21
Calor asfixiante.
De vez en cuando, las luces azules de los coches de policía tiñen el techo de la habitación de neones intermitentes, proyectando sombras espectrales de ángulo impresionista. Duermo en un decorado de Murnau filtrado por los colores de una película de los ochenta.
Todas las ventanas están abiertas, rezando porque entre un poco de aire fresco. El otro lado de la cama vuelve a estar vacío. Me abrazo a la almohada. La puerta del piso tiembla. Empapado en sudor, me protejo con las sábanas. Me cubro el torso y las piernas. Tengo demasiado calor, pero me reconforta pensar que esta fina capa de tela me salva del mundo exterior. Que aquí dentro no puede pasarme nada.
Tintineo de llaves.
Miro hacia la puerta que da al comedor. Desde aquí intuyo el sofá y el póster enmarcado de La cosa que me regaló Diego cuando nos instalamos aquí. A veces, en noches como ésta, tengo la sensación de que la cara barbuda y helada de Kurt Russell no me quita los ojos de encima.
Cuando percibo el ruido de pasos, tenso las orejas como un lebrel. Sé que son imaginaciones mías, que durante el estado de vigilia el cerebro decide desenterrar toda la galería de terrores que ha ido almacenando, que nos engaña: hace que nos obsesionemos con una sombra antropomorfa como la que ahora está de pie en la puerta de la habitación. Vuelvo a mirar y ha desaparecido. Nunca estuvo ahí. Nunca fue más allá de mi mente. O tal vez ha entrado y se oculta detrás de mí. No quiero volverme.
La bruja que me vigilaba de noche cuando, de pequeño, enterraba la cabeza debajo de la manta ha vuelto. Se pasea por la habitación cuando no la miro, puedo notar su aliento en la nuca, la intuyo de reojo. Volverme para mirarla a la cara me produce pánico. El corazón se acelera. Volver a dormirme me costará más. Debo desviar la atención hacia otra cosa. Pensar obsesivamente en una frase absurda va muy bien. El señor Armando no es armenio. El señor Armando no es armenio. Ya no puedo dejar de repetirla en mi cabeza. El señor Armando no es armenio.
Y con todo, la presencia de alguien en la habitación me resulta cada vez más intensa.
No estoy solo.
Trato de convencerme de que no es verdad. De que nadie puede entrar en mi casa como si nada. Si hubiera forzado la puerta habría oído ruidos. Y ha usado llaves. He oído llaves. El señor Armando no es armenio. Alguien con llaves está aquí, en la habitación, escuchando mi respiración cada vez más nerviosa. No sé qué esperará.
Busco a la bruja por el rabillo del ojo y creo apreciar un movimiento. Las luces del coche de policía iluminan el techo y las paredes como una antorcha fugaz. El intruso arrastra algo por el suelo del piso.
El señor Armando no es armenio.
Trato de sacar valor de la nada. Si ya no puedo dormir, como mínimo tendré que enfrentarme a mis miedos. Tengo que dejar de esconder la cabeza debajo del ala. De fingir que no pasa nada. Incorporarme y asegurarme de que estoy sólo en el piso, sí. Pero también dejar de ser espectador para convertirme en actor.
Abro los ojos y dejo que se acostumbren a la oscuridad. Me giro sobre mí mismo y observo la sombra negra que, delante de mí, absorbe la luz.
La desafío con la mirada y espero a que se desvanezca, a que se transforme en una pila de ropa mal ordenada sobre la silla.
La mano me tapona la boca y silencia mi grito. Entonces me empuja de vuelta al colchón y me apresa un brazo.
Los labios se aplastan contra las encías y los dientes.
Doy patadas en el aire como una lagartija huidiza, pero el pavor se ha apoderado de mí y me ha dejado sin fuerzas para zafarme de este cuerpo tan grande y pesado que me aplasta.
El flash azul de la policía entra por las ventanas y pinta el rostro de Diego de un color frío y despiadado.
Trato de pronunciar su nombre, pero creo que me tragaré la lengua. La angustia me agarrota los músculos mientras Diego espera a que me agote. No intenta ahogarme; sólo quiere que deje de hacer ruido y de moverme.
Es uno de Ellos.
Levanto el brazo que tengo libre y alcanzo a tocarle la barba con las yemas de los dedos: David contra Goliat, incapaz de arañarle la piel, siquiera. Se aparta unos centímetros. Los ojos están a punto de salírseme de las órbitas. Lucho por librarme de él, pero cada vez me siento más débil. El olor del gengiskhanensis se adentra nariz adentro, se desliza hasta la tráquea y, desde allí, se prepara para asaltar los pulmones. Pierdo la fuerza. Trato de morderle la palma de la mano, pero tengo la boca dormida, al igual que después de ir al dentista. Me ha dejado fuera de combate con algún calmante. Poco a poco, los músculos van relajándose, aunque mi cerebro grita para liberarse.
—No te resistas —me aconseja Diego—, es peor.
No puedo hacer nada. La sombra de oscuridad que es Diego me ha dejado KO.
Trato de hablar, pero mi lengua se ha convertido en un neumático hinchado y abandonado en la cuneta de mi boca.
No, tío, tú, no.
Diego se levanta y me controla durante un rato para asegurarse de que me ha inmovilizado. Entonces desaparece en el comedor y regresa al cabo de unos segundos. Lleva algo en la mano. No distingo qué puede ser. Temo que quiera pegarme una cuchillada; me obligo a pensar que si hubiera querido apuñalarme, lo habría hecho al entrar.
Me enrolla la cinta alrededor de la boca. Me deja la nariz descubierta para que pueda respirar. Me sostiene los brazos y los une. Ata las muñecas con cinta. Da varias vueltas para que soltarme me resulte imposible. Repite la operación con los tobillos.
Tengo ganas de gritar. Debo contener el vómito que sube garganta arriba para no ahogarme. Me vuelvo hacia un lado y hacia el otro, y Diego no me detiene. Estoy atado de pies y manos, y aturdido. No tengo ninguna opción.
Diego vuelve a hablar:
—Mañana me lo agradecerás, Víctor. De verdad.
Emito un gruñido por respuesta. Es el equivalente del «suéltame» de toda la vida.
—Las cosas no tendrían que haber salido así. Durmiendo, sin dolor, sin advertir el cambio. Yo estaba equivocado, Víctor. Es lo mejor que me ha pasado: no tengo preocupaciones, no discuto con Sonia, no me siento culpable por nada. Ahora soy más libre. Y quiero que tú también lo seas. Que lo compartas.
Las lágrimas me resbalan sien abajo hasta el colchón. De rabia, de impotencia, de horror.
Vuelven las náuseas. Tengo que calmarme.
Diego me seca la cara con las manos ásperas y retoma la palabra:
—No volverás a llorar. Mañana serás mejor.
Y dicho esto se levanta y sale andando. Se detiene en el comedor, al lado de Kurt Russell, y mira hacia el sofá. Ha dejado algo y le está echando un último vistazo.
Ha dejado un gengiskhanensis.
No debo dormirme.
El señor Armando no es armenio.
Una parte de mí insiste en querer creer que se trata de una pesadilla, de una ilusión. Sin embargo, los tobillos doloridos y las manos sin circulación sanguínea no pueden seguir negando la realidad.
A pesar de mi agotamiento, no me rindo. En cuanto oigo que la puerta del piso se cierra empiezo a moverme de un lado de la cama al otro. Las llaves accionando la cerradura, cerrándome el paso a toda salida. Diego me ha recluido en casa y se va porque sabe que no tengo escapatoria, que haga lo que haga, estoy condenado. Quizá si me caigo de la cama y me acerco a la planta. Quizás…
Abro cuando el camión de la basura sacude los contenedores. He perdido el conocimiento. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
Me quema la garganta y siento la piel como si fuera ceniza. Es como una fiebre imparable. Necesito beber agua. Siento pinchazos en las rodillas. Froto los pies el uno contra el otro, pero la cinta adhesiva está muy apretada. Apenas si me noto las puntas de los dedos. Resoplo y el aire sale a presión por la nariz. Los ojos me vuelven a llorar.
Y noto las fibras. Trato de levantarme, pero los músculos no me responden. Con un minúsculo movimiento cervical me basta para ver que tengo el cuerpo recubierto de filamentos, como un Gulliver cualquiera atrapado por las cuerdas de los hijos de puta de Liliput. Recuerdan a los hilos que entraban y salían de los cadáveres del hospital de Vall d’Hebron. Los pellejos de las articulaciones se están desconchando y no tardará en desprenderse de la carne. No es doloroso, es angustiante. Quiero que pare, no quiero ser uno de Ellos. No quiero convertirme en uno de Ellos.
Tengo que seguir despierto.
Me falta oxígeno. Los pulmones me están fallando.
Ahora serán suyos.
Sonido de brasas, de leña crepitando en el fuego. Vuelvo a despertarme.
Viene del comedor.
Sólo la luz anaranjada de las farolas rompe la oscuridad de la calle. No ha llegado la mañana. Sigo vivo. Sigo siendo yo.
¿Sigo siendo yo?
Las ligaduras se han aflojado.
No. He perdido grasa y masa muscular en brazos y piernas. Muy poca, la justa para que la cinta adhesiva baile. Histérico, muevo las manos y los pies para deshacer los nudos.
Oigo un estertor en el comedor; parece el de un animal moribundo que se quejara y estuviera a punto de morir. Mientras siga despertándome no podrá completar su proceso de metamorfosis.
Gregorio Samsa, jódete.
La cinta de las manos está cediendo. Cada pequeño esfuerzo se convierte en un gasto de energía exagerado. Es como si tuviera que combatir unas raíces que penetran en mí igual que finísimos cordones umbilicales y me sorben el alma. Me marco un objetivo: dejar las manos libres. Después descansarás, Víctor.
Ricard siempre me protegía.
Recuerdo unas colonias de verano en un caserón enorme. Los grillos se apoderaban de la noche. Ricard renegaba de mí y no quería verme cerca. Él era el adolescente, y yo, el niño pequeño. Tenía aspiraciones muy serias (fumar a escondidas, tocarle las tetas a Susana Valiente por debajo de la camiseta) y yo era un lastre: el niño extraño que leía libros mientras los demás jugaban a ser delanteros del Barça. Yo era el crío al que escogían como portero como última opción porque no había más remedio; el niño a quien una noche llenaron el saco de dormir de ranas y saltamontes.
No, Ricard nunca me lo dijo, no hacía falta. Pero sé que llevó a la práctica una defensa activa al día siguiente: bronca lo primero y golpes de nudillos en la cabeza lo segundo. Perdió más de una amistad, lo que en la adolescencia equivalía a que te extrajeran el páncreas. El mensaje había quedado claro: quien se metía una vez con Víctor, no repetía.
En la oscuridad, pasara lo que pasase, yo sabía que Ricard estaba ahí.
Le echo de menos.
La cinta se afloja y deja libre la mano derecha. La izquierda está anclada en uno de los filamentos que reptan desde la cama hasta el comedor. Con el brazo entumecido, comienzo a arrancarme la mordaza de la boca. Me lleva un buen rato, pero la pequeña victoria temporal me ha dado ánimos. Sin uñas, araño los bordes de la cinta hasta que se transforma en una tira pegajosa. Entonces la desenrollo y siento que, con ella, me llevo parte de la piel de la cara. Con la vista acostumbrada a la oscuridad la examino y veo que tiene una especie de telarañas pegadas. Me paso la mano por los ojos, la nariz y la boca y me quito con los dedos una capa de tejido sedoso parecido al del capullo de un insecto, como el de los gusanos de seda que guardaba en las cajas de zapatos y alimentaba con hojas de morera. Morera que todavía puedo oler.
Los recuerdos son muy intensos y vívidos. Estoy vacío y perdido por la fuga de mi madre, huelo el perfume salpimentado de Nicoletta un año antes de entrar en la universidad y tengo los pantalones empapados por los paraguas del autobús mientras sigo a Irene. Siento rabia hacia Felip cuando, en la escuela, deja un ratón muerto en mi pupitre. Impotencia, cuando papá llevó a sacrificar a Han Solo, el chucho que dormía en la puerta de nuestra habitación. Mi primer compact disc emite destellos multicolores bajo el fluorescente de la habitación. Me clavo una piedra gruesa en las rodillas cuando caigo de la bicicleta en la plaza Letamendi. Saboreo la sopa de pollo y fideos que cocinamos la primera noche que Irene y yo dormimos juntos en casa.
Es como si lo que está al otro lado de la pared, sea lo que sea, me estuviera chupando todo menos los sentimientos que me despiertan los recuerdos. Como si derribaran el edificio del Louvre y dejaran todos los cuadros a la vista sobre las Tullerías. Hay miles de canciones que me emocionan sonando al mismo tiempo, películas que detesto, libros que no he terminado, personajes de ficción que se hacen reales. Parece que navegue a la deriva, como en aquella excursión a las golondrinas en la que me mareé y terminé vomitando en la bolsa de altramuces de papá.
Toso.
Libero el brazo izquierdo de un tirón y ese sonido de chimenea consumiéndose se hace más perceptible en el comedor. Eso le ha hecho daño.
Bien.
No pares ahora, Víctor. No te duermas. Estás ganando.
Lo oigo retorcerse en el sofá. No sé en qué fase de transformación se encuentra, no sé qué aspecto debe de tener. Tengo que levantarme. Tengo que sobrevivir.
Mientras me desato los nudos de los tobillos —fuertes, profundos— un estrépito me pone alerta. Ha caído al suelo. Intuyo que debe de estar en una forma muy avanzada. Se debe de parecer a mí. Y ahora él también quiere ser el único. Aguzo el oído y lo oigo reptar lentamente. Es sólo un chirrido, como de roce de papeles. No tardará en aparecer por la puerta. Tengo que darme prisa.
Tengo los pies hinchados y violáceos. Desengancho una punta de la cinta y empiezo a arrancarla. Pero esta vez es más difícil, porque el dolor es insufrible.
Vamos, Víctor, vamos. Joder.
Creo que puedo oírlo respirar con dificultad. Como si los pulmones no estuvieran listos del todo, como si necesitara que yo durmiera un poco más para poder convertirse en mí. Babea y resbala sobre la saliva que desprende. Hace ruido de bosque nocturno. Gime como un limpiaparabrisas roto.
Ya puedo dilatar la cinta y mover los pies, pero no los siento. Cuando finalmente me deshago del nudo, inspiro fuerte y me vuelvo sobre mí mismo. Me lanzo al suelo y las raíces salen del cuerpo con mil punzadas nerviosas, como si me hubieran clavado un puñado de cuchillos en la carne y los arrancaran todos al mismo tiempo. Vuelvo a tener sensación de ahogo.
El sabor cálido de la sangre me humedece los labios. Me está sangrando la nariz. Me arrastro hacia la puerta. Soy lento como un walkman que se está quedando sin pilas. No pienso con claridad; no me planteo qué está pasando; no sé qué haré cuando llegue.
Como un walkman.
Don’t fear the Reaper.
Hay una canción que siempre me ha fascinado, una canción sobre la muerte. Y ahora mi cerebro ha decidido darle al play.
Don’t fear the Reaper.
No temas al Segador.
Una mano marrón, esquelética, al otro lado de la puerta.
Yo me ayudo con la mía para mover el cuerpo.
Como un espejo macabro. Avanzamos de forma simétrica. Si no me doy prisa, él llegará primero y entrará.
No temas al Segador: las estaciones no le temen.
Falta poco menos de un metro. Soy un anfibio moribundo.
El viento no le teme.
Su antebrazo es puro músculo, sin piel.
Ni el sol ni la lluvia, tampoco.
La espalda es como una talla de marfil. No podría enfrentarme a él.
¿Por qué no podemos ser como ellos?
Con la punta de los dedos, toco la madera de la puerta, extrañamente fría. Intento darle un impulso, pero estoy demasiado lejos. Él me mira. Soy yo. Me mira y me reconoce. Abre la boca para chillar, pero acaba emitiendo un sonido más cercano al de un árbol ardiendo.
No temas al Segador.
Tomo un último impulso y entorno la hoja de la puerta.
Él (yo) está a dos palmos.
No le temas.
Empujo con todas las fuerzas que me quedan y grito.
Dejo de verlo, pero sigue ahí, esperando al otro lado del espejo.
Continúo la progresión hasta que apoyo el cuerpo contra la madera e impido que la pueda mover.
La puerta vibra. La está golpeando. Intenta abrirla.
Soy yo, tratando de asesinarme.
Es Víctor Negro acosándome.
Y lo único que debo hacer es no dormirme ni dejar que se recupere. Esperar a que su energía se vaya apagando poco a poco, como una vela dentro de una botella.
No sé si durará toda la noche o toda la semana, pero resistiré.
Porque no temo al Segador.