Capítulo 35
ENFRENTARSE AL CLUB
El barco de Dodd llegó a la cuarentena en el puerto de Nueva York el viernes 23 de marzo. El había esperado que su llegada no sería advertida por la prensa, pero una vez más sus planes acabaron frustrados. Los periodistas cubrían regularmente todos los grandes buques de línea del día, presumiendo, generalmente de manera acertada, que a bordo podía haber alguien importante. Por si acaso Dodd había preparado unas declaraciones breves, de cinco frases, y pronto se encontró leyéndolas ante los dos periodistas que le habían visto. Explicó que volvía a Estados Unidos «con un breve permiso… para obtener el descanso que tanto necesitaba de la tensa atmósfera europea».[602] Y añadía: «Contrariamente a las predicciones de muchos estudiosos de los problemas internacionales, tengo la seguridad de que no habrá guerra en el futuro próximo».
Le animó mucho ver que el vicecónsul alemán en Nueva York había ido a recibir su barco con una carta de Hitler para que se la entregase a Roosevelt. Dodd se sintió especialmente complacido al ver que su amigo el coronel House le había enviado su «preciosa limusina»[603] para que lo recogiera y lo llevara al hogar del coronel en Manhattan, en la calle Sesenta y ocho Oeste con Park Avenue, y allí esperase hasta coger el tren hacia Washington D.C. Una suerte, escribió Dodd en su diario, porque los taxistas estaban en huelga, «y si me hubiese ido a un hotel, la gente del periódico me habría seguido incordiando hasta que saliese mi tren a Washington». Dodd y el coronel hablaron con total franqueza. «House me dio una valiosa información sobre los funcionarios poco amistosos del Departamento de Estado con los cuales tendría que vérmelas.»
Y lo mejor de todo: poco después de su llegada, Dodd recibió el último capítulo de su Viejo Sur recién mecanografiado por la amiga de Martha, Mildred Fish Harnack, y enviado por valija diplomática.
* * *
En Washington, Dodd fue a inscribirse al Cosmos Club, que en aquel tiempo estaba situado en la plaza Lafayette, justo al norte de la Casa Blanca. La primera mañana que pasó en Washington fue andando al Departamento de Estado para celebrar la primera de muchas reuniones y comidas.
A las once en punto se reunió con el secretario Hull y el subsecretario Phillips. Los tres pasaron mucho tiempo preguntándose cómo responder a la carta de Hitler. Hitler alababa los esfuerzos de Roosevelt para restaurar la economía norteamericana y afirmaba que «el deber, disposición para el sacrificio y la disciplina»[604] eran virtudes que debían ser dominantes en cualquier cultura. «Esas exigencias morales que el presidente coloca ante cualquier ciudadano individual de Estados Unidos son también la quintaesencia de la filosofía del Estado alemán, que encuentra su expresión plena en el lema: “El bien público trasciende los intereses del individuo”.»
Phillips decía que aquél era un «extraño mensaje».[605] Para Dodd, así como para Hull y Phillips, era obvio que Hitler esperaba establecer un paralelismo entre él mismo y Roosevelt y que la obligatoria respuesta de Estados Unidos tendría que estar redactada con muchísimo cuidado. Esa tarea recayó en Phillips y el jefe de Asuntos Europeos Occidentales Moffat, y el objetivo era, según escribió Moffat, «evitar caer en la trampa de Hitler».[606] La carta resultante daba las gracias a Hitler por sus amables palabras, pero observaba que su mensaje no se aplicaba personalmente a Roosevelt, sino más bien al pueblo norteamericano en su conjunto, «que libremente y de buen grado ha hecho heroicos esfuerzos en interés de la recuperación».[607]
En su diario, Phillips escribió: «Queríamos eludir la impresión de que el presidente se estaba volviendo fascista».[608]
Al día siguiente, lunes 26 de marzo, Dodd fue andando hasta la Casa Blanca para comer con Roosevelt. Comentaron un brote de hostilidad hacia Alemania que había surgido en Nueva York tras el asunto del juicio bufo, aquel mismo mes. Dodd había oído a un neoyorquino expresar el temor de que «pudiera haber fácilmente una pequeña guerra civil»[609] en la ciudad de Nueva York. «El presidente también habló de ese tema», afirmaba Dodd, «y me preguntó si yo estaba dispuesto a hacerlo, si haría que los judíos de Chicago suspendieran su propio juicio bufo, previsto para mediados de abril».
Dodd accedió a intentarlo. Escribió a los líderes judíos, incluido Leo Wormser, para pedirles que «dejaran las cosas tranquilas en lo posible»,[610] y escribió también al coronel House y le pidió que ejerciese su influencia en el mismo sentido.
Por muy ansioso que estuviese Dodd de llegar a su granja, también disfrutó de la perspectiva de una conferencia dispuesta para aquella semana, en la cual al menos tendría la oportunidad de plantear sus críticas a las políticas y prácticas del Servicio de Exteriores directamente a los chicos del Club Bastante Bueno.
* * *
Habló ante un público que incluía a Hull, Moffat, Phillips, Wilbur Carr y Sumner Welles. A diferencia de su discurso del día de Colón en Berlín, Dodd fue franco y directo.
Los días del «estilo Luis XIV y la reina Victoria»[611] habían pasado ya, les dijo. Las naciones estaban en bancarrota, «incluyendo la nuestra». Había llegado el momento de «dejar las actuaciones grandilocuentes». Citó a un funcionario consular norteamericano que embarcó los muebles suficientes para llenar una casa de veinte habitaciones… y sin embargo, su familia sólo constaba de dos miembros. Añadió que un simple ayudante suyo «tenía chófer, portero, mayordomo, mozo, dos cocineras y dos doncellas».
A todos los funcionarios, añadió, se le debía requerir vivir sólo con su salario, ya fuesen los 3.000 dólares al año de un funcionario de bajo rango o los 17.500 que él mismo recibía como embajador plenipotenciario, y todo el mundo debía conocer la historia y costumbres de su país anfitrión. Había que enviar al exterior solamente a hombres «que piensen en los intereses de nuestro país, y no tanto en ponerse una ropa distinta cada día o asistir a comidas muy divertidas pero bobas y cada noche a actuaciones hasta las tantas».
Dodd tuvo la sensación de que esta última observación causó efecto. Anotó en su diario: «Sumner Welles hizo una mueca: es propietario de una mansión en Washington que hace sombra a la propia Casa Blanca, y en algunos aspectos es igual de grande». La mansión de Welles, llamada por algunos «la casa de las cien habitaciones»,[612] se encontraba en la avenida Massachusetts, en el exterior de Dupont Circle, y era renombrada por su opulencia. Welles y su mujer también poseían una propiedad en el campo de 102 hectáreas, a las afueras de la ciudad, Oxon Hill Manor.
Cuando Dodd hubo concluido sus observaciones, el público le alabó y le aplaudió. «Pero no me dejé engañar, sin embargo, tras dos horas de fingido beneplácito.»
En realidad, su conferencia no hizo otra cosa que agudizar más aún la enemistad que le profesaba el Club Bastante Bueno.[613] Al llegar el momento de aquella charla, algunos de sus miembros, sobre todo Phillips y Moffat, habían llegado a expresar auténtica hostilidad hacia él en privado.[614]
Dodd hizo una visita al despacho de Moffat. Aquel mismo día, Moffat escribió una breve valoración del embajador en su diario: «No piensa… con claridad, en absoluto.[615] Expresa una gran insatisfacción con la situación y luego rechaza cualquier propuesta que se hace para remediarla. Le desagrada todo su personal, pero no desea que se transfiera a nadie. A veces se muestra suspicaz con todo el mundo con quien entra en contacto, y un poco celoso». Moffat decía que era «un pobre inadaptado».
Dodd no parecía ser consciente de que estaba conjurando unas fuerzas que podían poner en peligro su carrera. Más bien se deleitaba pinchando la sensibilidad exclusivista de sus oponentes. Le dijo a su mujer, muy satisfecho: «Su jefe protector» (presumiblemente se refería a Phillips o a Welles) «no se ha alterado lo más mínimo. Si ataca, desde luego no es abiertamente».[616]