II - CAMINO AL GRAN HOTEL

Cuando Ángela salió de casa el suelo estaba embarrado. Las suelas de sus zapatos no tardaron en cubrirse de una fina lámina de fango y el bajo de la falda en salpicarse de puntitos marrones a la altura de los tobillos. Había salido por la puerta que daba al corral con un sigilo encomiable. En los segundos que mediaron hasta tomar el camino donde pararía el carro que la llevaría al Gran Hotel, valoró la posibilidad de echar la vista atrás para contemplar su casa una última vez. No sabía cuándo volvería a verla y se creyó con tiempo de sobra para permitirse derramar una lágrima frente al que siempre consideraría su hogar. De pie, a través de la ventana de la sala principal, Sagrario sostenía a Violeta en brazos mientras articulaba una palabra que podía ser adiós. Ángela titubeó. Quiso responderle y, sin embargo, no pudo más que despedirse tristemente con la mano. También pensó en entrar de nuevo en casa y darles a todos un último abrazo, pero la perspectiva de vivir un drama familiar la descompuso por completo. Amén de lo que supondría despertar a su padre y procurar dar de nuevo un tono de sinceridad a su despedida. Para no demorar más la sensación de pesar, Ángela se dio media vuelta. Resolvió que los echaría mucho de menos y caminó con paso vivo.

Ángela nunca había tenido muñecas con las que jugar y, cuando cumplió once años, su madre le regaló la primera de todas: Violeta. El azar quiso que Violeta naciera en un año de bonanza. En La Reja no se recordaba una cosecha tan provechosa desde hacía años. Hasta las familias menos afortunadas pudieron viajar a Santander a vender excedentes, aunque solo se tratase de un par de sacos de harina fresca. Antonio y Sagrario trabajaban la tierra mientras Ángela cuidaba de Violeta en sus primeras semanas. Pero la tragedia de Antonio trastocó los planes de la noche a la mañana. Ángela apenas pudo prestar atención a su hermana, enseñarle todo lo que ella había aprendido de la vida. Y ahora que se marchaba de casa, tendría que conformarse con albergar la esperanza de enseñarle algún día todo lo que aprendería en el Gran Hotel.

La luz todavía era débil. Había atravesado el claro de un robledal cuando vaciló sobre si ese era el camino correcto. Las vecinas que ayer le habían indicado el lugar por donde pasaría el carro no se habían mostrado muy explícitas en sus indicaciones y ahora dudaba que el robledal al que se refirieran fuera el del otro lado del arroyo.

Ángela tembló levemente cuando una brisa fresca le rozó el cuello. De las veces que había acudido al campo con su padre aprendió que si el sol se escondía tras la hilera de robles estaría mirando al este. Comprendió que estaba bien encaminada y siguió avanzando hasta dar con un sendero donde el fango se había mezclado con hez de caballo. Dos surcos indicaban que por allí había pasado un carro y la joven entró en pánico creyendo haber llegado tarde a su cita. Sin mayor dilación, agarró su morral con fuerza y corrió siguiendo la dirección que marcaban los surcos.

Después de correr largo rato sin descanso, Ángela vislumbró un carro al fondo, parado, justo donde el camino doblaba una esquina en ángulo recto. Avivó el paso con la firme convicción de que ese era el carro que la llevaría al Gran Hotel. Sin embargo, cuando estaba a escasa distancia, la joven entendió, por el dibujo impreso en uno de los laterales, que ese vehículo no era más que una caravana de feriantes. Ángela dio un paso atrás. Estaba perdida. La carrera le había dejado sin ganas de sacar a paseo su curiosidad innata y contemplar de cerca la ilustración en la que un hombre robusto, barbudo, hacía levitar a una señora de aspecto delicado.

Por La Reja habían pasado alguna vez familias de ambulantes que intentaban sacar algo de dinero a cambio de falsos juegos ilusionistas. Pocos eran los que sucumbían a su charlatanería porque pocos eran los que no estaban advertidos de sus engaños. Desde siempre habían circulado por el pueblo todo tipo de rumores. Se los tachaba de vagos y maleantes. Gitanos, en su mayor parte, que trataban de engatusar a los niños para después robar los ahorros de sus padres. Ángela se dio media vuelta con la intención de deshacer sus pasos, pero de algún lugar llegó un grito áspero que exclamó con determinación:

—¡Eh! ¡Tú! ¡Ven aquí!

Tras Ángela, un hombre de carnes fofas y ojos desorbitados la señalaba con una mano en la que sostenía una navaja con la que se estaba afeitando. No había muchas opciones: o echaba a correr, o escuchaba la lista de sandeces que ese hombre estaba a punto de soltar por la boca.

Echar a correr hubiese sido la forma más inteligente de alejarse de allí de no ser por el temor pueril que paralizó su cuerpo. Ángela no creía en los miedos a los que ya había desafiado. Pero no podía decir lo mismo de aquellos a los que no había hecho frente. Olvidó, momentáneamente, las advertencias de los vecinos de La Reja sobre los feriantes y pensó que si ese hombre era capaz de hacer levitar a una señora, ¿cómo no iba a ser capaz de alcanzarla con dos zancadas?

—¿Qué haces aquí? —preguntó el extraño.

—He confundido su carro con otro…

Dejó la frase sin terminar. No estaba segura de si debía darle más información acerca de sus intenciones.

—Te podemos llevar a donde tú quieras. Tranquila, no te vamos a pedir nada a cambio.

La extraña amabilidad del feriante sorprendió a Ángela y eso le hizo mirarlo a los ojos. El hombre sonrió, mostrando oscuros huecos entre sus dientes. Con ese gesto, acababa de perder toda la credibilidad.

—Se lo agradezco, pero no pueden llegar adonde me dirijo —sentenció Ángela.

—¿Y dónde es eso?

«Ah, sí, claro —pensó—, no se lo digas». Por temor o por su propia ingenuidad, Ángela hizo caso omiso a sus pensamientos. El hombre ahora jugaba a pasarse la navaja entre los dedos y se asustó pensando que esa arma acabaría en su cuello si no contestaba.

—Al Gran Hotel.

Las cejas del feriante se enarcaron y miró a Ángela como si hubiera aportado una prueba concluyente.

—Conozco ese sitio como la palma de mi mano —dijo, fingiendo una seguridad pasmosa—. Para ir hasta allí hay que recorrer diez veces este camino. Cuando uno se planta delante del edificio es recibido por dos mayordomos que te acompañan hasta la entrada. Una vez allí, te agasajan con bandejas de frutas y vino espumoso de la France. Niña, fíate, los clientes de ese hotel llevan disfrutando con mis espectáculos desde hace años.

Su relato había sido demasiado enérgico, demasiado sobreactuado, y Ángela sintió el agotador peso de la inquietud. No merecía la pena considerar la posibilidad de subirse a ese carro y debía hacérselo saber de inmediato a su interlocutor.

—Me marcho a casa.

Se interrumpió para encontrar una excusa creíble. Le preocupaba que se le viera una expresión de vacilación en el rostro.

—Mañana cogeré otro carro que me lleve hasta el hotel.

—Tú no vas a ningún lado —indicó el feriante con gesto amenazante.

Ángela irguió la espalda para ganar estatura y se dispuso a abofetear su cara con la mano izquierda, pero otra mano más fuerte que la suya se cerró alrededor de su muñeca, apretándola con fuerza.

—Déjeme marchar, no he hecho nada malo.

—Necesitamos niñas para el espectáculo. Tú vienes con nosotros.

—¡Yo no quiero montar en ese estúpido carro! ¡Quiero ir al Gran Hotel!

El carro se balanceó ligeramente y de él emergió una voz, todavía más áspera que la que había detenido a Ángela al inicio de esta desagradable escena.

—¿Quién habla ahí? —gritó la voz del carro.

El hombre exclamó, a grito pelado, sin soltar a Ángela.

—Una mocosa que dice que va al Gran Hotel. Sal a verla, creo que puede servirnos.

Ángela tenía la certeza de que esa voz solamente podía pertenecerle a un hombre, pero observó con pasmo, de abajo arriba y después al revés, la figura de una mujer que descendía del vehículo. Unos tobillos gruesos y firmes como estacas sostenían una masa de carne deforme que finalizaba en una cabeza desproporcionadamente pequeña. Enganchado a su pecho, un bebé se retorcía pidiendo leche, o simplemente pidiendo una madre decente. La mujer se echó a reír cuando contempló la delgadez de Ángela y las babas brotaron de su boca.

—Esta no nos sirve ni para echar sus huesos en el caldo.

Y siguió riéndose.

—Tiene cara de aprender rápido —razonó el hombre, mientras seguía prendiendo a Ángela de la muñeca.

Una gota de sudor resbaló por la frente de Ángela, que ahora sintió la presión del sol que caía sobre su cabeza. La mujer del feriante se acercó a ella y la olisqueó como un perro hambriento. Ángela se encogió con un tímido gesto esperando que se apartara. Pero no fue suficiente. La mujer fijó la vista en los bultos que se marcaban a través de la gruesa lana del morral y se le dilataron las pupilas.

—No la quiero. Pero regístrala a ver si lleva algo de valor —habló con voz jadeante, como si el corazón le latiera a toda prisa.

De todas las cosas que podían robarle, Ángela sufrió solamente por una: el medallón de doña Emilia, y maldijo por no haberlo guardado en otro sitio. El feriante soltó momentáneamente su muñeca para poner todo su empeño en el registro de aquel saco. Parecía esperar que la joven se resistiera y así demostrar su hombría utilizando la fuerza —el hecho de que lo temiera le confería un gran poder—, pero esta no se inmutó. Lo primero que pudo arrebatarle fue el mendrugo de pan y la carne que su madre le había ofrecido la noche pasada. No era nada del otro mundo y aquellos timadores habían abierto ojos como platos. ¿Qué cara se les quedaría cuando descubrieran la joya? El matrimonio mordió el mendrugo como si no hubiera comido en semanas. Pese a lo demencial de todo aquello, se tomaron la molestia de ofrecerle un trozo a Ángela, que rechazó tajantemente. No quería darles la satisfacción de aceptar nada que (ahora) estuviese en sus manos.

El feriante siguió alimentando el temor de Ángela, metiendo de nuevo la mano en el morral. La joven sostuvo su mirada y, una vez más, prefirió no oponer resistencia. Casualidad o suerte. Lo que sucedió en aquel momento fue una mezcla de ambas. El relinche de un caballo que tiraba de un carro aparcó un instante la usura de los feriantes, que aguzaron la vista para averiguar quién se acercaba. Con frecuencia ese camino era vigilado por guardias que trataban de mitigar el bandidaje. Unos sinvergüenzas como ellos eran una presa fácil.

—Vámonos de aquí —ordenó la mujer, apresurándose a meterse dentro de la caravana—. Tiene todo el aspecto de ser el guardabosques.

El feriante agarró con fuerza a Ángela con la intención de hacerla subir con ellos.

—Déjame. No pienso ir a ningún lado.

—Sube ahora mismo, granuja, o te voy a hacer mucho daño.

Ángela sintió la tentación de morderle una mano, pero ganó tiempo revolviéndose enérgicamente mientras el vehículo se acercaba. El feriante, desquiciado y perplejo ante la férrea resistencia de la joven, trató de localizar la navaja que había guardado hacía rato en uno de sus bolsillos, pero cuando quiso encontrarla el carro ya estaba demasiado cerca para que la amenaza surtiera efecto. El vehículo se detuvo abruptamente frente a ellos y de él descendió un hombre corpulento, de expresión benigna, que parecía enfadado.

—El carro está en medio —gruñó.

—La niña estaba pidiéndonos comida —contestó el feriante mientras devolvía a Ángela el mendrugo mordido—. Toma. Es todo lo que tenemos.

El conductor clavó la vista en la navaja del feriante con una expresión de desconfianza que hizo pensar a Ángela que nunca le creería. La joven dejó a un lado su renuencia y aprovechó la animadversión de aquel conductor con el feriante para poner punto y final a aquella pantomima.

—No estaba pidiendo comida. Andaba buscando el carro que lleva al Gran Hotel, ¿no sabrá usted si ya ha pasado?

El gesto tembloroso de su boca indicaba que estaba diciendo la verdad.

—Acabas de dar con él. ¿Cuál es tu nombre?

—Ángela Salinas, señor.

El hombre sacó un papel arrugado del bolsillo y lo apuntó.

—Has tenido suerte. No pensaba recoger a nadie más. Sube —indicó el hombre para luego dirigirse al feriante—. Y tú, aparta ese carro ahora mismo. Voy con prisa.

Ángela agarró su morral y se despidió del feriante regalándole un gesto despreciativo. Rodeó el carro con premura y alcanzó la parte de atrás, donde varias niñas de diferentes edades esperaban, impacientes, la partida. Ángela contempló el mendrugo mordido con asco y lo tiró al suelo. Confió en que alguna de sus nuevas compañeras le cediera amablemente algo de comida.

El aire era diferente cuando uno se acercaba al mar. Ángela abría una y otra vez las aletas de la nariz para que penetrara la suave brisa que golpeaba en su cara. El traqueteo de las ruedas zarandeaba a las muchachas de tal manera que sus cuerpecitos iban chocando unos con otros. El camino se le estaba haciendo interminable y llenar de aire fresco los pulmones era la única manera de evitar el mareo.

Hacía rato que a Ángela se le había dormido la pierna derecha y sentía calambres. Masajeó enérgicamente su gemelo esperando a que volviera la sensibilidad y después pasó su mirada por cada una de sus compañeras de viaje buscando un gesto de complicidad. Que a ninguna le apetecía hablar era algo de lo que se había dado cuenta nada más subir al carro. Tampoco es que ella se muriera de ganas por abrir la boca —ya había hablado demasiado esa mañana—, pero cualquier charla banal contribuiría a hacer la ruta menos pesada.

Llevaban una hora de camino cuando a Ángela le llamó la atención un movimiento repentino de las ramas de un seto en el margen izquierdo del sendero. Al principio no le dio importancia. Había oído hablar de algunos depredadores que solían perseguir los carros por si caía algo de mercancía. El ritmo del carro siempre era lento y cualquier animal hambriento alcanzaba el bulto antes de que el conductor pudiera recogerlo del suelo.

Las hojas seguían agitándose insistentemente. Ángela escudriñó a las niñas para ver si estaban atentas al suceso, pero todas estaban durmiendo. Entonces volvió la vista a los setos. Ahora permanecían inmóviles excepto por la ligera brisa que los sacudía levemente. Aquel animal debía de haberse quedado atrás, desesperado, pensando que ese no era su día de suerte.

Decepcionada por la anécdota frustrada, se propuso dormir un rato. Sin embargo, sus ojos no habían terminado de cerrarse cuando le pareció oír un golpe seco sobre las ruedas. Asomó su cabeza fuera del carro y a punto estuvo de gritar de no ser porque pronto reconoció que el extraño bulto era una niña pecosa de faldas remendadas, aferrada a una tablilla encima de las ruedas. Debía de tener la misma edad de Ángela e, igual que ella, era delgada como un junco. El cabello rojizo le crecía disparado y caía hasta la cintura en franjas sueltas. Debajo de él sobresalían las puntas de unas orejas imposibles. A Ángela aquella joven le inspiró una cautela automática.

—¿Qué haces? —susurró Ángela para evitar alterar el sueño de sus compañeras de viaje—. Contesta rápido o empiezo a gritar.

La inocencia que desprendían los dos grandes ojos verdes de aquella niña pelirroja eliminó instantáneamente el aplomo con el que Ángela había iniciado la conversación.

—Yo también quiero ir al Gran Hotel.

—Todavía queda un rato. ¿Vas a ir ahí todo el viaje?

La muchacha sacudió la cabeza con un gesto afectuoso que Ángela interpretó como un «sí».

—¿Cómo te llamas? —preguntó Ángela.

—Clarisa.

—¿Cómo?

—Clarisa. ¿Nunca lo has oído?

Ángela negó con la cabeza.

—Yo soy Ángela. ¿Tus padres saben que estás aquí?

—Más o menos… —Sin tener la obligación de hacerlo, quiso ser más precisa—. En realidad, no.

—Tranquila, mi padre tampoco lo sabe.

Un inesperado bache provocó que las cabezas de dos niñas chocaran fortuitamente y que estas se desperezaran en el acto.

—Se están despertando —informó Ángela.

—No les digas nada, por favor.

—Te van a ver después.

—No sabrán si yo estaba dentro del carro.

—Yo no estaría tan segura. Eres… —Hizo una pausa para encontrar la palabra adecuada—. Diferente.

Una de las niñas que acababa de despertarse vio a Ángela murmurar hacia la parte baja del carro.

—¿Con quién hablas?

—No, no —interrumpió, sacudiendo la cabeza—. Estaba rezando.

Ángela adoptó una postura más creíble para realizar sus falsas plegarias y así permaneció hasta que el sueño la venció. Estaba exhausta por la cantidad de sobresaltos con los que había tenido que lidiar desde que saliera de casa.