III
Cómo hacer feliz a su raposa sería el título más adecuado. Uno de esos manuales tipo Cómo Triunfar en la Vida o Cómo Ganar Amigos que, por lo general, me imagino yo, deben de conducir al objetivo contrario al propuesto, es decir, directamente a la catástrofe. Esos elogios, por ejemplo, al pelo de la persona que nos atiende en un banco, en una oficina cualquiera, susceptibles de dar lugar, fuera de un contexto adecuado y según seamos o no del mismo sexo, a una contundente respuesta; o esas bromas para caer simpático, como la de pedir, en un parador de carretera, otra suela de zapato con ensalada, que fácilmente pueden ser mal entendidas. O las recomendaciones de uno de esos prontuarios relativos a la vida conyugal en los que se incita a los cónyuges a comprenderse mutuamente, a dedicarse recíprocas sorpresas, a iniciar la actividad sexual con delicadeza y tacto, y consejos por el estilo; delicadezas como las que les brindo, sorpresas y emociones como las que les tengo reservadas, comprensión como sólo de mí pueden esperar. Pues así, como ese género de manuales y prontuarios tan en boga años atrás, y de similares efectos contraproducentes, el libro que yo podría escribir sobre Camila y Roberto, la evolución de sus relaciones según yo les iba abriendo la válvula y se ampliaba el área de su autonomía, de las facilidades de que gozaban, hasta el azar, se diría, jugando de su parte. Ya que, pese al carácter positivo de las condiciones ambientales en que se desarrollaba la aventura de nuestros enamorados, como íntimamente entrelazados bajo el cálido manto de la furtividad; pese al cúmulo de elementos propiciatorios, dignos no ya de enumeración sino de ordenación detallada y hasta de clasificación, pese a eso, decía, algo empezaba a oler a artificial en todo aquello, y yo tenía fundadas razones, en efecto, para detectar tal factor de artificialidad –fruto del esfuerzo añadido– en el conjunto de datos que configuraban la gráfica de sus comunes vicisitudes. Escribo yo y no ellos, pues, por aquellas fechas, ellos, muy probablemente, eran ignorantes de la presencia de dicho factor. Y es que el instrumento adecuado para introducir semejante factor no estaba en sus manos sino en las mías: la duración indeterminada de lo que, en principio, de forma tácita, por analogía en relación a otros veranos, estaba perfectamente determinado; el mantenimiento de una tensión tan sólo soportable –para quien la sufre– dentro de ciertos límites. No es posible conservar el fervor de la llama cuando los leños se han convertido en brasa.
Yo, únicamente yo, no ellos, sabía con exactitud lo que les pasaba y conocía los sentimientos que experimentaban. Sus citas, sus cartas, la expresión de sus caras, por amable y animoso que, sacando fuerzas de flaqueza, Roberto aparentaba estar cuando nos tropezábamos con él por una de esas casualidades que entre los tres preparábamos con tanto cuidado. Sonriente, siempre como ofreciéndose para lo que fuera, gentil y dispuesto, luciendo su físico, como lucía la medallita de oro que, aunque no fuera de tema religioso sino referente a su extravagante grupo sanguíneo, no perdía por ello el claro valor de reclamo erótico. De no estar tan a mi merced, inerme y sin siquiera caer en la cuenta, me hubiera llegado a resultar realmente odioso.
La fatiga, en lo que a Camila respecta, empezaba a traslucirse, principalmente, a través de alguna de las cartas que ella recibía, que Roberto le hacía llegar, esforzándose en levantarle el ánimo, en darle aliento, los clásicos remedios contra la fatiga. Una fatiga que se presentaba no de modo constante, por supuesto, sino –como pasa con todo– según el día. Y me parece más que probable que a él le pasase lo mismo, aunque lo ocultase mejor, bien por ser más fuerte, bien por ser más farsante, más carota; por tener más oficio. Y hasta me atrevería a afirmar que mi sistema de dejar mis notas –no éstas, como es lógico– descuidadamente a su alcance, empezaba a dar resultado. No quiero decir con eso que Camila, sospechándose que yo leía sus cartas, me diera a entender, a través de las respuestas de Roberto, cuál era su estado de ánimo, sino, más bien, que la lucidez de mis observaciones, la claridad diáfana de mis argumentos, hacía mella más y más en su espíritu. Y eso representaba un giro de por lo menos noventa grados en relación a sus cartas primeras –justo después de la noche del celler–, en las que se vertían veladas alusiones a mi persona de carácter insultante. Es posible que por aquel entonces, tras haber mencionado el sueño que tuve respecto a un cajón de su cómoda lleno de serpientes, Camila sospechara –esta vez sí– que yo había leído sus cartas y, aunque a partir de entonces comenzó a ocultarlas en fundas de discos, tal vez abrigara la secreta intención de hacerme saltar, de que fuese yo quien, perdiendo los nervios, rompiera el lazo que nos unía, a fin de evitarse la prueba de ser ella quien lo hiciera, de cara, frente a frente; sí, que fuera yo la que estallase tras haberme situado en falso al registrar sus cosas; es muy probable.
A mi juicio, lo más inteligente por su parte, lo más apropiado, hubiera sido dejar premeditadamente a mi alcance una carta de rendición o renuncia; una carta dirigida a mí metida en un sobre abierto, pero oculta en algún sitio donde yo no tardase en encontrarla –el cajón de las serpientes, por ejemplo–, como si le faltase valor para echarla al correo. Lo más airoso, también. Lo más airoso y elegante tanto para ella como para mí.
El principal obstáculo con que me tropecé en el curso de mis operaciones de control fue la presencia casi constante de Constantino, todo el rato husmea que te husmea, como un perro que va levantando la pata. Más de cuidado era, en realidad, Herminia, que sabía caminar sin hacer el más mínimo ruido y no se le escapaba una, pero yo confiaba en que su misma discreción la haría mantenerse aparte. En cambio, Constantino, ese fauno decrépito que sin duda se barruntaba algo, conseguía exasperarme con sus continuas incursiones, con su sigiloso rondar por el interior de la casa bajo cualquier pretexto, con sus intentos por saber en todo momento dónde andaba Camila, con su forma de escrutar la bahía desde el embarcadero, a la caza del objetivo que yo pudiera seguir con mis prismáticos, espiando, vigilando, presa, sin duda, de la más rabiosa excitación. Los delirios de aquel fauno me llevaron en más de una ocasión al borde del ataque de histeria. Ya una vez tuvo problemas con la guardia civil por abusos deshonestos cometidos con niños y niñas, uno de estos casos en los que los padres acaban retirando la acusación para evitar a los críos el nuevo trauma que supone la vista del proceso. Bueno, en realidad el culpable no fue él sino otro pescador igualmente solapado y decrépito. Pero cuando me contaron la historia enseguida pensé en Constantino y, de hecho, hubiera podido ser él perfectamente.
Tales muestras no ya de torpe lascivia sino de cortedad moral y, sobre todo, de falta de sensibilidad, me resultan realmente insoportables. Tanto más cuanto que nunca me ha gustado dar pie a groseras habladurías ni a reacciones escandalizadas, y ello no por cobarde disimulo, ya que siempre hago lo que me da la gana, sino por un elemental sentido de las formas, que yo respeto y exijo sea respetado. Con Camila, en nuestros viajes, en cualquier lugar público, entre personas que no saben quiénes somos, nunca hemos dado motivo a la más mínima clase de comentario. Y es así como la gente debiera comportarse. Claro que, en la imaginación de la gente, la lesbiana es una mujer de rasgos duros, pelo corto, gestos enérgicos y pupilas afiladas, que viste con preferencia un traje sastre. En otras palabras: un marimacho. El equivalente, pero a la inversa, de una de esas parejas de hombres que, más que por los placeres físicos, parecen unidos por placeres fisiológicos y hasta vegetativos, el sol, la siesta, la digestión, la evacuación, todo realizado con esa ilusión de quien está viviendo un verdadero cuento de hadas. Una imagen muy catalana, cuya procedencia quizá haya que buscarla en aquel doble asiento instalado en los retretes de las antiguas masías de cierta entidad –para las otras bastaba el corral– y en la estampa que obviamente sugieren: un matrimonio evacuando al unísono, intercambiando dulces miradas, palabras de estímulo, amorosamente cogidos de la mano.
Es increíble la capacidad de fabulación de ciertas personas, las teorías y tópicos que consiguen poner en circulación y, lo que todavía resulta más raro, que terminan por ser aceptadas poco menos que como un lugar común. Y esto es lo realmente grave: no lo muy papanatas que puede llegar a ser un autor, sino lo muy papanatas que puede llegar a ser el lector, el público, la gente. El tema del clítoris, por ejemplo. Todas esas historias que inventan cuatro lesbianazas camufladas de feministas, con el respaldo estadístico de algún que otro sociólogo, sexólogo o lo que sea, lo bastante bobo como para dejarse convencer –quién sabe si condicionado por la dimensión clitórica de su propio pene– hasta el punto de buscar –y por tanto encontrar– casos y cosas que ejemplifiquen sus postulados. Como si la mujer encuestada, adecuadamente preparada por las múltiples estupideces que lee en la peluquería, no supiera de sobras que debe confesarse clitórica, que quedaría mal, aunque sólo fuese ante su anónimo encuestador (o encuestadora: sé de más de un caso en que la encuesta fue sólo el preámbulo de un fogoso escarceo erótico resuelto en fuga conjunta), si afirmase lo contrario. Pero es falso. Falso y también indignante: una verdadera campaña internacional destinada a desorientar o confundir a la mujer –al hombre ni falta que hace– en beneficio de cuatro viragos, cuatro aprovechadas que hacen su agosto gracias al desconcierto imperante. Lo que tales sociólogos o sicólogos o sexólogos, de mente no menos embotada que el sexo, denominan clítoris, es para mí el cuerpo entero, excitante y sensible centímetro a centímetro, en grado diferente –y no sólo de intensidad– cada uno de ellos. ¡Falso! ¡Falso! ¡Falso! ¡Sólo el embotamiento aberrante y zafio de semejante clase de seres puede reducir la sensualidad a tan absurdo ombligo! Lo único que nos falta, si acaso –y dedico esa sugerencia a mis recalcitrantes feministas, a quienes debo tantos momentos de inenarrable placer–, lo único que nos falta, decía, es, justamente, un verdadero órgano penetrante, algo que siempre he echado de menos en mis exaltados momentos de plenitud posesiva.
Hecha esta salvedad, el cuerpo de la mujer es un objeto realmente perfecto. Incluso en su climaterio, incomparablemente mejor equilibrado, por las compensaciones que ofrece, que en el hombre, sujeto a un declive que, de forma inevitable, ha de convertirle en un viejo verde. Aunque todavía me faltan muchos años, supongo, para llegar a tal fase crítica, estoy plenamente convencida de que no sólo no ha de suponer un trauma –equivalente al que para el hombre supone la pérdida de potencia– sino que incluso cabe considerarlo como una ventaja: la liquidación definitiva de todas las murgas a las que, desde la pubertad, ha estado sometido el organismo de la mujer. Y no es poco: la raíz de los principales temores de una tan sensitiva como reflexiva alumna de un colegio de monjas. Una especie de renacer, en cierto modo.
A decir verdad, ni tan siquiera me parece exacto que una mujer –como pretenden todas esas lesbianas– no pueda gozar con un hombre tanto –o casi– como goza con una mujer. Si alguna lo duda –salvo ser una de esas lesbianazas–, que haga la prueba. Y conste que no soy precisamente una especialista en esta clase de experiencias, lo que se llama una ninfómana; pero sé lo que me digo, y lo que es verdad es verdad, así lo diga Ulises o su porquerizo. Eso sí: lo que le puede fallar a una mujer frente a un hombre –como a mí me falla– es el problema afectivo. La inseguridad de gustarle, por mucho que nos lo jure. El temor de no estar a la altura de las circunstancias. La sospecha de que él se comporta con una como con cualquier otra. La evidencia de que, para ellos, las aventuras suelen ser sólo eso: aventuras, mecanismos de piezas intercambiables. Aparte de los casos, por supuesto nada infrecuentes, en los que el hombre se comporta como un caballero: noble, pero bruto.
Yo, por fortuna, estoy por encima, en posición dominante, de cualquier mecanismo, así físico como sicológico y hasta moral, tanto en lo que respecta al hombre como a la mujer. Y ello es así no sólo por lo que vulgarmente se llama experiencia, sino, sobre todo, porque poseo determinadas facultades que tal vez sería exagerado calificar de adivinatorias, pero que no por ello dejan de corresponder a lo que la gente incluye en el concepto de extraordinaria intuición, premoniciones y todo eso. Veo venir a las personas, las radiografío al instante, sé lo que harán antes de que ellas mismas lo sepan; y me complace comprobar la realización de mis previsiones. Eso, ni que decir tiene, entraña –como cualquier juego– sus riesgos. Pero soy consciente de ello y lo asumo. Ya me estaba hartando de tanta monotonía, tanto encuentro teóricamente casual, tanto seguir sus movimientos con los prismáticos –bajo la mirada atenta del viejo fauno–, tanto releer cartas y fisgar –por el momento sin el resultado esperado– en el cajón de las serpientes. Necesitaba algo más fuerte, más directo, más excitante. Dar rienda suelta, en otras palabras, a mis energías frenadas, a mi vigor retenido. El pretexto me lo sirvió en bandeja un local nocturno de Port de la Selva, al invitarnos –invitarme– a su inminente inauguración. Una inauguración tardía, poco menos que a final de temporada, postergada ya una y otra vez por esas cosas de que en verano todo son retrasos. En aquella ocasión, finalmente, tenía ciertos visos de responder a una realidad, ya que se anunciaba incluso la presencia de Dalí, y tengo entendido que así fue en efecto. Pero yo me guardé la invitación hasta la víspera de la fecha prevista, a fin de que Camila y Roberto tuvieran el tiempo necesario para organizarse, pero sólo justo el necesario, y no sin dar previamente por sentado que a ella le apetecían bien poco estas cosas, que el compromiso era para mí, que comprendía sobradamente que ella prefiriese quedarse en casa, qué más quisiera yo que poder hacer otro tanto, que, de todas formas, no creía poder aguantar más de un par de horas, tres o así en total, ida y vuelta incluidas.
Plenamente identificadas, nos despedimos con resignación en el embriagador ambiente del celler, y yo salí a por mi descapotable, un descapotable que me limité a dejar unos cientos de metros más lejos, antes de volver a entrar sin ruido. Desde la terraza, fumando a oscuras, ocultando la brasa del cigarrillo, le vi llegar remando enérgicamente –casi un Lohengrin–, atracar su bote en el embarcadero, meterse en el celler; me quedé un rato más contemplando las luces de la bahía, el espléndido desplazamiento de los raudales lunares. En la habitación se seguía escuchando la música, tangos y tangos sonando una y otra vez –o quizás canciones de la Piaff, que vienen a ser lo mismo–, un laralá que me impedía oír otra cosa, por más que pudiera imaginármelo todo casi como si estuviera contemplándoles. La espera no fue larga, ya que debían de temer que yo regresase antes de tiempo. La interrupción de la música fue la señal, y una rápida escapada a la terraza me permitió presenciar la tierna despedida en el embarcadero, la emotiva partida del bote. Cuando Camila apareció en la habitación fingí salir de un profundo sueño y, como aún medio dormida, aparenté ni prestar atención al asombro que en ella provocó mi presencia en la casa, haciendo como que no me daba cuenta de su terror, como que aceptaba con la mayor naturalidad sus explicaciones, que si había estado oyendo música desde que salí, que si, de haber sabido que yo estaba de vuelta, hubiera subido al instante, que por qué no le había dicho nada. Hablaba y hablaba mientras yo la desnudaba despacio y con cuidado, gozando de la afloración paulatina de aquel cuerpo dilatado por el amor, todo él abriéndose como unos grandes labios, desbaratadas más y más sus palabras por mis caricias, atenta no ya al hilo del discurso cuanto a la respuesta de su propio cuerpo, su sensualidad estimulada al máximo por la disipación de los temores que inicialmente la embarazaban, por la seguridad de que yo no me había enterado de nada, por la euforia derivada de que, tras haberme engañado, nuevos y más intensos placeres eran todo el castigo que le aguardaba; por su buena suerte, en resumen, ella y yo como enfebrecidas, aunque no por los mismos motivos, uno y otro enardecimiento encabalgándose mutuamente. También en aquella ocasión el sol daba ya en las baldosas cuando nos dormimos. El mismo sol que acababa de hundirse tras las montañas cuando yo inicié el más maravilloso viaje que pueda imaginarse a Port de la Selva. Cuando –como alguien que ya dejó escrito, robándome no sólo las palabras sino la mejor expresión de lo que fue aquella noche– la luna de rosados dedos vence a todas las estrellas y su luz se extiende por el mar salado y los campos florecientes.
La invitación a Port de la Selva no pudo ser casual. Por algún motivo que desconozco pero que responde a una realidad, el nombre en sí, eso de La Selva, como si tuviese algo de mágico, ha ido siempre ligado a los momentos culminantes de mi vida. Port de la Selva, esta vez, como en mi infancia Aiguaviva, la finca, también en La Selva, pero no en La Selva a la que pertenece el Port, sino en esa región, cerca de Gerona, que se llama así. No deja de ser raro que en Cataluña haya tantos lugares que se llamen La Selva o estén relacionados con la palabra Selva, como Selva del Camp, en Tarragona, donde, si no me equivoco, visible desde el tren, hay un elefante de hormigón, obra naïf de alguno de esos jefes de estación que se vuelven medio locos con el viento. En todo caso, es sintomático que le chocase el nombre. No sé si a alguien se le habrá ocurrido investigar el origen.
Las Lanzas no es únicamente una pintura. Las Lanzas es toda una concepción de la vida. ¿Por qué se rinde Breda? ¿Por causa de las enfiladas puntas que, barrando verticalmente el paisaje, se alzan del lado español, a la derecha del cuadro, frente al puñado de picas flamencas que se arrinconan a la izquierda? ¿Por las humaredas que enturbian el campo a retaguardia de los vencidos, resultado probable de una intensa preparación artillera? ¿O estará más bien la respuesta en la pesada llave que el flamenco entrega al español, centro de la composición a la vez que símbolo del rescate, de lo que se paga a fin de no perder lo que se teme perder, una ciudad, una posición económica y social, un status? Es decir: una llave que es la clave tanto en el terreno plástico como en el temático, y respecto a la cual, las armas que la orillan, la perspectiva en fuga de las agudas lanzas, son meros elementos de realce. Después, tras la hipócrita cordialidad con que la ofrenda es acogida, vendrá una vengativa luminaria de hogueras purificadoras, a cuya luz cobrarán vivas tonalidades los ejemplares cadalsos, los despojos que gotearán desde lo alto de las murallas; el ineludible escarmiento. Pero la ciudad, aquello cuya suerte, cuya integridad, cuya existencia misma está en juego, se habrá salvado. La rendición como alternativa única a la destrucción. O la llave o el destino de Troya.
Una metáfora de la vida, sí, y también del amor, aún más concretamente. Al fin y al cabo, entre el amor y la guerra no sólo no hay contraposición alguna, por mucho que proclamen lo contrario tantos estúpidos slogans ahora en boga, sino que son, en esencia, aspectos diferentes de una misma práctica consustancial a la naturaleza humana. En ambos casos podemos encontrar, a modo de instancia última, un ataque y una defensa, repliegues y despliegues, movimientos cambiantes en uno y otro sentido, al igual, asimismo, que en la enfermedad. ¿Y qué fenómeno más ligado a la vida –y a la muerte– que la enfermedad, esa sorda lucha entre defensas del organismo y agentes patógenos, entre asediadores y asediados, entre agresores y agredidos? Pues como la enfermedad, así el amor. Y conste que no me refiero al amor homosexual, al amor contra natura, como pretenden meterle en la cabeza a la gente y, de hecho, incluso a mí llegaron a inculcármelo hasta que mis experiencias personales se encargaron por sí solas de desmentir tal simpleza: lo anormal, lo perverso y, en consecuencia, lo enfermizo. No. Yo me refiero al amor, al amor en sí, sin más calificativos. Algo que, como bien han observado los poetas –poeta, para mí, es todo escritor que alcanza las más excelsas cimas, sea o no sea versificador–, conduce frecuentemente a los mayores desatinos, bien a encerrarse cada cual en su cárcel de amor, bien a huir de ese amor convirtiendo en cárcel el resto del mundo. Una experiencia, en suma, francamente regresiva en lo que a la personalidad respecta, eco reavivado de los deseos siempre frustrados del niño, de sus objetos de amor, de los robadores de ese objeto, de los traidores que le condenaron a la desposesión. Síntomas de un conflicto que, como cualquier otra alteración síquica y hasta física, es no ya explicable de acuerdo con las más diversas interpretaciones –conflictos de poder, de erotismo en desarrollos, etcétera– sino incluso curable, ya que, si una simple gripe puede ser vencida mediante la acción simultánea de algunos de los variados remedios que nos ofrecen los limitadísimos conocimientos de la ciencia médica –aspirinas, cama, tisanas, vitaminas, coñac con leche, leche con miel, tratamientos locales, gotas, inhalaciones, pastillas y supositorios antipiréticos, etcétera–, la curación real sobreviene únicamente cuando –como en un asedio cualquiera– el paso del tiempo hace que el remedio elegido, sea cual fuere, surta su efecto, no tanto en virtud de las cualidades que le son propias, cuanto del tiempo transcurrido. Con lo que llegamos a la verdadera esencia de todos los remedios, al denominador común que nos permite, si se quiere, prescindir de todos esos remedios: el factor tiempo; su transcurso, un plazo lo bastante prolongado para que la fiebre erótica se calme y vayan remitiendo las connotaciones relativas a la primera infancia junto con las reivindicaciones que de ellas se derivan, perdiendo el valor que primitivamente les había sido atribuido –el de motor, o poco menos, de los impulsos experimentados–, quedando a la larga, así el amor como las restantes enfermedades sicosomáticas, no bien se las domina, reducidas a algo del todo contingente, indiferente de existir o no existir, de haber o no existido.
Supongo que al equiparar amor y guerra habrá quedado suficientemente claro que no me refería al vulgar tópico del antagonismo amanteamado, del tira y afloja que tiende a entablarse entre dos seres que se aman. No, no es ésa la lucha de la que hablo, sino de la que cada uno desarrolla dentro de sí, del combate que cada uno de los amantes libra consigo mismo, al igual que nuestro cuerpo cuando hace frente a un proceso infeccioso. Por eso, al hablar de recuperación, tampoco estoy refiriéndome al triunfo de una parte sobre la parte contraria en el antagonismo amoroso, sino al completo restablecimiento del equilibrio interior, en los contendientes, sea uno solo el afectado, lo sean ambos. En definitiva, la elección que se plantea a los defensores de Breda –resistir o rendirse– concierne a un solo objetivo: preservar la ciudad por encima de todo. Lo de menos, así pues, es la victoria de las tropas españolas, su entrada relativamente pacífica en la ciudad, un mal trago que más tarde o más pronto será olvidado por sus habitantes, como siempre acaban por olvidarse estas cosas. Lo que realmente constituye el núcleo de la cuestión es la victoria de la ciudad sobre sí misma por medio de un rescate: esa clave, la llave.
Y como con las ciudades, así con las personas en lo que al amor se refiere, aunque, por supuesto, sea bien poca la gente que tiene conciencia de ello. Los más tienden a sentirse víctimas de la persona amada, engañados por ella, defraudados, pisoteados; nunca víctimas de sí mismos. En algunos casos no llegan a olvidar nunca: éstas son las personas que realmente pueden considerarse vencidas. Yo, por el contrario, poseo unas defensas sólo comparables a mi capacidad de olvido. La simple convicción de que no podría enamorarme ni aunque quisiera, de que me limito a defender lo que es mío, de que bajo ningún pretexto puedo admitir que se intente siquiera hacerme objeto de un premeditado engaño, de una burda comedia, me da un dominio absoluto de la situación. Pues como esa águila que sobrevuela desplegada y que para el caminante es apenas un punto que circula en lo alto, mientras que para ella no hay detalle en el suelo ni asomo de movimiento que escape a sus ojos, así yo. La relatividad propia de toda perspectiva.
¿Qué debieron de llegar a imaginar Camila y Roberto, por ejemplo, no ahora, cuando la fatiga y el desánimo les embargaban, sino al comienzo, antes de la noche del celler, y más aún cuando, a sabiendas de que todo había sido descubierto, se obstinaban, no obstante, en proseguir, como si el éxito se encontrara realmente a su alcance? ¿Que iban en verdad a salirse con la suya, que podían burlarse impunemente de mí, tomarme el pelo a su antojo? Sólo en ese caminante que no ve en el águila que le sobrevuela más que un punto que gira, sólo en aquel a quien ciega tamaña cerrazón, se justifica tal incapacidad para captar lo evidente. ¿Cabe en la normal estructura de un cerebro comparar mis posibilidades y recursos a los de Camila o de Roberto o de los dos juntos? Sería algo así –pocas cosas odio tanto como la falsa humildad, esa actitud untuosa y monjil, inoperante en la medida en que ajena a la realidad objetiva– como pretender disminuir la figura gigantesca de Aquiles con sofismas torpemente lógicos como el de la tortuga. Roberto: un argentino que ni tan siquiera es argentino sino de Barcelona, un chico de aquí que, por los motivos que sean –hijo de exiliados y cosas así–, se fue a vivir a Buenos Aires cuando era niño. Y ahora resulta que lo de su acento argentino es sólo una especie de show, de ironía sobre sí mismo, sobre los tangos, sobre Argentina, ya que, si quiere, puede hablar en perfecto español peninsular y hasta en catalán. ¿Una broma? ¡Cuentos chinos! Roberto es un cursi, un cursi verdadero y nada más que un cursi, y lo de su acento es pura pose. Un tipo humano que únicamente puede gustar a otro tipo humano de iguales características, a personas como Camila, que es otra cursi. Porque ahora también resulta que su Roberto no es un gigoló vulgar, que es un chico con estudios, con carrera, Biología, Filología o algo por el estilo, méritos que, aparte de que son imposibles de comprobar, no cambian en nada las cosas. Pasa lo mismo que con lo de la medalla: sea cual fuere el motivo de que la lleve, si la luce como la luce es para impresionar, a modo de reclamo, de discreta llamada de atención sobre el bulto que tiene por sexo.
Encontrarse siempre en buena forma tanto física cuanto síquica supone algo que, de no ser tan obvio además de ignorado, cabría considerar poco menos que como un secreto: las aptitudes naturales, si no son ejercitadas, se embotan. Y si no es mucho lo que conseguirá una persona de facultades limitadas por más que las trabaje, menor porvenir le auguro todavía a quien, poseyéndolas, las desperdicia y pierde. No voy ahora a salirme con aquello de mens sana in corpore sano, pero sí a decir, con otras palabras, aproximadamente lo mismo, dado que el proverbio encierra una gran verdad. Determinados hábitos, determinadas formas de vida, es todo lo que me separa, en ocasiones, de las ruinas humanas que me rodean, gloriosas tan sólo en razón de lo que fueron o pudieron haber sido. Una dieta adecuada que mantenga en el puesto que les corresponde, es decir, a raya, grasas y féculas, hidratos de carbono. O someterse periódicamente al vapuleo de un buen masaje. Considero que conservar la línea –cosa que, por fortuna, no es aún mi problema–, aparte de ser conveniente respecto a uno mismo, es deferencia obligada para con los demás.
Pero más importante, con mucho, que un ejercicio pasivo, lo será siempre una práctica activa. Así, unos minutos al día de gimnasia, una gimnasia de agilidad, de elasticidad, seguidos de una tonificante ducha de agua fría; en lo que a la ducha se refiere, lo importante no es que sea enteramente de agua fría, sino que, tibia o caliente, acabe siendo fría, helada si fuera posible, y entonces, aguantar la violencia del chorro contra la nuca, espina dorsal abajo. Años atrás, tenía por costumbre frecuentar cierta academia de ballet, pero en la actualidad se me hace muy cuesta arriba, y no por el ejercicio en sí –que suplo a la perfección con la gimnasia– sino por lo desagradable del ambiente, de la atmósfera, ese permanente tufillo a chicas de medio pelo que van dando brincos. Por otro lado, el ballet a domicilio es algo que carece de sentido; si la Maldonado ya me resultaba cursi cuando ensayaba declamación, la simple idea de pillar a una mujer danzando por su casa es como para dar grima a cualquiera. Y es que, de hecho, sólo son atractivos los ejercicios y deportes que pueden practicarse en el ámbito que les es propio, en su marco natural, generalmente incompatible con la ciudad. La natación, por ejemplo; pero no en una de esas piscinas recalentadas que apestan a cloro, sino en Cadaqués, al amanecer, unas cuantas brazadas en un agua sutil, vivificadora, mar adentro, abriéndonos paso entre burbujas que nos recorren como calambres, como gotas de mercurio. O, igualmente en Cadaqués, ocuparse personalmente de la vela de la barca, cara al viento y mal que le pese al horrendo Constantino, que juzgará imperfectas tantas cuantas maniobras pueda realizar por el mero hecho de que sea capaz de realizarlas sin su ayuda. Lo realmente saludable, sin embargo, por coincidir con la estación habitualmente más ciudadana, el invierno, es el esquí. Bueno, no tanto el esquí como deporte cuanto el aire que se respira en los lugares donde se practica, por encima de las sucias nubes, en un archipiélago de níveos y soleados picos, todo infinitamente más puro que a la orilla de cualquiera de los mares llenos de porquería que nos ofrece el verano. Aunque no me considero lo que se llama una buena esquiadora, tampoco soy precisamente de las del montón. Pero es que lo importante no es eso, lo que importa es el clima que impera en estos sitios. Esa transparencia, esa nitidez, esas figuras energuménicas que descienden veloces, como saliendo de un cuadro de Brueghel. Y la delicia de esquiar semidesnuda, entre semana, cuando la estación recupera la calma perdida cada weekend, senos al viento, el sol bronceándonos con ese especial esplendor que le da la nieve. Y la belleza plástica del equipo necesario, de los conjuntos –hasta los colores con algo como de centella– que tanto favorecen, especialmente a las rubias. Y el cálido ambiente que se crea entre gente selecta no bien anochece, al calor de la chimenea. En este aspecto –como en casi todos–, nada comparable a las estaciones alpinas, sobre todo las de la Suiza alemana; las pirenaicas son, como si dijéramos, para estar por casa.
Ah, y un último consejo: prescindir en lo posible de toda clase de medicamentos. Yo tomo únicamente complejos vitamínicos y, a lo sumo, alguna que otra aspirina. Aspirinas infantiles, por cierto: un remedio que siempre recomiendo. Basta calcular la equivalencia –cuatro tabletas corresponden a medio gramo–, y tiene la ventaja de no provocar malestares gástricos, aparte de que el sabor, si no agradable, tampoco supone la brutal agresión ácida característica de la aspirina corriente.
Claro que lo normal es no hacer nada de todo esto. Lo normal, particularmente entre quienes forman parte de esa peculiar institución que se llama las señoras, es justo lo contrario: sus cremas, sus tratamientos, su peluquero, su esthéticienne, su visagiste, sus secretas sesiones de rejuvenecimiento, de embellecimiento, y demás operaciones y productos que, a no muy largo plazo, a semejanza de lo que sucede con esas momias que se descomponen al simple contacto con el aire, no sirven más que para que la decrepitud se presente de golpe. Igual que empeñarse en repintar un cuadro cuya tela está irreparablemente deteriorada. Aunque yo use algún que otro producto de belleza y siga determinados tratamientos, sé de sobras que lo que cuenta es el soporte, el cuerpo, no los potingues. Y cuando me llegue el climaterio –que será muy tardío, ya que así ha pasado siempre con las mujeres de mi familia; toda mi vida he oído contar que mi abuela paterna funcionó como un reloj hasta cerca de los sesenta, y a mi madre le pasó algo por el estilo, aunque supongo que esto, para ella, debió de representar más bien una liberación de recuerdos enojosos antes que de otra cosa– estoy segura de que en nada se ha de ver afectado mi organismo por la ausencia de ritmos periódicos, como es natural que suceda cuando se encuentra en perfectas condiciones así físicas cuanto síquicas.
Las señoras como institución, una condición o estado que, por fortuna, como bien escribió alguien antes que yo, no se deriva obligadamente del hecho de ser mujer. Esas criaturas para quienes la belleza física de sus años jóvenes viene a ser una prolongación de su inteligencia o, en defecto de ésta, un sustitutivo: armas para la traición y la infidelidad que practican sistemáticamente, con la precisión y seguridad del cazador furtivo que se mueve en un terreno que conoce palmo a palmo. Luego habrán de compensar el paso de los años, el vacío interior y la progresiva indiferencia que se crea en torno a cuanto va quedando demodé, con el duro hábito de aprender a usar el cerebro como órgano autónomo. Así, en sus ansias de hacerse con el manejo de las ideas, imitan al hombre, al esposo, en todas las malas pasadas y chapuzas que le han visto poner en práctica en el mundo de los negocios, pero aplicándolas a su ámbito personal, todo a escala reducida: comprar a precio de ganga una de esas antiguas casas de pescadores en estado semirruinoso que tanto abundan en Cadaqués; rehacerla en plan rústico y decorarla con cuatro porquerías que le den cierto carácter; sacarle un alquiler de fábula por el procedimiento de colocársela a uno de esos recién llegados que se conocen en los cócteles, americano –norteamericano, claro– a ser posible. También puede suceder que les dé más bien por lo intelectual, descubrirse ínfulas liberadoras y ponerse a la entera disposición de una de esas viragos que mangonean los movimientos feministas y que se encargarían a la perfección de cultivar todos sus despechos y frustraciones. Lo más frecuente, no obstante, es dejarse arrastrar por el peso de los kilos adquiridos y el empastamiento del cuerpo y la atrofia progresiva de facultades así físicas como intelectuales, y seguir vegetando. Pero lo que no cambia es el final: tras esos intentos fallidos, por debajo de cualquier fase de asentamiento, de búsqueda de una seguridad confortable, viene el resultado de la otra cara del matrimonio, el anverso de la vida conyugal, de sus claudicaciones y traiciones y marginaciones, el lento proceso de consunción, mucho menos tardía de lo que se supone, deterioro y alelación y estado de estupor permanente, propios de esa mujer prematuramente avejentada, alcoholizada, embotada a fuerza de tranquilizantes y somníferos, que acaba ardiendo mientras duerme gracias a un cigarrillo inacabado.
El matrimonio, ça va de soi, tiene gran parte de la culpa. Algún motivo habrá cuando la palabra patrimonio se vincula al concepto de posesión plena, mientras que el matrimonio se relaciona más bien con la idea de contrato, de contrapartida, de prestación, una prestación en la que a la mujer le toca, por supuesto, la peor parte. Pero no toda la culpa es atribuible al matrimonio. ¿Se ha parado alguien a pensar en la semejanza que existe entre un grupo de señoras, casadas o no, y un grupo de gallinas? ¡Co-co-co-co! ¡Co-co-co-co! ¡Co-co-co-co! Gallinas, sí; gallinas como coliflores. Porque no hay que olvidar que el matrimonio es una prueba que también afecta y disminuye al hombre. Y, sin embargo, ¿cómo comparar ese mundo de señoras a un hombre, a un hombre de verdad, que madura noblemente, digna la presencia física y despejado el intelecto? ¿Cómo comparar un hombre de tales características, por infrecuente que sea –basta que exista uno sólo–, a todas las gallináceas del mundo juntas? No entiendo –o lo entiendo demasiado– cómo esas viragos feministas pueden pretender, no ya plantear la comparación, sino con un descaro increíble, echando mano de argumentos pretendidamente objetivos, decantarla a su favor. Que esas horrendas viragos, mujeres insatisfechas y, en el fondo, puritanas, que consideran que el acto amoroso es una especie de recíproca masturbación de la que ellas deben extraer todo el placer posible, quieran rechazar al hombre sin más, sin que se les vea la oreja, cuando el cuerpo del hombre, bien utilizado, constituye uno de los mejores instrumentos masturbatorios que cabe idear, no ya respecto a la vagina, sino respecto a cualquier punto del cuerpo, incluidos aquellos que las viragos, con su cerrazón apriorística, con su habitual fanatismo, intentan excluir de la anatomía femenina, todos, prácticamente, salvo este pequeño punto que no pasa de ser una réplica desmejorada del apéndice masculino. Cosas que, si a ellas –las viragos– no les atraen, no veo motivo para que dejen de atraerme a mí. Por eso precisamente me odian, porque me niego a ser asimilada por ellas, a verme integrada en sus filas, inscrita en cualquier tipo de clasificación, etiquetada.
De hecho, yo nunca he tenido mi Breda; la Breda del cuadro, no ese pueblo cerca de Aiguaviva tan deprimente, al que mi madre nos llevó de veraneo. Incluso en el caso de la Maldonado, yo, que por primera y última vez en mi vida fui la asediada, la que tenía algo que perder –o creía tenerlo–, no entregué mi llave, no di mi brazo a torcer, no acepté claudicar. Y salí victoriosa, tanto en lo que concierne a la Maldonado como a mí misma; mi resistencia se impuso, en definitiva, a su trato despectivo, a cuantas humillaciones, a cuantas agresiones verbales y hasta físicas quiso someterme. Mi sentido de la dignidad y mi amor propio, en ocasiones exacerbado, me salvaron. Puede decirse, a lo sumo, que en dos ocasiones hice tablas: con Juan Antonio y con Raúl.
Si alguien, algún día, llegase a leer estas líneas, se verá sin duda sorprendido por mi franqueza, por la sinceridad y claridad con que tengo por norma expresarme. Pero es que, realmente, me parece absurdo considerar un demérito la aceptación de que no siempre se ha de salir ganando, ni, en lo que a Raúl se refiere, por ejemplo, deja incluso de ser normal que así haya sucedido. Pues si existe una persona a la que, como se dice vulgarmente, no hay quien le hinque el diente, esa persona es Raúl. Sobre todo ahora que se ha convertido en escritor famoso y, a través de sus libros, ha tenido oportunidad de retocar su imagen, de ocultar su verdadera personalidad por el procedimiento de interponer velos y más velos entre lo que realmente es y lo que la gente –en cuanto autor de sus obras– supone que es; obras como esa en la que lleva trabajando años y años, uno de esos libros de título tan raro que, luego, en las librerías, da hasta como vergüenza pedirlo.
Pero yo le conozco bien y desde hace tiempo, y sé que sigue siendo el mismo Raúl que conocí y traté en París. Como pasa con todo el mundo, por otra parte; por más que se evolucione no ya en las maneras y en el aspecto exterior, sino asimismo en la forma de pensar, interiormente, hay algo en lo más profundo del ser humano que no cambia jamás. Y sé sobradamente que el verdadero Raúl es algo muy distinto del que aparenta ser. Pues yo sé exactamente lo que se esconde tras la fachada de sus tormentosas relaciones con Nuria; la verdad de lo que para cualquiera, ella incluida –y en primer término–, para quien quiera oírle y dar por buenos sus argumentos, constituye una quiebra total. Y yo sé también –tengo razones más que suficientes para afirmarlo– que, si no enamorado de Nuria, Raúl sí está mucho más ligado a ella de lo que pretende frente a terceros, de lo que da a entender en público; que no quisiera perderla por nada del mundo. Y sé, incluso, las motivaciones últimas que sirven de soporte a semejante actitud.
Me imagino que a él no le gustaría leer estas líneas, pero estoy íntimamente convencida de que si su vida erótica, como él mismo afirma, es más que accidentada, las aventuras que ha ido teniendo al margen de Nuria, salvo contadas excepciones, ni le han resultado tan satisfactorias ni han sido tantas como la gente cree. No quiero decir con ello, ni por asomo, que Raúl sea un pobre tipo de esos que andan vanagloriándose de amores inexistentes, inventando conquistas. Lo que sí sucede es que Raúl engaña a Nuria acerca del resultado de la aventura, haciéndole creer que cada vez, con cada amante, todo ha sido mejor y más fácil de lo que realmente ha sido. Y eso por razones similares a las que le inducen, no sólo a asegurarle que no siente celos de los amantes que ella pueda tener, sino que la incita a tenerlos. Pues en ambos casos su actitud apunta a un mismo objetivo: que ella se convenza de que para él, a diferencia de lo que a ella le ocurre, de sus aventuras difíciles y decepcionantes, para él, esta clase de relaciones eróticas son tan afortunadas como, en razón de la misma normalidad de su desarrollo, intrascendentes. Nuria, de este modo, se ve colocada en franca situación de inferioridad y supeditación respecto a Raúl, una situación que si para él es de signo defensivo –evitar un segundo abandono, que se repita la traición originaria de la que fue víctima–, para ella tiene un carácter eminentemente destructivo, anulador de la personalidad, efecto imprescindible cuando lo que se busca es, precisamente, que ella sea incapaz de tomar iniciativa o determinación alguna en lo que a la continuidad de sus relaciones con Raúl se refiere.
No se trata de una crueldad voluntaria; ni tan siquiera, acaso, de una crueldad consciente. Pero es, sin duda, una crueldad, y hay veces que Nuria, en su total indefensión, me da verdadera pena. Una chica como ella, que tuvo su atractivo –lo tiene todavía– así como grandes cualidades y, sobre todo, una gran calidad humana, verla ahora convertida poco menos que en otra persona, una de esas mujeres que se refugian en sus dolores de cabeza, su sensibilidad a los cambios atmosféricos, sus enfermedades de características no menos personales que sus milagrosas curaciones. Y la culpa de todo, voluntaria o no, es de Raúl, ya que con otro tipo de hombre –y conste que no sugiero un imbécil, sino simplemente un hombre con menos recovecos y, sobre todo, sin los trazos de genio de un Raúl– ella hubiera podido ser perfectamente feliz.
Estar o no estar a la altura de su partenaire es, a corto plazo, un problema sin importancia. Hay parejas que hasta pueden ir tirando años y años. Pero no indefinidamente. Camila y yo, sin ir más lejos. Mi relación con Camila está condenada a ser, con el tiempo, una relación muy similar a la de Raúl y Nuria. Es decir: una total falta de porvenir en ambos casos. Y también, al igual que Raúl, aunque a mi modo, en contradicción sólo aparente con mi clara visión de tal futuro, mi lucha por Camila, mi negativa a consentir que, en tanto yo quiera conservarla, me sea arrebatada por nadie. El placer de su reconquista, de mi dominio progresivo de la situación, de su derrota, de mi victoria, un placer efectivo incluso antes de que yo me lo reconociese como tal, antes de que, tras lo de Port de la Selva, ella, implícitamente, tirase la toalla al suelo.
Un placer no solamente moral, entendámonos; un placer que, trascendiendo el plano de la mera satisfacción moral, se sitúa plenamente en el campo del placer físico, de la sensualidad. Aquella siesta de Cadaqués, una tarde de septiembre, cuando aún no poseía los datos que ahora poseo, la clave de tantas preguntas para mí todavía incontestadas por aquel entonces. El cálido sol colándose por alguna rendija, las voces dispersas que llegaban de la calle, y yo, desnuda sobre la cama, sudorosa, no sabría decir si por la tibieza que trae el viento de mar o por la excitación que refloró incontenible apenas empecé a reconstruir mentalmente los diversos avatares de la aventura que había vivido, que estaba viviendo aún junto a Camila y Roberto, próxima y a la vez invisible partícipe de sus arrebatos amorosos, de sus rencillas, de sus apasionados reencuentros, de cuantos acontecimientos habían sucedido en el curso de las últimas semanas, evocaciones que, inevitablemente, terminaron por centrarse, al igual que en la mañana de loco amor con Camila que siguió a la noche de lo del celler, en aquella otra noche, armoniosa réplica de la primera, que siguió a lo de Port de la Selva, de modo que no se hizo esperar la llegada de un placer no menos loco que el recordado ni de menor duración, toda vez que el sol ya se ocultaba cuando el sueño acabó venciéndome, tras esa especie de continuado orgasmo que, tal y como yo lo alcancé, puede ser alcanzado prácticamente sin tocarse, y que sólo a un pobre de espíritu, a un sexólogo o gente así, se le ocurriría relacionar con un vulgar acto de onanismo.
Me desperté al poco rato y tomé una larga y espléndida ducha, algo parecido a lo que debe de sentirse en verano, con el vaho sofocante que emana de los prados calientes, bajo una de esas cascadas que se forman al fundirse los glaciares de la alta montaña. Luego, cena ligera en compañía de Camila, que –imposible expresarlo con palabras más significativas– tenía ganas de estirar un poco las piernas, de forma que salió a darse una vuelta por el Hostal o pretexto similar, la verdad es que no lo recuerdo con exactitud. Tumbada en los cojines del celler y con un whisky on the rocks a mi alcance, eso sí que lo recuerdo a la perfección, emprendí la lectura, o mejor, relectura, de El Edicto de Milán, una novela que escribí años atrás y que publiqué discretamente bajo el seudónimo de Claudio Mendoza.[1] Con frecuencia releo determinadas páginas, determinados episodios, pero aquella vez la leí de cabo a rabo, de una sola sentada, hasta bien entrada la noche. Sea por el distanciamiento que el simple curso del tiempo establece respecto a toda obra de juventud, sea, más bien, por el conjunto de recuerdos, relacionados o no con la obra, que suscitó en mí la evocación de aquella época, el hecho es que el apasionamiento con que me entregué a su lectura era propio no ya tanto de la autora cuanto de una privilegiada lectora.