IV
EL EFECTO SIRENA. Hasta que conocí a Margarita, Vilasacra era para mí poco más de un nombre, la finca en que mi madre había pasado los veranos de su infancia, el equivalente para ella de lo que para mí representaba y representa Santa Cecilia. Por otra parte, la relación con los primos de línea materna había sido prácticamente nula, ya que, en casa, sus padres eran tenidos por verdaderos indeseables, los unos por rojos y los otros por estar arruinados, aunque estos motivos tardé en conocerlos, hallándose como se halla al margen de cualquier apelación, para un niño, el concepto de indeseable. Jaime, Margarita y Magda pertenecían a la rama roja, o mejor, del rojo, su padre, un hombre que había muerto en el exilio, en caso, a todas luces, del que era mejor no hablar. Por eso pienso que lo más seguro es que alguna vez nos hubiéramos visto de niños, en el curso de una de esas visitas de cumplido que se hacen a familiares lejanos al objeto de que las nuevas generaciones no pierdan contacto; a fin de cuentas, los pecados del padre habían recibido su castigo, y el oprobio que pesaba sobre los hijos, que gozaban de una excelente situación económica, era sin duda menor que el del resto de la familia, los arruinados, el trato con los cuales quedaba excluido.
Por supuesto que ni recordaba sus nombres, pero, aun recordándolos, lo último que se me hubiera ocurrido pensar cuando conocí a Margarita en París era que podíamos ser primos. Me fue presentada como Margarita a secas por un compañero de estudios y de partido que tuvo que exiliarse a raíz de una caída; no sé cuál sería la intensidad de sus relaciones, me imagino que superficial, dada la naturalidad con que Margarita se vino conmigo aquella misma noche. Entonces sólo sabía que se llamaba Margarita, que era de Barcelona, que estudiaba Bellas Artes y que no entendía –ni ganas– de política; nuestro parentesco no lo descubrimos hasta al cabo de unos días y fue gracias a mi apellido, que a ella no podía dejar de chocarle si se tiene en cuenta que, al menos a nivel social de nuestras respectivas familias, Echave no es precisamente un apellido que abunde en Barcelona. En aquella época ya salía con Rosa, y aunque nos habíamos concedido mutuamente esa especie de interdependencia que suelen acordar las parejas, lo cierto es que nunca estuvimos tan cerca del rompimiento, pues cuando Margarita se cansó de París nuestra relación continuó en Barcelona, paralelamente a mi relación con Rosa. A Magda la conocí a través de la propia Margarita, que se había impuesto la obligación de iniciar en la vida a una chica que se mostraba demasiado tímida para hacerlo por sí sola.
Aunque ahora parezca raro, hubo una época en la que la actividad política jugó un papel relevante en mis relaciones con Margarita y con Rosa, así como en la relación establecida entre ambas. Quien tomó la iniciativa al respecto fue Rosa, que sin duda creyó apuntarse un tanto importante, dada mi condición de responsable del partido comunista en la universidad, integrándose en la vida de partido, donde no tardó en distinguirse por sus posiciones radicales así en los planteamientos ideológicos como en los aspectos prácticos de la lucha clandestina. Y aunque Margarita, con mejor criterio que Rosa, ya que ni la una ni la otra estaban hechas para la militancia, se negó a entrar en el juego, a pedir el ingreso, no por ello dejó de repartir propaganda, de participar en manifestaciones, de correr ante las arremetidas de los grises, en ocasiones no ya con sangre fría y eficacia sino incluso con verdadero arrojo, por mucho que luego, refugiados en algún bar, confesase que si corría era de puro miedo a las porras, a ser detenida, a los malos tratos, que a ella no le vinieran con torturas, que si la detenían cantaba. Quien sí acabó entrando fue Jaime, aunque tardó tanto en decidirse que para entonces yo estaba ya prácticamente fuera; este retraso –cuestiones de carácter aparte– se debió, me supongo, a que, como si no se considerase digno ni suficientemente preparado para pedir el ingreso, parecía preferir el papel de compañero de viaje, y en calidad de tal desarrolló una labor enormemente imaginativa y útil, sobre todo en lo que a organización de diversos movimientos de apoyo se refiere, así como a encauzar la colaboración de otros simpatizantes; también me supongo que quien le empujó a dar el paso decisivo fue Joaquín, que por aquel entonces se hallaba en el apogeo de su espectacular carrera política, cuando, de militante de base que era en Barcelona en la época de mi encarcelamiento, supo ganarse la confianza de la dirección, de la que llegó a formar parte durante los dos o tres años que pasó en París.
¿Por qué ese movimiento masivo de los hijos de la burguesía barcelonesa hacia las filas del partido comunista que se produjo a finales de la década de los años cincuenta? ¿Luchábamos por la construcción de una nueva sociedad que íntimamente no creíamos posible y que, caso de haberlo sido, no hubiéramos considerado deseable? ¿O era más bien contra la dictadura contra lo que luchábamos, contra los aspectos represivos del franquismo en todos los órdenes, o mejor, en unos órdenes más que en otros, más importantes unos que otros según el caso, según el modo de ser de cada uno? Pues si el carácter contagioso del fenómeno revela sin lugar a dudas la existencia del necesario caldo de cultivo que facilite o permita el contagio, algo de irreductiblemente subjetivo tenía que haber al mismo tiempo, ya que mis motivaciones no podían ser las mismas, no ya que las de un Jaime, sino incluso que las de un Joaquín, por muy hermanos que fuéramos. Un especialista, un sociólogo, por ejemplo, lo explicaría como un caso típico de rebelión de los hijos contra los padres, contra el orden franquista que éstos representaban, contra la opresión y corrupción que veíamos encarnadas en ese orden, del todo inasimilable a nuestro natural altruista. Y personalizando, pasando de lo general a lo particular, en lo que a mí se refiere, por ejemplo, un sicoanalista se remitiría al no menos típico edipo, al amor defraudado hacia una madre tempranamente desaparecida, al rechazo de la figura del padre, así como del mundo que esa figura representa, etcétera. Simplezas divulgatorias cuyo significado se revelaría perfectamente reversible con sólo analizar el concepto franquista de madre patria, el sabor monjil, como a yemas de Santa Teresa, de ese concepto, con sólo pararse a pensar en la facilidad con que un amor defraudado puede conducir al asesinato, etcétera. La explicación del fenómeno, o mejor, la trama de impulsos así individuales como colectivos que, de igual forma que la trama de un tapiz da vida a las figuras en él representadas, trama también a la vez que imagen, así, de igual forma, esa trama de impulsos que con el paso del tiempo se van precisando en motivaciones, tiene que constituir algo mucho menos definido y sistematizado y mucho más epidérmico y profundo al mismo tiempo. No se trata tan sólo, en efecto, de la repugnancia instintiva que es capaz de suscitar la mitología franquista, sus principios, sus símbolos, sus héroes, hoy calvicie y dentadura postiza, mejillas flojas y boca glotona, donde hubo músculo y nervio, la fidelidad al bigote –ya blanco– y a las gafas de sol –que siempre contribuyen a mantener la impasibilidad del ademán– a manera de reliquia cuidadosamente preservada; una generación forjada en la guerra y aposentada en la posguerra, sin ceder no obstante en su alerta, en su disponibilidad para volver en cualquier momento a las andadas; una generación esencialmente vertical y afirmativa, rotunda como un buen taconazo, como unos gritos de ritual, gente siempre dispuesta a saltar como un resorte, impasible hasta la crispación, agresiva hasta la obcecación, hombres definidos por la entrega característica de la toma de posesión de una actitud como la que tomaron, una actitud precisamente basada en el principio de posesión y en su defensa permanente: la posesión de una propiedad, de un cargo, de un enchufe, de un chollo, de un chocho, aunque sólo sea de unos tacos de jamón y unos chiquitos, y en última instancia, de la posesión por la posesión, como jabatos, con uñas y dientes, contra viento y marea; esos hombres y los nombres de esos hombres, entre los cuales, por algún motivo indeterminado que dejo para el investigador curioso, son frecuentes las resonancias y hasta el acento del área donde confluyen Aragón, Castilla y Navarra, nombres rotundos también ellos, José Luis Bozal, por ejemplo, Bartolomé Lechuga, Jesús Mostaza, Adriano Rincón, José Miguel Aizpún, Laureano Berrocal y, bien mirado, hasta el del héroe de la familia muerto en combate, mi primo Juan Antonio Echave, nombres con algo de mordisco todos ellos, esto es, de constante disposición, de acuerdo con el requerido espíritu de servicio, a la llamada del Centinela, perfectamente al cabo de la calle, niña hermosa, de lo que habrá que volver a dar: café. Porque está esa legión de héroes, como dice la prima Ángeles al evocar la imagen de Juan Antonio, la juventud de entonces, su propia juventud; pero está también, a modo de sustrato, la burguesía catalana en su conjunto, la alta, media y pequeña burguesía, el ámbito social en el que tal estructura viva –los héroes del franquismo– se halla implantada como algo a la vez ajeno y beneficioso, en íntima relación simbiótica, sirviendo a la vez que sirviéndose del franquismo, una sociedad melosa y plañidera que no en vano se identifica plenamente con la figura del Patufet, esa especie de pulgarcito que tan a gusto se siente en la tripa del buey que lo tragó inadvertidamente, confortable recinto ciego cuyo significado en un cuadro sintomático del erotismo anal no puede ser más explicito, dados los valores retentivos, ahorrativos y acumulativos que representa.
Más decisivo que el medio social en lo que a los aspectos recónditos de la toma de conciencia se refiere, de esa toma de conciencia que termina por llevarle a uno a ingresar en el partido comunista, más decisivo, a todas luces, lo es el medio familiar, la familia y sus mitos particulares, la imagen del bisabuelo y de los abuelos, la infancia de papá y los tíos, el tren de vida que conocieron, la villa de la calle Lauria, la de servicio que todo eso requería, un tren de vida magnificado en la medida en que constrasta con la realidad presente, en la medida en que, como un planeta que pierde la rotación, la familia reduce la amplitud de su horizonte a Santa Cecilia, la casa de campo que aún se conserva a manera de emblema de un pasado que ya no es y que, en virtud de ese desplazamiento hacia una posición central de lo que fue accesorio, a los ojos críticos de un joven bien puede acabar convirtiéndose en imagen misma del mundo, un mundo que se deteriora y arruina todo él sin caer siquiera en la cuenta, con la misma satisfacción con que tío Gregorio se encara cada mañana con el crucigrama del periódico. Pero tampoco en la familia entendida como medio ambiente se encuentra la raíz de semejantes decisiones compulsivas, ya que, a semejanza de la sociedad a la que se pertenece, la familia no puede incidir si no es desde fuera, como la luz en un pequeño espejo, en ese objeto –extraño en la medida en que autónomo– que ha crecido en su seno que es el individuo, refractario en grado muy superior a lo que los mayores sospechan de un niño, a toda influencia que no convenga a una voluntad formada antes de que lo que soy y lo que no soy haya sido claramente delimitado. Pues, si de dos hermanos criados en circunstancias prácticamente idénticas, sometidos a los mismos influjos, uno de ellos se manifiesta ya desde la niñez pisando fuerte, yendo a por todas como ya entonces iba Joaquín, mientras el otro, bajo la hipócrita apariencia de normalidad que mantiene frente al adulto, se siente como ese condenado que desde la celda contempla el júbilo callejero que acompaña los preparativos para el suplicio público del que ha de ser protagonista, ¿qué diferencias no habrá entre uno y otro en las motivaciones –si no las hay incluso en los objetivos– de una decisión en apariencia tan clara que hasta cuesta creer que haya quien no la comparta, como es la de entrar en el partido comunista, resultado final de esa operación de racionalidad no menos transparente llamada toma de conciencia? Siendo como es la utilidad de un diagnóstico, en esta clase de materias, independiente de su certeza, me limitaré a destacar las principales fases de un proceso cuyo significado está en el propio proceso, al margen de todas esas conclusiones a las que gustan llegar los especialistas: la facilidad con que aquel niño que se siente condenado, bien a la compasión, bien al escarnio, de quienes han de contemplar su suplicio, se convierte en un pequeño cazador furtivo a cuyo paso el bosque parece quedarse yerto; la facilidad no menor con que ese hábito remite cuando, con los años, hecho ya un hombre, ingresa en el partido comunista y participa desde la clandestinidad en una lucha que cree conducente al derrocamiento de la dictadura y al fin del orden franquista; la suplantación, no por gradual menos completa, de esas actividades en las que ha dejado de creer, por su total entrega –absorto en grado no menor que el investigador perdido en los lentes del microscopio como se pierde aquel que contempla las estrellas– a la profesión elegida, la de arquitecto.
Joaquín es otro caso que si creo conocer bien, entender en sus aparentes contradicciones, se debe únicamente a nuestra relativa convivencia durante la infancia y al normal contacto entre hermanos que desde entonces hemos mantenido, un tipo de contacto en el que toda la ventaja es para el pequeño en lo que a conocimiento mutuo se refiere, esto es, para el que más ha observado al otro. Pero ¿qué decir, no ya de un Jaime, sino de un Serra, pese a la amistad que nos une desde la universidad, escudado como está en esa ideología tan redonda, o mejor, tan cuadrada, que es el marxismo, deslumbrado, se diría, por su claridad diamantina, por muy errónea y hasta brutalmente que haya sido interpretado hasta la fecha y por muy críticamente que considere y reconozca que la responsabilidad de tales fallos recae sobre sus máximos intérpretes? ¿Cómo desentrañar lo que subyace igual que bajo un caparazón que en nada desmerece del escudo de un Aquiles o un Eneas, bajo la lógica de un mecanismo que hace de la razón histórica una instancia suprema? En lo que a Jaime se refiere, su ingreso en el partido lo veo más bien como un problema de identidad, es decir, no tanto de saber cómo era Jaime cuanto de saber cuántos Jaimes hubo. Pues así como hay gente cuyos rasgos físicos parecen desarrollarse a partir de unas constantes ya existentes en la niñez, acordes con la evolución de su personalidad en el curso de los años, dentro asimismo de unas constantes, así, de modo semejante, hay gente cuyo desarrollo parece haberse producido a saltos, soluciones de continuidad no menos patentes en la personalidad que en el físico, giros de ciento ochenta grados, cambios incomprensibles para quien conoció al sujeto en anteriores fases; a esta clase de personas pertenecía Jaime. Cuando empecé a tratarle –lo que Margarita le había contado de mí le llevó, por lo visto, a querer conocerme– Jaime era un joven ingeniero interesado en la actividad política más por lo que tenía de actividad que por lo que tenía de política, como si la contradictoria figura del padre, el rico burgués exiliado por rojo, le restara seguridad a la vez que le aguijoneaba. De ahí que durante años pareciese preferir el papel de compañero de viaje, de tonto útil como él decía parodiando el léxico franquista, que el de militante: en razón de la agilidad y capacidad de maniobra que eso le permitía y no por los miedos que se cargaba en cuenta con un énfasis excesivo para resultar convincente. Bromista a la vez que intrigante y algo amigo de los embrollos, costaba trabajo saber cuándo hablaba en serio y cuándo en broma, cuándo era real o no lo que afirmaba como cierto, y, en consecuencia, tardó asimismo en hacerse perceptible su natural tendencia a la mitomanía. Pequeñas bromas, pequeñas baladronadas cuyo carácter de ficción sólo el paso del tiempo podía poner en evidencia, avaladas como iban por la realidad de sus éxitos, y sólo con el paso del tiempo, asimismo, configurarse como verdadera predisposición mitómana, con retraso, con demasiado retraso, cuando probablemente tal predisposición, sometida a una general mutación de la personalidad, estaba ya remitiendo. Con la nueva fase coincidió su tardía entrada en el partido, a la vez que una automática pérdida de eficacia respecto a sus anteriores actividades políticas y, también en agudo contraste con la fase precedente, una actitud humilde y discreta, fundamentalmente seria, con esa peculiar formalidad del juerguista que contrae matrimonio y de repente se convierte en ejemplar padre de familia, asentado no ya de cabeza sino de cuerpo entero. ¿Coincidió asimismo este cambio con el comienzo de su enfermedad, esa larga y penosa enfermedad como suele decirse, que sin duda tardó años en gestarse, así como en hacerse patente su progresiva pérdida de facultades? ¿Era más bien ese cambio, considerado en relación a los anteriores, fruto hereditario, indicio de un trastorno mental como el que en su tiempo afectó al abuelo materno –aunque, a juzgar por la sintomatología, transmitida por lo bajo en el seno de la familia y sin que ésta pareciese extraer conclusión alguna al respecto, todo pudiera reducirse a unas más o menos reprimidas propensiones pederásticas– y, años después, condujo a una apacible casa de salud a la tía Marta y al tío Oriol? Aparte, claro está, del padre, el rojo, y sus dos escandalosas hermanas menores, muertas en plena juventud, equiparables los tres casos, a ojos de los restantes tíos, a una verdadera enajenación mental. ¿Podía hablarse de algo parecido en el caso de Jaime? Difícil de asegurar ahora, como difícil era de creer que el Jaime de los últimos años y aquel primo Jaime que conocí a través de Margarita fueran la misma persona. Al parecer, por aquella época, acababa de dejar atrás otra fase, la del Jaime deportista, una fase que siempre me costó creer por su falta de coherencia respecto a la realidad de entonces, no era precisamente una de sus invenciones, como bien lo atestiguaban las copas y medallas que había reunido en la que fue su habitación de Vilasacra. Antes hubo aún por lo menos otra fase: el niño malo, travieso y maleducado, terror de vecinos y parientes no menos que de sus padres. ¿Y antes del Jaime avieso y torcido, enfrentado por todos a la venerada memoria del primogénito muerto? Tal vez el período clave, en esa fase de su personalidad que no era propiamente una fase porque había sido olvidada. Recuerdo una foto de los tres hermanos tomada al parecer en Brigthon durante el verano del 39, entre el final de la guerra civil y el comienzo de la mundial: Margarita y hasta la pequeña Magda son una réplica infantil de la Margarita y la Magda que conocí, ya tan parecidas entre sí como siguieron siéndolo de adultas; a Jaime, un grandullón a su lado, no se le reconoce.
De lo que no me cabe duda es de que el compromiso político fue tan sólo una de las muchas repercusiones del impacto que en Jaime pareció provocar mi relación con Margarita, lo que llamábamos nuestro incesto; mayor trascendencia tuvieron otras de las decisiones coetáneas desencadenadas por ese impacto, la idea de casarse con Ana, por ejemplo, y, más en general, el descubrimiento de que la vida ofrecía una gama de sugestiones más rica de lo que en apariencia había supuesto. Mi relación con Margarita y también mi relación con Magda, algo de lo que Margarita, limitada su agudeza por la seguridad de sí misma que le era habitual, tuvo que enterarse porque yo se lo dije, mientras que Jaime, con la chinchosa perspicacia de la que hacía gala por aquella época, con esa maliciosa rapidez del que no deja escapar una, lo captó, estoy seguro, antes incluso de que respondiese a una realidad tangible, antes de que Magda y yo nos encontrásemos una buena noche en la cama, entregados al placer licuante con todo el ahínco que exige la antigua máxima de que el verdadero placer del hombre se halla en el placer de la mujer, en que el placer de ésta alcance su grado sumo, logro que en este caso se frustró tantas cuantas veces intenté la penetración, Magda crispándose de súbito como se crispa una ostra bajo el limón exprimido, rígida y encogida al mismo tiempo, como paralizada, para relajarse de nuevo en cuanto yo renunciaba a la empresa y nos integrábamos en cualquier otra forma de abrazo envolvente, así una y otra vez hasta que acabamos por dejarlo correr y nos tomamos un whisky y nos fumamos un cigarrillo tendidos el uno junto al otro sobre la cama. Si luego se lo conté a Margarita fue con el consentimiento de Magda, ambos en la convicción de que Margarita no podía menos que acogerlo favorablemente, y hasta reírse con nosotros de este momentáneo tropiezo en la iniciación sexual de Magda, de que sin duda la enorgullecería el coraje con que su tímida protegida había hecho frente a la prueba, una prueba que no iba a merecer sino aliento y enhorabuena, y supongo que habría que buscar en el hecho de que ninguna de estas previsiones se cumpliera la causa de que la reacción de Margarita me pareciese si cabe más insólita: no sé qué gracia le veis los hombres a eso de hacer bollos, dijo, sin que ni aun ahora me sea posible dilucidar si fue la virulencia con que se revolvió al decir esto, áspera, seca, ceñuda, o fue la ordinariez de las palabras empleadas lo que más desagradablemente me sorprendió de su respuesta. El hecho es que, como si en mi intento con Magda hubiese algo de irreparable, bien porque para Margarita no tuviese perdón, bien por el enfado que en mí había provocado su venenosa y desabrida susceptibilidad, a partir de ahí el signo de nuestras relaciones cambió para siempre, desplazándose, tras un período de distanciamiento, del terreno de la intimidad que se deriva de la relación erótica, al de la intimidad que se da por supuesta para quien, además de amigo, es depositario de nuestras confidencias, cambio que se produjo no tanto en razón de un rencor residual cuanto de la dificultad de enderezar lo que en el amor se tuerce. A los pocos días de este incidente, Margarita empezó a dejarse ver en compañía del hombre polla, un joven de rasgos lobulados, cuyo eje, esto es, la línea que va del ceño al mentón voluntarioso, pasando por la nariz y el centro del labio, constituían una línea imaginaria similar a un frenillo, delimitadas a uno y otro lado las mejillas por el contorno de las poderosas mandíbulas conforme a un peculiar entronque que hacía de la cabeza mera prolongación levemente engrosada del cuello, trazos robustos al tiempo que delicados acoplándose en un solo volumen que, unidos a la tonalidad rubicunda de su tez, conferían a su testa cierta apariencia de glande henchido.
El lugar común de que el hombre proyecta su sexualidad sobre el coche que conduce, ganaría validez antes que perderla haciéndolo extensivo a la mujer, con la salvedad de que lo que para el hombre es símbolo de vigor amatorio, de aptitud y empuje similares a los de cuando fornica, en la mujer es, como lo era para Margarita, símbolo de autonomía y libre disposición en materia erótica. Y es que si hubiera que destacar alguna característica de Margarita a este respecto, la primera que se me ocurriría no iba a ser otra que la celeridad, celeridad de la que se sentía orgullosa como si de un coche deportivo se tratase, impaciencia y prisas similares a las de cuando se sentaba al volante, y una general precipitación en la conducta que, por encima del atractivo propio de cuanto es fresco y espontáneo, fruto de un reflejo más que de una reflexión, no podía dejar de retraer o inhibir en mayor o menor grado al amante de turno, al igual que los destellos de jactancia y desafío que a menudo asomaban bajo su desenvuelta actitud de disponibilidad, una actitud que en ocasiones rayaba en el alocamiento y que –según me contaba después, espantada de sí mismale había costado más de un susto; como tampoco dejaba de inhibir y retraer a quien con ella andase su puntilloso sentido de la independencia, o mejor, de la soberanía, ese rechazo sistemático de cuanto, a su entender, supusiera ser dominada por otro, ya que para ese otro la cuestión bien pudiera ser –como lo fue para mí– una cuestión de palabras, de que Margarita llamaba ser dominada a no poder dominar, reacia como era a cualquier voluntad que no fuera la propia. De ahí que mi entendimiento con Rosa, con todo y no poder ser más distintos de lo que somos, por no decir opuestos, haya sido en sus buenos momentos mucho más completo que el alcanzado con Margarita en todos y cada uno de los terrenos. El hecho de que con Margarita lo satisfactorio terminara siempre en problemático se debía tal vez a que, siendo ella y yo tan parecidos en algunos aspectos, fueran tan diferentes nuestros respectivos objetivos, desenfoque esencial que inevitablemente había de dar lugar a toda clase de situaciones conflictivas. Y, no obstante, aquella primera época de nuestra relación se ha mantenido viva en mi memoria a semejanza de una de esas noches de verano en las que, de niños, jugamos al escondite por el jardín y alborotamos hasta la tarde, y luego, ya calmados, miramos aún las estrellas con tío Rodrigo, buscamos una tras otra las constelaciones, y sólo cuando las vacaciones se acaban, semanas después, nos damos cuenta de que aquella noche fue justamente lo mejor del verano.
Algo de esa impresión debía de removerse por debajo de la línea de la conciencia, o mejor, por encima, en ese dominio de lo que con mayor propiedad habría que llamar metaconciencia, aquella tarde en que, camino de Port de la Selva, justo cuando desde la autopista empieza a divisarse la silueta del Paní, un golpe de viento me giró el retrovisor de fuera, al tiempo que una fina lluvia se estrellaba contra el parabrisas como por sorpresa, tal un Júpiter que se precipita sobre el objeto de su amor desde los claros abiertos en el cielo revuelto. Al fondo, una cadena de blancos cúmulos cubría el Cabo Creus, configurando un sistema montañoso de dimensiones muy superiores a los Pirineos, cumbres resplandecientes sobre los que a su vez se elevaba una gran nube marronácea de desarrollo vertical. Fue entonces, al cesar la pasajera lluvia, cuando, contra ese fondo enfilado por la brillante recta de la carretera, a la altura aproximada de Port de la Selva, se extendió un arco iris completo que, si en sus extremos coloreaba las rocas del cabo, en su parte central trocaba las tonalidades grises del cielo en esplendores color topacio, mientras en el coche, a partir de un punto difícil de precisar, empezaba a oírse un sonido similar al silbido de una sirena, un sonido armónico, modulado, que parecía venir de lejos, con esa sensación de distancia que da el eco de un motor fuera borda llegando a nuestros oídos bajo las aguas, en tanto buceamos ceñidos al relieve de los fondos marinos. Sólo instantes después, según el efecto iba remitiendo, caí en la cuenta de que estaba pensando en Margarita, de que su presencia era lo primero que había venido a mi imaginación al producirse el fenómeno. El que en el futuro volviese a pensar en ella cada vez que el fenómeno se repetía, era algo que ya nada tenía de particular, simple asociación de ideas. Lo que también estaba claro era que el fenómeno se hallaba adscrito al lugar en que se produjo por primera vez, al comienzo de aquella recta de la autopista, cuando el Paní aparecía ante mis ojos, ya que ni el sonido procedía del coche ni se producía en otros tramos de similares características, siendo asimismo independiente de las condiciones climatológicas, de que el viento silbase de un modo peculiar al filtrarse, por ejemplo, por alguna rendija del capó. Hasta que todas estas consideraciones se vinieron abajo cuando el efecto sirena se reprodujo hará tan sólo unos días, camino de Vilasacra, antes de llegar a Gorgs, hacia el final de una recta que se resuelve en curva al atravesar una vaguada, una vaguada umbría en la que, no bien anochece, se arremansa la niebla, espesa al extremo de empañar los cristales. Y el temor, con fuerza de iluminación intuitiva, que experimenté aquella noche se ha repetido al repetirse también el efecto tantas cuantas noches he vuelto a pasar por ese punto: el temor de ver aparecer a la luz de los faros, embebida de niebla, agigantada, la efigie sonriente de Margarita, justo en el punto donde la potencia de la luz se pierde en la niebla.
DIÁLOGO CON LA GRABADORA. Cuando uno habla de los errores que ha cometido en su vida suele hacerlo como aceptando de antemano que cualquier otra opción hubiera dado lugar a resultados diferentes, esto es, como si todo se redujera a que había sacado la paja más corta. Si tal supuesto puede ser exacto en determinadas circunstancias, ¿lo será asimismo respecto a mis dos errores axiales, mi profesión y mi matrimonio? Yo diría que no, que en ambos casos el error se refiere más al aspecto genérico, al matrimonio como institución y a la arquitectura como carrera, como conjunto de estudios especializados que troquelan al futuro arquitecto, que a los aspectos concretos de mi caso concreto. Pues si por una parte mi matrimonio con cualquiera de las mujeres que he conocido más o menos íntimamente hubiera resultado antes peor que mejor que mi matrimonio con Rosa, es impensable, por otra, que me sintiera más a mis anchas habiendo seguido una carrera diferente, con otra clase de estudios especializados, distintos pero no menos torpemente limitados a una función apriorística y redundante que los exigidos para ser arquitecto. ¿Cuál ha de ser el sitio del matrimonio en la sociedad de hoy cuando es la propia institución familiar lo que está en entredicho? Ni a Rosa ni a mí se nos pasó por la cabeza la idea de casarnos hasta que Camila estuvo en camino y, equivocados o no, echamos mano del matrimonio a modo de expediente administrativo, el más indicado para estos casos, el menos fastidioso para los futuros padres y para el futuro hijo cuando la futura madre opta por tenerlo. A Margarita le pareció un tremendo error por mi parte plegarme a lo que ella consideraba una obvia enganchada de Rosa, un punto de vista del todo acorde con su tendencia a entender la vida como una partida de tenis, en la que no hay que perder pelota. De acuerdo con el mismo criterio, su boda, pocos meses después, con un rico fabricante de esos productos de cosmética que se venden en las farmacias, constituía, por el contrario, una tremenda volea, un espectacular tanto que se anotaba, por muy inimaginable que resultase su convivencia con un tipo que necesitaba cultivar cierto aire de marino británico para dotarse de una apariencia de personalidad, y por más que esa convivencia no sobrepasase, como era de esperar, los seis meses; o tal vez precisamente por eso. Cosas de Margarita que era preferible no discutir, que había que respetar como ella respetaba las mías, aunque no sin sorprenderse, supongo, de que un tipo como yo tuviese semejantes ocurrencias siendo como éramos tan afines, estando como estábamos tan compenetrados; que ese juego de raquetazos, ese vaivén de golpes y contragolpes que para ella era la vida, fuese para mí poco más que la onda de agua que levanta a su paso la quilla de una embarcación, que el dibujo cambiante de la espuma, era algo que probablemente tampoco acababa de entrarle en la cabeza, que sólo podía explicarse como una jugada mía de gran estilo cuyo verdadero alcance se le escapaba. Pues lo cierto es que, a mi entender, ni la trayectoria de Margarita, ni la de Rosa, ni la mía, ni la del fabricante de cosméticos –aunque a este respecto me falten tal vez ciertos elementos de juicio– se hubieran visto sustancialmente alteradas, salvo en lo que al fondo ambiental se refiere, de haber intercambiado nuestros respectivos emparejamientos, de haberme casado yo con Margarita y Rosa con el de los cosméticos, permutación menos disparatada, en definitiva, de lo que puede parecer a primera vista.
Objeciones no menos graves que el matrimonio en lo que a su vigencia se refiere, cabe hacérselas al trabajo del arquitecto, por más que ni los profesionales ni quienes estudian para llegar a serlo parezcan conscientes de ello; tampoco yo lo era cuando estudiante, pero al menos no tardé en darme cuenta de que lo que yo esperaba de la arquitectura no era lo que esperaba la mayor parte de mis compañeros. Hechos a la idea de que la arquitectura no es más que el dominio de una serie de conocimientos técnicos, no puede chocarles ver el arquitecto convertido en una especie de ebanista que idea gigantescos armarios llenos de pequeños cajones en los que hay que hacer caber el mayor número de gente posible, con la máxima originalidad en el diseño que la función que le es propia permita. No es un problema de formalismo, quede claro, de reivindicar una completa libertad de creación en lo que concierne a la forma, ilimitada hoy como nunca lo fue en la medida en que el planteamiento formal se ha hecho irrelevante, en que, sea cual fuese, con mejor o peor gusto, carecerá de sentido. Porque el núcleo central del problema es justamente éste: la pérdida de sentido de la arquitectura en el mundo de hoy, vacío como está del significado que antaño tuvo para los pueblos, el sentido al que respondían las pirámides, el Partenón o las catedrales góticas en sus respectivos contextos, cuando ni el Coliseo era simplemente un circo ni la Ciudad Prohibida era simplemente un palacio. ¿Qué clase de edificación puede tener hoy en día un significado equivalente? Y nada más inane que la contraposición de la arquitectura orgánica, por ejemplo, a la racionalista, o el lanzamiento al mercado de conceptos como el de espacio a manera de panacea, por no hablar ya de esos movimientos que propugnan la vuelta a una arquitectura popular y, más en general, a lo rústico y primitivo, denominaciones que no sé qué quieren decir, o mejor, que no quieren decir nada aunque quienes las utilizan ni siquiera lo sepan. El equívoco es siempre el mismo: abogar por una arquitectura social o, en palabras mayores, una arquitectura para el hombre, planteamiento que si bien justifica la producción en serie de apartamentos como si de coches se tratase, no por ello deja de ser una negación del concepto mismo de arquitectura; éste es el verdadero fondo de la cuestión. Lo demás, la aceleración de los cambios o revoluciones en materia técnica, los llamados avances y, sobre todo, la aceleración del cambio en los hábitos y formas de vida, no son sino rasgos de un fenómeno más general cuya incidencia en la cuestión, aunque insuficiente para definirla, es asimismo de gran importancia. No se trata de que los jóvenes de hoy sean diferentes a los de antes, de una versión agudizada del clásico enfrentamiento generacional, sino de que quienes ya eran adultos cuando esos jóvenes vinieron al mundo, no menos sometidos a la aceleración del cambio y tal si quisieran recuperar el tiempo perdido, han modificado asimismo su actitud ante la vida. Pues así como el comportamiento de la mujer madura se halla influido por la libertad de que hace gala la jovencita de hoy, una libertad que ella no tuvo ocasión de gozar, la mujer madura de entonces –en grado mayor que el hombre, dada su situación de mayor dependencia– se halla sometida a un proceso de envejecimiento prematuro, o mejor, de idiotización, en el que los pequeños actúan a manera de agente inductor. La madre de Rosa a la vuelta de quince o veinte años, por ejemplo; su intensa vida mundana y sentimental de entonces, propia de la mujer de buen ver que fue, comparada a esa especie de yaya en que se ha convertido arrastrada por sus nietos a partir de Camila, que fue la primera. Y es que al natural agarrotamiento con los años de los mecanismos cerebrales hay que añadir, en efecto, ese elemento nuevo, de acción potenciadora, que es el trato con los nietos de hoy, distintos a los de antes, a los de siempre, reacios aunque lo disimulen al lenguaje infantil con que esas abuelas, que uno creería lelas, les hablan, a las bobas canciones y palmas palmitas que, imitando a las abuelas de cuando ellas eran niñas, se empeñan en enseñarles, reacción que ellas presienten y que se manifiesta en la inquieta cautela de su sonrisa, en la inseguridad del autoritarismo que lucen cuando se creen en la obligación de lucirlo, ganadas casi moralmente como lo están ya culturalmente, interesadas en grado no menor que los pequeños en los cotidianos programas de la tele, en las peripecias de los seriales, en el resultado de los concursos y hasta en la apasionante reiteración de los spots publicitarios, y, en consecuencia, integradas en grado no menor, asimismo, en el mundo que todo eso supone, deslumbradas por esa nueva dimensión que a sus años les es revelada y que tanto dificulta la tarea de señalar con precisión los límites de la realidad que viven y de la que han vivido. ¿Qué otro papel ha de ser el del arquitecto ante ese cuadro si no es el de ponerle el marco adecuado, realizar el sueño de cuantos habitan cualquiera de esos apartamentos en que han sido metidos, la segunda residencia, uno de esos chalets tipo bombonera, si es que todavía no lo tienen?
La mención de los factores ambientales en lo que al bajón dado por la madre de Rosa se refiere no significa, por otra parte, que olvide lo que es ley de vida, ya que, si cuando debía de tener sus buenos cuarenta y tantos, el tiempo transcurrido desde entonces se basta para explicar que parezca lo que es: una vieja. Pues, si a la edad de diez años pensar en quince más tarde es como pensar en la vida eterna de los bienaventurados, supongo que hacia los cincuenta, habituado uno al declive casi imperceptible que se viene arrastrando, resultará igualmente difícil de imaginar la brusquedad con que la vejez se precipita y fragua, inconcebiblemente breve el mismo período de tiempo que para el niño era inconcebiblemente largo; años que en la infancia parecían siglos conforme a una apreciación sin duda basada en la capacidad del niño de vivir el presente, minuto a minuto, de forma que la noción de duración y la de instante llegan a confundirse en una dilatada secuencia. Capacidad –si no facultad– que se pierde en el adulto, pendiente como siempre está del reloj, del tiempo que tiene para llegar, del tiempo que le falta para salir, todo a semejanza de lo que sucede con un reloj de arena, de lo pendiente que uno está de la arena que cae hasta el punto de que se olvida que le ha dado la vuelta, de igual forma que, según pasa el tiempo, el adulto se olvida del paso de los años. Y es que lo que vale para las fases extremas de la vida es válido también, aunque menos ostensible, para las fases intermedias. Ver moverse, por ejemplo, a una de esas jóvenes de alrededor de veinte años, graciosa si no agraciada, dinámica, expeditiva, obviamente dispuesta a gastar su cupo de orgasmos como más le cunda, es una impresión sin duda placentera. Pero, en determinados momentos, bajo de tono el ánimo, ese carácter placentero tiene su contrapartida: la consideración de que una mujer de nuestra edad, bien conservada externamente, sí, pero con el organismo corroído por el alcohol, el tabaco y los tranquilizantes, y el sistema nervioso deshecho, era exactamente así cuando empezó a salir con nosotros, una joven animosa y segura de sí misma que se comía el mundo, un mundo que se ofrecía a nuestra vista como el cumplimiento de una profecía, consideración, o mejor, consideraciones que, en semejante estado de ánimo, por fuerza han de generar nuevas ideas de carácter no sólo ingrato sino también deprimente. De ahí la instintiva tendencia de la gente a aislar el hecho, la impresión placentera, de su consideración intelectiva, y de ahí también que, reprimida ésta, la natural atracción que así el hombre como la mujer sienten por los jóvenes, en la medida en que pueda parecer irreflexiva y hasta irresponsable, sea juzgada ridícula si no grotesca o incluso perversa, cuando si bien existe una base física que justifica por sí sola tal atracción, la motivación profunda hay que buscarla en lo que esa juventud simboliza y propicia a manera de amuleto, en el valor estimulante de cuanto de bueno ofrece la vida, las buenas noticias, la buena salud, la buena fortuna, la risueña expresión que así lo atestigua, en contraposición –y no es redundancia– al carácter deprimente de lo depresivo, esas caras largas, esas expresiones descolgadas por la tristeza o el desánimo, llorosos los ojos, ahogada la voz al contar las cosas que cuentan, sus desgracias, sus penas, sus descalabros, adversidades que si tanto se les acumulan por algo será, no siendo así de extrañar que uno reaccione, se defienda, tome sus medidas respecto a esos portadores de desdicha, sacudírselos, darles esquinazo, apartarlos de nuestro camino como apartamos con la punta del pie, de una patada, cuantos objetos fastidiosos encontramos a nuestro paso, a impulsos de esa convicción informulada de que así como la buena suerte llama a la buena suerte, la mala llama a la mala y lo cenizo a lo cenizo, de modo que el rechazo que suscita la aceptación de una decadencia física o síquica en los seres más próximos a nosotros en el terreno amoroso o simplemente afectivo debe ser entendida como algo que se refiere no sólo al ser amado y a su vinculación a nosotros, sino también a nosotros mismos, al influjo que sobre nuestro propio estado puede ejercer tal aceptación y, en definitiva, a la posibilidad que se abre de que, como por contagio, sin habernos dado cuenta, nos encontremos sometidos a un proceso de similares características.
No cabe duda, en este sentido, de que, por encima de mis problemas con Rosa, yo he guardado la imagen de nuestros comienzos por más tiempo que ella; de que para mí seguía siendo referencia válida cuando para ella había dejado de serlo, aquel verano en que empezamos a salir juntos, por ejemplo, nuestras incursiones en la vida nocturna barcelonesa, Ramblas abajo, nuestras escapadas a Cadaqués, una época en la que nos entregábamos a eso que la moral entonces imperante denominaba excesos simplemente porque para nosotros no tenían nada de excesivo –y si en ocasiones lo tenían, en el más literal de los sentidos, no lo supimos hasta más tarde, cuando comenzamos a pagarlos con intereses de demora–, porque para nosotros lo importante era emularnos cada vez a nosotros mismos, exceder los excesos, alcanzar ese estado en que, como dijo el de León, el sexo se serena y el alma se prolapsa con el alba. Durante años me he remitido siempre a nuestros principios juntos, considerando equivalentes, si no iguales, a los conflictos de entonces los nuevos conflictos que se iban creando entre nosotros, algo más dañinos, a lo sumo, en la medida en que el carácter progresivo de toda erosión es en sí mismo un factor de deterioro. No se trata sólo de tensiones afectivas y de infidelidades mal asimiladas por más que cada parte se esmere en parecer inmune a su impacto; está también el desgaste que a la larga produce la convivencia, los hábitos y pequeñas manías personales que, pese a su carácter inocuo y hasta trivial, son susceptibles de convertirse en agravios de primera magnitud a impulsos del rencor que se acumula a cada lado de la fisura abierta en el terreno afectivo. Podría incluso elaborarse un código cifrado de esa gradual intolerancia que la vida cotidiana introduce en el matrimonio, una recopilación sistemática que permitiera establecer el significado que para cada parte tienen determinados actos, palabras y gestos en el contexto de la vida en común, por circunstanciales que sean en apariencia. Así, cuando por la mañana despierto apenas, o mejor semidespierto, él, movido por una general predisposición calenturienta, imperiosa, inmediata, inicia una maniobra de aproximación al otro cuerpo, avanzando un pie, aproximándose como entre dos aguas, alargando caricias enlazantes, mientras ella, como sumida en un sopor profundo, le deja hacer, inerte, callada, para finalmente murmurar que tiene un dolor de cabeza terrible, igual que si le fuese a estallar, ella, que por la noche tomará un par de copas más de las habituales y saldrá del baño recién bañada y envuelta en lo que llaman su bata de puta para encontrarse con que él se ha tomado ya sus pastillas y apagado la luz, y cuando ella le recrimine su ofensiva desgana, él dirá que a estas horas tiene demasiadas cosas en la cabeza, que cuando aún no las tiene es justamente por la mañana, y entonces ella dirá que por la mañana ella está dormida, y entonces saldrá todo a relucir una vez más, las dos listas de ofensas, las dos retahílas de reproches, y así años y años hasta que cada uno comprenda que, para evitar frustraciones, lo mejor es ni tan siquiera insinuar nada y esperar simplemente que, merced a una concurrencia de circunstancias, ambos estén borrachos y acaben entrecabalgándose salvajemente, como antaño, no muy seguros de que la otra parte sepa con quién lo está haciendo realmente mientras lo hace, de si yo sé que ella es Rosa, de si ella sabe que yo soy Ricardo. Las consecuencias de este proceso serán, qué duda cabe, más nocivas para la mujer que para el hombre en la medida en que ella no haya sabido, podido o logrado crearse una situación previa de independencia, a prueba de matrimonio, que le permita prescindir de otra clase de estímulos, alcohol, somníferos, tranquilizantes, etcétera, que no harán sino distanciarla aún más de toda posible actividad que refuerce su autonomía, que le ayude a enfrentarse a la vida cotidiana, levantarse a las siete o a las ocho y hacer algo, lo que sea, en lugar de salir de la cama al mediodía para encontrarse con menos horas por pasar antes de que, con el atardecer, llegue la hora del primer trago. En estas circunstancias, las reflexiones relativas a cómo ha podido suceder lo que está sucediendo se convertirá en ocupación principal para los momentos de mayor lucidez, con tendencia a explicarse cuanto le sucede por medio de una causa única –muerte del padre, celos que ella tiene de la madre o que la madre tiene de ella– así como a encontrar el origen de cuantas dolencias le aquejan en el defectuoso funcionamiento de algún órgano, una cosa en la que nadie acertó a caer de tonta y elemental que es: el gran simpático, la vista, el oído interno, algo que articule los diversos síntomas en una respuesta coherente y global. Consecuentemente se tomará la firme decisión, demasiadas veces postergada quién sabe por qué, de someterse a una cura o tratamiento de rehabilitación en una de esas remotas clínicas donde te ponen bien de pies a cabeza, otra vez en forma sin necesidad de drogas, por procedimientos totalmente naturales, una cura de sueño, por ejemplo, dormir y dormir hasta quedar como nuevo, o un tratamiento basado en una dieta de agua o en el aire de alta montaña o en la rígida disciplina de determinado régimen de vida, aparte, claro, de la inflexible factura que pone fin a la estancia del paciente y que sin duda juega un papel importante, por lo que tiene de ofrenda ritual, en sus beneficiosos efectos. Sólo que, a partir de un determinado momento, ni los diagnósticos barajados ni sus posibles remedios podrán seguir ocultando la evidencia que, según emerge, relega, arrincona y termina por excluir cualquier otra consideración: la edad que se tiene, la realidad de que ya no se es lo que se entiende por una mujer joven, de que sus problemas no son ya los de antes ni las soluciones pueden ser en consecuencia las mismas, y, sobre todo, el estado de estupor al que se ve reducida ante el mero planteamiento del enigma: ¿cómo es posible que hayan pasado todos esos años y ella no se haya dado siquiera cuenta de que pasaban?
La formulación y ulterior aceptación de estos hechos por ambas partes suelen hacer precipitar la situación, decantándola, bien hacia la disolución del vínculo, bien hacia fórmulas que fijen las diversas opciones que ofrece su mantenimiento. Lo único seguro es que carece de sentido prolongar ese antagonismo que impregna y satura la vida de los cónyuges incluso fuera del ámbito doméstico, una relación conflictiva similar, en lo personal, a la que en el ámbito internacional, por ejemplo, mantiene México respecto a España, algo así como el amor no correspondido de un macho por otro macho, con toda la carga de fascinación-rencor que una relación de estas características lleva implícita, así como sus secuelas, de signo eminentemente sadomasoquista. Por lo general, hay siempre un momento en que, sea de común acuerdo, sea unilateralmente, se decide la ruptura, pero son muchos años de buscar una solución de continuidad, demasiados, para que, cuando llegue la ocasión propicia tanto tiempo esperada, no estén ambos demasiado cansados para hacerlo y se opte una vez más por seguir juntos, por intentar aún el equilibrio, la solución de compromiso ya que no de continuidad; un cansancio que es más definitivo a los cuarenta que a los veinte años en la medida en que menos improvisado, que es más desesperado en la medida en que no procede de la quiebra de esperanza alguna ni reside en el contraste con alternativas de nuevo cuño. Ahora bien: el hecho de que no existan alternativas reales a la solución natural de un problema creado por la propia naturaleza del matrimonio, no quiere decir que no sea posible inventar otras, llegar uno y otro cónyuge a un entendimiento basado en la creación de nuevos alicientes y compensaciones, aunar sus intereses frente a terceros hasta el punto de que el gozo suscitado por esa consolidación de los lazos que al fin les vinculan como a dos verdaderos enamorados no sea menor al que les deparan los triunfos sobre el mundo exterior que comparten, o mejor, sus desquites respecto a ese mundo, o mejor todavía, los fracasos de que son testigos, las desgracias, contemplar cómo los otros enferman o se arruinan, cómo envejecen, cómo se la pegan donde ellos se la pegaron o hubieran podido pegársela, ver cómo se los llevan por delante. Un tipo de historial que se repite en tantas cuantas variantes quepa imaginar de esta rectificación que a la larga suele operarse respecto a la tradicional justificación amorosa del matrimonio, en ese entendimiento ahora centrado en la acumulación de dinero o de peso, en el engorde o en la sensación de seguridad derivada del desahogo económico en un contexto dominado por la ansiedad y las estrecheces; los matrimonios de gordos, por ejemplo, fruto de ese pacto tácito conforme al cual los cónyuges acuerdan trasladar al mantel, sin cortapisas de ningún género, los placeres o presuntos placeres de la cama, sin contemplaciones ni remordimientos, engorden lo que engorden, su cómplice cualidad ogroide convertida incluso en segunda fuente de placer, como es frecuente en los fenómenos acumulativos. La satisfacción obtenida puede llegar a ser real, y así nos encontramos con esas parejas de viejos eufóricos que se achuchan y hacen arrumacos porque se quieren como el primer día, como críos, y quieren que se sepa y que la gente lo atestigüe y se sorprenda, casi a manera de estampa que ilustra la portada de una novela, la historia de ese joven lleno de ilusiones y de ímpetu que contrae matrimonio con una joven de similares cualidades y deseos, y ambos hacen frente juntos al desafío de la vida, a los problemas que ésta genera en todos los órdenes, el trabajo, la casa, los chicos que van viniendo, siempre alentados por el éxito con que terminan por superar cuantas crisis y pruebas se les plantean, sea en el terreno afectivo, en el económico o en el social, año tras año, y así hasta que llega la jubilación que lo resuelve todo y, ya abuelos, se permiten el lujo de dar una vuelta al mundo de despedida.
Al trasladar al papel estas líneas me doy cuenta de que, cuando más arriba hablaba del ejercicio de la arquitectura en la sociedad de hoy, me salté algunas de las observaciones personales relativas a lo que en la práctica consiste nuestro trabajo que figuraban en las notas tomadas previamente. La tarde en que grabé este fragmento me encontraba en Barcelona y había acudido con Rosa y Camila a uno de esos almuerzos que las abuelas organizan periódicamente debido a la manía que tienen de reunir a la familia entera o a lo que de ella quede. La madre de Rosa estuvo especialmente lamentable y fue probablemente la influencia de esta impresión –tal vez incrementada por los días que llevaba aquí en Gorgs, encerrado con mis notas– la causa de que me fuese por las ramas a la hora de grabar, un procedimiento –inventado, se diría, para satisfacer los delirios de un paranoico– que cada vez me convence menos en razón de los imponderables a que está sujeto, del esfuerzo que luego requiere desbrozar el texto de cuanto no es propio de la palabra escrita; útil, a lo sumo, una vez realizado el trabajo, para recoger el resultado final. Otra cosa que me distrajo y perturbó mi capacidad de concentración fue el pensamiento de lo mucho que se va pareciendo Camila a la Magda de antes, como si aquel coito no consumado hubiese terminado por fructificar en el vientre de Rosa, de quien Camila tiene muy poco.
Las consideraciones entonces omitidas se refieren no tanto a lo que el joven que se prepara para ser arquitecto no sabe porque tampoco lo saben sus presuntos maestros, es decir, arquitectura, cuanto a determinados aspectos de lo que ha de ser un oficio que no se enseñan y que sin embargo son los que acabarán tomando más tiempo al arquitecto no bien sean sus subordinados quienes se encarguen de los cálculos, dibujos y maquetas. Pues el estudiante imagina que su carrera consiste en el dominio de una serie de conocimientos técnicos, en definitiva no muy distintos a los de un carpintero, y luego resulta que su ejercicio consiste en otra cosa, que fundamentalmente es cuestión de tratar gente, de relacionarse, no ya con los clientes, sino sobre todo con financieros, promotores, altos cargos de la administración, representantes de unos y otros, entre los que tanto abundan, inevitablemente, catalanes de esos a los que les gusta hacerse el vivo, demostrar que se las saben todas, que a mi no me la fots, tu. Así entendida la profesión, como negocio, los contactos que más cuentan a la hora de realizar una obra, de realizar lo que en el lenguaje del mundo de los negocios se llama una operación, los que más cuentan, contra lo que el profano pueda creer, son los que tienen por centro, no al cliente, sino al alto cargo de la administración del que dependen los permisos, el papeleo, la recalificación del terreno, etcétera, requisitos indispensables para que el negocio sea negocio, esto es, para que llegue a ser, como también más importante que el cliente propiamente dicho, si por tal entendemos al titular de ese terreno, es la personalidad financiera que ha de otorgar la bendición necesaria para que la operación se realice como si dijéramos sin dinero. Ese personaje que el arquitecto conocerá tarde o temprano, sea en la intimidad de un despacho, sea en los lugares más insospechados para un no iniciado, la barra de una cafetería, por ejemplo, ante un whisky, con el cubilete de los dados en la mano, un tipo que nuestro neófito hubiera tenido por hortera más o menos encumbrado y que, sin embargo, a decir de su ayudante u hombre de confianza, el introductor o intermediario que ha facilitado la entrevista a los recién llegados, a saber, el promotor, el propietario y el propio arquitecto neófito, a decir de ese hombre de confianza que posiblemente ha preparado la entrevista en semejante lugar para dar mayor informalidad a la toma de contacto, para que parezca más natural, a decir de ese hombre y como ya sabrán, se supone, los recién llegados, neófito incluido, es presidente, presidente, sí, de la Caja de Ahorros de la que son clientes tanto nuestro cliente como el promotor y hasta tal vez –aunque a efectos prácticos tal eventualidad sea desdeñable– el arquitecto no iniciado, presidente de una entidad en la que entró de botones, toda una carrera que ahora va a experimentar aún un nuevo giro –el paso del sector privado al público– con su presentación a las elecciones a concejales de Barcelona, que es en lo que estamos, dice el relator, el cronista, en su calidad de hombre de confianza, identificándose al propio tiempo como persona de influencia en el Movimiento, sí, señor, con su cara de cerdito afable, a pesar o gracias a ella: persona de influencia en el Movimiento. Y el presidente de una entidad financiera de ahorro y ex botones y actual candidato a concejal del Excelentísimo Ayuntamiento de Barcelona le deja hablar, le escucha como quien se escucha a sí mismo, no por improbable el éxito esta vez menos sugestivo de contemplar a manera de remate biográfico, igual que se contempla un cuadro, ennoblecidos los rasgos por la solemne música de fondo que suena en el local, una música como de superproducción cinematográfica famosa que no parece sino realzar las palabras del cronista, dar fe de su autenticidad, todo como si fuera cierto, como si su carrera desde el puesto de botones al de presidente de una entidad financiera de ahorro no hubiera discurrido por vericuetos probablemente ignominiosos, como si tales vericuetos no fueran de todo punto insuficientes en lo que a los circuitos del mecanismo electoral franquista se refiere, como si el apoyo de personas con cara de cerdito y con influencia en el Movimiento tuviese alguna trascendencia, y sobre todo como si las elecciones en cuestión fuesen las elecciones norteamericanas y él fuese un Rockefeller. Ante esta clase de personajes, como ante un delegado provincial de urbanismo o ante un modesto a la vez que todopoderoso secretario del ayuntamiento de un pueblo, los recién llegados, el promotor, el propietario y hasta el arquitecto neófito, cuya condición de elemento añadido y por tanto perfectamente sustituible, condición débil en la medida en que aleatoria, no habrá dejado de ser incidentalmente destacada, todos, en una palabra, harán gala del mismo servilismo complaciente y de idéntica actitud adulatoria tantas cuantas veces sea preciso, todos se comportarán entonces como ese sablista que no espera sino la oportunidad de caer sobre nosotros, ese manta, ese hijo de familia venido a menos, ese pijo de antaño convertido en hombre de peloteos, de letras y números, que aprovecha, pongamos por caso, la muerte del padre de uno, de un familiar cualquiera, para testimoniarnos, en nombre de cuanto puede suponer en estas cosas la presencia de un antiguo compañero de colegio, su más sentido pésame, en la creencia de que la aflicción compartida puede proporcionarle un resquicio por donde colarse en su empeño de obtener algún favor –un aval, por ejemplo– del antiguo amigo que somos, un querido amigo que, por azares de la vida, está en situación de hacerlo, ahora, justamente ahora, bajas como están las defensas que normalmente mantiene al respecto, rotas las distancias que suele guardar, ese no está, o está reunido, o ya le diré que ha llamado, con que lo tiene a raya a través de la secretaria, perfectamente sabedor de la clase de sujeto que es en la actualidad aquel pijo que iba al mismo colegio y ahora le estrecha repetidamente la mano, transida como por un dolor agónico la expresión de los ojos. Así, como ese denostado sablista profesional, exactamente así cualquiera de los recién llegados a la cafetería, a la intimidad de un despacho, pertenezca éste a quien pertenezca, sea quien fuere el posible otorgante, trátese del presidente de la entidad financiera, del delegado de urbanismo, del propietario de los terrenos o hasta el promotor, intercambiables como son sus posiciones según quien sea el que necesite del otro, rotatorios los turnos como todo en la vida, salvo, claro está, el que pudiera corresponder al arquitecto neófito.
Elemento imprescindible a la hora de cerrar el trato, o mejor, de celebrar la llegada a buen fin de las negociaciones, es el tipo de risa con que todos y cada uno de los presentes deben sellarlo, risas estrepitosas, llenas de autocomplacencia a la vez que de desdén hacia cuanto se halla fuera de ese círculo de autocomplacencia, desdén hacia los límites teóricos del poder del dinero, hacia las leyes que teóricamente lo regulan, hacia los intereses ajenos vulnerados por la excepción que ellos representan, prolapsada la risa no menos que los ojos y porcina la redondez de los rasgos, todo a semejanza de esa prototípica imagen del plutócrata puesta en boga durante la Gran Depresión por los chistes y caricaturas aparecidos en determinada prensa, tanto de izquierdas como de tendencia fascistoide, en su denodado empeño por desenmascarar a los ricos, estos seres gordos y grotescos, de apaisada elegancia, que nos muestran sus gordos anillos y sus no menos gruesas cadenas de oro que cuelgan sobre sus voluminosas barrigas, impúdicos, desafiantes, como impúdicos y desafiantes aparecen nuestros hombres a la hora de cerrar el trato, tal si quisieran hacer suya esa imagen de las caricaturas que les hace poderosos en la medida en que odiados, apropiársela como si de un talismán se tratase, objetivo por cuyo logro están dispuestos a poner de su parte cuanto haga falta. Y el rito que se impone a nuestros recién llegados iniciales y actuales beneficiarios, o cuando menos principales beneficiarios, del trato que se ha cerrado, neófito incluido gracias al espíritu dadivoso que suele predominar en esta clase de momentos: el bocadillo de jamón que, acompañado de un rápido café, se toma al salir en cualquier cafetería, la más próxima al despacho que ha sido escenario del feliz acontecimiento, un bocadillo que hay que comer a dentelladas, llenándose la boca, a modo de merecido culto a la suculencia que le es propia, implícita casi en la propia palabra jamón, de igual forma que la palabra bocadillo, bocado pequeño, parece invitar a repetir en razón de su insignificancia y de su carácter emblemático, augurio de prosperidad cuando hacia media mañana apetece comer algo, de acuerdo con la voracidad sicológica a la que induce cuanto huele a dinero, el cierre de un trato o la concesión de un crédito o la materialización de una buena venta.
El trato, en ocasiones, hay que realizarlo de forma directa, sin personas interpuestas, con el cliente propiamente dicho, esto es, con el propietario, por lo general en relación a encargos de menor entidad, ese chalet tipo bombonera que suele ser la segunda residencia. Aunque hace ya años puedo permitirme rehusar este tipo de encargos, en mis comienzos, en mi época de neófito, tuve que aprender a moverme también en estos círculos donde, más que el propietario, cuenta la esposa del propietario, su voluntad, sus gustos, sus ideas, circunstancia ésta, no obstante, que no reviste especial importancia, ya que, si por una parte la compenetración al respecto entre ambos cónyuges suele ser grande, por otra la natural feminidad del pueblo catalán, reiteradamente destacada por Pidal, hace irrelevante el hecho de que nuestro interlocutor sea el cliente o lo sea su esposa. La presencia de este rasgo, que Pidal atribuye a la impregnación de la mentalidad pequeñoburguesa que ha experimentado la sociedad catalana en su conjunto, hace que no ya sus hombres sino asimismo sus hembras se vean con frecuencia contagiadas de la ñoñería y empalago que en lo que a maneras y comportamiento se refiere son manifestación de tal característica. Y ello hasta el punto, señala Pidal, de que en caso de disputa suscitada por algún problema de circulación o similar contingencia, es muy de encarecer la precaución de dirigirse a la parte contraria en femenino y con tono afectuoso, a fin de evitar enojosas complicaciones y equívocos, como el que se produciría en caso de que la persona que nos ha hecho –o a la que hemos hecho– una rascada fuese tratada como varón. Sea como fuere, el trato continuado con esta clase de gente, la cortés atención que hay que prestar a sus iniciativas y criterios estéticos, termina por hacerse intolerable, no inferior el agobio al que se deriva de las fiestas navideñas, cuando la abrumadora proliferación de celebraciones que va invadiendo nuestra vida privada se convierte en un problema de expresión, de cómo aguantarla en consonancia con el afable tono de voz al devolver los mejores deseos a quienes nos felicitan, acordes ambos con el carácter risueño y animoso que es de rigor.
Éstas son cosas que ya cabía intuir en mi época de estudiante, ante el contraste entre los conocimientos técnicos que íbamos adquiriendo en la Facultad y los aspectos iniciáticos que se vislumbraban fuera, después, vinculados al ejercicio de la profesión y en estrecho contacto con lo que se entiende por realidad de la vida, o también por mundo de los negocios, aspectos, mejor dicho, requisitos indispensables, cuando lo que se busca es que el arquitecto se integre en el sistema en que vive como lo que es: cabeza destacada de la sociedad de consumo en la medida en que ha sido designado para organizar el entorno en que vivimos, el medio ambiente en el que la gente desarrolla sus actividades, el escenario que decora sus ocios. Algunos de mis compañeros no sólo parecían saberlo desde el principio sino que, sea por tradición familiar u otro motivo, parecían haber elegido la carrera precisamente por eso, por lo que tiene de negocio; y yo, aun presumiéndolo, me resistía a creerlo en términos reales, de igual forma que cuesta captar el verdadero alcance de otros códigos secretos, por palpable que sea el fenómeno, palpable, o mejor, detectable, como puede serlo el acento catalán, pongamos por caso, esa alegría de los catalanes que por las razones que sean, matrimonio, negocios, exilio, las que sean, han dado en vivir fuera, en Madrid, en México, fuera, la alegría al comparar, decíamos, cada vez que regresan al suelo patrio, por Navidad, de vacaciones o motivo análogo, la alegría que experimentan al comparar el acento que traen con el que dejaron, los dejes y muletillas adquiridos, las expresiones madrileñas o mexicanas que tanto asombro causan a quienes les conocen desde la infancia, una alegría que no es sino reflejo suplementario de la que experimenta cada uno de ellos cuando en México, en Madrid o en Guayaquil, se encuentra con un compatriota y ambos comprueban hasta qué punto, una vez mutuamente identificados, dejan de ser comprendidos por todos los demás con sólo ponerse a hablar en lengua vernácula, hasta qué punto el deje del acento matriz perdura por debajo de los acentos adquiridos, hasta qué punto ese acento constituye realmente una especie de tarjeta de socio de un privilegiado club privado, útil, aunque sólo sea como satisfacción personal, prescindiendo incluso de las fructíferas consecuencias en el orden económico que eventualmente pueden resultar de semejantes encuentros, útil, en suma, en grado no menor que el proceso iniciático que el arquitecto debe seguir paralelamente al ejercicio de la profesión si pretende llegar a ser cuando menos tolerado por el sistema. El que Gaudí fuera un gran arquitecto, probablemente el último, con todo y vivir a la sombra de la gran burguesía barcelonesa, se deberá, supongo, a que le salvaron su despiste y su obcecada fe católica, que le mantenían al margen del concepto mismo de negocio, inasimilable.
Esa intuición de que en el trabajo del arquitecto se daban cita todos los gravámenes que eran de temer, desde los de carácter práctico hasta los puramente conceptuales, menos degradantes, si se quiere, pero de trascendencia todavía mayor, refiriéndose como se refieren al papel o, para ser más exactos, a la ausencia de papel de la arquitectura en la sociedad actual, esa intuición, decía, estaba del todo presente en mis preocupaciones de cuando acabé la carrera, un período que curiosamente coincide con el de mi máxima dedicación a las actividades políticas clandestinas, antes de que, alejado de éstas y entregado plenamente a mi profesión, terminase por ir a la cárcel como en pago de una factura atrasada. Recuerdo lo mucho que me molestaba por aquel entonces la idea de que las casas que había diseñado fuesen a ser habitadas algún día, que alguien se permitiera modificar algo, cambiar los colores, comprar muebles a su gusto, poner plantas, soltar niños, salir a la terraza, todo; el modelo, para mí, hubiera sido una arquitectura inhabitada y vacía, lo más parecida posible a una gloriosa ruina, algo no profanable por posibles inquilinos ni susceptible de ser convertido en negocio. Ni que decir tiene que mis colegas más próximos, con tan pocas ganas como yo de controversia, debían de considerar que se trataba de una pose, de la boutade de un arquitecto que se cree genial, de un sarcasmo sólo tolerable en razón de su misma extravagancia, ya que no debían de poder concebir que yo sostuviese seriamente ideas que les sonaban a deshumanización y actitud antisocial como era inevitable que les sonasen, no sabiendo como no sabían de qué les hablaba y encontrando como encontraban de lo más normal esos inmensos suburbios en los que, a la vuelta de muy pocos años, habremos convertido las ciudades. Y hablo de ciudad y no ya simplemente de casas porque esto es en definitiva lo que bulle en el fondo de todo arquitecto neófito, lo sepa o no, con independencia de su capacidad profesional y hasta de su mayor o menor inteligencia: esa imagen de la ciudad ideal que quisiéramos fuese el mundo y que no renunciamos a que algún día llegue a ser.
Decidí abandonar la profesión el otoño pasado, hacia septiembre o tal vez octubre, hará poco más de un año. Pero más viva y próxima, con mucho, me resulta la impresión de extrañeza que me produjo Barcelona en el curso del largo paseo que emprendí acto seguido a manera de desahogo, no bien hube dejado el estudio, un paseo no en coche sino a pie y en metro, saliendo a la calle en estaciones que sólo conocía de nombre, recorriendo al azar los alrededores de cada una, desconcertado, tomase la dirección que tomase, ante lo mucho que había cambiado la ciudad o, si se prefiere, por lo mucho que la desconocía tras años y años de no verla más que a través de planos parciales, memorias y proyectos de remodelación. Fue como si me hubiera quedado a trabajar de noche y hacia el amanecer, al volver a casa, cayera en la cuenta de que habían transcurrido veinte años.
DIARIO ÍNTIMO. Nunca asocié a Carlos con Gorgs de la Selva ni, a decir verdad, tenía motivo alguno para hacerlo. A Carlos yo lo asociaba con Rosas, donde tiene un motel cuyos planos fueron uno de los primeros trabajos que realicé al acabar la carrera. Por aquella época, Rosa y yo íbamos a Cadaqués, y Aurea y Carlos venían a visitarnos con frecuencia; Margarita no empezó a ir por Rosas hasta más tarde, cuando si me tropezaba con Carlos era más bien por casualidad, el tiempo de coincidir una vez más en que teníamos que vernos y basta. Yo sabía que Aurea tenía por abuelo una especie de cacique rural, pero lo último que se me podía ocurrir era que el feudo de ese cacique fuese precisamente Gorgs, que estuviese relacionado, aunque sólo fuera por razones de vecindad, con Vilasacra, que la proximidad de su muerte a la muerte de Margarita había de ser la causa de que Carlos y yo coincidiéramos aquella tarde en la fonda de Gorgs. Pues, al parecer, éste era el motivo de la presencia de Carlos, la muerte del viejo, que el médico veía inminente, aunque hacia finales de septiembre ya les dio un primer susto, por la Merced, justo cuando el accidente de Margarita.
Aun así, aquel encuentro con Carlos en una fonda de pueblo cuya existencia, semanas atrás, era probablemente desconocida para ambos, tal vez no hubiera llegado a producirse de no ser por la lluvia, de no haber sido porque, harto de pasarme la tarde encerrado en la habitación dando vueltas y más vueltas, bajé al comedor antes que de costumbre. Interrumpir mi trabajo para pasear por el cuarto es algo que suelo hacer siempre, como si ese acto de cruzar la habitación en diagonal una y otra vez, en uno y otro sentido, lejos de apartarme de los papeles extendidos sobre la mesa, me reaproximase a ellos, me permitiese verlos como con nuevos ojos. Pero, me encuentre donde me encuentre, y con mayor razón si es en el campo, también tengo el hábito de caminar un rato antes de empezar el trabajo, y eso es precisamente lo que no había podido hacer aquel día, no tanto por la lluvia en sí cuanto por el barro, sin que, por otra parte, fuera de la habitación y hasta la hora de la cena, hubiera en toda la fonda otro sitio donde estar que la sala de la tele, circunstancia que sin duda contribuyó a que mi encierro terminase por hacérseme opresivo; una sensación que nada tiene de raro, en definitiva, si tenemos en cuenta que esa costumbre de pasear por la habitación arriba y abajo, contando los pasos, o mejor, procurando que, con independencia del alcance mayor o menor de cada zancada, sean siete, es una costumbre adquirida en la cárcel o, cuando menos, que empezó a manifestarse en la cárcel, pues bien pudiera ser que, potencialmente, como tendencia, existiese ya antes, y que fue el hecho de estar confinado en una celda lo que la hizo precipitar, de igual forma que la forzada soledad del náufrago en una isla desierta hará aflorar una serie de aspectos de su personalidad insospechados hasta entonces en la medida en que latentes. Por otra parte, el tiempo transcurrido desde mi reclusión en aquella celda permite establecer a posteriori una continuidad entre los diversos momentos dedicados, a partir de entonces, a pasear por la habitación, sea ésta cual fuere, en tal o cual país, en tal o cual período de mi vida, con independencia de las circunstancias concretas propias de cada caso, el nexo de unión que da la coherencia de una cadena a lo que hubiera podido parecer simple acumulación de eslabones: el hecho de que sea aquí en esta modesta habitación de fonda de pueblo, donde, entre paseo y paseo, me encuentro colocando las últimas piezas del edificio que allí empecé a construir, con aquellas primeras intuiciones, intuiciones más que ideas, que de repente se configuraron en un todo concreto y preciso, similar al triángulo que se forma con sólo unir entre sí tres puntos de un plano. No recuerdo la fecha, pero sí el día, la tarde, el instante, tras uno de esos chaparrones que son anuncio de la primavera, contemplando desde la ventana de mi celda el cielo que escampaba, la ventolera que esparcía las nubes como a escobazos, retorciéndolas, haciéndolas girar, igual que sobre el piso de la celda giraban y se retorcían las borlas de polvo, a merced de las insidiosas corrientes de aire. Y como a impulsos de ese mismo aire capaz de introducirse en lo más profundo de una cárcel a la vez que de barrer los cielos, así la exaltación de mi espíritu ante aquellas primeras intuiciones, justo en el polo opuesto de ese estado de ánimo que, como aplacado por las nubes rasas y la lluvia mansa, me poseía la otra tarde en esta habitación cuando opté por abandonar mis notas, con todo y saber, a diferencia de aquella tarde en la cárcel, que la clave de los problemas que afectan a la arquitectura de hoy se halla, no en el ámbito arquitectónico, sino en el hombre.
Carlos apenas si ha cambiado, cosa, me temo, que no es precisamente lo que él habrá pensado de mí. Pasada una primera época en la que, a raíz del proyecto que me había encargado, nos veíamos asiduamente, nuestros encuentros se espaciaron más y más, conforme a ese proceso que con los años se da hasta con los amigos de toda la vida, cuando comprendemos que son justamente esto, amigos de toda la vida pero no de ahora, que ahora nos aburren, que sólo seguimos viéndolos por la inercia del hábito adquirido. Con todo y habernos ido distanciando, la charla que sostuvimos en el comedor desierto después de la cena, mientras los demás huéspedes se congregaban ante la tele, me pareció como una continuación de cualquiera de aquellas veladas de Rosas o Cadaqués, quince años atrás, el mismo humor solapado del Carlos de entonces, idéntica su actitud irritada respecto al mundo en general y de pesimismo y retraimiento frente a la vida, rasgos todos ellos que no son difíciles de relacionar con un irreconocido sentimiento de ingenuidad burlada, de inocencia herida. Al hablar del motivo de su estancia en Gorgs de la Selva, por ejemplo, lo hacía más como espectador curioso que como actor incluido en el reparto, interesado no tanto en los problemas que allí se ventilaban cuanto en cómo se ventilaban, en la actuación de cada uno de los presentes, en el espectáculo desplegado en torno a la agonía de un viejo, un viejo que, al parecer, en la confusión del tránsito, se creía situado ya en el otro mundo, incrementando así el ambiente de incertidumbre que se respiraba entre los familiares, dado que ninguno de sus potenciales herederos osaba decirle la verdad acerca de la situación económica que les legaba, ponerle al corriente del fracaso de sus proyectos relativos a la instalación de un gran polígono industrial en las tierras próximas a la autopista que había ido comprando, maniobra especulativa de altos vuelos a la que durante años había dedicado toda su capacidad y que ahora, en el último momento, cuando el viejo se hallaba ya fuera de juego, alguien con poderes superiores o de mayor alcance que los de un cacique rural, no subordinados, como los de éste, al término del municipio, alguien, esa instancia de localización imprecisa aunque sin duda más alta, había desbaratado por completo al ganarle por la mano, al hacerse con el bocado, al llevarse el polígono industrial a otro emplazamiento, con lo que las tierras del viejo habían vuelto a su primitivo valor agrícola. Una situación que, si bien no era ni mucho menos de bancarrota, suponía ciertamente, desde el punto de vista de los herederos, una sensible pérdida de imagen, acorde con la diferencia que media entre acceder al imperio económico soñado y repartirse entre muchos los despojos que deja a su muerte un rico propietario de pueblo. Y así como para nadie es más dura la muerte que para los inmortales, así el reparto de una herencia que se creía de fábula y resulta no serlo, origina tal vez mayores tensiones entre los herederos que si realmente hubiera sido de fábula, todos poseídos por el afán de lograr una parte del reparto lo más aproximada posible a la idea que sobre lo que iba a ser esa parte se habían hecho, a unos cálculos previos que ahora habrá que traducir en términos de tierras de cultivo, ganado, maquinaria agrícola y, sobre todo, la rectoría, ese edificio gótico contiguo a la iglesia que el viejo había comprado, restaurado y acondicionado con la meticulosidad con que el fundador de una dinastía organiza el asentamiento de la casa pairal de las generaciones futuras.
Carlos quería dejar bien sentado, era obvio, que su interés en todo aquello no era otro que el de mirón, el de alguien ajeno por completo a cuanto allí se ventilaba, el de una persona que sabe observar y sacar conclusiones; eso, estaba claro. Pero desde el principio tuve la impresión de que había algo más, de que cuanto estaba contando no dejaba de ser una forma de ganar tiempo en espera del momento propicio para hablarme de algo que le afectaba mucho más directamente, y cuando abandonamos el comedor porque había acabado el programa de la tele y ahora podíamos instalarnos a nuestras anchas en la salita vacía, ante la chimenea, comprendí que ese momento había llegado, que finalmente la conversación iba a centrarse en sus verdaderas preocupaciones: el joven Carlos, su hijo, un hijo que súbitamente se les acababa de revelar poco menos que como un desconocido. Al parecer, tras una noche en la que, sin previo aviso, el chico no durmió en casa, y temiendo que anduviera metido en política, registraron sus cosas por si hallaban papeles susceptibles de comprometerle. Ignoro hasta qué punto sus temores eran reales, hasta qué punto personas como Carlos y Aurea pueden olvidar que, a la edad del chico, pasarse una noche fuera de casa sin previo aviso no tiene nada de raro, hasta qué punto esta clase de olvidos son algo más que un pretexto para curiosear en algún que otro punto oscuro de la vida de los hijos; sea cual fuere el tipo de inquietud que la conducta del chico les hubiera hecho abrigar –y me extrañaría que se refiriese al ámbito de las actividades políticas clandestinas–, sus motivos de alarma se vieron plenamente satisfechos con la lectura del diario íntimo que encontraron, de aquellas fotocopias que Carlos me bajó de su cuarto para que les echase un vistazo. Pues esto era en definitiva lo que Carlos deseaba pedirme, lo que probablemente había estado sobrevolando su pensamiento mientras me exponía los motivos de su presencia en Gorgs de la Selva: que leyera el diario y, prescindiendo de cuantas inexactitudes y deformaciones contenía, le diera mi opinión acerca del resto, acerca de la personalidad de quien era capaz de escribir semejantes cosas, y más en general, y me supongo que por encima de todo, qué podía o debía hacer él, malparado como quedaba así en su calidad de padre del autor como en su papel de malo de la historia. Se daba la circunstancia, por otra parte, de que yo era una de las personas que aparecía en las páginas del diario, y la particular deferencia con que se me trataba permitía suponer no sólo que estaba especialmente calificado para entender al chico, sino también, eventualmente, para ejercer sobre él una influencia beneficiosa; esto fue cuando menos lo que Carlos subrayó implícitamente al despedirnos, antes de que cada uno se retirase a su habitación, a manera de avance sobre la lectura que iba a emprender, quién sabe si con ánimo de aguijonear mi curiosidad, de estimular mi sentido de la responsabilidad o, simplemente, por añadir algo, víctima una vez más de esa tendencia suya a dar explicaciones innecesarias, a justificar lo que no precisa justificación alguna.
Conozco a Carlos; mejor dicho: conozco bien las reacciones de Carlos. De ahí que, así como la presencia de una violación o un crimen en determinada obra de ficción puede ser interpretada por un lector proclive a las explicaciones sicoanalíticas como la solución de un conflicto en el inconsciente del autor, el asesinato simbólico del padre, por ejemplo, o viceversa, la castración, la violación moral o física del padre y el asesinato de la madre, así, de modo semejante, determinadas actitudes y reacciones de Carlos, próximas con frecuencia a la fobia, no eran otra cosa, se diría, que la personalización de determinados daños y ofensas que tenían el don de reactivar otras ofensas y daños sufridos en su propia carne, por más que él ni tan siquiera se lo hubiese formulado en estos términos, olvidadas o rechazadas como a buen seguro las tenía en virtud de esa irreprimible propensión a mantener en secreto los secretos que humillan. El resultado de todo ello quedaba reflejado en el carácter con frecuencia contradictorio de su conducta, amable hasta el exceso en privado, entre amigos, y retraído en público; tímido a la vez que capaz de las mayores impertinencias, de crudezas expresivas que difícilmente podían escapar al calificativo de groseras; poco brillante o incluso torpe, llegaba no obstante a resultar llamativo por su mordaz agresividad cuando el curso de la conversación le permitía dar rienda suelta a sus fobias. Argentina y los argentinos, pongamos por caso, país en el que había transcurrido una buena parte de su vida. Pero también Cataluña y los catalanes, la tierra en la que había nacido, la gente entre la que se había criado, ahora blanco predilecto de sus sarcasmos, como por ejemplo cuando se complacía en destacar la singular fealdad del pueblo catalán, en agudo contraste con la belleza de sus paisajes naturales por una parte y con el físico notoriamente más favorecido de los pobladores de las tierras limítrofes por otra, rasgo característico que a su entender, parodiando a Pidal, se hallaba en el meollo de numerosas solicitudes en apariencia incongruentes de la historia de Cataluña, hechos tales como la política sucesoria de Jaime I, tendente a crear reinos tapón en torno a lo propiamente catalán –Valencia, Mallorca, cesión de territorios ultrapirenaicos a San Luis de Francia y de Murcia a San Fernando de Castilla– al objeto de aislar al máximo el fenómeno y de impedir su propagación. De forma similar, fobia a los maricones y, al mismo tiempo y al margen de una general predisposición misógina, fobia a determinadas mujeres, tanto más violenta cuanto más atractivas y sofisticadas, el prototipo de las cuales parecía haberlo encontrado en ese peculiar producto femenino –según sus palabras– que circula por Cadaqués, esas mujeres tipo maniquí ralentizadas por el propio narcisismo así en sus funciones intelectivas como en la actividad sexual, ámbito éste en el que la peculiar viscosidad de sus partes húmedas, fría como si de un tajo de pescado crudo –también en sus palabras– se tratase, difícilmente permite esperar que alcance, a manera de orgasmo, algo de intensidad superior a la de un bostezo. Y como con las mujeres o los maricones, con los curas y los comunistas, una nueva fobia repartida entre lo que su padre odiaba y lo que su padre fue y tal vez él mismo estuvo próximo a ser en la inmediata posguerra, una contradicción acaso lo suficientemente explícita en su dualidad antagónica para ayudar a echar luz sobre los restantes factores que daban lugar a reacciones emocionales agrupadas por pares contrapuestos, producto, en última instancia, de un antagonismo interior, de una bipartición conflictiva que sería en exceso simplista pretender reducir a hipótesis tales como la de que Carlos se sentía ignorado por las mujeres hermosas o incapaz de reaccionar ante sus estímulos o rebajado en su masculinidad por alguna antigua vejación homosexual, cuando no por un homosexualismo reprimido, etcétera. Afirmaciones o diagnósticos que no podían rebasar los límites de mero enunciado sin valor probatorio para quien, como yo, había conocido a Carlos cuando ya era el Carlos de ahora, un hombre sujeto a impulsos contradictorios que, dentro de una general tendencia a neutralizarse mutuamente, explicaban sus altibajos, una inestabilidad cuyo intrincado origen, si se me pidiera que también lo explicase, tendría que inventarlo.
Al día siguiente, como cumpliendo un acuerdo tácito, volvimos a encontrarnos en el comedor, recluidos a causa del tiempo no menos que la víspera, un día impregnado de bruma lluviosa que, a juzgar por la luz mortecina, se diría estancado en el amanecer. Por razones obvias preferí hablarle del manuscrito más que de su autor, un joven al que recuerdo vagamente de verle por Rosas, uno de esos chicos silenciosos y de aspecto sensible que resultan más bien pegadizos, con pocos puntos en común, a primera vista, con la imagen que de sí mismo brindaba a través del diario, aunque, invirtiendo los términos de la relación, partiendo del texto en lugar de partir de la realidad, costaba poco trabajo creer en su capacidad de parecer a los ojos de los demás lo que se hubiera propuesto parecer. La cuestión quedaba no obstante soslayada con sólo plantear las cosas correctamente, con sólo considerar el manuscrito como lo que realmente era, no un diario íntimo sino una obra de ficción escrita en forma de diario. En efecto: dejando a un lado el hecho de que determinados aspectos de lo narrado respondan o no a una base real, lo importante, lo que lo define como falso diario, como obra de ficción, es el hecho de que se halle estructurado a manera de relato, en torno a un argumento construido conforme a determinados ritmos, a determinadas líneas maestras, ya que la vida carece de argumento, de esa abstracción, temática desarrollada en función de un plan previo que constituye lo que se llama argumento, abstracción a priori cuya presencia se basta para caracterizar una obra como obra de ficción, de igual forma que la abstracción a posteriori caracteriza al diario, al libro de memorias o de carácter documental, en una palabra, a la historiografía. La relación que a través de la ventana establece el yo narrador con Aurea, por ejemplo, constituye un eje narrativo que resultaría del todo inverosímil en un verdadero diario, en un libro donde teóricamente va siendo anotado lo que pasa cada día, sin que sea posible prever –a diferencia de lo que sucede en una novela– lo que el autor reseñará al día siguiente ni, en consecuencia, destacar y dar especial relieve, o simplemente seleccionar, un hecho ya producido en función de otro que aún se ha de producir. Dicho en otros términos: en la vida cotidiana van pasando cosas, y esas cosas son susceptibles de ser reseñadas en las páginas de un diario, pero esa sucesión de acontecimientos es algo que nada tiene que ver con un argumento. Así, esa disquisición sobre la naturaleza de la belleza física con la que se abre el diario denota ya la existencia de un plan previo, establecido con anterioridad al encuentro casual que el yo narrador anuncia haber tenido con Aurea, un encuentro que sólo deja de ser nimio en relación a lo que sucederá después, al papel de hilo conductor que ha de jugar respecto a la trama argumental apreciada en su conjunto. Un problema de estructura narrativa que es también, así pues, un problema de tiempo, de tiempo del relato a la vez que de tiempo del autor en la medida en que atañe a la posibilidad o imposibilidad que éste tiene de organizar sus materiales según se trate, respectivamente, de una obra de ficción o de una obra, como es un diario íntimo, que en principio ha de ceñirse a lo acontecido en el curso del día. No es de extrañar, en este sentido, que las obras de carácter autobiográfico más interesantes, si no desde un punto de vista testimonial, sí al menos desde un punto de vista literario, son aquellas que se estructuran en una trama coherente así en el terreno argumental como en el estilístico, esto es, las más elaboradas, las que más y mejor toman sus distancias respecto a la realidad objetiva, cosa que no sólo implica forzosamente un premeditado propósito de falseamiento, sino que con frecuencia permiten el acceso a una realidad más profunda, y buen ejemplo de ello lo tenemos en Rousseau, citado, por cierto, por el presunto autor de nuestro presunto diario íntimo.
Otro aspecto importante, relacionado con lo que antecede, es el de las influencias que se perciben en el texto. Pues así como todo escritor en ciernes empieza plagiando, tomando como referencia no sus experiencias personales sino una obra determinada que, consciente o inconscientemente, le ha impresionado en especial, incidiendo en sus planes creadores no menos que en otros órdenes de su vida, y sólo más adelante, con el tiempo, su obra irá emancipándose, cobrando entidad autónoma, generando una órbita propia, así, de modo semejante, las influencias que se perciben en nuestro presunto diario íntimo no pertenecen al campo de los escritos de carácter biográfico sino al de la novela y, más concretamente, en lo que se refiere al estilo, no es difícil descubrir la huella de Luis Goytisolo: esas largas series de períodos, por ejemplo, esas comparaciones que comienzan con un homérico así como, para acabar empalmando con un así, de modo semejante, no sin antes intercalar nuevas metáforas encabalgadas, metáforas secundarias que más que centrar y precisar la comparación inicial, la expanden y hasta la invierten en sus términos, no sin antes sentar las bases de nuevas asociaciones subordinadas, no sin antes establecer nuevas relaciones de concepto no más afines entre sí, y nuevas asociaciones de apariencia no menos coloidal, que el mercurio y el azufre que mezclan los alquimistas. La misma forma elegida, el diario íntimo, la ficción encubierta por un testimonio, no deja de ser un recurso literario de segundo grado, un procedimiento que permite dar objetividad a lo subjetivo, convirtiendo al protagonista, al yo narrador, en una especie de cronista o testigo que da fe de lo narrado gracias al uso de la primera persona. El resto, los elementos añadidos que aparecen como reales sin serlo, las deformaciones, mutilaciones y falsificaciones de la realidad, todos esos detalles que tanto preocupaban a Carlos, tienen validez únicamente para él, que es el padre del autor; me imagino que en el contorno de todo novelista, y tanto más cuanto más próximas sean las personas que se sienten aludidas, debe de pasar lo mismo. En definitiva, sólo una persona situada como él se halla situado, respecto al autor en el plano real y respecto al protagonista en el de la ficción, está capacitada para entender el alcance de sus alusiones y apreciar sus imposturas, cuestiones tales como la de los motes que aplica a la mayor parte de los personajes, empezando por sus propios padres; o los actos que atribuye a éstos, los líos de Carlos con su secretaria o la historia de que Aurea estuvo a punto de fugarse con un chipriota o maltés que conoció en el curso de un crucero por el Mediterráneo que en realidad nunca hizo; y, más en general, la magnificación de los factores ambientales, como si llevaran un tren de vida propio de millonarios, que, por desgracia –puntualización de Carlos–, dista mucho de ser el nuestro. En cuanto a las fantasías eróticas, si son otra cosa que esto, las fantasías de un narciso, serían reflejo de una realidad vergonzosa por ambas partes, si bien, por tratarse de mi hijo, tal vez me repugne más su exhibicionismo degradante, su inmadurez sexual, que la morbosidad climatérica de la Aurora esa, que así es como verdaderamente se llama o llamaba la vecina de enfrente, Aurora y no Aurea, confusión fonética que más bien me tranquiliza, pues parecería confirmar tu impresión de que todo lo que ahí se cuenta es cuento. Y de que, añadí yo, su objetivo al introducir las modificaciones que introduce así en los factores ambientales como en los hechos de base real no es otro que el de suscitar la repulsión del lector, del lector en general además de un lector o unos lectores en concreto, la persona o personas a las que va dirigida la obra aunque el autor tal vez ni lo tenga en mente, suscitar su repulsión, ofender su sensibilidad, causar escándalo, apuntando siempre no a expresar la realidad cotidiana sino a vulnerarla, quién sabe si en su afán adolescente de afirmar la propia personalidad, objetivo que, en todo caso, hay que reconocerlo, parece plenamente alcanzado. Otro tanto en favor del texto, así en lo que concierne a su carácter de obra de ficción como a las dotes literarias que denota, es la distancia que le separa del clásico diario íntimo que tanta gente empieza y –para bien de la sufrida humanidad– tan pocos acaban y publican, ese diario plagado de incisos relativos a uno mismo en el acto de escribir, su perplejidad, la sensación de vacío que experimenta, vacuidades con las que el desdichado autor pretende llenar, junto con las cuartillas, la vacuidad real de la propia existencia.
Convencido en parte y en parte tal vez prefiriendo aparentar que lo estaba, prefiriendo eludir la exposición de unas preguntas cuyo mero enunciado sin duda le atormentaba, Carlos hizo como que daba por buenos mis argumentos, como que asentía en líneas generales, aunque no sin ciertas reservas. Lo curioso, dijo a modo de comentario final, es que por las fechas en que acaba el diario, vamos, el falso diario, no hará ni dos semanas, la Aurora esa estaba muerta, aunque entonces el portero aún no lo supiera: asesinada en Manila, en la habitación del hotel, donde, una mañana, la encontraron tendida sobre la cama, desnuda y con la garganta obscenamente abierta; una muerte muy consecuente con lo que por lo visto había sido su vida. Lo que sí me confirmó el portero es lo que cuenta el chico: que subieron juntos al piso porque el chico decía que acababa de hablar con ella, que ella lo estaba esperando. Y me puso en antecedentes sobre la clase de persona que era aquella mujer, que había abandonado al marido y a un hijo para vivir su vida.
Hay obras, un texto, un cuadro, un ámbito arquitectónico, que generan material onírico, que se integran en nuestros sueños provistos de un significado aparentemente insólito, en función de valores totalmente distintos de los que les son propios, producto, se diría, de las manipulaciones de un ilusionista. Si bien tal facultad no es sinónimo de calidad artística, si ni tan siquiera va ligada al hecho de que la obra en cuestión responda o no a lo que llamamos nuestro gusto, es indudable, no obstante, que alguna cualidad, así en el orden formal como en el conceptual, debe de poseer, seamos o no conscientes de ello, para despertar en nosotros semejante género de impresiones y sugerencias. Y esa cualidad, sea cual fuere su naturaleza, la tuvo para mí nuestro falso diario íntimo, ya que, aquella noche, tras acabar su lectura, tuve un sueño que, si bien en principio no parecía guardar relación alguna con esa lectura, yo sabía que sí, que la conexión existía, que aquel Guayaquil de mi sueño estaba directamente relacionado con el relato del joven Carlos, un Guayaquil cuya imagen, cuanto más intentaba retenerla, más rápidamente se desvanecía, un Guayaquil que ya ni tan siquiera era Guayaquil sino una ciudad llamada Ecuador. No sin cierta desorientación, yo discutía apasionadamente con otros arquitectos, airadamente incluso, en defensa de la espléndida arquitectura colonial, por más que Ecuador tuviese poco que ver con la arquitectura colonial, siendo como era una ciudad tipo Manchester, un brumoso conglomerado de suburbios desprovisto por entero de atractivo. Nel mezzo del cammin di nostra vita, dijo alguien. Y yo intenté desembarazarme de quienes me sujetaban para evitar que agrediese al otro, a otro, tal vez al que había hablado. ¿Y por qué la ciudad se llamaba Ecuador?, pensé al despertar. Y fue quizá la primera respuesta, que se me ocurrió, relacionada con la cita de Dante, lo que, al propio tiempo que se me ofrecía con la claridad de un enunciado, me hizo olvidar no sólo el resto del sueño sino asimismo el nexo de unión que la vinculaba con la lectura de la víspera.
No menos significativa me parece la circunstancia de que estos girones de sueño me sugiriesen de inmediato otro sueño que tuve, si no me equivoco, cuando me iniciaba como arquitecto, un sueño que era a su vez –ésa fue al menos la sensación que experimenté al tenerlo– repetición o variante de otro anterior cuya fecha no sería difícil de situar en las imprecisas coordenadas que rigen el recuerdo de la propia niñez, ya que igualmente pudiera tratarse de algo que había imaginado despierto, sin que por ello pierdan importancia ni el hecho de haber guardado en la memoria un dato que se diría tan trivial, ni el de que, incluso sin saber la causa, ahora, tantos años después, lo hubiese asociado a los residuos oníricos que tenían por escenario esa ciudad llamada Ecuador; un sueño que el paso del tiempo había reducido en su secuencia a series de imágenes fijas, instantáneas como de archivo en las que Barcelona, sea por una subida del nivel del mar, sea por una generosa respuesta divina a las preces ad petendam pluviam, sea por una sabia combinación de ambos factores, aparecía totalmente anegada, la limpia orilla, similar en su quietud a la de un lago, reflejando las plantas del jardín de casa, y allá abajo, a profundidad más bien uniforme, la ciudad intacta, sus calles y plazas, sus edificios, sus árboles mecidos por las corrientes marinas igual que lo haría el aire, el tibio sol que traspasaba las aguas bañándolo todo, réplica del cielo, con sus azules y sus borrones de nubes, la lisa superficie.
Saltos que nos retrotraen en el tiempo, sueños que nos remiten a otros sueños y que, con todo y manifestarse de forma casi simultánea en los primeros segundos que siguen al despertar, terminan por perderse en las áreas de lo que se ha olvidado, de lo que se halla más allá de cualquier impresión consciente así sensitiva como selectiva, sin apelación posible en su falta de certeza cuantas interrogaciones queramos formularnos, cuestiones tales, por ejemplo, como la de si no habrá un principio común a hechos tan dispares como pueden serlo un sueño de infancia y mi temprana vocación de arquitecto. De ahí que la otra mañana, a continuación de la serie asociativa generada por una noche de sueño inquieto, a manera de remate a la vez que de síntesis reflexiva de semejante acumulación de generaciones en tan pocos instantes, viniese a mi memoria La Ciudad Ideal, un dibujo de autor anónimo así titulado que no veo desde hace años y sin embargo recuerdo con todo detalle, probablemente la obra de un loco, mezcla de plano y vista panorámica de una ciudad, realizado en tinta china e iluminado con diversos colores, al modo de los grabados de ciudades hechos con anterioridad a la invención de la fotografía y como ellos salpicado de números que, a pie de página, dan cuenta del carácter y nomenclatura de los elementos urbanos señalizados. La ciudad, de perfiles decimonónicos a juzgar por el peculiar barroquismo de determinados edificios, dibujados con toda la minuciosidad característica del arte naïf, ofrece una estructura urbanística concéntrica: un recinto amurallado en forma de dodecágono regular, con nueve paseos de ronda inscritos uno dentro de otro en proporción decreciente, y cuatro avenidas transversales que confluyen en el centro geométrico del perímetro. En ese centro, de superficie circular, se encuentra, rodeada por un foso, la Ciudadela, un conjunto de palacios y templos dominados por una enorme torre principal denominada Torre del Tiempo; una de las notas a pie de página especifica que la sombra que proyecta dicha torre, al girar de poniente a levante en el curso del día sobre diversos tramos de los paseos de ronda –de izquierda a derecha en el plano–, marca las horas a manera de gigantesco reloj de sol en el que el zenit coincide con la propia torre, quedando la totalidad de la ciudad dividida en áreas de luz y áreas de sombra, áreas alcanzadas por la sombra de la torre y áreas no alcanzadas, con la particularidad de que son las áreas de sombra las que corresponden al transcurso del tiempo y las de luz las que escapan a su paso. Los colores utilizados para iluminar determinados puntos son todos ellos compuestos –verde, malva, anaranjado–, aunque sobre la ciudad, en segundo plano, a modo de proyección vertical del paso del tiempo, se extiende un amplio arco iris en el que se dan cita los siete colores del espectro, la Torre del Tiempo apuntando a su mitad como la aguja de un reloj que marca las doce. Supongo que otro factor propició el que la otra mañana, instantes después de aquellos sueños, recordara justamente este grabado: el hecho de que su propietario no sea otro que Carlos, el padre del autor de nuestro presunto diario íntimo.
EL VIEJO DE LOS PERROS. Comparar la vista panorámica que se nos ofrece desde lo alto de un monte con una de esas miradas retrospectivas que en determinados momentos echamos sobre el propio pasado constituye un acierto en más de un sentido. Lo de menos es hablar del tiempo en términos de espacio, referirse a lo no visible en términos de lo visible, analogía que en cierto modo viene forzada por la falta de otra mejor; los elementos determinantes del carácter de la imagen son de otro orden, pertenecen no tanto al paisaje circundante, sea éste cual fuere, cuanto a la engañosa impresión de dominio que experimenta la persona que lo contempla, el caminante que ha llegado hasta allí llevado por el deseo de contemplarlo desde una posición de privilegio y que cree estar haciéndolo, sin caer en la cuenta de hasta qué punto se le ocultan, no ya los recovecos y pequeños accidentes del terreno, sino asimismo los grandes valles que yacen tras las montañas interpuestas y, lo que es más, la verdadera naturaleza de esas montañas de menor altura que nuestro caminante verá reducidas a imágenes planas, desprovistas de las estribaciones, contrafuertes y macizos transversales que le dan relieve. Y así, a semejanza de ese panorama que se extiende ante la vista de nuestro caminante, con no menos recovecos ocultos, valles olvidados y volúmenes montañosos reducidos a perfiles, las miradas hacia atrás de la memoria, su ilusoria visión del pasado a partir de las concretas connotaciones de la realidad presente. Pues así como el hombre cuya madre murió cuando era niño fijará la imagen que de ella tenga en ese período que no recuerda del que sólo quedan fotografías, la imagen de una mujer eternamente joven y bella, mientras que el padre, para quien el tiempo siguió corriendo, será para siempre el viejo extravagante que fue en sus últimos años, anulados los recuerdos anteriores por los finales, el de una bella joven casada con un viejo, así las reconstrucciones de la memoria, sus tretas y sus trampas. A papá, por ejemplo, lo recuerdo no sólo tal cual era en la última época de su vida sino además, supongo que a causa de un mecanismo asimilable al que rige los sueños, preferentemente en Santa Cecilia. En la glorieta, por la mañana, leyendo el periódico. O por la tarde, emprendiendo uno de sus paseos, acompañado por los perros que habían acudido a sus voces de llamada, una pequeña jauría de perros que brincaban y retozaban a su alrededor, felices por la llegada del esperado momento, excitados por sus palabras de estímulo, por los trozos de galleta que siempre les caían, por las piedras que les arrojaba camino adelante, perros cuyos nombres conocía como ellos podían conocer su olor, mientras que para mí, detenido en el recuerdo de los perros de cuando era niño, sus nombres no eran más fáciles de identificar de lo que lo eran sus cuerpos en el revuelo que armaban por hacerse con la piedra lanzada camino adelante. Volverían al atardecer, sosegados los perros, en rebaño, y él con ese automatismo meditabundo del que camina no sólo con el pensamiento sino hasta con la vista puestos en otra cosa, no tanto la visión de un pasado lleno de fracasos cuanto de un futuro halagüeño, consideraciones probablemente relativas al porvenir que había ganado para sus hijos gracias al hecho de haberse quedado en su día, y en cumplimiento de sus deberes de primogénito, con la casa pairal, con Santa Cecilia, a cambio de otros bienes de valor equivalente cedidos a sus hermanos, hoy todo perdido por todos salvo Santa Cecilia que, adquirida como por obligación y preservada como un milagro de tantas adversidades y, sobre todo, de tanto mangante, parecía destinada, ahora que el valor de las fincas había subido una enormidad, a ser algo así como la hucha de su descendencia. Pero, haciendo gala del mismo optimismo que le llevaba a considerar la atracción magnética que su personalidad ejercía sobre determinado tipo de estafadores como un hecho fortuito, haciendo gala de este mismo optimismo, compensatorio a todas luces de un pesimismo más profundo, lejos del catastrofismo masoquista que, al dictado de otra clase de temperamento, suele llevar al hombre derrotado por la vida a la exaltada contemplación de sus repetidas y multiplicadas derrotas, a convertir en dedicación principal y hasta en profesión la defensa de sus de antemano perdidas querellas, y en único placer el barruntar venganzas por todas y cada una de las ofensas y humillaciones recibidas, lejos de todo ello, papá prefería ensimismarse en la meditación de las enormes posibilidades de hacer fortuna que nos legaba, en los cálculos a los que razonablemente daba derecho a entregarse el examen de tales posibilidades, rescatado por medio de sus ensoñaciones sobre el futuro de Santa Cecilia de los sinsabores pasados, de los errores cometidos, de las estafas de las que había sido víctima. Tal vez eso baste para explicar el que, al poco de su muerte, le soñase ya enfermo pero todavía vivo, y no en Barcelona sino en Santa Cecilia, en su habitación, metido en cama, pidiendo a Margarita que le quitara los anillos, el sello, la alianza, diciendo luego es peor, hija. Claro que tampoco fue Margarita la que estuvo a su lado los últimos días, sino Rosa.
Algo hay, no obstante, en una casa pairal, en la propia palabra pairal, incluso, con entidad suficiente como para justificar la huella que indefectiblemente deja en cuantos a ella se hallan vinculados. Un algo consustancial, se diría, el espíritu que les dio vida, casas que el fundador de la dinastía construye para sí y los suyos, y cuyo destino no parece ser sino el de convertirse, no ya en escenario de las vicisitudes que ha de atravesar la suerte de la familia, sino en verdadero símbolo –cuando no en artífice– de su decadencia. Como resultado de ese mutuo sometimiento de la casa al apellido y del apellido a la casa, tarde o temprano se produce una solución de continuidad que afecta a la casa en grado no menor que al apellido. Así, la bancarrota familiar, tras quiebras, embargos y, eventualmente, una venta en pública subasta, tiene un reflejo inmediato en la casa pairal, ya que el comprador, con todo y codiciarla, con todo y estar posiblemente necesitado de un marco ambiental que dignifique con su antigüedad una fortuna de nuevo cuño, no dejará por ello de introducir en la casa toda clase de reformas, de intentar acomodar la vieja estructura al gusto de hoy, cambios que forzosamente han de romper la anterior coherencia de esa estructura, la finalidad que cada cosa cumplía respecto al modo de vida de sus primitivos habitantes, una finalidad de significado no menor –como heredado junto con la titularidad para quien allí se hubiera criado– a la de cualquier otra de sus características arquitectónicas, y entonces la suerte de la casa entra en una nueva fase, por lo general más acelerada, más sujeta a los avatares del dinero rápido, a su acumulación y a su disipación, de forma que fácilmente termina por convertirse en un lastre tan incómodo y falto de sentido que casi lo mejor es deshacerse de ella, apta como es para casa de reposo o sanatorio o colegio internado, lo que sea, con lo que la vida de la casa pairal alcanza el término de su ciclo.
Pero incluso cuando no se plantea este tipo de situación límite y la propiedad no cambia de mano, llega el momento, propiciado por las modificaciones que el propio paso del tiempo imprime así en el ritmo como en las formas de vida, en que la tarea de remozar la casa pairal se hace poco menos que inevitable, en especial si lo que se pretende es salir al paso de toda posible interpretación que asocie el abandono de la casa a la ruina de la familia. Si en Santa Cecilia se llevó a cabo y en Vilasacra no, fue simplemente porque en este caso faltó la persona idónea, porque Jaime no era Joaquín, aparte de que la propia estructura de Vilasacra, anterior y menos permeable a la moda que la de Santa Cecilia, contribuye sin duda a su salvaguarda. Frente a ese exterior de masía importante que ofrece Vilasacra, tradicional, o mejor, atemporal en su acondicionamiento a la función de residencia campestre de una buena familia barcelonesa, Santa Cecilia parece más bien una fantasía muy fin de siglo, así en lo que se refiere a la casa propiamente dicha, una villa italianizante que casi sorprende encontrársela en pleno campo, como por el carácter de sus dependencias, destinadas, se diría, a usos industriales antes que agropecuarios, cosa que no deja de ser normal tratándose de una explotación agrícola organizada conforme a los criterios de modernidad y mecanización imperantes en la época del abuelo. De ahí que, si por una parte las reformas realizadas por Joaquín, la transformación de una finca agrícola, fundamentada, cuando menos teóricamente, en el rendimiento económico de sus instalaciones, en finca exclusivamente de recreo, se bastaban para hacer salir de su tumba a un Catón, por otra, su intento de modernizar y hacer confortable lo que no era moderno ni confortable, no podía dar mejor resultado que si lo hubiese aplicado a los interiores vaticanos. Cierta conciencia de esa contradicción debía de pesar sobre el ánimo de Joaquín, a quien no le falta sensibilidad plástica, ya que, si al comienzo de las obras más bien parecía temer mis posibles intromisiones, lo que luego le irritaba, según iban siendo desarrolladas, era justamente lo contrario, que me inhibiera, preferir que todo quedase tal cual. Y es que una reforma interior no es sólo una reforma del interior de una casa, la creación de unos nuevos espacios en los que la memoria no sabrá encontrar su sitio, sino algo que también afecta al contexto, a la relación que guardan entre sí las diversas partes de un conjunto, a dependencias y cultivos abandonados, al propio jardín, cuyo papel acaba por ser olvidado. Claro que esta clase de fenómenos tienden a darse no sólo cuando la casa pairal es bruscamente remozada, sino también cuando se ve sometida a un lento proceso de esclerosis, de atrofia progresiva, como Vilasacra. En ocasiones es suficiente un simple paseo por el jardín para captar estas cosas, con independencia de que estén o no descuidados, algo que se respira tanto en el jardín de Santa Cecilia como en el de Vilasacra, por diferentes que sean sus respectivos olores, el de la vegetación, el de la tierra, de igual forma que un perro distingue el olor del muerto del olor de la muerte; más húmedo, como a musgo y mantillo, el de Vilasacra, como corresponde al tipo de jardín que es, más frondoso además de más romántico y sofisticado, con sus magnolios y sus tejos, sus avenidas de tilos y sus macizos de laureles; más aromático el de Santa Cecilia, acorde también con sus particulares características, parque natural más que jardín, con glorietas y senderos escalonados, arriates de hiedra y borduras de romero, palmeras chinas que gradualmente van siendo sustituidas por encinas y pinos, de forma que, cuando uno cae en la cuenta, se encuentra ya en el bosque. Lo único que ambos lugares tienen en común es esa atmósfera a la que me refiero y que yo relacionaría, más que con olor alguno, con una sensación de silencio y vacío, una sensación de olvido susceptible, se diría, de ser captada por el propio jardín. Esa floración desordenada de los magnolios de Vilasacra, prolongación otoñal de la primavera o simple confusión de estaciones que, tal una persona con los sentidos alterados por la fiebre, a semejanza de un hombre próximo a la muerte, no parece indicar sino que el árbol delira, que, perdido el norte, se entrega a las extravagancias de un enajenado. O, como en Santa Cecilia, aquel enorme pino que, gracias probablemente al considerable tamaño que ya entonces alcanzaba, fue respetado cuando el abuelo hizo construir las dependencias agrícolas, un pino, idéntico a sí mismo a través del tiempo, que se alzaba detrás de los establos, por encima de los tejados, como si del elemento principal de un ex libris se tratase, hasta que, no hará más de dos o tres veranos, encaneció de súbito y hubo que cortarlo; uno de esos veranos extremadamente secos que suelen ser para los grandes árboles lo que los inviernos rigurosos para la gente de edad.
Entre la muerte de papá y el inicio de las reformas emprendidas por Joaquín hay un período que, con todo y ser relativamente próximo, apenas si recuerdo, a menos que me lo proponga expresamente. Narcís, el hombre que llevaba Santa Cecilia desde antes de que yo naciera, murió pocos meses después que papá, y los de abajo –como llamábamos a los masoveros y mozos, debido, supongo, a que las dependencias quedaban al pie de la colina, separadas de la casa por el jardín, aunque tampoco hay por qué excluir una connotación más simbólica– se dispersaron: la familia del Narcís por un lado y cada uno de los mozos por otro. Fue entonces cuando hicieron su aparición la Dama de Elche y los suyos. La idea era que se encargaran de los cultivos en sustitución del Narcís, ya que ni a Joaquín ni a mí se nos ocurría solución mejor ni podía ocurrírsenos, sumido como estaba Joaquín, recién llegado del exilio, en sus problemas políticos, y yo en los profesionales, sin ganas siquiera –yo cuando menosde acercarme a Santa Cecilia, unas ganas, por cierto, que todavía no he recuperado. Ahora no sabría decir cómo llegaron, por recomendación de quién, pero el caso es que allí estaban, ella, el marido y algún que otro hijo o yerno con sus respectivas mujeres, hijas y nueras, y un montón de críos, dispuestos a todo, conscientes de que hasta la propia muerte les allanaba el camino. Ella es como si fuera su abuela, dijo el largo y tétrico marido con una sonrisa de oreja a oreja. Y, aunque no lo hubiera dicho explícitamente, bastaba una primera impresión de conjunto para darse cuenta de que, en efecto, la importante era ella, una mujer de cerca de Ponferrada casada con un andaluz que, de años que llevaban juntos, hablaba con un acento como de gallego, él, el largo y tétrico marido, que era de Porcuna, un acento similar al de los hijos, nacidos ya en Ponferrada, mientras que el yerno y la nuera, hermanos entre sí, venidos también de Porcuna, conservaban el acento andaluz pese a llevar su tiempo en Cataluña, lo mismo que algún que otro concuñado que acababa de llegar, o al revés, los que acababan de llegar eran los hermanos, que no eran de Porcuna sino del pueblo de al lado, detalles que nunca llegué a dominar, pero que para ellos parecían tener gran importancia. Ni tan siquiera supe nunca con exactitud su número, cuántos eran en total, pues a veces llegaban más yernos o hermanos del yerno con el fin de ayudar, chicos hábiles sobre todo con el hacha, de cuyo filo hubo que salvar cuando menos el jardín; también planteó sus problemas la alimentación de las gallinas y conejos que se habían traído, por no hablar de las cabras. Entre los vecinos no tardó en creárseles cierto mal ambiente; se quejaban de que no devolvían las herramientas y utensilios tomados en préstamo, de que habían pillado a los críos robando en el huerto. Entonces los de Porcuna venían como en procesión, ella presidiéndola aunque no pronunciara palabra, desgarradora en su dolor, en su amor propio ofendido: la marginación de la que eran objeto, las vejaciones que se les infligían, los desprecios. Nosotros somos como sus abuelos, decía el largo y tétrico marido, las orejas en forma de asa destacando sobre su breve cráneo, no mucho más grande que el de un cretino. Y a continuación me mostraba un nuevo chico, casi como ofreciéndomelo para prácticas inconfesables, cosa que tal vez estaba haciendo, si bien con torpeza. Es el hijo del Paco y de la Espiri, ¿no se acuerda?
La cosecha fue ridícula, y con todo y haber renunciado Joaquín a la parte del amo por aquel año, los de Porcuna no tardaron en volver constituidos en plataforma reivindicativa: los trabajadores a sueldo tenían derecho a la gratificación del 18 de julio; ¿por qué no ellos, aunque no estuvieran propiamente a sueldo? ¿No eran acaso seres humanos aunque fuesen pobres e ignorantes? Joaquín, que intentó hacerles ver que un contrato de aparcería no era lo mismo que un contrato de trabajo, que en los contratos no había gratificaciones, que no obstante estaba dispuesto a correr con los gastos de siembra para compensar de algún modo el que, tratándose del primer año y no teniendo aún la finca por la mano, la cosecha hubiese sido inferior a lo normal, etcétera, Joaquín, que no quería añadir más problemas de conciencia a los derivados de su reciente salida o expulsión del partido comunista, se plantó en redondo a la vez siguiente, la de los conejos, cuando los de Porcuna, que no parecían haber considerado seriamente la realidad de la mixomatosis, acudieron de nuevo en procesión: no, no iba a indemnizarles por la catástrofe. Delante iba ella, con sus faldas y blusas y batas y delantales superpuestos, y un pañuelo anudado a la cabeza, bajo el arranque de las gruesas trenzas grises recogidas en sendos rodetes, telas de colores entonados, con predominio de azules, marrones y morados, que caían en rígidos pliegues, una rigidez que probablemente era reflejo de la general rigidez de sus movimientos, de aquel caminar envarado, desplazando las piernas lateralmente al tiempo que hacia adelante, los brazos tiesos y separados del tronco, trágica la expresión que pronto habría de descomponer el llanto, figura de alto valor emblemático, intérprete a la vez que detentadora de los poderes sobrenaturales que decía poseer y sin duda poseía en el ámbito del clan, imagen misma de lo trascendente en su plasticidad hierática, variante viva de la Dama de Elche; detrás, como sosteniéndola para que no cayera, el largo y tétrico marido, el andaluz de acento gallego, y después los restantes miembros de la familia, incluidos los que allí se encontraban de forma episódica, torvos todos ellos, justicieros, inexorables a modo de ese coro que en Esquilo encarna más que comenta la verdadera dimensión del drama. Aunque así en esta ocasión como en la que había de ser la última sus reivindicaciones fueron eminentemente económicas, la escena podía repetirse en respuesta a motivaciones de cualquier otro género: el desaire que suponía el que no nos mostrásemos lo bastante satisfechos de su trabajo, la humillación que para ellos representaba el que nos hubiéramos creído en la necesidad de recabar los servicios de un jardinero, la falta de confianza que les mostrábamos al hacer consultas a los vecinos, etcétera, etcétera. Sólo que la última –el dinero que exigían para irse a pasar la Semana Santa a Porcuna– era ya demasiado incluso para un ex comunista con escrúpulos como Joaquín, compelido a decirles que sí, que les pagaba el viaje a todos, pero que no volvieran; los de Porcuna aceptaron el dinero de igual forma que cuando lo de los conejos habían terminado por conservarlos en escabeche, y en cuanto recurrieron a la Magistratura, Joaquín optó por pagarles sin rechistar la indemnización que pedían, o mejor, poniendo buen cuidado en puntualizar ante el funcionario encargado del caso que con gusto hubiera pagado el doble con tal de perder de vista a los tíos aquellos, inexplotables como eran en todos los conceptos bajo cualquier sistema social y político, fuera éste capitalista, fuera socialista.
Aunque lo sucedido no sobrepasara el valor anecdótico de una experiencia desgraciada, aunque le faltase la entidad necesaria para influir en la posterior evolución política de Joaquín, no tendría nada de raro que, por el contrario, hubiese tenido la virtud de hacer precipitar cuantos proyectos pudiese abrigar acerca de Santa Cecilia, olvidarse de las sórdidas actividades agropecuarias, emprender sin complejos –ahora que había roto con el partido– la tarea de convertirla en finca exclusivamente de recreo, en descarada residencia de lujo. En cualquier caso, y aunque sólo fuera en concepto de experiencia humana, el trato con aquella gente tuvo para él, sin duda, algo de traumático, a modo de contraste y complemento respecto a las reuniones de partido a las que estaba habituado, al nivel ideológico de las discusiones, a los supuestos teóricos que en ellas se manejaban y hasta respecto al lenguaje en que tales supuestos eran formulados, un trauma no inferior al que experimentan determinados lectores de Dostoievski –los más atormentados por la culpa– no ya al descubrir la naturaleza compleja de lo que siempre habían considerado reacciones elementales, sino sobre todo al identificar como propios los aspectos más contradictorios y masoquistas de los personajes que así reaccionan, con el consiguiente riesgo de elevar a la categoría de universal lo que bien pudiera ser simple proyección folletinesca de sus personales deficiencias. Esto, cuando menos, era lo que parecía indicar su expresión al darme cuenta de los hechos, como si más que desahogar su asombro necesitase saber si lo sucedido resultaba verosímil, con la sorpresa y aturdimiento en los ojos de ese aldeano metido a motorista que, habiéndose aventurado a salir a la carretera nacional, entra en colisión con un coche a consecuencia de una tosca maniobra y cae al suelo, sin más daño, gracias a la protección del casco, que algunas contusiones y raspaduras, ese casco que ahora le queda torcido mientras se incorpora con ayuda de la gente que le rodea, grueso, silencioso, estupefacto no tanto debido al susto cuanto al insólito protagonismo que el accidente acaecido le otorga.
A pesar de lo dicho, cuando pienso en Santa Cecilia, nunca lo hago asociándola a Joaquín. Santa Cecilia, para mí, es la Santa Cecilia de antes, el lugar en el que de niño pasaba los veranos, un lugar y un tiempo cuyo peso, en lo que a mi formación se refiere, supera con mucho el de los cursos escolares intercalados. Y en ese vasto veraneo constituido por la difusa adición de todos los veranos Joaquín no aparece más que como alguien que llega o que se va, que se mueve por la casa como lo haría un invitado, de paso hasta mentalmente, con su gente y sus problemas en otra parte. Una Santa Cecilia habitada por papá, por tía Pepita, por tío Rodrigo, y después de comer, aprovechando la escampada general, yo me voy abajo, donde los mozos hacen la siesta a la sombra del pino, y entonces aparece el Narcís y los despierta y yo me subo al carro. La precisión está no ya en lo que concierne al ritmo general de la vida, ni a la organización de mi tiempo a lo largo del día, sino también en los detalles más concretos: en la tartana, yendo a la misa dominical, el momento en el que el caballo empieza a empinar la cola y, justo debajo, con vibrante petardeo, comienzan a dilatarse aquellos negros anillos que se abren sucesivos a una enrojecida profundidad por la que, como un cráter cóncavo a la vez que convexo, pronto brotarán gruesos racimos de humeantes excrementos, espectáculo que fascina tanto como inquieta, que suele suscitar las risitas de los pequeños, atentos asimismo al reguero dejado a su paso por el trote del caballo según se prolonga el oloroso derrame y la encendida cavidad del caballo, como sometida a un efecto de moviola, comienza a fruncirse y retraerse, a reajustarse anillo tras anillo, sin que tía Pepita haya dado la más mínima muestra de haberse enterado de nada, estrictamente ignorada la operación en todas y cada una de sus fases. Y lo mismo podría decirse de anécdotas cuya singularidad las hace poco susceptibles de haberse repetido en otra ocasión, otro verano: la vez aquella en que espiamos al abuelo Eduardo –sin duda ignorante de que desde nuestro escondite, entre las plantas del jardín, dominábamos por entero el retrete– mientras daba rienda suelta a una serie de vacuosidades prolongadas y profundas, cavernosas, silbantes, sus fláccidas nalgas ya presionando como cachas de fuelle antes incluso de haber llegado a sentarse, un recuerdo que me viene sugerido por el anterior conforme a la más elemental asociación de ideas. El abuelo Eduardo era en realidad bisabuelo por línea materna, abuelo materno de mi madre, y por la fecha de su muerte hay que deducir que su visita a Santa Cecilia se produjo en los primeros veranos de la posguerra; un hombre tímido y apacible, con aspecto de pederasta decimonónico, significativamente cautivado, al contarnos las tragedias de Shakespeare a manera de cuentos para niños, por la figura de Horacio, el fiel y discreto amigo de Hamlet, al igual que, de un modo más general pero no menos revelador respecto a su carácter formal y cumplidor, lo estaba por las reglas y figuras gramaticales, acerca de cuyo cumplimiento mostraba un respeto que, más que de norma jurídica, parecía propio de verdadera ley divina.
Aparte de los parientes y parientes de parientes, con los que papá cumplía invitándoles por turno, cada vez más espaciadamente, equiparados con los años a esos íntimos amigos de toda la vida, gente conocidísima en toda Barcelona, de la que papá hablaba pero a la que apenas trataba, en su progresiva tendencia al retraimiento, aparte de esas amistades de otros tiempos, la casi totalidad de las visitas que recibíamos, visitas que con frecuencia se prolongaban en largas estancias, familia incluida, caso de haberla, eran caras nuevas, personas que papá había conocido recientemente y de manera fortuita, hombres de ideas conservadoras y probada religiosidad que, con un sensacional invento por explotar o una fabulosa patente registrada, invariablemente terminaban por involucrar a papá en algún negocio cuya primera consecuencia era la de salir con las manos en la cabeza, y la segunda, la más laboriosa, el trabajo que toma demostrar que, lejos de haber sido cómplice de la estafa, lo que se ha sido es el principal estafado, mangantes cuyos nombres sonoros, como si de capitanes almogávares se tratase –Montfort de Montalt, Dalmau de Montblanch, Eloy de Provenal, Coix-Carbó de Subiracs– acaso constituyeran, a manera de glorioso emblema que glosa todo un carácter, un factor importante a la hora de echar luz sobre la sugestión que esta clase de sujetos ejercía sobre papá, de igual forma que algún o algunos rasgos de la personalidad de papá por fuerza tenían que actuar a modo de reclamo de tanto mangante. Siendo como era prerrogativa exclusiva de papá el papel de anfitrión, cuando sus invitados ocasionales defraudaban el amplio margen de honorabilidad que se les suponía, ni tía Pepita ni tío Rodrigo osaban permitirse comentario alguno al respecto, observaciones impropias de la situación subordinada en la que se hallaban, dada su doble condición de invitados permanentes a la vez que de hermanos menores del señor de la casa. Pues así como la controversia, el contraste de opiniones encontradas, constituía el principal entretenimiento de los tres cuando cada mañana se reunían en la glorieta, quedaba fuera de toda controversia, por el contrario, como en virtud de un acuerdo tácito, cualquier extremo que directa o indirectamente pudiera socavar el prestigio personal de quien en definitiva ostentaba la representación de la familia. Privilegios residuales de un extinguido derecho de primogenitura, con toda probabilidad, como también lo eran el de ser el primero en leer el periódico, salvo que tío Rodrigo le ganase por la mano cuando lo traían del pueblo, o el de disponer a su voluntad de la radio, aun a costa de interrumpir un programa, una pieza de Mozart que tía Pepita estuviese escuchando, a fin de oír las noticias, el parte, como las llamaba, seguramente desde la guerra civil, igual que asimismo debía de datar de entonces esa costumbre de hacerlo con el oído pegado al aparato, como si corriera el riesgo de que algún vecino lo denunciara por faccioso.
En septiembre, cuando regresaba de su paseo vespertino, ya era prácticamente de noche. Los perros, lo mismo que cuando el día era más largo, seguían quedándose en la glorieta, tal vez engañados en lo que a la proximidad de la cena se refiere, pero papá se dirigía directamente al salón, y tanto si había invitados como si no los había –no era frecuente que los hubiera hacia finales de verano– ocupaba su sitio junto a la radio. Detrás, a su espalda, destacaba el retrato al óleo del abuelo; papá parecía más viejo. De niño, también el abuelo me parecía viejo, pero supongo que eso era debido a que en el retrato figuraba con barba, y entonces sólo los viejos llevaban barba. De él siempre había oído contar que murió diciendo ¡Qué error! ¡Qué tremendo error! Y cuando alguien de la familia lo contaba por enésima vez, todos los presentes se miraban como a la espera de que finalmente surgiese una explicación válida acerca de lo que había querido decir, como si, a semejanza de las palabras que pronuncia un viejo cuando muere sin que ninguno de los que le rodean sea capaz de entender su significado, así, a semejanza de esas palabras, no fuese la vida para uno mismo mientras se es objeto de felicitaciones y apretones de mano, cuando las copas entrechocan y se brinda por el cumpleaños o la Navidad.
Pregunta o preguntas de respuesta menos obvia me parecen, en cambio, las que cabe hacerse ante una pequeña foto como ésta, la vista del interior de una habitación tomada desde la puerta. ¿Qué es lo importante en ella: la habitación, con una ventana al fondo sin más valor que el que pudiera tener un cuadro? ¿O es más bien la habitación el marco y la vista exterior que se domina desde la ventana el cuadro propiamente dicho, el tema central de la foto?