V - LA BODA DE LADY
Lord Wimsey, ¿acepta a Ludivina Baeza como esposa? ¿Promete serle fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, amarla y respetarla todos los días de su vida?
—Yes, I do.
—Ludivina Baeza, ¿acepta a lord Wimsey como esposo? ¿Promete serle fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, amarlo y respetarlo todos los días de su vida?
—Sí, quiero.
—Ustedes han declarado su consentimiento ante la Iglesia. Que el Señor en su bondad fortalezca su consentimiento para llenarlos a ambos de bendiciones. Lo que Dios ha unido, el hombre no debe separarlo.
* * *
La carne de ciervo se endurece si no se come recién servida. Una brigada de camareros disponía sobre las mesas los platos humeantes con una precisión única. Otra cosa es que la charlatanería de los invitados les permitiera hincar el diente en el momento justo en el que el ciervo presumía de tener la textura idónea.
El banquete estaba siendo todo un éxito. Doña Mercedes había resuelto el incidente de la huevera gracias a que uno de los invitados había informado de su alergia a los huevos, y don Anselmo había precisado que, en vez de ese entrante, se le serviría una ración especial de queso francés.
El restaurante del Gran Hotel era aquel día un buen ejemplo de la capacidad de la aristocracia para desentenderse de los conflictos que sacudían Europa por aquellas fechas. La frivolidad que había alcanzado la moda del momento se convirtió en uno de los temas preferidos, sobre todo, entre las damas. El vestuario elegido jugaba un papel muy importante en citas tan especiales como este enlace. Algunos heredados, otros comprados para la ocasión, toda mujer de clase alta disponía de una gran variedad de vestidos y una conjunción reseñable entre el traje, el peinado y los complementos. El corsé se había convertido desde hacía tiempo en la prenda más eficaz para moldear la silueta femenina y se consideraba imprescindible, por lo que ninguna mujer podía liberarse de él. Iba acompañado de faldas extremadamente anchas gracias a la abultada circunferencia del miriñaque de aros metálicos que se colocaba debajo de ellas y que, en aquellos años, tendía a coger volumen en su parte trasera. Siguiendo una estricta etiqueta social, la vestimenta femenina complicaba cada vez más su movilidad, impidiendo, en los casos más exagerados, actos tan cotidianos como pasear de la mano de su esposo.
Por su parte, la moda masculina siguió el camino opuesto, pasando de la ostentación a la simpleza. Los caballeros invitados a la boda lucían trajes perfectamente entallados a su cuerpo, pero de una manera austera, rígida y oscura, adornados, en algún caso, con algún tímido detalle. En actos como este, se demostraba que la nota de color estaba ligada a la mujer.
Junto a su familia, los recién casados disfrutaban de una mesa con unas magníficas vistas al jardín, Era un día caluroso. Más que mayo, podría ser finales de junio. A los ingleses un poco menos de calor les hubiese parecido más confortable, pero las ventanas entreabiertas dejaban pasar una agradable brisa del mar —además de la usual algarabía de los pájaros—, que hacía fantasear a más de uno con la sobremesa que se iba a celebrar en el jardín al finalizar el banquete.
La familia Wimsey era protestante y había aceptado celebrar el enlace con una ceremonia católica si esta no se salía de los confines de la sobriedad. Todo se respetó con una escrupulosidad pasmosa. Las palabras escogidas por el sacerdote santanderino que había oficiado la misa habían emocionado a los familiares. Parecía que la palabra de Dios cobraba más verdad si se dictaba en plena naturaleza. Como si Adán y Eva estuvieran a punto de aparecer tras los árboles de fondo y deleitar a los asistentes con una representación de su pecado original.
Los Alarcón estaban sentados en una mesa adyacente a los Wimsey y los Baeza como invitados principales al enlace. Cuando llevaban dos horas disfrutando del banquete, Ludivina Baeza, desde entonces lady Wimsey, ataviada con un laborioso vestido de novia cubierto de volantes y fino encaje, cumplió la promesa que se había hecho varias semanas antes y se atrevió a sorprender a su recién estrenado esposo con un bello discurso. Describió fielmente los detalles del primer encuentro que los llevó a enamorarse en la campiña inglesa y se extendió largamente en todo el tiempo pasado en el Gran Hotel, en la familiaridad del lugar, y la sensación de no haber recibido mayor hospitalidad en ningún otro lugar del mundo. Compartir su emoción con los invitados y exponer que no era fantasioso imaginar que pasaría toda la vida junto al inglés le valió un cariñoso aplauso.
—Todo está saliendo perfecto —comentó a la familia Alarcón una vez hubo acabado el discurso.
—No sabe cuánto me alegro, lady Wimsey —respondió don Fernando.
—Ludivina era más fácil de pronunciar —relató Carlos.
Lady Wimsey le obsequió con una sonrisa encantadora y bajó la voz como si fuera a contarle un secreto.
—Solo vosotros podréis llamarme Lady.
Y así sería a partir de entonces.
Carlos y Ricardo masticaban reposadamente la carne disimulando su hambre voraz con sus finas maneras de comerla. De vez en cuando, se miraban y comentaban lo deliciosa que estaba. Parecía que el ciervo había conseguido conciliar momentáneamente a los hermanos.
Lucía llevaba un buen rato haciendo a un lado la carne.
—Hija, ¿estás bien? —preguntó doña Consuelo.
—El plato está demasiado caliente y hace calor.
La excusa sonó comprensible y doña Consuelo pidió al maitre que le sirviera una ensalada de col. Nadie debía estar a disgusto en aquel evento inolvidable.
* * *
Después de la familia Alarcón, los Graham eran los otros invitados más importantes del enlace. La amistad que los unía con la familia de lord Wimsey se remontaba a la recepción organizada por la reina Victoria en el palacio de Buckingham hacía ya una década.
Mr. Graham podía presumir de ser uno de los más reputados empresarios de la industria ferroviaria inglesa y su prestigio traspasaba las fronteras del archipiélago británico. De elegante porte, frondosas patillas y abundante bigote, a sus recién cumplidos treinta años, su fortuna quintuplicaba a la de la familia Alarcón y, aunque gustaba de pasar largos ratos en silencio fumando de su pipa, consideraba obligatoria su intervención cuando, en las sobremesas, se opinaba sobre negocios en general.
El apellido Graham era como un hechizo. Desde finales del siglo anterior, la familia Graham era una de las más influyentes de Inglaterra. Su imperio operaba desde el norte de Escocia hasta la costa atlántica estadounidense. En cada una de las sedes que su Compañía de Ferrocarril había fundado, los Graham disponían de un terreno propio con un palacete de estilo victoriano.
Mr. Graham administraba todo su imperio con una hábil maestría. Su presencia era un imán para todo aquel que lo tenía cerca. Siempre se las había arreglado para resultar interesante y sensato al mismo tiempo. Incluso callado, todo el mundo notaba que estaba presente en la sala.
Su esposa, Mrs. Graham, era seis años más joven que él e igual de influyente. Coqueta y refinada hasta lo indecible, jamás se mostraba al público si no consideraba que lucía perfecta. Su cabello rojizo siempre deslumbraba con el brillo de alguna joya prendida hábilmente entre los rizos y su feminidad contrastaba con el gusto por las tertulias masculinas sobre asuntos que, probablemente, aburrirían a cualquier dama. Solía permanecer sentada tras su marido, o a un lado, como una musa, mientras los hombres debatían sobre política u otros asuntos en boga. Era un pacto velado entre ambos. Él seguía enamorándola a ella con su inteligencia; ella le transmitía a él la seguridad de que, por lo menos, uno de los asistentes estaría siempre de acuerdo con sus propuestas.
Por culpa de un imprevisible viento molesto a media tarde, la sobremesa en el jardín había concluido. Varios mozos del servicio habían trasladado el piano al salón por miedo a que la lluvia cogiera desprevenidos a los invitados en pleno recital de Carlos. La mayor parte de los invitados decidieron continuar la velada. Otros, los de mayor edad, prefirieron retirarse a sus habitaciones.
El cálido murmullo de la sala se vio acompañado por la tierna melodía que Carlos comenzó a tocar. Las mesas estaban repletas de copas de vino, chocolateras y perforadores de puros que el maitre acababa de ordenar a los camareros servir. Algunos caballeros, entre los que se encontraban don Avelino Baeza, lord Wimsey, Mr. Graham y don Fernando, charlaban animadamente sobre asuntos del hotel. A su lado, Lucía y Ricardo acompañando a Lady, Mrs. Graham y doña Consuelo, las tres con una postura forzada, casi académica, escuchaban la animada conversación.
—Un vino excelente —dijo Mr. Graham en un perfecto español.
—Mi abuelo siempre se preocupó de tener una bodega única —argumentó don Fernando.
—Su abuelo tuvo que ser un gran empresario. Levantar un hotel de esta categoría le debió de costar mucho esfuerzo.
—Y mucho dinero —puntualizó don Fernando—. Empleó todo el patrimonio en la construcción del hotel. No quiso tener socios que no fueran de la familia.
—No veo dónde está el problema. Mi familia fundó la Compañía de Ferrocarril con la ayuda del capital de otra familia holandesa. Pocos años después los holandeses se arruinaron y la compañía fue toda nuestra —arguyó el inglés—. Los que no saben hacer negocios siempre acaban cayéndose.
Un fino hilo tensó la comisura de sus labios para dibujar una delgada sonrisa. Después, alzó la copa de vino y bebió.
Carlos ahora deleitaba a la audiencia con una parte más animada de la pieza. El joven siguió tocando largo rato mientras el humo del tabaco iba cargando el ambiente con una falsa neblina.
—Dicen que el mejor de los hoteles de la capital no está a la altura del Gran Hotel ni por asomo —comentó don Avelino Baeza.
—En uno de la Puerta del Sol, tienen a un hombre para hacer todas las camas del servicio —informó don Fernando—. Y dicen que si no le dan la propina que él quiere, se enfada y apaga las colillas en los platos de los huéspedes.
La anécdota fue premiada con una carcajada.
—¡Somebody I know visited Madrid and he felt terribly disappointed ivhen he tasted its wine. He told me it smelt like fish![1] —comentó lord Wimsey.
De nuevo, más risas. Carlos miró de reojo hacia el centro de la sala donde estaba teniendo lugar la conversación. Estaba deseando escuchar, como el joven tolerante y razonable que era, aquella charla de la que solo oía pedazos. Más aún, deseaba aportar su opinión si es que esta era lo suficientemente relevante para aquellos hombres. Quizá era hora de acelerar el pulso para acabar el recital cuanto antes.
—Los hoteles españoles todavía están muy lejos de los ingleses —interrumpió Mr. Graham—. Estoy cansado de leer siempre las mismas críticas: «confortable, razonable, pero español».
A doña Consuelo, el comentario le hirió en su orgullo y no pudo impedirse a sí misma intervenir. Le preocupaba que los Graham se sintiesen decepcionados en su negocio.
—¿No le parece que el Gran Hotel es comparable a los hoteles ingleses?
—Disculpe, no quise decir eso. Su hotel es la excepción. Está lejos de toda mediocridad.
Ahora sí, doña Consuelo escuchaba lo que sus oídos querían.
—Por esa razón, no tiene sentido que el ferrocarril no llegue a Cantaloa.
El comentario de Mr. Graham atrajo la atención de otros caballeros, sentados en mesas contiguas, que dejaron de escuchar la melodía del piano para escuchar la voz del inglés:
—Barcelona tiene tren desde hace veinte años, pero no tiene un hotel comparable a este. «It does not make sense.»[2]
—En eso tiene toda la razón —pronunció don Avelino Baeza—. Pero una obra así necesita una gran inversión.
Mr. Graham sonrió. Sabía identificar una buena oportunidad de negocio.
—El hotel se llenaría de gentes de todas partes —continuó Mr. Graham, dirigiéndose exclusivamente a don Fernando—. Jamás volvería a preocuparse por las reservas.
—Nunca me he preocupado.
Mr. Graham alzó una dubitativa ceja.
—¿Ni siquiera en invierno?
—El vacío de esas fechas se compensa con eventos como este.
—Entonces, ¿nunca se ha planteado la idea del ferrocarril?
—Por supuesto que sí. Solamente le digo que me parece demasiado arriesgado en los tiempos que corren —dijo don Fernando con una seguridad pasmosa.
—Los tiempos son siempre los mismos. No espere vivir algún día en un mundo ideal.
—Platón no pensaba lo mismo cuando escribió su República —interrumpió don Avelino Baeza.
—Por eso se les llama quiméricos a los que tienen ideas platónicas —sentenció Mr. Graham.
—Quizá el ferrocarril no esté muy lejos de ser una de esas ideas —apostilló don Fernando.
Carlos finalizó el recital. Los aplausos que recibió el muchacho bien podrían haber sido los que don Fernando se había ganado con ese último comentario. El joven Alarcón se acercó a la mesa de los tertulianos.
—¿Le ha gustado el recital, Lady? —preguntó Carlos.
—Tocas como los ángeles. Ven aquí.
Y le dio un tierno beso en la mejilla.
—El concierto ha sido fantástico, hijo mío —dijo doña Consuelo.
—Excelente —puntualizó Mrs. Graham con un marcado acento británico.
Una sola palabra cambió momentáneamente el curso de los acontecimientos. Que aquella señora de piel perfecta, que ahora parecía posar como una impúdica modelo, hubiese abierto la boca por primera vez para elogiar a su hijo, frenó la animadversión que doña Consuelo empezaba a sentir hacia las ironías de Mr. Graham. Las damas intercambiaron una sonrisa. La guerra entre España e Inglaterra se dio una tregua.
—Es hora de hacer un brindis —indicó la dueña del hotel—. Por lord y lady Wimsey.
«¡Por lord y lady Wimsey!», gritó todo el mundo.
* * *
El reloj de pared marcaba las diez de la noche. Cientos de velas iluminaban el salón con tal disposición que parecían resistirse a la oscuridad de la noche que amenazaba a través de los cristales. Los recién casados acababan de marcharse a su habitación y con ellos gran parte de los invitados. La familia Alarcón al completo, los Graham y don Avelino Baeza disfrutaban de unos dulces que acababa de ofrecerles el servicio del hotel.
Doña Consuelo hacía rato que se había percatado de la palidez de Lucía.
—¿Tampoco vas a probar el dulce?
—No tengo hambre, madre.
La dueña del hotel no le dio mayor importancia. Lucía no estaba en una edad fácil. Ella misma recordaba sus constantes cambios de humor cuando tenía sus años. Por no hablar de aquellas largas noches en las tertulias que organizaba su padre en las que tenía que aguantar horas de pie con los pechos y el vientre hinchados por la menstruación apretujados en la estrechez del corsé.
—¿Y tu doncella?
—Está enferma.
—Llamaré entonces a doña Mercedes para que te haga compañía.
Lucía despenó de su letargo y negó a su madre querer ver a doña Mercedes. Su evidente falta de entusiasmo le hizo recapacitar sobre lo difícil que le sería aguantar con los ojos abiertos hasta el final de la celebración. Buscar compañía era una buena solución, pero doña Mercedes no era la persona que necesitaba. Al poco rato, Lucía entró al salón acompañada de Ángela sin que nadie reparara en ellas. Le propuso quedarse sentada a su lado en un silloncito que había en una esquina mientras le colocaba las horquillas del pelo. ¿Transgrediría demasiado el protocolo? Lo hizo de todas maneras. Las dos permanecieron en silencio, sin atreverse a mencionar lo que había acontecido horas antes, atentas a la conversación principal que se estaba dando en el centro de la sala.
Don Fernando y Mr. Graham habían abierto un nuevo debate sobre la instalación del ferrocarril del que solo participaban ellos. Sus esposas volvieron a posicionarse al lado de sus respectivos maridos como si fueran los padrinos de un duelo.
Mientras tanto, Ricardo apuraba una bandeja de dulces, y Carlos preparaba un puro para su padre.
—Déjeme que le hable de un caso concreto —dijo Mr. Graham.
Don Fernando inclinó el mentón, dándole paso.
—Hace quince años que Filadelfia cuenta con un balneario excelente. Mi Compañía les propuso llevar el ferrocarril hasta su puerta. Al principio, los legisladores rechazaron el proyecto. No querían que nadie invirtiera tanto dinero en aquella región. Ya sabe, por los negros…
Mr. Graham dio una voraz calada a su puro.
—Un año después, el número de reservas se había reducido a la mitad por culpa de un fuerte temporal —explicó—. La gente no se atrevía a viajar en barco o en diligencia para llegar hasta el balneario y mi compañía les volvió a ofrecer la solución.
—Me imagino que consiguió que aceptaran la construcción de las vías del tren —interrumpió Carlos.
—Veo que ha estado atento, joven. Desde entonces, el tren deja a los viajeros prácticamente dentro de los baños de agua caliente —exageró mientras se estiraba un extremo del bigote—. El balneario no ha vuelto a tener un solo problema con las reservas y mueve miles de dólares al año.
Don Fernando pensó que era ridículo aferrarse a esas posibilidades. En Cantaloa los inviernos eran fríos y, ocasionalmente nevaba, pero jamás habían tenido problemas con las reservas del hotel por culpa de las inclemencias del tiempo y, si ese problema llegaba algún día, ya pondrían otro remedio antes que construir un estúpido ferrocarril.
—No hace falta que insista. He oído cosas espantosas sobre ese tren…
—¿A qué se refiere?
—Las ventanillas no llevan cristales y los viajeros llegan al balneario llenos del hollín que desprende la locomotora.
Ante las risas dispersas que se oyeron en varios puntos del salón, los Graham intercambiaron una incómoda mirada.
—También leí en un periódico que las cortinas de lona no son suficientes para repeler la cantidad de mosquitos que vienen de la costa. —Don Fernando se levantó, excitado con su propio discurso—. Imagínense a esos viajeros que buscan aguas medicinales que les curen sus dolores musculares y no pueden meterse en el baño por el escozor de las picaduras.
El salón estalló en una estrepitosa carcajada. Mr. Graham fue súbitamente consciente de que don Fernando jamás iba a entrar en razón. Eso no le quitaría el sueño. Si no podía invertir en Cantaloa, lo haría en otro lugar. Lo que le molestaba profundamente eran esos aires de senador romano que utilizaba para exponer cosas que no eran ciertas.
—Usted no tiene ni idea de hacer negocios —espetó Mr. Graham levantándose de la silla como un resorte.
La sentencia del inglés cayó como un jarro de agua fría. Una cortina de tensión se interpuso entre los protagonistas de la velada.
—¿Cómo se atreve a increparme dentro de mi propia casa?
—Todos estamos en nuestra casa. Recuerde, esto es un hotel.
Don Fernando continuó hablando sin darse cuenta de que el volumen de su voz aumentaba por momentos:
—Llevaba un rato dudando de si había venido a la ceremonia para felicitar a los novios o para hacer negocios conmigo. Ahora ya no me cabe ninguna duda.
—Pensé que al menos escucharía mi propuesta.
—Yo siempre escucho a quien tiene algo interesante que contarme.
—Y yo siempre cometo el mismo error. Pienso que los españoles están a la altura de hacer negocios como el resto de los europeos y no son más que unos campesinos disfrazados de empresarios. Mírese, don Fernando —dijo pronunciando el nombre con un dejo de desagrado—. Me da pena.
—No le permitiré que hable así a mi marido —increpó doña Consuelo.
Llevaba rato conteniéndose, pero lo que acababa de oír era demasiado burdo como para seguir ejerciendo de buena esposa.
—Los hemos tratado con respeto a usted y a su mujer desde que pusieron un pie en este hotel —continuó—. Le ruego que trate a mi familia de la misma manera.
—Usted cállese y preocúpese de la locura de su hija —interrumpió Mrs. Graham rompiendo su compostura.
Ahora sí, no había nadie en el salón que no los escuchara. Doña Consuelo se imaginó a sí misma abofeteando a aquella mujer por lo que acababa de decir, pero optó por informarse antes acerca de las intenciones de su comentario.
—Su hija pequeña tiene ataques raros. La he visto esta mañana retorcerse en el suelo. Cuide de ella y deje de meterse en asuntos de hombres.
En la esquina del salón, a Lucía se le escapó el aire lentamente y sintió que se le encogía el pecho. Rememoró la escena con angustia y miró a Ángela con sospecha.
—La puerta estaba abierta. Debió de vernos —justificó Ángela con un susurro.
Ricardo se percató de la presencia de su hermana en aquel rincón y señaló hacia ella con un estiradísimo dedo índice. Todo el salón dirigió su vista hacia la joven. Su mayor secreto acababa de ser desvelado por una necia británica. Un año entero al lado de su familia y nadie había sospechado jamás de su enfermedad. «La odiaré toda mi vida», pensó. Sus ojos se llenaron de lágrimas, reflejo de una emoción demasiado fuerte como para ser expresada con palabras. Acto seguido se precipitó fuera del salón, dejando atrás un inmenso halo de preocupación.
* * *
El viento del norte que había soplado con fuerza hacía unas horas había amainado y ahora corría un aire delicioso que se escuchaba a través de los cristales. El cielo se había teñido de un azul oscuro, matizado por varios segmentos de color malva. Un pintor veneciano hubiese sacado mucho partido de la variada paleta de tonos ocres que se difuminaba en el firmamento esa noche.
Iluminados con sus propios candiles, varios camareros y doncellas, escogidos por doña Mercedes y don Anselmo, recogían los restos de la celebración. Cualquiera que hubiese presenciado el titilar de sus lámparas desde el balcón que presidía la sala evocaría un inmenso campo de luciérnagas perdidas en la opacidad de la noche. Ellos ultimaban las mesas con la vajilla del desayuno. Ellas recogían prendas u objetos olvidados para ser depositados en un cajón de la recepción.
Ángela había colocado negligentemente un pie encima de un guante de raso beis. Desde la humillante escena que, desgraciadamente, había tenido que presenciar junto a la señorita Lucía, sentía tal presión en el pecho que su mente no estaba a la altura de la concentración que exigía la tarea.
—Lo estás pisando —informó Clarisa, alumbrando el suelo con su candil.
La doncella levantó el pie. El guante ahora tenía marcada la suela de su zapato a la altura de los dedos. Clarisa se agachó a recogerlo y se lo entregó junto a una sonrisa.
—Espero que no te lleve mucho tiempo. Buenas noches.
De haber estado más espabilada, habría interpretado la despedida de Clarisa como un aviso de que estaba a punto de quedarse sola. Pero Ángela no se dio cuenta hasta un poco más tarde, cuando una brisa invisible apagó la vela de su candil.
La doncella giró sobre sí misma buscando un punto de luz con el que encender de nuevo su lámpara. En la oscuridad, los sonidos parecían acrecentarse. El tictac del reloj de péndulo se vio interrumpido por la campanilla que marcaba la hora. Eran las doce y Ángela estaba desorientada en aquel salón, como un náufrago en la inmensidad del océano.
Pudo haber perdido los nervios, pero no lo hizo. Con gran estoicismo, enseguida localizó una frugal luz encima del piano. Tanteó los muebles, que se interponían en el camino que había trazado mentalmente, hasta alcanzar la lámpara que le salvó de darse un golpe contra una silla mal ubicada. Dejó el guante de raso beis encima del piano y adoptó una expresión de curiosidad divertida al acercarse al teclado de aquel imponente instrumento.
El mismo hormigueo que había sentido esa mañana ante la cercanía de Carlos se materializó en forma de un ligero temblor de manos. Ángela estiró los dedos para matar aquella torpe sensación, pero su cara se acababa de contagiar de una sonrisa estúpida que le incitaba a tocar el teclado.
La doncella tensó el índice de la mano derecha y acarició osadamente la superficie del teclado con la suave yema de su dedo. Cerró los ojos para enfatizar aquella sensación. Jamás la olvidaría. Sola, en un lugar de ensueño, rozando con su piel un objeto prohibido. Así pasó un rato. Como si el tiempo se hubiese detenido.
Cuando Ángela abrió los ojos, Carlos estaba frente a ella con una mirada inquisitiva. El muchacho todavía vestía el mismo traje de la boda, aunque debía de haber dejado la chaqueta olvidada en algún sitio. En su mano izquierda llevaba un grueso libro, utilizando uno de sus dedos a modo de marca-páginas. La curiosidad de Ángela había traspasado los rígidos confines de la obediencia y ahora debía pagar las consecuencias. El placer se había convertido en temor y, presa de un nerviosismo exacerbado, Ángela pulsó una tecla del piano que resonó en todo el hotel como el tañido de una campana.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Carlos.
—Discúlpeme, se había apagado el candil y…
—¿Quién eres? No te conozco —la interrumpió.
—Me ha visto antes junto a su hermana Lucía.
—¿Crees que he reparado en ti?
—Lo siento, no he querido decir eso.
—¿Y qué has querido decir entonces?
—Que yo sí le he visto a usted, pero usted no me ha visto a mí.
—Ten cuidado, no está bien que una doncella ande paseando por ahí a sus anchas. No es prudente, por lo menos, en este hotel.
Rara vez Ángela había tenido que arrepentirse de su comportamiento. Por norma general, siempre solía hacer las cosas como le ordenaban hacerlas. Obedecía porque era lo que debía hacer y, si alguna vez se había permitido una licencia, ella misma había sabido frenarse a tiempo antes de ir más lejos.
Sin embargo, ahora se sentía una miserable: ¿cómo había osado tocar el piano de aquel apuesto muchacho? Si Carlos decidía humillarla en aquel momento, ella lo soportaría sin rechistar.
—No llevas mucho tiempo trabajando aquí, ¿verdad?
—Una semana.
—Suficiente para haber aprendido ya a estar en tu sitio —continuó tras una pausa—. Pero eres demasiado pequeña.
Ángela no logró captar el verdadero sentido de esa última frase. Con trece años ya no se era demasiado pequeña.
—Siento enormemente mi atrevimiento. No volverá a ocurrir.
La mayoría de las sorpresas que Ángela había recibido a lo largo de su vida habían sido ingratas. Por esa razón, había decidido hacía tiempo que no le gustaban. No obstante, el hecho de que Carlos mostrara cierto interés en seguir conversando con ella le haría reflexionar más tarde que, quizá, también existían las sorpresas agradables.
—¿Te gustaría aprender a tocar el piano? —preguntó el joven Alarcón, apoyándose con elegancia sobre el instrumento.
—Primero debería aprender a leer.
No era extraño que una doncella no supiera leer, pero a Carlos le había parecido atisbar cierta sensibilidad en ella. Por la forma en la que le había sorprendido acariciando el teclado, no le parecía del todo descabellado que estuviera imitando alguna escena aprendida de un libro.
—Dile a alguien que te enseñe.
—Una doncella debe conformarse con saber hacer bien su trabajo. En mi caso, planchar.
—Planchar te hará tener unos brazos más fuertes, pero la mente solo se hace fuerte con esto.
Carlos deslizó el dedo de entre las páginas del libro y lo plantó encima del piano. Después señaló el título de la portada y Ángela lo miró silenciosa.
—¿Qué crees que dice aquí?
Siempre había sentido la curiosidad de saber qué significado podría darle alguien que no supiera leer a unas palabras dispuestas en fila.
—No le puedo decir —repuso Ángela mientras sentía el rubor de sus mejillas.
—¡Cielo santo! Te has puesto roja. Te da vergüenza decir lo que estás pensando.
—No se me ocurre nada.
—A todos se nos ocurre algo.
Más tarde Carlos caería en la cuenta de la dificultad de la pregunta que acababa de hacerle a la doncella. El acto de imaginar un posible título implicaba cierta dosis de ingenio del que ella carecía. La mente de Ángela se llenó de palabras que desfilaban contradictoriamente.
—¿Qué es lo primero que se te ha pasado por la mente?
—La luna…
Carlos estalló en una sonora carcajada que pronto interrumpió por miedo a que le oyera alguien. Inevitablemente, a Ángela, la risa del joven Alarcón le recordó a la de la señorita Lucía.
—En primer lugar, aquí hay tres palabras. Una, dos y tres —explicó mientras las señalaba—. En segundo lugar, ¿qué título tan banal sería «La Luna»? Nadie querría leer un libro así.
Por primera vez desde que Ángela había decidido que ya era mayor, sintió que todavía era una niña y que su miserable condición le impediría dejar de serlo porque ello implicaba aprender y eso estaba fuera de su alcance.
Al ver que Ángela había enmudecido, avergonzada, Carlos decidió mostrarse menos pedante y más cercano. Una extraña compulsión dentro de cada uno los animaba a seguir charlando con el otro. Él, a saciar su curiosidad con preguntas impertinentes. Ella, a prestarse a responder todo lo que quisiera preguntarle. Carlos achacó su charlatanería con aquella doncella a la falta de sueño. Ángela iba varios pasos por delante: la inquietud que sentía al estar cerca de él era innegable y deseaba que aquella conversación no acabara nunca.
—Tienes que comer más. Eres muy menudita.
—Siempre he sido así.
—¿Tienes hambre?
Ángela se encogió de hombros.
—¿No sabes si tienes hambre?
—No sé si debería seguir hablando con usted. Doña Mercedes…
Carlos enarcó las cejas súbitamente.
—¡Maldita sea! He olvidado despedirme de ella.
—¿Se marcha de viaje? —preguntó Ángela interesadamente.
—Mañana. A París.
—¿Con su familia?
—Gracias a Dios, no. Me voy a estudiar. Y a por un poco de libertad… —Hizo una pausa escudriñando la expresión de Ángela—. Da igual. Sigues siendo demasiado pequeña para entenderlo.
Un ruido extraño, fuera del salón, interrumpió la conversación. Probablemente se tratara del crujir de la madera de algún mueble, pero Carlos prefirió mostrarse prudente en la última noche que pasaría en el Gran Hotel en años.
—Deberías irte. Puedes dormir tranquila. No le diré a nadie lo que acabas de hacer.
—Se lo agradezco —pronunció, acongojada por la noticia de su marcha—. Le deseo un buen viaje.
Ángela se acomodó un molesto mechón detrás de la oreja. Después, cogió su candil con firmes intenciones de marcharse.
—Espera. No me has dicho cómo te llamas.
—Ángela.
—Mi nombre ya lo sabes.
Miedo, tristeza, incertidumbre. Ángela le dedicó media sonrisa y se marchó, angustiada con la posibilidad de no volver a verle en mucho tiempo.