XV - EL ACANTILADO
Gran Hotel, Cantaloa.
Enero de 1870
Querida familia:
Hace tiempo que llevo intentando escribir esta carta. El mismo que siento que soy infeliz. ¿Qué otra cosa puedo hacer para acabar con este sufrimiento que no sea quitarme la vida?
Mis queridos hermanos y mi adorada madre, pensad en mí, pero llorad solo por la muerte de padre. Y recordad que era necesario este final para que todos volviéramos a ser felices.
Os llevaré siempre conmigo,
Lucía Alarcón
* * *
Lucía llevaba un buen rato paseando con Lady en el jardín, inventándose anécdotas de su fingida estancia en Roma. No era difícil para la joven describir las stradas y piazzas de la vieja ciudad, a pesar de no haberla pisado nunca. En varias ocasiones, había ojeado algunos tratados de arquitectura que se agolpaban en las estanterías del despacho de don Fernando mientras este escribía cartas o, simplemente, fumaba.
La joven había memorizado las basílicas más importantes de la ciudad y sabía perfectamente qué vías conducían a ellas. Su prodigiosa memoria, además, había retenido con esmero la disposición y temática de los frescos de la Capilla Sixtina, de tal manera que podía hacer una descripción exhaustiva y creíble de la composición.
Las dos mujeres charlaban, ambas vestidas de negro, cubiertas con sendos paraguas para protegerse del viento y la lluvia que esa mañana caía sobre el hotel. De vez en cuando Lucía se derrumbaba y derramaba unas tiernas lágrimas por su padre que Lady consolaba con un abrazo.
—Lo echaré tanto de menos.
—No llores, querida. Tienes que ser fuerte.
—Entiéndame, Lady. Ayer a estas horas estábamos dándole sepultura.
—Tiempo suficiente para que Dios ya lo tenga en buen lugar.
Habían tenido que salir del hotel para poder tener una conversación íntima. Decenas de invitados venidos desde diferentes puntos habían acudido a la cena especial de Reyes, y se agolpaban en el salón y el vestíbulo mientras saboreaban un delicioso aperitivo. Ese año la visita a la familia Alarcón tenía una doble motivación: disfrutar de un buen banquete y presentar las condolencias a la viuda e hijos. Lady había ofrecido a Lucía charlar tranquilamente en su habitación —el tiempo era de lo más desagradable para pasear—, pero la joven había preferido tomar el aire.
Caminaban hacia el estanque cuando Lucía observó a Benjamín llamarle la atención cerca de la escalera de la entrada principal. El camarero parecía otro. Tenía el cabello ligeramente despeinado y se mostraba nervioso, acusando un ligero temblor en la bandeja con la que ofrecía vino a unos invitados que habían salido a empaparse del olor a tierra mojada.
—Disculpe, Lady, debo entrar. Acabo de recordar que Carlos me estaba buscando.
—¿Cuándo regresa a Roma, querida? Me imagino que le habrán dado permiso solamente para asistir al funeral.
«Maldito sótano». Lucía se sentía tan libre respirando la fragancia que llegaba desde el mar que haría todo lo posible por retrasar la vuelta a aquel cuartucho. Le consolaba saber que su madre estaba tan afligida con la pérdida de don Fernando que apenas había reparado en ella y en la monstruosidad de volver a encerrarla.
—Todavía no tengo prevista la salida. Le avisaré en cuanto lo sepa.
—Prométeme que vas a comer más. Estás muy delgada.
—Se lo prometo, Lady.
Lucía amagó con acelerar el paso, pero Lady se enganchó a su brazo y caminaron reposadamente hasta la entrada. La joven dejó a Lady charlando con los invitados que habían salido a la escalera principal, a los que se había unido su esposo, lord Wimsey, y se cruzó con Benjamín en la puerta.
—Te espero en la alacena —susurró el camarero.
Lucía atravesó el vestíbulo con dificultad, abriéndose paso entre los invitados, intentando pasar desapercibida, y miró de reojo al salón donde en una de las esquinas Carlos se despedía de Mr. Graham. Cualquiera que fuera la causa de su inminente encuentro con Benjamín, este llegaba en buen momento. Hacía días que Lucía sentía ganas de estar a su lado, abrazarlo, besarlo, y saber si había considerado su propuesta. Entonces recordó la carta de perdón que le había escrito y cómo había guardado esta entre su novela en el hueco detrás del escritorio de cedro. Sopesó bajar al sótano a por ella, pero sintió que entrar en aquel lugar sin la obligación de tener que hacerlo era un auténtico disparate.
Lucía llegó a la alacena antes que Benjamín. El armario de la cubertería de oro estaba abierto, así que no tardaría en venir un tropel de camareros con la misión de recoger los cubiertos para dejar servidas las mesas para la cena. Benjamín apareció con el rostro brillante, agitado por la carrera que se había dado hasta aquel lugar. Los dos se miraron unos segundos, saboreando el silencio que se interpuso entre ellos.
—Mi vida, te he echado de menos —dijo Lucía, arrojándose finalmente en sus brazos.
—Lo he hecho.
—¿El qué?
—Lo que me pediste. La he matado, mi amor.
El golpe que sintió Lucía en el pecho fue tan real que quiso desprenderse del corsé para poder respirar mejor. La había obedecido. Había matado a Mrs. Graham. Su estómago irradió una calma que se apoderó de toda ella, dejando en su rostro una mirada fría y distante.
—Pero ¿no te alegras? —preguntó Benjamín preocupado por la insuficiencia de su reacción.
—Por supuesto que sí, ¿dónde está?
—Qué más da eso, ya no tendrás que verla nunca más. —Hizo una pausa para interpretar la mirada de la joven correctamente—. No estás emocionada.
—Te confundes. Lo estoy doblemente. Esa ramera estaba embarazada.
Benjamín acababa de enterarse de que había arrebatado dos vidas en vez de una. Trató de disimular el impacto y quiso demostrar a Lucía lo poco que le afectaba esa noticia.
—Nos iremos esta noche —explicó Benjamín atropelladamente—. Lo he pensado todo… Saldremos del hotel cuando comience la cena… Tu familia estará ocupada atendiendo a los invitados y tú… Tú podrías fingir encontrarte mal.
Iba a decir mucho más, pero Benjamín tuvo la impresión de que el rostro de Lucía había cobrado un matiz inquietante.
—¿Qué pasa, querida? ¿Por qué me miras con ese desprecio?
—Porque no voy a ir a ningún lado contigo.
Lucía había tomado una decisión y era un hecho.
—Pero ¿qué dices? ¿Te encuentras bien? —preguntó Benjamín desde el más profundo desconcierto. Después le pasó una mano por el pelo y la joven se la apartó con ferocidad.
—Has hecho lo que quería, ¿qué más puedo desear?
—¿No quieres huir de aquí, conmigo?
—Qué estúpido eres. ¿Pensabas que iba a dejarlo todo por ti?
—Pensaba que yo era todo para ti.
Las palabras de Lucía retumbaron en la cabeza del camarero con un eco infinito. Esperó que él reaccionara como ella, con entereza, pero era un error por su parte creer que sería fuerte por el simple hecho de ser un hombre. El camarero se hundió en su miseria y comenzó a llorar.
—Entonces, ¿no me has amado nunca? —preguntó Benjamín.
—Por supuesto que te he amado. Pero hay sentimientos más fuertes que el amor.
Benjamín inclinó la cabeza aturdido. Lucía le rebasó y no le dedicó ni siquiera una última mirada de consuelo antes de salir de la alacena. El camarero hizo una pausa para asimilar este hecho y comprendió que había sido sumamente imprudente. Desde el primer momento había creído que Lucía estaba enamorada de él. En el fondo, ella no le había dicho lo contrario. Sin embargo, jamás había pensado que el odio que la joven sentía hacia Mrs. Graham sería tan intenso como para conformarse con su asesinato y no querer huir con él, renunciando a su propia libertad.
Para Lucía las cosas eran diferentes. Adoraba a Benjamín y le agradaba enormemente estar a su lado, pero sabía que eso tendría fatales consecuencias si algún día quedaba en libertad, y ella consideraba que a partir de ahora sería libre. Con Mrs. Graham muerta, todos sus ataques de histeria desaparecerían. Su encierro sería innecesario. Su madre querría tenerla a su lado para siempre. Sedarla con cloral era cosa del pasado. No tenía ni un solo motivo para estar intranquila. Sin embargo, consideraba que no podía ser libre estando enamorada de un camarero, porque querer a un amor imposible es igual a estar condenada de por vida. No había ensayado ninguna de las palabras que acababa de decirle, pero estas fluyeron por su boca como si hubiesen estado escondidas en su mente durante todo ese tiempo. Tardaría en dejar de amarlo, pero sabía que era posible. Ya lo había vivido anteriormente a través de los personajes de su novela.
Benjamín tardó en escoger entre diferentes opciones, ninguna mejor que las demás, y llegó a la conclusión de que solo tenía dos: intentar hacer entrar en razón a Lucía y, probablemente, acabar siendo humillado de nuevo; o bien soportar el dolor y la culpa de aquel asesinato que le torturaría toda la vida. La ira se fue abriendo paso en su mente y encontró otra salida mucho más tajante. Si el amor había acabado, ella también. La mataría. No quería tener un solo motivo en el hotel que le recordara su miserable derrota toda la vida.
«Un crimen pone a cada uno en su lugar», pensó en esa frase que había leído en algún libro. Después cogió un cuchillo del armario de la cubertería de oro. Lo guardó bajo la cintura del pantalón y caminó con paso decidido hacia su habitación. Al día siguiente cometería el crimen.
* * *
Había tenido que esperar demasiado tiempo en el pasillo de las habitaciones de la familia Alarcón para asegurarse de que Carlos se marchaba a desayunar y Lucía se quedaba sola en el cuarto. Cuando la joven abrió la puerta, vio a Benjamín empuñando el cuchillo frente a ella. Los dos se miraron unos segundos, y ninguno dijo nada. Lucía abrió sus ojos con expresión de asombro. No se atrevía a pensar que Benjamín fuera capaz de matarla.
—¿Vas a matarme?
—No. Vas a suicidarte.
—Lo siento, querido, pero hoy no me apetece morir —dijo con ironía.
—Tranquila, lo haré yo, aunque todos pensarán que estabas tan loca que te quitaste la vida.
Ahora sí, Lucía sintió un inevitable temor. La voz de Benjamín se había vuelto más áspera y su mirada amenazante la intimidó.
—Coge un papel y escribe una carta de despedida a tu familia.
—¿Qué dices? No pienso hacerlo.
Benjamín apretó el filo del cuchillo sobre la seda que recubría el corsé y aprovechó la dureza de aquella prenda para empujar a Lucía hacia el fondo de la habitación sin lastimarla. Después la agarró del cuello con la otra mano, obligándola a contemplar sus dilatadas pupilas.
—Estás loco. Me haces daño.
—No me vuelvas a llamar loco. He matado a esa mujer porque tú me lo has pedido.
—Si tienes miedo a que alguien se entere, prometo no decir que fuiste tú. Pero no me hagas nada, por favor —suplicó Lucía mientras le temblaban los labios.
Él sonrió como si acabara de decir una gracia.
—Jamás podría volver a confiar en ti.
—Entonces pasaré el resto de mis días encerrada en el sótano si eso te hace más feliz.
—¿Seguro que prefieres dormir al lado de Mrs. Graham toda tu vida antes que morir?
—¡¿La has enterrado allí?! —A Lucía la idea le aterrorizó.
—Deja de hacer preguntas y escribe la carta.
Ella clavó su mirada en el camarero, pidiendo clemencia, pero era tarde para hacer regresar al Benjamín del que había estado enamorada.
—Escribe, he dicho —ordenó el camarero apretando el cuchillo sobre su vientre.
Por mucha desesperación que Lucía hubiese vivido en el sótano, jamás habría pensado cuáles serían sus últimas palabras en el caso de que algún día se atreviera a suicidarse. Dudó cómo empezar a redactar la carta, pero la mirada de Benjamín exigía cierta prisa y la joven tuvo que improvisar. Cuando había concluido el escrito con la más imperfecta de las firmas, fruto de su nerviosismo, alguien aporreó la puerta.
—¿Señorita Lucía? ¿Está ahí?
Era Ángela. Benjamín se tiró al suelo, escondido entre la cama y la pared, mientras seguía apuntando a Lucía con el cuchillo como si fuera un arma de fuego.
—¿Qué quieres, Ángela? —preguntó Lucía.
La doncella abrió la puerta y encontró a la joven con una pluma en la mano y el rostro desencajado.
—¿Está usted bien? La noto más pálida que de costumbre.
Ángela avanzó unos pasos, pero Lucía los supo frenar a tiempo alzando la voz.
—Estaba escribiendo al lado de la ventana. Me ha debido de dar demasiado sol y estoy un poco mareada.
—Puedo echar las cortinas, si quiere acostarse.
—No te preocupes. Debería aprovechar la luz. Dentro de poco volveré a estar encerrada.
La muchacha fingió una sonrisa que echó a Ángela atrás en su intento de acercarse a la ventana.
—Su familia la está esperando para el desayuno.
—Bajaré en cuanto acabe.
Si Ángela notó algo extraño antes de marcharse, apenas lo acusó con un gesto. Benjamín salió de su escondrijo y pidió a Lucía que dejara la carta sobre la cama. Después, esperaron un tiempo prudencial hasta que pudieran salir del hotel por la zona de servicio sin ser vistos.
* * *
Las olas rompían con fuerza contra las angulosas rocas del acantilado. Lucía caminaba delante de Benjamín con su espalda pegada al pecho del joven. No sabía en qué pensar. Ni siquiera sabía si tendría la última oportunidad de convencerlo para que no la matara. El camarero le agarró el brazo con fuerza y, con un rápido movimiento, la colocó frente a él.
—Lo siento, mi vida. Esto se acaba aquí —dijo Benjamín.
—No quiero morir. Déjame marchar, por favor.
—No podría soportar el dolor de tenerte cerca cada día.
Lucía sintió el filo del arma sobre su vientre y echó una última mirada al paisaje.
—El faro…, ¿te acuerdas de lo que te dije?
—Querías vivir allí conmigo, pero todo era mentira.
—Quizá, si me dieras tiempo para arrepentirme…
—Nunca lo harás. He comprendido que estás loca y que jamás podríamos haber sido felices.
Los ojos de Benjamín se humedecieron en el mismo instante que los de Lucía.
—Dame el medallón. Quiero morir junto a esa mujer.
Habría accedido a cumplir su último deseo, pero Benjamín se dio cuenta de que no lo llevaba encima. Tampoco recordaba haberlo visto después del asesinato. Probablemente se le habría caído en el forcejeo con Mrs. Graham y esta había sido enterrada con él para siempre.
—No lo tengo.
Nada en el mundo podría haber afectado más a Lucía en ese instante que saber que moriría sin ver de nuevo el medallón.
—¡Miserable! ¡Te odio! —Lucía lo abofeteó—. ¡Te odio! ¡Maldito!
Benjamín aprovechó el arrojo de Lucía para clavar el cuchillo en el plano vientre de la joven. Las lágrimas que habían entorpecido la visión del camarero durante el frío acto resbalaron por las mejillas, permitiéndole observar con claridad la hermosura del rostro de Lucía.
Un fino hilo de sangre brotó de la comisura de sus labios y manchó levemente la camisa del muchacho. Intentó pronunciar unas últimas palabras, pero sus ojos se cerraron antes de que su boca pudiera abrirse.
El camarero sacó el cuchillo del cuerpo de la joven y lo tiró al suelo. Después la cogió en brazos y, sin mayor dilación, la arrojó por el acantilado.
La mantilla que Lucía llevaba sobre sus hombros quedó enganchada en unas ramas que sobresalían entre las rocas, a una altura imposible para que el camarero la recogiera. No le preocupó. Al fin y al cabo, todo el mundo debería creer que Lucía se había suicidado y aquella fina tela bordada pendiendo de la rama sería la mejor evidencia de ello.
Benjamín vio como las olas engullían el cadáver y lo arrastraban hacia la profundidad del mar. Esperó unos segundos hasta ver desaparecer por completo el negro del vestido y sintió una punzada de orgullo que le cogió por sorpresa. No se asombraba por tener el valor de haberla matado, sino por no sentir inquietud alguna en hacerlo.
Cogió el cuchillo que había dejado caer al suelo y lo limpió con su pañuelo. Después caminó unos minutos hasta alcanzar el sendero que llevaba al Gran Hotel. En su camino se cruzó un hombre de mediana edad, vestido de paisano, que se dirigía hacia el faro y este lo saludó con la mano. Benjamín tapó la mancha de sangre de su camisa y le devolvió el saludo, levantando el mentón. Cuando aquel hombre había desaparecido de su ángulo de visión, apretó el paso. Tenía que llegar al hotel antes de que doña Mercedes lo echara de menos.