VIII - EL NUEVO CAMARERO

Gran Hotel, Cantaloa.
Julio de 1869

Le había llevado mucho tiempo contar las cucharillas de la vajilla dorada de las grandes celebraciones. Doña Mercedes había perdido la cuenta varias veces y había tenido que reanudar la tarea otras tantas. Ciento cuarenta y cinco cucharillas en total no eran todas las que debía haber en el aparador de roble de la alacena.

Hubiera sido completamente atípico en ella dar por hecho que las cinco cucharillas que faltaban estarían equivocadamente guardadas en otro cajón y zanjar el asunto. Más aún, cuando no hacía tanto que habían desaparecido unos trapos de lino finamente bordados y una taza de porcelana. Y, si no le fallaba la memoria, la desaparición de la huevera de plata en la boda de Lady hacía una década también podía sumarse a la misteriosa lista de robos. Después de una intensa mañana, que pasó rastreando los muebles de la zona del servicio, acabó terriblemente cansada de dar vueltas sin llegar a ninguna conclusión.

Doña Mercedes llamó al orden a todas las doncellas y camareros, que formaron una larga fila en el restaurante. Ángela y Clarisa acudieron a la llamada con cierto retraso.

—Hay dos cosas que no soporto en este trabajo. Una es la impuntualidad —expuso la gobernanta.

—Lo siento, doña Mercedes, estábamos… —replicó Ángela.

—Y otra son las excusas.

Las doncellas bajaron la mirada, sumisas.

—Es la primera vez que tengo que pedir explicaciones por la desaparición de varios objetos de la familia Alarcón…

La gobernanta se paseó de un lado a otro de la fila escrutándolos con sospecha. Ninguno parecía ser más culpable que el otro y, a la vez, todos podían serlo.

—Si alguien sabe algo, le ruego que dé un paso adelante y lo comunique ahora mismo.

La inquietud de los presentes por saber quién daría el paso adelante se evaporó cuando un muchacho de gran estatura y ojos cristalinos entró al restaurante. El joven, de cabello dorado, lacio, que le caía hacia un lado, decidió permanecer en silencio hasta que doña Mercedes le diera paso.

La gobernanta, ajena a la visita, prosiguió su discurso.

—Si nadie dice nada, me veré obligada a registrar todas y cada una de las habitaciones. Como comprenderéis, mi sentido del deber con la familia Alarcón me pide actuar cuanto antes.

Fue Clarisa la que con sus grandes ojos de gata concedió la pista definitiva a doña Mercedes de que algo más entretenido estaba ocurriendo a sus espaldas.

—¿Quién eres? —preguntó la gobernanta al joven.

—El nuevo camarero, señora.

Hacía dos semanas, Carmelo, el muchacho de la barba pelirroja, había enfermado de tisis y se había marchado junto a su familia, dejando su puesto libre. A pesar de la insistencia de don Fernando acerca de no contratar a nadie en el servido que no fuera imprescindible hasta que el negocio remontara, doña Mercedes había amenazado, por primera vez desde que trabajaba para el Gran Hotel, con marcharse si además de las tareas de gobernanta y maitre debía realizar las de camarera.

El joven, que todavía no había revelado su nombre, sintió un leve nerviosismo que se materializó en su mano derecha, ligeramente temblorosa, con la que sujetaba una gorra remendada. Su puño izquierdo permanecía cerrado, con fuerza, esperando unas tranquilizadoras palabras de doña Mercedes que le dieran la bienvenida al hotel. Pero esas palabras nunca llegaron.

—No te quedes ahí como un pasmarote y pide tu uniforme en recepción.

El muchacho se dio media vuelta y con paso firme se dirigió a recepción. Casi todas las doncellas lo vieron marchar con una mezcla de curiosidad y deseo. Juan observó la reacción de Ángela y le tranquilizó saber que esta apenas se había inmutado. No obstante, Clarisa se había puesto de puntillas para verlo marchar, desafiando la implacabilidad de doña Mercedes.

—Es muy guapo —susurró Clarisa—. No sé si voy a poder dejar de mirarlo un segundo.

—No parece camarero —añadió Ángela—. Si le pones un traje y un sombrero, es igualito al cliente de la diecinueve.

Cuidando de no llamar la atención de doña Mercedes, que había reanudado su discurso, las muchachas emitieron un sonido cercano a la risa, apenas perceptible. Sin embargo, la gobernanta se estremeció de disgusto al verlas apretar los labios, fingiendo seriedad, aunque solo se refirió a Ángela.

—Es de muy mala educación ignorar a un superior.

—No la estoy ignorando, doña Mercedes.

—Entonces, ¿por qué te ríes mientras yo hablo?

Ángela se encogió de hombros. No sabía que excusa poner.

—Es de peor educación encogerse de hombros. Cuando alguien te dirige la palabra, debes brindarle respuesta. Eres una grosera.

Ángela apenas se inmutó. Que la considerara maleducada no significaba nada para ella. Doña Mercedes le había mostrado cierta acritud desde que la viera hablando con Carlos. Ángela sabía que eso le había molestado profundamente. Como si hubiese pasado toda la vida repitiéndole que no debía hacerlo y ella, en un arrebato, la hubiese desobedecido.

Saber que las duras palabras de doña Mercedes eran la continuación del bofetón que le arreó aquel día le impidió sentir, en ese momento, la adecuada vergüenza. Humillarla delante de todos seguía siendo parte de su amonestación, pero la joven permanecía tranquila porque carecía de sentimiento de culpa.

La gobernanta ordenó a Ángela servir el desayuno a la señorita Lucía. No quería tenerla enfrente un segundo más. La doncella se marchó, mirándola con condescendencia. Todos habían notado que, desde hacía algún tiempo, doña Mercedes se inquietaba y se ofendía por cualquier nimiedad. Había algo roto dentro de ella que empeoraba con el paso de los años, y Ángela no podía evitar sentir cierta lástima.

* * *

Iluminada por la centelleante llama de una vela, Lucía escribía, con una pluma estilográfica plateada, todo lo que se le pasaba por la cabeza. Había pasado demasiado tiempo compadeciéndose de sí misma y ahora, por fin, había decidido transcribir los pensamientos que la inquietaban en forma de una desestructurada novela escrita en primera persona.

Llevaba puesto un vestido de paseo celeste de abultado polisón en el trasero y «estilo tapicero» en el que diferentes cintas y borlas, parecidas a las de cualquier hogar burgués del momento, se mezclaban entre el drapeado de la falda. Tenía el cabello recogido en una larga trenza, que ella misma se había hecho, y las mejillas ligeramente más pálidas de lo habitual. Además de la cama y el escritorio de cedro que ya estaban antes de que fuera encerrada, la joven había pedido un arcón y una mesilla de noche, y esperaba con ansia un espejo de pie que colocaría frente a la cama, para no perder la costumbre de pasar largas horas cepillándose el pelo delante de él.

Solo había en el Gran Hotel seis personas que sabían de su encierro: sus padres, sus dos hermanos, doña Mercedes y Ángela. Todos ellos habían llegado a un pacto en el que prometieron no hablar más de la cuenta. La prensa se había hecho eco del incidente de la boda de Lady y, hacía un mes, del que aconteció en la comida de compromiso entre Ricardo y Teresa. Doña Consuelo se había encargado de desmentir personalmente que su hija estuviera loca y, al ver que su estado emocional no mejoraba, le pareció adecuado argumentar que estaba en Roma estudiando italiano con una reputada institutriz, y que si el doctor Brönn seguía alojado en el hotel era para investigar sobre la hipnosis realizando sesiones a algunas clientas.

La joven Alarcón acababa de cumplir veintitrés años. Llevaba diez años sufriendo ocasionales episodios de histeria, cinco en tratamiento con el doctor Brönn y treinta días encerrada en aquel sótano. Manejaba estas cifras con extraordinaria lucidez porque creía que, repitiéndolas en voz alta, el tiempo pasaría volando y pronto podría hacer vida normal.

Pensaba, sin base alguna, que todo se arreglaría de un momento a otro como por arte de magia. Quería creer que sus padres tarde o temprano entrarían en razón y tomarían la decisión de sacarla de allí. Pero tan pronto fantaseaba con esa idea, contemplaba la posibilidad de acabar con su vida si se le presentara una ocasión que la invitara a hacerlo.

De todos los miedos que invadían a Lucía, el mayor de todos era el de enloquecer en la oscuridad de esas cuatro paredes. No lograba entender hasta qué punto su enfermedad merecía ser castigada con el encierro. A pesar de que todavía era incapaz de controlar su violento comportamiento cuando sufría los ataques de histeria, maldiciendo a Mrs. Graham o a su familia, sin embargo, estaba convencida de que su cerebro enfermo mejoraría en la atmósfera radiante de la superficie del hotel y no recluida a tantos metros bajo tierra.

Lucía empequeñecía por momentos. Su belleza se derretía como una máscara de cera y su dulzura se amargaba lentamente. Se pasaba la mitad del día lamentándose de sus desgracias y compadeciéndose de sí misma. Hoy, por primera vez, había decidido expulsar los demonios que llevaba dentro gracias a su única pasión: la escritura. Quizá algún día, cuando pudiera leer aquellos papeles, tumbada al lado del estanque, se reiría de lo caótico de sus escritos. Pero en ese momento, no tenía otra forma mejor de pasar el tiempo y de no perder lucidez.

El sonido de sus tripas era siempre un aviso de que Ángela estaba a punto de llegar. Esa mañana la doncella se estaba retrasando más de la cuenta. Cuando el pomo de la puerta giró, Lucía estaba ya presionando su estómago con la firme intención de hacerlo callar.

—Siento el retraso, señorita Lucía. Doña Mercedes ha reunido a todo el servicio.

—¿Qué ha pasado?

—Han desaparecido algunos objetos y quería encontrar al culpable.

—Dile de mi parte que yo no he sido. Tengo coartada.

Ángela acusó el sarcasmo con una sonrisa y dejó la bandeja encima del escritorio. Una taza de leche humeante junto a un par de rebanadas de pan tostado untado en aceite era el desayuno preferido de Lucía.

—El desayuno está servido.

Desde que Lucía comenzara su encierro, Ángela había recibido órdenes de doña Consuelo de no permanecer demasiado tiempo al lado de su hija, pero ¿qué riesgo podía presentar Lucía? Uno solo tenía que verla para darse cuenta de que Lucía no era ningún peligro. Ángela jamás sintió miedo a su lado. En todo caso, Lucía debía temerla a ella. Sus conversaciones eran de lo más amenas, pero la doncella era tan obediente que estaba convencida de que le negaría la palabra si algún día recibía órdenes de ello, y eso la sumiría en una profunda tristeza.

—¿Ha aparecido el culpable? —preguntó Lucía.

—No lo hará. ¿Quién confiesa un robo delante de todos?

—Tienes razón.

Lucía tragó el trozo de pan que acababa de engullir y señaló con su índice hacia la cama.

—Siéntate, querida, y cuéntame más cosas.

—Ha venido un camarero nuevo.

—¿Cuál es su nombre?

—No lo ha dicho, pero podría llamarse Iván. Parecía ruso.

—¿Cuántos rusos has visto tú? —preguntó Lucía, sonriendo, con la firme convicción de que la respuesta sería negativa.

—Por mi pueblo pasó una familia rusa hace años. El hijo era rubio, de ojos claros, como el nuevo. Y se llamaba Iván.

—¿Te gustan los hombres así?

Ángela se encogió de hombros.

—No tengo buena mano para eso —dijo Ángela.

—¿Para qué?

—Para los hombres, ya sabe de lo que hablo.

—Eres hermosa. Podrías enamorarte de cualquiera sin tener que ser demasiado exigente.

—¿A qué se refiere?

—Tener talento, ser culto y elegante está muy bien, pero a las mujeres, lo que nos enamora de un hombre es su humildad —razonó Lucía—. Piensa en tu padre. ¿Cómo era?

—Humilde.

—¿Y tu madre era feliz?

—Mucho.

—¿Ves? No necesitas nada más que eso.

Los ojos de la doncella se cubrieron con una fina lámina de tristeza. Lucía se percató al instante.

—¿Te parece mal que haya sacado el tema? No quería ser irrespetuosa —preguntó Lucía—. Es que me siento tan a gusto hablando contigo.

—Soy su doncella y puede hablar conmigo de lo que quiera.

—Temía haberte importunado.

—No. Pero al hablar de mi padre he recordado cuánto lo echo de menos.

—No volveré a hacerlo. Justo estaba pensando en girar la conversación hacia mi hermano Carlos.

Ángela sintió una punzada en el estómago: «¿Era necesario hablar de él?».

La doncella había tenido varios encuentros clandestinos con Carlos desde que este regresara de París, y todos eran una copia del anterior: él le preguntaba a ella por Los Miserables, ella le contestaba que todavía no lo había terminado; Ángela se despedía sonriendo por los dos; Carlos buscaba cualquier excusa para sentir el tacto de su mano. Pasaban solamente un rato juntos y, sin embargo, todo el día pensando el uno en el otro.

—Es un chico muy inteligente, además de guapo. Pero le han malcriado con tantos mimos y atenciones —expuso Lucía mientras se mojaba los labios con la leche—. ¿Quién querría un hombre así?

—Pensaba que era entrañable y que usted lo quería mucho.

—Y así es. Pero sé que será muy infeliz con las mujeres.

—¿Por qué lo dice? —preguntó Ángela con un marcado tono de interés.

—Ninguna mujer podrá soportar su arrogancia. Eso explica que tenga tan buenos modales con las damas. Es la única manera que tiene de acercarse a ellas.

Lucía rompió abruptamente en una carcajada que no venía a cuento. Ángela sabía de lo que hablaba. A Carlos le gustaba interponer una barrera intelectual entre él y su interlocutor. Adoraba sentir que sus conocimientos estaban por encima, pero Ángela había achacado este defecto a un exceso de generosidad: lo único que el joven Alarcón pretendía era compartir la información que otros no tenían. Y esta, en el caso de Ángela, era mucha.

Lucía terminó de desayunar cuando se fijó en la cinta de raso marrón que asomaba en el cogote de la doncella.

—¿Qué es eso que llevas colgado?

Ángela se llevó la mano al cuello y desató el lazo que sujetaba el medallón de doña Emilia. Después, se lo entregó a Lucía.

—Siempre lo llevo conmigo. Pero no se lo diga a doña Mercedes, por favor. No nos está permitido llevar joyas.

Lucía se sintió inevitablemente atraída por la figura de la mujer. Acercó una vela para contemplar el dibujo con mayor precisión y no pudo apartar la mirada durante un largo rato. Aquel medallón le había provocado una sensación vertiginosa en su estómago de tal manera que, cuando volvió la vista a Ángela, esta era un óvalo vacío.

—¿Quién es ella? —preguntó Lucía—. Parece triste.

—No debería estarlo. Tiene el mar a sus espaldas —añadió Ángela mientras le cerraba el puño a Lucía—. Si quiere, puede quedárselo un tiempo. Me gusta llevarlo conmigo, pero usted lo necesita más que yo.

Lucía esbozó una tímida sonrisa de agradecimiento.

—No quiero estar aquí, Ángela.

La simplicidad de su comentario entristeció a la doncella, que se levantó de la cama para acariciarle el pelo. Hacía tiempo que habían decidido poner fin a la barrera que se interpone entre un ama y una doncella para poder demostrarse su afecto.

—Lo sé. Pero pronto volverá a su habitación.

—Me encantaría ir contigo. Ahora. ¿Por qué no puedo? Dime, ¿por qué?

Ángela acercó su rostro al de Lucía. Después, le puso el dedo índice en sus labios y susurró.

—Los deseos solo se cumplen si no se dicen en voz alta.

* * *

Usa tarde, Lucía recibió la visita del doctor Brönn. El austríaco llevaba una carpeta de piel y unos cuantos papeles repletos de garabatos. Por norma general, el doctor formulaba preguntas mientras la joven contestaba con desgana a casi todas ellas. Al austríaco le gustaba ahondar en el pasado de Lucía y a ella le importunaba que él quisiera hacerlo. Cuando la joven sufría alguna crisis nerviosa, el doctor la dormía con un pañuelo empapado en cloral y realizaba sus sesiones de hipnosis. Después informaba a sus padres de todo lo que había ocurrido ahí abajo, bien de viva voz, bien a través de un informe. Don Fernando y doña Consuelo devoraban las páginas que el doctor Brönn les pasaba acerca de su hija. El último había sido especialmente revelador:

Los ataques de ira de la señorita Lucía Alarcón se dirigen siempre contra símbolos de la autoridad: padre, madre, doctor (rara vez hermanos) y, en varias ocasiones, la impulsan a una conducta agresiva (estudiar reacción contra Mrs. Graham); incapacidad para dominar la ira que le ha llevado, en alguna ocasión, a mencionar la idea del suicidio (valorar en profundidad); sus ideas se desorganizan con mucha facilidad, no parece en condiciones de poder organizarlas; tendencia a sentir indiferencia por la realidad; dificultad para separar la realidad de su proyección mental a través de sus escritos; insistencia verbal en la carencia de lazos emotivos fuertes; suele malinterpretar palabras bienintencionadas y a creer que su familia la discrimina…

Tras la lectura del informe, doña Consuelo le propuso al doctor una lista de preguntas para que le formulara a su hija. Al austríaco esa forma de entrometerse en su trabajo no le agradaba demasiado, pero entendía que los honorarios que cobraría a final de su estancia dependían en buena manera de su servilismo.

—Túmbese en la cama, al lado del candil. Quiero ver su cara.

El doctor Brönn tenía una manera muy directa de dar órdenes. Lucía se tumbó en la cama, pero él no quedó conforme con el lugar elegido por la joven.

—No se aleje, señorita Lucía… Túmbese exactamente donde le he indicado.

Lucía hizo lo que le pidió, aunque hubiese preferido quedarse en la penumbra de la cama al lado de la pared. Examinó el aspecto del doctor, que hoy le parecía diferente. No llevaba su habitual chaqueta, el chaleco estaba desabrochado en su parte alta y el pañuelo mal anudado al cuello. Sus mejillas estaban sonrojadas, quizá por el vino que habría tomado durante la comida. Él llevaba un rato mirando la llama de la vela y Lucía llevaba el mismo tiempo mirándolo a él.

—Me examina usted, ¿me pasa algo?

—No. Está usted igual que siempre —mintió Lucía.

—Por favor, aparte entonces sus ojos inquisidores.

Después se levantó y desapareció en un rincón de la habitación al que apenas llegaba la luz. Ahora su presencia era solo una voz que envolvía la sala.

—Esta tarde estoy dispuesto a sacarle más información que nunca. Le pido que se relaje —hizo una pausa—. Piense en cómo sube una escalera.

El doctor esperó unos segundos para volver a hablar:

—¿Está pensando en la escalera?

—No estoy pensando en nada.

—Me conformaré con eso mientras no haya nada que enturbie su pensamiento…

—¿De qué vamos a hablar? —preguntó Lucía con curiosidad.

—De lo que usted quiera. Dejo en sus manos la elección del tema.

Pero Lucía se quedó tumbada sin decir nada.

—No sé de qué hablar porque no sé qué le gustaría preguntarme. Elija usted.

—De acuerdo, entonces no se enfade si le hago preguntas incómodas.

—Nada le da derecho a hacerme preguntas incómodas, pero adelante. «Si cree que se lo voy a poner fácil, va listo», pensó Lucía.

—Hábleme de sus recuerdos cuando era niña.

—No tenía muchos recuerdos. Era una niña.

El doctor Brönn pasó por alto el tono irreverente de la paciente.

—Me imagino que alguna vez antes de meterse en la cama pensaba usted en sus padres, ¿eran esas imágenes placenteras?

—Supongo que sí. Madre solía leer a mi lado hasta que me quedaba dormida y padre paseaba conmigo en el campo algunas tardes.

—Y ahora, cuando piensa en esos recuerdos, ¿son igual de placenteros?

—No. Me hubiese gustado pasar más tiempo con ellos, pero imagino que estaban demasiado ocupados con sus asuntos.

—Siempre dice lo mismo.

—Porque siempre pienso lo mismo.

—¿No hay forma de hacerle creer que quizá fuera usted la que se apartara de ellos?

—Una niña no se aparta de nadie. Siempre quiere estar rodeada de gente que le dé cariño y la ame.

—¿Eso es lo que usted esperaba de sus padres?

—Cualquier niño esperaría lo mismo.

Lucía se removió incómoda en la cama. Estaba contestando a todas las preguntas del doctor, haciendo lo que él tan vehementemente esperaba. Eso la desesperaba.

—¿Le importaría, señorita, que me tomara la libertad de preguntarle acerca de sus sentimientos más íntimos?

—Pregunte. Yo decidiré si le contesto.

—Cuando piensa en su padre, ¿qué siente por él?

—No entiendo por qué lo amo si apenas se ha preocupado por mí —sentenció con una rotundidad aplastante.

El doctor salió de la penumbra para sentarse en la silla, como si aquella pregunta que le iba a hacer fuera más relevante que la anterior.

—Hábleme de su madre, ¿qué siente por ella?

Lucía sopesó la pregunta de una forma distante y desmañada.

—Ah, sí. Usted quiere que le hable mal de ella para después contárselo.

—No pienso hacerlo.

—Yo tampoco pienso contestarle —dijo Lucía con aires de superioridad.

—¿No hay nada bueno que pueda hablarme acerca de ella?

—Deje de insistir. Le he dicho que no voy a hablarle de madre.

Lucía acababa de poner un pie en el camino que la llevaba directa a sus ataques de histeria.

—¿Ni siquiera va a decirme que piensa que tiene dificultades para ver más allá de su codicia? —preguntó el doctor como si estuviera citando textualmente.

—¿Cómo es capaz de adivinar todo esto? ¿Ha leído lo que he escrito?

—No voy a contestarle a esa pregunta. Solamente quiero transmitirle un mensaje: su madre se preocupa por usted.

—¡¿Por eso me ha encerrado aquí?! Fue a ella a la que se le ocurrió la maldita idea de meterme en este sótano.

—Aquí no tiene distracciones y la terapia es más eficaz. Cuanto antes asuma que está enferma, antes se centrará en curarse.

—¡Sé que estoy enferma! ¡Quiero curarme! Pero estar aquí es una tortura…

—Se está alterando sin motivos. Relájese por su propia voluntad o tendré que suministrarle cloral.

—No quiero que me duerma —suplicó Lucía, pidiendo clemencia.

—Entonces demuéstreme que puede hablar sin gritar. Voy a hacerle una pregunta que va a incomodarla. Si quiere, no me conteste, pero no grite, por favor.

Lucía esperaba con ansia la pregunta, como un perro que espera morder a su presa.

—¿Qué es lo primero que se le pasa por la cabeza si le digo que Mrs. Graham sigue hospedada en este hotel?

Acababa de darle donde más le dolía. Lucía se incorporó en la cama como un resorte y amenazó al doctor apuntándolo con el dedo.

—Le dije que no me hablara de esa señora.

—Se está alterando de nuevo.

—¿Qué quiere que haga? Esa señora es una puta.

—¿No puede hablarme de ella sin tener que insultarla?

—Es que no entiendo por qué tuvo que decirlo en público…

—Si usted asume que está enferma y dice poner todo de su parte para curarse, ¿por qué le enoja tanto que Mrs. Graham le contara la verdad a sus padres?

—¡Pare! ¡No quiero oír su nombre!

—Pero, señorita Lucía, sí…

—¡Pare, he dicho! ¡Maldito! ¡Cállese o se arrepentirá!

Ante semejante estado de exaltación, el doctor Brönn se vio obligado a empapar su pañuelo con unas gotas de cloral, pero Lucía clavó los dientes en su mano antes de que este pudiera llevarlo a su nariz. El hombre emitió un sonido quejumbroso que resonó en todo el pasillo del sótano. Después la agarró de la trenza y tiró de ella hacia atrás, consiguiendo de este modo que Lucía desenganchara la dentadura de su piel. Sin mayor demora cogió su candil y salió corriendo por el pasillo mientras la joven seguía increpándolo. La llave cayó al suelo sin que el doctor se diera cuenta.

* * *

El nuevo camarero se había perdido por los pasillos de la zona de servicio cuando escuchó el llanto lejano de una mujer al otro lado de la puerta de madera que daba lugar al sótano. El joven dejó la bandeja en el suelo y abrió la puerta para comprobar el origen de los gritos. El rellano estaba salpicado por unas gotitas de sangre que alarmaron al camarero, pensando que, quizá, fueran de la mujer que gritaba al fondo del pasillo. Alcanzó un candil y se iluminó el camino con la lámpara pegada a su cara. Durante el trayecto, el joven tropezó con una llave que probó a meter con suerte en la cerradura de la puerta de la que provenían los gritos.

La belleza de la joven que yacía de espaldas a él, enroscada sobre la cama, le dejó paralizado unos segundos. Era la criatura más hermosa que había visto jamás. Al camarero se le pasó momentáneamente por la cabeza deshacer sus pasos y pedir auxilio, pero su hermosura le llevó irremediablemente a acercarse a ella.

—No te asustes. Vengo a ayudarte.

—¡Vete! ¡No quiero ver a nadie! —exclamó Lucía con varios aspavientos.

Fue en ese preciso instante cuando el camarero comprobó que la joven tenía magulladuras por los brazos que ella misma se estaba propiciando con la punta de la pluma estilográfica. Había bastante sangre en su piel y en su vestido, y tuvo miedo de que estuviera desangrándose.

—No le pienso hacer nada. Voy a avisar a doña Mercedes.

—¡Ni se le ocurra!

—Pero está herida. Necesita que la vea un médico.

La excesiva preocupación de aquel joven hizo que Lucía girara, tímidamente, su cara. Por el uniforme enseguida entendió que era un camarero. Después examinó su rostro a conciencia y dedujo que se trataba del nuevo camarero del que Ángela le había hablado.

—Eres el nuevo, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe?

—No preguntes y acércame el pañuelo que está encima del escritorio.

El camarero obedeció con premura. Después presionó las heridas con el pañuelo mientras Lucía seguía analizando cada detalle de su rostro. Era pronto para entender por qué, pero aquel joven había apaciguado su ira con su mirada.

—¿Eres ruso?

—No, señora.

—Señorita… Lucía… Alarcón —aclaró la joven.

Al muchacho le tembló el pulso al oír la magnanimidad de aquel apellido y Lucía lo notó.

—No temas. Yo no soy como ellos.

—No sé a qué se refiere.

—¿Y quieres saberlo? —preguntó Lucía sorprendida de sí misma por la repentina confianza que le inspiraba aquel extraño.

—Me encantaría, pero estaba preparando las mesas para la cena y…

—Ahora no, bobo. Quiero que venga Ángela a limpiarme las heridas.

—¿No sería mejor que avisara al médico? Hay un doctor extranjero en el hotel que…

—Parece más de lo que ha sido —interrumpió Lucía, no quería oír hablar del austriaco bajo ningún concepto—. Ángela sabrá curar estos cortes.

El camarero asintió y se estremeció solo de pensar que dormía en aquel cuarto.

—¿Usted vive aquí? Pensaba que estaba en Roma.

—Te veo con ganas de querer saber más. Le diré a Ángela que mañana me sirvas tú el desayuno.

—No querría importunarla de nuevo.

—Me basta con que no desveles nada de lo que te cuente. Tampoco quiero que mi familia se entere de esto —dijo Lucía, exponiendo las heridas del brazo—. Me conviene tenerlos contentos.

El camarero pasó la mano accidentalmente por la trenza de Lucía y sintió la suavidad de su cabello. Le habría encantado alargar aquella conversación en ese preciso instante, pero al día siguiente tendría una nueva oportunidad.

—Ahora que ya sé que no eres ruso, dime por lo menos cómo te llamas —indicó Lucía.

El joven sonrió dejando entrever su dentadura.

—Benjamín. Para servirle.

Y se marchó con la sensación de que aquel incidente le cambiaría la vida para siempre.