26
Paso los siguientes tres días en cama, rehaciéndome.
Irene, silenciosa, me lleva paños húmedos para bajarme la fiebre. Tengo que ir recuperando poco a poco la energía que el gengiskhanensis me chupó. Siento como si tuviera medio cuerpo dormido y le costara trabajo volver a despertarse.
—He puesto los teléfonos en silencio —susurra Irene—. Se pasaron toda la noche del martes sonando y no te dejaban descansar.
Por la tele continúan alertando de la necesidad de proteger a los más vulnerables ante la mutación del virus, que ya esta aquí, dicen. Ni una palabra de Lázaro. No necesitan inventar más justificaciones para lo que está pasando.
Hablan de disturbios urbanos desatados por cuatro incontrolados. Quizá sean imaginaciones mías, pero me parece ver al Congoleño corriendo delante de la cámara.
Duermo a todas horas, como un bebé.
Como si acabará de nacer.
Irene me cuida.
Pienso en Dolors, asustada en su casa, esperando ayuda. Prefirió apartarse cuando vio que yo todavía sentía algo por Irene, y ahora no me la puedo quitar de la cabeza. No sé si será por un sentimiento de culpa por abandonarla a su suerte o por otra cosa. Me atrae, es innegable. Es atractiva, simpática y, sobre todo, hay buena conexión entre nosotros. Era sincera cuando me pedía auxilio por teléfono. No era uno de Ellos, como cree Irene. Tenemos que ir a buscarla.
—Se está acabando la comida —dice Irene—. La nevera está vacía. Tendremos que salir en algún momento.
El viernes empiezo a sentirme más fuerte. Paso horas dormitando en el comedor, aliento de siesta larga, pero noto que me ha vuelto el hambre y que el cuerpo me responde.
Cinco minutos más, sólo cinco minutos más…
La luz verde parpadeante del contestador me desvela. Se proyecta contra el techo y martillea sobre el yunque de los párpados. Primero trato de ignorarla, pero poco a poco se convierte en algo obsesivo y transforma el comedor en una trepanante sala de intermitencias aberrantes.
Cuando no puedo más, dejo el sofá con cuidado para no despertar a Irene y cojo el teléfono fijo de mi padre.
El piso está oscuro, pero en el reloj del vídeo alcanzo a ver que sólo son las siete y pico de la tarde.
—«Tiene dos nuevos mensajes de voz» —recita la voz robóticamente melosa del contestador.
Escucho el primero. Nada. El interlocutor comprueba que no haya nadie al otro lado de la línea y cuelga en segundos.
—«Segundo mensaje. Recibido ayer, a las diecinueve horas, treinta y siete minutos» —informa la mujer imposible.
—«Papá» —dice Ricard.
Es una voz tan distante que da la impresión de venir del pasado. Entrecortada, con ruido de viento y un poco distorsionada, pero tan familiar y reconocible. Continúa:
«Me han dado poco tiempo para hablar y no sé cuando podré volver a llamar […] Estamos dosificando el satélite para que no nos localicen […] generadores […] Espero que en casa les estéis dando caña […] aislados […] demasiado tarde. Coleen, los compañeros de trabajo […] todo fue rápido y confuso. No quiero preocuparte: estoy bien. Nos hemos refugiado en un campamento en el desierto […] tres intentos de incursión. Seguramente estarás a salvo y escucharás […] mensaje cuando vuelvas a casa. ¿Estás con Víctor? […]
»Tete, si escuchas esto, cuida a papá, ¿vale? […] Y ve con mil ojos. Tienes que ser fuerte, ¿vale, Tete?
»Yeah, just a second, Phil.
»Te quiero mucho. Te quiero, papá […] volveré a llamar cuando sea posible […].»
—«Si quiere responder este mensaje con una llamada oprima la tecla asterisco».
—Víctor —murmura Irene—. Víctor, ¿qué te pasa?
No me salen las palabras. Se me hace un nudo en la garganta y entro en un fundido a negro. Bloqueado. Ctrl + Alt + Supr.
Ella coge el auricular y pulsa 1. Con pose de respeto eclesiástico, escucha la repetición del mensaje. Se muerde el labio inferior y se le humedecen los ojos. Yo hundo la cara en su espalda y lloro como un niño pequeño.
No sé cuánto tiempo pasamos así.
Hacia el anochecer cenamos una ensalada que ya se pasaba en la nevera, lechuga blanda y rodajas de tomate húmedas. No hablamos: la televisión lo hace por nosotros.
Salimos al balcón que da al patio interior de la manzana. Ya ha oscurecido y el cielo está poblado de algodones rosados, reflejos de la luz de la ciudad. Hay ventanas iluminadas y pisos en una oscuridad anónima. No se oyen ladridos de perros ni sirenas de ambulancia ni discusiones entre matrimonios que ya no se soportan. Reina una calma falsa y amenazadora.
El ascensor rompe el oasis con su engranaje antiguo y ruidoso. Puerta de madera, puertas metálicas, poleas que cansinamente elevan la caja destartalada. Se para. Durante años era capaz de reconocer las pautas de movimiento de papá o Ricard cuando llegaban a casa. Como una huella dactilar, cada uno tenía su ritmo, unos sonidos que se combinaban de tal modo que se volvían inseparables de quien los hacía. Desde la portería hasta la entrada al piso, sabía que uno u otro había llegado a casa. Y la cadencia de la rutina ahora era la de mi padre.
Pero la puerta no se abre.
Las llaves en la cerradura. Una vuelta, otra. Está tardando demasiado en entrar. Pequeños golpes.
Irene se aproxima con cautela. La sigo y avanzo. Camino por el pasillo que conduce a la entrada. Debe de ser mi padre. Sólo él tiene las llaves de casa. Me detengo a un metro escaso.
El mecanismo hace clec y la hoja de madera maciza cede y describe un arco lento. El rellano está a oscuras. Una sombra acaba de empujar la puerta cargando todo el peso sobre ella.
—¡Papá! —suelto un grito.
Me mira, sorprendido de encontrarme aquí, y se desploma en el suelo. Está ajado, lleno de moratones por toda la cara. Tiene un ojo medio oculto por la hinchazón de la carne, y de un corte cerca de la oreja le mana sangre.
Irene se apresura a socorrerlo y entre los dos lo cogemos y lo llevamos al dormitorio. Está consciente pero desorientado. Aparto las fotografías que están sobre la cama y lo acostamos con cuidado.
—Trae un trapo húmedo, Víctor —dice Irene.
Corro al baño y cojo una toalla que coloco bajo el chorro de agua. El espejo me devuelve una imagen siniestra de mí. Más delgado y con la piel pálida, pero casi sin rastro de los estigmas que el gengiskhanensis me había abierto en el cuerpo. Regreso al dormitorio y le entrego la toalla a Irene. Limpia la sangre de la cara de papá. Enciende la lámpara de la mesilla de noche y se la acerca a los ojos. Mientras con una mano le sujeta los párpados, con la otra enfoca las pupilas buscando síntomas de traumatismo craneal.
—¿Qué te ha pasado? —pregunta.
—Me han acorralado —dice papá con la boca seca.
Salgo a buscar un vaso de agua. Al volver, Irene lo pone sobre la mesilla.
—¿Estás bien? —interrogo, angustiado.
—Irene. —Papá la coge de la muñeca—. ¿Irene?
—Sí, soy yo.
—Me ha atacado un grupo… —Tiene la voz rota.
—Mierda —musito.
—¿Cuándo? ¿Dónde?
—Esta tarde. Eran okupas. Iban con cadenas de moto y barras de hierro. Me han rodeado en el pasaje de la Concepció…
—Ahora estás bien, a resguardo —le digo—. Ricard también está bien, ha llamado y ha dicho que se está refugiando en el desierto, pero que está vivo.
Papá me mira con un solo ojo, extrañado. Trata de incorporarse.
—No, Francesc, no. —Irene le coloca las manos sobre el pecho para que no se levante—. No te muevas ahora.
Obedece y se queda quieto, mirándonos como un niño pequeño.
—Necesito descansar —termina diciendo—. Mañana estaré bien.
—Sí, mejor que duermas —añado.
Irene lo cubre con una manta y lo peina con la punta de los dedos. Lo dejamos sólo en la habitación.
Bajamos el volumen del televisor para no molestarlo y nos vamos a la otra punta del piso.
—¿Cómo está? —pregunto, comiéndome las uñas.
—A primera vista, no parece que tenga daños importantes. Está aturdido y debería hacerse una TAC, pero ahora no podemos contar con llevarlo a ningún hospital.
—Lo importante es que está aquí y está bien.
—Me preocupa una cosa, Víctor.
Sé a qué cosa se refiere, pero la estoy enterrando bajo un montón de paladas de subconsciente.
—Dejemos que descanse.
—Ha estado al menos tres días fuera.
—Con Roser.
Aunque ya hace unos meses que salen, sólo la he visto una vez.
—Desprotegido, a merced de Ellos.
—No. No es uno de Ellos, si eso es lo que insinúas.
—No sabemos adónde ha ido, qué ha hecho ni cuánto ha dormido.
—Pero tú lo has visto. Ellos lo han vapuleado, por poco lo matan.
—Le han dado una paliza, sí, y por algo lo harían. A ti Diego no te pegó.
—¡Me ató de pies y manos!
Levanto la voz y me arrepiento al momento. Me habrá oído y no quiero preocuparlo más de lo que ya está.
—Sabes que existe la posibilidad, Víctor.
—Ha venido a casa, está mal. ¿Has visto cómo tiene el ojo? ¿Cómo le han dejado la cara? El Lázaro los sanaba, ¿no? El gengiskhanensis hace una copia reparada. A mi padre lo han dejado baldado.
—Vi pacientes con las cicatrices de las operaciones todavía frescas marcharse tranquilamente por la puerta del hospital. Vi costillas rotas soldarse en una sola noche.
—¡Casi lo matan!
—Deja que hable con él.
—Tiene que descansar.
—Cuatro preguntas, y si todo va bien —Irene calla al oír un chirrido en el piso—, y lo espero, no lo molestaré más.
Me rindo porque estoy cansado de discutir. En el fondo, necesito saberlo tanto como ella, aclarar si sigue siendo mi padre.
De vuelta al dormitorio, en la penumbra, Irene se sienta a los pies de la cama. Coge una de las fotografías y la mira. Papá está despierto y la sigue con el ojo solitario sin decir nada.
—¿Dónde has estado estos días, Francesc?
No responde.
—Papá, si no puedes hablar, lo dejamos para mañana.
Irene me lanza una mirada recriminadora.
—Haces mala cara —me dice papá.
—Francesc. —Irene trata de recuperar su atención. Lo consigue—. Están pasando cosas muy extrañas y necesitamos saber dónde has estado.
—No está pasando nada —susurra.
—¿Dónde está Roser? —pregunto.
—Roser está bien. Yo estoy bien. Si descanso, mañana ya me habré recuperado.
—¿Dónde has estado?
—No tenéis por qué temer. Todo se acabará muy deprisa.
Retiro la ropa doblada de una silla y me siento. Las piernas me fallan.
—¿Eres tú, Francesc?
Irene habla con una voz dulce, como si se acercara a un chiquillo asustado.
—Sí.
Ella coge una de las fotografías en las que salgo con Ricard y mis padres. Se la enseña:
—¿Eres este mismo Francesc?
—Irene… —intervengo, y ella me hace callar con los labios.
Él responde.
—Sí. No tenéis que preocuparos. Mañana estaré bien. Id a dormir y mañana tampoco tendréis miedo.
—¿Por qué no tendremos miedo?
—Es mejor ahora. No siento preocupación ni dolor. Soy mejor.
Una parte de mí quiere salir de la habitación. La otra escucha con interés.
—¿Qué debemos hacer para ser mejores? —continúa Irene.
—Dormir.
—¿Quién eres, de verdad?
—Soy Francesc Negro.
No lo es. No es él.
—Francesc Negro no le desearía a su hijo ningún mal.
Él pestañea, como si no hubiera quedado claro lo que quería decir.
—No le deseo ningún mal. Ni para ti, Irene. Quiero que dejéis de tener miedo. No es bueno vivir con miedo.
—Pero quieres matarnos.
—No. —Se excita y se remueve sobre el colchón, pero enseguida para—. No es morir. No es doloroso. Cuando despiertas te sientes mucho mejor. No hay nada de malo en dejar de tener miedo.
—Papa, no…
Me cubro la cara con las manos.
—Víctor —dice—. No tienes que llorar más.
—¿Qué…?
—Irene, basta —la interrumpo.
—No. Tenemos una oportunidad, Víctor.
—Para, Irene. Por favor.
—¿Quiénes sois?
—No te entiendo. —Papá le arrebata las fotografías de las manos—. Recuerdo cuando nos la hicimos.
—¿Conserváis recuerdos?
—Ya no me duele ver este retrato. No me hace daño saber que está muerta.
Por unos instantes me parece no haber oído bien lo que ha dicho. La expresión de Irene, sin embargo, me confirma que lo he entendido a la perfección.
—¿Quién?
—Tu madre, Víctor.
—No está muerta.
—Sí.
—No. Nos abandonó. No eres mi padre, estás mintiendo.
—No, Víctor. Te he mentido durante años, pero ahora ya no tiene sentido seguir haciéndolo. Ella nos abandonó, sí, pero regresó al cabo de tres meses, muy enferma.
—No es verdad.
—¿Por qué tendría que mentirte ahora? Habíais perdido a vuestra madre una vez y no quería que la perdieseis por segunda vez. Os oculté su cáncer. Os escondí su sufrimiento. Ella quería veros, pero no podía permitirlo. Ella había sido egoísta al irse y volvería a serlo si os veía por última vez. Sólo conseguiría marcaros de por vida.
—Ya lo hizo, papá.
No me queda nadie. Mi familia ha sido engullida por un monstruo desconocido.
—He vivido todos estos años entre el remordimiento y el dolor. Y ahora lo he superado. ¿Qué hay de malo en vivir sin dolor?
—Tendrías que habérnoslo dicho. ¡Ricard y yo podríamos habernos despedido de ella!
—Víctor… —dice Irene.
—Duerme. Mañana ya no sentirás la aflicción.
—Francesc. —Irene se le acerca—. ¿Cuántos sois? ¿Cuánto hace que estáis entre nosotros?
—¿Quiénes?
—Vosotros.
—No se qué quieres decir, Irene. ¿Quiénes somos nosotros?
—Los que estáis replicando a la gente.
Papá hace el esfuerzo de levantarse sin que Irene pueda evitarlo. Ella se aparta de la cama para mantenerse a una distancia prudencial.
—No sé las respuestas, Irene. Dormid y me encargaré de que mañana seamos una familia sin problemas. Lo que siempre deberíamos haber sido.
—¿Y si no queremos? ¿Y si queremos seguir como hasta ahora? —pregunta Irene.
—No podéis, no tenéis otra opción.
Está de pie en la oscuridad. Viste su ropa y hace los mismos gestos de siempre. Habla con parsimonia, como si estuviera drogado.
—Víctor —Irene me coge de la mano—, vámonos de aquí.
Abro la boca pero no me sale ni una palabra.
—No os podéis ir.
Irene echa a correr, sale la habitación y me arrastra con ella. Busca las llaves del coche y la cartera. Mi padre aparece en el comedor y repite:
—No podéis marcharos.
Damos dos pasos sin quitarle los ojos de encima, viendo cómo tensa los músculos.
Abro la puerto y salgo al rellano, todo oscuridad.
—Por las escaleras.
La voz de Irene es nerviosa y aguda.
El hombre que había sido mi padre camina detrás de nosotros.
Bajamos los peldaños de dos en dos con el riesgo de tropezarnos y caer. Las lágrimas me entorpecen la visión. Dos pisos más abajo, miro por el hueco de la escalera y lo veo en lo alto, una sombra reclinada sobre la baranda.
Entonces empieza a gritar. Al principio creo que se trata de una alarma de incendios, pero no tardo en darme cuenta de que es su voz. Un grito prolongado que rasga la oscuridad, sostenido y aterrador, mezcla de llanto de bebé y mamífero agonizando.
Un grito sobrenatural.
De alerta.
Como un cuerno de caza.