33

Dos policías me llevan a pulso por el acceso de carga. Un tercer policía desenfunda la pistola y me apunta en la cabeza como diciendo no te muevas o te hago la permanente.

—El móvil —reclama.

Me requisa y lo encuentra en el bolsillo de los pantalones. Sin batería. Se lo queda.

No opongo resistencia. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Qué conseguiría? ¿Qué sentido tiene hacerlo cuando ya no queda ninguna razón para resistirse?

Soy un peso muerto, en todos los sentidos de la expresión.

El tercer mosso, con los ojos abiertos de par en par, al igual que una rana cruzando una carretera, levanta el arma y abre una puerta con ella. La luz cambia de repente: hemos pasado de un cielo nublado a la penumbra de un almacén de descarga, y de ésta a la asepsia de los tubos fluorescentes del recinto hospitalario.

Nos cruzamos con más policías. Hay uno cada diez o quince metros, montando guardia, y llevan escopetas.

Pierdo la cuenta de las veces que hemos girado por los pasillos antes de llegar a las escaleras, soviéticas y claustrofóbicas. Oigo ruido pisos arriba. Y el sonido de puertas que se cierran. Me golpeo las costillas contra la barandilla y grito de dolor. Los mossos siguen subiendo sin hacerme caso. En un rellano, un hombre mayor me observa, lleva bata y barba de Santa Claus caducado. Unos pisos más tarde, se detienen. El sapo armado gira el pomo y abre una puerta que chirría. Los cargadores me lanzan adentro y se van.

Dolorido y desorientado, trato de incorporarme con la habilidad de un potro que acaba de nacer. La rotura de alguna costilla será el menor de mis problemas. Tomo aire y una punzada en los pulmones me hace temblar las rodillas. Miro hacia atrás.

Estoy en un almacén con tres puertas. Ya sé con qué comunica una de ellas, así que abro la que tengo más cerca. El hedor a mierda no ayuda a mejorar la situación, pero sí me despierta. Son unos baños con el suelo cubierto por un dedo de orines y excrementos que brotan de una taza atascada.

La otra puerta me conduce a un pasillo circular que se pierde a ambos lados.

Decido ir hacia la derecha cuando, delante de mí, una mujer de unos veintipocos sale de una habitación.

Es rubia, con media melena y la tez pálida. Lleva una blusa de color amarillo con las axilas muy sudadas y unos pantalones de lino anchos.

Está embarazada de al menos seis meses.

Y se asusta tanto como yo.

—¿Quién eres? —pregunta con suave acento ruso.

No me salen las palabras. Boqueo como un pez fuera del agua y muevo las manos como un titiritero loco, pero no digo nada.

La chica da unos pasos con cautela.

—Os van a matar —intento prevenirla con un hilo de voz, y añado—: a todos.

Fantástico, Víctor Negro, matrícula en expresión oral.

La chica retrocede.

—Eres uno de Ellos…

—No, no, no.

Está a punto de salir corriendo. No quería asustarla. Me acerco para cogerla de los brazos e intentar convencerla. Entonces ella grita.

—¡Es uno de Ellos!

Y me golpea en el pecho. Es el pistoletazo para que salgan más mujeres de las habitaciones y los pasillos. Todas están embarazadas.

—Soy humano.

Sueno tan falso que estoy a punto de no creérmelo ni yo mismo.

Dos mujeres de mi edad me cogen del brazo derecho. Trato de soltarme y no veo a una tercera persona que me clava una coz en los cojones. Me doblo y caigo de rodillas, momento en el que el resto aprovecha para golpearme.

Recibo patadas y golpes a diestra y siniestra. Casi ninguno sería doloroso por sí solo, pero, por acumulación, me están dejando baldado.

Una mujer me pega en el ojo derecho y durante unos instantes tengo la sensación de que me lo ha dejado fuera de servicio. Tengo que incorporarme.

Gritan que soy uno de ellos y descargan su rabia contra mí.

Durante unas milésimas de segundo, parece que se cansan y tienen que recuperar fuerzas para volver al ataque. Entonces aprovecho para sacarme de encima a una cría que no debe de tener más de dieciséis años y que se me ha pegado a la nuca, y vuelvo a las escaleras.

Cierro la primera puerta tras de mí. Ellas intentan echarla abajo a golpes. La siguiente queda a un par de metros. Tendré que correr, abrir la puerta y subir las escaleras antes de que ellas me acorralen en este almacén de mierda (literalmente) y continúen con su paliza improvisada y anárquica para quemar a la bruja.

Víctor, tienes treinta tacos, y ellas están preñadas. Eres más rápido, cojones.

Pero te estás muriendo.

Inspiro profundamente y corro hacia la puerta de las escaleras. Una mujer abre la puerta, pero todas quieren pasar a la vez, y esas ganas les hacen perder un tiempo precioso que aprovecho para escaparme.

Corro escaleras arriba, respirando con dificultad por los nervios y la paliza. La rubia sale tras de mí. Está en forma, la cabrona.

—Arriba —con esas erres pronunciadas al estilo James Bond—. ¡Va hacia arriba!

Subo dos pisos más, los suficientes como para ganar ventaja, y me detengo frente a la puerta de otro almacén.

—¡Está en la quinta planta! —grita una de las mujeres escaleras abajo.

La puerta se abre y me encuentro de cara a un espectro. Muy delgado, con la piel verdosa y los ojos aguados, el hombre aparenta unos trescientos años bajo la bata de hospital. Veo sus dientes ennegrecidos cuando compone un rictus de odio. Se me echa encima y caemos los dos al suelo. El aliento le apesta a jarabe amargo.

Los huesos le crujen como un barco pirata, madera carcomida que no suelta a su presa. Tres embarazadas llegan al rellano. Me quito al zombi de encima pero no puedo evitar que una de las mujeres me acierte en la cabeza con un pie enfundado en una zapatilla de Betty Boop.

De la puerta salen dos fantasmas más que me sujetan de los tobillos y me arrastran adentro. Las embarazadas no paran de pegarme. Siento la espalda empapada al pasar al lado de otro baño. El tubo fluorescente del techo me escupe una luz blanca que me lastima los ojos.

Me veo envuelto en sombras.

Siento un peso muy fuerte en una de las rodillas, como si alguien estuviera forzándola para aplastarla.

Dicen que soy uno de Ellos. Por mi aspecto: mi piel es rosada y tengo llagas, un gengiskhanensis a medio regar, un infiltrado.

Un objeto contundente me aplasta la mano izquierda.

Grito de dolor.

Me están matando.

—¡Víctor!

Alguien ha gritado mi nombre.

—¡Víctor! —repite la voz, débil.

Un peso sobre mi estómago me ahoga y me quedo sin aire.

Basta, basta. No sé si es la voz o es mi cabeza la que implora clemencia. Basta, no es uno de ellos, dejadlo…

Sea como sea, ya no noto los golpes.

Como si se hubieran detenido.

Las sombras que me envolvían dejan paso una vez más a la ofensiva luz fluorescente del techo.

Un chirrido metálico se aproxima. Será el golpe de gracia.

Parece una silla de ruedas.

—Víctor, mírame —ordena la voz, finísima y áspera.

Muevo la cabeza y vislumbro la sombra que me habla.

—¿Señor Brau?

—Aquí puedes llamarme León.