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Asedio a Alemania
En los primeros días de septiembre de 1944, buena parte de los líderes aliados —con la notable excepción de Winston Churchill— suponía que a sus naciones les faltaban sólo unas pocas semanas para completar la conquista del Tercer Reich. Muchos alemanes eran de la misma opinión y se preparaban, con ánimo sombrío, a ver convertido su país en un campo de batalla. Un suboficial alemán llamado Pickers escribió a su esposa, en Saarlouis: «Tanto tú como yo vivimos en un constante peligro mortal. Yo ya he escrito el finis de mi vida, porque dudo que salga vivo de ésta. Así que me despediré de ti y de los niños[1]». El padre del soldado Josef Roller le escribió desde Tréveris: «He enterrado toda la porcelana y la plata y la alfombra grande en el establo. La alfombra pequeña está en el sótano de Annie. He tapiado la porcelana de Annie donde solía estar el vino. Ahí lo encontrarás todo si nos hubiéramos tenido que marchar, pero ten cuidado al cavar, que nada se rompa. Así, Josef, te deseo todo lo mejor y agacha bien la cabeza, saludos muy cariñosos y besos de todos. Papá[2]».
El pueblo alemán pensaba que, si los rusos se abrían paso por el este, todo estaba perdido. «Entonces no quedará otra que envenenarnos», le dijo una vecina de Hamburgo a Mathilde Wolff-Mönckeberg, con un tono «muy tranquilo, como si sugiriera preparar tortitas para la comida de mañana[3]». Es más sorprendente que algunos partidarios del nazismo siguieran aferrándose tercamente a la esperanza. Konrad Moser fue un niño evacuado a uno de los muchos albergues dispuestos para los chicos en su situación, emplazado en Eichstadt, al lado de un campamento de prisioneros de guerra, por la suposición de que era improbable que los Aliados bombardearan allí mismo. A finales de 1944, cuando Hans, su hermano mayor, se presentó para llevarlo de vuelta a casa, en Núremberg, el guardián del albergue lo acusó: «No sé para qué quieres llevártelo. ¡Tú no crees en la victoria final!». Hans Moser sacudió la cabeza y respondió: «Estoy de permiso del frente oriental». Llevó a Konrad de vuelta junto con sus padres, con los cuales éste sobrevivió a la guerra[4].
La mayoría de las ciudades alemanas ya había sido devastada por las bombas. El hijo de Emmy Suppanz estaba destinado en el frente occidental y recibió una carta de Marburgo en la que su madre le contaba cómo iba la vida local.
El Café Kaefer aún abre de 6.30 a 9 de la mañana y de 5 a 10 u 11 de la noche. Con el último ataque cayeron fragmentos de las molduras de yeso, pero, por raro que sea, los espejos aún no se han roto. Las ventanas del café y del piso de arriba han volado, claro. Burschi tenía dos conejos, uno blanco, grandote, llamado Hansi, y uno más pequeño al que aún no le habíamos dado nombre y que nos comimos hace quince días. La cocinera también quería matar a Hansi, pero no lo hizo. ¡Y ayer Burschi me vino con la noticia de que Hansi había tenido siete pequeñines! Sepp, la ciudad… estaba horrible[5].
Recibir tales noticias de casa minaba sobremanera la moral de los soldados que luchaban por sus vidas.
En el otro lado de la colina, el avance de los ejércitos aliados en Francia, entre el clamor de las multitudes, intoxicó hasta cierto punto a comandantes y soldados por igual. El soldado estadounidense Edwin Wood describió la euforia de aquella persecución:
Tener diecinueve años, tener diecinueve años y ser de la infantería, ¡tener diecinueve años y estar luchando por liberar Francia de los nazis en el verano de 1944! Aquella época de días azules, cálidos y despejados, en la que las abejas zumbaban en torno de nuestras cabezas y nosotros gritábamos frases extrañas con palabras que no entendíamos a hombres y mujeres que nos vitoreaban como si fuéramos dioses… En aquel momento de gloria, el sueño de la libertad vivía y nosotros medíamos tres metros de altura[6].
Sir Arthur Harris afirmó que, gracias al apoyo de los bombarderos de la RAF y la USAAF, los ejércitos habían disfrutado de un «paseo» por Francia[7]. Era una exageración grosera, característica de la retórica de los jefes del aire británicos y estadounidenses; pero sin duda era cierto que, en el otoño de 1944, los Aliados occidentales liberaron Francia y Bélgica con un coste de vidas humanas muy inferior al que habían previsto sus comandantes. Una avalancha de comunicaciones interceptadas por Ultra reveló la desesperación de los generales de Hitler y la ruina de sus fuerzas. Esto, a su vez, provocó en Eisenhower y sus subordinados una breve e injustificada despreocupación. Con los alemanes a punto de caer, parecía que asumir riesgos comportaría recompensas sin precedentes: Montgomery convenció a Eisenhower de que en su propio sector septentrional del frente había una oportunidad de lanzar un ataque que valdría la victoria en la guerra: se tomaría un puente sobre el Rin, en la ciudad neerlandesa de Arnhem, a través del cual las fuerzas aliadas podrían inundar Alemania.
Sigue siendo un foco de controversias feroces la cuestión de si los ejércitos aliados occidentales deberían haber sido capaces de ganar la guerra en 1944, a continuación del hundimiento de la Wehrmacht en Francia. Cabe la posibilidad de que, con una exhibición de energía más intensa por parte de la comandancia, el I.er ejército estadounidense de Hodges pudiera haber quebrantado la Línea Sigfrido en los alrededores de Aquisgrán. Patton creía que podría haber conseguido grandes cosas si sus tanques hubieran contado con el combustible necesario, pero no está tan claro: el sector meridional, en el que estaba desplegado su III.er ejército, era un terreno difícil; y hasta abril de 1945, los defensores aprovecharon una serie de posiciones montañosas y fluviales para contener el avance de Patton. Los aliados dedicaron los primeros días de septiembre —vitales— a recuperar el aliento tras el enorme esfuerzo de avance hacia el este. El VII.o ejército de Patch, que había desembarcado en el sur de Francia el 15 de agosto y había remontado el valle del Ródano ante una oposición ligera, se reunió con los hombres de Patton en Châtillon-sur-Seine el 12 de septiembre. El teniente general Jake Devers fue nombrado comandante del VI.o grupo de ejércitos, un nuevo grupo francoestadounidense desplegado por el flanco derecho de los Aliados. Ahora las fuerzas de Eisenhower controlaban un frente ininterrumpido desde el Canal hasta la frontera suiza.
Pero aún carecían de un puerto principal y utilizable. El sistema ferroviario francés había quedado destruido en su mayoría; algunos planificadores se quejaron de que los bombardeos previos al Día D habían sido excesivos, pero este juicio, según parece, sólo se podía hacer una vez que se había vencido la batalla de Normandía. El movimiento de combustible, munición y pertrechos para dos millones de hombres por el solo medio de las carreteras representaba problemas enormes: casi cada tonelada de abastecimiento debía recorrer cientos de kilómetros en camión desde las playas hasta los ejércitos, aunque Marsella pronto empezó a aportar una contribución relevante. «Hasta que conquistemos Amberes —escribió Eisenhower a Marshall—, no dejaremos de sufrir restricciones.»[8] Muchos tanques y vehículos necesitaban mantenimiento. De un modo similar a lo que ocurrió en 1940, cuando la euforia de la Wehrmacht permitió a los británicos escapar del continente, un estallido de la «enfermedad de la victoria» entre los Aliados permitió ahora que sus enemigos se reagruparan. Cuando Montgomery lanzó la Operación Market Garden, ambiciosa ofensiva sobre el Rin, los alemanes se habían puesto en pie otra vez. Su grave apuro estratégico seguía siendo irrecuperable, pero exhibieron una terquedad infatigable en la defensa local, unida a una agresividad muy enérgica en la respuesta a las iniciativas de los Aliados.
El 17 de septiembre, tres divisiones aerotransportadas aliadas descendieron sobre Holanda: a la LXXXII.a y CI.a divisiones estadounidenses se les encomendó tomar los pasos de ríos y canales entre la primera línea aliada y Arnhem; a la I.a división aerotransportada británica se le encargó capturar el puente del Rin y mantener un perímetro alrededor: toda la formación bajó a una zona situada al norte del gran río. Las acciones estadounidenses tuvieron éxito, en su mayor parte, aunque las demoliciones alemanas en Zon provocaron retrasos mientras se levantaba en su lugar un puente portátil Bailey de sustitución. Los británicos, por el contrario, lejísimos de la fuerza de socorro de Montgomery, corrieron dificultades de inmediato. Ultra había revelado que los restos de la IX.a y X.a divisiones Panzer SS se estaban pertrechando de nuevo en Arnhem. Los comandantes aliados no les daban mayor importancia, porque esas formaciones habían sufrido mucho en Normandía, pero los alemanes respondieron al súbito asalto británico con su violencia característica, no por habitual menos impresionante. Una agrupación improvisada de fuerzas locales aprontó posiciones de bloqueo que demoraron mucho la aproximación de los paracaidistas al puente; Model, el «bombero» favorito de Hitler para el frente oriental, estaba a mano para dirigir la respuesta alemana. Algunos elementos de la I.a división aerotransportada desplegaron una deficiencia clara de pericia táctica y coraje: mientras intentaban entrar en Arnhem, los dividieron e hicieron pedazos; incluso el breve número de vehículos blindados alemanes situado al alcance de la ciudad fue capaz de apalear a unidades aerotransportadas que tenían pocas armas anticarro y ningún tanque.
El batallón solitario que llegó hasta el puente sólo pudo aguantar posiciones en su extremo norte, separado de la fuerza blindada de apoyo por el Rin y un número cada vez más elevado de alemanes. La decisión británica de lanzar a la I.a aerotransportada fuera de Arnhem impuso una pausa de cuatro horas entre la apertura de las primeras sombrillas de los paracaídas y la llegada del teniente coronel John Frost al puente, a pie; esto ofreció un margen de tiempo ciertamente demasiado generoso a los alemanes, que pudieron emplear sus vehículos para responder. Los británicos quizá podrían haber capturado el paso del Rin arrojando por sorpresa equipos de planeadores directamente sobre el objetivo, tal como habían hecho los alemanes en Holanda, en 1940, y los propios británicos en el canal de Caen el Día D. Una iniciativa como ésta habría costado vidas, desde luego, pero muchas menos que las que se perdieron abriéndose paso hasta Arnhem. Tal como se desarrolló la acción, desde la tarde del 17, los británicos del interior y los alrededores de la ciudad tan sólo luchaban por la supervivencia, tras haber renunciado a toda esperanza realista de cumplir con sus objetivos.
Aun así, en el planteamiento de Montgomery había otro defecto todavía mayor, que probablemente habría frustrado sus ambiciones incluso si los paracaidistas británicos se hubieran hecho con el control de ambas orillas del puente: la fuerza de apoyo necesitaba cubrir los noventa y cinco kilómetros que separaban Arnhem del canal Alberto en tan sólo tres días, pero teniendo acceso únicamente a una sola carretera holandesa. Era imposible avanzar campo a través, porque el terreno era demasiado blando para los carros blindados. A los pocos minutos de cruzar la línea de salida, la división de la guardia acorazada se encontraba en problemas: los tanques de cabeza quedaron fuera de combate por las armas anticarro alemanas, y la infantería británica de apoyo estaba aprisionada en tiroteos locales. Las formaciones aerotransportadas estadounidenses hicieron cuanto se esperaba de ellas en la toma de los pasos cruciales, pero el avance de los Aliados no tardó en retrasarse. Los alemanes pudieron organizar sus propios despliegues con un conocimiento pleno de las intenciones aliadas, porque habían encontrado el plan de la Operación Market Garden en el cadáver de un oficial del estado mayor estadounidense, que tuvo la imprudencia de llevarlo consigo al combate; al cabo de unas horas, el documento llegó a la mesa de Model, quien sacó todo el partido posible a la información.
El 20 de septiembre, cuando el XXX.o cuerpo alcanzó Nimega con retraso sobre lo previsto, los paracaidistas de la LXXXII.a aerotransportada de Gavin emprendieron un vadeo heroico del río Waal, en botes de asalto y bajo un fuego devastador; se hicieron con el control de un perímetro en la otra orilla que permitió a los tanques de la guardia blindada cruzar el puente, milagrosamente intacto. Entonces se produjo otra demora de 24 horas —incomprensible para los estadounidenses— antes de que los británicos se sintieran capaces de reanudar el asalto de Arnhem. En realidad, el retraso carecía de importancia, porque la batalla ya se había perdido: los alemanes habían concentrado sus fuerzas para defender los caminos de aproximación por el sur. La resistencia residual de los paracaidistas británicos en la otra orilla era irrelevante y Montgomery reconoció el fracaso: en la noche del 25 de septiembre, los transbordadores llevaron a unos dos mil hombres de la I.a división aerotransportada a la otra orilla del Rin, más abajo de Arnhem, mientras otros dos mil hombres llegaron a lugar seguro por otros medios. Quedaron atrás seis mil hombres, convertidos en prisioneros. Se calcula que murieron 1485 paracaidistas británicos, aproximadamente el 16 por 100 de cada unidad implicada, y la I.a división aerotransportada se deshizo. En la sección aérea, durante esta operación murieron 474 hombres, mientras que, entre los estadounidenses, la LXXXII.a aerotransportada sufrió 1432 bajas y la CI.a, 2118. Entre los alemanes murieron 1300 hombres. A todo ello hay que sumar la muerte de 453 civiles holandeses, muchos de ellos a consecuencia del bombardeo aliado.
Los defensores de Market Garden, entre los que destacó el propio Montgomery, afirmaron que la operación había logrado un éxito importante al dejar a los Aliados en posesión de una cuña profunda, insertada ya en Holanda. Esto carecía de sentido, puesto que se trataba de un callejón sin salida, que no llevó a los Aliados a ninguna parte hasta febrero de 1945. Durante las ocho semanas posteriores a la batalla de Arnhem, las dos divisiones aerotransportadas estadounidenses tuvieron que luchar con dureza para mantener el territorio conquistado en septiembre. El asalto de Arnhem fue un concepto equivocado y sin apenas probabilidades de éxito. Los comandantes británicos encargados de ejecutarlo, especialmente el teniente general Frederick «Boy» Browning, mostraron una desastrosa incompetencia y se hicieron merecedores de la destitución, no de los honores que recibieron.
El error clave de Montgomery fue sucumbir a las ansias de gloria que a menudo separaron a los comandantes aliados de los intereses estratégicos más favorables a su causa. El general Jake Devers, uno de los comandantes de grupos de ejércitos más capaces —aunque menos renombrados— de la guerra, escribió más adelante que era inevitable que surgieran diferencias entre las naciones, con respecto a los modos y maneras de conseguir el objetivo común de derrotar al enemigo:
Esto no sólo es cierto de los hombres situados en el nivel político más alto… [sino que] es un rasgo natural de los profesionales de la milicia… Es irrazonable esperar que los representantes militares de las naciones que sirven bajo un mando unificado subordinarán libre y prontamente sus propios punto de vista a los de un comandante de otra nacionalidad, a no ser que el comandante… los haya convencido de que ello va a favor de sus intereses nacionales, individual y colectivamente[9].
Como Eisenhower carecía de una visión determinante propia, a menudo sus subordinados tuvieron libertad de perseguir su propia visión. La ambición personal de Montgomery era encabezar un golpe ganador y ello, fortalecido por su engreimiento, le hizo emprender la única gran operación para la cual los ejércitos aliados podían ofrecer apoyo logístico aquel otoño a través del terreno menos adecuado para su éxito final. No supo reconocer que limpiar los caminos de acceso al río Escalda —lo que permitiría emplear Amberes como base de abastecimiento de los Aliados— era un objetivo mucho más importante, y asequible, para su XXI.er grupo de ejércitos. Por emplear la frase hecha, al apostar por la toma del puente del Rin los jefes aliados comieron con los ojos, sin pensar en lo que en verdad les habría sentado mejor.
Al tener noticia del fracaso de Arnhem, un agricultor británico, Muriel Green, confió a su diario un impulso depresivo como el que en aquel momento afectaba a todas las naciones aliadas: «Todos pensábamos que la guerra estaba a punto de acabar y ahora nos enteramos de este enorme sacrificio de vidas, que me hace sentir fatal. Supongo que, al dar por sentado que ganaremos, estos desastres parecen aún peores[10]». Cuando la guerra entró en su fase final, a las familias les resultó aún más difícil aceptar la pérdida de aquellos seres queridos con los que anhelaban compartir los frutos de la paz. Ivor Rowberry, un contador en prácticas de veintitrés años, que murió mientras servía como señalero del regimiento de South Staffordshire, dejó escritas para sus padres palabras que reflejaban los sentimientos de muchos combatientes de muchas naciones:
Esto… es una carta que esperaba que no recibierais nunca… Mañana entramos en combate. A esta hora no sé aún exactamente qué tarea nos corresponderá, pero sin duda será una peligrosa en la que se perderán muchas vidas; la mía podría ser una de esas vidas. En fin, mamá, no tengo miedo a morir. Me gusta esta vida, claro; en los dos últimos años he planificado y soñado y concebido un futuro perfecto para mí. Habría preferido que ese futuro se materializara, pero no será lo que yo quiera, sino lo que Dios quiera, y si al sacrificar todo esto dejo un mundo ligeramente mejor de lo que lo encontré, estoy plenamente dispuesto a asumir ese sacrificio. No me entiendas mal, mamá, no soy un patriota de los que agitan la bandera… Inglaterra es un gran pequeño país —el mejor que existe—, pero, sinceramente, no puedo decir que «vale la pena combatir por ella». Tampoco logro imaginarme a mí mismo en el papel de un cruzado galante que batalla por la liberación de Europa. Sería un pensamiento bonito pero sólo me estaría engañando a mí mismo. No, mamá, mi mundo es pequeño y se centra en ti, e incluye a papá, a todos los de casa y mis amigos de W[olverhamp]ton. Por eso sí vale la pena combatir; y si combatir refuerza vuestra seguridad y mejora vuestra suerte de un modo u otro, entonces también vale la pena morir por eso[11].
Las esperanzas aliadas de entrar en Alemania —e incluso de ganar la guerra en 1944— no se fueron a pique de golpe en los últimos días de septiembre con el fracaso de Market Garden. No, fueron hundiéndose poco a poco, durante las semanas posteriores, a medida que los Aliados se atascaban en un mar de fango y decepciones locales. Se ha prestado un exceso de atención histórica al fracaso del asalto de Arnhem; incluso si Montgomery se hubiera apoderado de un puente sobre el Rin, es poco plausible que lo pudiera haber aprovechado para abrirse paso hasta el interior de Alemania. Había posibilidades más prometedoras en el camino del I.er ejército estadounidense, de Hodges, en torno de Aquisgrán, justo en el interior de la frontera alemana; a principios y mediados de septiembre, este sector, el más próximo al Muro Occidental de Hitler, apenas contaba con defensas; pero entre el 12 y el 15 los estadounidenses fracasaron en una serie de intentos, poco convincentes, de abrir brecha. Hodges fue el menos impresionante y contundente de los comandantes del ejército estadounidense y sus operaciones de otoño se dirigieron con una notable torpeza; se necesitaron otras cinco semanas hasta que el I.er ejército ocupó las ruinas de Aquisgrán. Si Patton hubiera sido el comandante en la zona, habría habido más posibilidades de abrir una brecha en el Muro Occidental. Pero el III.er ejército de Patton batalló en Metz todo el mes de septiembre, maldiciendo la lluvia incesante y sin lograr más frutos que el de ir aumentando la lista de bajas.
El siguiente error grave de Hodges fue lanzar a su ejército a dos meses de combate desesperado y sangriento para limpiar el bosque de Hürtgen, que se pensaba amenazaba su retaguardia y su flanco derecho; cuatro divisiones estadounidenses se sucedieron en la zona para cosechar penalidades, bajas de gravedad e índices de fatiga de combate cada vez más elevados entre el espeso boscaje. Los alemanes no cedían terreno e impusieron un precio elevado para cada pequeña conquista; cuando el I.er ejército emergió por fin a la llanura del Ruhr, en los primeros días de diciembre, no quedaban esperanzas de una victoria rápida. Los ejércitos de Montgomery, entre tanto, se vieron obligados a dedicar el otoño a limpiar el estuario del Escalda con el fin de abrir Amberes. Esta tarea quizá se podía haber completado en unos pocos días de mediados de septiembre, cuando el enemigo carecía de orden; pero en octubre y noviembre costó semanas de duros combates en terrenos anegados. Una y otra vez, las unidades lanzaron sus ataques por pasos elevados estrechos y abiertos que los exponían al fulminante fuego alemán.
El estuario de Escalda no lo defendía la Panzer SS ni formaciones de infantería de élite, sino la LXX.a división «Pan blanco», integrada por casos médicos, que un oficial de la marina alemana describió como «una chusma apática e indisciplinada». Pero no hacía falta demasiada pericia para disparar morteros y ametralladoras contra unos atacantes expuestos a la vista de todos; durante varias semanas, estos enfermos, con sus dolencias, frustraron a las mejores tropas del ejército canadiense. El oficial al mando de los Queen’s Own Rifles de Canadá describió
la absoluta miseria de las condiciones y el enorme coraje exigido para hacer las cosas más simples. Los ataques debían realizarse sobre diques barridos por la artillería enemiga. Atravesar el polder significaba vadear, sin posibilidad de ocultación, por un agua que a veces llegaba hasta el pecho. El fuego de mortero, que los alemanes manejaban como maestros, batía todos los puntos de reunión… Para los fusileros era un combate muy peculiar, porque no había grandes batallas decisivas sino sólo una lucha continua e incesante[12].
En su mayoría, los ataques debían realizarlos fuerzas reducidas al tamaño de una sección, que avanzaban en fila de a uno. El fuego automático alemán era tan letal que la proporción de muertos con respecto a heridos era un 50 por 100 más elevada de lo habitual.
Tras una semana de combate en la bolsa de Breskens, una sola brigada canadiense perdió a 533 hombres, entre ellos 111 muertos. A finales de noviembre, una división asignada a la zona había sufrido la baja de 2077 hombres, incluidos 544 muertos o desaparecidos, y la otra tuvo 3650 bajas en treinta y tres días, 405 hombres de cada uno de sus batallones de rifles. Esto representaba un índice de bajas casi tan grave como el que las tropas canadienses padecieron en noviembre de 1917, en la batalla de Passendale, que por lo general se destaca como una de las peores experiencias de la Primera Guerra Mundial. Incluso los defensores alemanes sin especialización podían conservar una línea en un paisaje en el que los blindados no podían operar, los búnkeres protegían de todo cuanto no fueran impactos directos y el panorama sin árboles impedía toda sutileza táctica.
El asalto anfibio del 1 de noviembre contra la isla de Walcheren fue un asunto desordenado y costoso, que requirió una semana de duros combates antes de que los alemanes se rindieran. El primer convoy aliado que desembarcó en Amberes no llegó hasta el 28 de noviembre; dado el impacto decisivo de los problemas de abastecimiento en los ejércitos aliados desde finales de agosto, y el milagro de que los muelles de Amberes se hubieran conquistado intactos en septiembre, la incapacidad de tomar las vías de acceso por el Escalda se convirtió en la mayor equivocación aislada de toda la campaña. La responsabilidad cabe achacarla a toda la cadena de mando de los Aliados, de Eisenhower hacia abajo. Pero era Montgomery el que tenía la responsabilidad operativa, el general que se tenía a sí mismo por un maestro de la guerra, y es a él a quien debemos atribuir el grueso de la culpa: «En invierno, los estadounidenses habían dejado de reírle las gracias a Monty —dijo el teniente general sir Frederick Morgan— y en los casos de [Bedell] Smith y Bradley… el desprecio había dado paso a un odio activo[13]».
Los Aliados occidentales perdieron una ocasión menor de entrar en Alemania en septiembre —menor, pues la probabilidad sugiere que carecían del potencial de combate suficiente para ganar la guerra en 1944— porque sucumbieron a la euforia del triunfo en Francia. No supieron aportar la energía e imaginación necesarias para improvisar recursos con los que superar sus problemas de abastecimiento, a diferencia de lo que quizá habría hecho un ejército alemán al ataque. También cabe decir que los cuantiosos recursos asignados a las operaciones del Pacífico en 1944, en contra de la estrategia de «Primero, Alemania», negaron a Eisenhower el margen de hombres y barcos que tal vez habría permitido a sus ejércitos asestar un golpe ganador. Tanto el ejército estadounidense como el británico sufrían una escasez crónica de fuerzas de infantería y un sobrepeso de unidades redundantes, anticarro y antiaéreas. En el XXI.er grupo de ejércitos, de Montgomery, estas unidades absorbían a 47 120 hombres muy valiosos, el 7,1 por 100 de la fuerza total, mientras que en Normandía sólo 82 000 de los 662 000 soldados británicos desplegados eran fusileros[14]. En el transcurso del invierno se desmontaron algunas unidades antiaéreas y anticarro y su personal se transfirió a la infantería, pero hasta el final de la campaña fueron demasiado escasos los soldados británicos y estadounidenses que combatían y demasiado numerosos los que desempeñaban papeles marginales. La táctica aliada recibía una influencia negativa tanto más intensa cuanto más prisioneros quedaban sus ejércitos de sus propios vehículos.
Los angloestadounidenses no supieron convertir una gran victoria en una victoria decisiva y pagaron por ello en los meses de combate que siguieron. Wacht, el periódico del XIX.o ejército alemán, escribió el 1 de octubre:
A lo largo de toda esta guerra, los ingleses, y más aún los estadounidenses, han intentado evitar que el sacrificio de vidas fuera muy elevado… Aún les da miedo la entrega sin reservas, el verdadero sacrificio del soldado… La infantería estadounidense sólo ataca con una gran punta de lanza blindada y sólo inicia un asalto después de una gran avalancha de bombas y proyectiles. Y si entonces aún se encuentran con resistencia por parte de los alemanes, cancelan el ataque de inmediato y lo intentan otra vez al día siguiente, con su enorme potencia de fuego[15].
Aunque el punto de vista era interesado, no era del todo incorrecto.
En la Europa occidental, el invierno de 1944 resultó ser uno de los más húmedos en varias décadas. Desde el mes de octubre, las condiciones meteorológicas reforzaron a los alemanes e impusieron el estancamiento a lo largo del frente. «Mi querido general: estoy harto hasta no poder más de tanto mal tiempo», escribió Eisenhower a Marshall el 11 de noviembre[16]. Aunque las condiciones eran negativas para todos los combatientes, perjudicaban más a los Aliados porque ellos intentaban avanzar, pero la inundación del terreno impedía moverse con rapidez campo a través; los tanques y otros vehículos se arrastraban penosamente entre un barro que les llegaba hasta el protector de la oruga y el cubo de la rueda; las operaciones aéreas quedaron radicalmente limitadas y los alemanes sacaron partido de todos los obstáculos acuáticos. Los británicos procuraban controlar al máximo el número de bajas, puesto que sus ejércitos se reducían con el agotamiento de las reservas de mano de obra nacional; pasaron el invierno avanzando lentamente por la Holanda oriental, a veces sin progresar nada en varias semanas. Nimega está a menos de sesenta kilómetros de Wesel, pero con el bosque de Reichswald entre medio; pasaron siete meses entre la captura de la antigua ciudad, que se produjo el 20 de septiembre de 1944, y el paso del Rin por Wesel, el 23 de marzo de 1945.
Pese a la enorme celebridad de Patton, su ejército cruzó muy lentamente Alsacia-Lorena y no llegó a la frontera alemana hasta mediados de diciembre. A su derecha, el VI.o grupo de ejércitos del general Jake Devers encontró una resistencia feroz de los alemanes que defendían un perímetro en la orilla occidental del alto Rin, la denominada «bolsa de Colmar». El soldado William Tsuchida, sanitario en los Vosgos, escribió a sus padres:
Toda esta historia es un verdadero caos. Mi cabeza es una mezcla confusa de incidentes, los miedos básicos de la noche y la espera durante el día. El resto lo olvidaría ahora mismo porque está podrido del todo. Confío en que todos los que en esta guerra tienen tareas cómodas se den cuenta de los horribles días y noches que los hombres del frente tenemos que pasar ahí fuera… A veces entro en tal estado de confusión que me obligo a mí mismo a leer algo en cuanto puedo, como una revista o una carta vieja. Todo se reduce a preguntarte si deberías comer ahora o mejor más tarde y confiar en que esta noche podrás dormir en un sitio seco y no perder la esperanza de que las bajas se irán reduciendo. Todo es no perder la esperanza, la esperanza[17].
Bill True, soldado de primera de una división aerotransportada, quedó muy emocionado cuando —una tarde, entre las varias batallas de Holanda— una niña se acercó al hoyo que ocupaba junto con otro hombre y les entregó dos almohadas. Fue un gesto minúsculo e inocente hacia las comodidades de la civilización que, de otro modo, parecían inconmensurablemente remotas.
Los Aliados continuaron teniendo dificultades de abastecimiento incluso después de que los barcos empezaran a descargar en Amberes. Los soldados angloestadounidenses requerían alimentos y enseres en una cantidad muy superior a lo que sus enemigos juzgaban necesario; para controlar hasta los objetivos más locales y modestos se empleaba una prodigiosa reserva de munición. Las tropas de Eisenhower que avanzaron por Europa se comportaron mucho mejor que las rusas, pero casi todos los soldados que viven con temor a morir muestran una indiferencia cruel hacia la propiedad ajena; un médico holandés describió su disgusto al ver cómo la ciudad de Venray, situada justo detrás de la primera línea del frente holandés, había sido ocupada por soldados británicos: «No hay palabras para describir lo horrorizado que me sentí al ver que la ciudad había sido saqueada y destruida. Se lo expuse a un oficial inglés, ya mayor, cuyas palabras hablan por sí solas: “Lo siento mucho y estoy muy avergonzado, aquí el ejército ha perdido su reputación[18]”».
La matanza de prisioneros no se institucionalizó nunca, a diferencia del frente oriental, pero los hombres de Eisenhower también cometieron excesos. Un soldado canadiense describió su experiencia en Holanda con una patrulla que capturó a ocho tanquistas alemanes que, habiendo desmontado de su carro, intentaban regresar a sus líneas. Su oficial hablaba buen inglés y los enemigos charlaron algunos minutos sobre el frío y cómo les gustaría poder encender una hoguera. Acababan de pasar por una granja, dijo el oficial, donde quizá hubiera aguardiente y un cerdo. ¿Y si lo asaban? El canadiense dijo, un tiempo más tarde: «La guerra se había acabado para él y me pareció que estaba contento». Pero entonces, de pronto, el teniente que dirigía la patrulla se dirigió al artillero de la Bren y dijo: «Ametrállalos». El oficial alemán que había estado haciendo broma
fue como si corriera un poco hacia delante y cruzó los brazos frente al pecho y dijo algo, y el tío de la Bren la desató sin más… Había dos, creo, que aún se movían como un salmón boqueante, y el tío aquel al que llamábamos «Blanquito», uno de Cape Bretón —lo llamábamos «Blanquito» porque siempre se las daba de lo buen minero que era— les disparó a los dos con su pistola… Probablemente lo añadieron a nuestra historia, supongo, como una patrulla alemana eliminada. Y ninguno le dio mucho a la cabeza… Pero tienes que saber que, un año antes, de haber estado yo ahí, habría vomitado hasta la primera papilla[19].
Las fuerzas aliadas se fueron acercando a la frontera alemana metro a metro y siempre penosamente. Durante un ataque en Alsacia, en el mes de noviembre, a los pocos segundos de encontrarse con el fuego devastador de las metralletas alemanas, el soldado Robert Kotlowitz descubrió que era el único superviviente no herido de su sección:
Lo que recuerdo de ese momento, cuando empecé a sentir una desorientación total, es el olor de un pegote de barro en las ventanas de la nariz… cómo se me secó de pronto la saliva en la boca y me provocó una deshidratación instantánea; con qué intensidad sentía mi propio cuerpo, como si lo estuviera transportando como una carga; mi cuerpo flaco y atenuado, estirado en el suelo, a la espera; la presencia pesada de unos miembros que salían de ese cuerpo; mi cráneo con el casco, el torso que se agita y la vulnerable entrepierna. Los tiernos genitales hechos un ovillo, como un punto muerto, en la pelvis; y la vejiga inflada, ardiendo… El ruido de las ametralladoras y las armas de bajo calibre, de los hombres que piden ayuda o gritan de dolor o terror: las voces de nuestros propios hombres, al principio irreconocibles, extrañas en la altura y el timbre. Y el zumbido en el interior de mi cabeza, que intenta ahogar los sonidos que proceden de mi alrededor[20].
Kotlowitz quedó inmóvil hasta la noche, cuando lo evacuaron los médicos, que lo consideraron un caso de fatiga de combate. No volvió a servir en la primera línea. El teniente británico Tony Finucane describió cómo un batallón «avanzaba hasta contactar» con el enemigo en Holanda:
Nos desplegamos por la llanura en lo que parecía (así lo sentíamos) un paseo agradable en una tarde soleada. De pronto, cerca del objetivo, cuando los hombres buscaban sus palas para enterrarse bien antes de que cayera la noche, vimos a un centenar de metros por delante de nosotros a un montón de hombres de gris que avanzaban en una formación similar. ¡Imagínate! ¡Dos batallones cara a cara en un espacio abierto! A los pocos momentos empezó una auténtica batalla de infantería, con sus armas menores, ¡todo un pandemónium! No teníamos artillería de apoyo, el enemigo (al que solíamos llamar entre nosotros «el astuto huno») abrió fuego con lo que parecía un cañón antiaéreo de veinte milímetros. Pero luego, allí, en el pares o nones, nosotros éramos mejores que ellos. Se retiraron casi un kilómetro[21].
Pero cada una de estas escaramuzas, aunque se venciera, causaba una pérdida de impulso y pérdidas irreemplazables para los británicos. Cuando Finucane se encontró al fin en la alemana Cléveris, en diciembre, su sección había quedado reducida de treinta y cinco hombres a tan sólo once. Cuando su general de brigada visitó las posiciones adelantadas y se le contó cuánto se había reducido la fuerza de fusileros, dijo, con un suspiro: «Es lo que le digo una y otra vez al general. Las bajas no parecen muchas si se considera el número total de hombres implicados, pero son todas de tropas de combate[22]». A Alan Brooke se le oyó decir que deseaba que las circunstancias hubieran situado a los británicos a la derecha, y no a la izquierda de la línea de Eisenhower. El jefe del estado mayor imperial general creía que había oportunidades al sur, que el ejército de Montgomery podría haber aprovechado con más eficacia que los estadounidenses[23]. En esto, no hay duda de que se equivocaba. Su punto de vista sólo era reflejo de una manifestación de mutua desconfianza entre los ingleses y los estadounidenses, que devenía más pronunciada cuando los generales de cada una de las dos naciones examinaban, con aire sombrío, los fracasos y decepciones de la otra.
Aquel invierno, Stalin —no deja de ser curioso— mostró más entusiasmo por la aportación occidental a la guerra que en cualquier período precedente; ello a pesar de las tensiones que provocó entre los aliados la negativa rusa a ayudar a los polacos, enredados en el poco prudente levantamiento de Varsovia. «Este año pasado ha aparecido un nuevo factor en la lucha contra la Alemania de Hitler», dijo en una conferencia del partido el 6 de noviembre, en Moscú,
el hecho de que el Ejército Rojo no ha estado combatiendo a los alemanes en solitario, como ocurría antes. La conferencia de Teherán no se celebró en vano. Sus resoluciones sobre la ofensiva conjunta contra Alemania por el oeste, el este y el sur se están llevando a cabo con verdadera convicción. No hay duda de que, sin el segundo frente de Europa, que ha implicado hasta setenta y cinco divisiones alemanas, nuestras fuerzas no habrían sido capaces de romper con tanta rapidez la resistencia alemana y de expulsar a los ejércitos alemanes de nuestro país. Igualmente, sin la poderosa ofensiva de verano del Ejército Rojo, que afectó hasta a doscientas divisiones alemanas, nuestros aliados habrían sido incapaces de expulsar con tanta rapidez a los alemanes de la Italia central, Francia y Bélgica. El desafío, clave para la victoria, es mantener a Alemania entre las garras de los dos frentes.
En diciembre, con la llegada de la nieve, los ejércitos de Eisenhower se habían resignado a pasar el invierno temblando de frío y sin reanudar la ofensiva hasta que las condiciones lo permitieran. Para los civiles resulta difícil comprender las penalidades de una existencia en el exterior, semana tras semana y mes tras mes en tales condiciones. «Con la tienda y la ropa mojadas y medio heladas —escribió el soldado estadounidense George Neill—, me sentía tan entumecido que apenas me importaba lo que me pudiera pasar». En su hoyo, y en la oscuridad, «la temperatura llegaba muy por debajo de cero. El fango semihelado del fondo de la trinchera se congeló como una piedra. Nos limitábamos a quedarnos allí en posición fetal y maldecíamos para nosotros mismos… Mis colegas y yo coincidíamos en que sería imposible exagerar qué poca esperanza teníamos, qué pesares pasábamos, qué deprimidos nos sentíamos[24]». Tales fueron las condiciones normales para millones de hombres a los dos lados del frente entre octubre de 1944 y marzo de 1945. La dolencia del «pie de trinchera» se convirtió en endémica, sobre todo en las formaciones cuyo ánimo era escaso y que, por lo tanto, atendían poco a la disciplina higiénica. También era habitual la disentería. El (mal) funcionamiento de los procesos de excreción se convirtió en la obsesión de millones de hombres privados del control de sus intestinos. En las condiciones del campo de batalla, muchos hombres no llegaban a tiempo a una letrina, ni siquiera a bajarse los pantalones antes de defecar.
Si ya era penoso combatir, más penoso aún resultaba hacerlo con ropas sucias. Para los hombres de los blindados la situación podía ser particularmente indigna. Según el conductor de un carro alemán: «A través de mi ranura de visión exterior, vi muchos espectáculos hilarantes de soldados valerosos que se aferraban, por su vida, a la torreta de un Panzer en movimiento, con los pantalones en los tobillos y apretando los dientes en un intento desesperado de hacer lo que era casi imposible[25]». El infante Guy Sajer perdió el control intestinal durante la retirada del Don y se acostumbró, como todos los compañeros que viajaban en su mismo camión, a dar tumbos entre la nieve sucio de sus propios excrementos. El soldado de primera Donald Schoo sufrió la misma odisea durante la batalla de las Ardenas. Tras defecar en una caja de municiones, de madera, «el trasero te dolía demasiado para limpiarte así que te levantabas los pantalones y volvías al hoyo, sin más. Nadie se quejaba de tu olor porque todos olían mal[26]».
Robert Kotlowitz estaba agazapado en una trinchera, en Alsacia, cuando los intestinos le explotaron de repente. Dio un salto afuera, se bajó los pantalones y se puso en cuclillas. Su compañero gritó: «¡Por Dios santo! ¡Vuelve a tu sitio!». Kotlowitz, absorto en las exigencias de su cuerpo, le miró con pena.
Entonces hubo el extraño y agresivo ruido de un rifle disparado muy cerca y una bala impactó en el suelo unos pocos pies por detrás de mí, surcando la tierra… Miré hacia delante desde mi posición acuclillada, protegiéndome los ojos con la palma de la mano. Pude ver a un soldado alemán, al que veía de cintura para arriba… a unos doscientos metros de distancia… se estaba riendo. Todo me quedó muy claro: su risa, los detalles de su ropa, los hombros levantados por las hombreras, el cuello alto, la cabeza desnuda. Me pareció incluso verle los dientes… Entonces sonó otro disparo que también falló claramente. Hizo volar la tierra otra vez. Pero ahora yo estaba de pie, agarrándome los pantalones, y al cabo de un segundo estaba en la trinchera… Creo que el hijo de puta falló el tiro a propósito… solo quería divertirse un poco para aliviar el aburrimiento general de aquella tarde y coincidió que yo fui su diversión[27].
Para los que sufrieron heridas intestinales, la indignidad era aún mucho más dura. La enfermera del ejército estadounidense comentó que algunos pacientes de su hospital de campo soportaban la pérdida de miembros con estoicismo, mientras que los que habían padecido una colostomía, a menudo «rompían a llorar al ver sus heces en una bolsa[28]». No había límites a las penalidades provocadas por las balas, los explosivos de gran intensidad, la enfermedad y la vulnerabilidad a los elementos.
En el invierno de 1944, Hitler sabía que se avecinaba otra ofensiva soviética. Hizo caso omiso de las restricciones impuestas por el tiempo y por su propia escasez de recursos y resolvió acometer brutalmente a los ejércitos de Eisenhower antes de encararse con la ofensiva rusa. Aunque sus generales se opusieron enérgicamente, desató una ofensiva occidental en la peor estación del año y en el punto menos esperado para los Aliados: el bosque de las Ardenas, en la frontera de Alemania, Bélgica y Luxemburgo. El objetivo era llegar a Amberes para dividir el frente aliado. Para tal fin, se crearon dos nuevos ejércitos blindados, se reunió a treinta divisiones nuevas y se almacenaron preciosas reservas de combustible. «Si sois valerosos, diligentes y hábiles —decía una orden del día al helado grupo de los Volksgrenadier, el 16 de diciembre—, montaréis vehículos americanos y comeréis buenos alimentos americanos. Pero si sois estúpidos, cobardes y parados, entonces tendréis que recorrer con frío y hambre todo el camino de aquí al canal de la Mancha.»[29]
Dos días más tarde, el 18, se inició la operación Herbstnebel («Niebla de Otoño») contra el sector más débil del I.er ejército estadounidense, de Hodges. La sorpresa estratégica y táctica fue absoluta y logró abrir una brecha de sesenta y cinco kilómetros de anchura, mientras las tropas estadounidenses, llevadas por el pánico, huían en desbandada frente a la Panzer SS; entre la espesa niebla, las fuerzas aéreas aliadas eran impotentes y veían anulada su capacidad de intervención. A los dos días, las tropas alemanes entraban en tropel por el enorme agujero[*22] abierto en la línea estadounidense. Gran parte de la responsabilidad debe atribuirse al jefe de inteligencia de Eisenhower, el general de división británico Kenneth Strong, que no supo percibir la importancia de la acumulación de fuerzas alemanas en las Ardenas, desvelada por Ultra: Strong le dijo al comandante supremo que las formaciones alemanas identificadas en la zona no hacían más que descansar y reorganizarse. El fallo fundamental, compartido por muchos jefes militares tanto estadounidenses como británicos, fue haberse convencido de que dominaban por completo la campaña y haber dado por sentado que los alemanes no podrían emprender ninguna ofensiva relevante.
El teniente Tony Moody fue uno de los incontables jóvenes estadounidenses que se vieron apabullados por la experiencia de la retirada:
Al principio, no tenía miedo. Me fui asustando; era la incertidumbre; no teníamos misión, no sabíamos dónde estaban los alemanes. Estábamos muy cansados, sin comida, con poca munición. Había pánico, caos. Si tienes la impresión de que te rodean unas fuerzas abrumadoras, sales huyendo como puedes. No tenía ánimo, me sentía fatal. Estaba congelado. Lo pasaba muy mal. Sólo podía pensar: «Ay, Dios mío, ¿qué me pasa? ¿Cuánto podré aguantar?». De pronto me quedé solo y me alejé de allí, a trompicones. Acabé dando con la base de asistencia de un batallón y me hundí allí mismo… dormí veinticuatro horas. El cerebro hace desaparecer un montón de imágenes pero recuerdas la sensación de desesperanza, de que todo está perdido. Te quieres morir. Sentíamos que los alemanes estaban mejor entrenados, mejor equipados, que eran una máquina de guerra muy superior[30].
«Reinaba el miedo», escribió Donald Burgett. Su formación, la CI.a división aerotransportada, interpretó un papel clave en la estabilización del frente, mientras veía que los soldados de varias otras unidades huían temiendo por sus vidas. «Cuando el miedo ataca, se extiende como una epidemia, más rápido que un reguero de pólvora. Una vez que echa a correr el primer hombre, otros no tardan en seguirlo. Entonces se ha acabado todo; pronto hay hordas de hombres que corren con los ojos fuera de las órbitas y guiados por el miedo.»[31] El soldado de primera Harold Lindstrom, de Alexandria, en Minnesota, se desesperó hasta el punto de hallarse a sí mismo contemplando con envidia los cadáveres alemanes: «Transmitían paz. Para ellos, la guerra se había terminado. Ya no pasaban más frío». Sintió incluso punzadas de envidia hacia los compañeros que preferían mutilarse a continuar combatiendo: «Nadie podría saber nunca cuántos accidentes eran genuinos y cuántos provocados por el propio soldado[32]». El comandante de una compañía de infantería escribió sobre una acción emprendida en Stoumont (Bélgica) el día 21: «La niebla era tan intensa que uno de los nuestros se encontró a diez metros de una metralleta alemana antes de darse cuenta… Todo el mundo había llegado hasta su propio límite. Perdían el control hasta los hombres que pensabas que nunca flojearían[33]».
Un infante joven describió las penalidades que pasó a finales de diciembre, cuando hirieron a su compañero de trinchera:
A Gordon lo cosió una ametralladora desde, más o menos, el muslo izquierdo hasta el lado derecho de la cintura… Me dijo que también le habían dado en el estómago… Estábamos aislados… Estábamos solos en la trinchera, así que los dos sabíamos que se iba a morir. No teníamos morfina. No podíamos aliviar [el dolor] así que intenté dejarle sin sentido. Le quité el casco, le aguanté la mandíbula en alto y le sacudí allí tan fuerte como pude, porque él quería que lo noqueara. No funcionó, así que le golpeé en la cabeza con un casco, y tampoco funcionó. Nada funcionó. Se congeló lentamente hasta morirse, se desangró hasta morirse[34].
Los civiles belgas sufrieron terriblemente en manos de los dos bandos. Los alemanes, durante su breve reocupación de las ciudades y los pueblos liberados, hallaron tiempo para ejecutar a numerosos civiles, o bien porque los consideraban culpables de actuar en la resistencia, o bien, más a menudo, como simple ejemplo para otros. La brutalidad de algunos de los hombres de Model reflejaba una malevolencia característica de 1944-1945: como parecían condenados a perder la guerra, y probablemente la vida, se propusieron privar al mayor número posible de enemigos de los placeres de sobrevivir en libertad. El bombardeo y la artillería aliados agravaron las penalidades de los civiles: si por ejemplo en la pequeña población de Houffalize murieron 192 personas, todas, salvo ocho, perecieron por el bombardeo aliado. Veintisiete víctimas no habían cumplido los quince años y los supervivientes quedaron entre las ruinas y el pesar. Veinte habitantes de la aldea de Sainlez, próxima a Bastogne, murieron por las bombas que redujeron todas las casas a un cascarón; entre ellos había ocho miembros de la familia Didier: Joseph, de cuarenta y seis años; Marie-Angèle, de dieciséis; Alice, de quince; Renée, de trece; Lucile, de once; Bernadette, de nueve; Lucien, de ocho; y Noël, de seis[35]. En todas las zonas de batalla de Bélgica y Luxemburgo hubo un saqueo feroz, tanto por parte de los soldados aliados como de los alemanes.
Si las unidades acorazadas de Model exultaban por sus primeros éxitos, los comandantes aliados quedaron horrorizados y conmocionados. El despliegue de unos pocos grupos de alemanes anglohablantes con uniformes estadounidenses, dirigido por Otto Skorzeny, provocó una epidemia de «pavor a la quinta columna» que movió a los estadounidenses a ejecutar a todos los soldados enemigos que capturaban así disfrazados. Un asalto aéreo contra los aeródromos aliados, el día de Año Nuevo, costó trescientos aviones a la Luftwaffe, pero sólo destruyó 156 aparatos británicos y estadounidenses que se sustituyeron con facilidad. Las incursiones siguieron inquietando a los comandantes de Eisenhower, pero, en realidad, la situación estratégica de los ejércitos angloestadounidenses nunca fue tan mala como pensaron —o se convencieron a sí mismos de que debían pensar— los que se hallaban en el ojo del huracán. Disponían de recursos en cantidad, mientras que los alemanes sufrían una carencia extrema de tanques, aviones, combustible y operarios cualificados. Por detrás de las formidables divisiones Panzer SS había una infantería bastante incapaz de exhibir la agresividad apabullante que tantas victorias había proporcionado a la Wehrmacht en 1940-1941. Las dificultades logísticas de abastecer las puntas de lanza alemanas a través de los desfiladeros de las Ardenas eran inmensas; a los pocos días, los tanques de Model quedaron limitados por la escasez de combustible.
Suficientes unidades estadounidenses resistieron con tenacidad, sobre todo en los «hombros» de la cuña alemana, que eran cruciales, lo que impidió que la derrota parcial se convirtiera en una derrota apabullante. Se envió adelante a reservas estadounidenses, entre los que destacaron dos divisiones aerotransportadas. Uno de los soldados de Bradley vio cómo los supervivientes de un enfrentamiento enconado en Cheneux, entre los días 20 y 21, se retiraban del frente:
Los restos destrozados del primer batallón se arrastraban carretera abajo con desorden e indiferencia. ¡Qué contraste más terrible con el batallón feliz que, tan sólo dos días antes, había remontado aquella misma carretera bromeando y con ganas de luchar! Sin afeitar, con los ojos rojos, cubiertos de barro de la cabeza a los pies y mirando al frente sin expresión. Nadie hablaba… Habían escrito una página en la historia de la que casi nadie sabría nunca nada… tal era la confusión de lugares, unidades y hechos que se había lanzado al caldero de la bruja, pues eso y no otra cosa era esta batalla[36].
Los Aliados tenían a mano un alivio importante, al poder introducir refuerzos en el frente, mientras que la situación de los alemanes empeoraba hora a hora a medida que la artillería estadounidense los atacaba con bombardeos aniquiladores. El suboficial mayor de la SS Karl Leitner describió así su propia experiencia del 21 de diciembre:
Mi sargento y yo saltamos a una trinchera. Unos diez minutos más tarde, un proyectil impactó a la derecha de nuestra posición, probablemente contra un árbol. Mi sargento recibió lo que seguro que era una herida grave en el pulmón: dio un grito ahogado y, al poco rato, murió. A mí me impactó metralla en la cadera derecha. Entonces un proyectil explotó en un árbol, por detrás de mí. Un fragmento de metralla me alcanzó en el tobillo izquierdo y otros fragmentos me hicieron cortes en el tobillo y el pie derechos. Logré ocultarme a medias bajo mi compañero muerto… Fragmentos de otro proyectil me hirieron en la parte superior del brazo izquierdo[37].
Leitner tardó varias horas en ser rescatado y conducido a un puesto de socorro, y en todo ese tiempo, la descarga estadounidense no se detuvo.
A Montgomery se le dio el mando del sector septentrional del frente y desplegó fuerzas formidables y dispuestas a encararse con los alemanes si llegaban hasta la línea de los blindados británicos, lo cual, en la mayoría de los casos, no ocurrió. El 22 de diciembre, las condiciones meteorológicas se aclararon lo suficiente para que las fuerzas aéreas aliadas pudieran volar, con consecuencias devastadoras para los Panzer. La vanguardia blindada alemana avanzó casi cien kilómetros, en su extremo más occidental, Foy-Notre-Dame; pero el 3 de enero los ejércitos de Patton y Hodges contraatacaban por el norte y el sur, mientras que los tanques de Model habían agotado no sólo el combustible, sino también el impulso. El día 16, las dos pinzas estadounidenses superaron la profunda capa de nieve, así como al enemigo, para reunirse en Houffalize. Los alemanes habían sufrido cien mil bajas entre los quinientos mil hombres asignados a la operación y habían perdido casi todos sus tanques y aviones. El capitán de infantería Rolf-Helmut Schröder dijo, sobre su parte en la batalla de las Ardenas: «Terminamos la batalla donde la habíamos empezado y entonces lo supe: esto es todo[38]». En enero de 1945, Schröder reconoció que era inevitable que Alemania perdiera la guerra, algo que se había negado a admitir un mes antes.
Los Aliados no supieron hallar el coraje necesario para intentar cortar la retirada alemana, por lo que las fuerzas de Model se replegaron en buen orden y las estadounidenses las siguieron, más que acosarlas. Eisenhower se contentó con restaurar su frente después de haber sufrido la conmoción más traumática de la campaña europea noroccidental. La batalla de las Ardenas dejó un legado de cautela entre algunos comandantes, que perduró hasta el fin de la guerra. «Los estadounidenses no se crían entre el desastre, como hacen los británicos, para quienes esto sólo fue un incidente más en la inevitable dureza del camino hacia la victoria final», comentó con ironía sir Frederick Morgan[39].
«El registro de logros nos habla, en lo esencial, de una laboriosidad anodina —escribió el magistral historiador estadounidense Martin Blumenson—. Por lo general, los comandantes eran más eficientes que arrojados y más prudentes que atrevidos, con la notable excepción de George S. Patton, por descontado.»[40] Pero si la reputación de Patton como personaje enérgico se amplió por lo que contribuyó a restaurar el frente de las Ardenas, su instintiva falta de discreción no se redujo en nada: mientras visitaba un hospital de campo, metió la pata de un modo que casi rivalizaba con su comentario sobre los casos de fatiga de combate en Sicilia. Tras preguntar a un soldado cómo se había herido, explotó al oír su respuesta: «Me disparé en el pie». La víctima, que tenía el tobillo destrozado, replicó: «Mi general, he estado en África, en Sicilia, en Francia y ahora en Alemania. Si hubiera querido recurrir a esto para librarme del servicio, lo habría hecho mucho antes». Patton se disculpó: «Lo siento, hijo, me he equivocado[41]».
La víctima más grave de la ofensiva de las Ardenas fue el pueblo alemán. Ahora la mayoría sólo ambicionaba que fueran los Aliados occidentales, y no los rusos, quienes ocuparan sus pueblos y ciudades. Después de las intensas emociones de diciembre, sin embargo, las operaciones de Eisenhower se caracterizaron por la prudencia estratégica; el avance posterior de sus ejércitos en el interior de Alemania fue lento, influido por una malsana obsesión por no exponer los flancos a eventuales contraataques. Entre tanto, los rusos, en el este, se beneficiaron sobremanera de las pérdidas de Hitler: cuando lanzaron su propia gran ofensiva el 12 de enero, muchos de los tanques alemanes que podrían haber contenido su avance habían quedado destruidos en el frente occidental. La batalla de las Ardenas, al aniquilar las reservas blindadas de Hitler, apresuró el fin de Alemania, y no de un modo que favoreciera al pueblo. Aseguró que fuera el Ejército Rojo, antes que los estadounidenses y británicos, quien encabezara el camino a la capital de Hitler. Hasta el 28 de enero de 1945, las fuerzas de Eisenhower no ocuparon de nuevo el frente que habían controlado antes de que Hitler lanzara la Operación Niebla de Otoño.
Mientras la batalla por las Ardenas dominaba los titulares de gran parte del mundo, en Italia los angloestadounidenses continuaron con su desagradecido combate por remontar la península metro a metro. Muchos soldados aliados se sintieron cada día más molestos al creer que estaban sufriendo privaciones terribles a cambio de un reconocimiento escaso y con un propósito dudoso. En algunas unidades, la disciplina se tornó precaria. En el batallón de infantería del teniente Alex Bowlby, una sección formó para representar una protesta colectiva cuando se supo que un oficial al que despreciaban había sido recomendado para una Cruz Militar. La recomendación se canceló[42], pero Bowlby notaba que sus hombres no estaban lejos de amotinarse y mostraban pocas ganas de participar en patrullas ni ataques. Se ha apuntado que quizá la unidad de Bowlby fuera especialmente débil; y que algunos regimientos mostraron un ánimo más elevado y una resolución más firme, lo que sin duda es cierto. Pero en ocasiones era difícil convencer a los soldados de que arriesgaran sus vidas —o, de hecho, las sacrificaran— cuando sabían que el resultado de la guerra se estaba determinando en otros lugares.
La última fase de la campaña italiana, en la primavera de 1945, fue de lejos la mejor dirigida, porque los Aliados —no sin retraso— nombraron buenos generales. Lucian Truscott sucedió a Clark en el V.o ejército estadounidense, en diciembre de 1944, y Richard McCreery sustituyó a Oliver Leese en el VIII.o ejército británico; tanto Truscott como McCreery exhibieron una imaginación de la que sus predecesores carecieron, a todas luces, sobre todo con miras a evitar los ataques frontales. El avance por el valle del Po —sin duda, contra fuerzas alemanas muy debilitadas— fue todo un logro militar, aunque llegara demasiado tarde para influir en el final de la partida bélica.
Pero en Italia había combatientes que tenían razones especiales para poner en duda el valor de la campaña: la conferencia de Yalta había dejado claro que, cuando se consiguiera la victoria, Polonia sería regida por un gobierno comunista y el este del país pasaría a manos rusas. El 13 de febrero, el comandante del cuerpo polaco en Italia, el general Władysław Anders, envió una carta a su comandante en jefe británico, en la que reflejaba los sacrificios realizados por sus hombres de 1942: «A lo largo de nuestro camino, que considerábamos nuestra ruta de batalla hacia Polonia, hemos ido dejando miles de tumbas de nuestros compañeros de armas. En consecuencia, los soldados del XI.o cuerpo polaco entienden que esta última decisión de la conferencia de las Tres Potencias es una injusticia gravísima… Ahora este soldado me pregunta cuál es el objeto de esta lucha, y, en el día de hoy, no soy capaz de darle respuesta a esa pregunta[43]». Anders sopesó seriamente la idea de retirar su cuerpo del frente aliado, hasta que McCreery le disuadió de ello. Los polacos se aferraron a la débil esperanza de que su contribución en combate a la causa aliada pudiera aún comportar alguna modificación a lo acordado en Yalta, más positiva para sus intereses. Pero la realidad, por descontado, era que cada una de las naciones conquistadoras arbitraría el futuro de los países que ocupara al modo que le pareciera más apropiado. Los soldados de Stalin ya estaban en Polonia —por la que habían entrado en guerra Reino Unido y Francia— cuando los ejércitos occidentales aún estaban muy lejos.