Nico se despierta y asoma la cabeza por la litera:

—Fidu, ¿se te ha colado un cangrejo entre las sábanas esta noche? No has parado de dar vueltas y de hacer un ruido infernal…

—No podía dormir. Creo que me he quemado «ligeramente»… —contesta Fidu en un susurro.

Se levanta, se quita el pijama y todos se quedan mirándolo con la boca abierta.

—Así que «ligeramente», ¿eh? —dice Dani—. ¡Pareces una langosta gigante! ¡No te acerques hoy a ningún restaurante, no vaya a ser que te metan en la cazuela!

—Si te ven los amigos de Rogeiro no te llamarán «pollo», sino «pollo asado» —suelta Becan riendo.

A Fidu no le hace ninguna gracia.

—¡Qué graciosos!

—Al menos podías haberte quitado la cadena del cuello… —le dice Tomi, admirando la marca blanca que se dibuja en su barriga abrasada—. Parece que vayas disfrazado de superhéroe, con una gran U blanca sobre un chándal rojo: ¡«Upermán»!

Fidu se va al cuarto de baño despacio y con los brazos extendidos, como un astronauta caminando sobre la luna:

—En realidad, en este momento me siento como el Hombre Antorcha…

Gaston Champignon acude corriendo con una crema para quemaduras y le dice:

—Aunque, si sigues convencido de que la crema es cosa de niños, no te la pongo.

—No, no, he cambiado de idea —susurra Fidu, sufriendo—. Póngamela, por favor, míster, que me estoy abrasando…

—Será mejor que no te quites la camiseta durante un par de días. Y, para que no sufras demasiado, hoy podríamos dar una vuelta por la ciudad —propone el cocinero—. Así no tendrás la tentación de tirarte al agua. ¿Qué os parece, chicos?

—Ok —responde Tomi en nombre de todos.

Augusto ha alquilado un microbús en el que caben todos los Cebolletas y sus acompañantes.

Nico va sentado en el asiento de la primera fila, junto a Augusto, que conduce con la gorra de chófer calada. Ha cogido el micrófono y va contando todo lo que ha aprendido de su libro.

Ha asumido a la perfección el papel de guía y habla con toda la seriedad del mundo, como cuando la profesora le hace preguntas de geografía.

—Río de Janeiro es una ciudad enorme, tres veces más grande que Madrid. Aquí viven más de diez millones de personas, para que os hagáis una idea. A sus habitantes se les llama «cariocas».

—¿«Cariocas»? —repite Lara.

—Sí —prosigue Nico al micrófono—, es el nombre que dieron los indios a los primeros portugueses que llegaron a Río, en el siglo XVI. Los portugueses se pusieron a construir casas blancas y los indios que vivían en esta tierra los llamaron así: «cariocas», porque en su lengua «cari» significa «blanco» y «oca» «casa».

—¿Y «Río de Janeiro» significa algo, Nico? —pregunta Eva.

—Sí: «Río de Enero» —responde el número 10—. Como sabéis, la ciudad se yergue frente a una gran bahía. Los primeros portugueses, que llegaron el 1 de enero de 1502, no sabían que esta bahía era marina, sino que creyeron que se trataba de la desembocadura de un gran río. Por eso llamaron a la ciudad Río de Janeiro, que en portugués quiere decir precisamente «Río de Enero».

—No lo sabía. ¡Nico, eres un fenómeno! —exclama Tomi.

Nico se vuelve hacia sus amigos.

—Tener un amigo empollón también puede ser útil, ¿no os parece?

La ocurrencia fue recibida con un estuendo aplauso en el autocar.

—Como veis —continúa el número 10—, en Río hay muchas subidas y bajadas, porque la ciudad está rodeada de colinas, que aquí se llaman morros.

—¿Morros?

—Sí, morros. Ahora visitaremos los dos morros más famosos: el Pan de Azúcar, al que llegaremos con un teleférico espectacular, y Corcovado, la colina más alta, esa que tiene la gran estatua blanca que vimos desde el avión, ¿os acordáis? Desde las dos colinas divisaremos un panorama maravilloso, así que id preparando las cámaras fotográficas.

—Fidu, si vamos al Pan de Azúcar —bromea Dani—, por favor, no te lo comas todo… —Y le da una palmada en la espalda.

El portero suelta un alarido de dolor.

—Perdona, me había olvidado de tus quemaduras… —se excusa Dani.

Augusto aparca y todos van andando hasta el pie del teleférico. La señora Sofía no quiere subir, porque tiene vértigo, pero al final la convence Gaston.

—Basta con que no mires hacia abajo, mon amour. Ya te avisaré cuando hayamos llegado.

Para asegurarse de que no tendrá miedo, la señora Sofía cierra los ojos y se los tapa con las manos.

En efecto, si uno mira hacia abajo, hacia un mar que está muy lejos, y piensa que está colgado de un cable, algo de miedo sí que da… Pero es una lástima ir con los ojos cerrados, porque desde la cabina transparente, y luego desde la cima del Pan de Azúcar, el espectáculo es realmente hermoso: se ve toda la ciudad de Río, los rascacielos de la zona moderna, la franja blanca de las playas, el mar de la bahía, las colinas verdes… Los chavales sacan las cámaras de sus mochilas y no paran de hacer fotografías, posando en grupos.

Image

SOFÍA

João señala con el dedo las playas más famosas de Río:

—Esa es Copacabana, la playa que tenéis delante del hotel. Aquella es la playa de Botafogo y esa otra es la de Flamengo, que son también el nombre de dos equipos de fútbol. Ahí está la célebre playa de Ipanema, que significa «mar peligroso».

En cambio, el padre de João les enseña una pila de casas arracimadas en una colina:

—En esas casas, hechas con madera y uralita, vive gente muy pobre. Tenéis que saber, chicos, que Río no es solo una hermosa postal. Tiene playas blancas y rascacielos altísimos, pero también esas viviendas, que se aferran a los morros y están pegadas unas a las otras, con callejuelas de tierra que se convierten en ríos de barro cuando llueve. Esos pegotes de casas se llaman «favelas». En ellas vive muchísima gente, y la mayoría no tienen bastante dinero para comer todos los días. Yo nací y me crie en una favela.

—¿Eras muy pobre? —le pregunta Lara.

—Sí —responde el padre de João—. Mi padre murió joven y mi madre tenía que trabajar mucho porque yo tenía seis hermanos. Empecé a ganar dinero con el balón: jugué en el Flamengo y, cuando llegué al primer equipo, pude comprar una casa más bonita en la ciudad para mi madre y mis hermanos. Luego me fui a España, donde nació João. Rogeiro todavía vive en una favela. También él juega en el equipo alevín del Flamengo y sueña con poder comprar una casa más hermosa para su familia. Un día de estos iremos a verlo. Si queréis conocer Brasil, tenéis que ver también una favela.

Llegan a la cima de la colina de Corcovado en un pequeño tren que atraviesa un bellísimo parque tropical, el parque de la Tijuca, lleno de monos que van saltando de árbol en árbol.

—Tijuca significa «laguna apestosa» —explica Nico.

—Ningún problema —responde Tomi—. Estoy acostumbrado a los calcetines de Fidu…

En la cima del morro, Nico cuenta la historia de la gran estatua de Cristo con los brazos abiertos, símbolo de la ciudad. Explica que lleva esculpidos un gran corazón en el pecho y muchas placas en la ropa, entre ellas una dedicada al italiano Guglielmo Marconi, el inventor del telégrafo.

Dani quiere una foto con el gran Cristo detrás.

—¡He encontrado a alguien más alto que yo!

Una vez en el pie de la colina, Augusto conduce al grupo a la parte antigua de la ciudad, donde hay iglesias muy hermosas, y luego Nico se vuelve hacia sus compañeros y les pregunta con el micrófono:

—Y ahora, ¿preferís ver el estadio de Maracaná o el interesantísimo museo de Bellas Artes?

—Nico, ¿te parece que hace falta que votemos? —le responde Tomi.

—Entendido… Augusto, vamos al Maracaná —dice Nico dándose la vuelta, un poco decepcionado.

El Maracaná no es un simple estadio. Para los brasileños es un monumento nacional, pero también en el resto del mundo es considerado un auténtico mito: es el estadio más grande y famoso de la Tierra. Parece una enorme astronave llegada de un planeta lejano.

—Tenéis suerte. El vigilante del estadio es amigo mío y nos dejará entrar hasta el césped —dice el padre de João, sonriendo.

Los Cebolletas alzan los brazos y gritan de alegría, como si le hubieran metido un gol a los Tiburones Azules…

Los chicos se reúnen en la entrada del estadio en torno al padre de João, que empieza a contarles la historia de la instalación.

—Maracaná es el nombre de un riachuelo que corre por aquí cerca. Para que os hagáis una idea, en la construcción del estadio participaron 15 000 obreros, y el primer partido que se jugó en su interior fue entre chicos de vuestra edad. El primer gol lo marcó un chaval llamado Didi, que luego sería uno de los mejores futbolistas de la historia. Y ahora, mirad esto…

Van todos ante una placa de bronce clavada en una pared.

—En esta placa se recuerda el gol más hermoso jamás marcado en este estadio. Lo metió el gran Pelé. ¿Habéis oído hablar de Pelé?

Nico levanta el brazo, como si estuviera en el colegio.

—¡Claro! Es el mejor futbolista de todos los tiempos, marcó más de mil goles y lo llamaban «o Rei», el Rey.

—Aquel día de 1961 —continúa el padre de João—, Pelé cogió el balón y regateó a cinco adversarios, uno detrás de otro. Luego se deshizo del portero y entró en la portería con el balón pegado al pie. Una maravilla nunca vista. Por eso le dedicaron esta placa y todavía hoy, cuando alguien marca un gol hermoso, decimos que es un «gol de placa», recordando al de Pelé. Entremos…

El padre de João charla un rato con el vigilante, que saluda a todos los visitantes y los conduce por un pasillo estrecho y luego les hace subir por una escalera.

En cuanto sale a la luz y se ve ante las inmensas tribunas del Maracaná, a Tomi se le corta la respiración. Lleva su balón bajo el brazo.

—Imaginaos este coliseo lleno hasta la bandera de espectadores que gritan —dice el padre de João caminando con los Cebolletas por el césped del campo—. ¡Aquí dentro caben más de cien mil personas! Treinta mil más que en el Santiago Bernabéu. Yo he jugado aquí dentro, con la camiseta del Flamengo, y os aseguro que cuando salía del vestuario siempre me temblaban un poco las piernas…

—La selección nacional también juega en este campo, ¿verdad? —pregunta Nico.

—Claro —responde el padre de João—. Con la camiseta amarilla de Brasil han jugado nuestros mayores campeones, empezando por el legendario trío de delanteros: Didi-Vavá-Pelé.

—¿Didi, el chaval que metió el primer gol en el Maracaná? —pregunta Tomi.

—El mismo. Decían que solo jugaba bien cuando su mujer Guiomar lo miraba desde el palco. Un día estaba jugando fatal y unos hinchas fueron a buscar a Guiomar, que se había quedado en casa, y la convencieron de que acudiera al estadio. Didi metió casi enseguida un gol…

—Yo también conduzco mejor el autobús si mi mujer me está mirando… —dice el padre de Tomi dándole un beso a su mujer en la mejilla, mientras todos sueltan una carcajada.

—Carlos, ¿no conoces ninguna historia de porteros? —pregunta Fidu.

—Sí, pero es una historia triste —responde el padre de João—. En 1950 se disputó en este estadio el Mundial. Brasil era el favorito. Solo le quedaba un partido contra Uruguay, y le bastaba con empatar para llegar a la final. Intentad imaginar este campo lleno de brasileños dispuestos a celebrar el triunfo. Brasil se puso enseguida por delante: ¡1-0! Pero luego Uruguay empató y, a nueve minutos del final, marcó el 1-2… cien mil personas llenaron el Maracaná de lágrimas. El portero de Brasil se llamaba Barbosa y fue a él a quien le echaron la culpa.

—¿Era un «manos de mantequilla»? —pregunta Fidu.

—No, no era un manos de mantequilla —contesta el padre de João—. Simplemente tuvo mala suerte. Pero toda la vida le reprocharon al pobre Barbosa que no parara aquel disparo.

—Siempre es culpa nuestra, de los porteros… —comenta Fidu.

—Pero ahora, basta de charlas —dice Carlos—. ¿No queréis pegar unos pelotazos sobre el césped de este estadio mágico? ¡Así podréis decir que habéis jugado en el Maracaná!

Los Cebolletas no se lo hacen repetir…

Tomi dispara el balón al cielo y los chicos echan a correr por el campo.

—¡Vete a la portería, pollo! —le grita Dani.

—Imposible, colegas —responde Fidu suspirando y extendiendo los brazos—. Si me muevo, veo las estrellas…

—Si no te molesta, hijo, te haré de suplente —dice entonces Augusto—. Como el antiguo portero que fui, es para mí un honor colocarme entre dos postes del Maracaná.

—Y, como el viejo delantero que fui —añade Gaston entrando también en el terreno—, ¡será para mí un honor disparar a puerta como lo hacía Pelé!