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La caída del Tercer Reich

I. Budapest: en el ojo de la tormenta

A finales de octubre de 1944, Himmler pronunció un discurso apocalíptico en la Prusia Oriental, que preparaba la escena para la defensa última del Reich: «Nuestros enemigos deben saber que cada kilómetro que intenten avanzar en nuestro país les costará ríos de sangre. Entrarán en un campo de minas humanas formado por combatientes fanáticos e insobornables; cada edificio urbano, cada aldea, cada granja, cada bosque será defendido por hombres, chicos y ancianos y, si es preciso, mujeres y niñas». En el frente oriental, durante los meses posteriores, su visión se cumplió en buena medida: 1,2 millones de soldados alemanes y aproximadamente un cuarto de millón de civiles murieron durante la vana batalla por impedir la arremetida final de los rusos. También murieron muchas personas cuyos gobiernos habían corrido a aliarse con el Tercer Reich en los años en los que éste dominaba Europa y otras muchas que se habían presentado voluntarias a servir a la causa nazi. Un tercio de todas las pérdidas alemanas en el frente oriental se produjeron durante los últimos meses de la guerra, cuando su sacrificio ya no podía cumplir más propósito que el acuerdo de autoinmolación de los líderes nazis.

Entre los que se hallaron en el camino del gigante soviético estaban los nueve millones de habitantes de Hungría, que se deleitaban en recordarse unos a otros que su nación había sido derrotada en todas las guerras en las que había participado en los últimos quinientos años. Ahora se enfrentaban a las consecuencias de haberse casado con el bando perdedor en el conflicto más terrible de todos. En los primeros días de diciembre de 1944, los rusos abrieron brecha y pasaron el Danubio bajo un fuego asolador, pero con su habitual indiferencia a las bajas. Un húsar húngaro que contemplaba los cadáveres amontonados en la orilla se volvió hacia su oficial y dijo, asombrado y conmocionado: «Mi teniente, señor, si es así como tratan a sus propios hombres, entonces, ¿qué les harán a sus enemigos?»[1]. Después de que los soviéticos atacaran al norte de Budapest, los defensores arrastraron una figura que se retorcía cerca de su alambrada. Un húngaro escribió:

El joven soldado, con la cabeza afeitada y pómulos de mongol, yace de espalda. Sólo mueve la boca. Le faltan las piernas y los antebrazos. Los muñones están cubiertos por una gruesa capa de tierra, mezclada con sangre y mantillo. Me inclino hacia él. «Budapest… Budapest…», susurra, en los estertores… Quizá esté teniendo una visión de una ciudad de rico botín y mujeres hermosas… Entonces, sorprendiéndome a mí mismo, saco mi pistola, la apoyo en la sien del hombre y disparo[2].

Poco después, la capital húngara se convirtió en centro de una de las batallas más brutales de la guerra, que apenas despertó interés en el oeste porque coincidió primero con la ofensiva hitleriana de las Ardenas y luego con la gigantesca ofensiva rusa, más al norte. Durante los últimos días de diciembre, el segundo frente ucranio del mariscal Rodion Malinovsky se aseguró el control de la ciudad. La capa de nieve era muy espesa. Tras un golpe de estado, promovido por los nazis, que evitó que el gobierno húngaro pudiera rendirse a Stalin, el país cayó en manos de un régimen fascista apoyado por la brutal milicia de la Cruz Flechada. El ejército continuó luchando junto a los alemanes, pero el flujo constante de desertores da fe del dudoso entusiasmo de sus soldados.

La población civil, curiosamente, no prestó atención a la catástrofe que se avecinaba: en Budapest, los teatros y cines permanecieron abiertos hasta el Año Nuevo. Durante una representación de Aída en el Teatro de la Opera, el 23 de diciembre, un actor vestido de soldado apareció frente a la cortina. Ofreció saludos del frente a la platea semivacía, dijo alegrarse de que todo el mundo estuviera más tranquilo y esperanzado que unas semanas atrás «y prometió que Budapest seguiría siendo húngara y que nuestra maravillosa capital no tenía nada que temer», según la versión de un espectador[3]. Las familias decoraron los árboles de Navidad con las «ventanas»: las cintas de papel de plata que los bombarderos británicos y estadounidenses arrojaban para confundir los radares alemanes. Del millón de habitantes de la ciudad, muchos desdeñaron las ocasiones de huir hacia el oeste, haciendo caso omiso del desastre próximo. Algunos ansiaban recibir a los rusos como libertadores: tras oír a corta distancia los cañones de Malinovsky, el político liberal Imre Csescy escribió: «He aquí la más bella música de Navidad. ¿De veras están a punto de liberarnos? Que Dios nos ayude y ponga fin al gobierno de estos mañosos[4]».

Stalin había ordenado la captura de Budapest y al principio confiaba en lograrlo sin necesidad de batalla: incluso cuando los rusos habían completado casi del todo el sitio de la ciudad, dejaron abierto un paso por el oeste, por donde pudiera retirarse la guarnición de la ciudad. Guderian, comandante del grupo de ejércitos Sur, quería abandonar la ciudad; pero Hitler, como era de esperar, insistió en que se la defendiera hasta el último hombre. Así, unos cincuenta mil soldados alemanes y cuarenta y cinco mil húngaros mantuvieron sus posiciones aun sabiendo desde el principio que su suerte estaba echada; un batallón de artillería de la II.a división SS estaba formado por ucranios vestidos con uniformes polacos e insignias alemanas. De la XXII.a división de caballería de la SS se dijo que estaba «totalmente desmoralizada» y tres regimientos húngaros de la policía de la SS se clasificaron como «dignos de escasísima confianza». El general Karl Pfeffer-Wildenbruch, al mando de las fuerzas alemanas, no salió de su búnker durante seis semanas y mostró un pesimismo sin reservas. Un general húngaro estaba tan molesto por las incesantes deserciones de sus hombres que declaró con altivez que «no pensaba arruinar su carrera» y dimitió del puesto, declarándose enfermo[5].

Sin embargo, como tan a menudo, cuando se inició la batalla los combatientes quedaron atrapados en una lucha por la supervivencia que alcanzó un impulso propio. El 30 de diciembre, un millar de cañones rusos iniciaron una descarga contra Budapest que se mantuvo durante diez horas diarias, con ataques aéreos intercalados. Los civiles se apiñaban en los sótanos, que ofrecían una protección deficiente contra la incineración o la asfixia. A los tres días, los tanques y la infantería rusos empezaron a presionar, reduciendo el perímetro alemán en la orilla danubiana de Pest, al mismo tiempo que entraban en Buda metro a metro.

Un oficial de artillería húngaro, el capitán Sándor Hanak, esperaba el ataque el 7 de enero desde el otro lado de una valla de madera del hipódromo de la ciudad. «Los rusos… venían por el camino a descubierto y cantando, cogidos del brazo… supongo que en un estado alcohólico. Derribamos la valla a patadas y lanzamos granadas de fragmentación y descargas de metralleta contra el colectivo. Corrieron hacia las tribunas, donde se produjo un terrible baño de sangre cuando los cañones de asalto empezaron a disparar a las filas de asientos, una por una. Los alemanes les calcularon ochocientos muertos.»[6]

Cuando al fin se perdió la cabeza de puente del Pest y se dinamitaron los puentes del Danubio, en Buda se luchó calle por calle y casa por casa. En algunos lugares los rusos llevaban por delante de sí a los prisioneros, que gritaban con desesperación: «¡Somos húngaros!», antes de recibir el fuego de uno y otro bando. Se dio el extraño caso de un grupo de setenta rusos que desertaron para unirse a los defensores, asegurando que tenían más miedo de retirarse —y enfrentarse a las metralletas del NKVD, por detrás de su propio frente— que de avanzar y rendirse[7]. Los aliados involuntarios de Stalin sufrieron sobremanera: el 16 de enero, el VII.o cuerpo rumano comunicó que desde octubre había padecido la baja de 23 000 muertos, heridos y desaparecidos, esto es, más del 60 por 100 de su fuerza; su comandante fue condenado a diez años de trabajos forzados en Siberia por esta «insubordinación».

Los rusos alistaban a civiles infortunados para que transportaran la munición bajo el fuego enemigo. Por las calles avanzaban a buen ritmo, pero cuando se veían obligados a cruzar espacios abiertos barridos por las armas alemanas y húngaras, sufrían masacres y altos repetidos. Más difícil aún era la situación de los defensores, sin embargo: el soldado Dénes Vass trepó por el montón de heridos civiles y militares dispuestos a lo largo de los pasillos del puesto de mando de su unidad. Una mano se levantó y lo agarró del abrigo. «Era una chica de entre dieciocho y veinte años, de pelo rubio y cara bonita, que me rogó, con un susurro: “Saca la pistola y mátame”. La miré con más atención y me di cuenta, con horror, de que le faltaban las piernas.»[8]

El hambre atormentaba a hombres, mujeres y niños. Los veinticinco mil caballos de la guarnición sirvieron de alimento. Sólo catorce de los dos mil quinientos animales del zoo de la ciudad sobrevivieron; los otros murieron por el fuego soviético o se los mató por su carne. Durante varias semanas, un león vagó por los túneles del metro, hasta que fue capturado por un equipo soviético constituido con esa función. Tras una conferencia en el cuartel general el 26 de enero, un oficial alemán escribió: «Al dejar la sala tras la reunión, varios comandantes lamentan abiertamente la terquedad de Hitler. Incluso algunos de la SS están empezando a dudar de su liderazgo[9]». El principal general húngaro informó al ministro de Defensa el 1 de febrero: «Situación de abastecimiento, intolerable. Menú para los próximos cinco días, por cabeza y día: 5 g manteca, 1 rebanada de pan y carne de caballo… Tropas infestadas de piojos, cada vez peor, sobre todo entre heridos. Seis casos ya de tifus[10]». La Luftwaffe mantuvo algunos vuelos de abastecimiento, cuyo producto, además de escaso, cayó en muchos casos entre las líneas rusas. A los civiles hambrientos se los fusilaba ipso facto si se los hallaba saqueando los contenedores de alimentos lanzados con los paracaídas. En la sala de maternidad de un hospital, las enfermeras pegaban a los bebés huérfanos a sus pechos, para proporcionarles al menos calor humano mientras los desventurados infantes privados de alimento se acercaban a su muerte.

Durante el sitio de la ciudad, continuó la persecución y el asesinato de los judíos de Budapest: en la mañana del 24 de diciembre, la milicia de la Cruz Flechada condujo hasta el hogar de acogida de los niños judíos de la calle Munkácsy Mihály, en Buda, e hizo marchar a los internos y sus cuidadores hasta el patio de los barracones de Radetsky, a poca distancia, donde se los hizo ponerse en fila ante una ametralladora. A este grupo lo salvó un movimiento súbito de las tropas rusas, que provocó que los ejecutores en ciernes se dieran a la fuga; pero los padres de aquellos niños ya habían sido deportados y asesinados. A muchos otros judíos se los llevó ante pelotones de fusilamiento a orillas del Danubio, donde un puñado logró escapar arrojándose a las heladas aguas del río.

Un oficial del ejército húngaro censuró a un adolescente de la Cruz Flechada por apalear a una mujer de una columna que se dirigía a su punto de ejecución: «¿Es que no tienes madre, hijo? ¿Cómo puedes hacer esto?». El chico replicó sin inmutarse: «Es sólo una judía, viejo[11]». Se calcula que entre mediados de octubre de 1944 y la caída de la ciudad, 105 453 judíos murieron o desaparecieron de Budapest. Entre los supervivientes, las condiciones se tornaron horripilantes. Un testigo describió esta escena vista en un gueto:

En la estrecha calle de Kazinczy, hombres debilitados y cabizbajos empujaban una carretilla. Sobre aquel aparato traqueteante iban dando tumbos cadáveres humanos desnudos, amarillos como la cera, y un brazo rígido con moratones oscilaba y chocaba contra los rayos de la rueda. Se pararon frente a los baños de Kazinczy… detrás de la fachada envejecida se apilaban los cuerpos, helados y rígidos como piezas de madera… Crucé la plaza de Klauzál. En el centro había varias personas acuclilladas o arrodilladas en torno de un caballo muerto, al que arrancaban la carne con cuchillos. Del cuerpo abierto y mutilado sobresalían los intestinos, amarillos y azules, semejantes a gelatina y con un brillo helado[12].

El diplomático sueco Raoul Wallenberg, que se encontraba entre los atrapados en Budapest, intentó detener las masacres de judíos, advirtiendo a los comandantes alemanes que se les responsabilizaría por ello. Pero las matanzas continuaron, en ocasiones con la participación de oficiales de la policía húngara, enviados para proteger a los judíos. Wallenberg murió a manos de los rusos.

A comienzos de febrero, cuando las bajas alemanas eran cada vez mayores y el abastecimiento, cada vez menor, buena parte de Budapest había quedado arrasado. Había incendios en mil lugares e iban sucumbiendo palacios, residencias privadas, edificios públicos y bloques de pisos. A todas horas se oían explosiones y fuego de artillería. Los heridos gritaban mientras los aviones soviéticos bombardeaban desde baja altura y los cazaban allí donde se encontraban, sin poder evitarlo. En una calle, un cañón anticarro aparecía camuflado grotescamente con alfombras persas extraídas del atrezo del Teatro de la Opera. Caballos aterrorizados, mujeres sollozantes y soldados desesperados buscaban protegerse ora en desbandada, ora formando una piña.

El dominio de la ciudad se disputaba en una docena de puntos al mismo tiempo. Los edificios cambiaban de manos varias veces, entre ataques y contraataques. Cada vez desertaban más soldados húngaros, pero los rusos les ofrecían poca elección: o bien se unían al Ejército Rojo para combatir contra sus antiguos camaradas o bien se enfrentaban a la deportación a Siberia. A los primeros se les proporcionaban, como identificación, cintas rojas para la gorra, cortadas de la seda de los paracaídas, y se los enviaba a la batalla sin más demora. Los rusos trataban a estos renegados con una camaradería sorprendente: el comandante de un cuerpo de fusileros, por ejemplo, invitó a cenar a oficiales húngaros. Acabada la guerra, se averiguó que el índice de muertes había sido similar entre los que eligieron la cautividad y los que se unieron al Ejército Rojo. Entre un caos de lealtades, los grupos de la resistencia comunista húngara intentaron ayudar a los soviéticos, sobre todo matando a jefes y soldados de la Cruz Flechada. A finales de enero, numerosos disidentes encarcelados fueron fusilados por sus compatriotas en la terraza del Palacio Real, en la mayoría de los casos, después de torturarlos.

El 11 de febrero de 1945, la resistencia de Buda se hundió. El comandante de la artillería antiaérea húngara desarmó a los alemanes en su cuartel general del hotel Gellert, levantó una bandera blanca y ordenó a sus hombres que ejecutaran a los que no aceptaran la paz e intentaran prolongar la resistencia. Aquella noche, los restos de la guarnición y sus oficiales más destacados intentaron huir, algunos en grupos pequeños, otros en multitud. En su mayoría fueron segados por el fuego soviético, que apelotonó cadáveres en los espacios abiertos. El comandante de una división de caballería de la SS y tres de sus oficiales optaron por el suicidio cuando se evidenció que no podrían escapar. Otros veintiséis hombres de la SS se dispararon a sí mismos en el jardín de una casa de la calle Diósárok. El comandante de una división de Panzer murió por el fuego de una metralleta soviética. El viejo coronel húngaro János Vértessy tropezó y cayó de cara al suelo mientras corría por una calle, lo que le supuso perder el último diente. «Hoy no es mi día», dijo, amargado, a la vez que recordaba que se cumplían treinta años de la ocasión en que, siendo piloto en la Primera Guerra Mundial, fue derribado y apresado. Poco después, el Ejército Rojo lo capturó y ejecutó sumariamente.

En los sótanos del Palacio Real había dos mil heridos. En palabras de un testigo que se los encontró: «Pus, sangre, gangrena, excrementos, sudor, orina, humo de tabaco y pólvora se mezclan en un hedor muy intenso[13]». El pánico y el conflicto entre facciones también afectó a las fuerzas condenadas. Dos soldados entraron de golpe en la sala donde unos cirujanos acababan de abrir el estómago de un herido y empezaron a dispararse el uno al otro sobre la mesa de operaciones. En el cuartel del general Pfeffer-Wildenbruch, un joven suboficial se vistió con el uniforme abandonado de su comandante y, al cabo de poco, un soldado enloquecido lo mató a tiros. En los edificios públicos de la ciudad, los rezagados vagaban entre pinturas rajadas, porcelana destrozada, muebles rotos y posesiones personales abandonadas. Había incendios sin control por todas partes.

Algunos defensores intentaron escapar por las alcantarillas, a la luz de las velas, caminando por aguas sucias que a veces les llegaban hasta la cintura, mientras por encima seguían oyéndose los sonidos de la batalla desesperada. Encontraron el cadáver de una mujer hermosa, vestida con elegancia —medias de seda, abrigo de piel— y aún aferrada a su bolso. Hablaron sobre quién podría ser. Tras avanzar varios cientos de metros, sin embargo, el nivel del agua era tan alto que no pudieron pasar. En su mayoría, incluido Pfeffer-Wildenbruch, tuvieron que trepar por los pozos de inspección hasta la calle, donde pronto los apresaron los soviéticos. Se calcula que unas dieciséis mil personas, entre soldados y civiles, huyeron a las colinas circundantes, donde permanecieron escondidos o vagaron por la zona. Algunos capturaron un carromato soviético, cargado de pan, que desató un tiroteo entre ellos por la posesión del contenido. Otros, que siguieron caminando penosamente hacia el oeste, emergieron de los bosques a la zona descubierta de la cuenca de Zsámbék. Aquí sus figuras destacaban sobre la nieve y hubo cientos de muertos por las balas de las metralletas y los francotiradores soviéticos. En la ciudad también murieron multitudes desesperadas. Según escribió un oficial soviético: «Los hitlerianos continuaron avanzando hacia la salida de la ciudad, pese a las cuantiosas bajas, pero pronto empezaron a intervenir nuestros lanzacohetes múltiples, que disparaban a quemarropa. Fue una visión terrible[14]». Sólo unos setecientos hombres de los 43 900 de la guarnición militar de Budapest llegaron al frente alemán, más al oeste, el 11 de febrero; del resto, 17 000 habían muerto y otros 22 000 había caído prisioneros.

Sobre Budapest cayó un silencio letal. Lásló Deseö, un chico de quince años, regresó a la vivienda de su familia después de que la hubieran saqueado los primeros rusos. «Al pasar por las habitaciones te entraban ganas de gritar. Hay ocho caballos muertos. Las paredes están rojas de sangre hasta la altura de un hombre, todo está lleno de mugre y escombros. Todas las puertas, los armarios, los muebles y las ventanas están rotos. No queda yeso. Piso los caballos muertos y los noto suaves y elásticos. Si saltas sobre ellos, unas burbujas pequeñas silban y salen ensangrentadas por las heridas de bala».

Sin perder la cautela, los supervivientes comenzaron a arrastrarse fuera de los escombros. Les desconcertaba el comportamiento caprichoso de los vencedores: a veces, al entrar a los apartamentos, los rusos mataban a familias enteras; a veces se echaban a jugar con los juguetes y se marchaban pacíficamente. Un escritor húngaro calificó así a los conquistadores: «Eran simples y crueles como niños. Con los millones de personas aniquiladas por Lenin, Trotsky, Stalin o en la guerra, la muerte se había convertido, para ellos, en un asunto cotidiano. Mataban sin odio y se dejaban matar sin resistencia[15]». Hubo muchas ejecuciones, sobre todo de rusos atrapados con uniformes alemanes. También se fusiló a algunos carteros y conductores de tranvía, cuando los rusos confundían sus ropas con las de los milicianos de la Cruz Flechada. Se produjo un saqueo sistemático de colecciones de arte y depósitos bancarios, bajo los auspicios del NKVD; destaca el robo a los grandes coleccionistas judíos, cuyo botín se envió a Moscú. Una gran proporción de las mujeres que sobrevivieron a la conquista de Budapest —de todas las edades, de los diez a los noventa años, y sin excluir a las embarazadas— fueron violadas por los soldados del Ejército Rojo. La penalidad de las víctimas se agravaba por el hecho de que muchos de los violadores estaban enfermos y en toda Hungría faltaban medicinas. El obispo Joseph Grosz escribió con desconsuelo: «Así debían de ser las cosas en Jerusalén cuando el profeta Jeremías expresó sus lamentos».

Los comunistas húngaros suplicaron al mando soviético que frenara a sus soldados. A finales de febrero, una de estas peticiones rezaba así:

No sirve de nada elogiar al Ejército Rojo en los pósteres, el partido, las fábricas y cualquier otro lugar, si ahora, a los hombres que han sobrevivido a la tiranía, los soldados rusos los conducen por los caminos como ganado, dejando tras de sí una estela de cadáveres. A los camaradas enviados al campo para favorecer la distribución de la tierra, los campesinos les preguntan que de qué van a servirles las tierras, si los rusos se han llevado sus caballos de los prados. ¡No van a arar con la nariz!

Sin embargo, las protestas fueron en vano. Stalin había decretado que, a cambio de sus sacrificios, los soldados merecían la justa recompensa del saqueo y la violación. Polacos, yugoslavos, checos y húngaros sufrieron por igual el destino que pronto vivirían los alemanes.

En Budapest, antes incluso del hundimiento último de la defensa local, el primer cine de la ciudad reabrió sus puertas con la exhibición de una película de propaganda soviética, La batalla de Orel. Casi de inmediato se empezaron a erigir en espacios públicos estatuas de héroes de guerra soviéticos. Tras soportar un sufrimiento extremo, los húngaros anhelaban reír otra vez y muy pronto los cabarés hacían negocio fresco entre los escombros. Cuando el cómico Kálmán Latabár subió al escenario, el público se puso en pie para ovacionarlo, pero el aplauso devino éxtasis cuando se levantó las mangas y perneras para mostrar hileras de relojes, como burla de los «libertadores» soviéticos de Hungría. De haber hecho lo mismo (o hasta menos) unos pocos meses más tarde, lo habrían fusilado.

La captura de Budapest costó a los rusos cerca de ochenta mil muertos y medio millón de heridos. En el asedio murieron unos treinta y ocho mil civiles; decenas de miles fueron deportados a la Unión Soviética para desempeñar trabajos forzados de los que muchos nunca retornaron. Las fuerzas húngaras y alemanas perdieron a unos cuarenta mil hombres y sesenta y tres mil fueron hechos prisioneros. Esta batalla tan brutal como fútil se habría calificado de épica si se hubiera desarrollado en el frente angloestadounidense. A la postre, sólo los húngaros prestaron atención a sus horrores, entonces o más tarde. A los tres meses, la conquista quedaría eclipsada por un drama similar, pero de escala mucho mayor, en la propia capital de Hitler.

II. La marcha hasta el Elba

En los primeros meses de 1945, la mayoría de los alemanes recibió la llegada de las fuerzas estadounidenses y británicas a su país como una intrusión inmerecida; aunque muchos comprendían que Hitler les había llevado al desastre, aun así les resultaba difícil aceptar las implicaciones que ello tenía para su propia vida doméstica. Varios hombres del CCLXXIII.o batallón de artillería de campo ocuparon una casa habitada por (en palabras de uno de sus soldados) «una mujer bajita, semejante a un pájaro, vestida de negro, que salió tambaleándose de una puerta lateral. En cuanto nos vio cogiendo de su reserva de leña, empezó a chillar en alemán. Nos la llevábamos por brazadas y ella rompió a llorar y a gemir incontrolablemente, ahogándose y sin poder terminar las frases». Los estadounidenses hablaron entre sí antes de quitar importancia a cualquier escrúpulo. «¡Al infierno! —dijo Frenchie—. Esta tía es tan alemana como los otros kraut[16]». Cuando una mujer alemana no supo tener la boca callada y se quejó amargamente de que los intrusos americanos estaban rayando los muebles de su casa, ocurrió algo similar con un tipo tosco de la unidad del soldado de primera Charles Félix: «“Estoy hasta las narices de estos malditos cabeza cuadrada —protestó el soldado—. Aquí nos tienen luchando por su culpa y va y tiene la jeta de quejarse por los muebles. Hala, señora, ¡ahora verá lo que es estropear de verdad!” —dijo, agarró una silla y la estrelló contra la pared[17]». Sólo una minoría de soldados aliados conservó inhibiciones persistentes con respecto a los civiles: un soldado de la sección de ingenieros de Aaron Larkin se echó a llorar cuando se le ordenó desalojar a una familia alemana de su vivienda, para dejar sitio a su propia unidad[18]. El soldado de primera Harold Lindstrom sufrió un episodio de culpa instintiva cuando se tumbó sobre el lecho de plumas de una mujer, pertrechado con todo su equipo de infantería[19].

El auditor general del ejército estadounidense constató un incremento notorio en los casos de violación cuando los soldados aliados entraron en el territorio alemán. Según su informe de posguerra:

Eramos miembros de un ejército conquistador y llegamos como tales conquistadores. Sólo en algún caso muy excepcional la víctima alemana se resistía vigorosamente a sus atacantes armados… Al parecer, las víctimas alemanas se hallaban completamente acobardadas… Aquel miedo mortal no era del todo infundado, como se demostró en varios casos en los que los alemanes que intentaban impedir que los soldados llevaran a efecto el intento de violación fueron asesinados sin piedad[20].

Un periodista de Stars & Stripes envió una nota, en marzo de 1945, sobre la elevada incidencia de las violaciones en Renania; pero el censor la eliminó, al igual que otros «informes negativos» sobre la conducta de los Aliados en Alemania.

También hubo, por descontado, relaciones sexuales voluntarias, muy numerosas, que provocaron una multiplicación de la incidencia de las enfermedades des venéreas; las alemanas más desesperadas vendían la única mercancía que les quedaba, a menudo para poder alimentar a sus familias. Muchos soldados aliados se echaron atrás ante la desvergüenza de la conducta alemana, puesto que incluso los miembros más instruidos del pueblo de Hitler se habían embrutecido con los privilegios de la opresión. Un grupo de hombres de la guardia escocesa, acogidos por los aristocráticos propietarios de un castillo en el norte de Alemania, se horrorizaron al comprobar que en un parque inmediato había un pequeño campo de concentración con doscientos prisioneros famélicos. Cuando un oficial británico se lo reprochó, el anfitrión replicó, desconcertado: «Comandante, no lo ha entendido usted; esta gente son animales, sólo se los puede tratar como animales».

Las últimas batallas de los angloestadounidenses fueron incomparablemente menos sangrientas que las libradas en el este, porque a los dos bandos les iba bien así. El teniente británico Peter White gritó que se detuviera a un alemán que huía:

Apunté a media espalda con una intensa sensación de repugnancia por tener que disparar a un hombre que huía… cuando, al parecer, algo le dijo que no tenía ninguna esperanza de conseguirlo. Me alivió mucho ver que se daba la vuelta, arrojaba su rifle a la nieve y levantaba los brazos con un gesto rápido y teatral. Con voz asustada chapurreó una serie confusa de palabras en mi lengua:

—¡No disparar, por favor, señor…! Hitler no bueno… No disparar… ¡Por favor, Kamerad!

Al mismo tiempo, echó mano a su ropa, con brusquedad, por lo que estuve a punto de dispararle, temiendo que sacara una pistola o una granada de mano. En lugar de eso…, sacó lo que resultó ser un reloj de oro con cadena y lo balanceó ante mi cara, como ofrenda de paz[21].

Los ejércitos occidentales avanzaron por Alemania con el mismo paso mesurado que había caracterizado su campaña desde octubre de 1944. Intentaron completar la destrucción del nazismo con un coste humano aceptable, avanzando hasta las líneas de ocupación acordadas con los rusos; sólo temporalmente y en áreas contadas fueron más allá de esas líneas. Los alemanes siguieron resistiendo, pero pocos exhibieron el fanatismo con que se vivió la batalla oriental hasta su fin. La parte más difícil, para los vencidos, era identificar la ocasión de abandonar sin que los fusilara una parte o la otra. El auxiliar sanitario estadounidense Leo Litwak describió su experiencia de atender a un anciano alemán al que habían disparado mientras intentaba alcanzar las líneas estadounidenses, desarmado, probablemente para rendirse.

Llevaba gorra y uniforme de lana gris, con ojos enormes, mala cara, sin afeitar, la boca abierta como si estuviera chillando, pero sólo emitía un sonido asfixiado, un «Ohhhhh, Ohhhhh». Vio las cruces rojas de mis brazos y mi casco y estiró el brazo para cogerme y gritó: «Vater!», «¡Padre!», decía. Sobresalía de sus pantalones una gran astilla del hueso femoral. Rasgué sus pantalones y desnudé la herida a medio muslo. Había cagado mojoncitos duros y grises, lo que esperarías ver como rastro de un animal. La mierda había ido bajando hasta cerca de la fractura. La peste era acre y daba ganas de vomitar. Le puse sulfamida en polvo en el hueso descubierto, lo cubrí con una venda y até un torniquete flojo sobre la herida, en la parte alta del muslo. Se estaba agrisando con rapidez, iba a sufrir el shock. Dijo: «Vater, ich sterbe», «Padre, me muero». Le inyecté morfina en el muslo. No le tranquilizó y le di otro octavo de grano. Le vi entrar en estado de shock: labios azules, sudor frío, piel gris, pupilas distendidas, pulso débil y palpitación… Deseé que se muriera para que los dos pudiéramos aliviarnos de su dolor[22].

El grueso de la Wehrmacht y la Waffen SS se enfrentó a los ejércitos de Zhúkov, Konev y Rokossovsky; los rusos desplegaron a 6,7 millones de hombres en un frente que se extendía del Báltico al Adriático. La lucha letal entre las fuerzas de los dos tiranos rivales, Stalin y Hitler, estuvo entre los encuentros militares más terribles de la guerra. Fue completamente irracional, porque no cabía duda sobre el resultado; pero los nazis —con la ayuda de condenas de muerte a los que flaquearan— lograron impulsar a sus soldados a realizar el último esfuerzo supremo por la patria. Henner Pflug, maestro de escuela en la Prusia Oriental, afirmó que dejaron de llamarle la atención los hombres ahorcados en los árboles, con carteles colgados en el cuello que decían: «Soy un desertor» o «No he sabido defender a la patria». Ya los había visto demasiadas veces[23].

Incluso los partisanos de Tito reconocieron, aunque fuera a regañadientes, que la retirada combativa y obstinada que había emprendido la Wehrmacht, con todo en contra, resultaba impresionante. Milovan Djilas escribió:

El ejército alemán había dejado una estela de heroísmo, aunque el dominio del nazismo ha eliminado del pensamiento del mundo hasta la sola idea de tal cosa… Hambrientos y medio desnudos, limpiaron desprendimientos de tierras, asaltaron las cumbres rocosas, excavaron carreteras. Los aviones aliados los utilizaban como objetivo en prácticas de tiro gratuitas. Se les terminó el combustible… Mataron a sus propios heridos graves… Al final consiguieron escapar y dejaron un recuerdo de hombría marcial. Al parecer, el ejército alemán podía hacer la guerra… sin masacres ni cámaras de gas[24].

Gerda, la prometida del paracaidista Martin Poppel, fue uno de los muchos alemanes que, no sin retraso, se distanciaron del régimen nazi por los horrores que había traído a su país. Según le escribió a Poppel mientras éste estaba en Holanda, en enero de 1945:

Estamos agotados tras esta terrible descarga de bombas. Oír el aullido de estas cosas a todas horas, aguardar a la muerte en cualquier momento en un sótano oscuro, sin ver nada… ¡Oh, es una vida maravillosa! ¡Ojalá pudiéramos parar! Desde luego, esperan demasiado de la gente. ¿Te acuerdas del lago? ¡Creo que me diste allí nuestro primer beso! Pues todo ha desaparecido. Los encantadores cafés Brand y Bohning, el ayuntamiento, completamente quemados. No podría ni empezar a describirlo. Pero te lo podrás imaginar. Tú has visto Múnich. ¿Todo va a quedar destruido? Nadie ve ninguna otra salida. ¿Por qué la gente envía a nuestros soldados a una muerte inútil? ¿Por qué dejan que arrasen el resto de Alemania? ¿Por qué tanta penalidad, por qué[25]?

Luego añadió: «Si cuando terminara la guerra todavía fueras un partidario leal de esta gente —ya sabes quién digo—, eso nos separaría, sin remedio. ¿Qué han hecho de nuestra hermosa y magnífica Alemania? Es para echarse a llorar. Y mejor no pensemos en cómo nos esclavizarán los otros».

Las historias que nos hablan de los «ejércitos» y las «divisiones» de Hitler en 1945 como formaciones de batalla serias son una burla de la realidad: todas las unidades habían quedado reducidas a una porción de su fuerza esperable en hombres, tanques, artillería y transporte. Entre junio de 1944 y marzo de 1945, la Wehrmacht perdió 3,5 millones de rifles, por lo que en sus últimas campañas carecía incluso del número suficiente de armas menores. Muchos soldados se hallaban en pésimas condiciones físicas: un informe médico de la VIII.a batería del III.er regimiento de artillería paracaidista, el 10 de enero, recogía que de sus setenta y nueve componentes, todos salvo dos tenían piojos, y dieciocho, eccemas por la mala alimentación. El empeño de mantener la disciplina invitaba a la irrisión; a los soldados del primer batallón del regimiento 1120 de Volksgrenadier tuvo que resultarles fantástico que su oficial al mando, el comandante Beiss, proclamara una orden del día en la que deploraba el desaliño personal: «Los rifles se portarán en el hombro derecho, con el cañón hacia arriba. Si vuelvo a ver a un “deportista dominguero” paseando con el rifle apuntando hacia el suelo, se le castigará con siete días de estricto arresto. La suciedad reciente adorna a un soldado, pero la antigua descubre haraganería. Si vuelvo a ver a un hombre con “melena de león” o cualquier otro cabello fantástico, yo mismo le cortaré el pelo[26]».

Entre los ejércitos —sobre todo entre los que se enfrentan a la adversidad— es lugar común considerar que los hombres no deben tener tiempo de sobras para rumiar. En los primeros días de 1945, cuando sin duda la guerra estaba yendo muy mal para Alemania, el teniente Tony Saurma, comandante de una compañía de Panzer, intentó distraer las horas de ocio de sus hombres con charlas; en una ocasión, les habló durante una hora sobre Estados Unidos, su «cinturón del maíz», las áreas industriales y las grandes ciudades[27]. Saurma sabía, como quienes lo escuchaban, que Estados Unidos pronto tendría un gran peso en sus vidas, si tenían la suerte de sobrevivir. Lo más notable no fue que cientos de miles de soldados abandonaran la guerra en los últimos meses, sino que otros continuaran con la resistencia, y que algunos incluso calificaran de aceptable su situación; el comandante de una sección de Panzer SS, destinado a Hungría, escribió sobre un tiempo de tregua en el campo de batalla, a mediados de febrero: «Las raciones eran excelentes. La población civil nos enseñó los varios usos del pimentón. La gente era muy amable. Por las tardes conducíamos hasta Nové Zámky, para ver películas[28]».

El 1 de febrero, en la reunión de los jefes del estado mayor combinados de los Aliados, celebrada en Malta antes de la cumbre de Yalta, se aprobó el plan de Eisenhower de confiar el esfuerzo principal, en la última fase de la campaña, al XXI.er grupo de ejércitos de Montgomery, reforzado por el IX.o ejército estadounidense de Simpson. A las fuerzas de bombardeo pesado se les encomendó atacar la infraestructura de transporte alemana, incluyendo centros ferroviarios como Dresde[*23] y Leipzig, en la vía de avance de los rusos. Pero el progreso por tierra resultó lento: el siguiente ataque de Montgomery, la Operación Veritable («Verdadera»), topó con problemas en el bosque de Reichswald; las formaciones de Simpson quedaron retenidas hasta el 23 de febrero, porque los alemanes habían inundado amplias zonas de su frente. Las fuerzas de Montgomery no se acercaron al Rin, entre la frontera holandesa y Coblenza, hasta el 10 de marzo, y después de lidiar combates penosos.

En las circunstancias desesperadas de Alemania, Hitler adoptó una panacea conocida: cambiar de generales. Kesselring, que había dirigido la brillante defensa de Italia, sustituyó a Von Rundstedt en la comandancia del oeste. Pero Kesselring ya no era más capaz que su predecesor de sostener una campaña coherente, pues tan sólo disponía de cuarenta y cinco divisiones debilitadas frente a las ochenta y cinco divisiones completas de Eisenhower, respaldado además por un apabullante poder aéreo. El 7 de marzo, el I.er ejército de Hodges se apoderó del puente ferroviario de Ludendorff, que cruzaba el río por Remagen, y de inmediato se aprestó a establecer un perímetro en la orilla oriental; el III.er ejército de Patton conquistó su propia cabeza de puente en Oppenheim, más al sur, el 22 de marzo. Tres días más tarde se barrió a los últimos alemanes de la orilla occidental del Rin. El 24, las tropas de Montgomery escenificaron su complejo paso del Rin en Wesel, estropeado sólo por las numerosas bajas entre los soldados aerotransportados: a falta de otros recursos, los defensores de la ribera oriental sí contaban con un equipo muy bien provisto de artillería antiaérea.

A finales de mes, la vanguardia enlazó con el IX.o ejército de Simpson en Lippstadt y rodeó al grupo de ejércitos B, de Model, en la denominada «bolsa del Ruhr»; Model se suicidó el 17 de abril y 317 000 de sus hombres se convirtieron en prisioneros de los Aliados. Ahora los ejércitos estadounidenses tenían una ocasión perfecta para recorrer el último tramo con celeridad; para furia de Montgomery, a sus formaciones se las relegó al papel secundario de limpiar el norte de Alemania hasta Hamburgo y Lubeca (Lübeck). Se consideró urgente enviar fuerzas hasta la base de la península de Jutlandia, para proteger Dinamarca de cualquier amenaza de ocupación soviética. Eisenhower abandonó oficialmente el objetivo de Berlín e informó a Stalin de ello. Desvió al VII.o ejército estadounidense y al I.er ejército francés hacia el sur, hacia la frontera austríaca, para impedir cualquier intento nazi de crear un «reducto nacional» desde el cual sostener la guerra después de que las fuerzas rusas y angloestadounidenses se encontraran en el norte de Alemania. Sin embargo, este «reducto nacional» era un mero fruto de la imaginación del personal de inteligencia de Eisenhower y la división de fuerzas tuvo el efecto negativo de debilitar el avance central y principal y dejar que los rusos ocuparan Checoslovaquia.

No obstante, es difícil argumentar convincentemente que nada de esto hubiera cambiado el mapa político de la Europa de posguerra, como denunciaron los detractores del comandante supremo. Las zonas de ocupación de los Aliados se habían acordado muchos meses antes y confirmado en la cumbre de Yalta, en febrero. Los rusos habían llegado los primeros a la Europa oriental; para haber frustrado sus propósitos imperialistas y haber librado a la Europa central de una tiranía soviética como sucesora de la tiranía nazi, se habría requerido que los Aliados lidiaran una guerra muy distinta y más feroz, con un coste de bajas muy superior. Habrían tenido que reconocer la posibilidad, o incluso la probabilidad, de combatir contra el Ejército Rojo además de contra la Wehrmacht. Tal camino era política y militarmente inconcebible, por mucho que Churchill se hubiera engañado a sí mismo, durante un breve tiempo, con la idea de obtener la libertad de la Europa oriental mediante la fuerza.

Stalin estaba obsesionado con que la conquista de Berlín debía corresponder a la Unión Soviética, y su pueblo tenía esa misma visión: veían este triunfo simbólico como el único final adecuado a su lucha, el cumplimiento de todo aquello por lo que habían venido esforzándose desde 1941. Militarmente, quizá llegar a la capital de Hitler antes que el Ejército Rojo hubiera estado al alcance de las fuerzas de Eisenhower, pero tal movimiento habría precipitado un choque entre los Aliados. Los rusos se habrían indignado ante cualquier intento de privarles de su premio.

El comportamiento soviético, en los meses de marzo y abril, lo rigió la paranoia sobre las intenciones occidentales. Stalin mintió repetidamente a Washington y Londres, indicando que Berlín le provocaba indiferencia; no era capaz de dar crédito a la idea de que británicos y estadounidenses pudieran desaprovechar la ocasión de adelantar al Ejército Rojo en esa meta. Los soviéticos rodearon Berlín en parte por la exigencia de quitársela a Hitler, pero en parte también para asegurar que no la tomaran Roosevelt ni Churchill. Hubo una consideración adicional: los rusos ansiaban apresar a los científicos nucleares nazis y su material de investigación. Tras saber por sus agentes en Occidente que los estadounidenses estaban a punto de perfeccionar una bomba atómica, Stalin quería todo lo que pudiera ayudar a arrancar el proyecto soviético rival; entre los objetivos vitales del Ejército Rojo se incluyó el Instituto de Física Kaiser Wilhelm, en el barrio de Dahlem.

En el último estadio de la guerra occidental, los ejércitos angloestadounidenses avanzaron ante una oposición esporádica y mal coordinada; como siempre, la infantería recibió más que nadie en la tarea de limpiar las bolsas de resistencia. Servir en un carro blindado no era ninguna sinecura, pero en las últimas seis semanas de la campaña europea noroccidental, el batallón de tanques de la guardia escocesa —por poner un ejemplo— sólo perdió a un puñado de heridos y, entre los muertos, un solo oficial y siete hombres de otra graduación. En cambio, en el mismo período, la infantería del II.o batallón de la guardia escocesa vio morir a nueve oficiales y setenta y seis hombres de la tropa, además de perder a diecisiete oficiales y doscientos cuarenta y ocho soldados heridos. Algunas unidades aliadas toparon con grupos de fanáticos que defendían a muerte las encrucijadas o los pasos fluviales importantes; uno por uno, los fueron derrotando hasta que los vencedores se aproximaron al Elba. El 12 de abril, se ordenó al I.er ejército que se detuviera a poca distancia de Dresde, para esperar a los soviéticos. Las patrullas alemanas y estadounidenses se encontraron en la pequeña ciudad sajona de Strehla, en la ribera del Elba, en la mañana del 24 de abril; aquel mismo día se produjo el celebrado encuentro de Torgau, más al norte, en un ambiente de entusiasmo angloestadounidense desbordante y estirada formalidad rusa. El II.o ejército británico llegó a Lubeca el 2 de mayo, disipando el temor aliado a que los soviéticos quisieran ocupar Dinamarca. Afortunadamente para el pueblo danés, la atención de los rusos estaba centrada casi exclusivamente en otro lugar: en Berlín, la capital y último bastión del nazismo.

III. La última batalla

Stalin asumió una responsabilidad personal sobre las últimas grandes operaciones de la guerra, sobre todo para denegar la gloria a Zhúkov, quien fue relegado al mando del I.er frente bielorruso. El 12 de enero, los soviéticos lanzaron una ofensiva general desde las cabezas de puente del Vístula; decuplicando a los defensores, sus tanques y su infantería se dirigieron hacia el oeste y machacaron cuanto encontraron a su paso. En un boletín de noticias casi histérico, emitido el día 20, Radio Berlín describía la ofensiva soviética como «una invasión masiva, que debe compararse, por su escala e importancia, con las antiguas venidas de las hordas mongolas, los hunos y los tártaros».

El comentarista Hans Fritsche afirmó que el objetivo del enemigo no era otro que la «destrucción total» y que la derrota «marcaría el fin de la civilización»; aseveró que ahora los alemanes poseían la ventaja de unas líneas de comunicación cortas y de estar «apasionadamente resueltos a defender su patria». Alemania, según Fritsche, se había convertido en «el baluarte de Europa contra las hordas bárbaras que bajan de las estepas orientales». Expresó su consternación ante el hecho de que los británicos no se alinearan con el pueblo alemán en contra de los bolcheviques; lejos de negar la amenaza de la derrota, como se había hecho tan a menudo en el pasado, en la última fase de la guerra los nazis pidieron a su pueblo una resistencia desesperada para una situación que reconocían como desesperada. El 22 de enero, Radio Berlín declaró:

Los líderes de Alemania se enfrentan a la crisis más grave de la guerra. Ya no hay posibilidad de retirada de ninguna clase, porque nuestros ejércitos disputan un territorio de vital importancia para la industria de guerra alemana… Se exige a todos los alemanes el máximo esfuerzo. El pueblo alemán está respondiendo voluntariamente a este llamamiento porque saben que, en el pasado, nuestros líderes siempre han sido capaces de restaurar las situaciones, a pesar de todas las dificultades.

Si los alemanes caían en la desesperación, los rusos estaban exultantes. El corresponsal de guerra Vasili Grossman expresó su sentimiento de «alegría feroz» cuando él, que había visto tantas batallas desde 1941, fue testigo del paso del Vístula. Un poco más tarde escribió: «Quería gritar, decirles a todos nuestros hermanos, nuestros soldados, que yacen en la tierra de Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Polonia, que duermen para siempre en nuestros campos de batalla: “Camaradas, ¿nos oís? ¡Lo hemos conseguido!”[29]». Las bajas de la ofensiva del Vístula fueron mareantes, incluso para lo habitual en el frente oriental: los rusos se encarnizaron con todas las formaciones que hallaron en su camino. Sólo en el mes de enero murieron cuatrocientos cincuenta mil alemanes; en cada uno los tres meses posteriores, fallecieron más de doscientos ochenta mil, cifra que incluye también a las víctimas de los bombardeos angloestadounidenses de Dresde, Leipzig y otras ciudades orientales. Durante los últimos cuatro meses de la guerra murieron más alemanes que en todo el período de 1942-1943. Son números que ponen de manifiesto el precio que pagó el pueblo alemán por el hecho de que los jefes del ejército no acertaran a deponer a los nazis y terminar la guerra antes de sus últimos actos terribles.

En los primeros días de febrero, el comandante en jefe del grupo de ejércitos Vístula escribió: «En la Wehrmacht tenemos una crisis de liderazgo de la peor magnitud. El cuerpo de oficiales ya no tiene control firme de las tropas. Entre los soldados se manifiesta la desintegración más grave. En absoluto escasean los ejemplos de soldados que se quitan el uniforme y recurren a cualquier medio disponible para hacerse con ropas civiles y huir». A los generales alemanes les esperaban aún otras humillaciones: a Guderian lo interrogaron Ernst Kaltenbrunner, de la RHSA[*24], y el jefe de la Gestapo, Heinrich Müller, sobre su papel en la evacuación de Varsovia contra las órdenes de Hitler.

El mayor obstáculo al avance soviético fue el tiempo: un deshielo repentino dificultó el movimiento de los blindados por el barro y la nieve fangosa. El 3 de febrero, los ejércitos de Zhúkov y Konev controlaban un frente a lo largo del Óder, desde Küstrin, unos ochenta kilómetros al este de Berlín, hasta la frontera checa, con cabezas de puente en la orilla occidental. El día 5, el grupo de ejércitos Balcke, de Hitler, informó desde Hungría:

Entre todas estas presiones y tensiones, no se percibe ninguna mejora en la moral ni el rendimiento. La superioridad numérica del enemigo, unida al conocimiento de que la batalla se libra ya en territorio alemán, ha demostrado ser muy desmoralizadora para los hombres. No tienen más comida que una rebanada de pan y algo de carne de caballo. Todos los movimientos se ven dificultados por su debilidad física. A pesar de todo esto y de seis semanas de incumplidas promesas de refuerzos, los hombres combaten con tenacidad y obedecen las órdenes.

Los rusos lo reconocieron así —con tanto respeto como mala gana— en un informe de inteligencia del 2 de marzo: «La mayoría de los soldados alemanes sabe que la situación de su país es desesperada, después de lo avanzado en enero, aunque unos pocos todavía expresan confianza en la victoria alemana. Sin embargo, no hay indicios de que la moral del enemigo se vaya a hundir. Todavía combaten con una persistencia obstinada y una disciplina inquebrantada». En otra decisión demencial, Hitler se negó a autorizar lo que le instaban a hacer sus generales: evacuar la península de Curlandia, en el Báltico, que estaba sitiada, para que sus doscientos mil hombres reforzaran el Reich.

En el frente central, los rusos se detuvieron temporalmente. Cabe la posibilidad de que Zhúkov pudiera haber continuado adelante sin demora y aprovechado el impulso para conquistar Berlín, pero se enfrentaba a unos problemas logísticos formidables y los rusos no tenían ninguna necesidad de asumir riesgos. Más al norte, Rokossovsky seguía adelante entre las nieves de Prusia. Los soldados rusos sentían una enorme satisfacción al ver que la destrucción que los nazis habían causado en su patria se extendía ahora al territorio alemán. Un hombre escribió desde la Prusia Oriental el 28 de enero de 1945: «Ardían las fincas, los pueblos y las ciudades. Columnas de carros, con alemanes aturdidos, hombres y mujeres que no habían logrado escapar, se arrastraban por el paisaje. Por todas partes había fragmentos informes de tanques y cañones autopropulsados, además de cadáveres por cientos. Recordé haber visto imágenes similares en los primeros días de la guerra[30]». Sus recuerdos, por descontado, eran los de la batalla por la Madre Rusia. Los propietarios de tierras de la Pomerania y la Prusia Oriental que tuvieron la imprudencia de permanecer en sus hogares, aunque fuera por la edad o por enfermedad, sufrieron destinos terribles: los invasores los identificaron no sólo como alemanes, sino también como aristócratas, y por ello los torturaban antes de matarlos.

Millones de refugiados huyeron hacia el oeste por delante de los soviéticos. Los fuertes sobrevivieron al viaje, pero fallecieron muchos niños y ancianos. «Al menos nosotros éramos jóvenes, podíamos lidiar con aquello mejor que los viejos», dijo Elfride Kowitz, una prusiana oriental de veinte años[31]. El paisaje nevado de la Europa oriental quedó desfigurado por decenas de miles de cadáveres. Los fugitivos compartían dramas de una intensidad fantástica, lo cual les convirtió en compañeros temporales en la adversidad, que comían o pasaban hambre juntos, vivían o morían, andaban y dormían hasta que un nuevo giro de las circunstancias los separaba. «En estas situaciones, se intimaba rápida y profundamente durante horas, días, semanas, hasta que se rompía la relación.»[32]

«El mundo es un lugar solitario sin familia, amigos, o al menos el calor de un hogar», escribió una mujer alemana, entre la muchedumbre de desposeídos[33]. Aprendió el sentido de la desesperación cuando vio a otras amas de casa, ansiosas de hallar ropa de abrigo para aquel tiempo helado, pasar corriendo junto a los soldados que se enfrentaban a los rusos con rifles y morteros para llegar a un castillo donde se decía que había toda una provisión de ropa, con intención de coger cuanto pudieran. Huía con dos niños pequeños y, en cierta ocasión, se hundió en el agotamiento extremo, incapaz de remontar la pendiente tirando de su miserable equipaje. «Me apoyé en todos nuestros bienes mundanos y lloré amargamente». Dos prisioneros de guerra franceses que pasaban por el lugar se apiadaron de la pequeña familia y la ayudaron a remontar la colina. Unos días más tarde, el granjero de una casa en la que buscó refugio temporal la instó a dejar su hijo allí, en adopción. «Me prometió la luna si lo dejaba allí. ¿Qué futuro tenía el niño? Allí podría contar con un hogar bueno y seguro». Pero su madre, como tantas otras, se aferró a una reserva de coraje que le permitió rechazar la propuesta. «No tenía miedo. Me impuse una tarea: llevar a los niños a lugar seguro y verlos crecer. ¿Cómo? No lo sabía. Iba resolviendo cada día a medida que llegaba». Esta pequeña familia alcanzó al fin el santuario de las líneas estadounidenses, pero muchas otras historias similares terminaron sin final feliz.

Las legiones soviéticas que avanzaban hacia el oeste no se parecían a ningún otro ejército que hubiera visto el mundo: eran un batiburrillo de antiguo y nuevo, Europa y Asia, inteligencia clara e ignorancia brutal, ideología y patriotismo, complejidad tecnológica y pertrechos y transportes de lo más primitivo. T-34, artillería, lanzacohetes katiuska, y detrás, jeeps, Studebaker y camiones Dodge, del programa de Préstamo y Arriendo, y detrás ponis lanudos y columnas de caballeros, carromatos y campesinos de penoso caminar, venidos de las repúblicas remotas del Asia central, vestidos con gualdrapas y harapos de uniformes. La embriaguez era endémica. Las armónicas alemanas proporcionaban un acompañamiento musical a muchas unidades, porque se las podía tocar sobre el traqueteo de los camiones. La única disciplina que se hacía cumplir rigurosamente era la que exigía a los hombres —y a las mujeres— atacar, combatir y morir. Stalin y sus mariscales no se preocupaban ni lo más mínimo por la conservación de la propiedad o la vida civil. Cuando uno de los oficiales de Vasilevsky pidió orientación sobre qué respuesta debía dar al vandalismo desatado de sus hombres, el comandante guardó silencio durante varios segundos y luego contestó: «No me importa una mierda. Es hora de que nuestros soldados hagan justicia por sí mismos[34]».

Cerca de Toruń, en Polonia, Semyon Pozdnyakov vislumbró de pronto a un soldado alemán en tierra de nadie, entre los dos ejércitos. Se movía pesadamente hacia su línea, cabizbajo, con el brazo derecho herido pegado a su cuerpo y el brazo izquierdo que arrastraba sin fuerzas una pistola automática. Pozdnyakov le ordenó parar con un grito: «Fritz, halt!». El alemán dejó caer el arma y levantó el brazo izquierdo, como débil gesto de rendición. Se acercó un grupo de rusos y vieron, en la cara de aquel hombre, sangre y unos ojos vacíos y sin esperanza. «Hitler kaputt», dijo el alemán, mecánicamente. Los rusos se rieron ante aquellas palabras, que ahora oían muy a menudo, y un oficial ordenó llevar a aquel hombre a la retaguardia. «Nein! Nein!», exclamaba el alemán, pensando que lo iban a fusilar. Pozdnyakov le espetó, enfurecido: «¿Por qué gritas, fascista medio muerto? ¿Tienes miedo de morir? ¿Acaso no has tratado a nuestra gente de la misma manera? Tendríamos que rematarte y liquidarte». Este fue, de hecho, el destino de muchos alemanes que buscaban compasión en vano[35].

El mal uso imprudente de las armas hizo que un número significativo de rusos se mataran entre sí por furia o temeridad; se oprimía el gatillo con la misma facilidad con la que los soldados occidentales podían escupir o blasfemar. A pesar del refinamiento militar de sus comandantes, era un ejército bárbaro, que había logrado metas reservadas solamente a los bárbaros. Paradójicamente, a sus miembros instruidos los impulsaba una convicción de rectitud mayor que la que movía a los soldados británicos o estadounidenses. No les importaba nada que, en 1939, Stalin hubiera firmado un pacto diabólico con Hitler, o que la Unión Soviética hubiera agredido a Polonia y Finlandia. Sólo reconocían que Rusia había sido invadida y devastada y que llegaba la hora de ajustar las cuentas con la nación responsable de ello.

Vyacheslav Eisymont, un antiguo profesor de historia que servía como observador de artillería, escribió desde Prusia Oriental el 19 de febrero:

Nos alojamos en toda clase de sitios: a veces en un cobertizo, a veces en un búnker, ahora mismo en una casa. Es tiempo de primavera, húmedo, a veces llueve. Hay civiles que no han logrado escapar y ahora se los manda a la retaguardia… Los vimos cuando avanzábamos sobre Königsberg: ancianos, mujeres y niños con cargas al hombro, como largos cocodrilos que caminan pesadamente por las cunetas; la propia carretera la ocupaba nuestra columna. Aquella noche vimos cosas terribles. Pero el comandante de nuestra batería habló por boca de muchos cuando dijo: «Sin duda, uno mira y se apena al ver a esos viejos y niños a pie y moribundos. Pero entonces uno recuerda lo que hicieron ellos en nuestro país y ya no siente ninguna compasión[36]».

En febrero, Konev cruzó el Óder hacia Dresde, antes de detenerse en el Neisse; en las semanas posteriores, su logro principal fue hacerse con el control de la Pomerania y la Alta Silesia. En los primeros días de marzo se repelió fácilmente una contraofensiva de la Panzer SS, emprendida con desgana en Hungría, por la fijación de Hitler en recobrar los yacimientos petrolíferos perdidos. El día 16, dos frentes soviéticos dirigieron sus fuerzas hacia Viena. Incluso un hombre tan entregado al nazismo como el mariscal de campo Ferdinand Schörner le dijo a Hitler el 20 de marzo: «Debo informar de que la inutilidad militar de las tropas de esta zona [Alta Silesia] supera mis peores expectativas. Sin apenas excepción, los hombres están agotados. Las formaciones se han descompuesto y mezclado con unidades de alarma y de Volkssturm. Su valor militar es alarmantemente bajo. Tengo la impresión de que los rusos podrán hacer lo que quieran, sin gran esfuerzo ni dedicación». El 10 de abril, el II.o ejército de Panzer en Hungría informó al OKW (alto mando de la Wehrmacht) de lo siguiente, con palabras que debemos leer sin ironía: «Para reforzar la moral, se ha realizado una ejecución en el campo de batalla».

El cabo Helmut Fromm, que se enfrentaba a los rusos en Sajonia, escribió en su diario durante la Pascua:

Me siento en el p[uesto de] o[bservación], iluminado por la vela, a quinientos metros de los «Ivanes». A través de la lona sopla un viento helado. Continúan cayendo bombas toda la noche, entrelazadas con el fuego de las metralletas y los ronquidos de mi vecino. Cuando he pasado por la trinchera, hace una hora, un suboficial me ha dicho que los estadounidenses están en Heidelberg. Ahora estoy aislado de todos mis seres queridos, que estarán preocupados por mí. Me pregunto dónde estará mi hermano. Estoy seguro de que lo volveré a ver, porque creo en Dios. ¿Cuánto tiempo continuará esta locura? Que Dios se apiade de su pueblo. Esta ha sido una larga cruzada, repleta de cadáveres y lágrimas. Que nos conceda una Pascua seguida por la redención[37].

El cabo Fromm tenía dieciséis años.

Guy Sajer, el alsaciano que servía con la división Grossdeutschland, escribió: «Ya no luchamos por Hitler, por el nacionalismo, por el Tercer Reich, ni siquiera por nuestras prometidas o madres o familias atrapadas en las ciudades asoladas por las bombas. Luchamos por puro miedo… Luchamos por nosotros mismos, para no morir en un hoyo repleto de barro y nieve; luchamos como ratas[38]». Un teniente alemán se quejó, ya cansado, a su prometida: «Ser oficial significa tener que moverse siempre adelante y atrás, como un péndulo, entre una cruz de caballero, una cruz de abedul o un consejo de guerra[39]». Una berlinesa escribió: «Estos días me doy cuenta repetidamente de que mis sentimientos hacia los hombres… están cambiando. Siento pena por ellos; parecen tan abatidos e impotentes. El sexo débil. En lo más hondo, las mujeres estamos viviendo una especie de decepción colectiva. El mundo nazi —regido por hombres, glorificador del hombre fuerte— se empieza a derrumbar y, con él, el mito del “Hombre[40]”».

Un soldado escribió a su esposa desde la Prusia Oriental, el 19 de abril:

¡Hola, querida!

Esta última quincena me he estado moviendo casi cada día, durmiendo en búnkeres, tiendas o simplemente a cielo abierto. Desde ayer, sin embargo, nos alojamos en una casa y dormimos en camas… Nuestra unidad se lo ha ganado, porque hemos cumplido con nuestra parte en el asalto de Königsberg y, por descontado, la hemos tomado. Nuestros aviones han bombardeado la ciudad durante tres días. La tierra temblaba por el bombardeo de la artillería, que rodeó la ciudad con nubes de humo. Al principio los fascistas respondieron con ferocidad, pero no pudieron soportar este infierno. Parecían andar escasos de munición y tampoco tenían apoyo aéreo… Hicimos prisioneros por cientos. La radio ha anunciado que las patrullas aliadas han cruzado la frontera de Checoslovaquia. ¡Todo acabará pronto! Quizá aún no termine, porque está también Japón, maldita sea… Pero uno se imagina que, cuando termine la guerra en Europa, los Aliados intentarán acabar con eso rápidamente[41].

Cuando el sistema alemán de distribución de alimentos se vino abajo, desde finales del mes de marzo, los civiles empezaron a sufrir hambruna, incluso en las áreas aún controladas por la Wehrmacht; y sabían que aún no había llegado lo peor. Un adolescente de Berlín, llamado Dieter Borkovsky, montaba en el tren metropolitano berlinés el 14 de abril, entre una multitud de pasajeros que daban rienda suelta a su cólera y desesperación. De pronto, un soldado, adornado con medallas que parecían absurdamente incongruentes con su figura sucia y pequeña, gritó: «¡Silencio! Quiero decirles algo. Aunque no quieran escucharme, al menos dejen de gemir. Tenemos que ganar esta guerra. No podemos perder el valor. Si otros ganan la guerra y nos hacen aunque sólo sea una parte de lo que nosotros hemos hecho en los territorios ocupados, a las pocas semanas no quedará vivo ni un solo alemán». Borkovsky escribió: «En el vagón se hizo tal silencio que se habría oído el vuelo de una mosca[42]».

Cuando los rusos llegaron a Lübbenau, un centenar de kilómetros al sur de Berlín, Hildegard Trutz, esposa de un oficial de la SS, confiaba en que tener en brazos a sus dos hijos pequeños le evitaría la violación.

¡Dios mío! ¡Qué follón armé con el primero! Ahora, cuando pienso en ello, no puedo evitar reírme. Sostenía a Elke en brazos y situé a Norfried delante de mí, con la esperanza de ablandar el corazón de aquel ruso. Pero a él le bastó con apartar a Norfried de un empujón y tirarme al suelo. Grité y seguí agarrada a Elke, pero el ruso siguió a lo suyo hasta que la tuve que soltar. Fue muy rápido, todo no duró más de cinco minutos… Pronto descubrí que era mucho mejor no resistirse en absoluto, que todo acababa mucho antes si no te resistías[43].

Friedrike Grensemann llegó a casa del trabajo y encontró a su padre preparándose para obedecer un llamamiento del Volkssturm. El padre le entregó su pistola y dijo: «Todo se ha acabado, hija mía. Prométeme que, cuando los rusos vengan, te matarás». Le dio un beso y se marchó, dispuesto a morir[44]. Pocos alemanes dieron más crédito que el señor Grensemann a la movilización de la guardia nacional; antes bien, parodiaban la canción «Die Wacht am Rhein»: «Descansa, Patria amada, ten consuelo / que el Führer ya te envía a los abuelos[45]». Los berlineses acaparaban toda la comida que podían comprar y se retiraban a los sótanos, que se convirtieron en sus refugios durante los días posteriores. Ruth Andreas-Friedrich se arriesgó a salir brevemente a la calle, en horas de oscuridad, durante una pausa en los ataques aéreos rusos. Por el este vio el cielo enrojecido «como si hubieran derramado sangre por encima» y oyó el cañoneo, ahora incesante, «que retumbaba como truenos lejanos. No es bombardeo, es… artillería… Ante nosotros yace la ciudad interminable, negra en la negrura de la noche, encogida de miedo como si pudiera hundirse de nuevo en la tierra. Y tenemos miedo[46]».

El corresponsal danés Jacob Kronika apuntó que, en aquellos momentos, muchos berlineses deseaban la muerte de su líder. «Hace unos años gritaban: “¡Heil!”. Ahora odian al hombre que se hace llamar su Führer, su guía. Lo odian, lo temen, porque por él están sufriendo muerte y penalidades. Pero no tienen ni la fortaleza ni el valor para liberarse de su demoníaco poder. Aguardan, con desesperación pasiva, al acto final del drama.»[47]

Por detrás del frente, los nazis se entregaron a una última orgía de masacres: vaciaron las cárceles y fusilaron a sus ocupantes; ejecutaron a casi todos los opositores del régimen que habían sobrevivido en los campos de concentración y asesinaron con una despreocupación horripilante a un gran número de víctimas menos relevantes. El 31 de marzo, en la estación de tren de Kassel-Wilhelmshöhe, setenta y ocho trabajadores italianos de los que se sospechaba habían saqueado un tren de abastecimiento de la Wehrmacht fueron acorralados y ejecutados por pelotones de fusilamiento. Al oeste de Hannover, la Gestapo asesinó a ochenta y dos prisioneros de guerra y trabajadores forzosos asimismo prisioneros. El 6 de abril, se mató a 154 prisioneros soviéticos en una cárcel de Lahde, y a otros doscientos en Kiel. En los últimos días de pervivencia del poder nazi sobre la vida y la muerte, las criaturas de Hitler se esforzaron por asegurarse de que la alegría de la liberación se denegara a todos cuantos tenían a su alcance.

A cientos de miles de infortunados prisioneros se los hizo marchar hacia el oeste, lejos de los rusos; muchos caminaron, literalmente, hasta morir. Hugo Gryn, judío, describió las experiencias vividas entre una columna de esclavos famélicos, de camino a Sachsensausen:

Al salir de Lieberose, nos hicieron marchar a cierta distancia del lugar, nos paramos y oímos multitud de tiros y luego [vimos] humo. Mataron y prendieron fuego a todos los que no podían seguir caminando. La marcha fue terrible. Nieve, barro. Y con la oscuridad, gira a la izquierda o a la derecha, entra en el campo más próximo, tiéndete. Por la mañana, levántate, menos los que no consiguen ponerse en pie, camina hacia delante, espera un poco, oyes los tiros y sigues andando[48].

Casi la mitad de los 714 211 prisioneros que había en los campos de concentración del Reich en enero de 1945 habían muerto en mayo, junto con muchos otros prisioneros de guerra. El 12 de abril, la Orquesta Filarmónica de Alemania actuó por última vez, en un concierto organizado por Albert Speer. Se interpretó el concierto para violín, de Beethoven, junto con la octava sinfonía de Bruckner. Ahí terminó también el Götterdämmerung de Wagner.

Faltaba una última batalla culminante. Desde 1939, el foco de la atención mundial había oscilado una y otra vez entre topónimos grandes y oscuros: de Varsovia a Dunkerque y París; Londres y Tobruk; Smolensko, Moscú y Stalingrado; El Alamein y Kursk; Salerno y Anzio; Normandía, Bastogne y Varsovia otra vez. Ahora, la capital de Hitler se convertía en foco no sólo de muchos miedos y esperanzas, sino también de una vasta concentración de poder militar: los tres frentes soviéticos congregados frente a Berlín comprendían 2,5 millones de hombres y 6250 vehículos blindados, con el apoyo de 7500 aviones. En la oscuridad de las primeras horas del 16 de abril, Zhúkov lanzó un ataque frontal contra las colinas de Seelow, al este de la ciudad. La operación estuvo entre las más brutales y faltas de imaginación de la guerra rusa. Su comandante quedó tan impresionado al contemplar el impacto de su devastador bombardeo sobre las colinas de Seelow que, a los treinta minutos, dio la orden de empezar el ataque. Un ingeniero ruso escribió aquella noche, en carta a su casa:

El horizonte, en toda su extensión, brillaba como si fuera de día. En el lado alemán, todo estaba cubierto de humo y gruesas fuentes de terrones que salían despedidos por los aires. En el cielo volaban bandadas enormes de aves asustadas, un zumbido constante, truenos, explosiones. Teníamos que taparnos los oídos para que no nos estallasen los tímpanos. Los tanques empezaron a rugir. Había reflectores encendidos en toda la línea del frente, para cegar a los alemanes. Entonces todo el mundo empezó a gritar: «Na Berlín[49].

La infantería rusa se adentró corriendo en los campos minados alemanes mientras los primeros tanques se desplazaban ruidosamente hacia las colinas. Parecía, en suma, que la artillería había silenciado las defensas. Pero entonces abrieron fuego los alemanes: se habían retirado de sus posiciones más adelantadas, de modo que el bombardeo de Zhúkov había caído sobre trincheras vacías. Pronto, mientras los tanques soviéticos se revolcaban en el fango profundo de aquellas pendientes pronunciadas, los atacantes comenzaron a sufrir bajas terribles. El zapador soviético Pyotr Sebelev escribió: «Nos movemos por un terreno reventado por los proyectiles… Por todas partes se ven los restos destrozados de cañones y vehículos alemanes, tanques en llamas y muchos cadáveres… Muchos alemanes se rinden. No quieren luchar y dar su vida por Hitler[50]». Pero muchos más continuaron disparando. «¿Para qué seguir arrastrando esta miseria?», se preguntaba el 15 de abril un soldado alemán, desesperado, cuya esposa y tres hijos se habían ahogado cuando el buque Wilhelm Gustloff, que los transportaba como refugiados, fue torpedeado en el Báltico. «Pero luego, ahí están los demás tíos. A muchos los conozco de hace años. ¿Acaso los voy a dejar en la estacada?»[51].

Los hombres del general alemán Gotthard Heinrici causaron tres bajas soviéticas por cada una de las que sufrieron ellos mismos. La dirección militar soviética careció de toda inspiración: las hordas de Zhúkov se limitaban a echarse adelante una y otra vez. Los alemanes lanzaron una descarga constante de fuego contra los atacantes, destruyeron sus tanques por cientos y mataron a sus hombres por miles. Durante dos días, seis ejércitos soviéticos combatieron en el frente de Seelow sin lograr ninguna penetración decisiva. A Konev, en el sur, se le ordenó adelantar dos ejércitos blindados, mientras Rokossovsky, por el norte, desviaba fuerzas en apoyo de Zhúkov. El 18 de abril, el cabo de la Wehrmacht Helmut Fromm escribió desde el sector de Konev:

Ahora estamos delante de Forst. Los rusos tienen una cabeza de puente al otro lado del Neisse y han atacado esta mañana a las once. Tuvimos que retirarnos. Yo me quedé con una metralleta y dos hombres. Soy el único que sabe usar el Faust; los otros, en su mayoría, sólo han hecho labores de oficina. Luego subimos en bicicletas, muy rápido, la autopista de Breslau a Berlín… Los ivanes disparan sus cañones. Hace diez minutos hirieron a Bohmer y Bucksbraun; Bohmer está destrozado. Lo hemos llevado en un tablón, él gritaba. ¿A quién le tocará ahora? Cañones desde la carretera. A nuestra izquierda arde un antiaéreo de 88. Intento cavar tan hondo como puedo. Por encima de nosotros, en el cielo, vuela en círculos un revientatanques ruso… Si sobrevivo, será gracias a Dios[52].

Hitler se negó a enviar refuerzos a Heinrici y dejó que el IX.o ejército se las compusiera como mejor pudiera para mantener las posiciones del Óder. El simple peso de sus fuerzas, y no maniobra alguna, permitió al fin a Zhúkov abrumar a las defensas y avanzar hasta alcanzar, el 21 de abril, el frente exterior de Hitler en Berlín; la captura de las colinas de Seelow costó a los rusos treinta mil muertos, y a los alemanes, doce mil. Los atacantes se dirigieron rápidamente a la ciudad por la carretera principal, la Reichstrasse 1, mientras los fugitivos y desertores huían atropelladamente por delante de ellos. «Todos parecen tan pesarosos, tan pequeños, ya ni hombres parecen», escribió una berlinesa que veía a los soldados alemanes arrastrándose frente a su edificio, el 22 de abril.

Sólo inspiran piedad, no esperanza ni expectativas. Se los ve ya derrotados, capturados. Su mirada se pierde más allá de donde estamos, ciegos, impasibles… Está claro que no les preocupamos nada, nosotros, das Volk, los civiles, los berlineses, lo que sea que seamos. Ahora somos sólo una carga. Y tampoco me parece que sientan ninguna vergüenza de lo desastrados que van, lo harapientos. Están demasiado cansados para cuidarse de eso, demasiado apáticos. Han gastado todas las fuerzas en la batalla[53].

El día 25, Zhúkov y Konev habían rodeado la capital alemana. El XII.o ejército de Wenck intentó romper el cerco, pero su intento quedó frustrado fácilmente.

Los rusos comenzaron una batalla de toda una semana de duración, en la que fueron abriéndose paso calle a calle, bloque a bloque. Las zanjas anticarro, excavadas con tanto esfuerzo por decenas de miles de berlineses, resultaron tan vanas como todos los obstáculos del estilo, salvo las barricadas de escombros amontonados sobre las viejas vías del ferrocarril o el tranvía. Las tropas regulares, acompañadas por ancianos y adolescentes de las Juventudes Hitlerianas, combatían con los rusos mediante armas menores, granadas y Panzerfaust. Los niños soldado que murieron luchando por Berlín habrían parecido víctimas especialmente trágicas, de no haber habido tantos otros casos trágicos. Dorothea von Schwanenflügel describió el encuentro con un niño infeliz:

Un simple niño con un uniforme que le iba demasiado grande, por muchas tallas, con una granada anticarro a su lado. Le resbalaban lágrimas por la cara y, obviamente, tenía mucho miedo de todo el mundo. Muy dulcemente, le pregunté qué hacía allí. Dejó a un lado la desconfianza y me confesó que le habían ordenado aguardar allí hasta que pasara un tanque soviético, para entonces correr bajo el tanque y hacer explotar la granada. Le pregunté cómo se hacía, pero no lo sabía. De hecho, aquel niño frágil ni siquiera parecía capaz de mover por sí solo aquella granada[54].

Otra mujer berlinesa escribió palabras similares:

Ves chicos muy jóvenes, caras de bebé que asoman por debajo de unos cascos de acero demasiado grandes. Aterroriza oír sus vocecillas tan agudas. Tienen quince años, a lo sumo, ahí plantados, tan flacos y pequeños como se los ve en la hinchada túnica del uniforme. ¿Por qué nos horroriza tanto la idea de que mueran los niños? Dentro de tres o cuatro años esos mismos niños nos parecerán perfectamente aptos para disparar y lisiar… Hasta ahora, ser un soldado significaba ser un hombre… Desaprovechar a esos niños antes de que lleguen a la madurez, obviamente, va en contra de alguna ley fundamental de la naturaleza, contra nuestro instinto, contra todo impulso de preservar la especie. Es como algunos peces o insectos que se comen a sus propias crías. De las personas, no se espera que hagan eso. El hecho de que estemos haciendo exactamente eso es un síntoma claro de locura[55].

En la batalla de Berlín, ninguno de los bandos concedió importancia a la sutileza táctica; sólo hubo un millar de enfrentamientos localizados, de intensidad salvaje, en los que los atacantes no ganaban terreno sino metro por metro. Una y otra vez, morían los hombres de la vanguardia y se destruían los tanques de cabeza; la artillería y los bombarderos soviéticos machacaban a los defensores; calles enteras quedaban reducidas a ruinas. La artillería de asalto —obuses de 203 milímetros— se empleó en cabeza para reventar edificios cuyos ocupantes disparaban por los espacios de claridad mientras la tierra y el humo ennegrecían el aire. Stalin aguijoneaba a sus mariscales por teléfono desde Moscú: decenas de miles de hombres pagaron con sus vidas que Zhúkov y Konev dirigieran no un asalto coordinado, sino una carrera para satisfacer sus ambiciones enfrentadas.

«Berlín… ofrecía una escena terrible», escribió Sven Frykman, representante de la Cruz Roja Sueca, tras inspeccionar de noche la ciudad sitiada.

La luna llena brillaba en un cielo sin nubes, lo que permitía ver la terrible extensión de los daños. Una ciudad fantasma de hombres de las cavernas, era todo lo que quedaba de aquella metrópolis mundial… El palacio imperial, todos los espléndidos castillos, el palacio del príncipe, la biblioteca real, el Tempelhof, los edificios situados a lo largo del Unter Den Linden, no quedaba casi nada de todo ello. Con la luz de la luna, que brillaba a través de todas aquellas ventanas y puertas vacías, la ciudad daba una impresión aún más grotesca que de día. Aquí y allá aún ardían incendios, tras los vuelos de bombardeo más recientes, y los bomberos trabajaban para apagarlos. Las cañerías reventadas de algunas de las calles hacían pensar en Venecia y sus canales[56].

Helga Schneider escribió: «Vegetamos en una ciudad fantasma, sin gas ni luz eléctrica, sin agua; nos obligan a pensar que la higiene personal es un lujo y la comida caliente, un concepto abstracto. Vivimos como fantasmas en un vasto campo de ruinas… una ciudad en la que nada funciona, salvo los teléfonos que a veces suenan, apesarada e inútilmente, bajo los montones de escombros[57]». No todas las llamadas eran en vano: desde el búnker de Hitler no disponían de otro modo de informarse que ir llamando a números de zonas escogidas, para saber hasta dónde había llegado el enemigo. A medida que se tomaba un barrio tras otro y se iban oyendo voces rusas, los civiles aterrados en los sótanos murmuraban entre sí: «Der Iwan kommt!». («¡Vienen los ivanes!»).

Con el número de alemanes que huyó o se rindió a la menor ocasión, resulta extraordinario que la resistencia aguantara tanto tiempo. Cerca de cuarenta y cinco mil hombres de la SS y la Wehrmacht, junto con cuarenta mil miembros de la Volkssturm, y provistos tan sólo de sesenta tanques, resistieron durante una semana contra el apabullante poder de los ejércitos de Zhúkov y Konev. Luchar en las calles siempre es difícil, porque es dificultoso controlar y mover a grupos pequeños de hombres que se agarran a lugares precarios entre edificios, y aquella última semana de abril, los combates reflejaron la intensidad de la desesperación. En la capital de Hitler, el Ejército Rojo pagó por haber mostrado una brutalidad sin límites hacia los soldados y civiles alemanes: independientemente de lo que pensaran Hitler y la SS, es de creer que los defensores de Berlín no habrían luchado con tanta obstinación si hubieran confiado en obtener compasión para sí o para la población de la ciudad. De hecho, todos los alemanes sabían que los soviéticos se entregaban al asesinato, la violación y el saqueo; la mayoría de los que ocupaban el perímetro no veía más salida que la muerte. Entre los defensores de las últimas trincheras había una unidad de la Waffen SS francesa, la división Carlomagno. Al comandante de aquellos hombres condenados, Henri Fenet, de veinticinco años, se le concedió la Cruz de Caballero en una ceremonia celebrada en un tranvía destrozado a la luz de las velas. Fenet ya contaba con otra medalla, la Croix de Guerre, obtenida cuando luchaba por Francia en 1940.

Sorprendentemente, hubo soldados de la Carlomagno y algunos otros grupos de la Waffen SS que reunieron la resolución necesaria para organizar contraataques locales, uno de los cuales reconquistó de manos rusas el edificio del cuartel general de la Gestapo, en Prinz Albrechtstrasse. Algunos de los hombres y chicos que buscaron salvación en la huida fueron colgados sumariamente en las calles por los hombres de la SS que patrullaban por la ciudad. Tanto a rusos como a alemanes les confundía el contraste entre los montones de escombros y cuerpos apilonados y desmembrados que tachonaban el paisaje y, por otro lado, los signos de la primavera que se abrían paso a través: en cuanto paraba el cañoneo, aunque fuera brevemente, se oían cantos de pájaros; los árboles florecían hasta que una última explosión los reducía a esqueletos ennegrecidos; en varios puntos asomaban los tulipanes y los parques olían poderosamente a violetas. Pero lo más abundante eran los cadáveres. Los líderes de Alemania habían sostenido una larga relación amorosa con la muerte y, en Berlín, en abril de 1945, esto vivió la consumación última.

El 28 de abril Benito Mussolini fue capturado y fusilado por los partisanos cuando trataba de huir hacia el norte de Italia. En la tarde del día 30, cuando las tropas rusas entraron en el edificio del Reichstag, a tan sólo cuatrocientos metros del búnker de Hitler, el líder del Tercer Reich se dio muerte a sí mismo y mató a su mujer. Pocas veces se ha retratado con más vividez la banalidad del mal que en el comportamiento de ambos en sus últimos días. Eva Braun estaba muy preocupada por el destino de su joyero («por desgracia, mi reloj de diamantes lo están reparando») y por ocultar a la posteridad las cuentas de vestuario («bajo ningún concepto deben hallarse las facturas de Heise»). En la última carta enviada a su amiga Herta Ostermayr escribió: «¿Qué puedo decirte? No comprendo cómo se ha podido llegar hasta aquí, pero ahora es imposible creer en ningún Dios».

En su mayoría, los alemanes recibieron la noticia de la muerte de Hitler con una indiferencia anestesiada. El soldado Gerd Schmuckle se hallaba en una taberna abarrotada, lejos de Berlín, cuando la radio transmitió el boletín de noticias. «Si —en vez de este anuncio— el tabernero hubiera venido a la puerta a decir que uno de sus animales había muerto en el establo, no habría sentido menos simpatía. Sólo un soldado joven se puso en pie, levantó el brazo derecho y exclamó: “Heil dem Führer!”. Todos los demás continuaron tomándose la sopa como si no hubiera ocurrido nada importante.»[58] En la capital, hubo combates esporádicos durante otros dos días, hasta que el comandante de la ciudad, el teniente general Karl Wiedling, rindió Berlín el 2 de mayo.

Sobre la ciudad cayó una calma terrible, la calma de los muertos y condenados. Una berlinesa escribió: «No se oye ruido de hombres ni animales, ningún coche, radio ni tranvía… Nada más que un silencio opresivo roto sólo por nuestros pasos. Si dentro de los edificios hay alguien que nos contempla, lo hace en secreto[59]». En otro pasaje, el 9 de mayo: «Por todas partes hay suciedad, excrementos de caballo y niños jugando… si se le puede llamar así. Holgazanean, nos miran, susurran unos con otros. Las únicas voces que suenan altas pertenecen a los rusos… Sus canciones nos golpean los oídos como cantos crudos y desafiantes[60]».

Allí donde los vencedores soviéticos conquistaban una zona, se embarcaban en una orgía de celebración, violaciones y destrozos como no se había visto en Europa desde el siglo XVII. Contaba una berlinesa sobre uno de sus vecinos:

El panadero baja por el vestíbulo hacia mí, tambaleándose, blanco como la harina, con las manos tendidas.

—Tienen a mi mujer…

La voz se le quiebra. Por un segundo creo estar actuando en una obra de teatro. Un panadero de clase media no puede moverse de esa manera, es imposible; no puede hablar con esa emoción, poner tanto sentimiento en su voz, desnudar su alma de esa forma, con el corazón tan destrozado. Sólo a los grandes actores les he visto hacer eso[61].

Un abogado alemán, cuya esposa judía había preservado la vida, milagrosamente, a lo largo de los años del nazismo, se esforzaba ahora por protegerla de los soldados rusos. Uno de ellos disparó al hombre en la cadera. Mientras yacía moribundo, el marido vio a tres hombres violarla; ella gritaba que era judía. La anónima diarista berlinesa que registró el episodio escribió: «Nadie podría haber inventado una historia como ésta: es la cara más cruel de la vida, una circunstancia loca y ciega». Una anciana berlinesa deseó: «¡Ojalá se hubiera acabado este pobre fragmento de vida!»[62]. La diarista, a quien violaron repetidamente, escribió que se sentía distanciada de su propio ser corporal, como «medio de escape: mi yo verdadero, simplemente, dejaba mi cuerpo atrás, mi pobre, maltratado, mancillado cuerpo. Romper y marchar flotando, inmaculada, hacia un más allá blanco. No me puede estar pasando a mí, así que soy yo quien lo expele todo de mí[63]».

Un soldado soviético escribió a un amigo sobre las mujeres alemanas: «No hablan una palabra de ruso, pero eso lo hace más fácil. No hace falta convencerlas. Basta con apuntar con el [revólver] Nagant y decirles que se estiren. Tú haces lo tuyo y te largas[64]». En un lugar se hallaron los cadáveres de un grupo de mujeres violadas y mutiladas, cada una con una botella hincada en la vagina. Vasili Grossman sentía desolación al ver que los hombres del Ejército Rojo no hacían distinción entre sus víctimas: «A las alemanas les están ocurriendo cosas horripilantes… Hay chicas soviéticas liberadas de los campamentos que ahora están sufriendo mucho[65]». Alexander Solzhenitsyn, que servía con Rokossovsky como oficial artillero, escribió un poema de irónica indulgencia sobre las maneras con las que veía a su pueblo sellar su victoria:

Los conquistadores de Europa se arraciman,

rusos corriendo por todas partes.

Aspiradores, vino, velas,

faldas y marcos de foto, pipas,

broches y medallones, blusas, hebillas,

máquinas de escribir (distintas de las rusas),

lonchas de embutido y quesos.

Un momento después, el llanto de una niña,

en algún sitio, detrás de una pared:

«No soy alemana. No soy alemana.

¡No! Yo soy polaca. Soy polaca».

Cogen lo que tienen a mano, estos tipos

todos de opiniones similares, y allá van.

Y bien, ah, ¿qué corazón

podría enfrentárseles?

Cuando se tomó el antiguo hospital judío de Wedding, el 24 de abril, los soldados rusos encontraron a unos ochocientos judíos que, milagrosamente, habían escapado a la máquina asesina de los nazis. La mayoría se hallaba en condiciones físicas penosas. Un soldado soviético no dio crédito a su identidad y dijo, en alemán chapurreado: «Nicht Juden. Juden kaputt». Los rusos violaron a las pacientes, en cualquier caso, porque «Frau ist frau». Tras la liberación emergieron otros mil cuatrocientos judíos berlineses, últimos supervivientes de una comunidad antaño muy numerosa. También había judíos en el Ejército Rojo: una familia alemana, aterrorizada, se halló ante un comisario soviético que les dijo: «Soy ruso, comunista y judío… A mi padre y mi madre los mató la SS porque eran judíos. He perdido a mi mujer y mis dos hijos. Mi casa está en ruinas. Y lo que me ha pasado a mí, le ha pasado a millones de rusos. Alemania ha asesinado, violado, saqueado y destruido… ¿Qué piensan que queremos hacer, ahora que hemos derrotado a los ejércitos alemanes?». Se volvió hacia el hijo mayor de la familia, ordenándole: «¡En pie! ¿Cuántos años tienes?». El chico respondió: «Doce». «Más o menos, la edad que tendría hoy mi hijo, el que me quitaron los criminales de la SS», contestó el ruso. Sacó la pistola y la apuntó hacia el chico, provocando la total consternación de sus padres, que rogaron piedad. Al final el ruso dijo: «No, no, no, señoras y señores. No dispararé. Pero deben admitir que me sobran razones para hacerlo. Es mucho lo que grita pidiendo venganza[66]». Este encuentro terminó sin derramamiento de sangre porque el protagonista ruso era inusualmente ilustrado; muchos otros encuentros similares culminaron con gritos, horrores, mujeres sollozantes, hogares destruidos y cuerpos mutilados.

A Stalin no le preocupaba el comportamiento de sus soldados hacia los alemanes ni hacia los que habían sido sus esclavos, ahora supuestamente liberados. Los soviéticos no asociaban el concepto de venganza con la vergüenza que ésta comporta en las sociedades occidentales. La guerra se había librado principalmente en territorio ruso y el pueblo ruso había padecido incomparablemente más que los británicos y estadounidenses. Como conquistadores, los alemanes se habían conducido como bárbaros, y su comportamiento era tanto más vil por cuanto siempre tenían en los labios la idea del honor y la adherencia a los valores civilizados. Ahora, la Unión Soviética imponía un castigo terrible: si la nación alemana había sembrado pesar en el mundo, en 1945 iba a cosechar lo sembrado. El precio de haber empezado —y perdido— una guerra contra una tiranía no menos implacable que la nazi era que la venganza se cobraría con una crueldad casi pareja a la que los adláteres de Hitler habían impuesto en Europa desde 1939.

En aquellos días, hubo decenas de miles de suicidios en toda la Alemania oriental. Liselotte Grunauer, a la sazón de dieciséis años, anotó en su diario: «El pastor se pegó un tiro y disparó a su mujer y a su hija… La señora H. disparó contra sus dos hijos y contra sí misma y sajó la garganta de su hija… Nuestra maestra, la señorita K., se ahorcó; era nazi. El jefe local del partido se pegó un tiro y la señora N. se envenenó. Es una bendición que ahora no tengamos gas; si no, entre nosotros habría aún más suicidios[67]». Los estragos del Ejército Rojo no se limitaron a Alemania: los partisanos de Tito se asombraron al contemplar los excesos de los soldados rusos en Yugoslavia, incluso entre personas que luchaban por la misma causa; la violación, el saqueo y el asesinato se infligían con un desenfreno indiscriminado.

Basil Irwin, oficial británico de la SOE, se asombró al contemplar el desprecio que los soviéticos mostraban hacia sus aliados: «A nosotros nos trataron sin hostilidad ni sospecha, pero a los partisanos los trataron como a perros… Para [ellos] fue toda una conmoción, no encajaba con la bienvenida que ellos daban a sus hermanos eslavos y el gran ejército ruso[68]». Stalin, cuando se le reprochó esto, se encogió de hombros. Djilas escribió con amargura: «Se estaban destrozando las ilusiones relativas al Ejército Rojo y, con ello, a los propios comunistas[69]». En Belgrado, Tito protestó en persona ante el comandante soviético local, Korneyev, alegando que sus hombres se desanimaban al comparar la correcta conducta de los soldados británicos con la brutalidad de los rusos. Korneyev explotó: «¡Protesto con el mayor énfasis contra el insulto que supone para el Ejército Rojo compararlo con los ejércitos de los países capitalistas!».

En Yugoslavia, como allí donde iban los soldados de Stalin, la Unión Soviética se negó a reconocer —como hace aún la Rusia moderna— los crímenes cometidos por los que lucían su uniforme. El 22 de abril de 1945, se publicó en Pravda este comentario irónico:

La prensa británica despliega una justa indignación al informar de las atrocidades cometidas por los alemanes en el campo de concentración de Buchenwald… El pueblo soviético puede comprender mejor que nadie la cólera y la amargura, el dolor y el resentimiento que se han apoderado ahora de la opinión pública británica… Nosotros ya habíamos visto hace tiempo al enemigo tal y como era en realidad. Nuestros aliados no han visto lo que nosotros. Ahora nos comprenderán mejor y apreciarán con más prontitud nuestra insistente exigencia de que se juzgue a los carniceros fascistas.

Tras la muerte de Hitler, el gran almirante Karl Dönitz asumió el papel de Führer y mantuvo ese rol durante una quincena. Intentaba ganar tiempo para que las fuerzas alemanas huyeran hacia el oeste, con el mecanismo de representar capitulaciones parciales con miras a establecer negociaciones con los estadounidenses. El general de la SS Karl Wolff ya había concluido una negociación unilateral para la rendición de sus ejércitos en Italia, que se firmó en Caserta el 29 de abril. Las fuerzas alemanas de Holanda, Dinamarca y el noroeste de Alemania se rindieron ante Montgomery en la landa de Luneburgo, el 4 de mayo. En los frentes estadounidenses, la resistencia concluyó dos días más tarde, cuando el Ejército Rojo se aproximaba al Elba. Hubo muertes hasta el final: el capitán Nikolái Belov, cuyo diario describe vívidamente sus experiencias en los campos de batalla, había sido herido cinco veces desde 1941 y murió en combate el 5 de mayo de 1945.

El III.er ejército de Patton llegó a Pilsen y podría haber avanzado hasta Praga, pero los rusos insistieron en tomar por sí solos la capital checa. Lo consiguieron el 11 de mayo, tras un levantamiento desastroso contra los alemanes, promovido por guerrilleros locales, que causó un último espasmo de acciones sanguinarias. Una delegación de Dönitz se presentó en el cuartel general de Eisenhower en Reims, el 5 de mayo, con intención de rendirse exclusivamente ante los estadounidenses. El comandante supremo insistió en que la capitulación debía ser incondicional y simultánea en todos los frentes; así la firmó el general Alfred Jodl, principal consejero militar de Hitler, el 7 de mayo. Todos los Aliados celebraron el día siguiente como el Día V-E: de la Victoria en Europa. Stalin, sin embargo, insistió en celebrar una ceremonia adicional en Berlín, donde sólo participaron los rusos. Se desarrolló el 8 de mayo y, en coherencia sólo con esto, los rusos eligieron el 9 como fecha propia de la victoria. Como en tantas otras cosas, la nación de Stalin prefirió caminar en solitario.

En el este aún hubo tiroteos esporádicos durante muchas semanas. En el otoño de 1945, las tropas del NKVD seguían matando a los polacos que se negaban a aceptar que la tiranía soviética hubiera sustituido a la nazi. Según el teniente David Fraser: «Aún había en el mundo demasiada crueldad miserable como para que pudiéramos decir, con plena satisfacción: “Dios ha vencido[70]”». El teniente estadounidense Lyman Diercks, que se hallaba en Unterach, cerca de Salzburgo, en Austria, escribió: «Nuestra celebración fue discreta. Un estadounidense de la ciudad nos prestó una bandera de nuestro país, que izamos en un mástil en la plaza. La pareja de ancianos austríacos que era propietaria del hotel nos preparó una comida maravillosa. Ella lloraba y dijo: “Quizá ahora pueda regresar mi hijo, que está prisionero en Rusia”. Pero no volvió nunca[71]». En las líneas británicas, el cabo John Cropper describió la sensación de «alivio inmediato; nadie vitoreaba ni corría como loco. Era más bien un “gracias a Dios que todo ha acabado y por fin estamos a salvo”. Tampoco teníamos nada con que festejar, por otro lado; solo té de lata y los víveres de costumbre. Era como si uno hubiera tenido un día agotador y, al acabar, se pudiera dejar caer en una buena silla[72]».

Los ejércitos estadounidense y británico saquearon Alemania con ganas, y hubo casos de violaciones, pero pocos hombres buscaron vengarse directamente de los vencidos. Los franceses, en cambio, hallaban muchas cuentas por pagar. El comandante Albrecht Hamlin, oficial al mando de una unidad estadounidense de Asuntos Civiles que controlaba Merzig, de 12 500 habitantes, envió un informe desesperado en el que recogía el saqueo completo que se produjo tras la llegada de una unidad de la caballería francesa.

Al cabo de una hora, la ciudad se hallaba en un estado de pura confusión. Los chasseurs se desplegaron… apoderándose de las casas que les apeteció, expulsando a los civiles de su hogar, avasallándolos en las calles para destinarlos a trabajos forzosos, confiscándoles bicicletas, automóviles y camiones y, en general, saqueando sus casas y tiendas… Se dijo que eran actos cometidos para vengarse de los alemanes. Cuando se censuró esa actitud a los oficiales, se presentó repetidamente la excusa de que los alemanes habían actuado así en Francia y ahora les tocaba a ellos[73].

Hamlin describió tiroteos indiscriminados y violaciones a cargo de las tropas coloniales francesas, y anotó que una patrulla francesa mató a un sargento estadounidense. «El hotel de Mettlach fue saqueado sistemáticamente y su contenido se envió por camión a Francia… El 5 de abril Luitwin von Boch informó de que unos soldados franceses habían descubierto las curiosidades y los objetos de arte almacenados en el sótano del Museo de la Cerámica de Villeroy & Boch y los estaban destruyendo». Para completar el caos, había prisioneros rusos que, tras ser liberados, campaban a sus anchas; también se supo que algunos soldados estadounidenses estaban matando peces con granadas en el arroyo de Hausbacher. En cambio, los habitantes locales adoptaban una actitud de plena sumisión, según Hamlin. Aunque tales escenas fueron generales en toda Alemania, en la zona de los Aliados occidentales el orden se fue restaurando progresivamente en las semanas posteriores. No así en la zona rusa: mucho después de que Alemania hubiera reconocido su derrota militar aún persistían el asesinato, la violación y el saqueo institucionalizados. Al terminar la guerra en el oeste, los soldados angloestadounidenses quedaron liberados; con posterioridad, sin embargo, las miserias de Europa y muchos de sus habitantes sólo se aliviaron con una lentitud trágica.