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El oso se vuelve: Rusia en 1943

En 1943, mientras los Aliados occidentales proseguían con sus modestas operaciones en el Mediterráneo, la Unión Soviética infligió al bando alemán una serie de grandes derrotas que generaron pérdidas irreparables de hombres, tanques, cañones y aviación. La superioridad de los ejércitos de Stalin crecía pareja a la confianza de sus generales. La producción de armamento, en ascenso vertiginoso, incrementó la ventaja del Ejército Rojo: los rusos estaban fabricando más de 1200 carros de combate T-34 al mes, mientras que los alemanes sólo produjeron 5976 Panther y 1354 Tiger (sus mejores tanques) durante toda la guerra. Tras los triunfos del invierno, el pueblo de Stalin estaba seguro de la victoria final. Sin embargo, hasta el desenlace se vieron obligados a combatir con fiereza y aceptar un número elevadísimo de bajas.

Las penalidades de la población civil rusa seguían siendo atroces: millones de personas estaban próximas a morir de hambre cuando la oleada bélica empezó a retroceder y alejarse de su alrededor inmediato. En enero de 1943, algunas personas que habían enviado a sus familias fuera de Moscú cuando la ciudad parecía sentenciada, las trajeron de nuevo, pero a Lázar Brontman lo disuadió la continua escasez de combustible, electricidad y víveres. El periodista escribió: «Todo el mundo habla sin parar de comida. Nos acordamos de los menús de antaño y, si alguien come en una compañía más rica y afortunada, luego atormenta a los demás con los detalles de las viandas servidas[1]». En la imprenta de Pravda, había que quitar las bombillas en cuanto se había despachado la edición del día, para impedir que las robasen. Durante aquella carestía de combustible, las vallas de madera desaparecieron de las calles y zonas residenciales de Moscú. Las temperaturas bajo cero obligaban a los oficinistas a trabajar con guantes y abrigo.

Los éxitos en el campo de batalla trajeron satisfacción, pero despertaron poca euforia, porque aún eran muchas las personas que seguían muriendo. Una y otra vez, en 1943, los rusos lograron cercar a los alemanes en situaciones dramáticas, pero éstos se abrían paso aplastándolos y protagonizando combates de retirada con su habitual pericia. El capitán Karl Godau, artillero de la Waffen SS, afirmó que «los rusos no eran muy buenos; sólo contaban con la masa. Atacaban en masa y, por tanto, sufrían pérdidas en masa. Disponían de buenos generales y de una buena artillería, pero los soldados dejaban mucho que desear[2]». Aunque semejante trato condescendiente resultaba exagerado, era cierto que el rango intermedio del mando soviético era débil, la organización se venía abajo con frecuencia en el campo de batalla y los hombres pagaban con sus vidas las reiteradas meteduras de pata tácticas.

El ametrallador Aleksander Gordeev lamentó la tosquedad de las tácticas de su propio ejército: «Los ataques frontales me desconcertaban. ¿Por qué avanzamos directamente hacia el fuego de las ametralladoras alemanas? ¿Por qué no atacamos por los flancos?»[3]. Por un tiempo se engañó a sí mismo creyendo que su compañía, que había quedado reducida a un tercio de sus efectivos, ya no tendría que realizar más asaltos; pero, en lugar de eso, una mañana, recibió los refuerzos de la sección de la retaguardia, formada en parte por oficinistas. Les dieron doble ración de vodka «y los que quisieron bebieron más». Al ayudante de Gordeev lo reasignaron a un puesto de fusilero y «se marchó como el que está seguro de que va a morir». Su lugar junto a la metralleta lo ocupó un soldado que sudaba de terror y cojeaba a consecuencia de una herida que se había provocado él solo. Gordeev escribió: «La situación era una mierda total; aquello no era una compañía, sino una banda de borrachos». Sin embargo, volvieron a enviarlos a la batalla.

En el sector del frente de Nikolai Belov, en la mañana del 20 de febrero de 1943, un bombardeo ruso que tenía como objetivo castigar a los alemanes cayó, por el contrario, entre sus propios hombres, quienes sufrieron enormemente aun antes de enfrentarse al enemigo. Tras un día de lucha sangrienta, a las 16.00 de la tarde, él mismo resultó herido. Permaneció tendido entre las trincheras durante cuatro horas hasta que cayó el sol y los artilleros de las metralletas pudieron arrastrarlo al interior de las zanjas y, desde ahí, a la retaguardia para que recibiese tratamiento. Cuando Belov regresó a su batallón, tres semanas después, encontró que faltaban muchos oficiales, la mayoría por fallecimiento: «El comandante Anoprienko se marchó a la Academia [Militar]. El comandante de división, coronel Ivanov, cayó en la batalla. El capitán Novikov, fusilado [supuestamente por negligencia en el cumplimiento del deber], Grudin está muerto. Dubovik, muerto. Alekseev murió a consecuencia de las heridas. Stepashin fue degradado y sentenciado a diez años [de cárcel]»[4].

Pero Rusia podía soportar aquellas pérdidas, e incluso aquella forma torpe y brutal de combatir. Las fuerzas de Stalin eran por entonces mucho más numerosas que las de Hitler y gozaban de una superioridad que no cesaba de aumentar: algunos sistemas de armamento soviéticos eran mejores que los de la Wehrmacht. El poder aéreo ruso era cada vez más formidable, al par que la Luftwaffe desviaba cada vez más aparatos para defender el Reich frente a los bombardeos aliados. En la primavera de 1943, hubo una temporada en que los alemanes parecían incapaces de mantener ninguna línea al este del Dniéper, a 650 kilómetros de Stalingrado. En realidad, parecía factible incluso que se pudiera impedir a los grupos de ejércitos A y Don retirarse hasta el río. Mientras centenares de prisioneros se hacinaban en jaulas, los soldados rusos degustaban el botín de sus saqueos, en particular, de ropa: muchos hombres de la unidad de Ivan Melnikov aprovecharon la oportunidad de reemplazar los trapos que les envolvían los pies con botas alemanas. «Nos costó mucho quitarnos los vendajes, porque se habían pegado a la piel y había que arrancar los harapos uno por uno —escribió—. Sin reparar en el agua que gastábamos, nos lavamos los pies llenos de ampollas y de sangre. Algunos nos pusimos calcetines que habíamos encontrado… Luego seguimos la marcha con gran alegría.»[5]

A finales de enero, una veloz fuerza de unidades blindadas dirigida por el comandante del frente suroccidental, Nikolai Vatutin, cruzó el Donets al este de Izyum y se dirigió rápidamente hacia el sur, hacia Mariupol, en el mar de Azov, para situarse por detrás de los alemanes. El 2 de febrero, Zhúkov y Vasilevsky lanzaron un ambicioso ataque con dos puntas de lanza: una dirigida hacia el suroeste, pasando Járkov hacia el Dniéper, y otra hacia el noroeste, hacia Smolensko, por el camino de Kursk, que cayó el 8 de febrero. Járkov se tomó a la semana siguiente y, pocos días después, las fuerzas soviéticas se aproximaron a los pasos del Dniéper por Dnepropetrovsk y Zaporozhye.

Sin embargo, en adelante los rusos hallaron más dificultades. Los Panzer destrozaron la unidad movilizada de Vatutin gracias a la superioridad de sus tanques y su artillería. Manstein asumió el mando del grupo de ejércitos Sur y lanzó una serie de ofensivas extenuantes. Antes de que el deshielo primaveral convirtiera el campo de batalla en un barrizal que, como de costumbre, dejaría inmovilizados a los acorazados, el 11 de marzo los alemanes recuperaron Járkov, donde muchos rusos sufrieron penalidades extraordinarias. El 8 de marzo, el ordenanza médico Aleksei Tolsukhin se vio atrapado por el avance alemán sobre la ciudad. Más tarde escribió a sus padres:

Durante diez días he estado vagando por la estepa, intentando reunirme de nuevo con el Ejército Rojo. Estaba helado, me moría de hambre y me sentía agotado. El undécimo día encontré un montón de paja y me quedé allí dormido. Me despertó un fuerte golpe asestado en la espalda con la culata de un rifle. Abrí los ojos y me encontré rodeado por los hombres de Hitler. Después de aquello, comenzó una nueva vida para mí, de helor y hambre, con incontables palizas. No puedo describir cuánto he sufrido. Hasta el 17 de septiembre no tuve oportunidad de huir. A las diez de la mañana del 21 de septiembre recorrí a pie veinte kilómetros por la línea del frente, desde Poltava… Sigo sin poder creer que haya vuelto con los míos[6].

El cabo Tolsukhin se libró de los castigos draconianos que, por lo general, imponían a los prisioneros fugados sus propios comisarios y simplemente fue devuelto al trabajo. Al poco recibió una herida de metralla, no lo bastante grave como para librarlo de nuevas batallas; murió el 16 de noviembre, en la orilla del Dniéper.

Los alemanes, mientras tanto, también experimentaban grandes sufrimientos. «Nunca oímos que se reconociera con claridad una derrota», escribió Guy Sajer[7]. Cuando su unidad empezó a retirarse de la orilla oeste del Don, «como la mayoría de los soldados jamás había estudiado geografía rusa, teníamos muy poca idea de lo que estaba ocurriendo». Después de Stalingrado, sin embargo, el miedo al cerco ruso atormentaba a todos los alemanes. Sajer y un puñado de compañeros de infantería huyeron durante la noche, en un camión ruso remolcado por un tanque: «El parabrisas acabó completamente cubierto de barro y Ernst vadeó por aquel terreno líquido para rascarlo con la mano… Detrás nuestro, los heridos dejaron de gemir. Quizá se habían muerto todos, ¿cuál era la diferencia? La luz del amanecer cayó sobre unos rostros demacrados por el agotamiento». El grupo se detuvo y un suboficial del cuerpo de ingenieros gritó: «¡Descanso de una hora! ¡Aprovéchenlo!». El comandante del tanque que remolcaba respondió con gritos: «¡Que te jodan! ¡Nos iremos cuando haya dormido lo suficiente!». Se desencadenó un fuerte altercado entre los dos y el ingeniero quiso hacer valer la autoridad de su rango. El conductor del tanque le dijo: «¡Dispárame si quieres, y luego el tanque lo conduces tú. Llevo dos días sin dormir y ahora me vas a dejar en paz de una puñetera vez!». Partieron al cabo de dos horas, pero la experiencia puso de relieve que los soldados alemanes, como sus compañeros, también podían sucumbir ante adversidades graves.

El 18 de marzo, dos divisiones Panzer aprovecharon un terraplén del ferrocarril para que una columna de tanques corriera hacia Belgorod y retomara la ciudad. En el norte, Hitler autorizó —aunque a su pesar— la retirada de tropas de la cuña de Rzhev, que ya no representaba ninguna amenaza creíble para Moscú. Con esto, el grupo de ejércitos Centro acortó su línea en cuatrocientos kilómetros y generó una concentración de fuerzas suficiente para frenar una ofensiva de Rokossovsky. Cuando los alemanes se replegaron, millones de rusos fueron testigo de la devastación y las masacres que dejaban tras de sí. Muchas personas que habían permanecido indiferentes ante las desgracias habituales entre los adultos, dieron rienda suelta a sus emociones al contemplar las tragedias de los niños. El capitán Pavel Kovalenko escribió el 26 de abril:

Comprendemos los horrores de la guerra, sus implacables leyes escritas con sangre. Pero los niños, retoños de vida, brotes de los brotes, esas benditas almas inocentes, lo más hermoso de la vida… ellos, que no han hecho ningún daño a nadie… están sufriendo por los pecados de sus padres… No hemos sabido protegerlos de la bestia. Se me parte el corazón y se me paraliza el pensamiento con el horror de ver esos cuerpecitos impregnados de sangre, con los dedos retorcidos y las caritas deformadas… Son el testimonio mudo de un indescriptible sufrimiento humano. Esos ojos pequeños, congelados, muertos, nos piden cuentas a nosotros, los vivos.

En el pueblo de Tarasevichi, junto al Dniéper, Vasili Grossman conoció a un adolescente:

Estos ojos de los niños, viejos, cansados, sin vida, resultan aterradores.

—¿Dónde está tu padre?

—Muerto —respondió.

—¿Y tu madre?

—Murió.

—¿Tienes hermanos o hermanas?

—Una hermana. Se la llevaron a Alemania.

—¿Tienes algún pariente?

—No, los quemaron a todos en un pueblo de guerrilleros.

Y se marchó a un campo de patatas, con los pies desnudos y negros del barro, arreglándose los jirones de la camisa rota[8].

Incontables encuentros como éste forjaron el estado de ánimo de los soldados rusos cuando se acercaba la hora de entrar en los territorios del pueblo de Hitler. El propagandista soviético Ilya Ehrenburg escribió: «No sólo las divisiones y los ejércitos… [sino] todas las trincheras, las tumbas y los barrancos con cadáveres de inocentes avanzan sobre Berlín[9]». Un eslogan de la propaganda soviética decía: «La ira del soldado en la batalla tiene que ser terrible. No sólo debe buscar el combate; tiene que encarnar, además, al tribunal de justicia de su pueblo».

Grigory Telegin escribió a su esposa el 28 de junio de 1943:

Recibí la carta en la que me contabas que a tu hermano Alexander lo mataron el 4 de mayo… El corazón se me ha vuelto de piedra, en mis ideas y mis sentimientos no hay sitio para la compasión; en mi corazón arde el odio hacia el enemigo. Cuando a través del punto de mira fijo el blanco en esos animales de dos piernas y veo cómo les explota el cráneo y sus cuerpos quedan mutilados, experimento una gran alegría y me río como un niño al saber que estas bestias no volverán a la vida. Te describiré un día normal en combate. 5 de junio. Amanece y los rayos del sol destellan sobre las torretas de nuestros tanques. Cuelgan gotitas de niebla, como cristales, de las hojas de los árboles. Tres cohetes verdes indican que empieza el ataque. A las siete de la mañana nuestros tanques avanzaban en hilera, luego se alinearon en un claro. Desde allí se podían ver sin dificultades las casas de madera del pueblo[10].

Los proyectiles rusos explotaban en las posiciones alemanas. Los atacantes acertaron a ver figuras que corrían hacia la retaguardia, cuerpos tendidos boca abajo aplastados bajo las orugas de sus propios vehículos. Pero las minas y la artillería anticarro alcanzaron primero a un blindado soviético, luego a otro, luego a un tercero, que estalló en llamas: «El corazón se me encoge al pensar en mis amigos, que seguían disparando desde los vehículos incendiados. Pasamos junto a los tanques siniestrados guiados por la cólera y el odio. Aplastamos las fosas de las ametralladoras enemigas y de la artillería anticarro, junto con sus hombres». Cuando Telegin llegó al otro extremo del pueblo, vio ante sí trincheras alemanas, entre diques y bosques que eran infranqueables para los tanques. Tras identificar el blindado de su amigo Misha Sotnik, se puso al lado con su T-34, apagaron los motores e intercambiaron unas pocas palabras a voz en grito. Quedaron en avanzar uno por cada lado de las trincheras alemanas, volvieron a arrancar los motores y avanzaron a sacudidas.

Durante la batalla posterior, un proyectil impactó directamente contra la ametralladora y la óptica de Telegin, y las destrozó. A medida que las horas iban pasando, interminables, en medio del humo y el polvo, la tripulación tenía cada vez más sed y los hombres llegaban incluso a perder la conciencia. Entonces el motor se recalentó y dejó de funcionar. Encallados bajo el fuego enemigo, fueron víctima de otro impacto directo que provocó una conmoción al conductor e hizo que el mismo Telegin se desmayase un rato: «Jadeábamos como peces, con los labios agrietados y la boca seca. Abrimos la trampilla del conductor y a diez metros vimos un cráter lleno de agua. Las balas silbaban a nuestro alrededor, pero yo me deslicé por la trampilla, me arrastré hasta el agua y bebí. Llevé agua a mis camaradas en los platos del rancho y nos reanimamos». Durante las diez horas siguientes, continuaron apresados en su caja de acero, apestosa y cocida al sol. Luego, al fin, los experimentos del conductor con el estárter dieron sus frutos y el motor volvió a rugir: «Dimos marcha atrás. Una ambulancia se acercó y vi una silueta conocida en una camilla. Era Misha Sotnik, que había recibido una bala de metralleta en la cabeza. No pude contener las lágrimas, besé los labios azules de Misha y le dije adiós».

Incluso cuando la marea de la guerra había cambiado, y, de hecho, hasta los últimos meses de la contienda, los ejércitos de Stalin sufrieron una hemorragia incesante de desertores, muchos de ellos «Eldash» o «Youssefs» (asiáticos). Nikolai Belov dejó constancia de las pérdidas en su propio batallón el 13 de junio de 1943: «Otros dos hombres han desertado al enemigo, lo que suma un total de once, en su mayoría Eldash». Según las estadísticas del ejército rojo, en abril de 1943, 1964 soldados rusos se pasaron al enemigo, 2424 lo hicieron en mayo y 2555 en junio. Continuaron imponiéndose los habituales castigos draconianos a aquellos a quienes se apresaba en un intento de fuga. Belov escribió sobre una ejecución: «Hoy han fusilado a un Youseff frente a la unidad, por intentar pasarse al bando alemán. La sensación es escalofriante». El 2 de junio anotaba, lacónico: «Hoy han intentado desertar otros dos hombres. Por suerte, han volado por los aires en la zona de las minas y los han arrastrado de vuelta[11]». Como muchos oficiales del Ejército Rojo, tenía la sensación de que sólo podía confiar en los de su mismo grupo racial; después de que la unidad recibiera refuerzos, escribió: «Son novatos, nacidos en 1926. Chiquillos. Lo bueno es que todos están bien entrenados y son todos rusos. Estos hombres no desertarán[12]».

El enemigo tenía sus propios problemas anímicos. Belov se quedó atónito al enterarse, por una unidad vecina, de que dos soldados de la Wehrmacht (uno de ellos, sargento) se habían rendido: «Es la primera vez que sé de alemanes que se pasan a nuestro bando. Por lo tanto, no deben de vivir tan bien[13]». El capitán Pavel Kovalenko tuvo la misma experiencia el 31 de marzo de 1943:

Un desertor alemán apareció de la nada. Llamaron a la puerta:

—¿Quién es? ¡Pase!

Se abrió la puerta y entró un Fritz. Todos echamos mano a las armas. Él se quitó un reloj de oro y se lo dio a un soldado, le pasó un anillo de oro a otro, y el rifle a un tercero. Entonces puso las manos en alto. Viene de Westfalia, es minero del carbón, y tiene veintidós años. Su padre le había dicho que desertara[14].

Pero algunos alemanes no se desesperaban, ni siquiera cuando caían en manos rusas. Nikolai Belov citó el ejemplo de un prisionero capturado por su sección de reconocimiento: «Un tipo enorme, de veintidós años. ¿De dónde sacarán estos sinvergüenzas a jóvenes como éste? Dijo que en un mes lanzarían una ofensiva y que querían terminar la guerra aquel año. Y que, por descontado, Alemania ganaría[15]». Hitler consiguió reunir refuerzos que, en junio de 1943, le permitieron desplegar en Rusia a más de tres millones de soldados alemanes. Aunque reconoció que seguía siendo impracticable llevar a cabo una ofensiva general, insistió en desarrollar un ataque único a gran escala. Centró su atención en un saliente del frente soviético occidental, al oeste de un lugar que acabaría entrando en la leyenda de la guerra: Kursk. La magnitud de la guerra oriental cobra mayor relevancia si pensamos que este saliente era casi tan extenso como el estado de Virginia Occidental o, lo que viene a ser lo mismo, la mitad de Inglaterra. Había varias colinas de poca altura, muchos barrancos y riachuelos; pero la mayor parte de la región era una estepa abierta: un terreno peligroso para el avance de los tanques contra una defensa anticarro eficaz. Las vetas de hierro de la zona desconcertaban a las brújulas, pero este factor apenas importaba, ya que ninguno de los dos bandos tenía motivos para dudar del paradero del enemigo.

Para el ataque de Kursk, Hitler concentró buena parte del potencial de combate de la Wehrmacht, junto con tres nuevas divisiones Panzer SS, doscientos de sus nuevos tanques Tiger y 280 Panther. Pero el limitado alcance de Zitadelle (Ciudadela, como se llamó la operación) contrastaba con las arrolladoras ofensivas de 1941 y 1942 y dejaba al descubierto los menguados recursos de Hitler. Los rusos identificaron la amenaza prontamente, con la ayuda de los detallados informes de inteligencia que les suministró su red de espionaje con sede en Suiza, «Lucy». En una reunión crucial, celebrada en el Kremlin el 12 de abril, los generales de Stalin lo convencieron de que permitiera que los alemanes tomaran la iniciativa: se contentaban con que los Panzer quedasen atravesados en una defensa en profundidad, antes de que el Ejército Rojo contraatacase. Durante la primavera y el principio del verano, los ingenieros rusos trabajaron sin descanso para crear cinco líneas sucesivas provistas de campos de minas, búnkeres y trincheras, y respaldadas por un enorme despliegue de blindados y cañones. Reunieron 3600 tanques contra los 2700 de los atacantes; 2400 aviones frente a los 2000de la Luftwaffe; y 20 000 piezas de artillería, que duplicaban la dotación alemana. Cerca de 1 300 000 rusos se enfrentarían a 900 000 alemanes.

Manstein, al mando del grupo de ejércitos Sur, dedicó tres meses a reunir a sus fuerzas, pero pocos alemanes —más allá de las formaciones de Waffen SS— se engañaban con respecto a las perspectivas de éxito de Ciudadela. El teniente Karl-Friedrich Brandt escribió desconsolado desde Kursk: «Qué suerte tuvieron los hombres que murieron en Francia y en Polonia. Aún podían creer en la victoria[16]». Manstein ya no aspiraba a derrotar a la Unión Soviética; sólo buscaba un éxito que pudiera obligar a Stalin a aceptar unas tablas; un resultado estratégico con el que persuadir a Moscú de que era preferible negociar la paz, y no luchar hasta el final.

Los soldados rusos avanzaban hacia la defensa de Kursk atravesando tierras que sus enemigos habían echado a perder. Yuri Ishpaikin, un joven de dieciocho años, escribió a sus padres:

Tantas familias han perdido a sus padres, sus hermanos, el techo mismo sobre sus cabezas. Sólo llevo aquí unos pocos días, pero hace mucho que cruzamos un país devastado. Por todas partes hay campos sin arar y sin sembrar. En los pueblos sólo quedan en pie chimeneas y ruinas de piedra. No hemos visto ni a un solo hombre ni animal. Esos pueblos son ahora auténticos desiertos. Por la noche, toda la zona occidental del cielo queda iluminada, de un rojo cobrizo. Eso hace que el espíritu se alegre al pasar por un pueblo intacto. Las casas, en su mayoría, están vacías, pero unas pocas chimeneas lanzan rizos de humo y sale al porche una mujer o un niño, a mirar cómo pasa el Ejército Rojo[17].

Ishpaikin, como tantos otros, no saldría con vida del campo de batalla de Kursk.

«A las ocho de la mañana ya hacía calor y subían nubes de polvo», escribió Pavel Rotmistrov, al mando de un ejército de la guardia acorazada, a medida que sus largas columnas entraban en el saliente.

A mediodía el polvo se levantaba formando gruesas nubes y posándose en capas sólidas sobre los arbustos de la cuneta, los campos de cereales, los tanques y los camiones. El disco rojo oscuro del sol apenas era visible a través de aquel polvoriento velo gris. Tanques, cañones autopropulsados y camiones avanzaban con un resplandor infinito… Los soldados estaban torturados por la sed y sus camisas, mojadas por el sudor, se les pegaban al cuerpo. Los conductores se encontraron en una situación especialmente difícil[18].

Los que podían escribir redactaron las últimas cartas, mientras que los analfabetos se las dictaban a sus camaradas. Ivan Panikhidin, un joven de veinte años, había sobrevivido a una herida grave de un combate de 1942. Ahora, mientras se acercaba de nuevo a la línea del frente, manifestó su orgullo por tomar parte en una lucha vital para su país: «De aquí a pocas horas nos uniremos a la contienda —le dijo a su padre—. El concierto ya ha empezado, sólo hemos de hacer que la música no se pare: yo escribo con el acompañamiento de la descarga alemana. Atacaremos pronto. La batalla está que arde en el aire y en la tierra… Los guerreros soviéticos se mantienen firmes en sus posiciones». Panikhidin murió a las pocas horas[19].

La Luftwaffe estuvo machacando las líneas rusas durante varios días antes del ataque. Uno de sus proyectiles impactó de pleno en el alojamiento de Rokossovsky, quien por suerte no se encontraba allí. El fuego de la artillería alemana topó con otra descarga rusa en respuesta, que acribilló el terreno donde las formaciones se estaban concentrando para avanzar. El 5 de julio, las fuerzas de Model arremetieron desde el norte, mientras que por el sur, el ataque estuvo protagonizado por el IV.o ejército Panzer. Desde el principio, los dos bandos reconocieron que en Kursk se produciría un colosal choque de fuerzas y voluntades; los bombarderos en picado Stuka, junto con los tanques Tiger de la SS, infligieron graves daños a los T-34 rusos. Muchos de los nuevos Panther alemanes sufrieron averías que los dejaron bloqueados, pero otros siguieron adelante, aplastando a su paso la artillería anticarro soviética; entre tanto, los granaderos Panzer lidiaban con la infantería de Zhúkov, utilizando lanzallamas contra las trincheras y los búnkeres. La artillería de ambos bandos disparó prácticamente sin interrupción.

Pasados tres días, los ejércitos alemanes del norte habían avanzado casi treinta kilómetros y parecían a punto de abrir brecha. El ejército de Rokossovsky resistió asaltos salvajes, pero algunas de sus unidades se vinieron abajo. Un informe del Smersh denunciaba a los oficiales a los que consideraba censurables:

El DCLXXVI.o regimiento de fusileros ha mostrado poco entusiasmo por el combate; su segundo batallón, a las órdenes de Rakitsky abandonó sus posiciones sin [haber recibido] órdenes; otros batallones sucumbieron igualmente al pánico. El teniente coronel Kartashev, del XLVII.o regimiento de fusileros, y el teniente coronel Vokoshenko del CCCXXI.o se dejaron llevar por el pánico, perdieron el control y no supieron tomar las medidas necesarias para restaurar el orden. Algunos oficiales destacados se comportaron con cobardía y desertaron del campo de batalla: Gatsuk, el oficial al mando del CCIII.o regimiento de artillería, no mostró interés en las operaciones de su unidad y, junto con la telefonista Galieva, se retiraron a la retaguardia, donde él recurrió a la bebida[20].

Pero otros se mantuvieron firmes, y los blindados de Model sufrieron un terrible desgaste, sobre todo a consecuencia de los campos de minas rusos. En el sur, el 9 de julio casi la mitad de los 916 vehículos de combate del IV.o ejército Panzer estaban fuera de servicio o destrozados. A lo largo y ancho del vasto campo de batalla, una mezcla de hombres y vehículos se arremolinaban, se movían en oleadas, se enfrentaban, retrocedían. Las llamas y el humo llenaban el horizonte. Los comandantes oían un desorden de voces rusas y alemanas que competían en urgencia a través de sus redes radiofónicas: «¡Adelante!», «¡Orlov, atácalos por el flanco!», ¡Schneller!, «¡Tkachenko, penetra por la retaguardia!», ¡Vorwarts[21]! El corresponsal Vasili Grossman señaló que todo lo que había en el campo de batalla, comida incluida, quedó negro por el polvo. Por la noche, los hombres, exhaustos, se agobiaban con la repentina caída del silencio: la cacofonía diurna parecía más aceptable, porque les resultaba más familiar.

El 12 de julio, Zhúkov lanzó su contraofensiva, la Operación Kutuzov, contra el saliente septentrional de Orel. Un oficial de tanques alemán escribió:

Nos habían advertido de que esperásemos resistencia por parte de los [cañones anticarro] y algunos tanques en posiciones estáticas… En realidad, nos hallamos enfrentados a una masa de carros blindados que parecía inagotable; jamás como aquel día había tenido yo una sensación tan abrumadora de la fuerza y la masa rusas. Las nubes de polvo dificultaban el apoyo de la Luftwaffe y al poco tiempo muchos de los T-34 habían atravesado nuestra pantalla y correteaban como ratas por el campo de batalla[22].

En el tumulto de los vehículos blindados, algunos tanques del ejército rival chocaron y quedaron bloqueados en una maraña de acero retorcido; se produjeron numerosos tiroteos a quemarropa. A lo largo de centenares de kilómetros de llanura polvorienta y ruinas y restos ennegrecidos, las mayores fuerzas blindadas que el mundo había contemplado nunca se embestían mutuamente, girando y zigzagueando. La rotación de las torretas era con frecuencia una carrera letal, en la que la supervivencia dependía de si era el tanque ruso o el alemán quien disparaba la primera bala. Al caer la noche del 12 de julio, llovía sobre el campo de batalla. Los dos ejércitos se embarcaron en la habitual lucha contra el reloj, aprovechando la oscuridad para recuperar los tanques estropeados, evacuar a los enfermos y llevar al frente más combustible y munición.

La realidad más importante era que las pérdidas alemanas eran insostenibles: el asalto de Manstein había agotado su impulso. Incluso allí donde los rusos no avanzaban, mantenían su territorio. Aquel mismo día, a más de tres mil kilómetros, las seis divisiones británicas y estadounidenses que habían desembarcado en Sicilia empezaron a barrer la isla. Hitler perdió los nervios. El 13 de julio, comunicó a sus generales que tenía que desviar dos divisiones Panzer SS —sus formaciones más potentes— para reforzar la defensa de Italia. Abortó la Operación Ciudadela. Zhúkov inspeccionó el campo de batalla con Rotmistrov. El general de blindados escribió: «Era una escena horripilante, con tanques destrozados y quemados, con ruinas de cañones, vehículos blindados de transporte de personal y camiones, montones de proyectiles y trozos de orugas desperdigados por todas partes. No quedaba ni una brizna de hierba en pie sobre el suelo ennegrecido[23]». Los alemanes siguieron atacando aún unos días más, con la esperanza de salvar algo que en Berlín pudiera presentarse como una victoria, pero muy pronto se vieron obligados a desistir. A las bajas de Kursk hubo que sumar la reputación de invencible que Manstein se había labrado, aunque él jamás aceptaría la responsabilidad del fracaso.

Por detrás del frente, los partisanos lanzaron ataques muy violentos contra el sistema de comunicaciones alemán; sólo entre el 20 y el 21 de julio, destruyeron 430 tramos de vías férreas. Los desventurados tripulantes de los convoyes, rusos reclutados a la fuerza por los ocupantes, morían fusilados en cuanto caían en manos de la guerrilla. Mediado 1943, los rusos afirmaron haber desplegado a 250 000 guerrilleros en los páramos de Ucrania y otras zonas orientales ajenas al control de los alemanes. La actividad de estos partisanos logró un impacto muy superior al de cualquier otro movimiento de resistencia en la Europa occidental, gracias en parte a la indiferencia que Moscú mostraba ante las represalias de la Wehrmacht contra la población civil. «Los alemanes enviaron tanques, aviación y artillería contra esta región de partisanos», escribió un corresponsal ruso cuando visitó la zona liberada,

y la aplastaron. Todos los pueblos han quedado reducidos a cenizas. Sus habitantes han huido a los bosques… Los destacamentos de guerrilleros se han dispersado, porque los grandes grupos no podían sobrevivir. No pueden ocultarse (los alemanes no dejan de peinar los bosques) ni tampoco prestarse apoyo entre ellos. Escasea la comida. Desde hace dos meses, el destacamento de Sivolobov no ha podido encontrar otro alimento que no fuera carne de vacas y caballos sacrificados. Ya no toleran ni ver la carne. No había pan, ni patatas, nada… A los civiles les va mejor. Han conseguido esconder algo de comida, por ejemplo enterrándola en tumbas falsas. Los alemanes se dieron cuenta de que algo estaba pasando, pero cuando empezaron a cavar en una de ellas, ¡no encontraron más que a un alemán muerto! El terror es horrible. En algunos lugares están fusilando como «espías bolcheviques» a niños que no tienen más de diez años[24].

El ejército de Model sostuvo una defensa feroz en el saliente de Kursk hasta el 25 de julio; entonces empezó la retirada. El 5 de agosto, los alemanes perdieron Orel y Belgorod. El día 25, los rusos recuperaron Járkov, y esta vez no volvieron a perderlo. El soldado Alexander Slesarev escribió a su padre: «Estamos atravesando territorio liberado, tierra que había sido ocupada por los alemanes durante dos años. La gente sale a saludarnos muy contenta, nos traen manzanas, peras, tomates, pepinos y muchas más cosas. Hasta ahora sólo sabía de Ucrania por los libros, pero ahora puedo contemplar con mis propios ojos su belleza natural y sus muchos jardines». Para el pueblo de Stalin, la reanudación del gobierno soviético no supuso una bendición libre de inconvenientes: «Es una vergüenza, cuando viajas por los pueblos liberados, ver la actitud tan fría del pueblo», escribió un soldado[25]. Los alemanes habían permitido a los campesinos que sembrasen y cultivasen sus propias parcelas; con el regreso de los soviéticos, se impuso de nuevo la colectivización rigurosa, lo cual fue motivo de algunos disturbios, según Lázar Brontman[26]. Habían desaparecido todos los tractores y casi todos los caballos, de modo que la tierra sólo podía labrarse con palas y rastrillos; en ocasiones, eran las mujeres las que tiraban del arado. Escaseaban incluso las hoces.

Las comunidades locales, que luchaban por la subsistencia, demostraron una gran frialdad (cuando no franca hostilidad) hacia los refugiados que pasaban por allí; a sus ojos, eran langostas. Una campesina de la provincia de Kursk escribió: «Es duro, ahora que nos hemos quedado sin vacas. Nos las quitaron hace dos meses… Estamos dispuestos a comernos los unos a los otros… No queda ni un solo joven soltero en casa, ahora que están todos combatiendo en el frente[27]». Otra mujer escribió a su hijo, soldado también, lamentándose porque se había visto obligada a vivir en el pasillo exterior del apartamento de su hermana, de una sola habitación. Y otra mujer le contaba a su esposo, igualmente soldado: «Ahora hace dos meses que estamos sin pan. A Lidiya le toca ir al colegio, pero no tiene abrigo ni nada para taparse los pies. Creo que, al final, las dos nos moriremos de hambre. No tenemos nada… Misha, aunque tú sobrevivas, nosotras ya no estaremos aquí». En el pueblo de Baranovka, que los alemanes habían ocupado durante siete meses, Lázar Brontman sólo encontró unas pocas edificaciones agrícolas en pie. El antiguo director de la granja colectiva local vivía en un establo para vacas, con su esposa y sus tres hijas pequeñas. Tenían el estómago hinchado por la inanición.

El hombre le contó al corresponsal: «Llevamos tres meses sin ver el pan. Comemos hierba[28]». Luego preguntó, asustado: «¿Volverán los alemanes?». El periodista les entregó un kilo de pan, que ellos contemplaron como un manjar preciadísimo. Otra familia, a la que Brontman invitó a compartir un té, rechazó la oferta: habían perdido la costumbre de aquellos lujos, le dijeron, ya sin ánimo. Pero aquellas gentes vivían en medio de lo que antaño había sido la mejor zona agrícola de Rusia. Los censores interceptaron una carta de una madre llamada Marukova, desde la Orel liberada, a un hijo alistado en el Ejército Rojo: «No hay pan, por no hablar de las patatas. Estamos comiendo hierba y las piernas se niegan a caminar[29]». Otra madre que se llamaba Galitsina, del mismo distrito, contaba otro tanto: «Por las mañanas, cuando me levanto, no sé qué hacer, qué cocinar. No hay leche, ni pan, ni sal, ni ayuda de nadie».

Los alemanes organizaron en buen orden la retirada inicial de Kursk, pero nadie, en ninguno de los bandos, tenía la menor duda de que habían sufrido una derrota terrible: en cincuenta días de combate, sumaban medio millón de bajas. Stalin, triunfante, demostró una renovada confianza en sí mismo y dictó nuevas órdenes para domeñar a Zhúkov y Vasilevsky. Después del triunfo de Stalingrado, los siguientes cinco intentos posteriores de cercar al ejército alemán habían fracasado. En el futuro, decretó Stalin, el Ejército Rojo lanzaría asaltos frontales en lugar de cercos. A finales de agosto, ocho «frentes» soviéticos mantenían diecinueve ofensivas paralelas en dirección al Dniéper, en una línea de más de un millar de kilómetros, que se extendía de Nevel a Taganrog. El 8 de septiembre, Hitler autorizó que la retirada cruzara al otro lado del río; los rusos estaban improvisando pasos con todo lo que encontraban. En la orilla occidental realizaron uno de los pocos lanzamientos masivos de paracaidistas, infrecuentes en la guerra rusa; se lanzaron 4575 hombres, de los que sobrevivió la mitad.

Los ejércitos rusos avanzaron con la misma urgencia desesperada con la que se habían retirado el año anterior, anestesiados por los horrores cotidianos. La victoria en Kursk significó poca cosa para un hombre como el soldado raso Ivanov del LXX.o ejército, que envió estas palabras desoladas a su familia, en Irkutsk: «No me espera nada más que muerte y sólo muerte. Aquí la muerte está por todas partes. Jamás os volveré a ver porque la muerte, terrible, despiadada e implacable va a segar mi corta vida. ¿De dónde voy a sacar las fuerzas y el coraje para soportar todo esto? Todos nosotros vamos horriblemente sucios, con las barbas y el pelo largos, vestidos con harapos. Adiós para siempre[30]». El soldado Samokhvalov estaba igual de desesperado:

Papá, mamá, os voy a explicar en qué situación estoy, es mala. Tengo una conmoción. En mi regimiento han matado a muchísimos; al teniente primero, al comandante del regimiento, a la mayoría de mis compañeros; ahora me tiene que tocar a mí. Mamá, nunca había tenido tanto miedo en mis dieciocho años. Por favor, mamá, reza y pídele a Dios que me conserve la vida. Mamá, leo tus plegarias… Debo admitir, con sinceridad, que en casa no creía en Dios, pero ahora pienso en él cuarenta veces al día. No sé dónde esconder la cabeza mientras escribo esto. Papá y mamá, adiós, jamás os volveré a ver, adiós, adiós, adiós.

El 9 de octubre, Pavel Kovalenko escribió:

Hemos pasado por la zona donde quedó atrapado el XV.o regimiento. Hay cadáveres por todas partes, y carros aplastados. A muchos cuerpos les han arrancado los ojos… ¿Los alemanes son humanos? No puedo comprende este tipo de cosas. La gente viene y se va. Han matado al teniente primero Puchkov. Lo siento por el hombre. Ayer por la noche, uno de la caballería pisó una mina. Soldado y caballo, los dos, saltaron en pedazos. Cuando cayó la noche me senté junto al fuego, temblando; me castañeteaban los dientes por el frío y la humedad[31].

Al día siguiente, su unidad avanzó penosamente hasta llegar a un asentamiento bielorruso llamado Yanovichl:

¿Qué ha quedado del lugar? Ruinas, cenizas y restos carbonizados. Las únicas almas vivas son las de dos gatos con el pelo chamuscado. Acaricié a uno de ellos y le di unas patatas. Me ronroneaba… Hay por todas partes un montón de patatas sin recoger, igual que remolachas y coles. Antes de echar de allí a la población, los alemanes les sugirieron que enterrasen sus pertenencias. Ahora, esas tristes reliquias de la felicidad del hogar están esparcidas por los jardines. Los alemanes se llevaron todo lo útil. Sólo una casa se aguanta en pie, del total de trescientas; las demás han sucumbido a las llamas. Hay una anciana sentada, llorando. En sus ojos no hay vida: tiene la mirada fija en la distancia. No le queda nada y ya casi tenemos encima el gélido invierno.

Día tras día, a medida que el Ejército Rojo iba avanzando, se repetían escenas similares. «Me impresionaba la ferocidad de las batallas de tanques», dijo Ivan Melnikov. «¿Qué debían de sentir aquellas personas encerradas dentro de cajas de acero en llamas? Una vez vi a un grupo de diez o doce T-34 incendiados; una visión espantosa. Casi todos los cuerpos que yacían alrededor presentaban quemaduras terribles, mientras que los que habían permanecido dentro de los tanques ardieron como teas, hasta convertirse en pedazos de carbón.»[32] Una noche, una sección de reconocimiento de su unidad fue atacada en campo abierto bajo las luces de los alemanes; murieron cuatro de los seis hombres y, al día siguiente, los alemanes se entretuvieron usando los cuerpos para hacer práctica de tiro: «Por la tarde, aquello fue una visión horrible: deformados, desgarrados por las balas, con los rostros reventados, los brazos amputados[33]».

Los comandantes obligaban a sus unidades a recorrer tantos kilómetros y tan deprisa que los caballos que tiraban de los carros de pertrechos no podían siquiera comerse el heno, del cansancio. Muchos animales yacían muertos en las cunetas, entre filas de tumbas alemanas cavadas a toda prisa, cráneos, cadáveres medio descompuestos, trineos abandonados, vehículos incendiados. «Marchamos al paso que dicta la guerra —reflexionaba Kovalenko—. El caos es majestuoso, a su manera. Al contemplar este panorama de destrucción y muerte, mi alma se llena de dolor e impotencia.»[34]

Cuando la nieve volvió a cerrar los campos de batalla durante los últimos meses de 1943, los rusos mantuvieron una gran cabeza de puente al otro lado del Dniéper, alrededor de Kiev, y otra en Cherkassy. Los alemanes perdieron Smolensko el 25 de septiembre y sólo conservaron un punto de apoyo aislado en Crimea. El 6 de noviembre los rusos tomaron Kiev. Vasili Grossman describió un encuentro con los soldados de infantería, cerca de la ciudad destrozada, aquel mismo día:

El teniente Surkov, segundo al mando de aquel batallón, ha venido al puesto de mando. Lleva seis noches sin dormir. Tiene la cara cubierta por una espesa barba. No se aprecian en él rasgos de cansancio, porque aún es presa de la terrible excitación de la batalla. Quizá al cabo de media hora caerá dormido con el petate bajo la cabeza y entonces será del todo inútil tratar de despertarlo. Pero en este momento le brillan los ojos y su voz suena fuerte y nerviosa. Este hombre, que antes de la guerra había sido profesor de historia, parece arrastrar consigo el resplandor de la batalla del Dniéper. Me habla de los contraataques alemanes, de nuestros ataques, del fugado al que tuvo que sacar de la trinchera tres veces, que venía de la misma zona que él y que una vez fue su alumno: Surkov le había enseñado historia. Ahora, uno y otro participan en unos acontecimientos que los profesores de historia enseñarán a sus alumnos dentro de cien años[35].

Se había recuperado más de la mitad del territorio soviético conquistado por Hitler desde 1941. A finales de 1943, la Unión Soviética había contabilizado ya el 77 por 100 de su total de bajas en todo el conflicto, total que se acercó a los veinte millones de muertos. «¡Se ha roto el frente enemigo!», escribió un Kovalenko triunfante el 20 de septiembre[36]. «Estamos avanzando. Nos movemos despacio, a tientas. Hay trampas por todas partes, campos de minas. Hoy hemos avanzado catorce kilómetros. A las 14.10 se produjo un “malentendido menor”. Un grupo de nuestros aviones se confundió y bombardeó nuestra columna. Consternaba verlos disparar contra su propia gente. Los hombres caían heridos y muertos. ¡Qué mal!». El 3 de octubre añadió:

Nuestra organización, tanto en la marcha como en la acción, deja mucho que desear. En concreto, la coordinación de infantería y artillería es deficiente: los artilleros disparan al azar. [Hemos sufrido] bajas colosales. Sólo quedan sesenta hombres en cada uno de los batallones de nuestro regimiento. ¿Con qué se supone que vamos a atacar? Los alemanes resisten con ferocidad. Los soldados Vlasov [cosacos renegados] luchan a su lado. Carne de perro. Han apresado a dos, adolescentes, nacidos en 1925. No [deberíamos] preocuparnos, sino fusilar a los hijos de puta.

A los tres días escribió:

Avanzamos de nuevo, pero con escaso éxito; sólo avances ligeros aquí y allá. Tenemos pocos soldados de infantería y una desesperante escasez de proyectiles. Los alemanes queman todos los pueblos. Nuestras unidades de reconocimiento, que actúan en sus zonas de retaguardia, han sacado a un montón de civiles de los bosques donde se mantenían ocultos. Parecemos atascados en una ciénaga. ¿Cuándo saldremos de aquí? Lluvia, barro.

La unidad del capitán Nikolái Belov se hallaba en apuros similares: «El tiempo y el barro son espantosos. Nos tocará pasar el invierno en medio de los bosques y los pantanos. Hoy, hemos salido a las diez y sólo hemos recorrido unos seis kilómetros en veinticuatro horas. No hay munición. Los víveres escasean porque el suministro no llega. Muchos hombres caminan sin botas[37]».

Pocos soldados rusos encontraban motivos por los que alegrarse, porque sabían que aún debían recorrer muchos kilómetros hasta llegar a Berlín. Un oficial ya veterano, llamado Ignatov, escribió a su esposa quejándose de la falta de organización en el ejército: «Los soldados con los que luché en 1917-1918 eran mucho más disciplinados. Nos llegan reemplazos sin ninguna instrucción. Como veterano del viejo ejército, sé cómo debería ser un soldado ruso; cada vez que intento ponerlos en vereda, gruñen y se quejan de que soy severo con ellos. Nos enviaron a la batalla sin palas, aunque nos las habían prometido. Estamos hartos de promesas que ya no nos creemos[38]». A un suboficial de la unidad de Vladimir Pershanin lo envió, junto con su teniente, a recuperar las cápsulas identificadoras de ocho de sus hombres muertos cuando el oficial se desorientó y los condujo hasta el punto de mira de una ametralladora alemana: «¡Pedazo de cabrón! —exclamó el sargento, sin dirigirse directamente al teniente, pero escupiendo en su dirección—. ¡Ocho vidas a la mierda!»[39].

No obstante, los apuros por los que pasaban los alemanes eran mucho peores. «Esta mañana, la fuerza de combate de la XXXIX.a división de infantería se redujo a tan sólo seis oficiales y un grueso aproximado de trescientos hombres», escribió un comandante en un informe sobre el estado emocional de sus tropas, el 2 de septiembre: «Dejando aparte que sus fuerzas van a menos, el estado de fatiga de los hombres está generando una enorme ansiedad… Entre los soldados ha surgido tal estado de apatía que las medidas draconianas no logran el objetivo deseado. Sólo responden al buen ejemplo de sus oficiales y a una “persuasión amable[40]”». Durante la huida hacia el Dniéper se produjeron escenas terribles, cuando la disciplina se quebró de un modo nunca antes visto en la Wehrmacht. Según lo describió un soldado:

Hombres desesperados lo abandonaban todo en la orilla y se sumergían en las aguas intentando nadar hasta la otra ribera. Miles de voces gritaban hacia el agua gris y la otra orilla… Los oficiales, que habían conseguido mantener cierto autocontrol, organizaron a unos cuantos hombres más o menos conscientes, como pastores que intentan controlar un rebaño de ovejas enloquecidas… Oímos ruido de disparos y explosiones salpicadas de gritos espeluznantes[41].

Muchos hombres terminaron cruzando con balsas improvisadas.

Una vez más, el ejército alemán se reagrupó; una vez más, se preparó para defender una línea con férrea determinación. Aún les esperaban muchas más batallas. El oficial de blindados Tassilo von Bogenhardt reflexionaba sobre la paradoja de que casi todos sus hombres se habían resignado a morir, pero aun así, no habían perdido el ánimo. «Todo soldado alemán se consideraba superior a cualquier soldado ruso, aunque contaran con aquella brutal superioridad numérica. La retirada, lenta y ordenada, apenas nos deprimió. Teníamos la impresión de estar defendiéndonos bien.»[42] Pero Von Bogenhardt no tardó en caer gravemente herido y en ser capturado; de alguna manera, logró sobrevivir a su posterior cautiverio de tres años. En el frente oriental, 1943 supuso una catástrofe irremediable para los invasores, mientras que los ejércitos de Stalin ya veían clara su futura victoria.