle detrás.

— Debería beber usted alguna cosa, señor. Hay chartreuse en el bar de enfrente.

El coche arranca y se va.

— Es la primera vez que mato a alguien yo mismo, Soëft. La impresión es extraña. No agradable, pero tampoco desagradable. Siento una especie de estupefacción. ¿Ocurre siempre así? ¿Qué siente usted mismo cuando mata a alguien?

— Indiferencia, señor.

En la esquina del bulevar Haussman y de la calle del Faubourg-Saint-Honoré, un cuarteto heteróclito les hace signos para que se detengan. Es un control: está constituido por dos agentes de la policía francesa y dos feldgendarmes alemanes cuya placa metálica les golpea el pecho. Soëft muestra los documentos y habla en alemán; los feldgendarmes saludan y el Rolls reanuda su marcha por las desiertas calles de París.

— Deténgase en cualquier parte donde haya hierba, Soëft. Me parece que voy a vomitar.

* * *

Thomas está ahora en Tulle. Avanza con infinitas precauciones. Tan pronto va de prisa, cuando se trata de cruzar una calle, como se desliza. La exaltación, casi la fiebre que le han llevado hasta la ciudad, han remitido. Ahora se siente extrañamente tranquilo y frío, y eso es mejor. Roza las fachadas y contornea las plazas.

No tiene ni idea de dónde está Miquel; en absoluto. No debe de estar muy lejos. Le sigue, eso es seguro.

Este Miquel es una sombra. No, ni siquiera eso: una sombra se ve…

Ha llegado, según él, a unos doscientos metros del Hôtel Moderne cuando, por primera vez, el instinto de rata le alerta un poco: un coche está estacionado junto a la acera, con todas las luces apagadas: es un tracción delantera negro. De acuerdo, es normal que haya un coche detenido al borde de una acera en una ciudad, pero éste no le gusta, eso es todo. En primer lugar, está delante de una mercería, ¿y dónde has visto tú a un mercero en un tracción delantera?

Prefiere dar un rodeo. Es una lástima, porque ya casi tenía a la vista el Hôtel Moderne, pero tanto peor. Se adentra a la derecha por una callejuela muy oscura. No hace ningún ruido al caminar (ni siquiera él oye sus pasos) y, por si acaso, se ha quitado los zapatos y se los ha colgado del cuello por los cordones; camina en calcetines. «¡Si tía Mayo me viese, me mataba!».

La callejuela se prolonga a lo largo de unos veinte metros; girará a la izquierda en el próximo cruce y proseguirá su camino.

Se para en seco, pegado a la fachada, con sus pupilas grises escrutando la noche: acaba de oír un carraspeo a su izquierda, y por lo tanto en la calle que iba a tomar.

Hay alguien.

Y su extraordinaria desconfianza relaciona en un segundo los dos hechos: la presencia de un coche donde no debía estar y la presencia de alguien en la calle siguiente. «Es como si hubiesen previsto que vendrías, Thomas…».

De acuerdo, va a comprobarlo.

Cambia de acera, pasa rozando las paredes, confundiéndose con la sombra; progresa hacia una silueta extraña que sólo identifica cuando está a diez metros de ella: un carrito de mano. Sólo allí se vuelve y orienta sus prismáticos. Al principio, no ve nada; «eso tal vez venía de alguna habitación que da a la calle, o quizás es imaginación tuya»; y después, a fuerza de escrutar todos los alineamientos, acaba viendo algo: la punta de un zapato que asoma. Sin duda hay ahí un hombre que no fuma, que no mueve las manos ni los pies, que espera oculto.

Está bien.

Durante los veinte minutos siguientes, inspecciona otras cuatro calles. En cada una hay un hombre que le obstruye el camino.

Está bien.

Thomas camina por Tulle, y se da perfecta cuenta de que está rodeando el Hôtel Moderne, de que pasa a lo largo sin acercarse nunca a él. «Pero ¿qué puedes hacer? ¡Están custodiando ese maldito hotel! No le vigilan contra los maquis-entonces habrían puesto más de un hombre en cada calle-, sino contra otra cosa. No es posible que lo custodien contra ti, eso no es lógico. ¿Cómo habrían sabido que yo iba a venir? Hace cuatro horas, ni tú mismo lo sabías».

En otras cuatro calles ocurre lo mismo: también allí hay hombres. En general, están bastante bien ocultos, pero no siempre: ve a dos que están ostensiblemente en medio de la calle, como si estuviesen decididos a pasar la noche allí, tomando el aire… Pero ya es medianoche; no es una hora para pasearse, y además, con todos los policías franceses y los soldados alemanes que hay en la ciudad, está bien claro que esos individuos tienen unos Auswels, unos documentos para tener derecho a estar en la calle.

«No sé qué hacer.

»Y hace no sé cuánto tiempo que no he visto a Miquel».

Llega a otra calle y, al final de la misma, divisa al fin el Hôtel Moderne. No la fachada, sino más bien la entrada de servicio; están iluminadas dos ventanas y hay un centinela que es un verdadero soldado, con su metralleta cruzada sobre el vientre y su casco y sus botas. Todo lo más, Thomas está a cien metros de él. «Es lo más cerca que he llegado, pero no puedo acercarme más». Hace esta comprobación con una cólera extrañamente intensa; está rabioso contra esos tipos plantados en todas partes como árboles.

Y contra Miquel, que es decididamente demasiado invisible.

Y contra sí mismo, que no logra encontrar una solución y que, sin embargo, se niega a abandonar… Eso nunca, tampoco. De pronto, un recuerdo le invade. Está en un hotel de Suiza con Ella; acaban de jugar dos partidas de ajedrez en un salón. Un hombre les ha mirado: un hombre pequeño, calvo, enjuto, de ojos negros y nariz algo ganchuda, con los hombros como si tuviese miedo de que le pegasen; el hombre pregunta si puede jugar «contra el niño»; Ella, que normalmente, cuando un extraño quiere mezclarse en sus asuntos, le envía al diablo con una sola mirada, ahora dice que sí-¿por qué no?-, siempre que mi hijo esté de acuerdo. Él, Thomas, juega, pues, con el hombrecito, y en las horas que siguen (hasta tres horas) casi se vuelve loco, con la misma rabia que esta noche; porque el hombrecito juega de una manera terriblemente desconcertante: no ataca nunca, está agazapado en su defensa, como un auténtico erizo; no sabe por dónde cogerle. Ni siquiera los cambios le hacen moverse; no pierde un peón sin tomar otro él mismo y siempre se repliega sin cesar. No trata de ganar (y esto es lo incomprensible; ¿de qué sirve jugar al ajedrez si no es para ganar?). Thomas siente unas auténticas ganas de tirarle las piezas a la cara. Se pone nervioso, ya no oye el mecanismo en su cabeza, se arriesga, ataca como un loco y…, naturalmente, el hombrecito aprovecha la ocasión y, ¡paf!, le da mate en cuatro jugadas. Thomas ha estado enfurruñado durante toda la cena, pero al final ha comprendido que el hombrecito y Ella eran cómplices desde el principio. Ella ha hecho que le diesen una lección terriblemente humillante. Y, sin embargo, Ella le sonreía con tanta ternura que le daban ganas de gritar. Ella le pedía perdón: «¡Oh, mi amor, mi vida! No tengo otro medio de enseñarte. Dispongo de muy poco tiempo para prepararte, y algunas noches me avergüenza enseñarte como lo estoy haciendo. Estoy aterrorizada…». Y él no comprendía del todo lo que Ella quería decir, no comprendía todo lo que aquello podría ser, pero la amaba.

* * *

Thomas escucha los ruidos de la ciudad de Tulle. Tal vez Jurgen Hess está ya en el Hôtel Moderne, o tal vez no. De todos modos, si cualquier coche circulase por la puerta del Hôtel Moderne, fuese para partir, fuese para llegar allí, él lo oiría. Pero no oye nada; hay un silencio realmente extraordinario en todas estas calles.

Echa a andar una vez más para buscar un paso, «como testarudo sí que lo soy, pero si creen que me voy a poner nervioso y que voy a atacar como un loco, se equivocan totalmente; ¡por una vez, esto marcha! Como atacar, atacaré, pero eso me llevará el tiempo que haga falta. No hay duda de que voy a matar a Hess, y después iré a matar al Hombre de los Ojos Amarillos. No pierdo nada con esperar. Si hoy tuviese que jugar con el hombrecito encogido, quizá me llevaría ciento cuarenta horas, pero le ganaría».

Hace un intento por la última calle que le queda.

Hay otro individuo.

… Y se ve obligado a volver rápidamente atrás, hasta esconderse en la esquina de la casa del cruce. Porque miraba en su dirección. «Maldita sea, ¡ha estado a punto de verme! ¡Cómo si supiese que yo estaba aquí!».

Se bate en retirada, con la mochila en la espalda y sosteniendo los zapatos en una mano para que no entrechoquen. No es posible hacer menos ruido que yo. Vuelve a pasar por las calles que ya ha recorrido, rehaciendo en sentido inverso el camino que antes ha hecho y trazando siempre un ancho círculo alrededor del Hôtel Moderne.

El instinto de rata da la alerta por primera vez, con bastante más intensidad que cuando ha descubierto al tracción delantera. No es el timbre de un teléfono lo que le alarma tanto (aunque no sea demasiado normal oír un teléfono en medio de la noche, a las doce y treinta). No, es otra cosa. En primer lugar, el hecho de que el timbre provenga de una casa ante la cual ya ha pasado, donde hay una placa que dice Compañía de Seguros y que más bien tiene el aire de contener únicamente oficinas…

Y luego, y sobre todo, el hecho de que el timbre se detenga: se detiene bruscamente. ¡Como sí alguien lo hubiese descolgado!

Inmediatamente, la imagen se forma en la mente de Thomas: un hombre al acecho, en pie detrás de la ventana, vigilando cada uno de sus pasos. «En total, he visto nueve hombres que me cerraban las calles, sin contar al que estaba agachado en el coche de tracción delantera. Pero acaso son bastante más numerosos y se llaman unos a otros para indicar dónde estoy».

Escapa en un segundo, «¡lárgate!», y corre unas docenas de metros. Justo el tiempo para que el mecanismo le ordene que deje de hacer el imbécil: «¿Pierdes el control, o qué? ¿Vas a correr como un loco y echarte en sus brazos? ¡Calma, maldita sea?».

Se inmoviliza.

¿DÓNDE ESTÁ MIQUEL? ¿DÓNDE ESTÁ?

¿Y si le hubiesen cogido, si le hubiesen echado el guante sin hacer ruido, sin que él, Thomas, se diese cuenta de nada? Y él creería que Miquel sigue detrás de él, invisible, «pero en realidad ya no estaría allí; estaría yo solo…, con ese montón de individuos a punto de cercarme.

«Tengo un poco de miedo. No mucho, pero un poco sí. No es muy agradable este silencio en las calles desiertas».

Se pega al hueco de una puerta, que se esfuerza en abrir, pero sin conseguirlo: está cerrada con llave. Justo enfrente de él, al otro lado de la calle-«¡es lo único que me faltaba para animarme!»-, ve un establecimiento con un letrero: Pompas fúnebres. Es muy oscuro en su interior, de terciopelo negro, pero hay una corona en el escaparate.

Y aquello sucede y le pone el corazón en la boca: Thomas descubre de pronto un resplandor de luz amarilla; un hombre acaba de encender una cerilla, y detrás de la llama se dibuja un rostro como el de un fantasma, con unas sombras muy grandes alrededor de los ojos, una auténtica calavera. Y el hombre se adelanta, da algunos pasos y se pega contra el cristal de la puerta. Procura expresamente estar bien a la vista, mira fijamente a Thomas con unos ojos sin expresión, sin un gesto, durante todo el tiempo que arde la cerilla. Incluso después que ésta se ha apagado, no se mueve.

«Quiere asustarte, eso es todo».

Thomas se despega del hueco de la puerta y entra, no a la derecha, hacia esa calle en donde ha sonado el timbre del teléfono, sino en el otro sentido. Se esfuerza en no correr, obedece al mecanismo, que no cesa de repetirle que el hombre del establecimiento de pompas fúnebres sólo ha querido meterle miedo.

De acuerdo, de acuerdo-explica Thomas al mecanismo-; tal vez sólo trata de hacerlo, ¡pero lo consigue!

Anda veinte metros, y he aquí que oye detrás de él un ruido de llave que gira en una cerradura e, inmediatamente después, el delicado rumor de una puerta que se abre muy lentamente.

«¡No te vuelvas!».

Pero se vuelve y descubre en la acera al hombre, con su abrigo de cuero negro y su sombrero de fieltro, con las manos en los bolsillos, impasible.

Thomas se aleja a reculones-«no corras»-, llega a otro cruce, quiere volver a su derecha…

Otro hombre. De pie, como el primero, en medio de la calle vacía, con las manos también en los bolsillos de su abrigo negro; parece que no tiene rostro. Es enormemente angustioso.

Thomas no gira a la derecha. Quiere continuar directamente. «No corras».

Un tercer hombre se separa de una fachada, (igual por el rostro que no se ve, igual por sus manos en el bolsillo e igual también por esa manera realmente desconcertante de no moverse casi, de esperar…)

¿A la izquierda, entonces?

La calle de la izquierda está vacía. Se adentra en ella, abriendo mucho la boca para respirar un poco mejor, porque su corazón late muy de prisa y se ahoga como si hubiese corrido unos kilómetros. «Hace un momento tenía un poco de miedo; ahora es peor. No tengo todavía demasiado miedo, pero es evidente que tengo más miedo que hace un minuto».

Unos ruidos detrás de él. «Está bien, ¿tienes ganas de volverte? Entonces vuélvete, pero tranquilamente. Demuéstrales que no les tienes miedo…».

Se vuelve: los tres hombres se han puesto en marcha y avanzan detrás de él, uno por cada acera y el tercero por el centro de la calzada; no se miran, sólo observan a Thomas, con sus malditos rostros invisibles bajo los sombreros de fieltro gris y con las manos en los bolsillos.

Thomas gira sobre sí mismo y mira una vez más. Llega a un cruce y, naturalmente, ellos están allí: otros dos hombres idénticos a los primeros, el uno en la calle de la izquierda, el otro en la de la derecha. «Inmóviles, pero tú sabes que ellos también van a seguirte.

»Están a punto de abatirte como a una pieza de caza. ¡Oh, Dios mío, Miquel!».

Pero inmediatamente el mecanismo corrige: «Realmente no estaría mal que Miquel se mostrase ahora, pero ¿de qué serviría eso? ¿Crees que podría matarlos a todos? Ni siquiera sabes cuántos son los que te persiguen; y, si Miquel comenzase a disparar, despertaría a toda la ciudad, y pronto acudirían miles de soldados». «¡No, quédate donde estás, Miquel! ¡No te descubras!».

Desemboca en una plaza con árboles y la reconoce: es la plaza de Sovillac, con sus balcones, sus farolas y su luz lívida. Con la terraza del café Tivoli, cuyas mesas y sillas han sido recogidas durante la noche; pero no todas: han sacado tres o cuatro y las han instalado.

Y hay hombres sentados a las mesas y en esas sillas. Miran a Thomas, pero ni uno se mueve, ni uno. «¿Y si me detuviese yo también? Y si me negase a dar un solo paso, ¿qué es lo que harían?».

«¿Es que tengo miedo?».

Se ha detenido algún tiempo al desembocar en la plaza. Echa una ojeada a su alrededor y también detrás de él: los tres hombres, treinta metros más atrás, se han detenido igualmente y esperan.

Thomas entra en la plaza y comienza a cruzarla. Capta los movimientos de las siluetas, casi unas sombras. Algo se mueve por todas partes: hombres con abrigo negro surgen de una de las calles que desembocan en la plaza, inmovilizándose en cuanto llegan a sus accesos.

Todo está bloqueado. Ni una sola calle queda abierta.

Thomas jadea con el terrible esfuerzo que hace para no comenzar a gritar y a correr. Para no llorar tampoco. «Me he dejado coger estúpidamente».

Vuelve la cabeza y mira en dirección a los tres o cuatro hombres sentados en la terraza del Tivoli. Y he aquí que uno de ellos se mueve al fin. Levanta una mano, apunta con el índice y le indica una dirección: la de la estación.

«Voy a sentarme en el suelo, y tanto peor. ¡Que hagan lo que quieran! Esto no es justo; sólo soy un niño. ¿Qué es lo que puedo hacer?».

Unas lágrimas ascienden a sus ojos, pero el mecanismo se lo reprocha en seguida: le remite a la rabia y al odio, le recuerda la Cosa y la cochina sonrisa del Hombre de los Ojos Amarillos. El que forzosamente ha organizado todo esto. Forzosamente. ¿Quién otro, si no?

Se pone de nuevo en marcha hacia la estación. Ésta está iluminada. Entra en la sala donde se venden los billetes y, aunque no debía estar allí a aquellas horas de la noche, hay un empleado detrás del mostrador. El empleado, que es muy viejo y tiene los cabellos blancos, le mira con un aire extraño, como si sintiese compasión; pero no dice nada. Thomas cruza la sala y pasa al andén. Todavía tiene una pequeña, muy pequeña esperanza: poder franquear los raíles, pasar al otro lado, escurrirse, correr, desaparecer en la noche.

¡Pero ni hablar de eso! Ellos también están allí, dos hombres con abrigo negro y las manos en los bolsillos, apoyados contra la pared del edificio de enfrente, al otro lado de la vía.

Muy bien, de acuerdo.

Thomas vuelve a entrar en la sala, en cuyo mostrador continúa el empleado.

— Tengo algo para ti, pequeño-dice el empleado con su aire triste. Coge algo de debajo de su mostrador y se lo entrega. Es un billete de tren.

— ¿Para dónde?-pregunta Thomas.

— Para Mulhouse. Y hay otra cosa.

Esta vez le entrega un sobrecito de esos que se usan para las tarjetas de visita.

— Gracias-dice Thomas.

— La sala de espera está detrás de ti. Espera allí.

Le ofrece una manta a Thomas y dice también:

— El primer tren pasará a las cinco cincuenta. Cambiarás en Clermont-Ferrand y en Lyon. También me han dado esto para ti.

Unos bocadillos de jamón y otros de queso.

— No tengo hambre-dice Thomas.

— Cógelos de todos modos. Tal vez tengas hambre esta noche. O mañana por la mañana. Y mañana por la mañana te traeré café con leche.

— Es usted muy amable, señor-dice Thomas-. Le doy las gracias por su bondad.

Va a la sala de espera, se tiende sobre un banco y se envuelve en la manta. No consigue cerrar los ojos; no hay nada que hacer. Sus ganas de llorar han pasado, han concluido de verdad; no hablemos más de ello. Pero no la rabia ni el odio; éstos están presentes más que nunca en su mente.

Está acostado de tal forma que puede volver la espalda a la puerta encristalada que da al exterior; él sabe que los hombres del abrigo negro están detrás y le miran, inmóviles como estatuas, con sus rostros invisibles. Les hace salir de su pensamiento: esos hombres no son nada, sólo unos peones, unos perros a los que les dicen lo que tienen que hacer y lo hacen; eso es todo.

Ni siquiera Hess cuenta ya. Hess no es nadie. Nadie en absoluto.

Thomas deja que asciendan las imágenes a su memoria. Por primera vez desde hace quince o dieciséis meses. Naturalmente, le hacen un daño terrible, pero las soporta, puede mirarlas sin volverse loco («o tal vez ya estoy loco»): Ella muriendo en el Hispano-Suiza. Las imágenes son muy claras; no falta ni una. Las pasa y las repasa, en realidad muy fríamente.

El empleado viene a verle y pregunta:

— ¿Duermes, pequeño?

— No.

— Tengo café con leche para ti; deberías tomarlo.

— En seguida. Por favor, señor. Excúseme ahora.

El empleado se va. Thomas recuerda entonces el pequeño sobre. Lo abre. Sólo contiene un pequeño trozo de cartulina blanca en el que está escrito con grandes letras: JAQUE AL REY.

De acuerdo.

«De acuerdo; ya voy, señor Gregor Laemmle. Voy a ir; no hay problema».

Unas horas más tarde, la gente comienza a entrar en la sala de espera. Son viajeros normales, cargados de equipaje, incluso de cestas y de aves vivas. Algunos hablan de «esos tipos extraños que están fuera; seguramente son de la Gestapo y esperan a alguien para detenerle; y son franceses, es una vergüenza».

Thomas come un bocadillo y después otro. No sirve de nada dejarse morir de hambre; comer unos bocadillos no disminuirá tu odio. El empleado le hace señas. Thomas se reúne con él.

— Todavía tengo tu café con leche-dice el empleado en cuanto entran en un pequeño despacho, donde hay un infiernillo-. Pero no puedo dártelo delante de todo el mundo, ¿comprendes?

— Lo comprendo muy bien, señor. Siempre recordaré su amabilidad. Y se lo agradezco una vez más.

Bebe su café con leche, que está muy caliente y muy bueno, bien azucarado, como a él le gusta. Es verdaderamente extraño: sus ganas de llorar vuelven (no demasiado intensas, felizmente), justamente a causa de la amabilidad de este empleado. «Eres realmente extraño, Thomas: sólo lloras por las pequeñas cosas, no por las grandes. Por las grandes no puedes».

— Va a haber mucha gente en el tren-dice el empleado (sólo para romper el silencio)-. Siempre hay mucha gente en los trenes, en los tiempos que corren. Me pregunto cuándo acabará esto. Y cómo.

— Me las arreglaré-dice Thomas.

— No hablaba de ti-dice el empleado-. Tú tienes un billete de primera clase y he hecho reservar tu plaza desde Toulouse. Y lo mismo desde Clermont-Ferrand y desde Lyon. Mulhouse está muy cerca de Alemania…

(Es la primera vez, como si dijéramos, que se plantea una cuestión sobre Thomas y sobre los hombres del abrigo negro, incluso sobre el viaje.)

— Muy cerca-dice Thomas-. Y al otro lado de la frontera hay un lugar llamado la Selva Negra.

El empleado le contempla con un gesto de asombro. Thomas acaba su café con leche.

— Hasta la vista, señor.

Abandona el despacho, cruza la sala en donde se venden los billetes y sale de la estación. Los descubre en seguida; es fácil, puesto que no se ocultan: tres hombres con abrigo negro al lado de un coche con tracción delantera (con igual número que el que le alarmó en cuanto entró en Tulle). Los tres hombres le miran; reconoce a dos de ellos: son los que montaban la guardia cerca de la casa del doctor Nadal.

Da la vuelta y entra de nuevo en el edificio de la estación; va a ver al empleado.

— ¿Podría telefonear, por favor?

Es el mismo doctor Nadal quien responde. Dice que está bien, que todo va bien (y tú sientes que no quiere hablar demasiado, que tiene cuidado con cada palabra).

Thomas dice que todo va bien también para él. No añade nada; no vale la pena.

— Adiós-dice simplemente.

El tren llega con diez minutos de retraso. El empleado tenía razón: todo está lleno, la gente se amontona. Thomas espera y aquellos hombres también, los está viendo: son cuatro, que van de dos en dos. Seguramente están ahí para vigilarle, para saber si sube o no al tren. Thomas pasea su mirada por los andenes, con mucho cuidado de no parecer que espera a alguien.

No se ve a Miquel por ninguna parte.

¿Tal vez ya está en el tren, después de plegar o desmontar su fusil, escondiéndolo en su mochila?

O quizás está oculto en algún rincón de la estación y espera también para embarcar en el último segundo.

Pero está ahí, eso es seguro. Tiene que estar ahí forzosamente.

El jefe de estación pita. Thomas sube al tren y ve a los cuatro hombres que hacen otro tanto, a su izquierda y a su derecha: «Van a seguirme».

Encuentra su departamento, con su plaza marcada. Ya hay allí cuatro personas: una pareja, con una mujer que lleva un abrigo de piel y los dedos llenos de anillos, y dos oficiales alemanes. Se sienta entre la mujer y uno de los oficiales. La mujer le pregunta si está seguro de tener derecho a viajar en primera clase. Él muestra su billete y la mira fijamente, con malignidad, y ella acaba volviendo la cabeza: se siente incómoda bajo esa mirada terriblemente fría.

Uno de los cuatro hombres de abrigo negro que han subido al mismo tiempo que él aparece y se planta en el pasillo, bien visible.

El tren avanza.

Thomas se siente lleno de una malignidad extraordinaria.

¡Seguro que Miquel está en el tren!

* * *

— Usted ya no estaba en condiciones de andar; yo le he traído-dice el Hombre de Ojos de Gerifalte, con voz tranquila.

Quattermain abre los ojos. El día amanece. La decoración es la de un aprisco de montañas y él está acostado en un catre cubierto con un colchón de paja. Hay en el aire un olor a animales y a excrementos.

— ¿En dónde estamos?

— En Suiza.

Las ideas de Quattermain comienzan a ordenarse.

— Recuerdo haber caído, pero hace horas de esto. Sin duda he estado desvanecido largo tiempo.

— Es posible que yo le haya dado algo-responde Ojos de Gerifalte con una gran placidez.

Su impresionante corpulencia obtura la única respuesta. Quattermain se sienta en el catre: «Dejando aparte dos millones de agujetas y algunos vértigos, me siento admirablemente bien». Se pone en pie y vacila. Cada uno de los músculos de su cuerpo es una quemadura. Da algunos pasos y luego se dirige hacia la puerta. Ojos de Gerifalte se aparta. Quattermain sale y descubre, surgiendo de la bruma matinal, un paisaje de colinas que preceden a las montañas.

— ¿En qué parte de Suiza?

— El Rhin está a su izquierda, y en la otra orilla está Liechtenstein. Por donde usted ha pasado esta noche después de haber pasado la frontera austríaca.

— ¿No es verdad que he matado a dos hombres en Austria?

— Nada le detenía, señor. Era usted una fuerza en movimiento.

— ¿Tengo que ocultarme forzosamente en este aprisco?

— No tiene ninguna razón para hacerlo. Es usted un americano que lleva su pasaporte en regla y al que los suizos no tienen nada que reprochar. En lo sucesivo, puede usted circular libremente.

— Si es verdad que estoy en Suiza…

— El primer pueblo está a su derecha, a tres kilómetros de este lugar en donde está usted. Se llama Sennwald. Le recomiendo el albergue que está al pie del Hoher Kasten, e incluso la ascensión hasta la cima de la montaña. Allí la vista es soberbia: se ve hasta el lago de Constanza. Cuando hace buen tiempo.

Quattermain da una veintena de pasos y, al soltarse sus músculos, sus rigideces comienzan a atenuarse.

— ¿Quién le paga?

No hay respuesta. A unos centenares de metros más abajo, las brumas se desgarran lentamente y el Rhin aparece.

— Si soy un turista normal, ¿por qué me ha depositado aquí?

Silencio detrás de él. Quattermain gira sobre sí mismo: Ojos de Gerifalte está ya a sesenta metros y se aleja rápidamente, balanceando los hombros. No tarda mucho en desaparecer entre los árboles, sin haberse vuelto en ningún momento, trepando directamente por la pendiente.

Quattermain, por su parte, desciende hacia el valle. Llega a un camino, luego a una carretera y unos veinte minutos después un cartel indica «Sennwald», en efecto. Entra en la aglomeración. El albergue indicado por Ojos de Gerifalte no está todavía abierto. No se distingue nada detrás de los cristales coloreados de sus ventanas góticas. Se sienta en uno de los bancos de madera, en medio de los geranios, y poco tiempo después pasa un coche por delante de él sin detenerse.

De pronto, el coche frena bruscamente y da marcha atrás. Dos hombres bajan de él, sobriamente vestidos con trajes oscuros.

— ¿El señor Quattermain? ¿El señor David Quattermain? Bienvenido a Suiza, señor. Nos alegramos de haber sido los primeros en hallarle…

Dicen que son en total más de treinta los que recorren la frontera sólo en esta región de Appenzell: «No sabíamos exactamente por qué punto iba usted a pasar, ni siquiera si iba a salir con bien de su intento. ¿Podemos felicitarle por su evasión?».

Le hacen subir al asiento trasero, y le proporcionan mantas y almohadas. Le ofrecen café, brioches, whisky.

Quattermain bebe un whisky.

— ¿Y adonde vamos?

— Primero a telefonear con la noticia, señor. Después a Zurich, donde el señor Sowinski le espera.

Joe Sowinski está apostado en la entrada del Hotel Baur-au-Lac y da un abrazo a Quattermain.

— ¡Me alegro mucho de volverte a ver, Dave! ¡Lo que has hecho es fantástico!

— ¿Quiénes eran esos fotógrafos que me han acorralado y ametrallado con sus máquinas?

— Todas las agencias norteamericanas e incluso británicas estaban ahí, amigo mío. Dios mío, ¿qué es lo que crees? David Quattermain en persona acaba de conseguir la más formidable evasión de esta guerra, ¿y quieres que el público no esté informado? Esto le dará una gran alegría a tu familia, Dave. Tu tío y tus primos, sobre todo Larry, están encantados, se sienten orgullosos de ti. ¿Crees que podrás dar una conferencia de prensa mañana por la mañana?

— Joe…-dice calmosamente Quattermain, tratando de cortar este diluvio.

— He reunido al mejor equipo médico de Suiza-prosigue Sowinski-. Van a examinarte y ver lo que los nazis te han hecho, cómo te han torturado y todo eso. Larry ha insistido en ello: necesitamos un informe médico que demuestre cada una de las sevicias que has sufrido. No es para reprochártelo, Dave, pero casi tienes un buen aspecto. Un poco más delgado, eso es todo.

— Lo siento-dice Quattermain.

— ¡Ah! Una cuestión importante, Dave: hemos llegado a un acuerdo con los periodistas. Les hemos dado el scoop, pero a condición de que no lo utilicen hasta que nosotros les demos luz verde. Aunque haya que esperar al final de la guerra, en el caso de que algunas personas te hayan ayudado a huir de Alemania. Para no poner a esas personas en peligro. Ya ves que hemos pensado en todo. Ten en cuenta que la guerra terminará muy pronto, que estaremos en Berlín dentro de algunos meses, tal vez antes. Todas esas maletas son tuyas. He hecho traer desde Nueva York treinta de tus trajes. Para los médicos, ¿te parece bien dentro de tres horas?

— Joe…

— Hasta ahora, el único miembro de la familia que podía citar a la prensa era tu primo Jimmy, que se alistó en los Marines después de Pearl Harbour. Pero como hasta hoy no ha hecho otra cosa que organizar espectáculos en Honolulú, puedes suponer que no ha sido posible explotar su heroísmo. Mientras que tú…

— Joe, me gustaría que cerraras esa maldita boca-dice Quattermain con un tono uniforme.

Silencio. Joe Sowinski le contempla y luego mueve la cabeza:

— Comprendo. Los nervios, ¿verdad? Es lógico que te resistas un poco, después de haber pasado por las manos de los nazis.

— No creo haber visto un solo nazi durante los dieciséis últimos meses-dice Quattermain-. O al menos no los he advertido. Joe, quiero urgentemente, ¡urgentemente!, todos los informes sobre ese niño que tiene ahora doce años y pico, con ojos grises, cabellos negros, cuyo nombre es Thomas, y el apellido puede ser Lamiel, o Weber o cualquier otro. Quiero saber si ese muchacho está en Suiza, si ha entrado aquí después de noviembre de 1942; quiero saber si está en España. Contrata a todos los detectives posibles; yo pagaré lo que haga falta. La recompensa no tendrá límites: llegaré hasta el millón de dólares; o diez, no importa. Quiero que se pregunte en todos los bancos, en todos los puestos fronterizos. El niño va o iba acompañado por un español armado con un fusil de visor telescópico, un formidable tirador. ¿Cuáles son los países todavía representados ante el gobierno de Vichy? Quiero que sus servicios diplomáticos sean interrogados; quiero que se les pida que intervengan ante las autoridades alemanas en todo lo que respecta al muchacho. Si hay algo que pagar, que se pague, no importa el precio. Otra cosa: parece ser que tenemos las mejores relaciones del mundo con las altas finanzas alemanas, las que han sostenido a Hitler desde hace más de diez años y que ahora parecen querer desembarazarse de él. Quiero que esas gentes busquen a Thomas como si su propia vida dependiese de ello. Te lo digo y se lo diré a tío Peter y a Larry en cuanto tenga ocasión de hacerlo. Quiero a ese niño, y lo quiero vivo. Lo deseo más que nada en el mundo. Y será mejor que esté vivo. Porque, en caso contrario, daré, en efecto, una conferencia de prensa y diré que yo no me he evadido; que no he hecho otra cosa que dejarme transportar como un paquete desde la mejor clínica de Alemania hasta Suiza, y diré por qué he disfrutado de un notable trato de favor, y contaré todo lo que sé y todo lo que recuerdo del dossier que Joachim Gortz me ha mostrado, y mi memoria es excelente. Otra cosa, Joe: quiero todos los informes posibles de un antiguo profesor de filosofía de la Universidad de Friburgo de Brisgovia. Su nombre es Gregor Laemmle. Quiero saber, incluso, dónde está en este momento. Es un homosexual que mide alrededor de un metro sesenta y cinco de estatura, bastante corpulento, de un rubio rojizo, ojos castaños tirando a amarillos, que también va acompañado de un guardaespaldas que se llama Soëft. Soëft mide un metro ochenta, es moreno, de ojos verdes, y tiene un rostro femenino. Quiero a Laemmle vivo, Joe…, por otras razones que el niño. Joe: quiero también quinientos mil dólares en metálico antes de dos horas. Inmediatamente, Joe. Y di a tus malditos médicos y a tus malditos periodistas que se vayan a hacer gárgaras.

Quattermain se sienta, estira sus manos sobre sus muslos. Casi consigue, piensa él, dominar ese furor tan negro que siente desde hace semanas, si no meses, y que en las últimas dos o tres horas ha llegado a su paroxismo. «He cometido la mayor tontería de mi vida al no comprender desde el principio cuál podía ser el peso de David Quattermain, estrella de segunda magnitud del Clan y de las altas finanzas; pero no volveré a caer en ese error».

Sowinski ha ido hacia la puerta. Con la mano en el picaporte, pregunta:

— ¿Ese niño es realmente tu hijo, Dave?

— Sí-dice Quattermain-. Realmente.