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Rebatos y excursiones

La caravana de peregrinos siguió serpenteando su camino a lo largo de las aguas bordeadas de cañizares del Saóne, hasta que se unía con el río Ródano en Lyon.

Ése era otro importante puesto clave de los romanos para proteger el valle del largo río que se extendía hacia el sur hasta el delta de la pantanosa Camarga. Era un puerto destinado al comercio de vinos de gran actividad, así como una importante plaza fuerte de los templarios. Allí Belami dejó a dos de los jóvenes cadetes, Gervais de Lartre e Yves de St. Brieuc, el alto muchacho de Lille y el fornido bretón. Ambos se sintieron amargamente desilusionados al no poder continuar, pero la recurrencia de la fiebre que sufrían obligó a Belami a tomar la decisión de dejarles, para reforzar la guarnición de los templarios en Lyon.

—Mejor hacer un buen trabajo aquí que convertirse en un estorbo para una guarnición en las tierras asoladas por las fiebres de ultramar.

Los muchachos eran inteligentes y comprendieron el punto de vista de Belami. Éste les dio ánimos.

—Cuando estéis completamente curados, podréis uniros a nosotros en Tierra Santa. Hasta entonces, mes braves, buena cacería… ¡y no bebáis demasiado para ahogar vuestra decepción!

Lyon era el centro comercial para el vino de Borgoña, y las barcazas pesadamente cargadas zarpaban de sus quais para deslizarse rápidamente río abajo por el Ródano y llevar su carga de vinos y finas pieles a Provenza, donde les esperaban infinidad de barcos.

Los lanchones de río, de quilla plana, construidos especialmente, eran gobernados por fuertes remeros y estaban equipados con anchas velas. Su pilotaje constituía una hábil operación, para guiarles entre los móviles bancos de arena que las poderosas corrientes constantemente formaban y dispersaban. Cuando estaban vacías, aquellas barcazas habían de ser laboriosamente remolcadas río arriba. Entonces se las arrastraba cerca de la orilla, donde la corriente era más débil, por medio de yuntas de caballos o bien por partidas de desdichados prisioneros. Todo en nombre del gran dios Baco.

A causa del alto costo que significaba contratar un piloto fluvial experimentado y la falta de espacio que quedaba a bordo, después de cargar los pesados toneles de vino, pocos eran los peregrinos que podían darse el lujo de recurrir a aquel medio de transporte por la rápida y rugiente corriente. Sin embargo, varios mercaderes y los peregrinos más ricos eligieron afrontar el costo de aquel viaje rápido por el Ródano. El resto de la caravana, con excepción de los dos cadetes enfermos, emprendió la ruta del largo valle. Mientras así lo hacían, la relación entre María y Simon floreció hasta convertirse en un intenso amorío.

Todo era bastante inocente; furtivos encuentros de gozo cuando el padre de la joven estaba completamente dormido en la parte posterior del carro. Aquellas citas eran frecuentes, debido a lo afecto que era el orfebre al vino de Borgoña, pero lamentablemente los interludios debían ser breves, porque Simon y los otros cinco sirvientes ahora tenían que cubrir las guardias de los cadetes faltantes. El tiempo que los jóvenes pasaban juntos, si bien resultaba placentero, aún era demasiado corto como para poder llegar a una conclusión satisfactoria. Generalmente, sus breves encuentros llegaban al clímax del más absoluto deseo mucho antes de poder alcanzar algo más definitivo.

En todo momento, Belami, sin ser visto ni oído, montaba guardia para asegurarse de que los jóvenes gozaran de unos momentos de paz sin ser molestados. El veterano no era un voyeur, pero su aguzado oído difícilmente podía dejar de percibir la pasión que les embargaba. Se sonreía en la oscuridad y en voz baja tarareaba antiguas canciones de amor provenzales.

Aquel idilio fue interrumpido dramática y repentinamente.

Su marcha hacia el sur había transcurrido sin sobresaltos, aparte de la muerte de un anciano peregrino y de su entierro junto a un santuario al lado del camino, de manera que la vigilancia se había convertido en cosa rutinaria. Sólo fue precisa una momentánea distracción en el instante más inoportuno para que casi se produjese un desastre. Ocurrió a pocas millas al norte de la ciudad de Orange, frente al cañón de l’Ardéche. Poco antes del amanecer, Belami se despertó de repente con todos sus sentidos alerta. Para él, un débil grito y el roce de una espada al ser desenfundada había provocado la alarma. La niebla matutina colgaba baja sobre su campamento en la ribera del río, y la húmeda hierba había ahogado el golpear de los cascos de los caballos que se acercaban. El veterano no precisó que ningún centinela pidiera el santo y seña para identificar a los intrusos como personas hostiles. En Lyon, le habían advertido sobre una banda de forajidos conducidos por un caballero renegado, Etienne de Malfoy. Los hombres honestos no se acercan a un campamento sigilosamente a aquella hora de la madrugada. Con un potente grito de: «¡Alarma! ¡Alarma! ¡Aux armes mes braves!», Belami se incorporó, con al hacha de guerra de doble filo en su poderosa mano derecha. Ya llevaba su cota de malla puesta. El veterano cuando viajaba siempre dormía con ella, y, mudándose regularmente de jubón o de ropa interior, le absorbía el sudor y evitaba así las fiebres.

La guardia del campamento se levantó en armas, pero los bandidos ya se encontraban entre ellos. Los intrusos atacaron indiscriminadamente, matando hombres y mujeres en su frenética búsqueda del botín. Dos de los cadetes de Belami yacían muertos, con las cotas de malla reposando inútilmente junto a sus destrozados cadáveres: una lección terrible sobre la necesidad de estar siempre dispuesto para entrar en batalla.

Los tres cadetes sobrevivientes, Simon, Pierre de Montjoie y Phillipe de Mauray, estaban de pie, espalda contra espalda, formando un triángulo mortífero y luchando por sus vidas. No había ni rastros de Etienne Colmar, el joven cadete de Flandes.

Belami se sumió en una desesperada lucha como el Ángel de la Muerte, blandiendo su mortal hacha de guerra como una guadaña de destrucción. Un ladrón gritaba de dolor, mientras se aferraba el muñón de su brazo que sangraba a chorro, hasta que se desplomó hacia adelante, sin conocimiento. Otro cuerpo se estrelló contra el suelo, decapitado de un solo tajo. Un tercer asesino encontró su fin cuando Belami hundió hasta el mango el hacha en el pecho protegido por la malla de acero del hombre que chillaba.

Simon parecía estar en todas partes, en tanto su espada penetraba por debajo de la guardia de su oponente para perforarle el vientre o la garganta. No había tenido tiempo de tensar su arco antes de que los bandidos surgiesen de la bruma.

El ataque por sorpresa había tenido éxito contra la gente desarmada y los indefensos. Pero al hacerles frente los jóvenes guerreros y el veterano servidor, cuya hacha de guerra cercenaba mallas y cascos de acero, los forajidos huyeron a la desbandada. Su jefe, un hombre fornido, de barba negra, con armadura y capa roja, juraba estentóreamente al tiempo que su desmoralizada banda de bandidos pasaba por su lado lanzando maldiciones. Su negra montura se contagió del pánico, antes de que él pudiese dominarle, y el animal giró sobre sí mismo y salió al galope para perderse en la niebla, mientras su dueño se encontraba impotente para frenarle tirando de las riendas.

Los forajidos dejaron a siete de sus compañeros muertos o agonizantes a sus espaldas. Simon y sus camaradas se apoyaron en sus ensangrentadas espadas, jadeando penosamente: la respiración se condensaba en nubes de vapor al entrar en contacto con el frío aire de la madrugada. Belami fue examinando a los muertos hasta que encontró un cuerpo con un hálito de vida. El hombre estaba mal herido: la afilada espada de Simon le había abierto el costado.

—¡Aidez-moi camarade! —gritaba entre los dientes apretados por el dolor.

—¡El diablo te lleve! —murmuró Belami—. Pero, primero, dime quién es tu jefe. ¿Quién es el hijo de puta?

La punta de su puñal rozaba la garganta del renegado.

—¡Etienne de Malfoy!

—¡Mercí camarade!

El ladrón tenía los ojos desmesuradamente abiertos de terror.

Belami cogió el cayado en cruz de un peregrino asesinado, que yacía con el cuerpo retorcido junto a ellos. Acercó la cruz a los labios del hombre agonizante.

—¡Te absolvo! —musitó el veterano.

Y hundió la daga hasta la empuñadura en el pecho del forajido. Una bocanada de sangre salió de los labios del herido, y su espíritu abandonó el cuerpo. Belami levantó la vista hacia el rostro pálido de los cadetes. Estos se habían quedado conmocionados ante su acción. Las facciones del veterano eran duras como el granito.

—Un hombre herido, con la mitad de las entrañas fuera del cuerpo, puede seguir sufriendo el tormento durante una hora o más. Mi daga fue piadosa. Un día, mes camarades, quizá tendréis que hacer lo mismo por mí. —Hizo una elocuente pausa—. O quizá tenga que hacerlo yo por vosotros.

Simon había ultimado ciertos heridos por el mismo motivo. El coup de gráce no podría llevar un nombre mejor. De pronto le asaltó una idea. Se llevó la mano a la sudada frente.

—¡María! ¡Mon dieu! Me había olvidado de ella.

Belami lanzó una carcajada, rompiendo la tensión.

—Ella está bien, Simon. He visto cómo la bella moza clavaba un estilete en la carroña de un cabrón mal parido, cuando trataba de robar a su padre. Estaba estrangulando al viejo para sacarle la verdad de dónde tenía escondida la plata. No hagas enojar a esa exquisita criatura, Simon. ¡Puede ser fiera como una gata salvaje!

Belami registró los cadáveres de los renegados en busca del botín de guerra, pero encontró pocas cosas de valor en ellos. Luego los cadetes hicieron rodar los cuerpos hasta la rápida corriente del Ródano.

Simon buscó a María, que se hallaba atendiendo a su trémulo padre. Se abrazaron apasionadamente, con el deseo más ardiente aún a causa de la fiebre de la contienda que todavía perduraba en ellos. Cuando Simon regresó junto a Belami, éste le dijo:

—No podemos considerarnos libres de ese renegado De Malfoy. En Lyon me hablaron de sus hazañas sangrientas. Parece ser que se oculta en el cañón de l’Ardéche. Es una especie de leyenda local, nacido en esta región. Conoce el valle como la palma de su mano, lo que dificulta a las fuerzas punitivas hacerle salir de ahí. No hay nada que pueda sustituir el conocimiento de las gentes de la localidad.

Belami hizo una pausa, pensativo.

—Cuando lleguemos a la comandancia de Orange, le pediré al mariscal que me dé unos cuantos hombres de la guarnición. Tengo la corazonada de que sería preferible reunir a unos cuantos soldados de la zona y salir en busca de ese barbudo hijo de puta, que dejar que su banda de asesinos recobre la moral y sorprenda a la próxima caravana de peregrinos con otra de sus emboscadas matutinas.

Mientras Belami le explicaba a Simon sus planes para liquidar a De Malfoy, los cadetes contaron las bajas sufridas.

—Malo —gruñó el veterano por fin—. Dos de nuestros camaradas han muerto, Gaston y Gerard. Ambos hechos pedazos sin haber descargado un solo sablazo por su parte. Ved cómo estaban sin la cota de acero puesta, mes braves. ¡Aprended la lección! —El viejo soldado escupió en el suelo—. ¡Asesinos de criaturas! —exclamó con asco—. Eran sólo unos niños.

Diez peregrinos, la mayoría viejos e indefensos, habían muerto; cuatro mujeres, dos jóvenes y dos mayores, habían sido violadas y luego salvajemente destripadas. Phillipe vomitó al ver sus vientres abiertos. Los demás desviaron la vista mientras cubrían los cadáveres descuartizados.

—¿Cómo pueden los hombres comportarse de esta manera? Ninguna bestia es tan salvaje. Esto es la maldad descarnada —dijo Pierre.

—En eso tienes razón, mon brave —replicó Belami, con tristeza—. Estos renegados están embrujados. Están aliados con el diablo. —Se persignó al tiempo que los demás se estremecían, pues sentían la proximidad del Señor de las Tinieblas, que se sentía atraído por el hedor de la muerte—. Esos cabrones están poseídos. Sus horribles actos hablan por sí mismos —concluyó Belami.

—¿Cómo pudo suceder todo eso en tan corto tiempo? —preguntó Simon con un hilo de voz.

—La lucha duró más de lo que supones —repuso Belami, limpiando el hacha de guerra—. Combatimos con ellos unos buenos cinco minutos. Ése es tiempo suficiente para violar y robar. Probablemente las mujeres se habían levantado para ir a buscar agua y alimentar los fuegos de campamento. Los bandidos las atacaron a ellas primero, para evitar que dieran la alarma. Esos diablos deben de haberlas poseído junto a la fuente.

—Pero, ¿y la guardia? ¿Cómo pudieron acercarse a los centinelas sin ser oídos? —inquirió Simon.

—Eso fue culpa mía —respondió Phillipe, sintiéndose culpable—. Oh, yo estaba alerta, pero me pareció ver a una de las mujeres que se acercaba a mi puesto para traerme agua. Pero era uno de los ladrones que llevaba una capa de mujer con capucha. Debió de cogerla de una de sus desgraciadas victimas. Me volví para darle las gracias y, cuando recobré el conocimiento, estaba estirado en el suelo, con la cabeza zumbándome a causa del golpe que me había propinado el bandido. En aquel momento, Pierre le atravesaba con su espada. Yo extraje la mía y me uní a los demás cuando los otros asesinos nos atacaban.

—Fue un grito y el ruido de tu espada al ser desenvainada lo que finalmente me despertó —explicó Belami—. El golpe contra tu cabeza y los mandobles de Pierre deben de haberme alertado un instante antes, pero lo que recuerdo claramente es el roce de la espada al salir de la vaina. Bien hecho, muchachos, os habéis comportado como auténticos servidores templarios.

Se arrodillaron para elevar una breve plegaria por el alma de sus camaradas asesinados. Todos estaban extrañados por la desaparición del otro cadete, Etienne Colmar, el joven de Flandes.

El misterio se desveló cuando le hallaron muerto, empalado en un árbol con una lanza. También él estaba desprovisto de la cota de malla. Evidentemente, el acto lo había cometido el jinete renegado. Los demás asesinos sólo estaban armados con espadas y dagas.

Los tres cadetes muertos fueron enterrados uno al lado del otro, con cruces de ramas burdamente atadas colocadas sobre sus cuerpos asesinados.

Simon les rindió honores con su espada alzada y el rostro tenso por el dolor.

—Tenéis razón, Belami, deberíamos ir y vengar a nuestros amigos. Debemos meter humo en el nido de ratas y exterminar a esas alimañas.

Los demás asintieron con la cabeza para expresar su conformidad.

—Ahora —dijo el veterano—, debemos llegar cuanto antes a la comandancia de Orange. Quiero que De Montdidier, el mariscal de la guarnición, me preste la mitad de sus hombres de inmediato. Debemos atacar a De Malfoy mientras sus secuaces aún estén baldados.

Al cabo de pocas horas, Belami rabiaba de impaciencia, enfrentando al segundo oficial al mando de aquel puesto de los templarios. Eugéne de Montdidier, el mariscal de mediana edad al mando, se encontraba postrado a causa de un violento ataque de amaldia, una de las fiebres más azarosas de Tierra Santa. El veterano cruzado hubiera accedido sin vacilar a la petición de Belami, pero, por una endiablada mala suerte, el hombre estaba delirando cuando llegó la caravana al lugar.

Su ayudante, Louis de Carlo, otro viejo cruzado, se mostró inflexible.

Se negó rotundamente a reducir las fuerzas de la guarnición mientras el comandante se hallara hors de combat. Nada de lo que Belami pudiese decir o hacer parecía poder hacerle cambiar de actitud o modificar su posición. Ofreció a los peregrinos seguro refugio en el patio de la comandancia, así como ayuda y remedios para los enfermos y heridos, pero se negó lamentándolo mucho a conceder a Belami el refuerzo de uno solo de sus soldados.

La guarnición de los templarios protegía el extremo oriental de un alto puente, originariamente construido por los romanos, sobre el Ródano, para comunicar el camino occidental de los peregrinos con la ciudad de Orange, en la orilla opuesta del río.

Se trataba de un eslabón vital en la cadena estratégica de fortalezas de los templarios, y el viejo cruzado esgrimía un argumento válido al querer mantenerlo en su plena dotación. Sin embargo, la capacidad de persuasión de Belami era la de un cruzado veterano que había adquirido más experiencia que el segundo oficial al mando de la guarnición. De mala gana, el mariscal temporario accedió por fin a prestarle la miserable dotación de nueve soldados, dejando la guarnición para ser defendida por los treinta y un templarios auxiliares restantes.

Lamentablemente, Robert de Burgh y Homfroi de Saint Simeon, los caballeros templarios más experimentados de la guarnición, se hallaban ausentes en Orange.

—Han ido a la ciudad para mantener una reunión del Capítulo en la abadía. Si estuviesen aquí, Belami, podría confiarles a ellos la misión. Poseen un gran conocimiento de la región y su ayuda sería invalorable. ¿No puedes esperar que regresen? Claro, ya te comprendo: De Malfoy es vulnerable en estos momentos a causa de las pérdidas y del fracaso de su ataque. Pero sólo puedo prescindir de nueve hombres. Que Dios te proteja, Belami.

—Así seremos trece —replicó el veterano servidor—. El buen Señor tenía ese número en la última cena. Atacaremos a los renegados a la misma hora que nos atacaron a nosotros, exactamente antes del amanecer.

—Ten cuidado, Belami —le advirtió el viejo cruzado—. El cañón de l’Ardéche es un lugar peligroso. Los altos acantilados y el sinuoso río lo convierten en el sitio perfecto para una emboscada.

Irritado por lo porfiado que se mostraba el segundo oficial, el veterano, por primera vez, dejó que la impaciencia por saldar cuentas con De Malfoy se impusiera sobre su prudencia. El servidor Louis de Carlo, el gordo y viejo comandante temporario, hacía tiempo que no participaba en combate alguno, pero había sido un soldado recio en su época y sabía la llama que ardía en el corazón de Belami. A medianoche le vio marchar con sus tres cadetes y nueve soldados montados, y en el fondo sintió nostalgia por no poder acompañarles.

Belami contaba con dos montañeros entre su pequeña fuerza. El conocimiento que ellos tenían del terreno le daba cierta tranquilidad. Eran las dos de la madrugada pasadas cuando llegaron a la entrada del cañón. La luna había salido tarde y les daba luz suficiente para adentrarse en las tenebrosas profundidades del escarpado valle, siguiendo el sinuoso curso del río Ardéche.

Hasta el momento, habían recorrido una milla por el cañón sin ser descubiertos. Los cascos de sus caballos estaban recubiertos por pedazos de arpillera y avanzaban en silencio. Con todo, Belami estaba inquieto.

—No hay guardias apostados —le dijo a Simon en voz baja.

—Eso es extraño para un caballero experimentado como De Malfoy —murmuró Simon a su vez—. En el carro de Nofrenoy faltaba un barril de vino. Quizá los bandidos están durmiendo la mona.

Belami asintió con la cabeza.

—Puede ser que tengas razón, Simon. Los vencidos suelen ahogar el recuerdo de la derrota en vino. Confiemos que tengan un sueño pesado.

Guiados por los dos montañeses, siguieron avanzando serpenteando por el cañón. De pronto, el montañés que hacía de guía se detuvo al aparecer la luna de detrás de una nube. Se llevó los dedos a los labios. Belami se adelantó calladamente para unírsele, al tiempo que indicaba a los demás que le siguieran de cerca. No pronunciaron ni una sola palabra.

Ante ellos, un grupo de hombres envueltos en mantas yacía alrededor de un fuego de campamento. Los arqueros templarios se parapetaron detrás de los árboles y apuntaron sus arcos. Simon descolgó de su hombro el arco de tejo en silencio. Belami asintió con la cabeza, y los arqueros dispararon simultáneamente. Las cinco flechas se clavaron con un ruido sordo en los bultos tapados por las mantas del suelo, y la primera flecha de Simon traspasó el cuerpo agazapado del centinela. Belami en seguida se dio cuenta de que habían sido víctimas de un engaño. Sus blancos eran objetos envueltos con mantas. De repente, una lluvia de flechas, disparadas desde las rocas de lo alto, se clavaron a su alrededor. Dos de ellas hicieron blanco en los hombres de Belami, reduciendo su tropa a diez.

El resto de los soldados se había arrojado al suelo detrás de cualquier cosa que les sirviese de protección. Los renegados acogieron su reacción con gritos de triunfo. Confiados en extremo, cometieron un error fatal. Creyendo que sus adversarios habían sufrido más bajas de las que en realidad se habían producido, los jubilosos bandidos abandonaron su refugio y se lanzaron corriendo pendiente abajo para concluir su tarea.

Los templarios simularon estar muertos hasta que sólo unas pocas yardas les separaban de sus atacantes. Entonces se levantaron y dispararon; Simon lanzó flecha tras flecha en rápida sucesión. Cada proyectil lanzado por un arco encontraba su blanco, y las flechas del normando iban abatiendo a los forajidos, uno tras otro. El ataque se detuvo y, chillando de terror, los bandoleros se desbandaron en retirada. Montando de nuevo en sus caballos, los templarios salieron al galope tras ellos, abatiendo a sus desmoralizados oponentes a medida que les alcanzaban.

Belami hizo caer de su montura a un alto ladrón con un golpe aturdidor; antes de que el bandolero recobrase el conocimiento, él ya había saltado de la silla y le colocaba la punta del puñal en la garganta.

—¿Dónde está De Malfoy? —rugió el veterano, con la hoja de la daga temblando por la furia que le dominaba.

No había ni un asomo de piedad en sus ojos. El aterrado bandolero respondió aún aturdido:

—Fue a atacar a la comandancia. Lo tenía planeado desde hace mucho tiempo. De Malfoy abandonó el valle por un acceso secreto, a través de las cuevas que hay cerca de la entrada. ¡Nuestra emboscada tenía por objeto deteneros mientras él atacaba la fortaleza de los templarios!

—Debe de estar loco. La guarnición puede rechazar el ataque fácilmente. —Belami estaba asombrado por el aparente desatino del forajido—. Si tienes algo más que decir, dilo ahora, o te cortaré las orejas.

No había nada melodramático en el tono de Belami. Sus palabras expresaban exactamente lo que quería decir. El bandolero continuó precipitadamente:

—Se disfrazaron de peregrinos. El camino occidental de peregrinaje cruza el puente. Los guardias no sospecharán nada.

—¡Por el fuego del infierno! —exclamó Belami—. Regresemos, mes braves, o será demasiado tarde.

—¡Piedad! —chillaba el bandido.

—La clemencia de Dios no se gana tan fácilmente; has traicionado a tus camaradas. ¡Muere!

La daga del veterano, hundiéndose en el corazón del hombre, acalló sus balbuceantes ruegos. Los templarios saltaron de nuevo sobre sus monturas y, en tanto la luz del alba se filtraba en las oscuras profundidades del valle, partieron al galope como llevados por el diablo.

Les había llevado dos horas el silencioso acercamiento. Ahora salieron atronando del cañón en cuestión de minutos y cubrieron la distancia que les separaba del puente en media hora de duro cabalgar. Al tomar la última curva antes de llegar al puente, vieron que se elevaba una aceitosa columna de humo negro de la comandancia. Dando rienda suelta a sus sudorosos caballos, los templarios maldecían o rezaban según les dictaban sus temores. Acercándose al puente por el otro extremo, el triunfante De Malfoy conducía a sus forajidos, cada uno de ellos pesadamente cargado con su botín. Ello había de ser su ruina. Reacios a deshacerse de su rico botín, titubearon durante unos momentos que habrían de resultar fatales. Los once vengadores, pálidos de furia, se precipitaron hacia ellos como una avalancha.

Los hombres de Belami iban armados con lanzas. Las mortales puntas de acero se clavaban en los bandoleros como si fuesen de carne picada. A continuación, aparecieron las espadas y todo fue una confusión de hojas de acero, que brillaban bajo la luz del amanecer.

Aunque les aventajaban en número por cuatro a uno, las aguerridas fuerzas de Belami se abrieron paso entre la masa de los hombres de De Malfoy.

El hecho de que los bandoleros fueran atrapados en medio del puente fue otro factor que contribuyó en su resonante derrota. Totalmente desmoralizados, los forajidos huyeron. «¡Sauve qui peut!», fue el grito que lanzaron al pasar junto a De Malfoy. Éste lanzó un juramento y atacó a sus propios hombres cuando se arremolinaban a su alrededor.

Las flechas de Simon dieron cuenta de tres hombres más, mientras él disparaba desde la silla. El hacha de guerra de Belami cercenó los miembros de otros cuatro bandoleros que lanzaban gritos de dolor. La fuerza de los templarios acuchilló a una veintena de renegados, y los arqueros dieron cuenta de los restantes. Fue una carnicería.

De Malfoy quedó solo en su corcoveante caballo negro, con la espada roja de sangre de sus propios hombres. Otro bandolero permanecía a su lado: un joven enjuto, de rubios cabellos, que ahora intentaba escapar atacando, lanza en ristre, a Simon que estaba más cerca de él.

De Malfoy levantó su espada y la arrojó al río.

—¡Je me rends! —gritó roncamente—. Fui armado caballero y puedo pagar un buen rescate.

Haciendo caso omiso del jinete que le atacaba, Simon tensó la cuerda de su arco.

—¡He aquí tu rescate! —gritó, y la gruesa cuerda del arco vibró sonoramente.

La flecha atravesó silbando el puente y se hundió en el pecho cubierto por la sobrevesta roja de De Malfoy.

Con un fuerte gruñido, cayó de su alta silla y se estrelló contra el parapeto de piedra. En su agonía, se retorció resbalando por el costado del altísimo puente. De Malfoy ya estaba muerto cuando se hundió en las espumosas aguas del Ródano y desapareció en el remolino blanco.

—¡Cuidado!

La advertencia de Belami llegó demasiado tarde, en tanto la lanza del renegado atacante alcanzaba el costado derecho de Simon. El joven normando sólo tuvo tiempo de girar sobre la silla, al tiempo que soltaba el arco y echaba mano de la espada. Entonces la lanza le hirió, de través, pero desgarrando a fondo la cota de malla y llegando a la carne. Simon se tambaleó sobre la silla, mientras el renegado pasaba por su lado.

Belami espoleó a su montura para interceptarle el paso. Phillipe y Pierre se acercaron a Simon por ambos lados para evitar que cayera de Pegaso.

El bandolero de rubios cabellos arrojó la lanza y desenvainó la espada para parar el golpe de Belami. El hacha de guerra partió limpiamente la hoja de acero de la espada y se hundió en el aterrado rostro afeminado del joven forajido, que se partió en dos, sangrando copiosamente. Murió al instante.

Inclinado sobre la grupa de su caballo, que seguía galopando, el bandido muerto fue llevado hacia el valle.

Belami se acercó al trote a Simon y examinó su herida.

—Es profunda —dijo—, pero vivirá.

La batalla había durado apenas tres minutos desde el principio hasta el final.

—¡María! —exclamó Simon, en un murmullo doliente—. Busca a María, Belami.

—No temas, muchacho. Phillipe, Pierre…, que le atiendan inmediatamente. Iré en busca de la joven.

Belami cruzó el puente al galope y franqueó el portal abierto de la fortaleza de los templarios. El hecho de que aquellas pesadas puertas estuviesen abiertas de par en par indicaba que la estratagema de De Malfoy les había cogido por sorpresa.

El patio estaba patéticamente cubierto de ensangrentados bultos envueltos en telas, que momentos antes eran peregrinos. Sus carros destrozados aún ardían, provocando la espesa humareda que los templarios observaron cuando regresaban.

Mientras a Simon le ayudaban sus camaradas, Belami desmontó, para abrirse paso entre los cadáveres de la guarnición pasada por las armas, en dirección a la torre central.

La mayoría de los templarios asesinados aún tenía el arma envainada. Habían muerto sin devolver ni un solo mandoble. Pero un par de soldados habían vendido su vida al precio de un asesino muerto.

El segundo oficial al mando, el viejo servidor De Carlo, era uno de los pocos que se habían defendido. Dos bandoleros, uno con el cuello cortado y el otro con el cráneo partido, yacían formando un montón informe delante del cuerpo del veterano servidor. Éste se encontraba clavado a la puerta de la torre por una lanza.

—Al menos Louis murió como un soldado —musitó Belami, tirando de la lanza y sosteniendo diestramente el pesado cuerpo de De Carlo antes de que se desplomase sobre el suelo.

El templario entró en la torre sabiendo perfectamente lo que encontraría allí. De Malfoy había elegido la capilla para llevar a cabo el peor de sus tremendos crímenes. El enfermo mariscal De Montdidier había sido descuartizado mientras deliraba. Su celda monjil parecía un matadero.

En la capilla de los templarios, los renegados habían orinado y defecado en el altar, y destruyeron todo símbolo religioso que pudieron encontrar. Su diabólica obra se hacía del todo evidente en el número de mujeres violadas y destripadas que yacían tendidas sobre los peldaños del altar.

Belami se santiguó al ver el sangriento espectáculo; incluso su endurecido estómago se revolvió ante el hedor asqueante que saturaba el aire pestilente. La sensación de depravación era abrumadora.

Un gemido condujo al nauseado veterano hacia la pequeña sacristía. Con la espada en la mano, abrió la puerta de un puntapié.

María yacía atada con la cuerda de una campana a una mesa, sobre la que habían extendido un mantel de altar manchado de sangre.

Sólo ella de todas las mujeres vejadas, jóvenes y viejas, no había sido destripada. Su cuerpo estaba cubierto de moretones y de salpicaduras de heces. Su cara, tan bella antes, estaba terriblemente hinchada a causa de tremendos golpes, y la boca le colgaba abierta por el horror. Un espantoso gemido salía de sus labios. Cuando Belami la liberó de las ataduras, se apartó de él aterrada.

El servidor templario la cogió tiernamente con su poderoso brazo derecho y apoyó el cuerpo exánime contra su cintura.

La mantuvo junto a su pecho, como un padre llevando a una criatura asustada. Con sumo cuidado la sacó de aquel horrible lugar para salir a la luz del sol.

Cuando abandonaban aquel mortuorio, Simon, ayudado por Phillipe y Pierre, vio quién era la persona que Belami sostenía con sus brazos. El joven, pálido como la muerte por la pérdida de sangre, gritó con voz ronca:

—¡María!

—Vive —dijo Belami, simplemente.

Simon lanzó un grito y cayó sin conocimiento en los brazos de sus camaradas.

Belami alzó la vista en el instante en que una partida de templarios hacía su entrada a caballo en el patio lleno de humo. Llegaba al mando de los dos caballeros ausentes, que regresaban de la reunión en el Capítulo de la abadía de Orange.

Aun aquellos experimentados cruzados se horrorizaron ante la escena de aquella matanza general que se ofrecía a su vista. Los soldados habían descubierto otro espectáculo horroroso. Al viejo orfebre italiano, De Nofrenoy, lo habían empalado en una afilada estaca. Evidentemente, el hombre se había resistido a declarar dónde llevaba escondida la plata. Su carro lo habían desarmado literalmente antes de que De Malfoy descubriera el escondite secreto, hábilmente disimulado en el fondo falso de un barril de agua.

Belami dejó a la vejada doncella al cuidado de los templarios y en pocas palabras les informó del error que había cometido al intentar borrar del mapa a De Malfoy.

El veterano servidor no ocultó nada de lo sucedido.

—La culpa fue mía, señor —dijo a De Burgh.

—Al contrario, servidor Belami. —El veterano cruzado hacía tiempo que era conocedor de su reputación—. De Malfoy debió de planear este ataque al tener conocimiento de nuestra partida para participar en la reunión del Capítulo en la abadía. Vuestro contraataque hizo fracasar sus planes. Se vio obligado a dejar unos hombres en la retaguardia para contener a vuestras fuerzas. Ese engendro del diablo tenía espías en todas partes. Mis hombres me informan de que vuestros cadetes se portaron bien. ¡Os felicito, Belami, no os censuro!

A pesar del prudente evalúo que hizo De Burgh de la situación el viejo soldado seguía atribuyéndose la culpa.

—No dejéis nunca que la ira gobierne vuestras decisiones —les dijo a los restantes cadetes, al tiempo que veía a Simon confortablemente instalado en un carro de los templarios para ser llevado al hospital de Orange—. Iré a visitarte en cuanto haya terminado mi informe completo —le dijo al muchacho herido.

Habían enviado un mensajero a la ciudad y no tardaron en llegar unas monjas, hermanas mercedarias de Saint Lazarus, para hacerse cargo de María.

—¡Pobre niña! —dijo Belami—. Ha perdido la razón. Apostaría mi mano derecha a que ese cerdo mal nacido de De Malfoy la obligó a presenciar el empalamiento de su padre.

—¿Cómo pueden los hombres cometer tantas atrocidades?

Phillipe estaba horrorizado.

—Están poseídos por los habitantes de las tinieblas —dijo De Burgh—. Dejan que los deseos carnales dominen su mente y su cuerpo, hasta que se hunden más hondo que el nivel de la bestia. Entonces, bajo el principio espiritual de que «los iguales se atraen», sus almas son presa de los demonios, que penetran en sus cuerpos degenerados y los utilizan como títeres.

Belami y el resto de los soldados limpiaron la profanada capilla, y el abad, que había regresado con los templarios, reconsagró el altar.

—Esto es obra de la más negra de las brujerías. De Malfoy debe de haber sido un poderoso brujo para tomarse semejante venganza contra la casa de nuestra Señora. La capilla aún conserva el olor del mal. Sólo el tiempo, la misericordia, las oraciones y el amor podrán retornarle su aire de santidad. El rito santo por sí solo no es suficiente para eliminar la terrible presencia del pecado de esta iglesia arrasada.

El abad había sido cruzado. A pesar de haber visto escenas horrorosas, había algo tan diabólico en la maldad sistemática de De Malfoy, que sentía desfallecer su espíritu.

Después de haber escuchado la confesión de Belami, estuvo de acuerdo con De Burgh.

—No puedes culparte, hijo mío. A causa de lo que hiciste, ese engendro de Satanás está muerto. Sólo Dios sabe qué otros daños terribles habría causado. Aquel joven demonio de pelo rubio, a quien me dicen que diste muerte, era el acólito del diablo, el monaguillo pervertido de De Malfoy. Has liberado esta región del gran mal. Te absolvo, Belami, hijo mío. ¡Ve con Dios!

La infortunada María permanecía con la vista perdida en el espacio mientras las buenas hermanas sanaban su cuerpo. Cuando Belami fue a ver a la madre superiora, ésta le dijo:

—La niña nunca dejará que vuelva a tocarla otro hombre. Con el tiempo, podremos penetrar en su mente. Nosotras la cuidaremos. Al igual que varios de nuestros benditos santos, la pobre criatura ha sido cruelmente martirizada. Nuestra santa Madre es amante y compasiva, sobre todo para con aquellos que fueron tremendamente castigados por la bestialidad de los hombres.

La buena madre superiora se estremeció, y luego le tranquilizó:

—María es huérfana. Nosotras la recibiremos en nuestra Orden. Es la voluntad de Dios y de nuestra Virgen santa.

Belami comprendió que aquello era lo mejor para la muchacha, pero dudaba que su mente perturbada pudiese recuperar sus facultades jamás. Cuando fue a visitar a Simon, le dijo varias mentiras piadosas para tranquilizar a su pupilo favorito.

—María se está recuperando bien y te manda su afecto —dijo, sin parpadear, mirándole con sus brillantes ojos astutos—. Se quedará con las buenas hermanas hasta que puedan recogerla sus parientes italianos —continuó diciendo con total convicción.

Simon, a pesar de las soporíferas hierbas del hospitalario, sufría considerables dolores y su narcotizada mente no detectó falsedad alguna en las palabras de Belami. Experimentó tan sólo una gran sensación de alivio al saber que María estaba tan bien atendida. Con un profundo suspiro, el joven normando dejó que se rompiera el débil hilo que le mantenía consciente y se sumió en un profundo sueño reparador.