Capítulo 39
UNA CENA PELIGROSA
La ciudad parecía vibrar con un trémolo de peligro al fondo, como si hubiesen tendido una inmensa línea eléctrica a través de todo su centro. Todo el mundo en el círculo de Dodd lo notaba. En parte, la tensión procedía de aquel clima tan poco habitual para mayo, y del temor concomitante a la pérdida de la cosecha, pero el principal motor de su ansiedad era la discordancia que se iba intensificando entre las Tropas de Asalto del capitán Röhm y el ejército regular. Una metáfora popular, que se usaba en aquel tiempo para describir la atmósfera de Berlín, era la de una tormenta que se aproximaba… la sensación de un aire cargado y suspendido.
Dodd tuvo pocas oportunidades de volver a instalarse en sus ritmos de trabajo. El día siguiente a su regreso de Estados Unidos se enfrentó a la perspectiva de dar un gigantesco banquete de despedida para Messersmith, que al final había conseguido un puesto seguro para él, un puesto más elevado, aunque no en Praga, que era su objetivo original. La competición por aquel puesto había sido importante, y aunque Messersmith presionó muchísimo y persuadió a aliados de todas las tendencias de que escribiesen cartas para apoyar su candidatura, al final el trabajo fue a parar a otra persona. Pero a cambio el subsecretario Phillips le ofreció a Messersmith otro puesto vacante: Uruguay. Si Messersmith se sintió decepcionado, no lo demostró. Se consideraba afortunado simplemente con dejar atrás el servicio consular. Pero luego su suerte fue mejorando. El puesto de embajador en Austria quedó vacante de improviso, y Messersmith era la elección más apropiada para aquel trabajo.[643] Roosevelt estuvo de acuerdo. Y Messersmith entonces sí que se sintió realmente encantado. También lo estaba Dodd, simplemente por el hecho de su partida, aunque hubiese preferido que se fuese a la otra punta del mundo.
Hubo muchas fiestas para Messersmith (durante un tiempo, todas las comidas y cenas de Berlín parecía que eran en su honor) pero el banquete de la embajada de Estados Unidos del 18 de mayo fue el más grande y el más oficial. Mientras Dodd estaba en América,[644] la señora Dodd, con la ayuda de los expertos en protocolo de la embajada, supervisó la creación de una lista de invitados de cuatro páginas a un espacio, en la que parecía estar incluido todo el mundo de importancia excepto Hitler. Para cualquiera que conociese la sociedad de Berlín, lo fascinante de verdad no era saber quién asistía, sino quién no asistía. Göring y Goebbels presentaron sus excusas, igual que el vicecanciller Papen y Rudolf Diels. El ministro de Defensa Blomberg sí que fue, pero no el jefe de las SA, Röhm.
También asistió Bella Fromm, al igual que Sigrid Schultz y diversos amigos de Martha, incluyendo a Putzi Hanfstaengl, Armand Berard y el príncipe Louis Ferdinand. Esa mezcla, ya en sí misma, añadía una cierta tensión a la sala, porque Berard todavía amaba a Martha, y el príncipe Louis se desvivía por ella, aunque la adoración de ella continuaba fija en Boris (ausente, cosa interesante, de la lista de invitados). También llegó el guapo y joven contacto de Martha y Hitler, Hans Thomsen o «Tommy», así como su frecuente compañera, la oscura y exuberantemente hermosa Elmina Rangabe, pero aquella noche había una complicación: Tommy había acudido con su mujer. Hubo acaloramiento, champán, pasión, celos y en el fondo esa sensación de que algo desagradable se estaba cociendo justo detrás del horizonte.
Bella Fromm charló brevemente con Hanfstaengl y registró el encuentro en su diario.
—Me pregunto por qué nos han hecho venir hoy —dijo Hanfstaengl—. Todo ese follón con los judíos. Messersmith lo es. Y también Roosevelt. El partido los detesta.[645]
—Doctor Hanfstaengl —le dijo Fromm—, ya hemos hablado antes de este tema. No tiene que fingir de esa manera conmigo.
—Está bien. Aunque sean arios, nadie lo diría por sus actos.
En aquel momento Fromm no se sentía especialmente preocupada por la buena voluntad nazi. Dos semanas antes su hija, Gonny, se había ido a Estados Unidos, con la ayuda de Messersmith, dejando a Fromm triste pero aliviada. Una semana antes, el periódico Vossische Zeitung («tía Voss», donde trabajó durante años) había cerrado. Ella tenía la sensación cada vez más intensa de que la época en la que había medrado estaba llegando a su fin.
Le dijo a Hanfstaengl:
—Si vas a dejar de distinguir lo que está bien y lo que está mal, y lo vas a convertir todo en ario o no ario, la gente que resulta que tiene una idea bastante anticuada de lo que está bien y lo que está mal, lo que es decente y lo que es obsceno, se quedará sin mucho donde agarrarse.
Y devolvió la conversación al tema de Messersmith, de quien decía que sus colegas le reverenciaban tanto «que prácticamente consideran que tiene rango senatorial», una observación que habría irritado sobremanera a Dodd.
Hanfstaengl suavizó el tono.
—Está bien, está bien —dijo—. Yo tengo muchos amigos en Estados Unidos, y todos ellos se alinean también con los judíos. Pero como se insiste en ello en el programa del partido… —y se detuvo, dejando la frase en suspenso.
Buscó en su bolsillo y sacó una bolsita de caramelos de frutas. Lutschbonbons. A Bella le encantaban de pequeña.
—Toma uno —dijo Hanfstaengl—. Los hacen especialmente para el Führer.
Y ella cogió uno. Justo cuando se lo metía en la boca vio que llevaba grabada una esvástica. Hasta los caramelitos de frutas estaban «coordinados».
La conversación giró hacia la guerra política que estaba causando tanta inquietud. Hanfstaengl le dijo que Röhm ansiaba el control no sólo del ejército alemán, sino también de las fuerzas aéreas de Göring.
—¡Hermann está furioso! —aseguraba Hanfstaengl—. Le puedes hacer lo que quieras excepto tocarle la Luftwaffe. Podría matar a Röhm a sangre fría. —Preguntó—: ¿Lo sabe Himmler?
Fromm asintió.
Hanfstaengl dijo:
—Era un granjero que criaba pollos, cuando no estaba de servicio espiando para el Reichswehr. Echó a Diels de la Gestapo. Himmler no podía soportar a nadie, pero a Röhm menos que a nadie. Ahora todos están confabulados contra Röhm: Rosenberg, Goebbels y el de los pollos.
El Rosenberg al que mencionó era Alfred Rosenberg, ardiente antisemita y jefe de la oficina de Exteriores del Partido Nazi.
Después de recoger la conversación en su diario, Fromm añadía: «No hay nadie entre los dirigentes del Partido Nacionalsocialista que no cortase la garganta alegremente a cualquier otro dirigente para conseguir su propio ascenso».
* * *
Daba la medida del extraño y nuevo clima de Berlín que otra cena, totalmente inocua, resultase tener unas consecuencias profundamente letales. El anfitrión era un rico banquero llamado Wilhelm Regendanz,[646][4] amigo de los Dodd, aunque por suerte los Dodd no estaban invitados en aquella ocasión en particular. Regendanz celebró la cena una noche de mayo, en su lujosa villa de Dahlem, en la parte suroccidental del gran Berlín conocida por sus encantadoras casas y su proximidad al Grunewald.
Regendanz, que tenía siete hijos, era miembro de los Stahlhelm o Cascos de Acero, una organización de algunos oficiales del ejército con inclinaciones conservadoras. Le gustaba unir a hombres de diversas posiciones para comer, discutir y oír conferencias. A aquella cena en particular invitó a dos huéspedes prometedores, el embajador francés François-Poncet y el capitán Röhm. Los dos habían estado en la casa en ocasiones anteriores.
Röhm llegó acompañado por tres jóvenes oficiales de las SA, entre ellos un ayudante de pelo rubio y rizado apodado el «Conde Guapito», que era secretario de Röhm y, según sostenían los rumores, amante ocasional suyo. Hitler más tarde describiría aquella reunión como «cena secreta», aunque de hecho los huéspedes no hicieron intento alguno de disimular su presencia. Aparcaron los coches frente a la casa a plena vista, en la calle, con sus reveladoras placas de matrícula totalmente expuestas.
Los invitados eran variopintos. A François-Poncet le desagradaba el jefe de las SA, tal y como dejó bien claro en sus memorias, Souvenirs d’une ambassade à Berlin. «Habiendo albergado siempre la más ardiente repugnancia hacia Röhm», decía, «le evité en lo posible, a pesar del papel eminente que representó en el Tercer Reich». Pero Regendanz le había «rogado» a François-Poncet que asistiera.
Más tarde, en una carta a la Gestapo, Regendanz intentó explicar su insistencia en unir a aquellos dos hombres. El impulso de la cena se lo atribuyó a François-Poncet, que, según él aseguraba, había expresado su frustración al no poder verse con el propio Hitler, y había pedido a Regendanz que hablara con alguien cercano a Hitler para que le comunicase su deseo de celebrar una reunión con él. Regendanz sugería que Röhm podía resultar un intermediario valioso. En el momento de la cena, aseguraba Regendanz, no era consciente de la rivalidad entre Röhm y Hitler, «por el contrario», decía a la Gestapo, «se suponía que Röhm era el hombre que tenía la absoluta confianza del Führer y que era seguidor suyo. En otras palabras, se creía que uno informaba al Führer, cuando informaba a Röhm».
Para la cena, a los hombres se les unieron la señora Regendanz y un hijo, Alex, que estudiaba para ser abogado internacional. Después de comer, Röhm y el embajador francés se retiraron a la biblioteca de Regendanz para mantener una conversación informal. Röhm habló de temas militares y negó todo interés por la política, declarando que se veía a sí mismo sólo como soldado, como oficial. «El resultado de aquella conversación», decía Regendanz a la Gestapo, «fue nada, literalmente».
La velada llegó a su fin… afortunadamente, según la opinión de François-Poncet. «Encontré a Röhm soñoliento y pesado; sólo se despertó para quejarse de su salud y del reumatismo que esperaba curarse en Wiessee», una referencia a Bad Wiessee, donde Röhm planeaba pasar un tiempo junto al lago para hacer una cura. «Volviendo a casa», escribió François-Poncet, «maldije a nuestro anfitrión por el aburrimiento de aquella velada».
No se sabe cómo se enteró la Gestapo de la existencia de aquella cena y de quiénes eran los invitados, pero por aquel momento seguramente Röhm estaba bajo estrecha vigilancia. Las placas de matrícula de los coches aparcados ante la casa de Regendanz pudieron dar una pista a cualquier observador de las identidades de los hombres que estaban dentro.
La cena se hizo tristemente famosa. Más tarde, a mediados del verano, el embajador británico Phipps observaría en su diario que de las siete personas que se sentaron a cenar en la mansión de Regendanz aquella noche, cuatro fueron asesinados, uno huyó del país bajo amenazas de muerte y otro fue recluido en un campo de concentración.
Phipps afirmaba: «La lista de bajas de aquella cena podía causar envidia a un Borgia».
* * *
Y así fue:
El jueves 24 de mayo,[647] Dodd se dirigía a comer con un funcionario de alto rango del Ministerio de Exteriores, Hans Heinrich Dieckhoff, a quien Dodd describía como «el equivalente a un ayudante del secretario de Estado». Se reunieron en un pequeño y discreto restaurante en Unter den Linden, el amplio bulevar que corre hacia el este desde la puerta de Brandenburgo, y allí se enfrascaron en una conversación que Dodd encontró extraordinaria.
El principal motivo de Dodd para querer ver a Dieckhoff era expresarle su consternación por haber quedado como un ingenuo con el discurso que dio Goebbels comparando a los judíos con la sífilis, después de todo lo que él había hecho para acallar las protestas judías en Norteamérica. Le recordó a Dieckhoff que el Reich había anunciado su intención de clausurar la prisión de Columbia Haus y requerir órdenes para todos los arrestos, y había prometido que Alemania «iría bajando el ritmo de las atrocidades contra los judíos».
Dieckhoff se mostró comprensivo. Confesó que él también tenía mal visto a Goebbels, y le dijo a Dodd que esperaba que Hitler acabase derrocado pronto. Dodd escribió en su diario que Dieckhoff le dio «buenas pruebas de que los alemanes no soportarían mucho tiempo un sistema bajo el cual se les obligaba a hacer la instrucción interminablemente, medio muertos de hambre».
Tal sinceridad sorprendió a Dodd. Dieckhoff hablaba tan libremente como si estuvieran en Inglaterra o en Estados Unidos, observó Dodd, hasta el punto de expresar la esperanza de que continuasen las protestas judías en Estados Unidos. Sin ellas, dijo Dieckhoff, las oportunidades de derrocar a Hitler disminuirían.
Dodd sabía que incluso para un hombre del rango de Dieckhoff hablar así era peligroso. Escribió: «Sentí gran preocupación por un alto funcionario que arriesgaba así su vida criticando al régimen existente».
Después de salir del restaurante, los dos hombres se dirigieron caminando a lo largo de Unter den Linden hacia Wilhelmstrasse, la calle principal del gobierno. Se separaron, dijo Dodd, «con bastante tristeza».
Dodd volvió a su despacho, trabajó un par de horas, y luego fue a dar un largo paseo en torno al Tiergarten.