Hasta que aquella noche ocurrió lo que tuvo que ocurrir: en el piso de arriba un alma en pena de esas que vienen del más allá se apoderó del cuerpo de la hija de mi vecina. Por entonces la niña tenía diecinueve años (y un cuerpo para apoderarse de él, desde luego).

Eso no era una hembra. Eso era algo sobrenatural. La chiquilla tenía más curvas que la carretera que va desde Ronda a San Pedro de Alcántara. Estaba, como suelen decir los muchachos de hoy en día, «para mojar pan», o como decíamos los de antes, «para ponerle un piso en el centro». Al que se casa con una mujer de éstas le ocurre como al que tiene una pastelería: que todo el que pasa por delante se queda mirando el escaparate y con ganas de comerse lo que hay dentro.

Y podría hablar de los ojos de la muchacha, de sus labios, o de la bonita sonrisa que gastaba, pero mentiría si no os dijese que lo que más me llamaba la atención de aquella hembra era su culo: un hermoso pandero de esos que a cada paso que daba se le iban saltando las costuras del pantalón. Motivo suficiente para que el más escéptico de los mortales creyera hasta en la Pitufina.

Los que habíamos tenido la suerte de ver aquella chavalita pasear por la calle no sólo estábamos dispuestos a plantearle al alcalde que la hiciera hija predilecta de la villa, sino que le íbamos a proponer que la nombrara monumento público y popular para que todo el que viniese de fuera pudiera disfrutar de aquella obra de arte andante. Es más, estábamos incluso dispuestos a hablar con la ONU para que la declarasen patrimonio de la humanidad, pues mujeres como aquélla eran difíciles de ver.

Por eso, no me extrañaba que si un espíritu se tenía que meter en el cuerpo de alguien lo hiciera en el de la hija de mi vecina. Y por supuesto, si yo fuese dicho espíritu, podéis imaginaros por dónde me metería.

Aunque lo que realmente me sorprendió fue que ocurriera un fenómeno sobrenatural en mi bloque, porque por allí, por no pasar, no pasaba ni el camión de la basura. Sin embargo, aquella noche fría, oscura y pintoresca, noche de tormentas y tormentos, de aire y de viento, de niebla y llovizna, de rayos y truenos, aquella noche que hasta al conde Drácula le hubiese dado miedo salir a la calle fue cuando un espíritu decidió meterse en el bloque, en el piso, en la habitación, en la cama y en el cuerpo de la hija de mi vecina de arriba.

Y cómo chillaba la pobrecita (con la de veces que yo había soñado oírla gritar, pero de placer). Sin embargo, parecía que la estaban matando. La noche que el espíritu la poseyó no sé de dónde sacaba esa voz de camionero constipado, pero no parecía una mujer, parecía un cochino cuando lo están capando. Y qué cosas decía:

—¡Mamá, o me traes la botella de whisky, o me levanto de la cama y me cago en la mesa de la plancha! ¡Aligérate, que, como no vengas en dos segundos, le voy a decir a papá lo del electricista! ¡So guarra, que eres una guarra, que te limpias el culo con las toallas, y dices que se han quemado con la plancha; que te metes en el cuarto de baño y se salen las ratas a tomar bicarbonato, so pedazo de guarra!

Al escuchar tan tremendas voces, todos los vecinos subimos al piso de arriba, no por salvarle la vida a la chiquilla, sino porque la curiosidad nos comía por dentro y queríamos enterarnos de qué estaba ocurriendo, pues en nuestro bloque todos veíamos el Gran hermano. Y esa niña que seguía maldiciendo a su madre:

—¡Vete a la mierda, so perra, y a ver cuándo me traes el whisky, que me voy a levantar y me voy a mear en tus discos de José Luis Perales!

Hasta que su madre, totalmente desesperada, angustiada, hastiada y cansada de aguantar tanta calumnia, pidió auxilio repetidamente. Fue entonces cuando los que estábamos allí con la oreja puesta tiramos la puerta abajo para entrar hasta la habitación donde se encontraba la muchacha poseída.

Cuando la vimos en la cama, nos dimos cuenta de que habíamos hecho bien en subir y entrar, sobre todo los tíos, pues en la vida habían visto nuestros ojos una cosa igual: qué cuerpo, qué piernas tenía la chavala. Estaba desnuda, con las manos en la barriga, y bombeando la panza como si llevase el mismísimo demonio entre las tripas.

Entonces, el Manolito, que es el hijo de la del segundo derecha (un chaval de esos a quienes el ayuntamiento les da una paga porque cuando lo encargaron sus padres le faltó estar diez minutos más en el horno), dijo que vio en una película un caso similar, y que la única solución era llamar a un exorcista.

Pero, claro, dónde encontrábamos un exorcista a las tres de la madrugada: en las páginas amarillas, por supuesto (y concretamente en la letra «e», de «helicóptero»).

Lo llamamos y, aunque tuvimos que esperarlo durante dos horas y cuarenta y siete minutos, nos dio lo mismo. Como si hubiésemos tenido que esperar dos años y cuarenta y siete días, pues los que estábamos allí en la habitación teníamos el privilegio de ver aquella muchacha en pelotas vivas, tumbadita en esa cama de setenta y con las sábanas de los Back Street Boys que su madre le había comprado cuando estaban de moda.

Hasta al Manolito se le caía la baba de contemplar aquella hermosura (aunque al Manolito siempre se le caía la baba).

Y llegó el exorcista. Ese tío que medía casi un metro y noventa de largo, por uno y veinticinco de ancho, y con más mala cara que el muchacho que me trae a casa la comida del restaurante chino. Ese hombre que tenía el rostro blanco y el traje negro. Y con una maleta, negra también, donde llevaba un crucifijo y una botellita de Bacardí, de esas que dan en los aviones, llena de agua bendita que había cogido de la pila de la iglesia de su barrio, sin que el cura se diera cuenta (según nos contó después).

Botellita que sacó y derramó en el pecho de la chiquilla, siendo la reacción de ésta inmediata, pues el agua debía estar tan fría que le endiñó al exorcista una hostia a mano abierta, con la que hizo que se le saltaran dos lágrimas como perniles de pantalón. Pobre hombre. En ese momento se le notaba en la mirada que de buena gana y si no estuviera la cosa tan chunga cambiaría de profesión, pues el guantazo sonó tres calles más abajo. Fue entonces cuando sacó la cruz y se la puso en la cara a la niña, quien seguía meneándose como si estuviese bailando la lambada. Pero el espíritu no se le iba y la hija de mi vecina no dejaba de gritar y de enumerar por orden alfabético todos los insultos que hay en el Diccionario de la Real Academia, y algún que otro que aún no conocían los académicos de la lengua española.

Cansado de tanta tontería, el exorcista se subió a la cama y se sentó en la tripita de la muchacha, agarrándole las manos para que no le volviese a dar otra bofetada, pues la anterior le había dejado la cara más colorada que el que se quedó dormido en la playa de Chipiona el tres de agosto a las cuatro de la tarde.

Y cuál fue nuestra sorpresa cuando los ciento y pico de kilos que pesaba el tío aquél presionaron la tripa de la chiquilla y no fue precisamente el espíritu quien le salió de dentro: se pegó un cuesco que hasta le chamuscó el flequillo a uno de los Back Street Boys de las sábanas.

La muchacha no es que estuviese poseída y por eso insultaba a su madre. La insultaba porque le había puesto guindillas en los macarrones y se le había descompuesto el estómago, produciéndole unos gases que hasta que no los expulsó no se quedó tranquila. Y muerto el perro, fuera la rabia.

De todas formas, aquella experiencia paranormal tuvo su parte positiva, pues, por un lado, ninguno de los que estábamos allí habíamos visto antes un cuerpo como aquél, digno de ser disecado y donado al Museo de la Ciencia. Pero, por otro, en ese mismo momento dejé de ser escéptico, pues ahora no puedo decir que no crea en las cosas que no veo, ya que el cuesco que se pegó la hija de mi vecina de arriba cuando el exorcista se le subió en el vientre no lo vi. Sin embargo, juro por las patillas de Curro Jiménez que los cuescos existen, porque no sólo pudimos olerlo: nos lo comimos enterito.

Una vez solucionado el enigma, todos los vecinos nos dirigíamos hacia nuestras viviendas, escaleras abajo, cuando el del tercero derecha dijo:

—La muchacha se parecía a la niña de El exorcista. A lo que el Manolito contestó:

—Pues no sabía yo que el exorcista tuviera una niña.

Sin duda, si los gilipollas volaran, aquel chaval sería una avioneta. Aunque si el grado de gilipollez se midiera en relación a la baba que se le cae a una persona de la boca al pecho, todos los que bajábamos de contemplar cómo trabajaba el exorcista seríamos tontos del culo (o mejor dicho, tontos tras ver un culo), pues no se imaginan la cantidad de baba que se derramó en aquella habitación donde estaba la hija de la vecina en bolas.

Cuando llegué a mi planta, me despedí del Manolito; él vivía con sus padres en el piso de abajo. Abrí la puerta de mi apartamento y, al ir a cerrarla, allí estaba el muchacho, con las manos en los bolsillos, sin decir palabra y mirándome a los ojos fijamente. Noté en su inocente mirada que tenía algún problema, que había algo que le preocupaba, por lo que intenté animarlo diciéndole:

Venga, Manolito, vete a casa y no te la machaques mucho pensando en el culo de la vecina, que se te va a llenar la cara de granos.

A lo que el chaval me contestó:

—Es que me da miedo bajar sólo hasta mi casa, ¿por qué no me acompañas?

—Porque ya eres muy viejo para asustarte de la oscuridad —le contesté—. Además, la mejor manera de que a uno se le quite el miedo es pasándolo. Así que venga, a casa que ya es muy tarde.

Dicho esto, le di con la puerta en las narices, cosa que me supo fatal. Entendía perfectamente que el chaval tuviese miedo, pues yo no sólo soy el más aburrido de todos los hombres por mi condición de filósofo en potencia, sino que también soy el cobarde más cobarde que ha dado la Historia de los Cobardes.