Capítulo 43

HABLA UN PIGMEO

Adonde quiera que iban Martha y su padre oían rumores y especulaciones de que el colapso del régimen de Hitler podía ser inminente. Cada cálido día de junio los rumores iban siendo más detallados. En bares y cafés, los clientes se enzarzaban en el pasatiempo decididamente peligroso de componer y comparar listas de quién se incluiría en el nuevo gobierno. Aparecían a menudo los nombres de dos cancilleres anteriores:[662] el general Kurt von Schleicher y Heinrich Brüning. Un rumor sostenía que Hitler seguiría siendo canciller, pero que lo mantendría bajo control un gabinete nuevo y más fuerte, con Schleicher como vicecanciller, Brüning como ministro de Exteriores y el capitán Röhm como ministro de Defensa. El 16 de junio de 1934, apenas a un mes del primer aniversario de su llegada a Berlín, Dodd escribió al secretario de Estado Hull: «Por todas partes adonde voy, los hombres hablan de resistencia, de posibles golpes de Estado en grandes ciudades».[663]

Y entonces ocurrió algo que hasta aquella primavera habría parecido imposible, dadas las potentes barreras contra la discrepancia establecidas por el gobierno de Hitler.

El domingo 17 de junio, el vicecanciller Papen tenía que haber pronunciado un discurso en Marburgo, en la universidad del mismo nombre que la ciudad, a una breve distancia en tren al sudoeste de Berlín. No vio el texto hasta que estaba a bordo del tren, debido a una silenciosa conspiración entre su escritor de discursos, Edgar Jung, y su secretario, Fritz Gunther von Tschirschky und Boegendorff. Jung era un conservador importante, que se había llegado a oponer tanto al Partido Nazi que había pensado incluso en asesinar a Hitler. Hasta el momento había mantenido sus tendencias antinazis al margen de los discursos de Papen, pero entonces pensó que el creciente conflicto en el seno del gobierno le daba una oportunidad única. Si el propio Papen hablaba contra el régimen, razonaba Jung, sus observaciones quizá consiguiesen que el presidente Hindenburg y el ejército expulsaran a los nazis del poder y aplastasen a las Tropas de Asalto, con el fin de restaurar el orden de la nación. Jung había preparado cuidadosamente el discurso con Tschirschky, pero ambos hombres se lo habían ocultado deliberadamente a Papen hasta el último momento, para que no tuviera otra elección que pronunciarlo. «El discurso nos costó meses de preparación»,[664] dijo más tarde Tschirschky. «Era necesario encontrar la ocasión adecuada para pronunciarlo, y todo tenía que estar preparado con la mayor atención posible.»

Entonces, en el tren, mientras Papen leía el texto por primera vez, Tschirschky vio que el miedo se reflejaba en su cara. Da la medida de lo alterados que estaban los ánimos en Alemania (esa percepción tan extendida de que era inminente un cambio dramático) que Papen, una personalidad nada heroica, tuviera la sensación de que podía salir adelante y pronunciarlo y aun así sobrevivir. No tenía mucha elección, la verdad. «Más o menos le obligamos a pronunciar aquel discurso», dijo Tschirschky. Ya se habían repartido copias a los corresponsales extranjeros. Aunque Papen se echase atrás en el último momento, el discurso seguiría circulando. Estaba claro que algunos aspectos de su contenido ya se habían filtrado, porque cuando Papen llegó a la sala, ésta vibraba, llena de expectación. Su ansiedad seguramente se vio acentuada cuando vio que un cierto número de asientos estaban ocupados por hombres que llevaban camisas pardas y brazaletes con la esvástica.

Papen se dirigió hacia el podio.

«Me han dicho», empezó,[665] «que mi participación en los acontecimientos de Prusia, y en la formación del presente gobierno» (una alusión a su papel para conseguir el nombramiento de Hitler como canciller), «ha tenido un efecto tan importante en los acontecimientos ocurridos en Alemania que tengo la obligación de verlo todo de una manera mucho más crítica que la mayoría de las personas».

Las observaciones que seguían habrían conducido a alguien de menor categoría directamente a la horca. «El gobierno», dijo Papen, «es muy consciente del egoísmo, la falta de principios, la insinceridad, la conducta poco caballerosa y la arrogancia que han aumentado bajo el disfraz de la revolución alemana». Si el gobierno pensaba establecer «una relación íntima y amistosa con la gente», advirtió, «entonces no debe subestimarse su inteligencia, la confianza debe ser recíproca y no debe existir ningún intento continuo de intimidarles».

El pueblo alemán, continuó, seguiría a Hitler con absoluta lealtad «si se les permitiese participar en la toma de decisiones y en su realización, siempre que toda palabra crítica no sea interpretada inmediatamente como maliciosa, y siempre que los patriotas más entusiastas no sean tildados de traidores».

Había llegado el momento, proclamó, «de silenciar a los fanáticos doctrinarios».

El público reaccionó como si sus miembros hubiesen esperado mucho tiempo oír semejantes comentarios. Mientras Papen concluía su discurso, la gente se puso en pie. «Los atronadores aplausos»,[666] observó Papen, ahogaron «las furiosas protestas» de los nazis uniformados entre la multitud. El historiador John Wheeler-Bennett, por aquel entonces residente en Berlín, decía: «Resulta difícil describir la alegría con la que se recibió aquello en Alemania.[667] Era como si se hubiese quitado de repente un peso del alma alemana. La sensación de alivio casi se notaba en el aire. Papen había expresado con palabras lo que miles y miles de compatriotas suyos encerraban en su corazón por temor a los espantosos castigos del habla».

* * *

Aquel mismo día Hitler tenía previsto hablar en otro lugar de Alemania sobre el tema de una visita que acababa de hacer a Italia para reunirse con Mussolini. Hitler aprovechó aquella oportunidad para atacar a Papen y a sus aliados conservadores, sin mencionar a Papen directamente. «Todos esos enanitos que creen que tienen algo que decir contra nuestra idea serán borrados del mapa por su fuerza colectiva»,[668] gritó Hitler. Y clamó contra «ese ridículo y pequeño gusano», ese «pigmeo que imagina que puede detener, con unas pocas frases, la gigantesca renovación de la vida de un pueblo».

Advirtió al bando de Papen: «Si en algún momento intentan, aunque sea de la manera más ínfima, pasar de sus críticas a un nuevo acto de perjurio,[669] pueden estar seguros de que lo que se enfrenta hoy a ellos no es la burguesía cobarde y corrupta de 1918, sino el puño del pueblo entero. Es el puño de la nación el que está apretado y el que derribará a cualquiera que se atreva a llevar a cabo hasta el más mínimo intento de sabotaje».

Goebbels actuó inmediatamente para suprimir el discurso de Papen. Prohibió que se radiase y ordenó la destrucción de los discos de gramófono donde se había grabado. Prohibió que los periódicos publicasen su texto o informasen sobre su contenido, aunque al menos un periódico, el Frankfurter Zeitung, consiguió publicar algún extracto. Tan decidido estaba Goebbels a impedir que se propagase el discurso que algunas copias del documento «fueron arrancadas de las manos de los clientes de restaurantes y cafeterías»,[670] informaba Dodd.

Los aliados de Papen usaron las prensas del nuevo periódico de Papen, Germania, para imprimir copias del discurso, y las distribuyeron secretamente a diplomáticos, corresponsales extranjeros y otros. El discurso causó gran revuelo por todo el mundo. El New York Times pidió que la embajada de Dodd proporcionara el texto íntegro por telégrafo. Los periódicos de Londres y París convirtieron el discurso de Papen en una sensación.

Aquel acontecimiento intensificó la sensación de intranquilidad que impregnaba Berlín. «Había algo en el aire bochornoso»,[671] escribió Hans Gisevius, memorialista de la Gestapo, «y una avalancha de rumores probables y absurdamente fantásticos salpicó al populacho intimidado. La gente se creía a pies juntillas unos cuentos insensatos. Todo el mundo susurraba y traficaba con rumores frescos». Hombres de ambos lados del espectro político «se preocupaban extraordinariamente por la cuestión de si se había contratado a unos asesinos para matarles, y quiénes podían ser aquellos asesinos».

Alguien arrojó una granada de mano[672] desde el tejado de un edificio a Unter den Linden. Explotó, pero el único daño fue en la psique de diversos líderes del gobierno y de las SA, que casualmente estaban en la vecindad. Karl Ernst, el joven y despiadado líder de la división de Berlín de las SA, había pasado por allí cinco minutos antes de la explosión, y aseguraba que él era el objetivo y que Himmler estaba detrás de aquello.

En aquella ebullición de tensiones y miedos, la idea de que Himmler deseara matar a Ernst resultaba enteramente plausible. Aun después de que una investigación policial identificase al posible asesino como un trabajador a tiempo parcial resentido, quedó un aura de temor y duda, como el humo que se eleva del cañón de un arma. Gisevius decía: «Había mucho susurro, mucho guiño y mucho movimiento de cabeza, y quedaron muchos restos de sospechas».[673]

La nación parecía preparada para el clímax de alguna película de suspense.

«La tensión se encontraba en su grado más elevado», escribió Gisevius. «La incertidumbre torturante era tan difícil de soportar como el calor y la humedad excesivos. Nadie sabía lo que iba a ocurrir a continuación, y todo el mundo tenía la sensación de que algo terrible estaba en el aire.» Victor Klemperer, el filólogo judío, también lo notaba. «Por todas partes incertidumbre, fermento, secretos», escribió en su diario a mediados de junio. «Vivimos día a día.»[674]

* * *

Para Dodd, el discurso de Papen en Marburgo parecía un indicador de lo que él mismo creía desde hacía largo tiempo: que el régimen de Hitler era demasiado brutal e irracional para durar. El propio vicecanciller de Hitler había hablado en contra del régimen, y había sobrevivido. ¿Era en realidad aquélla la chispa que acabaría con el gobierno de Hitler? Si era así, qué extraño que debiera proceder de un alma tan poco valiente como la de Papen.

«En toda Alemania hay una agitación muy grande»,[675] escribió Dodd en su diario el miércoles 20 de junio. «Todos los alemanes con solera e intelectuales están muy complacidos.» De repente, otras noticias fragmentarias empezaron a cobrar sentido, incluyendo una creciente furia en los discursos de Hitler y sus secuaces. «Se dice que todos los guardias de los líderes muestran señales de revuelta», decía Dodd. «Al mismo tiempo, las prácticas de aviación e instrucción y maniobras militares son imágenes cada vez más comunes entre los que van en coche por el país.»

Aquel mismo miércoles, Papen fue a ver a Hitler para quejarse de que se silenciase su discurso. «Hablé en Marburgo como emisario del presidente», le dijo a Hitler.[676] «La intervención de Goebbels me obligará a dimitir. Informaré a Hindenburg inmediatamente.»

Para Hitler aquella amenaza era grave. Reconocía que el presidente Hindenburg poseía la autoridad constitucional para derrocarle, y contaba con la lealtad del ejército regular, y esos dos factores convertían a Hindenburg en la única fuerza realmente potente en Alemania sobre la cual no tenía control alguno. Hitler comprendió también que Hindenburg y Papen (el «Fränzchen» del presidente) mantenían una relación personal muy íntima, y sabían que Hindenburg había telegrafiado a Papen para felicitarle por su discurso.

Papen le dijo a Hitler que iría a la finca de Hindenburg, Neudeck, y le pediría a Hindenburg que autorizase la plena publicación del discurso.

Hitler intentó aplacarle. Prometió eliminar la prohibición del ministro de Propaganda[677] y le dijo a Papen que iría con él a Neudeck, para reunirse los dos con Hindenburg. En un momento de sorprendente ingenuidad, Papen aceptó.

* * *

Aquella noche, los que celebraban el solsticio encendieron hogueras en toda Alemania. Al norte de Berlín, el tren funerario que llevaba el cadáver de la mujer de Göring, Carin, se detuvo en una estación junto a Carinhall. Formaciones de soldados y oficiales nazis atestaban la plaza frente a la estación mientras una banda tocaba la «Marcha Fúnebre» de Beethoven. Primero, ocho policías llevaron el ataúd, que transfirieron con gran ceremonia a otro grupo de ocho hombres, y así sucesivamente, hasta que al fin lo colocaron a bordo de un carruaje tirado por seis caballos para su viaje final hasta el mausoleo de Göring junto al lago. Hitler se unió a la procesión. Los soldados llevaban antorchas. En la tumba había grandes cuencos llenos de llamas. Con un toque sobrenatural, cuidadosamente orquestado, el lastimero sonido de los cuernos de caza surgió del bosque tras el resplandor del fuego.

Llegó Himmler. Estaba muy agitado. Cogió a un lado a Hitler y Göring y les transmitió unas noticias inquietantes: falsas, como seguramente el propio Himmler sabía, pero útiles como un impulso más para que Hitler actuase contra Röhm. Himmler aseguraba que alguien había intentado matarle. Una bala había perforado su parabrisas. Echaba la culpa a Röhm y a las SA. No había tiempo que perder, dijo: estaba claro que las Tropas de Asalto se encontraban a punto de rebelarse.

El agujero de su parabrisas, sin embargo, no lo hizo ninguna bala. Hans Gisevius le echó un vistazo al informe final de la policía. Era mucho más probable que aquellos daños los hubiese producido una piedra levantada por un coche al pasar. «Con frío cálculo, por tanto, [Himmler] culpó del intento de asesinato a las SA», escribió Gisevius.[678]

Al día siguiente, 21 de junio de 1934,[679] Hitler voló a la propiedad de Hindenburg sin Papen, como había sido su intención desde el principio. En Neudeck, sin embargo, se encontró primero con el ministro de Defensa Blomberg. El general, de uniforme, se reunió con él en la escalinata del castillo de Hindenburg. Blomberg se mostró duro y directo. Le dijo a Hitler que Hindenburg estaba preocupado por la creciente tensión en Alemania. Si Hitler no conseguía mantener las cosas controladas, dijo Blomberg, Hindenburg declararía la ley marcial y pondría al gobierno en manos del ejército.

Cuando Hitler se reunió con el propio Hindenburg, recibió el mismo mensaje. Su visita a Neudeck duró sólo treinta minutos. Voló de vuelta a Berlín.

* * *

A lo largo de toda la semana, Dodd oyó hablar del vicecanciller Papen y su discurso, y del milagro de su supervivencia. Corresponsales y diplomáticos tomaban nota de las actividades de Papen: a qué comidas había asistido, con quién había hablado, quién le rehuía, dónde aparcaba su coche, si todavía daba sus paseos matutinos por el Tiergarten… buscando señales de lo que podía esperarles a él o a Alemania. El jueves 21 de junio Dodd y Papen asistieron a un discurso del presidente del Reichsbank, Hjalmar Schacht. Al terminar, según observó Dodd, Papen recibió más atención que el propio conferenciante. Goebbels también estaba presente. Dodd vio que Papen se acercaba a su mesa, le estrechaba la mano y tomaba con él una taza de té. Dodd estaba sorprendido, porque aquél era el mismo Goebbels «que después del discurso de Marburgo habría ordenado su rápida ejecución si Hitler y Von Hindenburg no hubiesen intervenido».[680]

La atmósfera en Berlín seguía cargada, según observaba Dodd en su diario el sábado 23 de junio. «La semana se cierra discretamente, pero con gran inquietud.»[681]