19
Me despierto con Irene abrazándome por la espalda, y el cojín empapado de sudor.
Me entretengo un rato en la cama, el sol colándose por la ventana. El aliento cálido de ella me acaricia la nuca como olas plácidas. Unos minutos de tranquilidad, de regreso a un tiempo acogedor. La ropa sobre la silla, puesta de cualquier manera, los libros en la mesilla de noche, el teléfono recargándose junto a la lámpara que ella encontró en la calle y restauró. Oigo coches afuera. Gente que habla. El ruido del agua hirviendo en una cafetera. La ciudad que renace.
Cuando me levanto, procuro no moverme demasiado bruscamente para no despertarla. Pero Irene tiene el sueño ligero y medio abre un ojo.
—¿Qué hora es?
—Las siete, todavía es temprano.
Rueda sobre la cama y se tapa la cabeza con la almohada. Sólo lleva puestos unos boxers y una camiseta. La miro, la piel morena de haber ido a la playa, las piernas suaves y las caderas sinuosas, la espalda pecosa, y ese pequeño vello rubio que le sube por la nuca.
—Deja de mirarme —dice con voz de ultratumba, y añade—: No puedo dormir más.
Me visto en el cuarto mientras ella coge la ropa y se va al baño.
Me pidió que pasara la noche con ella, no quería dormir sola. Cayó rendida al momento, como siempre. Irene es capaz de dormirse en cualquier lugar, en cualquier momento. Me imagino lo duros que deben de haber sido los últimos días para ella. A mí me costó cerrar los ojos. Tan cerca, después de todo este tiempo, el corazón me iba a mil.
Hemos decidido seguir el consejo de Casu. Irene pasará por su casa para cambiarse de muda y después irá al hospital. Lo que más teme es encontrarse con Gabi. Gabi. ¿Qué clase de nombre de médico es éste? Doctor Gabriel, todavía, pero ¿Gabi? Es nombre de payaso de los setenta. Decido apartar este odio irracional hacia un médico del que no sé nada salvo que se está trajinando a mi ex, y me concentro en lo que he de hacer hoy.
Cojo el móvil y tengo una llamada perdida de Carme. Compruebo la hora, es de ayer por la tarde, cuando lo puse en silencio. Qué más da: lo que me tenga que decir puede esperar una hora y pico.
Iré al trabajo y me aseguraré de que los usuarios se deshagan de los gengiskhanensis.
Éste es el primer paso. Después tendré que improvisar.
Miro por la mirilla y abro la puerta. Tenemos el camino despejado.
En la penumbra, nos encontramos al hijo de los vecinos delante de la sala de contadores, quieto y callado, como si nos estuviera esperando. Nos mira fijamente, camiseta de Hannah Montana y pantalones cortos color azul marino, repeinado de colonia y cepillo torturador. El olor a podrido, como de patata abandonada en el fondo de un armario, es empalagoso. Hay moscas por todo el vestíbulo de la escalera. El vecino no dice ni mu. Ni siquiera llora.
—Hola. —Es más un tanteo que un saludo.
No recuerdo cómo se llama. Germán, Julián, o Sebastián. Es lo que me suena de cuando los padres lo regañan.
A ellos no los veo. El crío ni pía cuando pasamos por su lado. Como un girasol, nos sigue con la mirada. Parece que nos evalúe. Espantamos unas moscas pegajosas que se empeñan en chocar contra ojos, nariz y boca.
—Adiós —se despide Irene con un hilo de voz.
La calle está llena de coches, más de lo que acostumbra en agosto. Un camión de unas obras cercanas avanza cargado hacia Vía Júlia con una lona verde protegiendo la carga. El olor a eucalipto que deja a su paso es muy intenso. El tubo de escape de un ciclomotor atraviesa el aire y el dióxido de carbono se solapa con el olor de la planta.
De camino al metro nos tomamos un café rápido en el bar. La china que nos atiende no distingue entre un capuchino con nata y uno con crema de leche, entre largo y corto. De hecho, creo que con los ojos vendados no sabría encontrar la diferencia entre una taza de café y un orinal lleno de estiércol. Irene y yo nos esforzamos por no hablar del fin de semana. Lo hemos convertido en una especie de tabú, como si ignorándolo pudiera llegar a desaparecer. Dejamos el café a medias y pagamos un precio abusivo por la bazofia que nos han servido. Echo de menos a Pablo y Fernando del Caracas.
Subimos caminando por la acera, empinada y agrietada, en dirección al metro. Paso por delante del mecánico, que tiene aparcado su Hyundai delante del taller. Esta semana le tendré que traer la moto, para que me cambie las ruedas. Todavía hay muchos bares cerrados y las tiendas siguen con el cartel de vacaciones colgado, pero tengo la sensación de que dejamos el verano atrás.
Los trabajadores de la limpieza, con la camisa verde fluorescente abierta hasta el ombligo, riegan las aceras con parsimonia. El vehículo-escoba se detiene perezoso ante nosotros. El conductor nos repasa con la mirada, como si fuésemos una basura más que alguien ha tirado al suelo.
Todo el mundo está callado. Silencio de procesión.
Camino por delante de Irene. Cruzamos por el paso de peatones, semáforo en amarillo, y entramos en el metro.
Oímos cómo se acerca el convoy y bajamos las escaleras corriendo para descubrir que es el tren que va en el otro sentido.
Un pastor alemán entra en el andén. Lengua fuera, sin collar. Busca a alguien, a su dueño, seguramente. Otro perro ladra en el vestíbulo de la estación, y el pastor alemán regresa escaleras arriba con las orejas en tensión.
—¿Cómo quedamos? Para después, quiero decir.
—Voy a casa, me cambio y voy al hospital. Esta noche te llamo.
Llega el metro y caminamos hasta el primer vagón. El aire acondicionado sigue con sus temperaturas polares. Nos sentamos delante de un pakistaní de unos cuarenta y tantos que lleva una mochila sobre el regazo. El hombre no nos ha quitado los ojos de encima desde que nos hemos sentado. Hubo un tiempo, no hace mucho, en el que sospechaba de cualquier oriental que llevara mochilas muy llenas en el metro. Me daba pánico que fueran terroristas suicidas y que hubieran decidido inmolarse justamente el día y a la hora en que yo había decidido dejar la Scoopy e ir en transporte público. Era irracional. Tanto como ahora, seguramente. Había llegado a bajarme en una parada que no era la mía y a hacer un par de transbordos fuera de lo habitual con tal de evitar el atentado suicida. En una ocasión me encontré con el hombre que trataba de esquivar en la otra punta de la ciudad. Creo que él se asustó más que yo, pensando que lo seguía.
Ahora no tiene nada que ver con el color de la piel o la procedencia. El tipo con cara de comer llaves inglesas que hay unos cinco metros más allá también nos observa. Y es blanco. Moreno albañil, pero blanco. La chica con piel palidísima, camiseta de Eskorbuto y cadenas en la nariz observa al pakistaní. Éste suda. Mira hacia otro lado. Tiene miedo. Por eso nos mira fijamente. Nos hemos sentado delante de él y nos examina lleno de desconfianza. La chica de estética sucia ahora ha puesto su perfilada mirada sobre nosotros. Irene también se da cuenta.
—Bajo en Joanic —dice Irene.
—¿Vives en Gràcia?
—Sí.
—¿Vives con él?
—Sí. Vivo con Gabi.
El pakistaní se levanta en la parada de Guinardó y sale corriendo del vagón. De golpe se detiene y da media vuelta. Sigue abrazando su mochila. Me mira. Mueve los labios como si me dijera algo, pero nos separa la ventana y sólo puedo percibir su estado de excitación.
—Ve con cuidado —le ruego a Irene cuando el metro se acerca a Joanic.
—Tú también. —Y me besa en la mejilla—. Esta noche te llamo.
Pitido de apertura de puertas e Irene se marcha. La okupa que va detrás no deja de mirarme con una expresión vacía.
Me quedo preocupado. Solo.
Sólo con el hombre de la cara de úlcera, que no deja de mirarme.
La Yonqui no está.
Sí que está el colchón en el descampado que hay en la falda de Montjuïc, justo debajo del cementerio. Quizá se la ha llevado algún cliente en el coche. Un lunes a primera hora. Qué estómago.
Llego tarde al trabajo, como de costumbre. Hay cosas que no cambian.
Bego está atendiendo una llamada en recepción. Yolanda está en la mesa hablando por teléfono al lado de Elena, que también está atareada. Hay un par de compañeros más al fondo, en la fotocopiadora, que no hablan entre ellos.
Saludo y las chicas levantan la mirada y la mano al mismo tiempo, eh, y vuelven a lo que las tiene tan ocupadas. Me acerco a mi mesa y enciendo el ordenador, es uno de esos trastos que si no reinicias dos o tres veces, no funciona del todo. Apunto las teefes con las que tengo confianza y busco los teléfonos en la agenda. Comienzo por la C de Congoleño y subiendo.
Creo que las chicas no están hoy para tomar un café.
Carme sale del despacho y, como si fuera el general Patton, contempla el campo de batalla. Cruzamos las miradas y me dice con la cabeza que vaya.
Nunca me había fijado en que Carme no tiene fotos personales ni en la mesa ni en las paredes. Soltera, sin críos y con novios de un solo uso, no espero las típicas fotos familiares del viaje a la ribera Maya. Pero alguna de sus padres, o en compañía de algún amigo, por lo menos… Por no tener, no tiene ni el diploma universitario en ninguna parte. Sí que hay, junto a la Nespresso donde sólo ella puede hacerse el café, un gengiskhanensis pequeño rezumando toxinas.
—¿Qué has hecho el fin de semana, Víctor?
La pregunta me coge a contrapié, una vaselina con el portero muy avanzado que se convierte en gol. Pero Carme no puede saber nada. Es una pregunta de cortesía.
—He visto la perdida. Si te lo cuento no te lo creerías.
Arquea las cejas invitándome a hablar.
—Puedo ser muy crédula.
Me inquieto, porque ella no es así. Mi conversación más agradable con Carme hasta la fecha tuvo lugar las primeras Navidades que estuve trabajando en la empresa, cuando le pregunté qué le habían traído los Reyes. Los Reyes no existen, me compro los regalos yo misma, me respondió. Y hasta aquí mi relación más íntima con la directora del SAD.
—Nada. —Busco tiempo para encontrar una respuesta genérica—. Me he reencontrado con una ex.
—Ah. —Simula alegrarse, pero sus ojos siguen fríos como dos hielos—. ¿Te has acostado con ella?
¿Que si me he acostado con Irene? ¿A santo de qué esta pregunta? Desvío el tema:
—¿Me has llamado por alguna razón?
—Sí. —Tampoco parece decepcionada porque no le haya contestado—: Tenemos nuevos procedimientos, que nos llegan desde los servicios sociales del Ayuntamiento.
—¿Qué quieres decir?
—Las administraciones se están poniendo las pilas por el miedo a una pandemia de la gripe nueva. —Baja el tono de voz. Diría que miente—. Supongo que te has enterado de que el virus ha mutado y se ha vuelto más virulento que en años anteriores.
—Sí, como cada año —lo digo como si me estuviera tomando un zumo de limón puro.
—La prioridad es el aislamiento de los sectores con factores de riesgo más elevados.
—¿Aislamiento?
—Ya sé que suena mal, pero es sólo temporal, hasta que se encuentre una vacuna efectiva. Por su propio bien.
—Pero ¿qué quieres decir con aislamiento?
A mí me suena a cuarentena, a pánico generalizado, a gente saqueando los supermercados.
Carme saca una hoja de una carpeta y la desliza sobre la mesa hacia mí. Es un listado de dos columnas.
—Tenemos que encargarnos de llevar a estos usuarios al hospital asignado para cada uno de ellos.
Echo un vistazo rápido. Son unos sesenta. Y veo a gente como Claudio Condeminas, que tiene un Alzheimer muy avanzado, pero no a Magdalena, su mujer. Me sorprende ver a Bariya, la chica nigeriana embarazada de gemelos y que tiene un hijo de dos años con síndrome de Down. El niño también está. Hay cinco embarazadas más en la lista.
—¿Por qué están Corcovado y Parisi?
—Órdenes de arriba.
Perfecto. La excusa todoterreno: órdenes de arriba. ¿Por qué estamos encerrando a estos judíos dentro de barracones rodeados de cercas electrificadas, Herr Schmidt? Órdenes de arriba.
—No es mi trabajo, me niego. No pienso hacerlo.
—A partir de ahora sí, Víctor. Es por su bien, para que no se contagien ni transmitan la enfermedad.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer? ¿Llamo a un pelotón de camisas pardas para que los recojan en sus casas?
Carme se queda mirándome como si estuviera valorando la propuesta. No sólo no ha captado el sarcasmo, sino que diría que piensa que lo he dicho en serio.
—No —responde finalmente—. Es voluntario. Llama a los usuarios para que se acerquen ellos mismos a los hospitales asignados. Distribuye a los trabajadores familiares para que se encarguen del traslado. No queremos obligar a nadie.
—Algunos no salen nunca de casa. Dudo que lo hagan ahora.
—Entonces les enviaremos una ambulancia. El Ayuntamiento lo ha dispuesto todo para que se haga con la mayor celeridad posible. Se teme un brote muy fuerte para la primera o segunda semana de septiembre, así que no tenemos tiempo que perder, Víctor.
Y hace el gesto de levantarse para que entienda que tengo que irme a mi mesa y ponerme a trabajar.
La mujer del Congoleño, Caterina, contesta el teléfono.
—Abdoulaye se ha ido de casa —informa.
—¿Adónde?
—No tengo ni idea.
Llamo a Wilma, a Conchi, a Cristina y a Joan Antoni. No hace falta que les dé muchas explicaciones. Como si fuera la cosa más normal del mundo, todos comenzarán las visitas esta misma mañana. Me siento culpable. No estoy seguro de que éste sea el trabajo que quiero hacer. Recluir a gente enferma, a embarazadas y a niños, por mucho que sean población de riesgo de una mutación de la gripe nueva, va en contra de cualquier actuación sensata.
Hablo con Neus. Le pregunto por el señor Brau. Me dice que ha salido del coma y que ha preguntado por mí. Tengo que ir a visitarlo. Neus se ha enterado por Mary Ann, que la ha llamado. Debo mantener una conversación con la mujer de Laszlo Brau. Si ha salido del coma, lo mínimo es avisarme. Trato de borrar las sospechas de que ella haya tenido alguna relación directa con la ingesta masiva de medicamentos del nonagenario, una relación de causalidad. Ten la mente clara, Víctor.
Impulso la silla con ruedas hasta Yolanda.
—Yoyo —susurro.
Se despide por teléfono de alguien antes de atenderme.
—¿Qué?
—¿Qué te parece esto?
—¿Qué?
—El tema de la cuarentena, que no me hace gracia.
—Es necesario.
—¿Y si quien toma estas decisiones lo hace bajo los efectos de algún factor externo?
—¿Qué factor externo?
Elena se acerca a escuchar.
—¿Y si hubiera en el aire alguna toxina que provocara estados de paranoia?
La hipótesis de Casu, al fin y al cabo, no hace más que confirmarse a medida que los acontecimientos se suceden.
—¿Eso es de alguna película que has visto?
—No. Es posible que se haya producido una contaminación ambiental por las emisiones de toxinas de los eucaliptos, que influyen en las decisiones de la gente. Es posible que el miedo desmesurado a la gripe nueva y la mutación que ha aparecido de la noche a la mañana no sean más que síntomas.
Al mencionar las plantas, noto que se ponen tensas. Debe de ser el mecanismo de protección del que me habló Casu. Elena y Yolanda deben de estar bajo el influjo del gengiskhanensis.
—Estamos trabajando para evitar una pandemia, Víctor —dice Elena—. No deberías cuestionártelo.
—Puede ser que actuemos por directrices equivocadas basadas en un miedo irracional —intento convencerlas.
Al escucharme, me doy cuenta de que existe la posibilidad de que el error sea también mío. De que esté convencido de que existe una conspiración porque el eucalipto me ha inducido a pensarlo. De que todos, en definitiva, estemos proyectando nuestros miedos hacia el exterior, y de que éstos no sólo acaben siendo compatibles, sino que resulten terroríficamente complementarios.
Ellas ni se inmutan. Elena da media vuelta y vuelve a su rincón. Yolanda descuelga el teléfono para marcar un número de la lista.
Aprieto el interruptor para impedirle que llame y le pongo mi lista delante.
—¿Quién ha hecho esta lista?
—Nosotras.
—¿Vosotras?
—Ayer. Carme nos llamó a última hora de la tarde. Los servicios sociales quieren que intervengamos rápidamente. Pensaba que vendrías.
—No, no lo sabía. —Me tiembla la voz—. Estaba con Irene.
No es sorpresa lo que cruza el rostro de Yolanda. Es un movimiento facial más cercano a la curiosidad.
—¿Irene? Pensaba que habías quedado con Dolors.
—Es una historia un poco larga. Vamos a desayunar y te la cuento.
—No. Hay mucho trabajo y poco tiempo. Quiero salir a supervisar que todo funcione correctamente.
Me asusta el tono serio de Yolanda. Tengo que hacer un esfuerzo para convencerme de que son imaginaciones mías, de que es mi cerebro el que me está traicionando. Pero me resulta muy complicado. Regresan las náuseas y el martilleo en las sienes. La melodía de Halloween de mi Nokia aparece como una ironía desagradable. En la pantalla, Luigi Estragués. Botón rojo. No tengo ánimos para responder. Al cabo de unos segundos, insiste.
—Luigi.
—Hola, Víctor. ¿Qué pasó el sábado?
—Nada. Una confusión.
Silencio.
—Se acercó una patrulla, y ahí sólo había un vigilante de seguridad muy enfadado.
—Gracias por la ayuda, Lluís. Pero ya está.
—¿Qué hacíais ahí, en la sala de autopsias?
Salgo de la oficina y no hablo durante el tiempo que tardo en llegar a la azotea. Como el sol comienza a calentar de lo lindo, me refugio debajo de las máquinas del aire acondicionado.
—Una amiga. —Rápido, Víctor, improvisa—. Su abuelo acababa de morirse y quería verlo.
—En la sala de autopsias.
—Pensábamos que todavía no…
—Víctor, no me engañes.
—Yo, no…
Y cuelgo. Me agobio y cuelgo. Sin más excusas ni mentiras. Es la segunda vez que corto una conversación con Estragués. El móvil suena de nuevo. Botón rojo. No vuelve a intentarlo. Siento un vacío en el estómago, como cuando haces la primera bajada de una montaña rusa. Ya no veo a Estragués como a un conocido que trabaja en la policía, sino como a un policía que tiene mi número y al que le he estado mintiendo.
Busco «Diego» en la agenda y confirmo.
—Dime, jefe.
—Diego, tío, tengo que contarte una cosa.
—Dime.
—¿Estás en la tienda?
—No, estoy en a casa. Hoy sólo abro por la tarde.
El tono. Otra vez el tono monocorde, como Carme, Yolanda o Estragués.
—¿Cómo está Sonia?
—Mucho mejor. ¿Quieres que nos veamos?
Estoy dejando la camiseta empapada de sudor.
—¿Todavía tienes a la suegra en casa?
—No. Se ha ido este fin de semana. ¿Quieres que nos veamos?
—¿Hay eucaliptos en tu piso?
—Sí. Estaba equivocado, Víctor. No son malos. Son buenos. Ahora lo he entendido.
Un escalofrío en la espalda.
—No, Diego. Son tóxicos. Tienes que deshacerte de ellos.
—Ahora Sonia y yo estamos mejor que nunca. A ti también te iría bien tener uno.
—Tíralos —ordeno sin convicción.
—¿Quieres que nos veamos?
Carme está en la azotea, los zapatos enterrados en la grava, las manos en las caderas.
—Hablamos después.
—¿Qué tenías que decirme? —pregunta antes de que cuelgue.
—¡Carme!
Ella nunca sube aquí, es nuestro reducto de intimidad. El lugar donde podemos despotricar de ella sin más espectadores que las gaviotas o las palomas que viene a morir aquí arriba.
—Señor Negro. Termina el trabajo.
—Ahora iba. —Y me siento en la obligación de añadir—: Gestiones personales.
—Es necesario que termines la lista.
No puedo continuar gestionando los traslados a los hospitales. Hay un gusanillo en mi interior que me llama para advertirme de que es un error.
—Me falta muy poco.
—Perfecto. Cuando acabes, puedes irte a casa.
No lo haré. Actuaré durante el resto de la mañana. Simularé que les sigo la corriente. Me rebelo. Por primera vez en la vida, no hago lo que se supone que debo hacer.