II

ITINERARIO. Salir pueblo adentro. Por las callejas del interior, hacia el monte; evitando la fachada marítima, las aceras del paseo a lo largo del malecón, de la carretera que conduce al faro, a las ruinas del castillo de la Trinidad, a las calas que se suceden en dirección al Cabo Norfeo, hasta la Almadraba o como quiera que se llame la playa a la que el Grec dice que llegó a nado cuando naufragó y salvó a otro o fue salvado por otro o lo que sea. Lo importante era rehuir las terrazas de los bares, los posibles encuentros, los saludos, Pompeyo y Quima, Walter y Krista, la Rosa Bosch y el Javi; y Mario y Celia y el Grec y hasta el cenizo del americano, las caras que uno conoce aunque sólo sea de vista. Todos como uno de esos vecinos de barrio o de lugar de verano, o como uno de esos compañeros del cole o de la uni o de la mili a los que nunca llegamos a tratar, una de estas personas que uno ve durante años y años hasta que por fin se entabla el diálogo, y, entonces, la espantada que uno pega cuando, tras un rato de charla amistosa con esta persona a la que sólo conocíamos vagamente o veíamos de tarde en tarde, esta misma persona, con un repentino rigor expositivo que, no por más bien petrificada la expresión y ofídica la mirada, deja de delatar el nerviosismo propio de la pasión a duras penas contenida, nos anuncia su resolución irrevocable de establecer con nosotros una amistad cada vez más estrecha y entrañable, al tiempo que se pone por entero a nuestra disposición y nos ofrece sin limitaciones cuantos favores estén a su alcance, a cambio, a cambio únicamente –es obvio– de que le escuchemos y, sobre todo y en definitiva, de que le salvemos, de que le libremos no de nada exterior a él, el plomo, el ladrillo, el desdichado, sino de algo que no está en nuestras manos resolver ya que tampoco lo está en las suyas, es decir, que le rescatemos de sí mismo, que deje de ser quien es, su ardor y firmeza iniciales dando paso poco a poco a la desesperanza al captar el carácter cortés de nuestras respuestas, como si adivinara ya el desenlace de todo aquello, el valor de una promesa con que una vez más van a dejarle, nuestro: bueno, nos llamamos, con el que irremediablemente terminará la despedida. Así, como ante uno de esos tipos, la espantada. Lo ideal: hacerse con un avión desocupado y escapar en picado hacia arriba hasta donde el fuselaje aguante y los rayos cósmicos o los rayos y centellas de Júpiter lo permitan, y una vez allí, entrar en órbita definitivamente.

Descartada, descartada de antemano, la posibilidad de tirar calle abajo, hasta el paseo marítimo, frente al área del pósito, a estas horas fatalmente animada por la llegada de las primeras barcas y el comienzo de la subasta del pescado, un lugar, en otras palabras, lleno de peligros, de riesgo de encontronazos, de que alguien nos comente algo, y todo sólo para dejar atrás, entonces, aquel avispero, doblar la punta del faro y continuar al otro lado, costeando las calas y acantilados y cantos de sirena que sólo no oye quien se tapa los oídos. No, en absoluto, nada de eso: por el interior del pueblo, calles en construcción, edificios en reconstrucción, furtivo y apresurado, como en fuga, intentando sustraerse al aterrador canturreo que llega de unas obras, adiós, adiós, mi lindo marinero, algún peón recién salido de la mili, recién licenciado, sin duda, embrutecido por el hábito, quizás hasta nostálgico, un estribillo que produce a uno la sensación de estar marchando al compás, marcando el paso a golpes de tambor, y que únicamente se puede contrarrestar por medio de una forzada arritmia, de un premeditado descuido de movimientos.

Una dificultad: orientarse en un paisaje transmutado, donde todas las antiguas referencias han desaparecido. Ni viñas ni olivares ni cultivos: paisaje humano abandonado a las hierbas enzarzadas y al malva suave de los cardos, remodelado en función de una escala abominablemente más humana por más rentable, chalets a medio construir, esbozos de calle, explanaciones. El molino desmantelado, por ejemplo, sin aspas, aquel torreón oscuro habitado por un búho, justo en la linde del bosque de alcornoques que se extendía ladera arriba, meta habitual de nuestros paseos vespertinos, la primera vez que estuvimos en Rosas: cómo adivinar el lugar exacto de su emplazamiento si ni siquiera existe ya el bosque de alcornoques. ¿Y a qué monte encaramarse para contemplar el pueblo si este monte forma ya parte del pueblo? ¿Más lejos, más arriba? ¿Trepar a la cumbre del Paul, irrumpir en la estación de radar, morir acribillado por los centinelas en plena carrera hacia las dos bolas resplandecientes, las dos descomunales pelotas erigidas allá en lo alto en memoria del difunto Pan, del dios muerto?

Detenerse a contemplar el pueblo desde allí, entre los cuatro alcornoques que todavía dominan el repecho, sigue siendo, no obstante, el ritual tan automático, como el de la genuflexión que realiza el creyente piadoso cada vez que pasa ante el sagrario. Un hábito, una manía o como quiera llamarse, desde el momento en que la panorámica del pueblo desde allí no resulta más atractiva ni siquiera más amplia que desde la terraza del motel, este deslavazado primer plano de calles a medio trazar, de obras, de chalets aislados, de desoladas farolas, construcciones progresivamente concentradas, pueblo adentro, y una acumulación de volúmenes, hoteles, grandes bloques de apartamentos como telón de fondo, a todo lo largo de la orilla, tapando la vista del mar inmediato, dejando apenas asomar un extremo del puerto, parte de un carguero atracado al muelle, un panorama con algo de postal en su impresión de inmovilidad, de instante fijado, vivificado únicamente por el ruido, un ruido difuso pero intenso traído por el viento, coches, máquinas, motores, resonancias del pueblo entero llegando en su expansión hasta lo alto del repecho, hasta estos pocos alcornoques dejados quién sabe si para disimular lo que bien pudiera ser un depósito de agua, ralo el ramaje, acentuada su cualidad de piedra cruda, con todo el desamparo en su porte de los árboles que sobreviven a una tala. Entre los troncos, detrás de las matas, residuos excrementales, hojas de periódico troceadas, resecadas por la intemperie. Los chalets todos diferentes y todos iguales, como el de Walter. Las calles, dibujadas en el paisaje mediante un doble encintado de bordillo, entre solares esteparios, edificios en construcción, cráteres de cal, pilas de ladrillos, de sacos de cemento, de vigas de hormigón, de tablones blanquecinos y varillas oxidadas, la trepidación de las máquinas machacándole a uno los oídos mientras camina o huye hacia los límites del área urbanizada, insólitos en la medida en que se salen de lo fantástico. El camino que conduce al fondo del barranco era estrecho, sinuoso, accidentado, como de cabra; un barranco de cauce seco, pizarroso, con abundantes recovecos entre los matorrales que lo bordean, pequeños alveolos, escondites óptimos para dar rienda suelta a las funciones fisiológicas de los peones de las obras vecinas, como bien lo atestiguaban más y más restos de excrementos, y también, muy probablemente, para practicar la paja del mediodía, dadas las adecuadas condiciones de soledad y recogimiento que tanto propician toda clase de regresiones y fantasías que alivian los ardores propios de un hombre que trabaja en la construcción, entre mujeres que van y vienen con sus coches, sus hijos, sus maridos, sus amantes, su vida de playa, su vida nocturna, pura orgía desenfrenada.

Y entonces, el sobresalto: la manguera de plástico verde atravesada en el cauce pedregroso, la instantánea sensación de irrealidad que produce, similar, en sus efectos, a los del apagado relampagueo estival en una de esas noches de calor, la imagen de comarcas enteras aflorando, la vasta evaporación de horizontes; así, también como un flash, el sobresalto. Lo mismo que la vez aquella, de niño, cuando en el claro de un bosque de alcornoques di con el pie a una suela de alpargata, y la trenza de esparto empezó a desenrollarse, a levantarse, tiesa, vibrante, plantando cara, y yo me encontré sin más en un camino, a salvo, sin poder recordar cómo había llegado hasta allí ni, ahora, con el tiempo, a cuál de los dos puntos en que sitúo el hecho corresponde el lugar en el que realmente me sucedió. O que cuando uno relaciona de pronto un hecho determinado, una frase, un objeto, con el contenido de una pesadilla que había olvidado haber tenido y de la que aún ahora conserva sólo un vislumbre impreciso, suficiente, no obstante, para explicar el alterado estado de ánimo, la inquietud y flojera que le han poseído a un tiempo durante todo el día. Serpientes verdinegras, digamos: con un trazado en zigzag y la panza blanca, como desleídas en el agua clara de una charca o en la inmovilidad de un remanso, anilladas, escurridizas, entrelazadas como lenguas, replegándose y desplegándose en zetas relampagueantes, girando despacio, como aletargadas en el tenebroso fondo de un estanque semivacío, removiéndose rosáceas en el agua turbia de la arenosa orilla, contrayéndose, dilatándose. No reptando en tierra ni descolgándose de alguna rama: bajo el agua, intensamente verdes sus gruesos cuerpos desenroscados en la transparencia del agua quieta y de profundidad escasa, a punto casi de pisarlas como las pisa –sólo que sin la indiferencia y el distanciamiento propios de lo celeste– una imagen cualquiera de la Virgen.

Motivos que no hacen sino incrementar las características de la resaca, los efectos del alcohol todavía no eliminado, todavía oliendo en la piel y en el aliento, todavía ardiendo en las venas y en las entrañas, el vientre movido igual que si en lugar de tripas tuviera uno cañas silbantes. Como la desazón que persiste en el perro que ha olfateado la muerte o como el calambreo del miembro en la bragueta durante la mañana que sigue a unas horas de intensa actividad copulativa, así la resaca, la eliminación del alcohol a partir del momento en que uno despierta al mediodía, la cabeza como acolchada por dentro como de vapor o vaho, la cama en desorden y ella, desnuda, todavía durmiendo, y la estera manchada a los pies de la cama, apestando a vomitaciones, quién sabe de quién de los dos, y entonces uno desayuna algo, café o té, a la hora en que todo el mundo almuerza, y sale escapado del pueblo, evitando el centro, hacia el campo o lo que fue campo, hacia levante, para luego, contorneando en lo posible las obras de urbanización periféricas, ir doblando hacia el norte y poniente, agobiado no sólo por la extrañeza del mundo circundante sino, más aún, por la fusión de esa extrañeza con la propia, por la supresión de todo antagonismo entre una y otra, dudas relativas a la identidad de uno, yo, aquí, en este lugar desabrido, en este paraje en mutación, ni ciudad ni campo, ni lo que será ni lo que era, ausencia de datos, de puntos de referencia; relativas igualmente a la continuidad de esa identidad problemática, a sus quiebras: ¿activista revolucionario?, ¿espíritu contemplativo?, ¿padre?, ¿hijo?, ¿maestro?, ¿alumno?, ¿marido?, ¿amante?, ¿don Giovanni?, ¿doña Elvira?; agobiado, enfrentado a la realidad y contundencia del mundo objetivo no menos que a sí mismo, obras, construcciones donde hubo un bosque de alcornoques, el cauce pizarroso de un barranco por el que uno camina entregado a las más elementales comprobaciones, como aquel que en determinada situación particularmente anómala, ante determinada expectativa especialmente crítica, se plantea en toda su crudeza las preguntas más inmediatas: ¿qué coño hago yo en este pueblo de pescadores? O aun: ¿por qué estar rehuyendo y rehuyendo en lugar de huir de una vez de este pueblo abominable en el que un gorrón cualquiera se sienta a mi mesa y me da conversación con la esperanza de que le invite, cuando yo le pagaría gustoso una copa justamente para que no me hablara, y donde Rosa, por decir algo, cuando estamos solos, vuelve a decir lo de siempre, y donde hasta yo mismo acabo preguntando a la gente lo que imagino que quieren que se les pregunte, aunque a mí su respuesta no me interese en absoluto?, igual que el seductor ocasional que sale una noche y se anima, la música, las copas, la bella compañía, el ritmo, los magreos, puede aún atinar a decirse, aprovechando una pausa cualquiera, mientras orina, por ejemplo, el sexo flojo entre sus dedos: ¿para qué perder el tiempo con esta tía haciendo como si me la quisiera llevar a la cama cuando en realidad es lo último que me apetece?, no menos inerme en su conducta que ese autor que en sus escritos de artista incipiente traducía las experiencias personales en términos literarios, a través del prisma de sus lecturas entonces preferidas, de modo que no sólo escribía a la manera de –Hemingway, Pavese, etcétera–, sino que incluso buscaba en la propia realidad cotidiana elementos afines a los de sus lecturas, con el natural desencanto de quien, en consecuencia, al no dar con lo deseado, encuentra esa realidad mucho más monótona o chata de lo que esperaba, mientras que ahora, en cambio, ahora, con los años, el problema está en cómo ir tirando hasta haber escrito todo el horror, amarrar, fijar el horror en todo su horror, incapaz ya de leer novelas como de interesarse por cualquier otra cosa ajena a esa tarea de fijar el horror, todo el horror del mundo. Un horror que, si precisado en un principio en términos puramente teóricos, a modo de explicación del mundo circundante, aversión atemperada, por otra parte, por las compensaciones que nunca deja de ofrecer ese mundo circundante, acaba no sólo por materializarse, por cobrar realidad, por tomar cuerpo hasta abarcar el mundo entero, sino también por ser asimilado, haciéndose efectiva de esta forma la explicación inicial, cumplida igual que un vaticinio. Así, como tal desdichado, nuestro paseante, un hombre cualquiera en semejante estado de ánimo, predispuesto al sobresalto ante una simple manguera de plástico verde atravesada en el cauce de un barranco tanto como ante la visión y, sobre todo, el olor de los cuerpos inflados y yertos de una carnada de cachorros diseminados entre las piedras, salpicados de pesadas moscas revoloteantes, las patas destacando apenas a modo de aletas o muñones, y entonces, trepar afuera, salir al verde primerizo de una viña levantando urracas al apartar los sarmientos. Reacciones instintivas, lo mismo, por ejemplo, que la de apretar el paso al acercarse al campo de fútbol local, desde donde, si fuera domingo, llegaría encrespado el vocerío del público. O la de reanudar la marcha no menos apretadamente tras asomarse al cementerio desde la verja cerrada, afectado no por la imagen de aquel quieto recinto, cobijo de nichos y cruces y cipreses nudosos, sino por el brusco descubrimiento de los millares de caracoles pegados al exterior del muro, la proliferación de cáscaras y cáscaras, los trazos de seca baba nacarina configurando una minuciosa composición de movimiento petrificado, plasmado en lo que, a primera vista, bien pudiera parecer el plano de una ciudad antigua, con su intrincada tesitura de calles y plazas, sus vías de penetración y circunvalación, sus puertas, sus fosos, sus murallas, algo no muy distinto, en definitiva, a lo que debió ser la primera villa de Rosas, la Rodas griega, cuyos restos van siendo exhumados con paciencia arqueológica de entre las ruinas de la Ciudadela, al menos así lo proclaman los carteles que dominan aquel contorno de fortificaciones derruidas en torno a un glacis encharcado, invadido de zarzas y hierbajos, aunque, para el eventual visitante, el único signo perceptible de actividad sea el reposado apacentarse de unas pocas cabras. Junto a las piedras de la Ciudadela, en el descampado exterior, barracones de feria, atracciones infantiles, todo recogido a estas horas. El cementerio, las ruinas de la Ciudadela, los eriales, la feria de atracciones y, ya al otro lado de la carretera, tras las últimas edificaciones que se extienden hacia poniente –hoteles, en su mayoría, que lo más prudente sería soslayar–, la curva orilla de la bahía, la playa. Una playa de gran amplitud y extensión sólo limitada por sus propios horizontes, dunas desdibujadas, confundidas con el fuerte oleaje y los remolinos de arena levantados por un poniente destemplado y húmedo, un panorama abierto donde, cuando uno llega, lo último que espera encontrar es una silla de paralítico enfrentada al mar, unos cabellos revueltos sobresaliendo del respaldo y, a la derecha de la silla, de pie, una mujer de cabellos también grises señalando algún accidente del paisaje. Y aquel perro lobo yendo y viniendo, tiesas las orejas y el rabo y afiladas las pupilas, como atentas a un inminente bocado. Y el saco, en plena orilla, un saco informe, semilleno, semienterrado, removido por el romper de las olas, olfateado una y otra vez por el perro lobo. Y hasta la misma arena, tomar un puñado y darse cuenta de su composición, el microcosmos de organismos erosionados que la forman mezclados al elemento mineral, detritus de algas, de conchas de molusco, de caracoles marinos, residuos corales, partículas de nácar, de púas de erizo, minúsculos fragmentos rosados, como de cáscaras de cangrejo o de cualquier otra clase de crustáceo.

Volví hacia el pueblo siguiendo la playa inanimada, sin bañistas, sin patines de pedal, sin chiringuitos, ningún signo de temporada. Un pueblo de mar visto en la distancia, hacia levante, con su puerto, su paseo marítimo bordeado de grandes hoteles y bloques de apartamentos, su contorno de paisaje en demolición, no más familiar que cualquier otro pueblo contemplado desde lejos, según uno se aproxima caminando por la playa, por otra playa, contemplando otros puertos, quietas embarcaciones recogidas en el puerto, otros paseos marítimos, otras costas, otros acantilados, otras rocas y otra hierba, otra espuma blanca rompiendo en los oídos, la cara contra la arena, la boca seca, la resaca, el sabor amargo, los años transcurridos, los años transcurridos sobre todo, los pueblos y pueblos recorridos desde que estuvimos aquí por última vez, la decisión de volver aquí por el simple hecho de que aquí habíamos estado al principio de conocernos, aun a sabiendas de que tanto el pueblo como el paisaje circundante no podían ser los mismos. O quizá justamente por eso, por un voluntario propósito de encontrar una correspondencia objetiva a nuestra propia transformación. Poseídos por la morbosa certidumbre de que así como la especial fiereza del león enjaulado supone un mayor atractivo a los ojos curiosos del espectador, así, de modo semejante, la abrupta geología de este paisaje, tradicionalmente inspirador de sentimientos eremíticos, lejos del tráfago ciudadano, entre piedras y cielo y rompientes y tomillo seco, marco óptimo para quien se halla en busca de lo absoluto o embargado por un vago panteísmo o en romántico encuentro consigo mismo, así, hoy, la erosión y el salitre constituyen un indudable reclamo de visitantes, en razón inversa, lógicamente, el número de éstos y su posible afincamiento en el lugar a la persistencia de tales cualidades, un contorno progresivamente domesticado, carreteras rebanadoras, postes de alumbrado, proliferación de construcciones standard, modificaciones del paisaje que sólo en apariencia entrañan una contradicción, pues si bien es cierto que su carácter agreste desaparecerá en la medida en que vaya siendo urbanizado, tampoco lo es menos que, por mucho que cada posible comprador asegure lo contrario, nadie acudiría a tan áridos parajes sin la previa convicción de que no va a ser el único, de que muy pronto tan áspera soledad estará poblada de chalets que en nada desmerecerán del que uno se va a construir. Pues no, señores, no hay terreno –como no hay mujer– que no tenga su gracia y, por lo mismo que el cliente siempre tiene razón, todo es vendible: no ya las calas de levante, hacia el Cabo Norfeo, antes como plomizos lagos lunares, o el contorno montañoso del pueblo, las laderas empinadas, la erótica promiscuidad de piedras desnudas. No ya todo eso, lo fácil, sino también este amplio llano que se extiende de un extremo a otro de la bahía, antes marismas, bajas tierras de aluvión entregadas a los embates frontales del mar, lugar desabrido y hasta insalubre, hoy, como pueden ustedes observar, en plenas obras de dragado y drenaje y canalización y jardinería. Es más: pueden ustedes estar seguros de que serán justamente estos terrenos, los más despreciados ayer, los más apreciados mañana, los de mayor aceptación, los más fácilmente vendibles. Mi consejo personal es que se apresure usted a comprar su parcela, cualquiera de ellas, pues todas han de gozar de las mismas ventajas, todas le brindarán la posibilidad de llegar a lo que será su futura residencia por el medio de transporte que considere usted preferible, en motora o en coche, en cuadriga o en trirreme, sin excluir, por supuesto, ni el aeroplano ni el globo aerostático, características, en suma, que confieren a estas parcelas, en el conjunto del mercado inmobiliario, la característica de únicas. El sueño de su vida, sí, ahora a su alcance, llaves en mano, mediante una asequible entrada y cómodos plazos que estableceremos a su conveniencia, ya que nuestro deseo no es otro que el de que invierta usted bien, que haga usted dinero aunque sea a costa nuestra. Lo que a nosotros nos interesa es la persona, usted, su beneficio y, si es posible, hasta su cooperación, sus libres iniciativas, la ayuda inapreciable que con sus ideas y sugerencias puede usted prestarnos. ¿Qué cree usted, por ejemplo, que puede pegar más desde el punto de vista publicitario: Venecia Nova o La Florida del Mediterráneo?

Es curioso que nuestra primera impresión fuera la de que el pueblo apenas había cambiado. La víspera de algún domingo después de Pentecostés, anterior o posterior a la Ascensión. Llegamos ya oscuro y sólo vimos el centro del pueblo, muy remozado, eso sí, con más bares que antes y mayor animación, mucho mayor para la época. Pero esto era lo que queríamos, a fin de cuentas; un mínimo de vida nocturna. Dimos una pequeña vuelta, justo asomarse al malecón: el olor a mar, las luces quietas de la bahía, no menos inmutable, en apariencia, que el cielo estrellado. Un hombre bogaba sin el más mínimo chapoteo, su negra figura destacada entre el resplandor de los dos focos que iluminaban perpendicularmente el contorno del bote, tan pronto bogando encorvado, tan pronto agazapado, convocando a los peces con sordos golpes contra el fondo del casco, tan pronto erguido, empuñando el tridente, dispuesto a ensartar; en un momento dado llegó casi hasta el malecón, los remos extendidos como alas, igual que si volara en la absoluta transparencia del agua. Gracias a que pasó tan cerca pudimos reconocerle más tarde, en el Nautic, y le invitamos a una copa y él aceptó, aun asegurando que no bebía, y nos dijo que él era el Grec, el rey de las langostas, y que nos llevaba en barca a donde quisiéramos, a Túnez, si nos atrevíamos. Y hasta el viejo americano nos cayó bien entonces, siempre tan dignamente borracho, saludando cortésmente en cada bar a todos los presentes, tocado invariablemente con una barretina roja, como para hacer más patente su condición de residente típico, de extravagante americano querido casi como un hijo adoptivo por los naturales del lugar, quienes bien pueden haber asimilado su imagen a la del clásico héroe de guerra que huye de sí mismo, destruido por el alcohol y los recuerdos y un amor contrariado, o cualquier otra de las variantes propuestas habitualmente por el cine, sin caer en la cuenta de que lo más probable es que se trate de un simple jubilado americano, ex agente de seguros o lo que sea, que gasta los dólares de su no muy holgada pensión en aquel rincón del mundo donde así la vida como el alcohol le salen a mejor precio que en otros posibles rincones. Atractivo elemento ambiental, no obstante, que nunca deja de pensar en las apreciaciones positivas del recién llegado. Apreciaciones, o mejor, buena disposición inicial, ebriedad propia de todo regreso a un lugar del que guardamos buen recuerdo, que duró, en este caso, lo que una noche. Hasta la mañana siguiente, al salir a pasear, mientras Rosa seguía durmiendo, y poder hacerme una idea de las transformaciones sufridas por el pueblo, igual que cuando, con la luz del día, uno despierta junto a una espantosa mujer sin recordar exactamente qué, y, sobre todo, cómo ha pasado. Fue un recorrido similar al de hoy, iniciado con la visita a lo que había sido un bosque de alcornoques, al punto en que aproximadamente estuvo situado el molino de viento. Y también como hoy regresé por la playa, por el paseo marítimo, aunque no con este fuerte viento de mar ni este sol sin matices del mediodía, sin la resaca de hoy, sin un oleaje como el de hoy, capaz de alcanzar con sus cabriolas el borde del malecón, sin las salpicaduras, sin la espuma nebulizada que levantaba el viento, sin una multa en el bolsillo ni una culebra en la bragueta, el viento y el oleaje ahogando cualquier otro ruido, llevándose las palabras de los escasos transeúntes, reduciendo su expresión a mueca muda en movimiento, anulando incluso la potencia del megáfono instalado sobre un coche que circulaba despacio, estrafalariamente engalanado con motivos flamencos, anunciando inútilmente algún funesto espectáculo. La sensación de impunidad, en tales circunstancias, ante cualquier encuentro intempestivo. La delicia que sería poder pasear siempre así, mientras Rosa va hablando, Rosa o quien sea, y yo asintiendo, meneando afirmativamente la cabeza de vez en cuando.

De vuelta al motel, caminando por el paseo marítimo con todo el azogue implacable de la resaca en el cuerpo, el sexo recorrido por ese calambreo característico, un sexo como fisiológicamente autónomo, dilatándose a ratos por sí solo, caprichosamente, con la inerte ofuscación reiterativa que, cuando uno ha bebido, sigue una y otra vez a cada abrazo carnal, dolorosamente resuelto en espasmo breve más que en orgasmo; acuciado por la insociabilidad irritada que suele producir la resaca, frenesí ansioso más que deseo, en el extremo opuesto del habitual desánimo con que uno se enfrenta al ritual rutinario, a la murga de empezar otra vez con apasionados besos y caricias y demás preámbulos, para dar correcto cumplimiento a la pasajera sugestión, planteada originalmente en el terreno de lo imaginario, haciendo abstracción de las fatigantes servidumbres que su ejecución impone, del fastidio de semejante esfuerzo, desánimo no menor, sin duda, que la desgana de ella al aceptar batalla, no sin haber anticipado que tiene un dolor de cabeza tremendo, comportamiento que, con toda seguridad, sólo variaba en lo aparencial cuando hacía el amor con otro, por aquello de que si una de las partes no dice o da a entender que le ha ido muy bien, la otra –ella, él, la reacción es indistinta– se atribuirá íntimamente la culpa, con el consiguiente temor al desprestigio personal a la que cunda la noticia, y así vamos tirando o, al menos, ésas son las conclusiones a las que uno puede llegar a partir del propio comportamiento con otras, con las ocasionales, esforzándose más, desde luego, sin que ello signifique obligadamente que la excitación con ellas sea superior a la excitación con Rosa, dado que, precisamente, el ritual repetido debe ser en tales casos todavía más minucioso y esmerado, fenómeno cuya progresiva generalización podría hacernos pensar que, pasada cierta edad, el hombre tiende de natural al voyerismo en la medida en que siempre resulta más nuevo, aparte de mucho más cómodo, ver a otro realizando las diversas faenas de la ceremonia, mientras que la mujer –siempre que no se sienta amenazada por la presencia de algún elemento competitivo– tiende más bien a la satisfacción exhibicionista y narcisa de convertirse en el centro de esa ceremonia, en objetivo último de esas erecciones circundantes tan obsesivamente deseadas, que ella valora con criterio no tanto formalista cuanto temático, tendencias confluyentes, convergencia de mutuas propensiones que explicaría la formidable propagación, de un tiempo a esta parte –retorno, para una mente escéptica y toynbiana, ciclos históricos, etcétera–, del amor colectivo practicado en sus más diversas modalidades, aparte, claro está, de cualquier otra implicación que se le quiera añadir: regreso a los juegos primigenios propio de una tediosa sociedad de consumo, muestra exponente de la decadencia de la sociedad de consumo, imitación pueril que la sociedad de consumo hace de las costumbres propias de las sociedades en decadencia del mundo antiguo, etcétera, o por el contrario, ruptura con la sociedad de consumo, manifestación de cierta vuelta a la naturaleza, a las prácticas propias de los pueblos primitivos, etcétera, etcétera. Imágenes acuciantes, ideas calenturientas, potenciadas no ya por la expansión del alcohol todavía no eliminado, todavía en circulación por el organismo, sino también por la propia inserción de tal estado en el curso de mis particulares ritmos creativos, es decir, por la actual adecuación de ritmos eróticos y ritmos creativos, ahora ambos en su fase creciente si no en franca conjunción. La evidencia de que, cuando uno empieza a trabajar bien, a sentirse en forma en lo que a capacidad creadora se refiere, su vida erótica atraviesa asimismo un período de euforia, euforia que, poco a poco, irá decreciendo en beneficio de su labor creadora hasta acabar casi inhibida por completo. Pero del mismo modo que las trayectorias divergentes de dos planetas de un mismo sistema solar, superado el punto de máximo alejamiento, vuelven a aproximarse inexorablemente hasta alcanzar de nuevo el punto de máxima proximidad, así, de modo semejante, el trabajo creador no tardará a su vez en comenzar a inhibirse y bloquearse hasta llegar a un estéril y reiterativo impasse del que sólo será capaz de sacarle una reactivación de la propia vida erótica que, incrementada paralelamente al ritmo del trabajo creador, le lleva a uno al punto de partida, al comienzo del ciclo. De ahí esas incontrolables dilataciones del miembro, ese irreprimible andar empalmado, a duras penas disimulable a los ojos curiosos del transeúnte, camino del motel, de la habitación en desorden, de la estera manchada, desteñida en un intento inútil por difuminar las huellas del vómito, aquella rosa emborronada, casi un adorno, que destacaba ostentosa a los pies de la cama en desorden, de ese cuerpo desnudo y adormecido y casi brutalmente sacado de su modorra una y otra vez o, más exactamente, una y otra vez devuelto, trasladado a una mejor forma de modorra, más placentera, hasta quedar dormidos ambos, como bajo los efectos de una fuerte dosis de tranquilizantes.

EL VIENTRE DE ATILA. Una combinación de vodka y pernod a partes iguales. El procedimiento más seguro para desembarazarse de un pelmazo como Xavier. Tumbado de una vez. Al menos hasta que le diera el aire, cuando cerraran en el pueblo y hubiera que seguir en el bar de la gasolinera, que no cierra; o en Mas Paradís, que tampoco cierra porque está lejos y aislado, y la guardia civil hace la vista gorda, o por el motivo que sea. Y ahí estaba, ya con esa expresión –la boca entreabierta, los ojos entrecerrados– propia de la persona sometida a una profunda penetración posterior, tan similar a la que, ante la pequeña pantalla –el sonido a cero– podemos apreciar en el rostro de una vocalista mientras modula enfática la muda melodía, mientras pronuncia, por ejemplo, la palabra apoteosis. Aproveché para apartarme de la barra, como si fuese a echar un vistazo a la pista, y reintegrarme enseguida, sólo que un poco más allá, separado ahora por un par de tipos que habían ocupado el hueco dejado por mí. Pelmas también, pero desconocidos. La inutilidad de pretender explicar a un tío así, que llega con un amigo, ambos ya bastante bebidos, y que con su charla intenta hacernos partícipes de sus calenturientos proyectos o, al menos, encontrar en nosotros cierto acicate o respaldo moral, que uno no ha venido con la idea de levantar un plan ni de sobar ni de meter mano a nadie, y que las tetas de la rubia aquella, que resulta ser Rosa, no le excitan más que otras, algo tan inútil como procurar convencer al prefrustrado actor de la otra noche, amigo de amigos o conocidos, que no ha salido ni saldrá de sus papeles secundarios, de sus pequeñas actuaciones en programas televisivos, por más luz que procure robar, convencerle o, simplemente, hacerle ver que uno está convencido del carácter de pesadilla que sin duda debió significar para Marilyn, en sus últimos días, el acoso de la fama, la ausencia en todo aquello, a nuestro entender, de un innecesario tinglado publicitario, conscientes de antemano de la incredulidad, el rencor y la cólera que semejante pretendido lugar común puede llegar a provocar en un ser tan ávido de triunfo. Yo la encuentro bastante buena, dije.

Creía que Pompeyo y los demás estaban bailando, pero seguramente debieron salir sin que me diera cuenta cuando me fui a mear, y ahora bajaba con Krista por la escalera tortuosa y escarpada, y tiraron hacia la pista enrojecida, apenas visible desde la barra. Detrás, detenido en los últimos peldaños, suscitando animación con su sola presencia tanto como reclamándola, un tipo de mediana edad, corpulento, alemán o, más probablemente, holandés, bebido, acangrejado, musculoso y rojo, con un atuendo como espacial, de astronauta, con relámpagos azules, satánico en su euforia; en Holanda, vendedor de electrodomésticos, seguramente. Y es que como ese rodríguez, ese soltero de verano que, partida ya de vacaciones la familia, llega al piso silencioso y desierto y –lo primero es lo primero– se entrega a un rotundo acto de onanismo en el sofá del living, así, al igual que esta clase de lelos, aquel hortera holandés en su desenfrenada búsqueda de ambiente caldeado y apaciguante desahogo.

Entraba más y más gente, señal de que los bares estaban cerrando. Un hombre-polla, entre otros, ese típico play-boy cuyo cuerpo, modulado en un todo vigoroso, adquiere, ya desde los primeros días de la temporada, debido sin duda a la coloración uniforme de su tez, como de grandes labios, cierta cualidad de miembro viril, de bálano, más concretamente, una cualidad, o mejor, una propiedad que, si el sujeto tiene plena consciencia de su valor, suele propiciar una seguridad en sí mismo sólo comparable, en su exteriorización, al goce y júbilo de uno de estos italianos rufianescos que dan la sensación de estar siempre como arrobados o absortos en la consideración del temple y notorio maleficio del propio cazzo. ¿Me ayudas?, dijo la Rosa Durán. Se trataba de trasladar a Xavier a la intimidad del lavabo. El local estaba en pleno apogeo, sus lóbregas bóvedas de bodega sombreadas de movimiento al resplandor de la pista, resplandor interno, se diría, rescoldo y furia abriéndose casi como unas fauces en el marco de las pesadas columnas; la apretada circulación en uno y otro sentido por la empinada escalera; el tumultuoso recoveco de la barra, con sus elementos decorativos de velero decimonónico o de yate de recreo. Justo el clima que seguramente esperaba encontrar esa pareja recién llegada de jóvenes recién casados y, no obstante, a todas luces decididos a conocer el mundo de las orgías nocturnas para luego tener algo que contar a sus amistades en las sobremesas de matrimonios, y al propio tiempo, y de un modo más inmediato, excitarse moderadamente ante la proximidad de tanto exceso, ella, curiosa y sobrecogida, y él, más conocedor de lo que es la vida pese a su aspecto de chico cumplidor y, debido acaso a una palidez propia de quien pasa horas y horas consultando el Aranzadi, casi seráfico, protegiéndola con firmeza de toda posible ofensa al pudor, sea de palabra, obra, gesto o pensamiento en la mirada, un ser que, más que correrse, debía escurrirse con estremecimiento leve, no tanto un orgasmo cuanto algo así como una sudoración localizada mediante una especie de escalofrío. Tiempo de eliminar otra vez y serenarse cuando aún se está a tiempo.

La Rosa Durán seguía esperando a la puerta del lavabo. Entra a ver, por favor, dijo; lo he dejado devolviendo. Había dos tipos meando con aire concentrado; sustituí al primero en acabar, un marinero achaparrado, semejante a uno de esos niños que aparecen en las composiciones de Brueghel, terriblemente fornidos e iracundos. La puerta del retrete en el que se había encerrado Xavier continuaba cerrada, aunque gracias a los ruidos que llegaban de allí dentro era lo mismo que si estuviese abierta, nada más fácil que imaginar a Xavier dando rienda suelta a sus encontradas fuerzas intestinales, ahora por abajo como momentos antes por arriba, casi a modo de esa ballena que, al tiempo que evacúa los restos de anteriores digestiones, expulsa a presión el agua sobrante que ha tragado, en surtidor, a chorro, según va engullendo, torrentes y cascadas y remolinos perdiéndose en la vastedad de su boca, un rebullir de brillos, de espumas de densidad amniótica, precipitándose garganta adentro, como atraídas por el vacío, cavidades no menos profundas que las que uno descubre en su interior cuando se halla entregado por entero a esa radical operación de limpieza, de vaciado total, que precede a la beatitud ansiada, a ese olvido del propio cuerpo, a esa función de la individualidad en la calma exterior, en la pura armonía, un estado sólo alcanzable tras la crispada inmersión en aquel mundo de simas turbulentas, como recorridas de ardiente lava, convulsiones subterráneas, profundidades espasmódicas, entresijo de cuevas y oquedades sometidas –se diría– a violentos movimientos de sístole y diástole, dilataciones, contracciones que convierten aquellos ámbitos ciegos, vastos como las naves de una catedral o el interior de un barco, en mínimas cavernas que se cierran y aprisionan a modo de vaginas o esfínteres, entre relieves epiglóticos o vulvares que se arraciman igual que estalactitas o hileras de dientes o barbas de ballena, vías de agua que se abren invasoras y anegan hasta los más pequeños rincones, los salones y salas y pistas de baile, la barra del bar, las escaleras, los corredores, los camarotes, los lavabos, un rezumar como de baba escotillas afuera, ojos de buey afuera, fluyendo y fluyendo, llevándose por delante a pasajeros y marinos y camareros y borrachos y tíos cagando, arrastrándolos a todos hasta los infiernos de la sala de máquinas, ardores expelidos, válvulas que revientan entre silbidos y vapores, libre la corrosiva materia, ya temblor de tierra más que naufragio, montes que se desmoronan, lagos interiores que irrumpen, que se abren al exterior en encrespada masa, enclaustrados recintos y tenebrosas bóvedas que afloran a la luz, convirtiendo en estallido el punto de ruptura, avalancha de residuos, materiales de desecho entremezclados que, a manera de primera fase, de un cataclismo que tiende a generalizarse, pronto será sucedida por nuevos seísmos, hecho tromba y vendaval el desbordamiento, y cráter explosivo y burbujeante el maelstrom, lo mismo que una bárbara diarrea erradicadora en su momento más prometeico y crítico, erupciones que poco a poco se irán encalmando de un extremo a otro, desde el vértigo vaginal de la garganta hasta los relieves vulvares de los últimos anillos rectales, dejando, por toda huella de lo acontecido en el pálido cuerpo liberado, una madrépora de sudor frío sobre la tez verde. Como la otra noche en casa de Walter. Y luego me lavé la cara y salí al jardín, espejo de mis ojos el cielo estrellado. Está bien, le dije a la Rosa Durán. Después te lo llevas a que le dé el aire.

Seguía el flujo de refugiados, de noctámbulos acogidos a la prórroga de casi tres horas que supone la barra de una discoteca sobre la barra de un bar. Hasta el Grec. Me dirigió un saludo distraído, liado ya como estaba con el holandés errante, invitado ya a participar en la liquidación de los cristalinos gin-tonics que su interlocutor –eléctrico el movimiento del codo y el encendido de la cara– despachaba como a bruscos golpes, entre bruscas carcajadas, con el eficaz auxilio del inevitable viejo americano, muy en su papel de respaldar al Grec así en sus tragos como en sus palabras, constituido en espontáneo traductor e introductor, eje moral de cuanto allí se trataba en tanto que forastero experto en cuestiones locales, más hemingwayano en su estilo que el errante anfitrión, y también más cascado, inútiles sus intentos de compensar con símbolos de vigor –alcoholes a palo seco, picantes– la deteriorada presencia. Asentía con la cabeza, confirmaba las aseveraciones del Grec, expuestas en tarzanesca sintaxis, relativas a la vida del pescador, los peligros de la mar, su naufragio ante el Cabo Norfeo, acentuando en lo posible la nota de color, el pintoresquismo, la pesca, las langostas, el coral, las esponjas, esforzándose en ajustarse al máximo a la imagen que sus interlocutores podrían hacerse de un pescador de Rosas, hablador y escéptico, irónico y sabio, todo un tipo, un verdadero personaje, como suele decirse. Esforzándose al máximo, echando mano de sus mejores recursos expresivos en su empeño en hacer frente a las circunstancias adversas, explicaciones que ya casi eran forcejeos, sobrepasado por el desarrollo económico y la proliferación turística, por la falta de puntos de referencia, una clientela que no le entiende, por mucho que él procure autodefinirse como un pescador de los de antes, de los que distraían los ocios de los señores llegados de Barcelona, antes, antes de esa proliferación turística, uno de aquellos pescadores como salidos de un libro de Josep Pla que guisaban suquets y preparaban cremats y cantaban habaneras para los señores de antes, uno de aquellos, él, el Grec.

Al fondo de la barra, en la penumbra, relucía el correaje de un guardia municipal, no tanto, sin duda, cumpliendo ronda alguna, cuanto aceptando con discreta y graciable diligencia la invitación de la casa, tolerante, comprensivo, nada más lejos de sus propósitos que interferir las expansiones del público, la confraternización del alcohol, los ligues, los ardores de los tíos en busca de plan, observando, calculando igual que ese zorruno pederasta que, como transportado por la belleza adolescente de su presa, nimia y rumia la forma de atraérsela, la táctica más adecuada, la actitud susceptible de causar una mayor impresión –demoníaco, vital, atormentado, fascista–, a fin de ganar su confianza, de convertirse poco a poco en su mentor y, desde esta posición tutelar, ir estimulando la inicial timidez del muchacho respecto a la experiencia venérea, creándole poco a poco una adecuada sensación de amparo ante la incógnita del opuesto, brindándole finalmente la alternativa del siempre más conocido sexo al que pertenece, hacia el cual, como sin duda bien demuestra el abultado palmarés de nuestro hombre, el joven pupilo terminará por decantarse.

El Hombre-Polla se decidió por Rosa. ¿Quieres bailar?, dijo o debió decir. Ella declinó, pero sin romper amarras; la música, el ruido, impedían diferenciar las palabras. Y es que así como el joven pescador de la costa, dedicado en las noches a la seducción –activa o pasiva– de turistas de uno y otro sexo, se cree en la obligación de chapurrear poliglóticas fabulaciones no sólo incoherentes sino a menudo contradictorias, la favorecedora medallita de oro sobre el torso tostado la lleva porque como buen español es católico, de macho que es le da igual tirarse a un tío que a una tía, los españoles nunca dejan que las mujeres paguen pero si ellas se empeñan por algo será, etcétera, y ello no tanto como delirio mitómano cuanto por cortés afán de corresponder a la imagen que es de suponer que sus acompañantes le suponen, así, de modo semejante, Rosa contribuía siempre, en la medida de sus posibilidades, al ambiente disoluto que entre todos procuraban crear.

En algunas mesas se coreaba la música con esa alegría un poco machacona de suizos o alemanes divirtiéndose, cantando a coro, silbando a coro, un rubio corro de gruesas chorras morcillonas silbando cerveza. Walter y Quima se acercaron a proponer algo. Bebió el coñac de un trago, se ajustó el correaje, se desabrochó un botón más para que la panorámica de los pechos resultase más amplia, se sacudió el pelo, se fue al lavabo, se negó a servirle otra copa, dijo que no tenía derecho puesto que no estaba borracho, tomó el vaso empañado y sacudió los cubitos de hielo antes de beber, intentó disimular el escandalosamente creciente abultamiento de la bragueta, se acodó sacando culo, haciendo boquear al máximo la blusa, dijo que todavía no.

METÁFORA DE EUROPA. El mundo: la maquinación de un loco. Una máquina heredada cuyo funcionamiento se conoce sólo de un modo aproximativo, empírico, ya que cada generación, demasiado ocupada manteniéndola en marcha, suele dejar para las generaciones futuras la tarea de desentrañar su conocimiento preciso y, sobre todo, el conocimiento de para qué sirve, de la utilidad que tiene. Pues ¿cómo descifrar los designios de un loco? ¿Cómo demostrar incluso que esa personalidad demente es algo más que un reflejo, una apariencia falsa, la errónea interpretación de algún dato relativo a esa obra cuya paternidad le atribuimos? ¿Y cómo demostrar aun, pensándolo bien, la existencia del hombre –creador y producto de esa ilusión– como existencia autónoma, no mero rasgo irrelevante de semejante obra, cuando para existir no es preciso pensar, o quizá no, quizá ni siquiera la ausencia de pensamiento sea garantía de la existencia de cuanto pensamos que existe?

Caminando y caminando hacia el centro del pueblo, a lo largo del paseo, lado mar, salpicado por los estallidos de las olas contra el malecón, blanca espuma irisada, como de champán barato, más pringosa que refrescante; dando vueltas y vueltas a la multa doblada en el interior del bolsillo, el carácter esotérico del lenguaje en que estaba redactada añadiendo apenas un elemento de irrealidad a la realidad circundante, la jerga aquella altisonante y burocrática, detritus de la combinación del admonitorio tono administrativo con el léxico propio de los informes relativos a las diligencias policiales, muy lejos no ya del rigor y pureza estilística y conceptual de un código sino hasta de un simple decreto-ley o de una sentencia judicial: amenazas abstractas, regateo retórico, premeditadamente apriorístico, en prevención, sin duda, de la coincidencia, de la pura coincidencia –en modo alguno imprevisible– de que tanto el motorista de tráfico como el multado –él– estuvieran de mala leche en el mismo lugar y al mismo tiempo, y él se negara a firmar la multa y, percibido de la notoria morosidad del agente en el cumplimiento de su pretendido deber e innegable derecho –comprobar la identidad del presunto infractor, extender la subsiguiente denuncia, etcétera–, sólo imputable a un premeditado afán de fastidiar todo lo posible, percibido de todo eso, él se negara no sólo a firmar la multa, decisión facultativa a la que tenía pleno derecho, sino también a ejercer el derecho no menos indiscutible de tomar buena nota del número del agente, augurándole, en términos algo cuarteleros, es cierto, pero muy a su alcance, un buen paquete, consecuencia de su propia reclamación contra el guardia, una denuncia que, al socaire de su condición de abogado y de determinadas influencias airadamente esgrimidas y, sobre todo, a su propio empeño de que prosperase, iba a prosperar sin lugar a duda, y al guardia en cuestión le caería el pelo, como bien se merece quien, estando de servicio, se encuentra en patente estado de ebriedad, única explicación posible del comportamiento observado en el susodicho agente de tráfico. C’est une espèce de coquelicot, je crois.

El viento soleado y las olas que estallaban a su paso, según avanzaba por el paseo marítimo, y las palabras y los ruidos que llegaban aislados del contexto que les era propio, difícil de precisar su procedencia, todo contribuyendo a esa sensación de extrañeza o demencia que puede experimentar de pronto la persona asistente a un concierto ante el éxtasis de los melómanos que, como lunáticos, le rodean. Así, semejante a esa impresión de extravagancia, el aire insólito que, por algún motivo indeterminado, ofrecía el pueblo, un pueblo, por lo demás, apenas alterado por la paulatina acentuación de los síntomas de temporada, fenómeno que por su mismo carácter progresivo –igual aunque inverso al despojamiento de los árboles en otoño– nada tiene de sorprendente en momento alguno del proceso: los botes que se rascan y se repintan, la adecuación de hoteles y apartamentos, las terrazas de los bares que van invadiendo las aceras, los chiringuitos que van abriendo, el incremento en la playa del número de patines de pedal, de toldos de lona, de sillas de lona, datos aislados que, puestos en relación unos con otros, van configurando lo que bien cabe considerar como movilización general del pueblo en espera del turista, ese ser genérico caracterizable por la intercambiabilidad de los individuos comprendidos en tal concepto, habida cuenta de su difícil diferenciación y común tonalidad acangrejada, cuyos primeros ejemplares, a modo de exploradores adelantados, de intrépida avanzadilla, habían hecho ya acto de presencia en las playas, en las calles, ante las tiendas de postales y souvenirs, poseídos por el júbilo inicial que al calor del sol suelen experimentar nórdicos y centroeuropeos, un júbilo sólo comparable al que los catalanes suelen experimentar en Suiza, cuando al impresionante espectáculo de una puesta de sol en la Jungfrau, realmente enaltecedor, puede unir la satisfacción sedante de una sustancial fuga de divisas. La misma clase de catalán que, aquí y ahora, en su calidad de promotor, constructor, especulador, propietario, industrial hotelero, esto es, de beneficiario más inmediato de los ingresos que en tan diversos conceptos supone la afluencia turística, se dejaba ver cada vez con mayor frecuencia, según con la temporada se aproximaba la avalancha, a fin de ir ultimándolo todo, o de ir vigilando que todo estuviese ultimado, los fines de semana preferiblemente, acompañado de familiares y amigos, combinando el deber con la posibilidad de huir de Barcelona y de hincharse de pescado, a precios razonables, en algún restorán de especialidades marineras. Y junto a esta clase de catalanes, disfrutando asimismo de los esparcimientos que puede ofrecer una soleada jornada dominical, las chachas y los charnegos, obreros de la construcción, peones, camareras de hotel, chicas de servicio venidas con sus señores, artífices materiales de las diferentes operaciones centradas en lo que fue un típico poblado de pescadores, es decir, la puesta a punto del negocio, todos, pescadores o ex pescadores, charnegos, turistas, hombres de empresa, todos integrados de un modo u otro en ese negocio, todos contribuyendo a su desarrollo en beneficio de todos, como si sobre un mismo sedimento ibérico se hubieran ido asentado y superponiendo en pacífica convivencia sucesivas hordas invasoras, a modo de estratos geológicos, griegos, fenicios, romanos, vikingos, visigodos, tártaros, sarracenos, apaches, sagitarios, cada uno en su sitio pero juntos, a diferente nivel pero en un mismo terreno, a lo sumo un tanto degradados justamente por el hecho de su imposible integración.

El pequeño transistor de los paseantes: queridos radioyentes y amigos del espacio. ¿Y él? Un alienígeno, como salido de un ovni en aquel cuadro de charnegos solazándose, gozando el paréntesis que abre y cierra el domingo en la continuidad cotidiana, paseando al sol, volviendo a pasear, alegrando la calle con sus piropos a las primeras turistas hembra, graciosas obscenidades acogidas por los transeúntes con un regocijo similar al que suele suscitarse entre los pasajeros de un tren cuando alguien –una viuda enlutada y avariciosa, un hombre con evidentes signos de resaca– advierte que ha dejado atrás la estación en la que debía haber descendido. Y el charnego, con la típica mujer en casa y la típica semanada en el bolsillo, llegando incluso a tomarse el mito al pie de la letra, en toda su extensión: la atracción irresistible que la extranjera siente por el macho ibérico y sus atributos, embrujo y sortilegio creados en torno a la merecida fama de vitalidad, energía, buen servicio y demás cualidades viriles que le son propias. Charnegos esforzados y pugnaces, en abierta competencia –a despecho de la obvia inferioridad social y económica que caracteriza la situación del inmigrante interior– con el conquistador nativo, con el joven pescador de Rosas, o ex pescador, o hijo de ex pescadores, en cuyo terreno, a fin de cuentas, era disputada la presa, unos y otros en olímpica competición: peso, longitud, duración, salto, lanzamiento, galopada, ¡diana!, unos y otros a la caza de las primorosas primicias de la temporada, de esas hembras afortunadas que aparecen cuando todavía impera el hambre que es fruto de la abstinencia, esas floridas criaturas tempranamente llegadas en su ansia inaplazable de apurar, de succionar hasta las heces tanto ibérico brío, tanta hombría de pura sangre, de puro esperma, vigor vertido torrencial y, en ocasiones, hasta precipitadamente, demasiado incluso, éste es el peligro, cuando uno ha esperado tanto, y cuando, una vez más, las ilusiones y cábalas y cálculos y fantasías terminarán por esfumarse, a medida que, una tras otra, en el curso del verano, se vayan esfumando esas floridas criaturas, esas rosas del norte, más esplendorosas si cabe que cuando llegaron, dejando como única huella de su paso la consiguiente calentura acumulada, porque una vez más será el maldito profesional, el playboy local, el Hombre-Polla, el único en conseguir algo con sus artes mágicas de gigoló, de macarra, un tipo al que habría que ajustar las cuentas algún día, juzgarle entre todos y, cerrada la temporada, fuera ya el último turista, para que la cosa no trascienda ni nadie quede mal impresionado, quemarlo públicamente en la plaza de la iglesia.

El mismo problema, en realidad, sólo que desde una perspectiva complementaria –no tanto convexa cuanto cóncava– que se les plantea a las chachas recién llegadas, tan dolorosamente apartadas de sus tardes de jueves y domingo en Barcelona, de su mundo, de su gente, solas aquí, desconsoladas, desamparadas, resignadas y, pronto, hasta excitadas, ante tanto rubio como de película, extranjero y enigmático, horteras que parecen príncipes y tal vez las toman a ellas por princesas, al sol de la tarde, cuando las ven en bikini, misteriosas y morenas, dado el amable trato y las deferencias de que les hacen objeto y que ellas, esquivas, aceptan únicamente hasta cierto límite, siempre con el temor, con la espada colgando encima, de que las confundan con lo que no son, con una señora, y luego se descubra todo, miedos y timideces que indefectiblemente les harán recalar en lo malo conocido, en el charnego ni airoso ni radiante sino achaparrado y oscuro, el charnego que las conoce y al que conocen, que se ven venir el uno al otro, que se entienden incluso a medias palabras, a interjecciones, a carcajadas, de un achuchón, charnego él y charnega ella, gente con la que uno se divierte, que habla el mismo idioma y se ríe de lo mismo, que habla en plata, al pan pan y al vino vino, que huele a hombre y lo es, igual que ella huele a mujer –olores íntimos en este caso matizados por la cosmética–, atracciones olfativas que son sólo como el halo de afinidades más profundas, lo de contigo pan y cebolla en su sentido más literal, un tipo de identificación que les permite acabar cachondeándose de tanto extranjero y tanta extranjera, de tanto tío que hace reír nada más verlo, despellejado y estrafalario, que no entiende nada ni vale nada en realidad, que no se puede comparar a un paisano, un paisano alegre, claro, directo, un paisano con el que una se puede divertir a gusto, calmar a gusto los ardores estivales, tan a gusto como en Barcelona, en realidad, hasta que sea tiempo de volver a Barcelona. La chacha de hoy: un tipo humano censurado unánimemente por la señora, al tiempo que negada, boicoteada en cuanto producto nuevo por la chacha antiguo estilo, la chacha tradicional, esa mujer con todos los dejes de la españolaza más los rasgos neuróticos que conlleva toda doncella prolongada, las amarguras de tantos años de soltería: cejijunta, tetijunta, culijunta, sexijunta, estrecha en general, moñuda, navajuda, de rompe y rasga, apegada a sus canturreos de siempre –las cruces y el olvido–, a la época en la que los hombres eran más hombres porque ella era más joven y le decían cosas, antipática, frígidamente agresiva, destemplado su aire de ande yo caliente ríase la gente, refrán entendido como transferencia al sopor digestivo de los oscuros impulsos venéreos largo tiempo adormecidos, fajados, encorsetados; superviviente de ese mundo que tiene una frase para cada ocasión: nace un niño: ahora, ¡a por la niña! Un buen deseo: salud y pesetas. Un consuelo: a fin de cuentas todavía queda el bacalao al pilpil (fuerte de ajo). Esa clase de personas que, más que congratularse por la ejemplaridad de una sanción, se identifican con su ejecutor, como a todas luces debió de identificarse aquella maldita raspa cuando el camarero salió a la calle y la emprendió a sillazos con una pareja de perros divergentemente enganchados en la triste fase post coitum. Menos mal que hay quien piensa en ellos, que vela por ellos, que se reprime en ellos. En ellos que no hablan, que no piensan, que no tienen, en consecuencia, moral alguna.

Reprobación, en cambio, una reprobación no por lo implícita menos explícita, en los ojos de aquella pareja de jóvenes excursionistas que, doblados por el peso de sus mochilas, se adentraban animosamente en el pueblo, registrando, severos, la brutalidad explícitamente implícita en aquel acto, reprobación y censura sin duda extensivas a cuanto sus miradas abarcaban según iban avanzando, paseo marítimo adelante, con toda la obstinación de que son capaces dos jóvenes universitarios catalanes que recorren el país en busca de su tierra y su gente, de sus fuentes, de sus raíces. Él: un flojo macizo, torpón y tímido, gafudo, barbudo, peludo, sedentaria la complexión y escaso el paquete, holgada la culera de sus pantalones cortos y anchas las manchas de sudoración en la camisa a cuadros, bajo el sobaco, efluvios atornasolados todo él, dioptrías, tropezones y traspiés, tartamudeos. Ella: igualmente culona y blancuzca además de tetuda, aspecto de falsa frígida, es decir, con esa apariencia de mujer que tiende a solucionar de un modo práctico y expeditivo la conjunción erótica, apariencia que suele encubrir una acusada personalidad ninfomaníaca a duras penas controlada, labios delgados y contumaces que le hacen parecer pava en sus esfuerzos por no parecer mamona –imprime carácter–, menos, mucho menos idealista y disciplinada de lo que pretende ser, y más, mucho más sensual, indolente y presta al exceso de lo que aparenta, una personalidad, en suma, dispuesta a poner cuernos a cualquiera con la misma facilidad con que se pone una pica en Flandes. Ambos: temporalmente unidos en la búsqueda de un ideal sobre el que sea posible fundamentar una relación estable, el mito inaferrable en la medida en que concreto, el ciprés y el olivo del Ampurdán metafísicamente contrapuestos al ente simbolizado por el álamo, o por el que simbolizan las hayas de Olot o el abeto pirenaico o los algarrobos, almendros y avellanos tarraconenses, no menos importante uno que otro de tales elementos en la configuración de contradicciones que entraña el ser, la esencia de esa realidad conflictiva llamada Catalunya. Buscando más que encontrando los rasgos definitorios de tal realidad: el paisaje en cuanto marco geográfico, en cuanto medio natural que ha peculiarizado el carácter y las formas de la vida catalana, los tipos típicamente típicos, la cocina típica que dimana de semejante tipicidad, la pureza de la lengua característica de las pequeñas agrupaciones humanas todavía impolutas, las palabras clásicamente catalanas, mera exteriorización de la inmanencia de los valores que le son propios, hombres valents, trempats, eixerits, hombres, en suma, donde la empenta se armoniza a la perfección con el seny irònic y la más seriosa formalitat. Encontrando sin haberlo buscado: contaminación española a todos los niveles, servilismo, rapiñería, trapacería, corruptela, prostitución esencial, ambientación typical spanish, sin que faltaran siquiera los toros y las flamencotas. No encontrando: su país y su gente, sus tradicionales tradiciones. Encontrando: la codicia convertida en norma de conducta y la comisión o porcentaje en modelo de relación humana, rasgos imputables no tanto a elementos foráneos cuanto a lo específicamente catalán: falta de la convicción o el interés necesarios para anteponer a la conciencia de pueblo oprimido cualquier otra consideración; exceso de megalomanía y mitomanía; derroche de dinero, de alcohol, de esperma y demás licores venéreos. Ellos, ellos que eran por este orden: catalanescos, progresistas, populistas, timoratos, tímidos, reprimidos, oprimidos, traicionados no sólo en sus sentimientos sino también en su dignidad, avergonzados de ser no menos ni más catalanes que ese hombre de negocios que, personificación misma de la vergüenza de uno, de la humillación y oprobio de uno, tomaba el aperitivo en la terraza de un bar, al sol, rodeado de sus acólitos, de sus cómplices, jóvenes con ganas de triunfar que le reían las gracias con ese buen humor que suele rubricar el feliz desenlace de una excelente operación, uno de esos catalanes que uno creería anglosajones por su extremada afición a los productos derivados del cerdo, afición que llega incluso a hacerles semejantes a un big pig en su aspecto físico, buen ejemplo de ello lo ofrecía nuestro acusado, así como –de modo más incipiente– alguno de sus secuaces –con frecuencia no menos catalanes, desdichadamente, que nuestro Big Pig–, promotores, comisionistas, instaladores, vendedores, especuladores, cada uno con su puñado, con su pellizco, con su bocado, con su tajada, pisando fuerte cuando conviene, sacando la piel cuando conviene, saltando a los ojos cuando conviene, dando por el culo cuando conviene, relaciones públicas, relaciones humanas, antropofagia copromórfica, lo que se dice una verdadera merienda, sondeos, captaciones, mediciones, pie tras pie, palmo por palmo, responsables solidarios y colectivos de la conversión de un país –Catalunya– en una forma de vida, terreno ganado por el mal gusto opulento y la próspera grosería, consecuencia de la ascensión social y económica del pequeñoburgués a la vez que de la extensión de la propiedad horizontal. De ahí la fascinación que ejerce sobre esa pequeña burguesía en ascensión no París, como de primera intención pudiera suponerse, ni menos aún Nueva York o Londres, sino la pequeña Ginebra, símbolo exactamente a su escala, de precisión y eficacia, de calidad industrial y grandioso contorno paisajístico y cuenta numerada, un tipo de fascinación –tradición y progreso, artesanía y automatización, todo muy internacional y muy local, muy concreto, muy determinado– similar a la que podría abrigar un rudo percherón respecto a una yegua trotona.

Características humanas y distintivos fisiognómicos cuya encarnación material, esto es, el tipo de catalán convertido en beneficiario principal del desarrollo económico, si bien se disuelve en el agobio que, para lo que fue una pequeña comunidad marinera, representa la avalancha turística que se produce en plena temporada veraniega, si bien parece difuminarse ante aquel horizonte de blancas estelas de velas y canoas fuera borda y estilizadas siluetas esquiantes que animan la bahía, o en las playas atestadas de bañistas, o en los atascos callejeros, el lento desplazamiento de los coches, casi al paso de la multitud, la búsqueda de un lugar donde aparcar, de una mesa libre en las terrazas de los bares y restoráns, gente y gente rondando, entorpeciéndose mutuamente, si bien, en suma, parece perderse en aquel ir y venir y en el babel lingüístico, persiste, no obstante, aislado, difícil de encontrar a veces, como la persona del anfitrión en el curso de una fiesta, pero no por ello menos identificable una vez localizado, menos inconfundibles en su discreta presencia, por lo general agrupados, tal ángeles guardianes del fenómeno, velando –por la parte que les toca, como se dice vulgarmente– para que todo se desenvuelva satisfactoriamente, esto es, vigilando la marcha del negocio, al tiempo que, desde su posición privilegiada, disfrutan curiosos de cuantos aspectos suelen conferir al fenómeno la categoría de espectáculo. Así, aquella sobremesa de matrimonios, constructor local y señora, interventor de agencia bancaria en funciones de director y señora, representante en exclusiva de alguna firma introducida y acreditada y señora, por ejemplo, o personas de análoga condición social y económica, tres o cuatro de esos matrimonios que se reúnen asiduamente, una peña, como si dijéramos, centrada en la acostumbrada comilona dominical en el restorán de siempre y subsiguiente indigestión espaciadamente atemperada con más cafés y más coñacs, entre bromas y anécdotas y recuerdos comunes, abiertamente más entregados a la buena disposición del momento ellos que ellas, sin ese retén de control o cálculo, de mutuo acecho, de alerta, que singulariza las relaciones entre las esposas, siempre observándose, estableciendo comparaciones basadas esencialmente en los signos externos, lejos ya los tiempos en los que el físico constituía el principal campo de competencia, tibiezas momentáneamente reavivadas, no obstante, así en ellas como en ellos, con los cálidos efluvios del allioli cuando repite, hechos conscientes durante alguna pequeña pausa, al encender un puro o al repintarse los labios o al desprender con la uña alguna partícula de comida metida entre los dientes o al levantarse para hacer pipí o para soltarse un pedo, vagas lascivias súbitamente despertadas por la visión de la entreteta de un escote o por la insolencia de un culo puesta de manifiesto en el acto de incorporarse a fin de sacudirse las migas del regazo, girando tres cuartos sobre los tacones, ceñiduras y boqueos propiciados por la impune somnolencia de una indigestión pesada, atentados inconscientes a la tradicional tendencia al recato y respetabilidad de la mujer catalana, a su predilección por la manga semilarga y la falda semicorta y el talle semiceñido, por el color negro que va bien con todo y adelgaza, por la discreta perla, tendencia, en síntesis, a llamar la atención sin llamarla, a huir en consecuencia de todo lo exagerado y atrevido, de todo lo muy. El curioso comportamiento de esa nueva pequeña burguesía, sus maneras eunucoides, fruto de una serie de factores de diversa índole ligados al proceso de su afirmación y ascenso, con el consiguiente esfuerzo de afinamiento en los modales, desarrollado –de modo paralelo al engorde físico resultante de la voracidad acumuladaa partir de su triunfo social, afán de delicadeza y distinción entendidos –vaya usted a saber por qué– como maneras de señora, entonaciones y hasta expresiones de señora, más aún, de abuela plañidera, algo parecido –por lo que tiene de asimilativo– al fenómeno conforme al cual un hortera se autoconfigura como hortera debido a su trato con las compradoras, a que su gusto personal se ha ido modificando de acuerdo con el gusto de esas compradoras. La inevitable consecuencia de todo proceso asimilativo, las fermentaciones que produce, sus resultados: la aerofagia mental, los fumetis del cerebro, el más fabuloso instrumento de anulación del hombre, la enfermedad del siglo, que nada tiene que ver, por ejemplo, con la aerofagia intestinal propia del recluso sometido a un severo régimen de legumbres, ya que, por muy próximo a la explosión que se encuentre, mantiene despierto el intelecto y vivaz hasta el delirio la imaginación. Un coquelicot à cette époque?

El aire de feria permanente que ofrece un pueblo de mar en plena temporada, el espectáculo que ya en sí brinda la calle, el desfile abigarrado de la multitud, la gente que contempla ese desfile desde las terrazas de los bares. Un ambiente festivo que, a su vez, no hace sino potenciar la buena disposición inicial del turista, entusiasmo semejante –¡es precioso!– al que el homosexual suele demostrar respecto a determinados lugares, como agradeciendo, por contraposición a la habitual animosidad que advierte o cree advertir en el mundo circundante, el grato recuerdo que de ellos conserva. Y es que, en verdad, pocos fenómenos hay más felices, desde todos los puntos de vista, que el de la confluencia turística, que el de la convergencia de intereses y ansias que suscita, incluso si prescindimos del atractivo y la animación que acostumbran a revestir sus manifestaciones. La utilidad, los beneficios que representa no sólo para el elemento autóctono, inversor o charnego –aunque en diferente grado– y, de un modo más indirecto y general, para el erario público el país receptor y el sano equilibrio de su balanza de pagos, sino también para el sujeto –u objeto– de esa corriente, de esa afluencia, es decir, para el turista propiamente dicho, receptáculo de los goces que unas bien ganadas vacaciones reportan, un descanso asimismo altamente rentable, a efectos de recuperación y rendimiento, para la empresa en que trabaja, así como, en el marco de una política reivindicativa, para el sindicato al que pertenece, la organización que ha regateado en su nombre tanto el número de días de ocio que le corresponde cuanto un aumento de sueldo más acorde con el coste de la vida, aumento que siempre estimula la producción, como las facilidades de pago estimulan el consumo y los impuestos sobre el consumo estimulan el ahorro, factores todos ellos, por otra parte, que favorecen indiscutiblemente la inversión, la capitalización de las empresas y el comercio internacional, una diversidad de procesos que ensanchan más y más sus alcances, que se integran y acoplan y armonizan en un solo circuito que, al margen del carácter capitalista o socialista de tal o cual economía, termina por revelar las dimensiones mundiales de su envergadura. Que el dinero corra, como se dice vulgarmente, que circule, que trabaje, time, money, change. Cambiar de lugar, de vida, aunque sólo sea por unos días, en un nuevo intento de recuperar las energías perdidas, de perder la esclerosis de los hábitos adquiridos: los principales impulsos del hombre de hoy, un contribuyente cualquiera de cualquier país, que viaja para sacar fotos y tiene chavales para filmarlos y magnetofón para grabar sus primeros balbuceos y, muy de acuerdo con ese contexto de cuenta atrás, una Polaroid para eternizar los sexos conyugales, el pene de él, particularmente tieso ante el objetivo, como todo aquel que se sabe fotografiado, y el volcánico cáliz de la esposa, unida la familia en el legítimo disfrute de semejantes placeres fotogénicos.

Claro que una cosa es una foto en color lo más parecida posible a una cualquiera de esas postales expuestas ante los comercios, en las aceras, panorámicas del pueblo, puesta de sol en la bahía, las playas, la subasta del pescado, las excavaciones arqueológicas, vista nocturna de las calles, las terrazas de los bares al mediodía, el paseo marítimo, etcétera, y otra muy distinta vivir todo eso días y días, patear una y otra vez aquel maldito paseo, bracear y bracear entre los bañistas, repetir las rondas nocturnas, el cuerpo –ya de por sí sometido al palizón del sol– castigado más y más por diversas molestias, la cabeza y el estómago principalmente, aquella sangría que le sentó mal, la paella que no le dejó pegar un ojo, náuseas, diarreas, jaquecas y, sobre todo, cansancio, tampoco es uno ya tan joven a fin de cuentas, y así, casi con ganas de volver a casa, de que se acaben de una vez las dichosas vacaciones, no es en modo alguno infrecuente que el turista termine por comportarse como una de esas parejas de jubilados, cansinos, incomunicados, con el aura del tedio propia de todo viejo matrimonio cuando, ya sin las cotidianas preocupaciones del trabajo y todo en orden en la familia, deciden un buen día que ya es hora de empezar a ver mundo, a viajar, a visitar los lugares que nunca visitaron ni volverán a visitar, y entonces, embarcados ya en la aventura, resulta que se aburren, que se cansan de recorrer países y de ver cosas famosas que nada les interesan en el fondo y que, de hecho, basta y sobra con verlas en las postales que se venden en el mismo hotel, y hasta sin haber salido de casa, comprando libros relativos al tema, esos libros caros que, aparte de adornar en cualquier repisa, son útiles para ir hojeando en el silencio de las sobremesas, después de la cena, cuando el programa de la tele no es demasiado interesante. Y es que, en resumidas cuentas, al cansancio personal, subjetivo, que puede experimentar o no el turista, cabe añadir otra clase de cansancio, más general y también más profundo, que afecta al europeo y, por extensión, al norteamericano, al occidental, en suma, ese hombre al que le cansa el tiempo que tiene para descansar, fatiga y hastío no suficientemente explicables por el hecho de que la sociedad a la que pertenece haya ido conformando trabajo y vacaciones como formas de ocupación complementarias que le son por igual ajenas. ¿Desgaste de los principios que informan tal clase de sociedad, del propio cuerpo de esa sociedad? La Europa de hoy, esa empresa con más pasado que presente y más presente que futuro, una Europa más unida y débil que nunca en rotundo mentís de máximas como aquello de que la unión hace la fuerza, recordando nostálgica las preponderancias turnantes de otros tiempos y los espléndidos aislamientos, soberbias construcciones sucesivas realizadas con toda la astucia de Ulises y la violencia de Aquiles y la piedad de Eneas y el heroísmo de Sigfrido y la firmeza de Roldán y la hidalguía de Mio Cid, entidades conflictivas pero siempre homogéneas, canibalescas en relación a los pueblos vecinos y fratricidas en relación a los propios, potencias evangelizadoras del resto del mundo, esto es, hacedoras –como Dios del hombrede un mundo a imagen y semejanza de lo que tenían en común, su fe en la fuerza, una Europa descivilizadora, barbarizadora, drogadora, violadora, esclavizadora, exterminadora, atomizadora, roedora y raedora, convirtiendo países en explotaciones, culturas en antigüedades, razas en productos, pueblos en mercados, mágico cambalache, genio del cristianismo, vasto despliegue de cruces y cañones, éstas son mis razones, éstos son mis poderes, una Europa repentinamente aterrada, culpablemente acomplejada ante ese mundo hecho a su imagen y semejanza, temiendo por encima de todo recibir un trato recíproco, el mismo trato que ha dado, la droga asiática, la verga africana. Ansiedad y culpa y desmoralización que no puede dejar de pesar sobre los hombros del europeo de hoy, de nuestro hombre, y explicar así su cansancio, acrecentado por el esfuerzo de simular una hipócrita cordialidad hacia otras razas, otras sociedades, otras culturas. Esfuerzo tanto mayor cuanto que, soterradamente, cada vez más soterradamente, bulle aún el impulso de volver a las andadas, de volcar la mesa y hacer frente una vez más a los tradicionales enemigos de Occidente, derrotarles como en otros tiempos les derrotó Charles Martell, en Poitiers o en los Campos Cataláunicos o Catalanes, Charles Martell o Charlemagne o Guillermo Tell, alzados proverbialmente contra el invasor, contra ese Atila de turno que irrumpía hirsuto cabalgando al pelo en su propio bajo vientre, pene en ristre, fornicalopando.

El paseo soleado, prácticamente desierto, y un silbido solitario, de localización imprecisa, por todo sonido, expresión de ese vacío interior que manifiestan ciertos seres insustanciales cuando hacen o llevan el camino de hacer algo. Al llegar al área del pósito, las largas redes extendidas le obligaron a apartarse del borde del malecón, más y más apagado el batir del mar y distantes las salpicaduras de espuma, una espuma floja y pegajosa como la de ese champán barato que, en la relativa irresponsabilidad que produce llevar ya unas cuantas copas, puede uno acabar tomando en el bar de la gasolinera o en el Paradís cuando en el pueblo tienen que cerrar. Y, frente por frente, aquel hombre aproximándose con esa actitud como de flotación que adoptan al caminar –pisando plano, deslizándose más que andando, las piernas blandas, los hombros caídos, los brazos colgantes, pegados los codos al cuerpo y divergentes las palmas, ensimismada la sonrisa mientras avanzaba mirando la lejanía, casi en blanco los ojos– determinados homosexuales, un excéntrico, sin duda, algún remanente del flujo turístico, uno de los escasos forasteros que permanecen fuera de temporada, que prolongan su estancia como si gozaran con el espectáculo que sucede al éxodo, terrazas que desaparecen, hoteles, bares, discotecas y restoráns que cierran, playas que se vacían, barcas que se recogen, un pueblo entero como una sombrilla que se pliega, en tanto que la construcción se reactiva como en una mansión, acabada la fiesta, da comienzo la limpieza doméstica no bien ha partido el último de los invitados, y la población autóctona empieza a disfrutar de su merecido descanso, y descansa y chismorrea y se aburre y se calienta los cascos, disputando unos con otros por cualquier cosa, deseando ya que los días se alarguen y el sol se afirme y, a la hora de iniciar de nuevo los preparativos de la próxima temporada, que no tarde en llegar alguien, que venga pronto a distraerles algún excéntrico interesado en ver cómo disponen los apartamentos y los hoteles, cómo se extienden las terrazas de los bares y restoráns y se ventilan los chalets y se calafatean y repintan las embarcaciones y, en las playas, junto con los primeros bañistas, van reapareciendo los patines de pedal y los chiringuitos, y en las calles se dejan ver las primeras chachas y hasta ese hipotético paseante que explora los alrededores del pueblo y visita las no menos hipotéticas excavaciones arqueológicas y recorre una y otra vez el paseo marítimo y acude puntualmente a la subasta del pescado en el pósito. Un ámbito de contraluces y ecos, fosforescencias, burbujas, espejeos, coletazos, aleteando despacio antes de caer en picado chillando, alborotando, chapuzando en torno a las barcas que llegan, chapoteos de zuecos, charcos resbaladizos de sal y hielo entrefundidos, círculos atornasolados, boqueos convulsos y tensiones aquietadas en el centro de los corros, caras expectantes atraídas por las atronaciones numerales decrecientes, y algún que otro curioso deambulando de grupo en grupo, aquella extravagante criatura que, afuera, en la calle, uno bien podría haber tomado por un homosexual, pero que, vista más de cerca, resultó ser una bella idiota, algo así como una de esas maniquíes que se complacen en crear revuelo, en provocar casi la agresión física, por dondequiera que pasan, motivaciones similares a las que reconfortan al rico cuando da una limosna –la mano tendida como contraste– o a las que hacen sentirse más vivo al anciano que contempla la agonía de los peces, ya que si relacionamos el estreñimiento crónico –por lo que tiene de retentivo, ahorrativo, acumulativocon las indudables propensiones narcisas y hasta megalómanas del sujeto, habrá también que relacionar los padecimientos que tales desarreglos suponen para el organismo con el lógico sentido de culpa que produce el síntoma, y entender la necesidad de purgarse como compensación expiatoria y, en consecuencia, liberadora, así, de modo semejante, la belleza física y armonía exterior no dejan generalmente de crear problemas de orden síquico y peculiares alteraciones en el comportamiento de quien se sabe en posesión de tales cualidades. Mais c’est justement le temps des coquelicots!

Consecuencias del alcohol circulante, modificaciones en la percepción, aunque también pudiera tratarse de una percepción más aguda, capaz de captar las modificaciones en la percepción que sólo no ve quien no quiere ver, cotas más altas de realidad. Pues así como sería difícil dilucidar si la joven princesa fenicia fue raptada o raptó, robada o robadora, espoleando como un cuatrero los ijares del toro blanco, prendada o prendida de su olímpica verga, cabalgada o cabalgando de playa en playa, sobre las vehementes y ardorosas olas, hasta el aislado recogimiento de su picadero cretense, así, igualmente difícil sería esclarecer en él hasta qué punto maldecía o celebraba el horror del mundo circundante, si maldecía o celebraba los extremos a los que le había conducido la energía alcohólica. Una energía capaz de activar la máquina, esa máquina que podemos conducir como se conduce un coche, pero cuyo funcionamiento desconocemos al igual que el rumbo y hasta que la razón o finalidad del viaje, como sucede en los sueños, cuando soñamos que conducimos, sin que ello sea obstáculo, por supuesto, para que podamos ser objeto de una multa. Impresión nítidamente agudizada por la resaca, como si el alcohol hubiera limpiado el organismo al recorrerlo, aclarando la mente y despejando los sentidos, dejando sólo la duda de si tal impresión era más patente en la observación del comportamiento de una comunidad cualquiera considerada como conjunto, en las conclusiones generales que de tal observación pueden extraerse, o, por el contrario, en los detalles captados, una silla de paralítico vacía en una playa desierta, el tronco descabezado de un cuerpo a medio reaparecer en la arena socavada por las olas, diabólicamente olisqueado por un perro lobo, siendo ya de relativa importancia poner en claro si el punto central del problema reside en la percepción o en lo percibido, en ese volcán interior que nos impulsa o en la placidez aterradora que nos rodea, en el no por argumentado menos delirante texto del papel que estruja en el bolsillo, aquella cédula de notificación de débitos por recaudaciones que, en cumplimiento de lo prevenido por el artículo tal del Estatuto de Recaudación de tal fecha, requiere a usted para que haga efectivos los débitos que se detallan al margen y que, en virtud de la providencia dictada, están incursos en recargo del veinte por ciento; debiendo advertirse que si efectúa el pago dentro de los diez días hábiles siguientes al del presente requerimiento, el recargo quedará reducido al diez por ciento. Transcurrido dicho plazo, se continuará el procedimiento con inmediato embargo de bienes, con arreglo al precepto tal, título tal, del precitado cuerpo legal.

CUATRO VECES LO DIRÉ. Flashes, actitudes intermitentes, movimientos descompuestos en posturas, la cadera ladeada, los codos separados, el busto para adelante, el culo para atrás, la rodilla derecha en alto, la cara para arriba, el cabello para atrás, los codos juntos, el cuerpo recto, el mentón bajo, el pelo sobre la cara, las manos flojas, el vientre para adelante, los hombros retirados, el pecho para arriba, el paquete para arriba, los brazos como flotando, las manos sueltas, el mentón en alto, el vientre doblado para dentro, las tetas colgando, los pelos a su aire, las cinturas dobladas para atrás, vientre contra vientre, espalda contra espalda, la boca y los ojos como los de un ahogado, el talón contra el culo, un brazo en alto y el otro pegado al cuerpo, la cara ladeada, la pierna como dando una patada, la boca como gritando, instantáneas fijadas apenas un instante, componiéndose, descomponiéndose al dictado del equipo electrónico, un tablero de mandos casi como el de una nave espacial, puesto de control que el cura del cole no hubiera dudado en considerar regido por el mismo diablo, aquella satánica coordinación de luces y sombras y movimiento y ritmo, y su no menos satánico resultado, humedades y dilataciones provocadas a voluntad –y con el concurso de la ambientación en general y del alcohol en particular y, más particularmente todavía, de una genérica disposición individual a pecar– con sólo ir colocando, debidamente graduados, como un brujo gradúa la composición de su filtro, tal o cual disco, eligiéndolos, igual que comprimidos, según el efecto que se desee obtener, auxiliado en la elección por las no menos diabólicamente excitantes cubiertas de cada funda, casi como espejos que reflejaran los aspectos más sugestivos del propio local, infernales ritmos en infernales ámbitos, el cura del cole presidiéndolo todo desde su púlpito, orquestándolo todo con enrojecido júbilo, pulsando botones, teclas, interruptores, manejando palancas, en sus manos todos los hilos de aquel espectáculo de hombres y mujeres danzando en infernal promiscuidad al son de composiciones cuyo carácter lúbrico proclamaban bien a las claras las diversas fundas vacías, I’m Gonna Suck It, Pau Casals y su conjunto, letra de Paul Claudel, diseño de Paul Klee, o la popular Ad Efesios de Saint Paul Robeson, etcétera. Apagón final. Invitación a proseguir en otra parte, a consumar el pecado, a llegar hasta el fondo y apurarlo hasta las heces. Willy les salpicó al sacudirse el sudor, pura cerveza tibia.

A la salida del Atila Leopoldo dijo: ¡Al yate! Subid a la canoa y estuprémonos todos contra el yate.

A la salida del Atila Leopoldo propuso ir a casa de Willy. O al bar de la gasolinera, o al Paradís.

¿Por qué no nos plantamos en casa de Willy y que las mujeres hagan bollos?, dijo Leopoldo a la salida del Atila.

Casi todos montaron en el jeep de Willy, incluso algún desconocido, sobre el capó, en los estribos, saludando con el brazo carretera adelante, como si entraran gloriosos en un pueblo recién liberado. Él les seguía a corta distancia, iluminándolos con los faros; le había tocado cargar con la Renata Bosch y el pelma de Javi. Javi parecía fuera de combate, bobamente embobado.

El bar de la gasolinera estaba llenándose por momentos, la gente saltando como para un atraco de los coches que iban llegando. Leopoldo llevaba puestos los pies de pato y las gafas de bucear de Willy. Carmen se le acercó doblada de risa por algo que la misma risa le impedía contar. Detrás venían Cristina y ella, con el Hombre-Polla casi en volandas, casi como desorientado o aturdido ante su propio éxito. También estaba el Grec; el de la barra se lo señaló con un gesto de cabeza. Os habrá contado sus heroicidades, les había dicho la primera vez que les vio hablando con él. Que si en la guerra hizo esto y aquello. ¿Lo que hizo? Requisar y venderse lo requisado mientras pudo escapar a la movilización. Y luego, en Intendencia –porque hizo la guerra desde los almacenes de Intendencia–, si no fue fusilado por ladrón es porque cayó prisionero a tiempo. O, más exactamente, se entregó, se pasó. Y si los nacionales tampoco llegaron a fusilarle es porque de hecho nunca disparó un tiro y, en cambio, él, el pescador anarquista, hizo la vista gorda cuando escapó a Francia más de un señorito del pueblo, si es que no los llevó hasta allí en su propia barca a un precio razonable dadas las circunstancias. Y así había sido efectivamente: advertido, gracias a su fina intuición, del tipo de mentalidad de sus interlocutores –contraria a los valores de la clase social a la que obviamente pertenecían–, el Grec, el Rey de las Langostas, como aseguraba ser llamado, les había puesto al corriente de sus hazañas bélicas durante la guerra civil, no menores, en su desinteresada trascendencia, que las realizadas por un sargento York. Hombre curtido por la experiencia, que ha sufrido y quizá por eso sabe ser generoso, que ha visto de todo en la vida y quizá por eso sabe ser comprensivo y también quizá por eso sabe disfrutar de lo poco bueno que la vida puede ofrecer a un hombre como él, un pescador de noble aspecto, de hermoso pelo de jabalí y rasgos subrayados por el esfuerzo repetido de la lucha que empieza con cada jornada, un hombre que vive de su trabajo, de sus manos, de su barca, esa barca y esas manos que alquila a los turistas sin dimitir por ello de su dignidad de marino, una forma de sacarse el jornal que le ha deparado, por otra parte, un sinnúmero de aventuras y anécdotas con el elemento femenino de su clientela que sería prolijo y hasta impropio enumerar, ahora que ya no es el de antes y el cuerpo no responde como en otros tiempos y casi que lo que prefiere es eso, tomar unas copas con los amigos, con los jóvenes, sobre todo, que son los únicos que aún no están estropeados por la vida, los únicos a los que vale la pena ayudar con la propia experiencia y a los que se puede ayudar, quizá porque él también es joven aunque sea viejo y haya recibido muchos palos, justamente por eso, sí, como un padre en sus consejos y también como un padre en su desamparo, inerme, desvalido, sobrepasado por los acontecimientos, un hombre, en suma, no tanto capacitado para prestar ayuda cuanto necesitado de recibirla, que nos la está pidiendo cuando nos la ofrece y a quien por eso se la prestamos haciendo como que es él quien nos la presta. Reacción similar a ese proceso reivindicativo del padre carnal que se inicia por lo general cuando, por ley de vida, las relaciones de poder se invierten y uno empieza a ver al padre como a otro hijo engañado, un hermano engañado como engañado fue el pueblo judío por Moisés sin que nadie llegase a sospecharlo ni a descubrir el porqué, la causa de que aquel iracundo anciano les hubiera ocultado que el Padre Eterno era él, el eterno padre que recorre el mundo en un carro de fuego, que fulmina con truenos y relámpagos a quienes pretenden apoderarse de ese fuego, que engaña al hijo y le hace morir como a un farsante y le funde las alas cuando a él intenta volver, que inventa un antagonista y crea réplicas de sí mismo y hace predicar la égira a la vez en favor y en contra de sí mismo y se complace en enviar invasores contra sus dominios y cruzadas contra sus ciudades y conquistadores contra sus templos, complacido de que unos y otros creyeran salvarse con sus cruces encendidas, con sus vientres al rojo y sus ofrendas de corazones todavía palpitantes, y, sobre todo, de que su orden, ese orden de violencias encontradas, fuera contrapuesto a un caos inicial, a un precedente estado de terror plagado de oscuras brutalidades, de que ya nadie creyera o recordara que, a modo de resultado, todas las diversificaciones de la ley revelada formaban parte de la venganza de un viejo rencoroso que había sido traicionado, que había sido acusado de practicar o haber practicado las mismas devoraciones que practicaban o practicarían sus hijos, unos hijos que le habían castrado con la complicidad de su mujer, es decir, de su madre. De hecho, un pobre hombre destronado, desterrado, desposeído, delirante en sus evocaciones megalómanas del poder perdido, un poder que acaso ni tan siquiera tuvo nunca realidad porque la realidad es otra, no, por ejemplo, un pueblo de pescadores con sus cultivos complementarios y sus cuatro familias de veraneantes, señores de Barcelona que, aunque con parsimonia, siempre daban vida, no, no aquello sino esto, lo de ahora, lo que ahora estaba adonde estuvo el pueblo, un fenómeno susceptible de marginar en igual medida que de fascinar, millones y millones, cifras con ceros y ceros, producto de la perfecta conjunción de la belleza natural del paraje y de los prodigios del desarrollo económico, otras dimensiones, otros ambientes, otros ritmos, esa invitación a la velocidad contra el aire a la vez que a la modorra arenosa, al placer surcante como a la destilación erótica, somnolencias y ensoñaciones y éxtasis, rosadas erecciones y honduras vehementes, suficiente la oferta para calmar toda ansia de penetración o incorporación, de abrevarse en la espuma amarga, rendez-vous on the rocks, luces de whisky en la noche y el azul del aire, como un desafío del tiempo y las distancias, igual que por la mañana, es decir, al mediodía, tal huyendo de Tifón, más allá del Eufrates, Venus a salvo con Cupido, sol de sal sobre la piel y la hora blanca en los párpados, ese mediodía que supone el tránsito entre lo que se ha hecho y lo que se ha de hacer, el corazón como una balsa recorrida por las ondas sucesivamente ampliadas de una piedra que cae, según se consume el cigarrillo que tan mal sabe después de tantos otros, un cigarrillo que sólo con el paso de las horas, en el curso de la tarde, irá recuperando las cualidades estimulantes que le son propias, lo mismo que si en lugar de tabaco fuese hierba servicialmente proporcionada por un camarero cualquiera, ya suficientemente reavivado como para adentrarse más y más en una nueva aventura nocturna, en las profundidades del Atila o de cualquier otra discoteca, el Pinocho, el Nautilus, para terminar en el bar de la gasolinera o en el Paradís, contagiado ya por el frenético desenfreno del frenesí que –en palabras del cura del cole– poseía a los allí presentes. El momento de retirarse discretamente y volver al volante del automóvil, como aquella otra vez que, algo bebido o con algún petardo de más, le apeteció repentinamente salirse por la ventana del baño de casa de Willy y coger el coche, y así lo hizo y se dio una buena vuelta, los camioneros cediéndole el paso tras un previo intercambio de señales, encantadores, fraternos, y él les saludaba con la mano una vez completado el adelantamiento, de compañero a compañero, y lo mismo con los coches, salvo aquel que no acababa de cederle el paso, que parecía resistirse, acelerando, invadiendo casi la banda izquierda, medio borracho con toda seguridad, pero ni eso –y aunque él hiciera lo propio cuando el otro, apenas adelantado por medio de una diestra maniobra, como picado en su amor propio, empezó a pedirle paso con fastidiosa insistencia, obligándole a cerrárselo cuando, en su descuido, el muy cabrón intentó adelantarle por la derecha–, ni aun eso pudo empañar esa sensación de armonía cósmica, de encontrarse en relación directa con las fuerzas que mantienen en equilibrio el orden del universo, rato y rato ceñido a los serpeos de la carretera, una carretera que parecía irse creando al conjuro de sus propios faros, magistral, insuperable, demoniaco, y así hasta que llegó de nuevo a la casa y, ya en el jardín, más que entrar, prefirió tumbarse en el césped y allí le dio el sol en los ojos.

ESCALERA REAL. ¿Y las hijas del anochecer, vestidas de rosada niebla? ¿Querían seguir danzando? Querían. ¿Preferían bañar sus cuerpos en las aguas violáceas? Lo preferían. ¿Correrían monte arriba hasta el Paradís en tanto durase la noche? Correrían monte arriba. ¿Sucumbirían prematuramente al abrazo de algún sátiro como sucumbe una ninfa cualquiera? No hay por qué excluirlo.

Deliberaron. Leopoldo y los suyos debían ya de estar anclados en la bahía de Cadaqués. ¿Por qué no les hacemos una visita?, propuso Willy a la salida del Atila. Nos plantamos en Cadaqués, dejamos la ropa en el coche y abordamos el yate a nado. Muy germánico.

Montaron en el jeep de Willy, tomaron otra copa en el bar de la gasolinera, volvieron al coche, hacia el Paradís, una espiral de vueltas y revueltas remontada a todo gas, tronante el tubo de escape como el del propio Atila.

Recorrieron los diversos ámbitos de aquella vieja masía convertida en discoteca, las piezas y dependencias de la planta baja, bóvedas oscuras, bajas arcadas, patios recogidos, muros de pizarra. Ella quería algo relajante, las tumbonas de lona de las arcadas, desde donde se dominaban las laderas del monte y, al fondo, las luces del pueblo, los reflejos de la bahía, contemplar la blancura que ya empezaba a emerger del mar y extenderse. Pero él prefirió darse una vuelta, la barra embarullada, la animación de la pista, aquel despliegue de movimientos ligados, de maniobras envolventes, muchachos de risueño levante –despierta la verga bajo el pantalón ajustado– y frescas adolescentes de hermoso crepúsculo. Le fue presentado un carmelita que bailaba en buena compañía; iba en shorts y llevaba una blusa suelta y sandalias y una cinta ciñéndole el cabello. Estudió Derecho en nuestra época, antes de meterse a carmelita. Dos cursos después. ¿No lo recuerdas del patio? Reía y se meneaba con una vitalidad envidiable, alegre, desinhibido; algo muy irritante. Dios está en todas partes, ¿verdad?, le preguntó en un intento de fastidiar en lo posible, de soplar en el rescoldo de su mala conciencia. Y el padre Torrens le guiñó un ojo: pero, sobre todo, en los templos, dijo palmeando significativamente las postrimerías de su compañera.

Desde las tumbonas presenciaron el panorama que una vez más ofrecían los blancos ejércitos angélicos al abatirse, las alas extendidas, sobre las lóbregas hordas infernales expulsándolas de las alturas celestes, precipitándolas a lo más profundo de sus simas relampagueantes, cada vez menos relampagueantes, cada vez más apagado su resplandor nocturno, recluidos en sus dominios subterráneos según se acrecentaban los esplendores del cielo, pronto ultravioletas, infrarrojos, anaranjados, anulando la luz negra luciferina, satánicas profundidades poco a poco desentrañadas por los oros solares, no los reflejos de la bahía sino la bahía, no las luces del pueblo sino el pueblo y sus contornos, esos contornos que algún día iba a recorrer de nuevo, desde las ruinas del castillo de la Trinidad hasta las de la Ciudadela, calles y plazas donde los últimos noctámbulos irían siendo sustituidos por gente de bien, honrados trabajadores, hombres de mar, turistas mañaneros, chachas espabiladas, concienzudas amas de casa. Todo eso cuando el Paradís quede desierto y el placer licuante se resuelva en otros campos, más recogidos, más idóneos, y las bajas pasiones puedan desatarse y atarse a su debido nivel, mientras a levante aflora el capullo de Dionisos y comienza a extender su calor sobre la tierra.

TICS. Ella le despertó al llegar. Su cuerpo desnudo. No podía haber dormido demasiado; estaba apenas amaneciendo, y cuando él salió del yate era todavía completamente de noche. Se había ido sin avisar, mientras desnudaban al Hombre-Polla. Tres noches seguidas de lo mismo era excesivo. De ahí la general necesidad de elementos de refresco como el Hombre-Polla. Volvió a tierra nadando y corrió hasta el coche en pelotas, chorreando como un tritón. El baño le había espabilado y, en el motel, antes de tumbarse a dormir, se sirvió otro whisky sentado a la mesa de trabajo y tomó algunas notas, simples indicaciones que desarrollaría cuando tuviese la cabeza más clara:

Ella no se duerme antes de las cuatro ni se levanta antes de la una. Mientras él almuerza, ella desayuna acurrucada en su bata, le mira con cansancio, con desánimo: esto no puede ser, dice. Nos acostamos demasiado tarde y yo necesito por lo menos nueve horas de sueño. Si duermo menos no sirvo para nada en todo el día. Y lo que pasa es que nunca he podido dormirme temprano; ni de niña. Pero entonces tenía más aguante. Debiéramos hacer un esfuerzo. Yo necesito hacer algo, dedicarme a algo, lo que sea; si no hago algo pronto, me volveré loca. Tienes que ayudarme en eso, en que haga algo. Tú tienes tu trabajo. Pero yo, nada. Yo no tengo nada. ¿Qué podría hacer yo? Dime: ¿qué podría hacer?

Luego, cuando él toma el café y lee el periódico, la charleta de ella con la asistencia, en la cocina, mientras la asistenta friega los platos: sus proyectos de trabajo, la necesidad de arreglar antes que nada un rincón donde poder realizarlos: decoración, una boutique, un laboratorio fotográfico. Tendencia a interesarse también por los problemas de la asistenta, a darle consejos en calidad de persona de mayor experiencia, a predecirle lo que entonces acabará haciendo el otro, el marido, el novio. Valor compensatorio de tal intercambio: los propios proyectos se objetivizan, cobran realidad en la misma medida que los problemas de la asistenta.

Llamadas telefónicas, largas conversaciones con amigas y amigos; similar tendencia al intercambio de confidencias, de opiniones personales: unos problemas por otros. Fases, no obstante, en las que adopta la actitud opuesta: no llama a nadie, hace decir a la asistenta que no está en casa cuando alguien telefonea.

Parecida alternancia en lo que a gastos de la casa se refiere: un buen día toma el dietario y, tras varias semanas de páginas en blanco, pasa cuentas meticulosamente con la asistenta.

Nunca manifiesta el menor interés por el trabajo de él, pero se queja de que él no la escucha, de que sus problemas no le importan verdaderamente. Si él le hace ver que lleva años insistiéndole en que lo que a ella le conviene es hacer algo, una cualquiera de las muchas cosas a las que podría dedicarse, ella contesta que no basta con alentar, que alentar no es ayudar, que puede resultar hasta contraproducente, agobiante, inhibitorio.

Cuando él no está de humor y ella sí, y parlotea y expone su criterio sobre las más diversas materias –criterio, por lo general, ya expuesto en otras ocasiones– y él la deja hablar, ella acaba preguntando que qué le ha hecho, que por qué está enfadado con ella.

Suele asegurar que las soluciones que valen para los demás a ella no le valen, que ella no lleva anteojeras, que ella no se autoengaña como se autoengaña la gente: la clarividencia que anula toda actividad, que dificulta por exceso cualquier clase de comunicación. No sé qué me pasa. Cada vez estoy peor. Me voy de las conversaciones, no me entero de las cosas. Y, de repente, me entra la sensación de estar en una especie de manicomio donde todos los locos se dedican a contar simultáneamente su caso. Supongo que la loca debo ser yo: superioridad de la locura singular sobre la común.

Comportamiento frente a terceros caracterizado por su afán de parecer normal, de evocar los conflictos típicos de una pareja en un intento de justificar de algún modo lo que ella cree que a todo el mundo resulta raro en sus relaciones con él por el simple hecho de que, como un corazón delator, lo que preocupa tiene que notarse: no es lo mismo –¡ni mucho menos!– ser diferente que ser normal. Así, él se dejaría ir, pero ella le chincha, le obliga a mantenerse en forma; ella es una despistada que siempre está en la luna, suerte tiene de él, que está al tanto de todo; ella es una mujer libre, se lo ha ganado a pulso, él ha tenido que acabar aceptando la realidad; ella es algo ligera de cascos, un poco loquita, y más de una vez él ha tenido que sacarla de un verdadero lío, y es que ella, de hecho, sólo le quiere a él, lo demás le importa un comino, y él es casi hasta demasiado comprensivo con ella; él le ha puesto cuernos ya tantas veces que ella ha terminado por tomárselo deportivamente, con filosofía, si se prefiere; él es celoso, pero lo disimula; ella es celosa y con razón, porque él, etcétera. La caracterización del caso, sus tipificaciones y variantes dependen de la circunstancia concreta de cada interlocutor.

Conducta erótica: narcisa, exhibicionista. Orgasmo indirecto: no tanto el placer que recibe cuanto que ese placer sea la respuesta al placer que su cuerpo sea capaz de engendrar en los demás. Al mismo tiempo, y en contradicción sólo aparente, una profunda inseguridad íntima que, sin la ayuda de estimulantes –alcohol, marihuana–, le hace reaccionar con timidez a la sugestión venérea, pudiendo incluso conducirla a una actitud de rechazo. Este segundo aspecto posiblemente condicionado por el carácter de las relaciones sexuales existentes entre ambos, más bien irregular, ya que él sólo suele tomar la iniciativa cuando ha bebido, teniendo ella que recurrir, en consecuencia, cuando se halla sometida a similares influjos, bajo la compulsión carnal, a los estímulos exteriores más arriba mencionados. Indiferencia de él respecto a ella, o mejor, inapetencia, que ella personaliza al máximo, excluyendo cualquier motivación generalizante: deterioro de la vida conyugal, usura de la convivencia, tedio de lo que perdura. El núcleo traumático: es ella, su cuerpo, lo que no le apetece a él. Algo no referible a un siempre más llevadero caso de impotencia: no es que él no pueda, sino que no quiere; sin problemas de erección, la respuesta de él durante el acto amoroso, cuando lo realizan, es completamente normal, lo mismo –aunque sin duda menos cariñosa– que cuando lo realiza con otra. Con cualquiera.

Consecuentes manifestaciones de agresividad verbal: reproches relativos a la frivolidad de la que él hace gala, acusaciones de vedetismo, homosexualismo, frialdad sentimental, brutalidad de sátiro, riesgo de acabar convertido en un viejo verde, etcétera. Reproches y acusaciones que se expanden hasta abarcar por entero la personalidad de él y que, a veces, en determinados momentos, abstracción hecha de los elementos proyectivos que contienen, terminan por dar en el blanco, por hacer mella. Cuando le dice que se está pareciendo cada vez más a su padre, por ejemplo. Los dejes, los hábitos, la infusión de manzanilla al irse a la cama, los somníferos, las gotas nasales, las pastillas de regaliz. Su misma sensibilidad, cada vez mayor, a las corrientes de aire. Incluso, curiosamente, el hecho de que cada vez le sienten peor cuantos alimentos componían el índice de severas prohibiciones paternas en materia dietética, conservas, fritos, embutidos, por no hablar ya de los excesos alcohólicos. ¿Podía entenderse tal impulso repetitivo en lo formal como augurio de una repetición de destinos? ¿O era ese temor apriorístico en sí mismo la causa involuntaria que le conducía a la repetición? ¿Herencia? ¿Contagio? ¿Reparación? Dilemas: que pueden adquirir algo de obsesivo en los períodos de ansiedad y bajo estado de ánimo. En la última etapa de la resaca, por ejemplo, dos o tres días después de la noche en que se ha bebido, cuando, atrás los períodos de confusión y de excitación angustiada, queda sólo el cansancio, así físico como moral. Un estado de ánimo similar al de ese honesto burgués y ejemplar padre de familia que un buen primero de año, al volante del coche, tras haber comido en casa de los suegros o los abuelos o como se prefiera llamarles, meditando acerca de los años transcurridos en la enternecida y admirada contemplación de la desvalida pequeñez de los chicos, ahora ya unos mocetones, con esa peculiar tristeza propia de unas bodas de oro, de diamante, o de cualquier otra celebración que supone tanto haber llegado hasta como ya no volver a o, incluso, estar cerca de, poseído de esa clase de sentimientos, sentimientos más que reflexiones, se le ocurre de pronto que por qué seguir conduciendo calle adelante en lugar de, con un suave giro de volante, irse contra una farola. Así él, como ese honesto burgués y ejemplar padre de familia, con esa cerrazón de horizontes que en ocasiones se abate sobre el condenado, en su incapacidad de identificar semejante estado de ánimo hasta haberlo superado: la suprema lucidez de sus momentos más depresivos, de las visiones y las ideas, de las piezas de rompecabezas que entonces afloran a la conciencia. Los momentos que ella parecía preferir, como intuyendo la especial vulnerabilidad del adversario, para volver a la carga.

Ella, sus conflictos, sus contradicciones, complejidades de un tema al que, ya en la cama y a oscuras, según llegaba el sueño, siguió dándole vueltas, irreductible a notas parciales, múltiples facetas de un poliedro que gira, un todo no menos equívoco y turbio, por ejemplo, que la personalidad de una de esas mujeres, no forzosamente viejas, que se consumen pensando en la cantidad de dinero que llega a circular por el mundo, que pasa de largo ante sus narices, inaferrable, siempre fuera de su alcance, de otros, para otros, premios que caen a la gente, y concursos y quinielas y loterías y recompensas y recomendaciones y herencias de parientes desconocidos y golpes de suerte y golpes de mano, y ese señor que tanto podría hacer por ella con sólo una pizca de su fortuna, y ella, que lo haría todo por él, absolutamente todo, asesinarlo inclusive, a cambio sólo de sus favores, y por eso se le arrodilla y abraza y lloriquea –o al menos eso haríay casi quisiera morir por él, con él, y así saldar la deuda, la culpa. Entre dormido y no dormido, ya en ese punto en el que las ideas se convierten en imágenes y, sin solución de continuidad, uno se encuentra de pronto subiendo a un aeroplano. O con un cuerpo desnudo acoplado al suyo, reanimándoselo, incorporándoselo. Te quiero mucho, le dijo al oído, la lengua entrándole oreja adentro, según se desvanecía la pesadilla. ¿En qué soñaba? ¿El paisaje?

Luego, dormida ella, él se tendió a un lado, sudoroso, vencido no tanto por el sueño cuanto por el malestar, una sensación como de fiebre, efecto, sin duda, de la resaca así física como moral que, particularmente extremada ciertos días, le lleva a uno, apenas despierto, a salir arreando hacia cualquier parte.

Todavía encendió la luz, no obstante, y, llegándose hasta la mesa de trabajo, hizo una última anotación:

Posibles nombres: ella, Camila; él, Ricardo.