Seguía en mi casa, tirado en el sofá de las musas. Cansado de aquella postura, decidí coger a la desgraciada de la silla que tengo para poner los pies y así ver una película de terror que iba a empezar en la tele. Necesitaba desconectarme un rato, pues con tanto trabajo mental a mi cabeza le vendría estupendamente una desfragmentación, como si de un disco duro se tratara. O lo que es lo mismo, un sueñecito me sentaría como una sopa en invierno, por lo que comencé a quedarme dormido y, aun sabiéndolo, no hice nada por evitarlo.
Pasaron unos instantes y, cuando menos lo esperaba, mi corazón se encogió, las pelotas se me pusieron de corbata, la piel como la de una gallina y hasta los pelos de las cejas se me erizaron: ¡Qué susto, Dios mío! Al estar tirado en el sofá, con las patas por delante, vi lo largas que tenía las uñas de los pies (con razón me apretaban tanto los zapatos). Haría unos dieciocho días que no me quitaba los calcetines, por eso no me las había visto.
Qué uñas más largas. Largas y retorcidas. Rápidamente, pensé: me las corto o me las dejo crecer hasta febrero, y cuando lleguen los carnavales me compro unas plumas y me disfrazo de aguilucho. Me iba a salir más caro el collar que el perro, pues si me las dejaba crecer, el disfraz me iba a costar tres duros; sin embargo, en los dos últimos meses, de una talla cuarenta y cuatro que tenía de pie, tuve que cambiar a una cuarenta y ocho. En febrero, en vez de ir a una zapatería, tendría que ir a los astilleros para hacerme unos zapatos, de largas que iba a tener las uñas.
Después de tirarme casi una hora pensándomelo, hice el tremendo esfuerzo de levantarme del sofá para dirigirme hacia el cuarto de aseo y coger las tijeras de la manicura. Cuando las tuve en la mano, me di cuenta de que eran tan pequeñas, y mis uñas tan grandes, que no iban a arrancarme ni los pellejos, así que decidí coger las tijeras del pescado y una palangana roja que tengo para echar los calzoncillos sucios y darles una agüita antes de meterlos en la lavadora. Vacié dicha palangana y la puse debajo de la silla donde iba a colocar los pies.
Pero tampoco pudo ser. No me cabían los pinreles en aquel cuenco de plástico rojo, por lo que decidí meterme en la bañera. Cuando por fin me dispuse a cortármelas, un olor bastante desagradable llegó hasta mi nariz. Primero pensé en las tijeras del pescado, tal vez no las lavé bien la última vez que estuve limpiando los calamares. Salí de la bañera, me dirigí hacia la cocina y las fregué con el nuevo Fairy Plus concentrado, ese que con una gotita te lava la vajilla de la cocina de un cuartel.
Pero cuando nuevamente me introduje en la bañera, aquel insoportable olor persistía en el ambiente: una de dos, o el nuevo Fairy Plus concentrado era una mierda de detergente, o lo que realmente apestaban eran mis pies. Efectivamente, mis pies olían como si se me hubiera muerto uno de los dedos.
Entonces pensé: si con una gotita del nuevo Fairy Plus concentrado se pueden fregar veinte millones de platos, un chorreoncito de detergente me quitará la peste. Sin embargo, después de gastar los seiscientos cincuenta mililitros que traía el bote, aquello continuaba oliendo a queso viejo. Aunque ése no era el problema, pues mis pies siempre habían apestado. Lo que me preocupaba eran las uñas de los pies, que me ponía de rodillas, y me las clavaba en las espaldas.
Y cuál fue mi sorpresa al ir a cortarlas, pues me habían crecido como dos centímetros más. Sería por haberlas metido en agua. En ese momento me vino a la cabeza una palabra de cuatro letras, que definía perfectamente lo que aquello significaba: esa palabra era «vida».
Las uñas de mis pies estaban vivas. Habían crecido al mojarse, como las flores al regarlas, como las plantas, como los garbanzos cuando se echan en remojo. Estaban vivas, y yo iba a matarlas, a meterlas en una bolsa de basura y a tirarlas a un contenedor.
Yo, que nunca he arrancado una flor. Yo, que nunca he matado una mosca (es un decir). Yo, que nunca he roto un plato (es otro decir). Las uñas de mis pies querían decirme que estaban vivas. Uñas que, sin darme cuenta, habían crecido tan rápidamente que no me había enterado, me había perdido su infancia. Seguro que estaban para comérselas. Cómo le explicaba a mi madre que no me las cortaba por respeto a la vida, por humanidad, por amor a la Naturaleza. Además, cómo iba a cortármelas, si soy católico, apostólico, escatológico y romano. Los sagrados mandamientos de mi religión lo dicen bien claro: no matarás.
Por eso, lo primero que hice fue ponerme unas chanclas para salir a la calle y que todos vieran el auténtico milagro de la madre Naturaleza, para que todos disfrutaran del espectáculo más grande del mundo: la vida.
¿Y sabéis cómo me lo agradeció la gente?: llamándome borracho, guarro, llamándome loco, y llamando al coche de patrulla de la policía municipal, quienes me esposaron y me metieron a empujones en el asiento de atrás, como si fuese un delincuente. Me llevaron al veterinario del zoo, quien, sin pensar en lo que hacía, y con más sangre fría que el que mató a su madre y con el pellejo se hizo un tambor, agarró las tijeras de hacer la manicura a Bongo (que así es como se llamaba el elefante que tenían allí) y me cortó, una por una, las uñas de los pies, entre risas y bromas de los municipales.
Y ahora me pregunto yo: ¿es delito que las uñas te midan treinta y siete centímetros de largas por cinco de anchas? ¿Es delito amar la Naturaleza, amar las cosas que Dios nos puso frente a las narices para hacernos más agradable la estancia en este mundo, donde el que tiene grande el pito es un superdotado, pero el que tiene grande las uñas de los pies es un cerdo?
En el manicomio todos los enfermos me llamaban «el loco», simplemente porque enterré mis uñas en una maceta y las regaba cada día con la esperanza, la fe y la ilusión de que se hicieran grandes, de que crecieran hasta que se pudiesen valer por sí mismas. La vida es lo más bello que le puede pasar al hombre y nadie tiene derecho a quitársela a nadie. Sin embargo, todos sabemos que algunas veces la vida es larga y dura, como lo eran las uñas de mis pies.
Después de estar cinco años encerrado en aquella cárcel para majaretas, un buen día un animal de aquellos que teníamos por enfermeros me quiso obligar a comer un plato de acelgas. Yo estaría loco, pero no gilipollas. Siempre opiné que las espinacas y las acelgas eran comida para gusanos, y la verdad es que nunca había visto uno que pesara treinta kilos, por lo que no deben ser un alimento muy completo. Además, no me haría ninguna gracia cagar seda, por lo que le dije al animal aquél que se iba a comer las acelgas su puñetera madre. Aunque por la hostia que me endiñó deduje que no le gustaba que hablasen de su vieja.
Sin embargo, nunca estuve más contento después de que alguien me pegase, pues al golpearme el desgraciado del enfermero hizo que despertara del sueño, aunque más bien se podía decir que todo había sido una pesadilla: cuando volví en mí, seguía allí sentado en el sofá de mi casa frente al televisor, y con los pies puestos en lo alto de la desgraciada de la silla. Me fui a la cama hasta el día siguiente.
Algunas veces los sueños son tan reales que parecen la vida misma, al igual que hay personas que viven una vida de ensueño. Sin embargo, es preferible vivir los mejores sueños de cada uno que soñar con las mejores vidas de los demás. Toma ya.