6
Corsarios

Phillipe y Pierre sólo habían recibido heridas de poca importancia durante la lucha en el puente en cambio Simon, con el corte más serio en el costado derecho, no pudo poner los pies en el suelo hasta pasadas dos semanas.

Durante toda la crisis del sufrimiento de Simon, Belami y sus dos camaradas mantuvieron una constante vigilia, aplicando a la cruenta herida compresas embebidas en hamamelis y vendándola con tejidos de hilo limpios humedecidos con vinagre de vino hervido. El hospitalario, un anciano brabanzón, daba su consentimiento a esas medidas y siempre estaba atento con una esponja de mar griega, para bañar el cuerpo consumido por la fiebre de Simon con agua fresca de manantial liberalmente perfumada con hisopo.

Entre todos ellos mantenían alejadas a las moscas de la herida abierta del joven, hasta que los fluidos de su organismo hubieron cerrado la herida, que mantenían temporariamente unida mediante espinas limpias. Los hospitalarios habían aprendido muchísimo sobre el arte de sanar de sus adversarios sarracenos en Tierra Santa.

Durante cuatro días la crisis se encarnizó con el cuerpo postrado de Simon. Al quinto amanecer, la fiebre había cedido, como un fuerte viento de verano, y su piel era fresca al tacto.

Al abrir los ojos, vio el rostro sonriente de Belami. Confundido, fijó la mirada en la sonrisa radiante del veterano.

—¡Belami! —exclamó con voz ronca y los labios dolorosamente agrietados por la fiebre.

Los ojos del viejo soldado se humedecieron al acercar una esponja mojada a los labios de Simon. Su aceite y la esencia de hamamelis suavizaron la piel agrietada y el joven pudo beber un poco de agua de la fuente por medio de una caña. Todo el tiempo, Phillipe y Pierre, que dormían fuera del pequeño dormitorio de Simon, mantuvieron a su camarada cómodamente incorporado entre los dos.

El peligro les había acercado a los cuatro. Ésa es la única virtud del combate: que, quiénes comparten sus fatigas y peligros, luchando codo a codo, establecen lazos de camaradería más fuertes que los del amor fraternal. El recuerdo del horror, el dolor y el miedo se subliman así mediante la experiencia compartida de la batalla y, gracias al cielo, ese intenso sentimiento de unidad persiste a través del tiempo. Sólo la muerte misma pone fin a ese lazo en cada compañero de armas. Ésa es la única experiencia valedera de la guerra.

Durante su delirio, su cuerpo sutil había abandonado su torturada forma física, mientras se retorcía y revolvía en la cama de tablas de madera.

El Simon que volara por encima de un paisaje neblinoso no experimentaba dolor alguno, desde el momento de abandonar su cuerpo material hasta que regresó a él, en tanto pasaba el punto álgido de la fiebre.

Planeó sobre llanos, ríos, colinas y escarpados acantilados del mismo paisaje que siempre había sido el escenario de sus extraños sueños en que volaba. Ahora supo a quién estaba buscando: a su padre, Odó de Saint Amand.

Por debajo de él, la bruma a veces se arremolinaba hasta convertirse en un mar alborotado de grises nubes, que se extendía como un manto sobre el suelo.

Una vez más, las formas de la pesadilla subían como los muertos ahogados a la superficie turbulenta, alzando las manos esqueléticas para aferrar su forma voladora, con las maliciosas bocas abiertas por un odio terrible. Una de ellas era la forma corrupta, atravesada por una flecha, de Etienne de Malfoy con las cuencas vacías de sus ojos resplandeciendo con un virulento fuego verde al tiempo que salía el asqueroso hedor de la muerte de su boca sin labios. Luego llegaba el amanecer y entonces la sutil parte de Simon era arrastrada rápidamente de vuelta a su cuerpo atormentado por el dolor. Fue la quinta mañana cuando sus sufrimientos se volvieron tolerables y el joven normando se despertó para ser recibido con afectuosa camaradería por sus tres íntimos amigos.

—¡Inshallah! —dijo Belami, y abrazó el cuerpo consumido de Simon.

La fiebre había quemado hasta la ínfima porción de grasa excesiva que el joven tuviera en su cuerpo vigoroso. Parecía un Jesús joven.

—Lo que te hace falta ahora son unos buenos bistecs provenzales y un excelente vino tinto, mon brave. En un corto tiempo volverás a estar en condiciones de combatir.

El experimentado hospitalario, André Devois, comenzó a alimentar a Simon con pan mojado en leche de cabra y en seguida le administró una dieta más sustanciosa. Al cabo de tres días, el joven normando había mejorado notablemente. Pero al recobrar la salud, el sentimiento de culpa de Simon afloraba y le atormentaba sin cesar, perturbando su muy necesario reposo.

Belami tomó una firme actitud ante él.

—No tienes motivos para culparte de nada, mon ami —insistía—. Sé que la instrucción monástica que te han impartido te ha impuesto la pesada noción del pecado. Tu amor por María no es algo pecaminoso. La joven se repone bien y es afortunada al no haber terminado tan mal como los demás. El buen Dios y nuestra santa Madre la protegieron.

Belami se persignó, tanto por las piadosas mentiras como por haber mencionado a la Virgen. Si bien era un hombre religioso en el sentido de su inconmovible fidelidad al cristianismo, la conmiseración del viejo soldado poseía una cualidad especial que provenía de su prolongada experiencia en Tierra Santa. Ella era verdaderamente ecuménica. Esa sensibilidad podía parecer incompatible con lo que semejaba una efectiva máquina de matar, pero Belami era mucho más que eso.

Simon poseía ese mismo sentido innato de conmiseración, aunque tenía casi dieciocho años y ya había dado muerte a siete u ocho hombres; pero todos ellos habían sido criminales dispuestos a matarle a él o a sus camaradas. No se sentía culpable por ello; en cambio sus regodeos con María habían creado ciertas dudas en su joven espíritu. Ésas eran las que atormentaban su conciencia.

Belami se dispuso a disiparlas tan prestamente como pudo.

—No has roto voto alguno y yo juro que no tuviste tiempo de quitarle la virginidad a la muchacha. Ambos sois tan inocentes como criaturas recién nacidas, de modo que olvídalo. Acepta mi consejo, Simon. Es mejor así.

El proceso de recuperación y las energías que tornaban rápidamente no tardaron en sacar a Simon de las tinieblas de la culpa a la luz de una nueva resolución. Estaba más decidido que nunca a justificar la fe de su fallecido padre en su destino, así como arribar a Tierra Santa lo más pronto posible. Sin embargo, ello presentaba un problema. A causa del retraso provocado por la herida de Simon, los cuatro camaradas descubrieron, al llegar a Marsella, que habían perdido el barco que esperaban que fuese su medio de transpone.

El hecho desalentó a los tres cadetes, pero Belami se mostró más resuelto y se dirigió a la nave más cercana que cargaba vituallas y refuerzos para Tierra Santa. El barco, un carguero veneciano de amplio velamen, brindaba escueta comodidad en sus noventa pies de eslora para treinta caballos y un centenar de hombres. El acostumbrado aparejo veneciano de velas latinas había sido reemplazado, tanto en el palo de trinquete como en el de mesana, por aparejos de velas cuadradas. Ello estaba más de acuerdo con las costumbres del norte de Europa que con la práctica en el Mediterráneo. Existía una ligera desventaja por cuanto eran más difíciles de manipular, pero eso quedaba compensado por una estructura más recia. Además, ello permitía colocar cofas de combate en lo alto de los mástiles. Éstas servían como puestos de vigía o bien podían acoger a unos cuantos arqueros, así como piedras y ánforas con aceite para ser arrojados sobre la tripulación de otras naves que intentaran abordar el barco. Las posiciones en las cofas se alcanzaban trepando por escaleras de soga sujetas a los mástiles.

El bajel de gran calado era posesión de la Orden de los Hospitalarios. Esta Orden contemporánea de caballeros monjes era una organización militar rival y a menudo chocaba en los altos niveles con la de los templarios. Pero la rivalidad no se extendía más allá de las riñas bien intencionadas entre los rangos competitivos de los servidores.

Belami abordó amigablemente a un servidor hospitalario, Jean Condamine, un guerrero tan canoso como el veterano mismo. Condamine tenía el cargo adicional de practicante de la medicina para los Caballeros Hospitalarios, en su labor consagrada a sanar enfermos.

Los miembros de ese cuerpo alternativo de servidores no debían necesariamente observar una total abstinencia y, por lo tanto, unas botellas de vino provenzal demostraron ser el lubricante adecuado para poner las ruedas en movimiento. Belami no tardó en persuadir a su oponente en el Cuerpo de Servidores Hospitalarios para que les facilitara el pasaje a los cuatro templarios y sus monturas. Ésta habría sido la petición más difícil de ser concedida, pero dio la casualidad de que, en aquel viaje, el Saint Lazarus sólo transportaba veinte caballos de los hospitalarios.

El grueso de los pasajeros lo constituían los arqueros y servidores, así como mercenarios que se habían sumado a la tripulación como para brindar una protección adicional. Ésta era una necesidad muy real, ya que piratas de la costa Barbaria y corsarios del norte de África habían estado recientemente muy activos y habían logrado hacerse con varios botines valiosos.

Por esta razón, la nave de los hospitalarios iba también armada de dos catapultas, una en la proa y la otra situada en la cubierta de popa; ambas armas podían lanzar pesadas rocas a una distancia de un centenar de yardas.

Ése era otro motivo por el que Belami había elegido la nave entre la cincuentena de gabarras, barcos mercantes aparejados con velas latinas y otras embarcaciones de gran calado dedicadas a la pesca y al comercio que se alineaban en los quais de Marsella.

Debían esperar varios días para embarcar, de modo que Belami se dedicó a demostrar a sus camaradas cómo pasar el tiempo en el más importante puerto de la costa occidental del Mediterráneo. Con un instinto nacido de la larga experiencia, Belami había olfateado una pequeña taberna que ofrecía alojamiento en las dependencias anexas. El hospedaje iba acompañado de buena comida y un excelente vino de la zona. También había un genial posadero, que había sido mercenario en otros tiempos, y una esposa jovial con tres hijas, para completar la trabajadora y hospitalaria familia provenzal.

—Esto es mucho mejor que molestar a la guarnición de los templarios de la localidad para que den acogida a cuatro huéspedes temporarios —dijo Belami, con una astuta sonrisa—. Me he presentado al mariscal local y le he informado de que resido aquí con unos antiguos amigos. Es un caballero bastante tranquilo, para ser templario, y estaba enterado de nuestro contratiempo en la comandancia. No puso ninguna objeción a la presente situación. De hecho, nos felicita por haber eliminado a De Malfoy.

—¿No quiso saber más detalles sobre la matanza de los peregrinos? —inquirió Phillipe sin rodeos.

—Ni uno solo —repuso Belami, secamente—. Semejantes pérdidas ocurren de tanto en tanto, y De Malfoy ya había borrado a varios grupos de la faz de la tierra de la misma manera. Al haber borrado esa mancha oprobiosa de la orden de caballería nos ha convertido en persona grata ante los templarios y los hospitalarios de la comarca. En caso contrario, ellos y nuestros camaradas de Orange se habrían visto obligados a atacar ellos mismos ese nido de víboras. Así —siguió diciendo con una luminosa sonrisa—, id y divertíos. Hay mucho por ver y hacer en Marsella. Seguid mi consejo y procurad saber algo más sobre la Orden de los Hospitalarios y su obra. Nuestros grandes maestros no siempre están de acuerdo, pero nosotros, los servidores no armados caballeros, debemos actuar en íntima relación mutua, si es que queremos sobrevivir en Tierra Santa.

Los demás le tomaron la palabra a Belami y, por conducto del contacto que el veterano había hecho a bordo del barco, no tardaron en ser bien recibidos entre el grupo de servidores y soldados hospitalarios con quienes viajarían para unirse a la Cruzada.

Fuese que la conmoción causada por la herida hubiese afectado el recuerdo de Simon de los hechos recientes o fuera que las evasiones bienintencionadas de Belami hubieran obrado efecto, en medio de la emoción ante el pronto embarque y el bullicio que reinaba en Marsella, el caso es que desapareció el sentimiento de culpa que tenía y sólo muy de vez en cuando pensaba en María. Como de costumbre, Belami había tenido razón.

Los tres servidores templarios aprendieron muchas cosas de sus contemporáneos entre los hospitalarios. Al tiempo que el bello rostro de la muchacha italiana se esfumaba de la memoria de Simon, su mente se iba llenando de nuevas y excitantes informaciones sobre Tierra Santa. Al parecer, muchas de las plazas fuertes que habían surgido para preservar los territorios ganados con esfuerzo por los cruzados, las habían construido o ampliado los hospitalarios, que eran formidables constructores de hospitales y castillos, y a menudo reforzaban fortalezas originariamente construidas por los sarracenos y otras naciones musulmanas en Palestina, Siria y el Líbano.

El formidable Krak des Chevaliers, un enorme bastión de piedra con intrincadas fortificaciones, que dominaba los campos de los alrededores con sus múltiples torres y maciza edificación, había sido principalmente construido por los hospitalarios, si bien de tanto en tanto también se constituía en guarnición de los templarios.

Los tres emocionados zagales rondaban por el agitado puerto, acompañados por el mismo número de servidores hospitalarios. Los otros jóvenes llevaban dos meses en Marsella, preparando las vituallas para el viaje, por lo que eran versados conocedores de la ciudad. Ellos les señalaban las influencias griegas, romanas y venecianas en el crecimiento del bullicioso puerto, y llevaron a Simon, Phillipe y Pierre en una visita guiada a los mercaderes y mercados que competían para aprovisionar los múltiples bajeles anclados a lo largo del quais.

Había también barcazas que transportaban vino de Dijon y Lyon, así como chalanas cargadas de hortalizas y frutas de los campos cercanos a Orange y otras ciudades del bajo Ródano. Carros rebosantes de carne y productos lácteos llegaban diariamente de otros puntos de la región, y la agitación general que producía la llegada y la partida de los numerosos tipos de embarcaciones constituía un panorama de constante interés, tanto para los visitantes como para los nativos.

Al igual que en los quais de París, las fragancias de las especias y frutas mantenían a raya los olores más nauseabundos del puerto; incluso los aromas provenientes del mercado del pescado eran barridos por la brisa constante del mar. Todo provocaba fascinación en los cadetes, y tanto los templarios como los hospitalarios gozaban del espíritu de camaradería que reinaba entre ellos, modestamente estimulado por el delicioso vino tinto provenzal.

Fue durante ese idilio de agitada tranquilidad que los tres cadetes tuvieron la oportunidad de volver a ser jóvenes. El exceso de violencia y pesada responsabilidad habían empañado temporariamente el goce de la vida para ellos, pero ahora volvían a reafirmar su espíritu juvenil.

Pierre fue un gran valor en la reconstitución de la moral de sus compañeros, que en el caso de Simon tanto se había visto afectada por la herida, así como por el injustificado sentimiento de culpa respecto del destino de María.

—Me gusta este lugar. Marsella tiene una atmósfera que supera la de París —comentó Phillipe, pensativamente, mientras tomaba un sorbo de vino de un vaso de madera de olivo—. Es como la calma después de la tormenta.

—Es el mercado del pescado, mon garçon —se sonrió Pierre—. El hedor que viene de los fruits de mer podridos tiene un efecto soporífico, como el opio. ¡A mí dadme la pestilencia del vino agrio en el Quai de Berçy, y el rico aroma de cloaca que viene del Sena, en todo momento! Eso es lo que yo llamo atmósfera. No hay nada como la mierda parisina para ponerte en marcha, a primera hora de la mañana.

Los jóvenes templarios y hospitalarios rieron estrepitosamente, ante la ruda ocurrencia de Pierre, tanto por efecto del sol del mediodía como por el excelente vino tinto.

Pero, Phillipe, su callado compañero, ahora parecía haberse sumido en un ensueño, con la mirada perdida en el mar, como si hubiese vislumbrado una visión más allá del horizonte.

Simon fue el primero en advertirlo.

—¿Qué te aflige, mon garçon? En este preciso instante, estabas a muchas millas de distancia.

Phillipe se sobresaltó, como si despertase de una ensoñación.

—Es sólo un presentimiento que he tenido. Anoche soñé que estaba en Tierra Santa, frente a las puertas de Acre, y nadie me dejaba entrar.

—¡No me digas! —exclamó Pierre, con su alegre voz—. ¡Después de tres semanas en alta mar, sin tomar un baño caliente, sería un milagro que nos dejaran pasar!

Esa mañana, sin embargo, ni siquiera la efervescencia de Pierre no bastaba para disipar el mal presentimiento de Phillipe.

—No es saludable —dijo Belami, cuando Simon se lo contó—. Toda esta pérdida de tiempo, varados en Marsella, le da al muchacho demasiado que pensar. Phillipe es un chico serio, ansioso por llegar a Tierra Santa. ¡Eso es todo! Llevadle al campo y que se distraiga.

El veterano servidor hizo una pausa, con una mueca en el rostro moreno.

—Y que no tome vino tinto al mediodía. Tiene un efecto depresivo, a menos que duermas la siesta o dejes que se desahogue en los brazos de una buena mujer.

Más que nada, fue la gente de la ciudad la que ayudó a recuperar la moral al joven Phillipe.

Los marselleses eran una colorida mezcla de galos, romanos, venecianos, ibéricos, genoveses y otras gentes navegantes, que se habían asentado en los alrededores del puerto y en torno al delta del Ródano, en la Camarga. Simon y los demás salieron a caballo para ver aquella extraña tierra pantanosa que, a través de los siglos, había surgido del barro y las arenas de los múltiples canales del ancho estuario del río.

Los romanos habían impulsado centros importantes en Arlés y Aix-en-Provence, construyendo hipódromos y anfiteatros para sus carreras de cuadrigas y competencias de gladiadores, de acuerdo con el capricho de las clases dirigentes. Como en todo el Imperio romano, esto lo realizaron los esclavos y, al caer Roma, muchos de esos siervos liberados se establecieron en la región. Los anfiteatros actualmente se utilizaban como almacenes o mercados, y los hipódromos se convertían en magníficos establos para el tráfico extensivo de caballos salvajes que merodeaban libremente por la Camarga.

Durante esas excursiones, Simon y sus amigos también conocieron la estructura de la orden militar rival.

—Los rangos son muy parecidos —les explicó Marc Lamotte, un eficiente servidor hospitalario, pelirrojo, tres años mayor que Simon—. También tenemos un gran maestro, que pasa la mayor parte del tiempo luchando contra los sarracenos y otros paganos, cuando debería estar construyendo más hospitales. Necesitamos desesperadamente más instalaciones para los enfermos y los desamparados. Siento que es mi deber concentrarme en sanar a los enfermos y alimentar a los necesitados, antes que dedicarme a matar paganos saludables.

Simon se sonrío.

—Tú no tienes la culpa, Marc. Deja la lucha en manos de nuestra orden militar. Nosotros mantendremos los caminos de peregrinaje abiertos para vosotros, y así podréis seguir construyendo hospitales y refugios.

—Ojalá fuese tan fácil. —El hospitalario meneó la cabeza con tristeza—. Hay muchos hombres sabios e inteligentes entre los paganos. Ellos saben más que nosotros sobre el arte de sanar. Mi tío era un hospitalario que en una ocasión cayó prisionero en Isphahan, y él me contó de los árabes y del uso que hacen del massa, el arte de curar mediante la imposición de manos.

—Es la segunda vez que oigo hablar de eso —dijo Simon—. El tío Raoul y Bernard de Roubaix me hablaron de ese método de curar, en Normandía.

El pensamiento de Simon voló por un instante hasta De Creçy Manor, que ahora se le antojaba a miles de leguas de distancia. Suspiró con nostalgia, pero en seguida la disertación del hospitalario sobre su Orden atrajo de nuevo su atención.

—También tenemos senescales y mariscales para administrar nuestros castillos y hospitales, y un gonfalonero, a quien se le confían nuestros estandartes sagrados, conserva los rollos heráldicos y mantiene los puntos de orden en la disciplina. Luego vienen los caballeros hospitalarios mismos, buenos guerreros con la habilidad adicional que se requiere para confortar a los enfermos y moribundos, y por fin, como sabéis, nosotros, los servidores, que somos la «argamasa» que mantiene unida la estructura total.

Las risas de los jóvenes resonaron con el buen humor de la adolescencia y la experiencia compartida. La sensación era placentera.

La herida de Simon había cicatrizado perfectamente y la cálida agua del mar hacía que resultara práctico bañarse, lo que aceleró el proceso. Belami le dio unas lecciones de esgrima, y el cadete normando respondió bien a los trucos y mañas del astuto veterano.

—Me dejasteis ganar este asalto —rió, mientras se dejaba caer con una rodilla sobre el pecho de su tutor.

—Celebro que lo creas así —gruñó el viejo soldado, a quien Simon había vencido limpiamente—. Eres mucho mejor de lo que tú piensas, Simon.

En su quinta noche en Marsella, abordaron el Saint Lazarus y, al romper el alba, la nave soltó amarras e izó las velas para aprovechar la temprana brisa matutina.

La corriente del Ródano no era tan fuerte como lo había sido en su larga carrera hacia el mar. Suavemente les llevó hacia la desembocadura y las dos velas cuadradas se hincharon rápidamente con el viento de mar adentro. No precisaron ningún piloto práctico para conducirles a mar abierto, y no tardaron en pasar ante las boyas exteriores y pusieron proa a los brazos del golfo de Lyon.

Simon, Belami, Phillipe y Pierre observaban apoyados en la baranda de popa el lento retroceso de la costa. Todos, en silencio, se preguntaban qué les aguardaba más adelante.

El Saint Lazarus era un magnífico barco, bien diseñado y construido para navegar como carguero transmediterráneo. Lenta y firmemente, cubría con comodidad el promedio de sesenta millas marinas por día.

Sólo Phillipe sufría de mal de mer, el precio abusivo que el mar les cobra a los hombres de tierra firme. Pierre había pasado su adolescencia en pequeñas embarcaciones, y Belami había hecho muchos viajes por mar en naves de los templarios. También Simon había disfrutado de muchas horas remando en el lago de la finca de su tío, o nadando y navegando en barca por el largo pasaje del río Andelle, junto a los dominios de los De Creçy. Sus estómagos resistían bien, y Phillipe pronto se recobró, de modo que toda la tripulación y sus ochenta pasajeros «se sacudieron bien» a las pocas horas de haber iniciado el balanceo en el suave oleaje del vasto mar. La luz del sol y el cielo azul muy pronto produjeron una sensación de lánguido placer que sus livianas tareas no lograban mitigar.

Al amanecer, en su quinto día en el mar, a unas 300 millas de Marsella, se rompió el idilio. Hasta entonces los vientos se habían mantenido estables y el carguero de quilla ancha se había desplazado a una velocidad permanente de tres nudos. Luego el viento viró y perdió fuerza. Aquélla fue una oportunidad que los corsarios que les habían estado siguiendo a una prudente distancia aprovecharon rápidamente.

Eran dos galeras piratas: naves rápidas, fáciles de gobernar, que utilizaban los corsarios de la costa Barbaria. Su táctica había sido de gran destreza; siguieron las luces de los cargueros guiados por el vigía, precariamente instalado en la cofa del mástil. Ello significaba que los barcos piratas sin faroles eran casi invisibles, el casco casi hundido en el horizonte. En contraste, la nave de los hospitalarios había prendido, imprudentemente, una linterna, cosa bastante segura para la navegación en condiciones ordinarias, pero peligrosa en aguas infestadas de piratas.

Al aminorar el viento, los corsarios atacaron, aumentando el ritmo de las galeras, hasta que rápidamente llegaron al alcance de las catapultas que ambas naves llevaban. Fueron localizadas en cuanto aparecieron en el horizonte, y los redoblantes tocaron la alarma.

El caballero hospitalario, Gervais de Redon, tenía más experiencia en la atención de los enfermos que en comandar un barco de guerra, pero el veterano servidor Condamine era muy versado en aquellas lides. De inmediato alistó a Belami y le dio el mando de los mercenarios. Con los servidores templarios, Belami se encontró con treinta hombres a sus órdenes. Les hizo formar inmediatamente y les pidió que se mantuviesen fuera de la vista hasta que los corsarios trataran de abordarles. Ellos tenían que ser su reserva estratégica.

Jean Condamine mandó a veinte arqueros para que se unieran a ellos, y retuvo a los otros treinta, dispuestos a enfrentar al enemigo desde larga distancia.

Cuando les separaban unas 200 yardas, los corsarios abrieron fuego con sus catapultas más poderosas. Al principio, las grandes piedras lisas que lanzaron cayeron al agua, pero, al acortarse la distancia, silbaban por encima de los mástiles o les perforaban las velas.

En cuanto las galeras piratas llegaron al alcance del carguero, Jean Condamine ordenó a De Redon abrir fuego y, por una afortunada casualidad, el tercer tiro de la catapulta de popa colocó una roca de buen tamaño en la segunda galera, en el costado de babor, que barrió a dos corsarios de la cubierta de proa, y sus destrozados cadáveres cayeron en la estela de la galera.

Los piratas lanzaron dos tiros más: una de las piedras mató a un arquero en el acto de un tremendo golpe en el pecho y mancó a un caballo en el establo protegido de la bodega. En cuanto comenzaron a registrar tiros certeros en el carguero, los capitanes corsarios dejaron de catapultar piedras para lanzar balas de fuego griegas. Dichas armas consistían en potes de arcilla completamente cerrados, llenos de una mezcla inflamable de brea, aceite y nafta. Al romperse los potes, la mezcla ardía espontáneamente, y el agua resultaba ineficaz para apagarla. El único líquido recomendable para combatir las balas de fuego griegas era el vinagre. Por este motivo, los costados del carguero estaban recubiertos con pieles embebidas en una solución de vinagre, y otras pieles humedecidas con la misma preparación las mantenían listas dentro de cubos junto a los dos mástiles.

En cuanto las balas de fuego griegas estallaban a bordo, los soldados y la tripulación atacaban las llamas con esos extinguidores. La falta de viento, que les había hecho caer en manos de los corsarios, ahora tampoco avivaba el fuego provocado por la preparación química y no tardaba en ser extinguido.

Mientras tanto, los arqueros habían mantenido el tiro constante contra ambas galeras, que se acercaban rápidamente por los dos costados. Varias flechas de los arqueros hospitalarios habían encontrado su blanco liquidando una docena de piratas. A pesar de todo, los corsarios no se daban por vencidos y se preparaban para la matanza.

Cuerdas con arpones de cuatro ganchos en los extremos eran lanzadas a través del espacio que separaba a las naves, que se iba estrechando rápidamente. Varios de aquellos arpones se engancharon en distintas partes de las defensas del carguero; uno de ellos ensartó a un marinero a la baranda de babor.

Las galeras piratas no sospechaban la estratagema de Belami de esconder a los soldados. Los gritos de triunfo, cuando la tripulación mora se alineaba ante la borda, denotaban una excesiva confianza.

Al acercarse las naves piratas para el abordaje, se quebraron varios remos de los galeotes, lo que causó varias víctimas entre los esclavos encadenados. Un enjambre de corsarios se mantenía junto a la borda, dispuestos a saltar a los costados altos del carguero.

Los arqueros hospitalarios no dejaban de arrojar una lluvia de flechas mortales. Muchos piratas lanzaban su último grito de guerra cuando las cortas flechas se clavaban en los morenos cuerpos, ligeramente protegidos. Aun así, hordas de corsarios trepaban por las sogas o se lanzaban hacia la nave de los hospitalarios colgados de las cuerdas de su galeote.

Siguiendo la táctica habitual en aquellas costas, el ataque se producía sincronizado por ambos lados; cada galeote mandaba simultáneamente una horda de piratas a través del estrecho espacio que les separaba de sus víctimas.

Simon se hallaba apostado en el castillo de popa del alto alcázar. Allí, disparaba mortales flechas con su arco galés sobre los corsarios que les abordaban. Algunas se clavaban en los costados de madera de la nave, pero la mayoría encontraba su blanco en el cuerpo de algún moro que lanzaba un grito de agonía. Luego Belami se lanzó sobre ellos, con su hacha danesa de doble filo partiendo cascos de acero, cotas de malla y escudos reforzados como si fuesen de pergamino.

Junto a él, Phillipe y Pierre blandían las pesadas espadas de cruzado con toda la destreza que Belami les había impartido durante los entrenamientos. Desde sus escondites, el resto de las tropas de los templarios surgieron de repente para encarar a los sorprendidos corsarios. Los servidores hospitalarios primero se valieron de sus lanzas; luego, a medida que las afiladas puntas atravesaban a una de sus víctimas, extraían las espadas y se abrían camino hasta la borda de la nave.

—¡Manteneos juntos! —gritaba Belami—. ¡Obligadles a retroceder hasta la borda!

El viejo Condamine, el astuto veterano hospitalario, bajó corriendo con Simon del castillo de popa y, juntos, se abrieron paso hasta donde se hallaba Belami. En un instante, se dieron vuelta las tornas. Donde los moros triunfantes abordaron la nave a docenas, ahora se apilaban los cadáveres de los corsarios hasta llenar la cubierta del carguero. A pesar de la brisa marina, la nave entera hedía a cuerpos destripados y a muerte. De lo alto de los mástiles caían piedras y pequeños barriles de aceite hirviendo eran arrojados sobre las cubiertas de ambas galeras. Durante todo el tiempo, caía una lluvia de flechas de los hospitalarios sobre las tripulaciones piratas.

Con gritos de desesperación, algunos de los corsarios sorprendidos intentaban volver a sus galeras y muchos de ellos caían gritando en medio de los costados chirriantes de las tres naves.

—¡Se retiran! —gritó Belami—. ¡Un último ataque y habremos vencido!

La pequeña fuerza de servidores respondió con renovada furia; hasta los arqueros dejaron sus armas y blandieron las ensangrentadas espadas.

De pronto, aquello se convirtió en una carnicería; una matanza de moros, desmoralizados más allá de los límites. Las hojas de los hospitalarios cortaron rápidamente las amarras con garfios y las galeras se alejaron lentamente por ambos lados. Una estaba en llamas, y el fuego se volvía incontrolable, al inflamarse los explosivos almacenados en su bodega. La otra galera, en muy mal estado y falta de remos, bregaba por alejarse lentamente de su pretendida víctima, que tan rápidamente se había convertido en mortal vengador.

Simon y los arqueros sobrevivientes seguían disparando flechas, abatiendo a los corsarios que pretendían apagar las llamas en ambas galeras.

—¡El viento! —gritó Condamine—. ¡Mirad! Las velas se hinchan.

Con un ronco grito, los hospitalarios y sus aliados ayudaron a afirmar las velas, y el pesado carguero se desplazó lentamente hacia adelante, y no tardó en dejar muy atrás a las devastadas galeras. Una de ellas se estaba hundiendo. La otra estaba en un estado catastrófico.

Sin aliento, a causa del esfuerzo, con las pecheras de malla salpicadas de sangre, mientras aspiraban anhelantes el aire fresco del mar, los cruzados victoriosos se entretuvieron a abrazar a sus camaradas y hacer una evaluación del costo de la derrota de los corsarios.

Veinte hospitalarios, entre arqueros y soldados, yacían muertos. Una docena más estaban heridos, algunos seriamente. Con horror, Simon descubrió que Phillipe era uno de ellos, con una flecha mora clavada entre las costillas. Le sostenía un lloroso Pierre de Montjoie, en tanto que Condamine y Belami atendían a los heridos. Mientras Simon se inclinaba sobre su agonizante amigo, los ojos de Phillipe se abrieron, parpadeando, con un interrogante en las veladas profundidades.

—¡Vencimos! —dijo Belami—. ¡Les mandamos de vuelta al infierno, camarada!

—¡Dios sea loado! —musitó Phillipe, y se sonrío.

Su leve sonrisa adquirió el rictus de la muerte al ser abrazado por el Ángel Oscuro. Vertiendo lágrimas libremente, Pierre y Simon abrazaron a su querido amigo.

El servidor hospitalario se llevó a Belami aparte.

—Les sepultaremos en el mar. Es nuestra costumbre.

—¡A Phillipe de Mauray no! Le prometí llevarle a Tierra Santa y allí será enterrado el muchacho.

—Lo que tú digas, Belami —dijo el hospitalario—. Tenemos un barril de agua vacío. Pondremos al valiente muchacho en salmuera.

Y así lo hicieron: vertieron sal en abundancia en el agua con vinagre y con sumo cuidado introdujeron el cuerpo de Phillipe en la mezcla conservadora. Clavaron los cercos de hierro para sujetar la tapa y el barril de agua se convirtió en el féretro de un valiente joven templario.

El costo había sido alto, pero la batalla naval había terminado con una resonante derrota para los muy temidos corsarios de la costa Barbaria.

—Cuando me llegue el turno —le dijo Pierre de Montjoie a Simon—, entiérrame en Tierra Santa. De ser posible, en el sitio donde enterremos a Phillipe.

Mientras el joven vertía ardientes lágrimas, Simon le estrechó en sus brazos.

El anciano comandante hospitalario, De Redon, se desempeñó magníficamente en el combate general, liquidando a un corsario con su espada y aplastando el cráneo de otro con su maza. Ahora, hábilmente atendía a los heridos, restañando hemorragias y vendando heridas, con sus tejidos de lino limpios, sus ungüentos y sus extractos de hierbas.

Gervais de Redon no tenía cabeza para el mando en una batalla, pero era un soberbio médico y sanador.

El Saint Lazarus tocó tierra en Sicilia, donde se abasteció de agua, de carne fresca y fruta, que los hospitalarios consideraban que era un profiláctico contra las fiebres y un laxante imprescindible en la vida de a bordo, donde el ejercicio normal era muy limitado.

De Siracusa el carguero partió para emprender la más larga singladura del viaje a Tierra Santa: mil millas hasta Acre. La nave evitaría detenerse en Chipre, que se hallaba gobernada por un dictador hostil, y tampoco harían escala en Malta.

Chipre aún se estaba reponiendo de la rapiña y la matanza que había causado en la bella isla el cruzado franco Reinaldo de Chátillon, que la había tomado después de una tremenda campaña. Ahora se hallaba bajo una autocracia estable encabezada por Ducas Isaac Comnenus, que se había erigido él mismo en emperador, y los isleños cobraban precios muy elevados a los barcos hospitalarios y templarios que les visitaban para reaprovisionarse. En aquel clima de odio, resultaba más económico y seguro dirigirse directamente a Acre, el principal puerto de los cruzados en Tierra Santa.