17
De vuelta al servicio

Saladino se encontraba en un brete. Al salvarle la vida en dos ocasiones en cuestión de minutos, Simon de nuevo había dejado al sultán con una gran deuda para con él. El líder sarraceno ya les debía la vida de Sitt-es-Sham a los dos servidores templarios y ahora no le quedaba otro recurso honorable salvo el de concederles la libertad si así lo deseaban.

Hizo aún un postrer ofrecimiento para que sus amigos se convirtieran a la fe islámica.

—Sólo puedo rendiros todos los honores que os debo si os quedáis conmigo. Con sumo gusto os nombraré emires a ambos. También os prometo que no os pediré nunca que combatáis a los cristianos. Tengo muchos otros enemigos aparte de los cruzados.

Los templarios rehusaron cortésmente su ofrecimiento. Sabían que, si abrazaban la fe del islam, obtendrían riquezas y grandes honores, pero ninguno de los dos era hombre que pudiera, o quisiera, romper su juramento de lealtad a su propia gente.

—Muy bien —dijo Saladino, con tristeza—. Comprendo plenamente vuestra decisión. —Dirigió una elocuente mirada a Simon—. Sé que hay alguien cuyo corazón se llenará de congoja al saber de vuestra partida. Pero también sé que sois hombres de honor. Por lo tanto, aplaudo vuestra decisión. Si hay algo que pueda ofreceros como pequeña recompensa por todos los servicios que me habéis prestado, sólo tenéis que pedirlo.

Belami respondió:

—Os estaríamos muy agradecidos si nos prestarais un par de caballos para el viaje. En cuanto a lo demás, nos llevamos algo más que riquezas…, nos llevamos el recuerdo de vuestra gran compasión y bondad. Nos salvasteis la vida, señor.

Impulsivamente, Simon le cogió la mano a Saladino, y él y Belami se encontraron con que eran calurosamente abrazados. La despedida fue muy emocionante. Después de su partida, Saladino lloró, pues los lazos de camaradería que se habían establecido entre ellos eran muy fuertes. Para él, tenía sentido el antiguo adagio: «Camaradas en combate, amigos para siempre».

El sultán sentía que nunca había sido más cierto. Simon y él habían luchado codo a codo contra los Asesinos y, sólo por eso, el sarraceno jamás le olvidaría. En cuanto a Belami, el respeto de Saladino por su valentía y la admiración por la destreza del veterano en el campo de batalla eran incomparables.

Ninguno de los templarios había abusado nunca de la magnanimidad de su anfitrión, y entre los tres habían nacido lazos personales muy estrechos durante los meses pasados en Damasco.

Simon presentó sus afectuosos respetos a Maimónides, a Osama y, en especial, a Abraham, que ahora le consideraba como a un hijo. De nuevo, entre aquellos hombres notables, las lágrimas no fueron motivo de vergüenza. Todos lloraron la partida de Simon de Damasco. Osama, que ya tenía noventa años, también se había dejado atrapar por el encanto generoso del normando.

—Me recuerdas mucho a tu finado padre —le dijo, mientras temblaba ante el brasero de carbón, calentándose los viejos huesos—. Y a Salah-ed-Din también. Los tres habéis sido ardientes estudiosos, pero, sin embargo, también erais hombres de acción. Las experiencias en el campo de batalla parecen haberos forjado hasta convertiros en un metal más noble, de modo que todos atraíais el conocimiento como la piedra de imán. No he tenido el mismo placer al enseñar a otros. Nunca te olvidaré, Simon de Saint Amand.

Los ojos del bondadoso sabio se habían humedecido cuando Simon le besó la mano.

—¡Allahu Akbar! Dios es grande —murmuró a modo de despedida.

Abraham también lloró al despedirse de Simon.

—Éstas son lágrimas estúpidas de un viejo que debería tener mejor temple. Al fin y al cabo, tu presencia física no es indispensable para que nos encontremos. Así lo haremos en sueños. Dios te bendiga, querido amigo. Tienes una inteligencia privilegiada y llegarás lejos, Simon, hijo mío. Seguiré tu carrera con gran interés. Toma este presente de despedida…, una traducción en pergamino del antiguo tratado egipcio sobre las hierbas medicinales.

Maimónides también se mostró igualmente práctico: le dio a Simon dos de sus obras sobre medicina y una serie de instrumentos quirúrgicos del más fino acero de Damasco.

—Adonaí te protege, Simon —dijo—. Tienes un destino espléndido. El último encuentro de Simon con la Señora de Siria fue conmovedor. Ambos tenían el presentimiento de que no volverían a verse nunca más.

El amor en ellos no fue egoísta. Sitt-es-Sham había deseado apasionadamente cancelar la deuda por su vida y su honor entregándose a su apuesto amante infiel. Al haberse enamorado locamente de Simon al hacerlo, le resultó doblemente doloroso el momento de la despedida.

Sitt-es-Sham era una viuda joven. Había perdido a su primer marido, Omar Lahim, que falleció a causa de la fiebre dos años antes de conocer a Simon. Su matrimonio había sido preparado, y la hermana de Saladino fue una esposa devota, pero el primer hombre que amó con toda el alma fue el joven infiel. Ahora tenía casi treinta años y estaba en plena floración de su belleza. Ella le había enseñado a Simon lo que podía ser el amor de una mujer.

—¡Mi adorado infiel! —musitó, cuando se unieron por última vez.

Hacían el amor con morosa y extática sensualidad; el gozo generoso del placer del otro había ocupado el lugar de su temprana pasión.

Su última noche juntos había sido tan satisfactoria, que les permitió separarse sin el resquemor terrible que experimentan los amantes cuando se despiden insatisfechos.

Simon nunca olvidaría su belleza, su dulzura y su amorosa afabilidad. Siempre sería su amada Señora de Siria.

Toda su vida, Sitt-es-Sham amaría a su apuesto templario, pero, como era una mujer excepcional, también sentía por Simon el dolor de una madre por la pérdida de su hijo.

Ella lo había sido todo para él. Le había despertado al amor y enseñado las sutilezas de su belleza. Le había cuidado y curado las heridas y, sobre todo, había colmado todas las expectativas de Simon.

A pesar de haber pasado la infancia sin la presencia de mujeres y de su obligada castidad en la adolescencia, Sitt-es-Sham le había puesto en contacto con su bendita Madre-Tierra y, con ello, le había convertido en una persona cabal. Ella fue amante, enfermera y madre para su amado infiel y él siempre contaría con su amor.

Mientras se sucedían esas tristes despedidas, Belami también había dado los besos de despedida a las tres deliciosas huríes que le habían brindado placer durante sus largos meses en Damasco.

Cada una de ellas estaba convencida de que era la única mujer que él había amado. Aquél era otro notable don que Belami poseía.

Al día siguiente, los templarios abandonaban Damasco, mientras se les rendían todos los honores que sólo se destinaban a los invitados más selectos de Saladino. Trompetas, tambores y címbalos anunciaron su partida, en tanto ellos, montados en magníficos caballos árabes blancos, salían por las puertas de la ciudad y se dirigían hacia Acre.

Saladino estaba solo en la torre más alta de la ciudad y les saludaba con la mano, los ojos llenos de lágrimas.

Esa noche acamparon en Hunin, cuyo castillo, Neuf Cháteau, se encontraba en manos de los sarracenos. Al amanecer, se pusieron las sobrevestas negras y cabalgaron con el sol a sus espaldas. Una vez más, volvían a ser templarios.

Con el fin de que pasaran sanos y salvos entre las múltiples patrullas sarracenas que recorrían aquellos territorios, fueron escoltados hasta la vista de las murallas de Acre. Allí, los mamelucos frenaron sus monturas, les saludaron y, dando media vuelta, espolearon a los caballos en dirección a Damasco.

Simon y Belami ya habían pasado sin obstáculos a través de las líneas sarracenas y ahora avanzaban al paso por el desierto que separaba a los dos ejércitos, hacia el campamento de De Lusignan.

El ejército cruzado estaba atrincherado alrededor del costado oriental de Acre, con «zapas» y trincheras en zigzag cavadas a través de las playas de la bahía del sector meridional. Ello significaba que a la guarnición sarracena de Acre sólo se la podía abastecer eficazmente por mar.

El ejército de Saladino, bajo el mando de Taki-ed-Din, se hallaba concentrado en torno a la alta planicie de Kahn-el-Ayadich, al este del ejército de los cruzados.

Cuando Saladino tomó Acre en julio de 1187, cuatro días después de la batalla de Hittin, dejó una fuerte guarnición a cargo de la ciudad. Entonces partió para conquistar Jerusalén y Ascalón, y sólo fracasó al intentar apoderarse de Tiro, el otro puerto importante para el desembarco de refuerzos destinados a los Cruzados, cuando Conrad de Montferrat llegó por mar con su pequeño ejército y asumió la defensa del puerto. Aquello fue un grave golpe para los sarracenos, que, como sus predecesores al mando de Saladino, decidieron abandonar la campaña y regresar a casa para pasar el invierno. A pesar de las protestas y las advertencias del sultán, la mitad de su enorme ejército virtualmente se desvaneció de la noche a la mañana. De repente se encontró sin poder.

Mientras tanto, el rey Guy de Lusignan había formado un ejército, que posteriormente reforzó con la flota siciliana, la cual se hizo presente para aliviar la presión que los conquistadores sarracenos del sultán ejercían contra los cruzados.

Luego se le unieron los pisanos de Tiro y un inesperado conjunto de cincuenta naves, gobernadas por daneses y frisios, que transportaban diez mil cruzados más, de los cuales una pequeña proporción eran caballeros.

Eso proporcionó a De Lusignan unos veinte mil hombres en total, una variada serie de lanceros, mercenarios, auxiliares y peregrinos armados, así como unos setecientos caballeros. Entre éstos se encontraban guerreros tan avezados como sir James de Avesnes, el fornido obispo de Beauvais y el misterioso «Caballero Verde», un noble español que guardó el anonimato durante todo el tiempo que permaneció en Tierra Santa, todo vestido de verde y luchando como diez hombres.

Simon y Belami llegaron al campamento, donde fueron saludados con incrédulos gritos de reconocimiento por parte de quienes les conocían. Al fin y al cabo, habían transcurrido casi dos años desde que se les dio por desaparecidos después de la batalla de Hittin.

Los servidores templarios se presentaron enseguida ante su gran Maestro que, para disgusto de Belami, seguía siendo Gerard de Ridefort. Sin embargo, la adversidad había cambiado de alguna manera a aquel arrogante individuo, que, sorprendentemente, les recibió con entusiasmo.

—¿Cómo lograsteis sobrevivir? —fue como es natural su primera pregunta.

—Con la ayuda de Dios —repuso Belami— y en virtud de la enorme bondad y compasión del sultán Saladino.

—Su hermana Sitt-es-Sham y su médico personal Maimónides nos salvaron la vida al hacernos recuperar la salud.

Simon explicó lo ocurrido tan brevemente como pudo.

—¿Hicisteis juramento de lealtad o de no agresión a Saladino? —preguntó De Ridefort—. De ser así, yo os absuelvo: Saladino es un pagano.

Ambos servidores le miraron fríamente.

—No hicimos tal juramento. El sultán no nos lo impuso. Libremente nos permitió regresar, sabiendo perfectamente que continuaremos luchando contra él —dijo Belami, secamente.

—Como sea que le habíamos salvado la vida a su hermana al ser atacada por los hombres de De Chátillon, el sultán consideró que debía darnos la libertad. Es un hombre honorable —agregó Simon.

De Ridefort pasó por alto el implícito rechazo de su ofrecimiento de absolverles.

—Dos años es mucho tiempo —dijo, pensativamente—. ¿Fuisteis sus prisioneros pues?

—¡No! —exclamó Belami—. Fuimos sus huéspedes de honor y como tales fuimos tratados. Sólo después que el servidor De Creçy salvó al sultán de un atentado de los Asesinos, Saladino accedió a que volviéramos a unirnos a nuestra Orden, sin tomarnos juramento de lealtad ni de no agresión.

La cara del Gran Maestro enrojeció intensamente.

—Servidor De Creçy, ¿por qué demonios evitasteis que los asesinos de Saladino efectuaran lo que hemos estado tratando de hacer durante años?

Simon miró a De Ridefort directamente a los ojos.

—Porque era uno de los Asesinos de Sinan-al-Raschid quien se disponía a matar al sultán —respondió, con frialdad—. Y el Gran Maestro de los Asesinos es tan enemigo nuestro como Saladino. Matar al líder sarraceno sólo hubiera redundado en favor del culto de los Asesinos; en cambio, Saladino gustosamente se aliaría con la cristiandad para aplastar el monstruoso régimen de Sinan-al-Raschid. Instintivamente, me puse de parte de Saladino.

Era obvio que Simon daba una explicación veraz del caso. De Ridefort aceptó con renuencia sus palabras porque sabía que reflejaban la verdad. Aquellos dos templarios, el joven y el viejo, eran hombres honorables que habían combatido valientemente en Hittin, y él les había dado por muertos en el ensangrentado campo de batalla cuando escapó. Su informe era conciso y sin adornos retóricos. Llevaba el sello de la autenticidad.

De Ridefort era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que era un Gran Maestro afortunado al contar con hombres tales como aquellos dos servidores templarios que ahora se unían a él. Necesitaba urgentemente jinetes experimentados, y tanto Belami como Simon eran unos magníficos comandantes de tropas. Al no tener otra alternativa, De Ridefort les saludó y les abrazó formalmente. Luego les llevó a ver al rey Guy de Lusignan, a quien le repitieron su extraordinaria historia.

—Estamos tratando con un hombre notable —comentó el rey, pensativamente—. Saladino es resuelto y diestro en el combate; en los Cuernos de Hittin nos enseñó esa terrible lección. Con todo, el sultán es una persona compasiva. Vos, Gerard, y yo le debemos la vida. Le rindo honores por su gran compasión.

Se volvió hacia los servidores templarios.

—¿Seguiréis combatiendo al paladín de los sarracenos? —inquirió.

—Estamos ligados a nuestra Orden por nuestros votos, majestad —dijo Belami—. Sé que hablo por el servidor De Creçy si digo: ¡nosotros luchamos por la cristiandad!

Ambos templarios desenvainaron las espadas y saludaron al rey. Como señal de reconocimiento, Guy de Lusignan les devolvió el gesto.

Luego, cuando estuvieron solos, Belami dijo:

—Si no fuese por nuestro sagrado juramento, quién sabe en qué bando preferiría luchar.

Simon asintió gravemente.

Su nuevo alojamiento fue una tienda agujereada, plantada detrás de las barricadas de tierra que formaban parte de una extensa red de trincheras abiertas en la parte de tierra de Acre.

Los cruzados habían avanzado penosamente mediante la excavación de aquellas barricadas, hasta llegar a la distancia de un tiro de flecha de las murallas de la ciudad. Ello les mantenía fuera del alcance de cualquier proyectil salvo las livianas flechas de los arqueros de la guarnición, que por lo general no lograban atravesar las cotas de malla ni los cascos de acero. Inversamente, sus flechas más pesadas podían alcanzar a los sarracenos apostados en las almenas de las murallas de la ciudad.

El sitio se había convertido en un intercambio de tiros dispersos y de conatos de lucha, y el hambre era ahora el más poderoso enemigo de los cruzados.

Mientras tanto, los hombres de Saladino estuvieron esperando la llegada de refuerzos, contando con las tropas que regresarían después del descanso invernal.

El jefe sarraceno, durante su campaña contra Jerusalén, Tiro, Ascalón, Belvoir y otras plazas fuertes de los cruzados, había vuelto a Damasco unas cuantas veces. Fue en esas ocasiones cuando se reunía con Simon y Belami. Ahora, una vez más, se encontraban enfrentando a Saladino, al mando de sus fuerzas de relevo, en la alta planicie al este de Acre. Experimentaban una extraña sensación. Simon rogaba por no tener que encontrarse cara a cara con Saladino en el campo de batalla, porque sabía que ahora no sería capaz de matarle. Belami sentía exactamente lo mismo.

—Le debemos la vida —comentó—. Antes morir que no pagar esa deuda.

Simon compartió sus dichos de todo corazón.

El hambre sólo pudo evitarse cuando las naves de las Cruzadas rompieron el bloqueo sarraceno, después de una batalla feroz contra el almirante Lulu. Les llevaron provisiones, monturas y pertrechos militares, para el ejército sitiado, que estaba al borde de su capacidad de resistencia. Habían llegado al extremo de tener que comerse los propios caballos de guerra.

Los bien venidos refuerzos elevaron la moral de De Lusignan y, en cuanto pudiese volver a recuperar las fuerzas su pequeño ejército, planeaba atacar el ejército de tierra de Saladino.

Esta vez, al menos, escuchó voces más experimentadas que la de De Ridefort.

De Chátillon estaba muerto y Raimundo III de Trípoli había fallecido de pena después de la batalla de Hittin. De Lusignan había aprendido a ser más cauto, si bien no más diestro en el campo de batalla.

De Ridefort también estaba más manso, y prestó oídos a los consejos tácticos de sus experimentados servidores. Había aprendido la dura lección de que en el nivel táctico, así como en el nivel de mando estratégico, nada podía sustituir a la experiencia. Los servidores templarios, diestros en tácticas y estrategias, tenían que ser escuchados. Eligieron a Belami para que hablara en nombre de todos.

—Honorable Gran Maestro —dijo—, Saladino es un maestro en tácticas de caballería. Las pesadas cargas de nuestros caballeros resultan anticuadas. Al dirigirse contra la formación en media luna de los sarracenos, como vimos en Hittin, la carga de la caballería de los cruzados gasta sus energías en el vacío. Luego, cuando nuestra punta de lanza de ataque ha penetrado en sus filas, los escaramuzadores dan la vuelta y nos atacan por todas partes.

«Si tenéis que atacar a la vieja usanza, al menos hacedlo por oleadas, cada una formada por un grupo compacto de lanceros, digamos de sesenta a cien jinetes a la vez. Cada oleada debe quedar separada unas doscientas yardas de la siguiente, de manera que, mientras los sarracenos abren su formación para dejar entrar a la primera oleada, la segunda les ataca por un flanco y la tercera por el otro, y así sucesivamente, una oleada tras otra.

«Eso da tiempo para volver a formarse para cada carga, girar en redondo y atacar a los sarracenos desde la retaguardia.

«De los setecientos caballeros, respaldados por otros mil lanceros turcos, podéis mantener una fuerte reserva de hombres listos para repetir la maniobra tantas veces como sea necesario.

«Al mismo tiempo, si montáis algunos arqueros en la grupa de los caballos de cada oleada, podréis lanzar una lluvia de flechas contra la caballería pesada musulmana.

«Apuntad a los caballos, como hacen ellos con nosotros. Si los derribáis, la caballería sarracena se convertirá en infantería, tal como nos sucedió a nosotros en los Cuernos de Hittin.

Por una vez, los comandantes cruzados escucharon y algunos estuvieron de acuerdo en probar la nueva táctica, pero ante la indignación de Belami, los demás fueron demasiado impetuosos y lanzaron el ataque antes de haber dominado la técnica del uso de las columnas volantes. A pesar de todo, tuvieron más éxito que anteriormente.

Su principal adversario era Taki-ed-Din.

Belami comandaba cien lanceros turcos, y Simon, cincuenta más. El normando no había logrado reponer su arco mortífero porque no se conseguía madera de tejo en ultramar, pero encontró una madera de limonero que podía sustituirla relativamente. No poseía la potencia de su antiguo arco, pero a pesar de todo era un arma formidable. Tenía seis docenas de flechas de una yarda fabricadas por un artesano danés que había llegado junto con los refuerzos. Así que cuando De Lusignan avanzó finalmente contra los sarracenos, Simon llevaba dos aljabas llenas de flechas, una a la espalda y la otra atada a la silla de su nuevo caballo árabe. Era uno de los dos sementales blancos que le había regalado Saladino. Simon bautizó a sus monturas Cástor y Pólux, por las estrellas gemelas.

El temible Conrad de Montferrat había llegado con sus tropas de Tiro, para unirse a De Lusignan y De Ridefort. Con ello el ejército franco excedía a los veinte mil hombres, incluyendo un millar de caballeros y unos dos mil lanceros, servidores, lanceros turcos y otros auxiliares.

Frente a ellos tenían a Taki-ed-Din, que había salido con seis mil soldados de caballería en un ataque tentativo. Detrás de él se encontraba el grueso de las fuerzas de Saladino, más de treinta mil hombres, dispuestos a intervenir si era necesario.

Ante la insistencia de Belami, De Ridefort persuadió al rey para que dejase una fuerza de resistencia en la retaguardia, de manera que, si Saladino triunfaba, el campamento de los cruzados sería sólidamente defendido.

Por lo menos De Lusignan había puesto en práctica la sugerencia de los templarios del ataque por oleadas, y los cruzados avanzaron en cuatro divisiones separadas. Si el rey hubiese subdividido cada división en puntas de lanza más pequeñas, de un centenar de caballeros cada uno, habría ganado la batalla. En realidad, el conflicto casi terminó más en derrota que en victoria, pero al menos no fue un desastre total.

No habían tenido tiempo suficiente como para instruir a todas las fuerzas según la maniobra propuesta por Belami, pero los dos servidores fueron capaces de preparar a otros cien arqueros más para que actuaran con sus propios lanceros turcos.

Al llegar el instante de avanzar contra las columnas de caballería pesada de Taki-ed-Din, la fuerza franca salió detrás de su infantería y se acercó lentamente al campo de batalla elegido.

El astuto Conrad de Montferrat, que ahora había resuelto combatir junto al rey Guy, aunque no bajo su mando, atacó con una fuerza compacta que comprendía a doscientos arqueros genoveses, los mejores del mundo.

—Tenemos una oportunidad —dijo Belami—, pero aún queda en manos de Dios si podremos penetrar en el grueso de las fuerzas de Saladino sin perder muchos lanceros en el intento.

El veterano presintió el momento cuando De Montferrat aceleró la marcha para atacar. Con enojo, comprendió que era demasiado pronto.

—¡Judas Iscariote! —exclamó Belami—. ¡Les ataca demasiado pronto, con toda la caballería! ¿Por qué esos imbéciles hijos de puta no nos escuchan?

—Al fin y al cabo, Belami —arguyó Simon, con sorna—, nosotros sólo somos servidores. Dios quiera que esto no sea otro Hittin. Ahora no tenemos más remedio que apoyar a De Montferrat. Así que adelante.

El normando empuñó la lanza y ordenó a su columna volante que atacara. Belami lanzó un juramento y le siguió.

Los caballeros francos atravesaron las líneas de su propia infantería, que prestamente habían abierto una brecha para dejarles pasar. Los cruzados avanzaban atronando, tan juntos unos de otros, que sus miembros protegidos por las cotas de malla a menudo rozaban los de sus camaradas, que cabalgaban lado a lado.

Taki-ed-Din aguardó hasta que la vanguardia de los atacantes se hallara cerca y entonces abrió sus filas centrales. La masa de cruzados, envueltos en la polvareda enceguecedora que levantaban, se precipitó a través de la brecha, para que su tremendo impulso se esfumara en el llano que se abría más allá. Se expandieron como un abanico, dividiéndose en grupos desorganizados. Los bien entrenados sarracenos inmediatamente dieron la vuelta y se abalanzaron sobre ellos. Una lluvia de flechas de los escaramuzadores pasó silbando en torno a los hombres de De Montferrat. Muchas de las monturas cayeron y lanzaron a los jinetes al suelo, donde permanecían medio aturdidos, convertidos en blanco fácil de los arqueros montados sarracenos.

Una segunda oleada de la caballería franca chocó contra las fuerzas sarracenas y abatió a muchos de los lanceros de Taki-ed-Din Pero, una vez más, los sarracenos abrieron sus filas y el principal impacto de la segunda oleada de los cruzados también se perdió en el espacio vacío.

Esta vez, el grupo disperso de caballeros cristianos siguió valle arriba con De Ridefort a la cabeza. Rápidamente se convirtieron en una multitud desorganizada.

Las divisiones tercera y cuarta de la caballería pesada se abrieron paso a golpe de lanza a través de las fuerzas sarracenas dispuestas en forma de media luna, y encontraron resistencia suficiente como para dispersar a la caballería pesada de los paganos.

Belami y Simon condujeron a sus columnas volantes directamente a través de los desmoralizados sarracenos, mientras los arqueros montados en la grupa de los caballos disparaban fuertemente sobre los sorprendidos escaramuzadores musulmanes. Muchos de ellos caían chillando, para encontrar la muerte bajo las patas de los corceles de guerra francos.

Los arqueros desmontaban para volver a armar los arcos y a pie, disparaban una segunda andanada de flechas, que dejaron vacías más sillas sarracenas.

La fuerza de los cruzados siguió avanzando por la llanura hacia la posición de Saladino en la meseta alta, donde se hallaba apostado el grueso del ejército sarraceno. El sultán apenas tuvo tiempo de organizar un contraataque. Los jinetes sarracenos aparecieron entre las tiendas y se precipitaron sobre las filas de los caballeros cristianos que llegaban arrasándolo todo. Lo que siguió fue una batalla campal.

El combate no tardó en desintegrarse en una serie de peleas entre pequeños grupos de jinetes contrarios que se atacaban con la espada, el hacha de combate, la cimitarra y la maza. El golpeteo de las hachas contra los escudos, el chocar de las hojas de acero y el sordo crujido de huesos al quebrarse, cuando las mazas encontraban su objetivo, se contraponían con los gritos de combate de cristianos y paganos, y con los gritos de muerte de los aguerridos soldados. Miembros, manos y cabezas cercenados caían al suelo como los desechos de un horrible matadero.

El frenético relinchar de los caballos y sus agudos gemidos al ser destripados por lanzas enemigas o al recibir una herida de alguna espada cristiana o sarracena, que buscaba derribar a su rival, se elevaban en un horrendo coro de agónicas voces animales para unirse al escalofriante holocausto humano. Aquello era una hecatombe, un infierno de sufrimiento y de terror, todo en nombre de Dios.

Belami y Simon conducían a sus columnas en ayuda de los pequeños grupos de aquellos caballeros acosados, para llevarles alivio inmediato al abrirse paso entre la masa de escaramuzadores y arqueros sarracenos que les rodeaba.

Todo el tiempo, De Lusignan iba perdiendo terreno palmo a palmo, en una retirada ordenada hacia el campamento de las afueras de Acre. El ataque se había convertido ahora en una acción defensiva de retaguardia.

Sin embargo, a diferencia de la batalla de Hittin, esta vez los cruzados tenían buena provisión de agua y, por lo tanto, sus tropas no fueron desastrosamente diezmadas por la sed. A pesar de todo, unos cinco mil cristianos cayeron ante el contraataque de Saladino o fueron capturados por los escaramuzadores. El sultán perdió la mitad de ese número de soldados, incluyendo a ciento cincuenta mamelucos reales y dos emires mayores, rango equivalente a los altos comandantes cristianos.

No obstante, no fue una victoria decisiva para ninguno de ambos bandos. De Ridefort, el Gran Maestro templario, murió en medio de la batalla. Alguien dijo que a manos del propio Saladino, como represalia por la violación de la palabra de honor que le había dado al sultán, y que le había valido la libertad de manos de sus captores sarracenos.

—¡Que Dios se apiade de su alma! —exclamó Belami—. Ha pagado por su parte de culpa en la matanza de Hittin.

Los servidores templarios habían combatido hasta que se vieron obligados a seguir al ejército en retirada del rey Guy; aun entonces, siguieron efectuando cargas de caballería para evitar que los arqueros montados sarracenos atacaran a la retaguardia de los cruzados.

Cuando por fin el vapuleado ejército cristiano logró volver a sus trincheras estaba exhausto, pero la poderosa fuerza que el rey Guy dejó atrás surgió de repente para abatir a los sarracenos, que habían utilizado sus últimas flechas contra los cruzados en retirada.

—No fue un resonante éxito —murmuró Belami, con sarcasmo, mientras cubría su magullado y dolorido cuerpo con las mantas—. Pero hicimos sangrar a los sarracenos por la nariz. Al menos eso fue mejor que quedarse sentado detrás de las murallas de Acre, estando mano sobre mano y muriéndonos de hambre. ¿Eh, Simon?

El joven servidor no respondió. Ya estaba profundamente dormido.

Una semana más tarde, un mariscal templario llamado Robert de Sablé fue investido como nuevo Gran Maestro. Belami aprobó con entusiasmo la elección.

—He aquí por fin a otro Arnold de Toroga. Este caballero, Simon, era uno de los hombres de tu padre. Es inteligente y de ahora en adelante tendrá una gran influencia en nuestra suerte.

—¿Serviste bajo sus órdenes, Belami? —inquirió Simon, con curiosidad.

—No directamente, pero el viejo D’Arlan juró junto a él. Había salido de patrulla con él muchas veces y también estuvo bajo sus órdenes en Krak des Chevaliers. Es un duro y resuelto comandante, pero, gracias a Dios, no es temerario. Tengo interés en saber qué hará con nosotros.

Belami no tuvo que esperar mucho para saberlo. Poco después, el nuevo Gran Maestro mandó a llamar a él y a Simon. Robert de Sablé era un fornido caballero, de pecho ancho y cuerpo recio. Su rostro enérgico y surcado de arrugas lo decía todo sobre él. Desde sus claros ojos castaños hasta el firme trazo de su boca de lirios labios, era el vivo retrato del hombre luchador y tenaz. Sin embargo, se advertían indicios de humo y compasión en sus marcadas facciones, y alrededor de los ojos podían apreciarse las patas de gallo de la persona que sonríe a menudo. Esencialmente, era la cara de un hombre bondadoso.

Era un Gran Maestro templario a quien uno seguiría hasta la boca del infierno si fuera necesario. Cuando sus servidores le saludaron, De Sablé aceptó alegremente sus respetos. Aquel no era el Gran Maestro del Temple con el tradicional rostro adusto, arrogantemente seguro de su Derecho Divino a conducir a la Orden a la guerra. Aquel monje guerrero era un soldado de soldados. A Simon no le sorprendió saber más adelante que De Sablé había sido en una época servidor dentro de la Orden. Un título de caballero por méritos en el campo de batalla conferido por Odó de Saint Amand le había elevado de los rangos inferiores.

—Tomó los votos de pobreza y de celibato ante el Gran Capítulo en Jerusalén, poco después de que Saladino capturara a tu padre —le explicó Belami a Simon.

Sin embargo, el veterano estaba seguro de que De Sablé no sabía nada acerca del linaje de Simon. El motivo por el cual su nuevo comandante les había mandando llamar no tardó en tornarse evidente.

—Os felicito por vuestras tácticas, servidor Belami —dijo—. El servidor D’Arlan, que Dios acoja su alma, me contó sus hazañas en vuestra compañía bajo las órdenes de Saint Amand. Tengo entendido que os reponíais de graves heridas cuando yo me uní a Odó de Saint Amand. De modo que los avatares de la guerra han dispuesto que hasta el momento presente no sirviéramos juntos. Contadme cuanto sepáis sobre Saladino. Ambos sois unas fuentes invalorables de información respecto de ese personaje.

Los templarios dieron a su nuevo Gran Maestro hasta el más pequeño detalle de la información que poseían. Ninguno de los dos pensó que estaba traicionando la confianza de Saladino, porque no habían formulado ningún juramento de no agresión ni de lealtad al supremo sultán. Por lo tanto, no se guardaron nada.

Al cabo de dos horas de escucharles, Robert de Sablé, que hasta entonces había permanecido callado salvo para formular una que otra pregunta pertinente, les saludó.

—No hay duda de que habéis vivido aventuras extraordinarias —dijo—. Mis respetos, hermanos.

El Gran Maestro utilizó un término que los caballeros templarios raras veces empleaban al dirigirse a los servidores de la Orden. También sonrió francamente, lo que significaba un cambio favorable con respecto a la actitud del anterior Gran Maestro para con ellos.

—Tengo la intención de encargaros una delicada misión —dijo—. Debéis guardar silencio sobre el particular, porque ya hay demasiadas intrigas en este campo impío.

Los servidores asintieron con la cabeza. El comandante templario prosiguió:

El rey Ricardo de Inglaterra y una considerable fuerza se ha dejado persuadir para unirse con Louis, el margrave de Turingia, y Enrique, conde de Champagne, con el fin de formar una tercera Cruzada contra Saladino.

Involuntariamente, los servidores dieron un respingo. De Sablé sonrió.

—Además, Federico Barbaroja, el consagrado emperador romano, ha reunido un ejército de más de doscientos mil hombres y pretende marchar sobre ultramar desde el norte.

Belami le interrumpió, con el mayor respeto.

—Pero, honorable Gran Maestro, el gran «Barba roja» ya es un anciano. Debe de tener cerca de ochenta años.

De Sablé se sonrió ante la descripción que el veterano hizo del emperador romano.

—Eso es indudablemente cierto, pero, Dios mediante, realizará el peregrinaje. Aún es un temible emperador guerrero, merecedor de empuñar la Sagrada Lanza de Carlomagno.

Los tres hombres se santiguaron, pues se creía que, al igual que la Vera Cruz, la Lanza de Carlomagno, el primer emperador romano, era una reliquia sagrada. Se decía que se trataba de la lanza auténtica que había perforado el costado de Jesús en la Cruz.

De Sablé siguió diciendo:

—Un ejército tan grande tendrá muchos problemas. Se espera que el rey Ricardo llegue a Sicilia en cualquier momento. Primero tenía que resolver algunos asuntos de menor importancia en Francia, pero el rey Luis es ahora su aliado y también tiene la intención de «coger la Cruz».

Hizo una pausa para dejar que sus palabras hicieran su efecto.

—Yo quiero embarcarme aquí e ir al encuentro del rey Ricardo en Chipre, donde, al parecer, piensa crear su base en el Mediterráneo, con o sin el permiso del tirano Isaac Ducas Comnenus.

—Pero nosotros somos sólo servidores, señor —señaló Belami.

—Sois más que eso, hermanos. Habéis luchado junto a nuestros más hábiles hombres de armas en los campos de batalla de ultramar. Además, ambos conocéis a Saladino y tenéis una idea cabal de cómo funciona su mente en acción.

Belami asintió con la cabeza, y De Sablé prosiguió:

—El rey Ricardo aprecia a los buenos guerreros. En especial, a los tácticos como vosotros, diestros en los combates con la caballería y en la clase de batallas de acción rápida que a los ingleses tanto les gusta dirigir. Por eso os envió primero, como muestra de mi respeto, para actuar como una guardia personal contra los ataques de cualquiera, enemigo o supuesto amigo. ¡Pero en especial, en vista de vuestras experiencias personales, para proteger a Corazón de León contra los Asesinos de Sinan-al-Raschid!

Simon estaba confundido.

—¿Pero por qué, honorable Gran Maestro, los Asesinos querrían quitarle la vida al rey Ricardo?

Su nuevo comandante le observó con astuta expresión.

—Porque al Hashashijyun se le puede comprar, y es posible que Conrad de Montferrat tenga el corazón puesto en la corona de Jerusalén. Nuestra reina Sibila y sus dos hijos están gravemente enfermos. Su médico me dice que no confía en que viva y sus hijos tampoco, pobrecillos. Tienen la fiebre de Arnaldia. Eso puede significar que de Montferrat intentará casarse con Isabella, la última del linaje de Balduino, y luego ceñirse la corona de Jerusalén.

—Pero si ya es la esposa de Homfroi de Toron —exclamó Simon.

—¡Cierto! —repuso De Sablé—. Pero ¿por cuánto tiempo? ¡Recordad! Esto es ultramar, la Tierra Santa, donde pueden ocurrir todas las cosas profanas.

Vaciló un instante y, luego, cuando hubo meditado sus palabras, siguió diciendo:

—Os encomiendo una misión excepcionalmente difícil. Tendréis que proteger al rey inglés a cualquier costo, vuestras vidas incluidas. ¿Entendéis?

Ambos asintieron gravemente.

—Sin duda nos embarcaremos en nuevas batallas contra Saladino. Al menos eso servirá para que los cruzados no piensen en sus estómagos vacíos. Pero quiero que permanezcáis al margen de esas contiendas hasta que os mande llamar para llevar a cabo esta misión. Comprendo que es una orden extraña, que un Gran Maestro diga a sus servidores que no luchen, pero creo conoceros y he decidido que sois los hombres ideales para esta misión. De manera que no intervengáis. ¡Es una orden!

El Gran Maestro dio un paso adelante y les abrazó afectuosamente. Luego, se arrodillaron los tres y rogaron por el feliz resultado de la tarea que enfrentaban.

Al salir, Simon dijo:

—Belami, una vez me dijiste que sólo uno que haya sido armado caballero podía ser hermano templario. Sin embargo, ahora me dices que nuestro nuevo Gran Maestro era un servidor templario, como nosotros.

Belami soltó una risita.

—De Sablé era el hijo menor de una familia feudal, tan sin blanca como pensábamos que lo era Pierre de Montjoie. Pero tu padre descubrió que De Sablé era quien seguía a su hermano mayor por el título, si éste moría, y se sirvió de ese argumento ante el Gran Capítulo del Templo en Jerusalén. Tu padre sentía un gran respeto por los dones del joven servidor y convenció al rey Almaric para que le armara caballero en el campo de batalla. Ése es un raro honor, sin duda, pero para que nuestra Orden dé semejante espaldarazo, primero deben conocerse todos los antecedentes de la familia de quien tiene que recibir esos honores. En tu caso, eso es imposible, dentro de la Orden.

«Sin embargo, muchos jóvenes francos, cuyo pasado también estaba envuelto en el misterio, han sido armados caballeros fuera de la Orden y posteriormente se han convertido en caballeros templarios o en un Donat.

Simon lanzó un suspiro, y Belami se sonrió.

—Quizá el rey Ricardo Corazón de León será quien te eleve al rango de caballero de la orden de Caballería. ¿Quién sabe?

Pero aún tenían muchos meses de fatigas y penalidades por delante hasta la próxima cita de Simon con el destino.

El largo invierno de 1190 transcurrió sin ulteriores noticias del rey Ricardo y la nueva gran Cruzada. Corrían rumores en torno al campamento franco, pero poca cosa más ocurrió para mitigar el sordo dolor del hambre y la falta de leña con que combatir la fría humedad de la noche.

De nuevo los cruzados se vieron obligados a comerse los perros y los caballos, y hasta a pelearse por los huesos como podencos famélicos. Por fin, un pequeño convoy se abrió paso a través del bloqueo turco y, por primera vez en meses, los cruzados pudieron comer una cena decente que revolvió violentamente el estómago a la mayoría.

El frío extremo y la falta de alimentos les había afectado a todos. Arnaldia, la temible fiebre de ultramar, hizo estragos entre los desnutridos soldados. Muchos morían, entre ellos la reina Sibila y sus hijos, por lo que el rey Guy quedó viudo.

Eso era todo cuanto Conrad de Montferrat precisaba para hacer su jugada. Primero anuló el matrimonio de Isabella con Homfroi de Toron, luego obligó a refrendar la anulación por el arzobispo y el patriarca Heraclio, y se casó con Isabella en cuanto pudo.

Aquello fue una clara traición, una conspiración de la peor especie. La pobre Isabella, con apenas dieciocho años mientras que De Montferrat ya era un hombre de mediana edad, detestaba al salvaje y flamante marido, que virtualmente la violó en su noche de bodas.

Lejos estaban los felices días pasados junto al bondadoso y complaciente Homfroi de Toron. De Montferrat quería un heredero real y no escatimó esfuerzos para lograr engendrar uno. La infortunada Isabella lloraba sin ser escuchada por los desalmados que la rodeaban, los cuales apoyaban a De Montferrat como el futuro rey de Jerusalén si Guy de Lusignan moría.

Las sospechas de De Sablé estaban bien fundadas. Ya se estaban incubando conspiraciones dentro de la facción de De Montferrat para que su rival, el rey Guy, sufriera una muerte segura en la próxima batalla.

Estaba bien entrado el año 1191 cuando el Gran Maestro templario mandó llamar por fin a los dos servidores.

—Partiréis este fin de semana. El rey Ricardo ha zarpado de Mesina, pero una tempestad ha obligado a sus naves a buscar refugio en el puerto de Limassol, en la isla de Chipre. Esta noticia la trajo el último convoy.

Detalló algunas de las dificultades con que se enfrentarían.

—Ricardo tiene muchos supuestos aliados que se alegrarían de verle muerto. Es un líder muy popular entre los ingleses, que le seguirán al mismo infierno, pero un soldado tan aguerrido y poderoso se gana enemigos con facilidad. Deberéis tener los ojos bien abiertos, no sólo a causa de los Asesinos sino por las posibles traiciones entre sus comandantes aliados.

«Este extraño y joven rey inglés es tan hábil con la pluma como lo es con la espada o el hacha de batalla danesa de doble hoja, que al igual que vos, Belami, utiliza con placer. Entre los trovadores y minnesingeres, goza de un elevado concepto. En realidad, se le considera un príncipe entre los poetas.

«Si le sois simpáticos, como no dudo que así será, será un leal amigo. Si, en cambio, os ganáis sus antipatías, probablemente moriréis.

«Siempre va al frente en el campo de batalla, donde la acción es más violenta. Creo honestamente que no conoce el significado de la palabra miedo. Es un adversario cabal para enfrentar a Saladino. El sultán es seguramente el más listo de los dos, pero en cuanto a coraje no hay forma de establecer diferencia alguna. Ambos tienen corazón de león. Que Dios os proteja. ¡Mes sergents!

Los dos servidores saludaron y se abrazaron los tres.

Seis días más tarde, Simon y Belami zarpaban rumbo a Chipre.