25


Japón, postrado

En la primavera de 1945, fuerzas indias y británicas dirigidas por el general Bill Slim emprendieron una brillante y triunfal campaña de reconquista de Birmania. Era irrelevante para el resultado de la guerra —como habían anticipado de buen principio tanto Slim como Churchill—, porque los estadounidenses ya habían sometido a los japoneses en el Pacífico. Pero contribuyó a restaurar la maltrecha confianza y el prestigio perdido del imperio británico y puso al desnudo la vulnerabilidad de Japón. Churchill se había opuesto a la idea de avanzar por tierra a lo largo de más de mil quinientos kilómetros y por un territorio que se contaba entre los más difíciles del mundo, y propuso asaltar Rangún con tropas anfibias, desde el sur. Pero los estadounidenses insistieron en atacar por la Birmania septentrional para realizar así el único objetivo estratégico que valoraban en esta región: abrir de nuevo la ruta continental hacia China.

El ejército de Slim, dominado por las tropas indias, incluía también tres divisiones reclutadas en las colonias africanas de Reino Unido. Era mucho más numeroso que el japonés —530 000 hombres contra 400 000— y contaba con el apoyo de potentes fuerzas aéreas y blindadas. Su problema principal era abastecer un trayecto que atravesaba un terreno montañoso y densamente boscoso, casi desprovisto de carreteras. El suministro por paracaídas, posible gracias a que Estados Unidos asignaba una buena cantidad de aeronaves, se convertiría en un factor crucial de la campaña. Al principio, Slim planeaba librar una gran batalla en la llanura de Shwebo, al oeste del Irrawaddy, donde podía sacar partido a sus tanques y cazabombarderos. Pero un nuevo comandante japonés, el teniente general Hyotaro Kimura, decidió que, antes que oponer gran resistencia allí, le convenía golpear a los británicos cuando cruzaran el río. Cuando Ultra transmitió las intenciones de Kimura a Slim, éste cambió de planes. Adelantó algunas tropas hacia un punto de vadeo al norte de Mandalay, donde los japoneses las esperaban, pero planteó el paso principal mucho más al sur, para cortar la retirada del enemigo tras atacar Meiktila, en su retaguardia. Entre tanto, otro cuerpo británico ocupaba la atención de los japoneses en la región costera de Arakán.

El éxito de estas operaciones fue posible, en primer lugar, por la fortaleza de los Aliados, y en segundo lugar, por su dominio absoluto del aire, que impedía a los japoneses emprender vuelos de reconocimiento. Desde el principio hasta el final de la campaña, Kimura no pudo arrojar luz sobre los movimientos y las intenciones de los británicos. En diciembre de 1944, las fuerzas de Slim —que avanzaban desde Assam, en el interior de la India— empezaron a cruzar el río Chindwin, donde tantas escenas trágicas se habían vivido durante la retirada de Birmania en 1942. En el norte, el general estadounidense Frank Stilwell, apodado «Vinegar Joe», dirigía una fuerza de cinco divisiones chinas con el objetivo de capturar el crucial aeródromo de Myitkyina. El 5 de marzo, nueve mil hombres del general de división Orde Wingate —los chindits— comenzaron a volar hacia zonas de salto situadas por detrás del frente japonés. El propio Wingate había muerto en accidente de aviación, pero durante los meses siguientes, sus unidades lucharon en varias batallas duras. El 17 de mayo, chindits y chinos establecieron contacto en Myitkyina, donde se apoderaron del aeródromo; entre los hombres de Wingate, las penalidades y bajas fueron espeluznantes, pero desviaron del camino principal de Slim a una cantidad relevante de soldados japoneses.

Desde aquel momento, los aviones transportaron hasta Myitkyina unas cuarenta mil toneladas de suministros y pertrechos, para su posterior remisión a China. Tales entregas no eran suficientes para compensar la crónica debilidad del ejército de Chiang Kai-shek, que continuó siendo incapaz de causar daños de importancia a los japoneses; en su mayoría, el material enriqueció a los señores de la guerra nacionalistas, que lo robaron antes de que llegara a las tropas. Los japoneses pagaron caro el mantener la ocupación de la China oriental durante toda la guerra, puesto que asignaron un millón de soldados a aquella extensión; pero no les resultaba difícil derrotar a las tropas nacionalistas, descalzas y famélicas, allí donde se encontraban con ellas. Las fuerzas comunistas de Mao Zedong, en el norte, lograron convencer en parte a los occidentales de su eficacia en la lucha contra los japoneses, pero en realidad Mao reservaba su fuerza para la inminente batalla civil por el control de China.

La XIX.a división india de Slim cruzó el Irrawaddy más al norte de Mandalay, a mediados de enero. Durante el mes siguiente, tres divisiones escenificaron el vadeo principal al oeste de Sagaing, mucho más al sur. El río medía un kilómetro y medio de anchura y los británicos no disponían ni de una pequeña parte de los descomunales recursos anfibios y de ingeniería que poseían los ejércitos de Eisenhower en Europa. Pero como la mayoría de las tropas japonesas estaba ocupada más al norte, se apoderaron de una cabeza de playa recurriendo a la improvisación, la tenacidad y algunas asombrosas muestras de coraje. Las ruinas de Mandalay cayeron en manos británicas el 20 de marzo. Fue una batalla simbólica importante, pero Kimura ya regresaba para luchar en la batalla crucial, la de Meiktila.

El Ejército para la Defensa de Birmania (EDB), del líder nacionalista Aung San, que se había organizado a instancias de los japoneses, se aprestó a cambiar de bando. Algunos oficiales británicos se resistieron a la idea de proporcionar armas a sus nueve batallones, pues temían que pronto las usarían en contra de ellos mismos. Mountbatten, comandante supremo de los Aliados, hizo caso omiso de sus reticencias y ordenó que los oficiales de la SOE trabajaran junto con el EDB, alegando: «No haremos nada distinto de lo que se ha hecho en Italia, Rumania, Hungría y Finlandia[1]». Aung San se reunió con Slim y pidió disculpas por no saber expresarse en inglés; el general le respondió con su cortesía característica, lamentando no saber birmano. Acordaron luchar juntos y el 27 de marzo, cuando el ejército de Slim se hallaba a menos de ciento sesenta kilómetros de Rangún, unidades del EDB atacaron de pronto posiciones japonesas. Muchos birmanos se alegraron de poder vengarse de un pueblo que, pese a ser recibido como libertador en 1942, a la postre los había oprimido. Uno de ellos, Maung Maung, escribió: «Los jóvenes de las aldeas dejaron sus hogares para marchar con nosotros, como guerrilleros. Comíamos de lo que nos ofrecían los aldeanos, cortejábamos a sus hijas, traíamos el peligro a sus puertas y nos llevábamos a sus hijos[2]». Se trata de un punto de vista algo romántico sobre un cambio de lealtad tardío y cínico, comparable a la actitud de muchos franceses en el verano de 1944; pero ayudó a crear una leyenda que, más adelante, resultó útil a los nacionalistas birmanos.

El 29 de abril, los británicos estaban en Pegu, a ochenta kilómetros de Rangún, entre la lluvia torrencial, heraldo del monzón inminente. En la costa meridional, una división india escenificó el asalto anfibio que Churchill había deseado siempre y se dirigió hacia la capital, contra una resistencia escasa. El ejército japonés estaba destrozado y había perdido casi todos sus cañones y vehículos. Sostuvo bolsas de resistencia aislada hasta el final de la guerra, pero se enfrentó a la masacre cuando las unidades rotas intentaron abrirse paso entre las fuerzas de Slim, que finalmente se desplegaron como un cordón a lo largo del río Sittang, para impedir que aquéllas huyeran a Siam. En los últimos meses, los británicos sólo sufrieron unos pocos cientos de bajas; al enemigo, por el contrario, la campaña de Birmania le costó ochenta mil muertos.

Ahora bien, el objetivo principal —terminar de cerrar el cerco sobre Japón— se estaba desarrollando en otro teatro: el Pacífico. En la mañana del 19 de febrero, tres divisiones de marines de Estados Unidos empezaron a desembarcar en Iwo Jima, un grano insular situado unos quinientos kilómetros al oeste de Pearl Harbor y unos mil cien kilómetros al sur de Japón. Según palabras de un infante que contemplaba el bombardeo previo: «Todos creíamos que nada podría sobrevivir a aquello, y las naves de los portaaviones también les estaban dando leña». Sin embargo, los defensores estaban bien preparados, ocultos y protegidos en sus trincheras. La matanza fue horripilante y, proporcionalmente, peor que el Día D: al caer la noche, había treinta mil marines en la costa, pero 566 habían muerto o estaban moribundos. Los vivos se arrastraban entre la ceniza volcánica, que a veces les llegaba hasta las rodillas, en un paisaje lunar que no les ofrecía escondite; un temporal de lluvias agravó su situación. El marine Joseph Raspilair escribió: «En toda mi vida, no creo que nunca me haya sentido tan mal como aquella noche. Todo lo que uno podía hacer era quedarse en el agua y esperar a la mañana, hasta que pudieras salir del agujero[3]». A ello siguieron semanas de combates penosos. El cabo George Wayman, que manejaba un bazuca, se hallaba tan dolorido, herido y tendido durante horas en el boquete abierto por un proyectil, que sintió la tentación de suicidarse con su bayoneta; no pudieron evacuarlo hasta varias horas más tarde y aún bajo el fuego japonés, que batía el perímetro de los marines.

Los reemplazos se adentraron por el difícil terreno de la isla para reforzar las unidades del frente, donde muchos caían heridos incluso antes de saber el nombre de sus compañeros. El teniente Patrick Caruso bromeó con uno de los recién llegados, diciéndole que tenía que ser menor de edad; el chico murió poco después, tras pasar dos horas en la isla, sin quitarse el rifle del hombro ni haber visto siquiera al enemigo[4]. El ingenio de los japoneses parecía no tener límites: un marine quedó asombrado al ver cómo una colina se abría de golpe ante sus mismos ojos y revelaba a tres enemigos que tiraban de un cañón de campaña. La pieza disparó tres proyectiles y la arrastraron de vuelta a la cueva; los morteros acabaron destruyendo aquel cañón, pero antes de poder derrotar a las defensas fue necesario conquistar un centenar de posiciones similares a ésta. Los oficiales aconsejaron a los hombres que no recogieran recuerdos porque, a menudo, los japoneses los habían preparado como bombas trampas. «El mejor souvenir para los de casa seréis vosotros mismos», indicó a sus hombres, lacónico, el comandante de una compañía.

El 27 de marzo, cuando se aseguraron el control de Iwo Jima, los estadounidenses habían sufrido unas 24 000 bajas —entre ellas, 7184 muertos— para capturar una isla cuya extensión es un tercio de la de Manhattan. Sus aeródromos resultaron útiles para los B-29, cuando regresaban de sus misiones con daños o falta de combustible, pero no se emplearon nunca para operaciones ofensivas. Geográficamente, Iwo Jima parecía un hito notable en el camino hacia Japón; pero estratégicamente —como tantos otros objetivos muy peleados de toda campaña— es difícil argumentar que su captura fuera valiosa; las Marianas eran mucho más importantes. Como la fuerza naval estadounidense dominaba por completo el mar, los japoneses no pudieron desplazar fuerzas desde Iwo Jima (ni desde ningún otro punto, de hecho) con miras a obstaculizar las operaciones estadounidenses. Japón sangraba por mil heridas; en aquel momento, sólo estaba en duda cómo se podría impulsar a sus soberanos a reconocer la derrota. En la primavera de 1945, parecían muy lejos de reconocer la realidad. Los generales japoneses creían que se podría obtener una paz negociada si se hacía pagar a los estadounidenses la sangre suficiente por cualquier mínimo avance; sobre todo, si convencían a Washington de que el coste de invadir las islas principales resultaría inaceptablemente alto. Para hacer hincapié en la idea, fueron aumentando la frecuencia de los ataques aéreos kamikaze contra la marina de Estados Unidos.

El comandante Stephen Juricka, oficial de navegación del portaaviones Franklin, de cuarenta mil toneladas, fue uno de los miles de testigos que asistieron, conmocionados, a la destrucción creada por los bombarderos suicidas: «Vi cómo… alcanzaban destructores que se incendiaban, los hombres saltaban por la borda para evitar las llamas… Entre las tripulaciones de los destructores que actuaban como piquete de radar no tardó en cundir la idea de que se los estaba situando allí como cebo[5]». A primera hora de la mañana del 19 de marzo de 1945, la víctima fue el propio Franklin. Un kamikaze impactó contra la cubierta de vuelo y provocó una explosión enorme por debajo:

Tocó a los aviones de justo debajo del ascensor, dispuestos para el despegue, motores en marcha, cargados con todos los [cohetes] Tiny Tim, bombas de quinientas y mil libras. Se levantaron llamas altas y empezó el humo de verdad… Algunos saltaban desde la cubierta de vuelo… Dos destructores iban recogiendo gente del mar, directamente por detrás de nosotros… muchos de ellos heridos, con quemaduras… Tuvimos explosiones e incendios hasta mediada la tarde siguiente.

El padre O’Callaghan, capellán católico del barco, estaba dando la extremaunción a un hombre moribundo cuando un cohete Tiny Tim se encendió y voló por encima de su cabeza. En su mayoría, los 4800 tripulantes del Franklin fueron evacuados en las horas inmediatamente posteriores al ataque, salvo 772, que permanecieron a bordo y libraron una batalla épica para mantener la nave a flote. La marina estadounidense había aprendido mucho sobre el control de daños, desde 1941, y todo ese conocimiento se aplicó a salvar el portaaviones. Como siempre, algunos hombres actuaron admirablemente bien, y otros, no tanto.

Stephen Juricka dijo:

Me sorprendieron algunos de nuestros oficiales, grandes y de buen aspecto, de los que esperarías que fueran torres de fortaleza; y sin embargo resultaban ser personitas, mequetrefes que necesitaban ánimos constantemente, mientras que otros de aspecto anodino, poca altura y sesenta kilos resultaban ser auténticos tigres… Fueron los pequeños los que realmente no fallaron… Siete oficiales dejaron el Franklin con la palmeadora [un andarivel de salvamento hasta el crucero Santa Fe] a pesar de que se les había ordenado volver al barco; el capitán Gehres informó de todos los casos y recomendó un consejo de guerra[6].

Ya en 1939, el general de la USAAF Carl «Tooey» Spaatz había previsto emplear los embrionarios bombarderos estadounidenses B-29 «Superfortress» para atacar Japón. En 1944 hubo incursiones aéreas esporádicas, algunas lanzadas desde la India, otras desde los aeródromos construidos —con un coste enorme— en territorio chino. Una combinación de factores —dificultades técnicas con los primeros B-29, la distancia a Japón, y carencias en el liderazgo, la navegación y la puntería de los bombardeos— provocó que los primeros intentos surtieran poco efecto. Sólo en 1945 se transformó radicalmente la ofensiva. Se intensificó, en primer lugar, por el establecimiento de una enorme red de bases en las Marianas; en segundo lugar, por entregas cuantiosas de aparatos; y por último, por el ascenso del teniente general Curtis LeMay a la jefatura del XX.o Mando de Bombarderos.

LeMay fue el arquitecto de la primera gran incursión incendiaria contra Tokio, el 9 de marzo de 1945. Envió 325 aviones a atacar de noche y a baja altura, entre seis y nueve mil pies. Cayeron torrentes de bombas incendiarias que explotaron con su característico crujido agudo. Sólo se perdieron doce bombarderos, en su mayoría destruidos por las corrientes ascendientes que subían desde la ciudad en llamas. Los antiaéreos causaron daños a cuarenta y dos, pero las defensas japonesas eran débiles. Un piloto escribió al día siguiente, con laconismo: «Despegamos la noche pasada a las 18.35 y, tras un viaje aburrido, tocamos la costa de Japón a las 2.10. Antes incluso de avistar tierra pudimos ver los incendios de Tokio. Estábamos a 7800 [pies] y el humo subía por encima de nosotros. La guía del radar fue perfecta y lanzamos visualmente en un espacio abierto. La ciudad era un “infierno dantesco”. Un caza nocturno nos persiguió pero nos dimos la vuelta y lo perdimos[7]». En carta a su casa, añadió: «Había incendios por todas partes y la destrucción provocada esta noche no puede ser menos que catastrófica». El aviador estaba en lo cierto: cien mil personas murieron, aproximadamente, y otro millón quedó sin hogar. Más de cuatro mil hectáreas de la ciudad —una cuarta parte de su superficie— quedaron reducidas a cenizas. En la mañana del 10 de marzo, el comandante Shoji Takahashi, veterano de la campaña de las Filipinas, pensó al ver Tokio que era «como el mayor y más devastado campo de batalla que uno pueda imaginar; Leyte, a escala gigantesca». Le asombró y disgustó comprobar que, en uno de los numerosos gestos de reconciliación de Japón hacia Estados Unidos, una vez terminada la guerra, se concedió a LeMay una condecoración japonesa.

Los jefes de la USAAF declararon su admiración por aquel nuevo comandante supremo del XX.o Mando de Bombarderos, hombre de carácter y sin restricciones morales. El general Lauris Norstad se disculpó ante el predecesor de LeMay, despedido de su cargo, el general Heywood Hansell, diciendo: «LeMay actúa, los demás planificamos. Eso lo explica todo[8]». En las noches siguientes, se lanzaron ataques incendiarios similares contra Nagoya, Osaka, Kobe y otras ciudades. Incluso cuando los bombarderos empezaron a atacar a plena luz del día, las pérdidas continuaron siendo bajas; además, cada mes llegaba de las fábricas estadounidenses un centenar de aparatos nuevos. No sin reticencia, los aviadores accedieron a desviar parte del esfuerzo a operaciones de minado a cierta distancia de la costa: la Operación Starvation («Inanición»), que comenzó a finales de marzo, obtuvo asimismo resultados muy positivos, porque los japoneses también carecían de un número suficiente de dragaminas (como de tantos otros recursos). Las primeras novecientas minas recortaron aún más las importaciones de Japón; cuando se ordenó a los barcos mercantes que afrontaran las aguas minadas, se produjo un aluvión de hundimientos. Al final de la guerra, los B-29 habían dispuesto doce mil minas marinas, responsables del 63 por 100 de los hundimientos de barcos japoneses entre abril y agosto de 1945.

Pero el objetivo principal de las Superfortalezas era, antes que nada, las ciudades. Algunos ataques diurnos contra fábricas aeronáuticas provocaron una respuesta fuerte: una formación se enfrentó a 233 cazas. Pero el rendimiento de los japoneses —pilotos y aviones por igual— era tan pobre, que el índice de pérdidas de los bombarderos nunca se elevó por encima del 1,6 por 100, insignificante para el criterio europeo. Tras una de las incursiones, los japoneses declararon haber destruido veintiocho B-29, cuando la cifra real fue de cinco. En su desesperación, los defensores también adoptaron tácticas kamikaze; pero aunque los cazas japoneses embestían a los bombarderos estadounidenses, ni siquiera este recurso era garantía de éxito contra las Superfortalezas, enormes y provistas de mucho armamento. Un avión regresó de uno de tales ataques suicidas con la pérdida de un motor como único daño; su ingeniero de vuelo, el teniente Robert Watson, dijo: «Cuando el japo nos pegó, la sacudida fue sorprendentemente floja; nuestro navegador ni siquiera se enteró de que nos habían embestido[9]». El tiempo y las condiciones atmosféricas inquietaban a las tripulaciones más que las defensas enemigas: las corrientes de aire caliente creaban efectos inesperados, como una Superfortaleza que regresó a Saipán, en julio, con una sección del techo de lata enganchada en la punta misma de un ala.

Se ha prestado mucha atención histórica a la predisposición al sacrificio de los pilotos japoneses, pero entre los que manejaban cazas convencionales había pocas ansias de lucha: los aviadores estadounidenses hicieron hincapié, a menudo, en su falta de agresividad. Tokio fue atacado repetidamente. El 5 de junio, cuando Kobe sufrió otro bombardeo más, se produjo la última aparición significativa de aviones defensivos; el enemigo se estaba quedando sin aviones ni tripulaciones. En la noche del 15, una incursión sobre Osaka destruyó trescientos mil hogares y mató a muchas más personas. A la USAAF empezaba a costarle identificar objetivos valiosos y comenzó a bombardear refinerías petrolíferas, aunque se trataba de objetivos marginales, ya que a los japoneses apenas les quedaba petróleo que procesar. El índice de bajas de los bombarderos se redujo al 0,3 por 100.

Las cuestiones morales preocupaban a los tripulantes de las Superfortalezas tan poco como a sus comandantes: con el humor característico de la juventud, a cada miembro del CCCXXX.o grupo de bombarderos se le entregó un certificado conforme «tras haber visitado al emperador japonés un total de… veces, para ofrecerle sus respetos con proyectiles A. E. [de alta explosividad], incendiarios y latas de raciones C, habiendo ayudado a limpiar los barrios de chabolas de Tokio y habiendo contribuido a la siembra de primavera, se le acepta por la presente en la regia y tosca orden de los REVIENTAIMPERIOS[10]». En los catorce meses que duró la campaña de bombardeo de la USAAF contra Japón, se lanzaron ciento setenta mil toneladas de bombas, la mayoría en los seis últimos meses; se perdieron 414 B-29 y murieron 3015 tripulantes; por cada aviador estadounidense murieron un centenar de japoneses y sesenta y cinco ciudades japonesas quedaron reducidas a cenizas. La ofensiva aérea de 1944-1945 se desarrolló sobre todo porque el B-29, concebido en circunstancias muy distintas —las de 1942—, se había creado para eso, y el programa de las Superfortalezas había costado cuatro mil millones de dólares, frente a los tres mil millones del Proyecto Manhattan. Los aviadores estadounidenses estaban resueltos a demostrar que eran capaces de aportar una contribución decisiva para la victoria. Los ataques incendiarios no igualaron el impacto económico del bloqueo submarino porque se produjeron cuando la industria ya estaba muy debilitada por la falta de combustible y materias primeras; pero convencieron a todo el mundo —salvo a los militaristas más intratables de Tokio— de que la guerra estaba perdida para Japón. LeMay no contribuyó tanto a instar a la rendición como a castigar a Japón por haber iniciado una guerra con tanta agresividad.

El desembarco estadounidense en Okinawa se concibió para abrir camino a lo que amenazaba con ser la batalla más sangrienta de la guerra asiática: la invasión de las islas principales de Japón. Okinawa, una tirita de campos y montañas, de un centenar de kilómetros de longitud, estaba a medio camino entre Luzón y Kyushu. La cultura local se diferenciaba de la japonesa, aunque ésta fuera la nacionalidad de sus ciento cincuenta mil habitantes. El asalto —que se inició el 1 de abril, Domingo de Resurrección, tras varios días de intenso bombardeo— estaba dirigido por Nimitz. Más de mil doscientas naves desembarcaron a ciento setenta mil soldados y marines del X.o ejército, mientras que una extensa flota de apoyo, con portaaviones, buques de guerra y barcos de combate menores, navegaba frente a la costa. Para sorpresa de los estadounidenses, el asalto inicial no halló resistencia; los japoneses habían aprendido la lección de las anteriores batallas insulares y se habían retirado fuera del alcance del bombardeo naval. Sólo tras pasar una primera semana de escaramuzas en el interior, las tropas estadounidenses se encontraron con fuego intenso de artillería y ametralladoras. El sur de Okinawa se había transformado en una fortaleza, con líneas de posiciones sucesivas, bien atrincheradas en terrenos elevados. En las primeras veinticuatro horas posteriores a este encuentro, al XXIV.o cuerpo estadounidense le llovieron catorce mil proyectiles.

En el punto de choque de los ejércitos rivales, la isla sólo tenía cinco kilómetros de anchura. El general Mitsuru Ushijima había concentrado a sus setenta y siete mil hombres donde eran casi invulnerables al ataque frontal, como descubrieron los estadounidenses en las terribles semanas posteriores. Los temporales de lluvia transformaron el campo de batalla en un mar de barro. Una y otra vez, los soldados y marines norteamericanos avanzaban para verse repelidos. Sus generales les exigían más esfuerzo: el 6 de mayo, el comandante de un cuerpo estadounidense visitó el puesto de mando de una división y dijo que, según veía, sus unidades habían sufrido menos bajas que las demás formaciones. Los oficiales lo interpretaron como un halago, hasta que el comandante añadió: «Para mí, esto sólo puede significar una cosa: que no apretáis[11]». En sus primeros veinticuatro días en Okinawa, la división había avanzado veinticinco kilómetros y contaba la muerte de casi cinco mil japoneses; en los dieciséis días siguientes, por el contrario, sólo avanzó 2,5 kilómetros.

Cuando la guerra en Europa ya se acercaba a su fin y Estados Unidos imponía su poder en todas partes, la opinión pública estadounidense consideró intolerable que sus chicos tuvieran que morir por miles para arrancar a unos fanáticos un cacho de tierra remoto y sin importancia: la cólera pública fue intensa y se dirigió menos contra el enemigo que contra sus propios comandantes. En mayo de 1945, con Hitler derrotado, los estadounidenses dieron por sentado que la victoria en el Pacífico era inminente y cada día eran más cínicos con la guerra. Para favorecer la complacencia pública, la marina de Estados Unidos animó a la población a acercarse a la Costa Oeste a visitar los astilleros donde se reparaban los buques de guerra, destrozados y ennegrecidos, que habían traído de Okinawa. Pero la Cruz Roja Estadounidense no lograba convocar los voluntarios precisos para confeccionar los atuendos de cirujano y en las plantas de armamento había una carencia crónica de mano de obra. Para describir el estado de ánimo nacional, se recurrió al digno sintagma «fatiga de combate»; pero quizá podrían haber hablado de «aburrimiento», la enfermedad de las democracias, cuya paciencia siempre es corta.

Los hombres que luchaban en Okinawa compartían la frustración del pueblo de Estados Unidos. Tenían varias preguntas: ¿Por qué no emprender un asalto anfibio para derrotar a las defensas por el flanco? ¿Por qué no usar gas venenoso? ¿Por qué luchar en esta guerra, en su última fase previa a una victoria inevitable, de un modo que iba bien a los suicidas japoneses? Ninguna de estas preguntas halló una respuesta satisfactoria. El oficial que mandaba el X.o ejército era el general Simon Bolivar Buckner, un hombre carente de imaginación. Durante más de dos meses, dirigió una campaña que, a quienes participaron en ella, les pareció prima hermana de las vividas en Flandes durante la Primera Guerra Mundial. Lanzaba ataques frontales repetidos contra posiciones fijas, que le permitían ir ganando terreno lentamente, pero a costa de numerosas bajas. En Okinawa, al cuerpo de infantes de marina no le fue mucho mejor que a las unidades de infantería de tierra, a las que le gustaba tratar con condescendencia. Por una vez, es probable que MacArthur estuviera en lo cierto cuando defendía que lo mejor era encerrar a la guarnición japonesa en el sur de Okinawa y dejarla que se pudriera allí a sus anchas, mientras las fuerzas estadounidenses se dirigían a las islas principales de Japón.

Los japoneses no supusieron nunca que su resistencia en la isla les aportaría resultados decisivos. Ponían su fe, por el contrario, en un asalto aéreo de intensidad devastadora contra la flota estadounidense, cuyos actores cruciales debían ser los pilotos kamikaze. Los aviones suicidas se habían empleado con cierto éxito en Filipinas desde octubre de 1944; aunque para los Aliados era un método bélico repulsivo, desde el punto de vista de sus enemigos era completamente racional. Un historiador japonés, ya en la posguerra, comentó con impaciencia: «Han sido incontables las críticas de japoneses a los ataques kamikazes. Pero en su mayoría parecen haber sido pronunciadas por gente desinformada que se contentó con ser simple espectadora de la gran crisis a la que se enfrentaba su nación[12]».

Contra el apabullante potencial aéreo estadounidense, los pilotos japoneses que, tras una pobre instrucción, empleaban tácticas convencionales sufrían un castigo muy fuerte. Si planeaban su muerte como una certeza, y no una simple probabilidad, la carga de combustible podía reducirse a la mitad y la precisión destructiva se incrementaba mucho. La campaña aérea resultante, en la zona de Okinawa, provocó pérdidas más graves a la marina estadounidense que las causadas jamás por los buques principales de la Flota Combinada; en los últimos meses del conflicto, los barcos de Spruance se vieron obligados a luchar en algunas de sus acciones más duras y sostenidas.

El comandante Fitzhugh Lee, oficial ejecutivo en el Essex, describió su experiencia como observador de los ataques japoneses desde el Centro de Información de Combate del enorme portaaviones:

Recuerdo haber pasado muchas horas infelices en el CIC, contemplando cómo las señales venían hacia nosotros, sabiendo qué hacían y confiando en que nuestros cañones los derribarían, viendo cómo giraban en la pantalla del radar y sabiendo entonces que los torpedos estaban en el agua y de camino a ti. Esos minutos parecen años, cuando estás ahí sentado esperando a saber si te darán. El CIC no era sitio en el que estar feliz. Era interesante desde el punto de vista de la psicología… mi primera experiencia de auténtico miedo: hallarte cara a cara con lo que crees que podría ser la muerte en cualquier momento… Aquí te sentabas junto a las pantallas de radar y veías ocurrir esas cosas, con marinos que tenían dieciocho o diecinueve años, recién salidos de la granja o la zapatería… Sus reacciones eran, en la mayoría de casos, admirables. De vez en cuando encontrabas a alguien que no lo podía soportar… Descubrí que podía darme cuenta de cuándo alguien se estaba poniendo un tanto histérico… Si se excedía con las emociones, se contagiaba, así que había que pensar en algo rápido; en sacarlo de allí… Hubo unos pocos que perdieron el control de sí mismos y empezaron a llorar, a gritar, a rezar[13].

La imagen de los kamikazes japoneses despegando hacia la muerte con enorme entusiasmo es, en gran medida, falaz. Entre la primera oleada de suicidas, en otoño de 1944, había en efecto muchos voluntarios propiamente dichos; pero más adelante, la cuota de jóvenes fanáticos disminuyó: muchos de los reclutados acabaron aceptando aquella tarea por la presión moral e incluso, en ocasiones, por alistamiento forzoso. Su instrucción era tan cruda como la de todos los guerreros japoneses y no faltaba el típico hincapié nipón en el castigo corporal. Kasuga Takeo, ordenanza en la base kamikaze de Tsuchitura, dio testimonio de la melancolía y, a veces, histeria que caracterizaba las últimas horas de los pilotos[14]. Algunos rompían los muebles, otros se sentaban en contemplación muda, había quien bailaba demencialmente. Takeo hablaba de un humor de «absoluta desesperación»; la presión de los pares —fuerza social dominante en Japón desde tiempo inmemorial— alcanzó su apogeo en el programa kamikaze.

«Muchos de los recién llegados parecían no ya faltos de entusiasmos, sino, de hecho, muy inquietos por su situación», según escribió, en tono de censura, un historiador japonés sobre los aviadores condenados de este período[15]: «En algunos, este estado duraba sólo unas pocas horas; en otros, varios días. Era un período de melancolía que se pasaba con el tiempo y a la postre daba paso a un despertar espiritual. Entonces, como cuando se alcanza la sabiduría, la inquietud se desvanecía y aparecía la tranquilidad de espíritu, pues la vida se entendía con la muerte y la mortalidad con la inmortalidad». Citaba el ejemplo de cierto teniente Kuno, que llegó infeliz a su aeródromo operativo, pero antes de su último vuelo se mostraba ciertamente alegre e insistía en privar a su aparato de todo equipo que no fuera esencial. También expresó su pesar, sin embargo, ante el hecho de que «unos pocos de entre estos pilotos, indebidamente influidos por un público agradecido y devoto, han terminado creyéndose dioses en vida y se han vuelto insoportablemente vanidosos[16]».

La mayoría estaba simplemente apenada. Un joven recluta musitaba con pesar, cuando se evidenció que el país estaba en una situación muy difícil: «Ahora empieza el ataque total del enemigo, con una enorme superioridad material. Pronto llegará el último estadio que nos describía Sin novedad en el frente: el catastrófico[17]». También Norimitsu Takushima, un piloto de bombardero, de veinte años, escribió en su diario:

Hoy al pueblo japonés no se le permite la libertad de expresión y no podemos comunicar públicamente nuestras críticas… El pueblo japonés ni siquiera tiene acceso a información suficiente para estar al cabo de los hechos… Este es sólo un ejemplo más de las costumbres y la demagogia que se han convertido en las fuerzas motrices de nuestra sociedad… Vamos a encontrarnos con nuestro destino dirigidos por la fría voluntad del gobierno. Yo no perderé mi pasión y tendré esperanza hasta el final… Hay un ideal: la libertad[18].

El 9 de abril de 1945, el avión de Takushima desapareció en acción.

Sin embargo, algunos de estos jóvenes afirmaban ir a la muerte voluntariamente. El teniente Kanno Naoishi, considerado por sus compañeros como uno de los pilotos de caza más pintorescos de Japón, había embestido un B-24 y pudo salvar la vida, pero no confiaba en sobrevivir mucho más. La tripulación viajaba entre destinos con una reducida bolsa de efectos personales, lápices para las cartas aeronáuticas y ropa interior, con sus nombres. En su bolsa se podía leer, con aire de broma: «Efectos personales del difunto capitán Kanno Naoishi», porque daba por descontada su propia muerte y, con ella, la promoción póstuma propia de todo aviador caído. En una de las innumerables últimas cartas dejadas por los kamikazes para sus familias, Hayashi Ichizo escribió, en abril de 1945: «Madre, soy un hombre. Todos los hombres nacidos en Japón están destinados a morir luchando por el país. Has hecho una labor espléndida al criarme para que me convirtiera en un hombre honorable. Yo haré una labor espléndida hundiendo un portaaviones enemigo. Presume de mí[19]». Ichizo murió en la zona de Okinawa, el 12 de abril de 1945, con veintitrés años. Nakao Takenonori escribió palabras similares a sus padres el 28 de abril:

El otro día visité el santuario de Kotohira e hice tomar una fotografía. Les dije que os la enviaran cuando estuviera terminada. Por si acaso, os incluyo el recibo… Os ruego que no os desaniméis: luchad para derrotar a Estados Unidos y Reino Unido. Por favor, decidle lo mismo a la abuela. Yo dejaré mi diario. Aunque no hice mucho en mi vida, estoy satisfecho de haber cumplido mi deseo de vivir una vida pura y no dejar nada feo tras de mí… Deseo dar las gracias a mi tío y a muchas otras personas. Por favor, transmitidles mi agradecimiento. Os deseo lo mejor para el futuro[20].

Para la marina estadounidense, la experiencia de combatir a los kamikazes estuvo entre las más sangrientas y dolorosas de su guerra. Los aviadores japoneses realizaron casi mil setecientas salidas a Okinawa entre el 11 de marzo y finales de junio de 1945. Día tras día, las tripulaciones orientaron sus cañones para realizar descargas contra los atacantes, que se acercaban girando en picado. En su mayoría, los pilotos perecían, pero siempre había unos pocos que atravesaban el fuego y lograban inmolarse en las cubiertas de vuelo y superestructuras de los buques de guerra estadounidenses. Los efectos eran devastadores cuando la gasolina se incendiaba, la munición explotaba y los marinos —con la sola protección de guantes y pasamontañas ignífugos— se veían inmersos en un infierno ardiente. El 12 de abril se destruyó a casi todos los atacantes, 185, en total; pero los estadounidenses perdieron dos barcos, hundidos, y otros catorce, por daños, incluidos dos buques de guerra; el día 16, los kamikazes alcanzaron el portaaviones Intrepid; el 4 de mayo, hundieron cinco barcos y dañaron once. Entre los días 11 y 14, tres buques insignia sufrieron daños graves, incluidos los portaaviones Bunker Hill y Enterprise. Entre el 6 de abril y el 22 de junio, hubo diez ataques suicidas de gran intensidad, diurnos y nocturnos, que emplearon 1465 aviones, además de otros 4800 vuelos convencionales. Los kamikazes hundieron 27 barcos y dañaron 164, mientras que los bombarderos hundieron uno y dañaron 63. Cerca de un 20 por 100 de los ataques suicidas lograron impactar, lo que decuplica el índice de éxito de los ataques convencionales. Sólo el extraordinario poderío de la marina estadounidense le permitió resistir aquel castigo.

Cuando Okinawa se declaró posesión segura, el 22 de junio, ochenta y dos días después del desembarco inicial de Buckner, el ejército de tierra y la infantería de marina habían perdido a 7503 hombres y 36 613 heridos, a los que deben sumarse 36 000 bajas indirectas, en su mayoría por fatiga de combate. La marina estadounidense perdió a 4907 hombres y más de ocho mil heridos. Entre las fuerzas defensivas instaladas en tierra, casi todos los hombres perecieron, junto con muchos miles de nativos de Okinawa, varios de los cuales cometieron suicidio instados a ello por el ejército. Cabe decir que los japoneses se apuntaron un tanto, considerando su propósito inicial: las pérdidas convencieron a los jefes de las fuerzas armadas estadounidenses de que invadir las islas principales del archipiélago sería inmensamente costoso. Las consecuencias, sin embargo, fueron muy distintas de las imaginadas por Tokio.

Durante las semanas posteriores se continuaron realizando operaciones terrestres menores contra los japoneses: fuerzas australianas desembarcaron en Borneo, a instancias de MacArthur, y combatieron en una campaña pequeña pero sangrienta para apoderarse de sus regiones costeras; en las Filipinas, tropas estadounidenses redujeron todavía más el perímetro de Yamashita en las montañas y emprendieron una serie de asaltos anfibios para liberar islas del vasto archipiélago. Prosiguieron los intentos denodados de convencer a los rezagados de que se rindieran: el sargento Kiyoshi Ito, un prisionero de veintinueve años, que en la vida civil era vendedor en Nagoya, aceptó firmar una hoja que distribuían las tropas estadounidenses, con este mensaje:

¡Camaradas! Vosotros, que con valentía habéis decidido resistir hasta el final…

POR FAVOR, UNA PAUSA ANTES DE MORIR. ¡PENSAD!

¡OFICIALES, SUBOFICIALES Y TROPA!

… No es preciso que os cuente en qué situación tan difícil estamos, cuando nuestra patria, aislada, lucha contra el mundo entero. ¿No es sólo una cuestión de tiempo? Por favor, intentad reflexionar razonablemente. Dejad que el Destino decida la guerra. Ocurra lo que ocurra, el pueblo japonés, con sus gloriosos tres mil años de historia, nunca quedará exterminado. Camaradas, ¿por qué no sopesamos el pasado y vivimos de nuevo para reconstruir Japón? Arrojad vuestras armas y salid de vuestras posiciones. Quitaos la camisa y agitadla sobre vuestra cabeza, y acercaos a las posiciones estadounidenses a la luz del día, por los caminos principales. Con eso acabarán vuestros pesares y recibiréis un trato humano.

¡SINCERAMENTE, CREO QUE ES LA ÚNICA FORMA, Y LA MEJOR QUE NOS QUEDA, DE SERVIR A NUESTRO PAÍS!

Un suboficial del ejército japonés, ahora prisionero de guerra[21].

De tales llamamientos se hizo caso omiso, sin apenas excepciones, hasta agosto de 1945; incluso más tarde, porque en Birmania el XIV.o ejército de Slim todavía estaba limpiando la zona de restos japoneses y se preparaba para la Operación Zipper («Cremallera»), la invasión de la península malaya. Entre los hombres que aún luchaban en el este hubo muchas bromas amargas cuando se recibió la noticia del Día V-E. Un correo militar entregó un cable con la noticia al mando del estado mayor de una división desplegada en Birmania, quien llamó a su sargento: «Aquí tengo un mensaje: en Europa, la guerra se ha acabado». El suboficial se volvió hacia sus hombres y anunció: «La guerra en Europa ha terminado: cinco minutos de pausa[22]». El comandante John Randle, que había estado luchando en el frente birmano desde abril de 1942, dijo sobre su estado de ánimo en el verano de 1945: «Creíamos que aquello no acabaría nunca. Ya no teníamos la misma paciencia. Si mi oficial al mando me hubiera dicho: “Te mereces un descanso”, incluso antes de volver [a Birmania] a principios de 1945, lo habría aceptado. Pero nunca lo habría pedido; no podías levantar la mano y decir: “Ya he tenido bastante[23]”».

Para desolación de muchos estadounidenses notables, se designó a MacArthur comandante supremo de la Operación Olympic, la invasión de Japón, que se preveía comenzara en noviembre con un desembarco en la isla de Kyushu. Entre tanto, los bombarderos de LeMay continuaban calcinando las ciudades enemigas y la producción industrial japonesa estaba próxima a hundirse. El 10 de julio de 1945, la Quinta Flota se situó cerca de Japón y empezó su propio programa intensivo de ataques aéreos desde las naves de los portaaviones, provocando muertes y destrucción en zonas de las islas que habían escapado a las atenciones de la XX.a fuerza aérea. «En la vanguardia del invasor, su enorme fuerza de portaaviones pasaba arrasando… como un tifón poderoso», escribió el oficial de marina Yoshida Mitsuru[24].

Stalin había prometido unirse a la guerra oriental y lanzar una gran ofensiva en Manchuria, en agosto. Contra Japón, al igual que contra Alemania, parecía claro que se podrían salvar vidas estadounidenses si se permitía a los rusos que resolvieran algunas de las tareas más sangrientas de machacado del enemigo. Washington se mostró muy ingenuo al no darse cuenta de que Stalin quería enfrentarse a los japoneses no para complacer a Estados Unidos, sino porque estaba resuelto a apoderarse de sus propias recompensas territoriales; lejos de requerir que le rogaran intervenir en la zona, en realidad nadie habría podido impedir al caudillo soviético hacerlo así. De todos los beligerantes, era el que mantenía una visión más clara de sus propios objetivos. Durante los meses de junio y julio de 1945, miles de trenes de transporte de tropas cruzaron la Unión Soviética hacia Asia, trasladando ejércitos que habían derrotado a Alemania para completar la destrucción de Japón.

Entre tanto, en numerosas instalaciones de Estados Unidos —centros colosales y protegidos por alambradas—, 125 000 científicos, ingenieros y auxiliares trabajaban para hacer fructificar el Proyecto Manhattan, la mayor y más terrible empresa científica de la guerra. Laura Fermi, esposa de Enrico Fermi, uno de los cerebros principales del centro de investigación de Los Álamos, escribió unos años más tarde que se compadecía de los médicos militares responsables del bienestar de los científicos:

Se habían preparado para las emergencias del campo de batalla y ahora, en cambio, se hallaban frente a un grupo muy excitable de hombres, mujeres y niños. «Excitables», porque la altitud nos afectaba y porque nuestros hombres trabajaban largas horas bajo una presión incesante; «excitables», porque éramos muchos y demasiado similares los unos a los otros, demasiado próximos, demasiado inevitables incluso en las horas de descanso, y todos éramos unos chalados; «excitables», porque nos sentíamos impotentes en unas circunstancias extrañas[25].

En 1942, los británicos habían hecho avances significativos en la investigación de una bomba atómica; su conocimiento teórico, de hecho, era superior al de los científicos de Estados Unidos. Pero con la propia isla envuelta en la batalla, reconocían que les faltaban recursos para construir un arma con rapidez. Así se llegó al acuerdo de que científicos británicos y emigrados de Europa cruzarían el Atlántico para trabajar junto con los estadounidenses. A partir de ahí, la contribución de Reino Unido cayó pronto en el olvido, en Washington: Estados Unidos se consideró amo y señor de la bomba y lo hizo de un modo brutal.

El determinismo tecnológico es un rasgo importante de la guerra moderna, que nunca se ha puesto de manifiesto con más claridad que en el aprovechamiento del poder de destrucción atómica. Igual que era casi inevitable que una vez construida una flota de B-29 para atacar Japón se le diera uso para ese fin, también el compromiso estadounidense con el Proyecto Manhattan precipitó el destino de Hiroshima. La posteridad contempla el uso de las bombas atómicas de forma aislada; sin embargo, en la mente de la mayoría de los políticos y generales enterados del secreto, estas primeras armas nucleares ofrecían tan sólo un incremento radical en la eficiencia de los ataques aéreos que ya estaban realizando las Superfortalezas de LeMay, ataques que apenas despertaban escrúpulos morales en el país norteamericano.

Sólo un reducido número de científicos comprendió plenamente la importancia estratosférica del potencial atómico. Churchill había revelado las limitaciones de su propia comprensión del tema en 1941, cuando se le pidió que aprobara el proyecto británico de desarrollo de un arma nuclear. Respondió que personalmente estaba satisfecho con el poder destructivo de los explosivos conocidos, pero que tampoco tenía objeciones a que se investigara una nueva tecnología, si prometía más. Las conversaciones entre Truman —que ascendió a la presidencia tras la muerte de Roosevelt, el 12 de abril de 1945—, Stimson, Marshall y otros reflejan que comprendían el potencial devastador de la bomba, pero no el hecho de que supondría inaugurar una nueva era en la historia de la humanidad. Marshall, por ejemplo, continuó proyectando la planificación de Olympic hasta agosto de 1945; no estaba convencido de que, aunque se llegaran a lanzar las bombas y éstas tuvieran el efecto previsto, ello supusiera el final de la guerra.

El general de división Leslie Groves, que dirigía el Proyecto Manhattan, estaba resuelto a utilizar las nuevas armas lo antes posible. No le preocupaba lo más mínimo la agonía de científicos como Edward Teller, quien escribió, casi desesperado, a un colega: «No tengo esperanza de calmar mi conciencia. El objeto de nuestro trabajo es tan terrible que ninguna suma de protestas o negociaciones con la política podrá salvar nuestras almas[26]». La única cuestión que se analizó al respecto fue la de si demostrar el poder de la bomba, antes de usarla contra un objetivo urbano, podría bastar para lograr el efecto deseado. Tras un fin de semana (14-16 de julio) de intenso debate entre un equipo de científicos encabezado por Robert Oppenheimer, concluyeron:

Los que abogan por una demostración puramente técnica quisieran prohibir el uso de armas atómicas y han sentido el temor de que, si usamos las armas ahora, ello perjudicará nuestra posición en futuras negociaciones. Otros hacen hincapié en la ocasión de salvar vidas estadounidenses mediante el uso militar inmediato y creen que tal uso mejorará las perspectivas internacionales… Nosotros estamos más cerca de este último punto de vista; no podemos proponer ninguna demostración técnica que sea probable que concluya la guerra; no vemos ninguna alternativa aceptable a la utilización militar directa[27].

Incluso el gran físico Edward Teller se convenció —sin que se le pueda reprochar insensatez ninguna— de que la mejor esperanza para el futuro de la humanidad pasaba por una demostración en vivo, que pusiera ante los ojos del mundo la irracionalidad del uso futuro de tales armas en las guerras. La descomunal empresa poseía un impulso propio, que sólo dos situaciones podrían haber frenado. En primer lugar, Truman podría haber sido extraordinariamente inteligente y decretar que el arma era demasiado terrible y no se podía llegar a utilizar. Una segunda posibilidad, más plausible, era que los japoneses hubieran ofrecido a tiempo la rendición incondicional. Pero tanto los cables interceptados a mediados del verano de 1945 como los pronunciamientos públicos de Tokio prometían que Japón se negaría en redondo a esa posibilidad.

Objetivamente, los Aliados tenían claro que la derrota de Japón era inevitable, por razones tanto militares como económicas, y que, en consecuencia, era innecesario usar bombas atómicas. Pero la perspectiva era horripilante: verse obligado a seguir reduciendo bolsas de resistencia fanática, por toda Asia, durante meses, si no años. En Tokio persistía la creencia de que una defensa incondicional de las islas principales podría proteger a Japón de la exigencia de rendición absoluta. El general Yoshijiro Umezu, jefe del estado mayor general de Japón, soñaba así, con imágenes típicas, en un artículo publicado en la prensa en mayo: «El camino seguro hacia la victoria en una batalla decisiva se define por unir los recursos del imperio más allá del esfuerzo bélico y por movilizar toda la fortaleza de la nación, tanto física como espiritual, para aniquilar a los invasores estadounidenses. Establecer un espíritu metafísico es el primer requisito esencial para lidiar la batalla decisiva. Debemos hacer siempre hincapié en que hay que comprometerse plenamente con la acción agresiva[28]». El comandante y oficial del estado mayor Yoshitaka Horie pronunció una charla sobre la situación contemporánea ante cadetes del ejército, que le vahó la censura de un oficial de la Dirección Educativa del Ejército, quien afirmó: «Tus charlas son tan deprimentes que los oficiales que las escuchen empezarán a perder la voluntad de luchar. Debes terminar con una nota positiva y asegurarles que el ejército imperial no ha cedido en el ánimo de combate[29]».

Entre las voces que hoy se muestran más críticas con el uso de las bombas, algunas hacen caso omiso del hecho de que, cada día que se alargaba la guerra, morían nuevos prisioneros y esclavos del imperio japonés en Asia. Una posibilidad perversa es la siguiente: los Aliados quizá habrían contribuido más a confundir a los militaristas nipones de haber anunciado públicamente que no tenían intención de invadir las islas, al tiempo que continuaban bombardeando y matando de hambre al pueblo japonés, hasta que se rindiera; quizá habría sido más eficaz que proseguir con la preparación de la Operación Olympic. El mayor error de Truman, en lo que respecta a proteger su propia reputación, fue no proclamar un ultimátum explícito antes de atacar Hiroshima y Nagasaki. La declaración de Potsdam, emitida por los Aliados occidentales el 26 de julio, amenazó a Japón con una «destrucción rápida y completa» si no se rendía de inmediato. Eran palabras preñadas de sentido para los líderes aliados, que sabían que la primera bomba atómica se acababa de probar, con éxito, en Álamo Gordo. Pero para los japoneses, sólo anunciaba más de lo mismo: bombardeo incendiario y una futura invasión.

En pleno verano de 1945, los gobernantes de Japón deseaban terminar la guerra; pero sus generales, junto con algunos políticos, seguían empeñados en asegurarse unas condiciones «honorables», que incluyeran —por ejemplo— retener partes sustanciales del imperio de Japón en Manchuria, Corea y China, además de acordar con los Aliados que el país quedaría exento de ocupación y acusaciones de crímenes de guerra. «En Japón, ninguna persona poseía una autoridad ni remotamente similar a la del presidente de Estados Unidos —comenta el profesor Akira Namamura, un historiador moderno, de la Universidad de Dokkyo—. El emperador estaba obligado a actuar de acuerdo con la constitución japonesa, lo que significaba que debía asentir a los deseos del ejército, la marina y los políticos civiles. Sólo pudo adoptar la decisión de poner fin a la guerra cuando estas fuerzas lo habían invitado a hacerlo así.»[30] Incluso si esta aseveración quedaba (y aún queda) abierta a toda una diversidad de interpretaciones, era evidente que Hirohito sólo podía dar pasos hacia la rendición cuando hubiera más consenso al respecto entre los líderes japoneses, algo que sólo se alcanzó, y aun moderadamente, mediado agosto de 1945.

Muchos críticos modernos de Hiroshima y Nagasaki consideran, en efecto, que Estados Unidos debería hacer aceptado la siguiente responsabilidad moral: ahorrar al pueblo japonés las consecuencias de la obstinación de sus líderes. Nadie en su sano juicio afirmará que el uso de las bombas atómicas representó un bien absoluto, ni siquiera que fue un acto de justicia. Sin embargo, en el transcurso de la guerra había sido necesario realizar muchos actos terribles para avanzar en la causa de la victoria aliada; también hubo que asistir a matanzas enormes. En agosto de 1945, para los jefes aliados, las vidas de su propia gente habían terminado siendo muy apreciadas, y las de sus enemigos, muy prescindibles. En aquellas circunstancias, parece comprensible que el presidente Truman no acertara a detener el gigante que transportó las bombas atómicas hasta Tinián y, de allí, a Japón. Si Hitler fue el arquitecto de la devastación de su propio país, al régimen de Tokio le corresponde casi toda la responsabilidad por lo que ocurrió en Hiroshima y Nagasaki. Si los líderes nipones se hubieran rendido a la lógica apabullante y hubieran atendido al bienestar de la guerra —es decir, si hubieran abandonado la guerra—, entonces las bombas atómicas no se habrían lanzado.

Cuando Joseph Majeski, artillero de una Superfortaleza, de diecinueve años, vio llegar a Tinián el Enola Gay, se acercó a hablar con sus tripulantes, para averiguar a qué habían venido: aquel B-29 estaba especialmente modificado para portar sólo armamento de cola y lo habían provisto de motores reversibles y otro equipamiento especial. La respuesta del hombre fue displicente: «Hemos venido a ganar la guerra», algo a lo que, por descontado, el joven aviador no dio crédito. Unos pocos días después, el 6 de agosto de 1945, el avión lanzó la bomba «Little Boy» («Niñito») sobre Hiroshima. Su detonación generó un poder equiparable al de doce mil quinientas toneladas de explosivo convencional, creó heridas de una especie jamás experimentada antes por la humanidad y mató al menos a setenta mil personas. En todo el mundo, la noción de lo que había pasado quedó fuera del alcance de la imaginación de muchas personas, en un principio. El capitán de corbeta Michael Blois-Brooke, del buque de asalto británico Sefton, que se preparaba para invadir Malasia, dijo: «Hemos oído que se ha lanzado sobre Japón no sé qué bomba maravillosa que va a detener la guerra. Apenas le prestamos atención, pensando que una sola bomba no iba a cambiar el curso de la historia[31]».

Tres días más tarde se lanzó «Fat Man» («Hombre gordo») sobre Nagasaki, una bomba que igualaba el poder explosivo de veintidós mil toneladas de TNT y mató al menos a treinta mil personas. En las primeras horas de aquel día, las primeras unidades soviéticas de un total de un millón y medio de hombres cruzaron la frontera de Manchuria, con el apoyo de cinco mil quinientos tanques y cañones autopropulsados. Barrieron la región y apabullaron a los japoneses, cuya artillería era irremediablemente inferior. En algunas zonas, los defensores lucharon hasta el final, manteniendo la resistencia hasta diez días después del fin oficial de la guerra. Pero el 20 de agosto, los rusos controlaban la mayor parte de Manchuria y Corea del Norte. La breve campaña les costó doce mil muertos, más hombres de los que el ejército británico perdió en Francia en 1940; entre los japoneses hubo unos ochenta mil muertos.

En su mayoría, los jóvenes que bombardeaban Japón habían adquirido desde hacía tiempo un caparazón de insensibilidad con respecto a su labor, similar al que habían desarrollado sus comandantes. El general «Hap» Arnold, comandante de la USAAF, quería concluir la ofensiva de Superfortalezas con un grand finale de mil aviones incendiarios; Spaatz, que era ahora su comandante en jefe en el Pacífico, prefería la idea de arrojar una tercera bomba atómica sobre Tokio. A la postre, el 14 de agosto, ochocientos B-29 atacaron el área urbana de Isesaki con bombas incendiarias; sin perder un solo aparato, crearon una última tormenta de destrucción, con posterioridad a Nagasaki. Uno de los pilotos, el coronel Carl Storrie, dijo a la mañana siguiente sobre su papel: «Hicimos de despertador. Todos los demás aviones portaban bombas incendiarias, pero nosotros teníamos [bombas] de cuatro mil libras y fuimos a despertar a la población de Kumugaya… Estábamos a dieciséis mil [pies] y aún se sentía el impacto. Fue un truco sucio. Imaginamos que los japos creerían que era otra bomba atómica[32]».

El emperador Hirohito convocó una reunión de los líderes militares y políticos de su país y les comunicó que estaba resuelto a terminar la guerra, decisión que declaró ante su nación por vía radiofónica unas pocas horas después. No todos los súbditos aceptaron su determinación, ni siquiera entonces. El comandante Haryushi Iki, que era piloto de cazas, dijo: «Nunca me permití pensar en la posibilidad de perder la guerra. Cuando los rusos invadieron Manchuria, me sentí profundamente deprimido, pero ni aun entonces podía admitir que habíamos perdido. ¿Cómo va uno a luchar bien en una batalla, si cree que la guerra está perdida, pase lo que pase?». Algunas figuras notables, como el ministro de Guerra, se suicidaron según el ritual, ejemplo que siguieron varios cientos de personas más humildes. «En el ejército había una clara división de opiniones sobre si se debía acabar la guerra —dijo un oficial de inteligencia del estado mayor general, el comandante Shoji Takahishi—. Muchos de los hombres que teníamos en China y el sureste de Asia eran partidarios de seguir luchando. En Japón, la mayoría aceptaba que no podíamos seguir. Por mi parte, tenía claro que, una vez que el emperador había hablado, teníamos que abandonar». Ésta fue la perspectiva que se impuso. A las 7 de la tarde del 14 de agosto (en hora de Washington, cuando en Japón ya era día 15), Harry Truman leyó el anuncio de la rendición incondicional de Japón ante una densa multitud de políticos y periodistas, en la Casa Blanca. El presidente ordenó en ese punto que cesaran todas las operaciones ofensivas contra el enemigo. En la bahía de Tokio, el 1 de septiembre, representantes de Japón y de los Aliados —encabezados éstos por el general Douglas MacArthur— firmaron el documento de rendición sobre la cubierta del buque de guerra Missouri. La Segunda Guerra Mundial había concluido de forma oficial.