VI
AL NORTE, PORT DE LA SELVA; al sur, Rosas; al este, Cadaqués: un pueblo por cada uno de los frentes marítimos que flanquean el Cabo Creus o Cruces o Corazones o comoquiera que se llamase en sus orígenes. ¿Y a poniente, tierra firme adentro? Un llano con marismas, un paisaje ciego y encharcado, siempre como recién llovido, que poco a poco se va resolviendo en cultivos, en pequeños pueblos, los Pirineos nevados al fondo. Entre los pueblos, no deja de ser curioso, Vilasacra, una Vilasacra que por supuesto nada tiene que ver con la de Margarita.
También es curioso observar hasta qué punto el Cabo, sus costas y sus pueblos, resumen determinados aspectos de mi vida, hasta qué punto ese resumen, considerado como itinerario, se superpone a la configuración del Cabo. Port de la Selva corresponde a los veranos de mi primera infancia, ese período del que no recordamos absolutamente nada. Rosas es Margarita, el escenario de nuestras grandes escapadas, elegido en función de que, a diferencia de lo que nos pasaba en Cadaqués, allí no nos conocía nadie. Y Cadaqués resulta ser, con mucho, el lugar más vinculado a Rosa, más que la propia Barcelona, por ejemplo, del mismo modo que a Margarita la relaciono más con Rosas que con París. Un itinerario, en suma, que discurre en sentido contrario al de las agujas del reloj, como el tornillo que se saca para levantar o abrir algo, como el agua que gira al desaparecer por el desagüe. Y con una particularidad: el sector abierto entre Port de la Selva y Rosas, la tierra que se extiende a poniente, un área que no asocio a nada concreto y que, dentro del ciclo, correspondería a ese período de latencia que se desarrolla entre la primera infancia y la edad adulta, el segmento que completa el círculo. Mi casa de Port de la Selva queda muy cerca de la que mis padres alquilaban cuando éramos niños, poco antes de la guerra civil. Mejor dicho: cerca del sitio que ocupó la casa, ya que ésta fue derribada hace unos años y en su lugar se levanta una edificación con tétricas terrazas blancas que sirven para colgar los bañadores. La que tengo ahora es pequeña y sin especial carácter, rasgos que sin duda han contribuido a salvarla de la demolición con vistas a un imposible mayor aprovechamiento, así como de ser convertida en un decorado de casa de pescadores. Al principio, hará tres o cuatro años, cuando el cansancio de tanto Cadaqués me impulsó al cambio, a Rosa le sentó muy mal. Con esa vehemencia emocional característica de algunas mujeres, que tanto puede hacerles reaccionar en un sentido como en el opuesto, debió de ver en el abandono de Cadaqués el símbolo de una ruptura con ella, con nuestro pasado en común, y el eventual comienzo de una nueva vida en común con otra; después debió de pensar que esta nueva casa también podría constituir el marco ideal de una nueva base de nuestras relaciones, una especie de renacimiento, y cambió de parecer, siempre dentro de ese simbolismo interpretativo que le es peculiar.
¿Singularidad de Rosa? Ni mucho menos. Ni tan siquiera se trata de una propensión específicamente femenina, si bien es cierto que en las mujeres resulta más llamativa. Se trata, simplemente, de esa enojosa complejidad que esconden las reacciones emocionales a la que a uno se le ocurre levantar la tapa: separar la cosa, lo que la cosa es, del valor simbólico que le es atribuido, escarbar en los motivos de que una cosa nos guste o no nos guste, matizar las modalidades de esos gustos contra los que se nos dice que no hay disputa, indagar las razones de esa seguridad, de esa necesidad de que no haya disputa al respecto, de que nadie indague nada, claro y transparente como está todo. El gancho cínico y reconfortante de las explicaciones triviales basadas en el carácter caprichoso del gusto, el cansancio que las cosas producen a la larga, etcétera: en el curso de una aventura erótica, por ejemplo, ese primer anuncio del desenlace que más tarde o más pronto termina por presentarse, ese primer síntoma que puede ser cualquier cosa, una risa destemplada o boba, una frase desabrida, una palabra inoportuna, una expresión, un gesto, la simple apreciación –tras compartir lecho y cuarto de baño, tras compartirlo todo– de que la línea de la nalga está algo descolgada, cosa que no servirá precisamente de incentivo a la fogosidad en el siguiente abrazo carnal y, en términos generales, supone incluso el comienzo de un todavía insignificante pero ya irreversible distanciamiento. Opciones, movimientos de traslación en el gusto, en las actitudes, en la conducta, más fáciles de describir que de explicar, como no sea recurriendo a la casualidad, al hecho fortuito, a la trascendencia que a veces reviste la cosa más nimia, el acontecimiento en apariencia más intrascendente. Ver en mi relación con Margarita, pongamos por caso, el fruto de una magnífica coincidencia, los avatares de un proceso desencadenado a partir de una salida ocasional con unos amigos comunes en París, un encuentro cuya normalidad no hacía sino más insólitas las consecuencias, imprevisibles poco menos que como en caso de reacción alérgica; como si otros encuentros de similares características que ella y yo hayamos podido tener nos hubieran deparado similares consecuencias; como si, de habernos encontrado en otras circunstancias, el resultado no hubiera sido el mismo; como si, de no habernos conocido, no nos las hubiéramos arreglado ambos para dar con la persona que cumpliera la misma función que cada uno de nosotros cumplía respecto al otro en nuestras relaciones; como si, en las propias reacciones alérgicas, nuestro desconocimiento acerca de sus orígenes nos autorizase a descartar de antemano una soterrada coherencia de lo que a primera vista es sólo un imponderable, desentrañar el proceso que subyace bajo la manifestación episódica, la posible relación, por ejemplo entre la antigua lesión tuberculosa tratada en su momento con un intenso bombardeo antibiótico y la alergia que con los años se genera en el paciente hacia los antibióticos que asimiló con tal intensidad y que ahora su cuerpo rechaza con semejante violencia.
Importancia de lo que está detrás de todo eso: lo que no queremos saber, lo que hemos olvidado, lo que soñamos y no acabamos de recordar, cosas que ni parecen merecer nuestra atención o, por el contrario, cosas cuya comprensión se diría situada fuera de nuestro alcance, verse a sí mismo como uno ve a los otros o algo por el estilo. Y esto es, sin embargo, lo que me trajo aquí: escribir sobre lo que no sé, sobre lo que no recuerdo, siguiendo las pocas pistas de que dispongo, esa tonadilla de una película que tarareamos por dentro al salir del cine y que luego no hay forma de que volvamos a recordar, pero que, días después, nos sorprendemos a nosotros mismos tarareándola de nuevo. O ese sueño que al cabo de unas horas vislumbramos como a ráfagas, susceptible apenas de ser reconstruido por más que intentemos asir sus cada vez más imprecisos contornos. Mis inexplicables celos de Rosa: por toda prenda llevaba puesto aquel ruso azul de tía Magda que rodó por casa durante años y años, un ruso que solíamos llevar con nosotros cuando íbamos a la playa y que, de un modo u otro, acabó desapareciendo de la circulación cuando yo era todavía un niño. Y ahora Rosa se cubría con él y yo sabía que acababa de acostarse con alguien, no sé exactamente con quién, y me sentía celoso. Estábamos en la galería de Santa Cecilia, sumidos en esa luminosidad algo espectral que produce la incidencia del sol en las baldosas hacia media mañana.
De todo eso a las invocaciones de Magda hay sólo un paso, pero bajo este paso se abre un abismo. Los objetivos pueden ser coincidentes; las actitudes, a cuál más antigua una que otra, no. Magda, con sus prácticas mágicas, convoca fuerzas que desconoce, y este desconocimiento desequilibra la balanza en favor de esas fuerzas. De ahí sus ritos maniáticos cada vez más rigurosos, verdaderos sacrificios expiatorios que realiza en el curso del día, susceptibles de terminar por convertirse en principal tarea cotidiana, y ella, en la medida en que los asume, en mera oficiante del ritual. Teniendo en cuenta las diferencias que siempre la han separado de Margarita en lo que se refiere al modo de ser, ya que no al físico, y el atractivo que para mí siempre ha tenido no obstante esas diferencias, habrá que reconsiderar la broma que Margarita y yo nos traíamos acerca del carácter incestuoso de nuestra relación, una predisposición erótica que no por hallarse libre de la condena que pesa sobre las relaciones entre hermanos, por no hablar ya de padres e hijos, tiene más de evidencia que de broma: la fascinación respecto a los rasgos familiares que cada parte encuentra en la otra, las afinidades con uno que descubre, lo más parecido a uno mismo que uno ha visto nunca, casi como abrazarse a sí mismo abrazar al otro. Un factor que, lejos de restar peso a cuantos otros concurran, tiende a realzarlos, factores, pongamos por caso, como el comportamiento de Margarita, como el influjo que sobre mí ha ejercido ese comportamiento, fruto de una irritante a la vez que admirada independencia de carácter perfectamente equiparable a la de esa madre que el niño había llegado a considerar parte o prolongación de sí mismo y que con el tiempo se revela progresivamente indócil, autónoma respecto a sus deseos hasta el punto de que un buen día le deja, le abandona y no vuelve a reaparecer, sea porque realmente se ha ido, sea porque ha muerto, idéntica una y otra alternativa a efectos prácticos. Y, aún ahora, es esta imagen de Margarita, la Margarita díscola, de conducta indómita, desprovista del más mínimo sentido de la fidelidad, la que termina por imponerse, por resultar determinante tantas cuantas veces busco la caracterización de ciertas facetas de su personalidad y, en consecuencia, de la mía. Y lo que es más curioso: sin que ello suponga por mi parte mayor reproche que el que pueda merecernos la travesura de una hija, una travesura que, según se mire, puede resultar incluso divertida. En relación al mensaje que Magda cree haber recibido, por ejemplo: ¿me estaba realmente destinada aquella foto encontrada en su bolso? ¿Tenía algo que ver el nombre escrito en el sobre con la foto que contenía? ¿Era realmente yo el Ricardo al que iba dirigido aquel sobre o era otro, un Ricardo cuya existencia desconocíamos todos, una última travesura de Margarita?
Mensaje o broma por parte de Margarita, facultad real o sugestión por parte de Magda, sus consecuencias, en lo que a mí concierne, son las mismas: los hilos seguidos a partir del momento en que acepté el encargo de Magda, han terminado por integrarse en una verdadera trama. Ahora resulta fácil imaginar que esto habría sucedido de cualquier modo, fueran cuales fuesen los hilos seleccionados, dado que, si los había seleccionado, era debido, justamente, y aunque ni siquiera tuviese conciencia de ello, a su condición de hilachas de la trama; pero esto lo sé ahora, no entonces. En definitiva, desentrañar el sentido oculto de la foto era, si no un pretexto, sí un simple punto de acceso a una significación de ámbito mucho más vasto. De ahí estas notas, mi decisión de entrar en ese ámbito por escrito, asido a las palabras como un Teseo al hilo de Ariadna. Hay experiencias de desarrollo imprevisible y ésta tenía todo el aspecto de serlo, expediciones de carácter casi festivo, una de esas excursiones en barca y con buena mar, susceptibles de discurrir por derroteros muy diferentes a los proyectados, una travesía que se alarga no sólo en el tiempo y se desdobla en episodios y episodios, cada vez más insólitos, sino que bien puede concluir en naufragio, uno de esos naufragios de los que sólo suele salvarse nuestro héroe, aventura, en último término, que no parece sino proyección de la aventura interior mediante la cual nuestro héroe llega a comprenderse a sí mismo a través del mundo, a la vez que a comprender ese mundo a través de sí mismo.
La sensación de estar moviéndome en un ámbito verdaderamente nuevo, en la incierta realidad de una segunda vida, réplica indócil de la primera, según iba trasladando al papel las experiencias aquí recogidas, una vida superpuesta a la que había llevado hasta ese momento, pero no del todo coincidente, deformada de modo semejante a esas composiciones fotográficas que, a partir por ejemplo de un paisaje tomado en primavera, nos ofrecen la vista de este mismo paisaje tal cual será en invierno, las ramas desnudas, los charcos helados y, eventualmente, hasta la silenciosa nieve, o, partiendo del retrato de un hombre, el retrato de ese mismo hombre cuando sea viejo. Ver a Magda como no había sabido verla –con todo y haberme impresionado enormemente– cuando me llamó para hablarme del mensaje de Margarita: su cara sombría, sus ojos sombríos, mientras, apartándose una mecha de pelo, se quitaba las gafas de sol. Aquella mujer ya no era la Magda que había tratado tan estrechamente en mi época universitaria, que había cambiado de signo mi relación con Margarita y hecho más borrascosa, si cabe, mi entente con Rosa; una Magda cuya imagen, pese a los años transcurridos desde entonces y a sabernos ambos todos esos años más viejos, se mantenía al margen de cualquier solución de continuidad, por encima de vicisitudes y acontecimientos, más allá de las rectificaciones impuestas o autoimpuestas a nuestras respectivas vidas. No se trataba de que tuviera quince o dieciocho años más, ni de las modificaciones que ello implica; se trataba de que era otra. Una evidencia que sólo se me impuso al redactar estas notas, aquí, en mi habitación de la fonda de Gorgs: al escribir sobre nuestra entrevista, no al entrevistarnos, al convertir la entrevista en palabras, en ese momento en que el verdadero tiempo de la acción coincide con el tiempo de la escritura. Como también Margarita era otra, una Margarita no más vieja ni mejor o peor, sino otra, una Margarita distinta a la imagen global que me vino a la mente cuando me encontré ante su cadáver, algo en lo que sólo he caído en la cuenta aquí, al leer lo que había escrito sobre aquel último encuentro en el claroscuro de la capilla de un cementerio de pueblo. O como Rosa era otra Rosa. Como, en consecuencia, tampoco yo era el Ricardo Echave que creía ser, todo como si esa coincidencia de tiempos a la que acabo de referirme, tiempo de la acción y tiempo de la escritura, me hubiera permitido actuar, no ya sobre el texto, sino sobre la realidad de la que ese texto es referente. Una segunda realidad que, según cuanto iba siendo escrito cobraba entidad autónoma, se revelaba no ya como mero ajuste o retoque de la primera sino como iluminación retrospectiva de cuanto hasta entonces no había sabido ver. Una segunda realidad, en última instancia, conforme a la cual ya no éramos quienes creíamos ser cuando nos conocimos ni tampoco las personas en las que creemos habernos convertido, todos nosotros, se diría, más nítidos, más definidos de rasgos y, a la vez, más desconocidos; figuras en movimiento igual que la silueta de un árbol que crece en el curso de los años, o que los contornos de esa nube que se expande en cuestión de instantes, figuras cuya propia evolución, fraccionable en instantáneas sucesivas, termina por convertir su presencia en una presencia distinta a la inicial, una y otra únicamente vinculadas entre sí por la idea de persistencia que se deriva de la comparación de cada una de esas instantáneas con la que le precede y la que le sigue. Carácter ilusorio de la impresión de continuidad, una continuidad basada más en el concepto de trayecto que en el de viaje, en el itinerario de una línea de tren, de una línea de larga distancia, pongamos por caso, que en las contingencias concretas del recorrido, en la consideración, sin ir más lejos, de quiénes eran los pasajeros que subieron a los vagones en el punto de partida y quiénes los que bajaron al andén de llegada.
Encontrarme en Gorgs de la Selva, un pueblo entero pendiente de la muerte del que fue y es todavía su dueño, supuso al principio cierta impresión de estar viviendo una situación ya vivida. Como la escuela, como la mili, como la cárcel. Y no sólo por esta fonda, por esta habitación que tantas veces llevo recorrida en uno y otro sentido. Me refiero a mi situación aquí en general, sentirme como un estudiante recién llegado, como un novato que no conoce la institución de enseñanza en la que acaba de ingresar, ni la localidad en que se halla situada, ni la personalidad de sus futuros profesores y compañeros de estudios, ni las costumbres y peculiaridades verbales allí imperantes; la inseguridad de sus primeros pasos, el temor a ser objeto de bromas más o menos pesadas, la incertidumbre de sus contactos iniciales, sus dudas respecto a las personas con las que va entablando amistad, no muy convencido de que sus informes sean del todo fiables, de que los profes sean así y los hábitos de la comunidad como le cuentan que son, de que los chicos contra los que se le pone en guardia no estuvieran destinados a ser justamente sus verdaderos amigos, caso de haber trabado conversación con ellos antes que con éstos; una sensación sintomática, por lo que tiene de regresivo, del bajo estado de ánimo en que me hallaba al llegar aquí, contrapuesto por entero a mi estado de ánimo actual. La sorpresa que en semejante contexto supuso el tropezarme con Carlos, tan lejos uno y otro del ambiente en que nos habíamos conocido, de aquella vista de la bahía de Rosas que se nos ofrecía desde el porche de su casa, el panorama más remoto que cabe imaginar respecto al de hoy, doce de diciembre, a punto ya de marchar, puede presentar un pueblo como Gorgs, lóbrego en grado no menor el contorno invernal del paisaje que esa agonía del viejo que como una niebla baja se alarga y pesa sobre los tejados ateridos.
Pero la manifestación más decisiva de ese ámbito nuevo, el punto donde ese desdoblamiento de la realidad se hizo más inmediato y tangible, hay que centrarlo en Vilasacra. Una casa superponiéndose a otra, un jardín superponiéndose a otro, un paisaje superponiéndose a otro según entraba en la casa. Una Vilasacra que no era ya lo que sirvió de escenario a la muerte de Jaime, pero que tampoco era la Vilasacra de mis comienzos con Margarita, cuando, fuera de temporada, los hoteles de Rosas estaban cerrados. Una Vilasacra cuya imagen se desdoblaba, o mejor, se superponía a otra imagen aún no revelada por entero, pero que, según afloraba desde el fondo y predominaba en la superficie, según los trazos iban definiéndose y precisándose, se hacía más y más evidente que pertenecía, no a Vilasacra, sino a Santa Cecilia, una Santa Cecilia que poco a poco se iba imponiendo a Vilasacra, traspasándola, rebasándola, remitiéndola a un difuso segundo plano, todo a semejanza de lo que sucede con esas fotos en las que, a causa de algún fallo, el carrete no rodó como debía y las imágenes aparecen superpuestas hasta el punto de que la foto que a primera vista parecía predominante –un paisaje, por ejemplo– acabó por quedar integrada, a manera de fondo, en una composición dominada, por ejemplo, por la figura de una mujer que se agiganta sobre ese fondo paisajístico. Una Santa Cecilia que tampoco era la de ahora, la de Joaquín, ni era del todo la Santa Cecilia de mis recuerdos de infancia, la de papá y los tíos, sino más bien una Santa Cecilia anterior a ésta, que arrancaba de ésa pero hacia atrás. Pues, como una lejanía que se concreta a medida que graduamos los prismáticos, así el relieve cobrado por Santa Cecilia a partir de mi ya inútil presencia en Vilasacra, un relieve que, abarcando simultáneamente el detalle y la impresión de conjunto, parecía centrarse más en las cosas, en los espacios interiores o exteriores, atemporales en su manifestación, que en las personas que en el curso de los años habían habitado esos espacios, que a las ocasionales variaciones impuestas por el paso de esas personas, figuras disueltas, se diría, en aquel ni-sol-ni-sombra del jardín, fundidas en su propio contorno, los listones verdes del banco, los tiestos con hortensias, el peculiar brillo arenoso de la tierra bajo los zapatos. Algo similar, en suma, a lo que sucede con el escenario de un sueño, un lugar que, nos sea o no familiar, sabemos cómo es, que es así y basta, con la particularidad de que frecuentemente recordamos mejor el lugar, el escenario, que los hechos en él acaecidos. Impresión repetitiva, similar, a su vez, a la que producen determinados actos, determinados gestos, caminar arriba y abajo en una celda, por ejemplo, que de pronto nos dan la sensación de ser cosas que venimos haciendo desde siempre, transpuestos, juraría uno, los espacios cerrados de la cárcel a los interiores y subterráneos de nuestra propia mente.
Adentrarme en la casa, vestíbulo, escaleras, salas, habitaciones, todo tal y como estuvo siempre, sin asomo de esos cielorrasos que cubren bóvedas y estucos, intactos los tabiques hoy derribados, inexistentes los cuartos de baño instalados en diversas estancias, la inhóspita sala de estar –entre refectorio monacal y discoteca– en que fue transformada la bodega, los dormitorios de pretendido carácter encajados en los desvanes, ámbitos que ni uno solo de sus antiguos moradores sería capaz de reconocer como no fuera por medio del olfato, la peculiar atmósfera de cada sitio, ese persistente olor a tía Pepita que ha conservado siempre el salón, sus jaulas de canarios, sus medicinas, sus chales gris perla, papá y tío Rodrigo como esperando su llegada, su presencia en la chaiselongue de la galería, para reanudar sus enfrentamientos de cada mañana: bastaba encontrar un tema, o mejor, elegir de entre los temas habituales el más susceptible de ser conectado con las novedades del día, pretexto puramente formulario, la novedad no menos que el tema, para llegar a lo realmente importante, el enfrentamiento. Bien porque la natural irreverencia y chinchoso sentido del humor de tío Rodrigo actuasen de catalizador, de provocación calculada, bien porque tal actitud tuviese menos de causa desencadenante que de previa acción defensiva, lo cierto es que papá y tía Pepita se alineaban invariablemente en contra suya conforme a un esquema que se diría preferido por todos, tía Pepita limitándose a no dar por recibidas determinadas ironías, igual que ignoraba los juramentos del conductor de la tartana cuando íbamos a misa o las indisimulables evacuaciones del caballo cada vez que, en pleno trote, al animal le daba por levantar la cola, actitud que por aquel entonces, y con una lucidez intuitiva en verdad impropia de un niño, yo relacionaba insidiosamente con su negativa a reconocer el declive económico en que vivía, a compensarlo con los rigores de una meticulosa salvaguarda de las apariencias. Los papeles antagónicos de papá y tío Rodrigo se mantuvieron como por rutina cada nuevo verano, si bien quedaba fuera de duda que la falta de tía Pepita les había quitado parte del estímulo, centrados uno y otro más en la diversidad de sus dietas a la hora de comer –hervidos y picantes respectivamente– y en destacar las múltiples diferencias que, a manera de símbolos, les separaban, y ello hasta un extremo tal que sobraba toda controversia. Por lo demás, cada uno ocupaba el asiento de siempre, y cuando tío Rodrigo empezó a dejar de ir por Santa Cecilia, papá continuó sentándose en la galería aproximadamente a las mismas horas que antes, solo, semiatravesado en el sillón como tenía por costumbre, igual que si estuviera ensayando, igual que si tío Rodrigo fuese a volver algún día. A veces, falto sin duda de interlocutor, se quedaba dormido, y fue justamente allí, en la galería, donde se despertó de pronto y, mientras recogía las hojas esparcidas del periódico, dijo que no se encontraba demasiado bien, hijo, tal vez el pescado de ayer no estaba del todo fresco. A la semana de encontrarse mal hubo que convencerle de que debía hacerse ver por un médico. Él se obstinaba en que fuera precisamente el doctor Moix, su médico de toda la vida, en quien tenía mucha confianza, y el problema no era que el doctor Moix hubiera muerto varios años atrás, sino que él no recordara que había muerto; pero para entonces ya estábamos en Barcelona. En Santa Cecilia, las figuras desaparecían como el contorno de las formas cuando anochece; quedaban las estancias, su objetividad engañosa.
Con frecuencia me he preguntado cuál fue la habitación de mis padres en Santa Cecilia. ¿La que llamábamos del abuelo, una pieza contigua a la galería que yo siempre he visto convertida en salita? Muy probable; lo único seguro es que, muerta mi madre, papá no quiso seguir ocupando la habitación que habían compartido, y volvió, me supongo, a su habitación de soltero. Tampoco sé cuál era la habitación de mi madre en Vilasacra, de joven, antes de casarse, cuando la finca era aún un indiviso compartido por todos los primos, incluidos al padre de Margarita, el rojo, el réprobo, y sus dos hermanas menores, como él borradas de la memoria familiar por sus innumerables desafíos a la moral y como él castigadas incluso en esta vida, muertas en plena juventud, de tisis la una, y decapitada en un accidente de características similares al de Isadora Duncan la otra. ¿La misma habitación, tal vez, que luego ocupó Margarita? Allí, la habitación de los abuelos no había vuelto a ser utilizada por nadie; quedaba al fondo del pasillo, ensombreciéndolo más que iluminándolo con aquellos cristales translúcidos de la puerta.
Un pasillo largo y desnudo, con habitaciones a uno y otro lado, regularmente distribuidas. Los dormitorios –salvo el del fondo, que no he visto nunca– son más bien reducidos, amueblados todos ellos con la misma sobriedad de estilo, cosa que acentúa, sin duda premeditadamente, ese aire conventual que tiene. La foto debió de ser tomada desde el pasillo, el marco de la puerta coincidiendo prácticamente con el encuadre: una habitación impersonal, carente de rasgos específicamente femeninos, si bien tampoco aparecía ninguno de los elementos decorativos –postales, recortes, una carabina de aire comprimido– con que los chicos suelen afirmar su personalidad. Sólo el carácter de algunos libros y revistas de la estantería –no perceptibles en la foto– así como una máscara de seda negra para dormir y un florero vacío tamaño ramillete, sobre la mesita de noche –fuera, por otra parte, del campo visual–, inducían a pensar que se trataba de la habitación de una joven; la enorme caracola de mar, también junto a la cabecera, carecía de valor indicativo en este sentido. El encuadre abarcaba únicamente parte de la cama, el escritorio, la estantería, una silla y la ventana. La ventana daba al jardín y, fuese o no voluntario, la única zona de la foto correctamente enfocada era justamente aquélla, el follaje. La fronda seca movida por esa brisa que se alza al atardecer, con el último sol; el sonido a lluvia que levanta ese soplo, hojas crepitantes de roble, de castaño, de plátano, en contraste, a modo de último baluarte, con las ramas desnudas de los álamos o de los tilos, rendidas ya sus hojas en mansa y pálida alfombra. El aire que infla la fronda dorada y eriza los afilados tejos, un aire que se irá calmando según las hojas dejen de ser doradas y el verde de los tejos se convierta en negro, según la luz se vaya como escapa la vida de un cuerpo en agonía.