Segunda parte

Un amor de Swann

Racimo

Para formar parte del «cogollito», del «grupito», del «pequeño clan» de los Verdurin, bastaba una condición que también era indispensable: había que prestar adhesión tácita a un Credo, uno de cuyos artículos era que el joven pianista protegido aquel año por Mme. Verdurin y del que ella decía: «¡No debería estar permitido saber tocar a Wagner así!», «se cargaba» de un golpe a Planté[1] y a Rubinstein[2], y que el doctor Cottard tenía más diagnóstico que Potain[3]. Toda «nueva recluta» a quien los Verdurin no lograran convencer de que las veladas con gente que no iba a las suyas eran aburridas como la lluvia, se veía inmediatamente excluida. Como en este punto las mujeres eran más reacias que los hombres a renunciar a toda curiosidad mundana y al deseo de informarse por sí mismas del atractivo de los demás salones, y como los Verdurin, temiendo por otra parte que ese espíritu inquisitivo y ese demonio de frivolidad podía, por contagio, resultar fatal para la ortodoxia de la pequeña iglesia, se habían visto obligados a eliminar uno tras a otro a todos los «fieles» del sexo femenino.

Aparte de la joven esposa del doctor, aquel año se habían reducido casi exclusivamente (aunque Mme. Verdurin fuese virtuosa y de una respetable familia burguesa, excesivamente rica y totalmente oscura, con la que poco a poco, y voluntariamente, había ido cortando toda relación) a una persona casi del demi-monde, Mme. de Crécy, a quien Mme. Verdurin llamaba por su nombre de pila, Odette[4], y calificaba de «un amor», y a la tía del pianista, que debía de haber fregado muchas porterías; personas que no sabían nada del gran mundo y tan ingenuas que había sido fácil convencerlas de que la princesa de Sagan[5] y la duquesa de Guermantes[6] se veían obligadas, para tener gente a sus cenas, a pagar a unos cuantos infelices, tan fácil que si les hubiesen ofrecido la posibilidad de ser invitadas a las casas de esas dos grandes damas, la antigua portera y la cocotte la habrían rechazado desdeñosamente.

Los Verdurin no invitaban a cenar: en su casa todos tenían siempre «el cubierto puesto». No había programa para la velada. El joven pianista tocaba, pero sólo si «le daba por ahí», porque allí no se obligaba a nada a nadie y, como decía M. Verdurin: «¡Todo por los amigos, vivan los compañeros!». Si el pianista quería tocar la cabalgata de la Walkiria o el preludio de Tristán[7], Mme. Verdurin protestaba, no porque le desagradase esa música, sino al contrario, porque le impresionaba demasiado. «¿Es que pretende que me dé una jaqueca? Sabe de sobra que siempre pasa lo mismo cada vez que toca eso. ¡Ya sé lo que me espera!, ¡Mañana, cuando quiera levantarme, adiós, destrozada!». Si no tocaba, se conversaba, y uno de los amigos, por lo general el pintor favorito de turno, «soltaba», como decía M. Verdurin, «alguna de las suyas haciendo desternillarse de risa a todo el mundo», en especial a Mme. Verdurin, a quien —hasta tal punto solía tomar al pie de la letra las expresiones figuradas de las emociones que sentía— el doctor Cottard (joven principiante en esa época) hubo de encajarle un día la mandíbula que se le había desencajado a fuerza de reírse.

Se había prohibido el frac, porque estaban entre «amigos» y para no parecerse a los «pelmas», de los que huían como de la peste y a quienes sólo invitaban en las grandes ocasiones, que daban las menos veces posibles y únicamente si eso podía divertir al pintor o dar a conocer al músico. El resto del tiempo se contentaban con representar charadas, cenar con disfraces, pero en la intimidad, sin mezclar ningún extraño al «cogollito».

Pero a medida que los «compañeros» habían ocupado más espacio en la vida de Mme. Verdurin, pelmas y réprobos fueron convirtiéndose en todo lo que retenía a los amigos lejos de su casa, en todo lo que algunas veces los impedía ser libres, fue la madre de uno, la profesión de otro, la casa de campo o la delicada salud de un tercero. Si el doctor Cottard pensaba que debía marcharse al levantar la mesa para volver junto a un enfermo en peligro: «¡Quién sabe!, le decía Mme. Verdurin, a lo mejor le hace mayor bien que no vaya a molestarle ahora; pasará una buena noche sin su ayuda; vaya mañana tempranito y se lo encontrará curado». Desde principios de diciembre se ponía enferma con sólo pensar que los fieles «desertarían» para el día de Navidad y el de Año Nuevo. La tía del pianista exigía que el sobrino fuese a cenar ese día en familia con la madre de ella.

«¿Cree que iba a morirse su madre, exclamó con dureza Mme. Verdurin, si no cena con ella el día de Año Nuevo, como en provincias?».

Sus inquietudes renacían en Semana Santa: «Y usted, doctor, un sabio, un espíritu sin prejuicios, vendrá naturalmente el Viernes Santo como cualquier otro día», le dijo a Cottard el primer año, en un tono seguro como si no tuviese la menor duda de la respuesta. Pero temblaba mientras aguardaba a que contestase, porque en caso de que no viniera el doctor, corría el peligro de encontrarse sola.

«Vendré el Viernes Santo… a despedirme, porque nos vamos a pasar las fiestas de Pascua en Auvernia.

—¿En Auvernia? ¿Para que le coman vivo las pulgas y los piojos? ¡Que les aproveche!». Y después de un silencio: «Si por lo menos nos lo hubiese dicho, habríamos tratado de organizado y hacer juntos el viaje en condiciones confortables».

Asimismo, si un «fiel» tenía un amigo, o una «habitual» un flirt capaz de inducirle a «desertar» alguna que otra vez, los Verdurin, que no se asustaban si una mujer tenía un amante con tal de que lo tuviese en su casa y lo amase allí, y no lo prefiriese a ellos, decían: «Bueno, traiga a su amigo». Y lo ponían a prueba para ver si era capaz de no tener secretos con Mme. Verdurin, si era susceptible de ser incorporado al «pequeño clan». Si no lo era, se llamaba aparte al fiel que lo había presentado y se le hacía el favor de malquistarlo con su amigo o con su amante. En caso contrario, el «nuevo» se convertía a su vez en fiel. Así que cuando, aquel año, la demi-mondaine contó a M. Verdurin que había conocido a un hombre fascinante, el señor Swann[8], e insinuó que tendría mucho gusto en ser recibido en su casa, M. Verdurin transmitió acto seguido la petición a su esposa. (Sólo tenía opiniones después de haber opinado su mujer, y su misión específica era poner en práctica los deseos de ella, así como los deseos de los fieles, con gran derroche de ingenio).

«Mme. de Crécy tiene algo que pedirte. Querría presentarte a un amigo suyo, el señor Swann. ¿Qué te parece?

—Pero, bueno, ¿es que se puede negar algo a una preciosidad como ésta? Calle, nadie le ha pedido su opinión, le repito que es usted una preciosidad.

—Si usted lo dice, respondió Odette en tono de discreteo galante, y añadió: ya sabe que yo no ando fishing for compliments [9].

—Entonces, traiga a su amigo, si es agradable».

Desde luego el «cogollito» no tenía ninguna relación con la sociedad que Swann frecuentaba, y hombres de mundo puros habrían pensado que no merecía la pena ocupar, como él, una posición excepcional para luego pedir que lo presentaran en casa de los Verdurin. Pero a Swann le gustaban tanto las mujeres que, desde el día en que había conocido a casi todas las de la aristocracia y en que éstas no tenían ya nada que enseñarle, había dejado de considerar las cartas de naturalización, casi títulos de nobleza, que le había otorgado el faubourg Saint-Germain, como una especie de valor de cambio, de letra de crédito carente de valor en sí misma, pero que le permitía alcanzar una posición en tal rinconcito de provincias o en determinado ambiente oscuro de París, donde le hubiera parecido bonita la hija del hidalgüelo o del escribano. Porque el deseo o el amor le proporcionaban entonces un sentimiento de vanidad del que ahora carecía en su vida ordinaria (aunque ese sentimiento fuera sin duda el que en otro tiempo le había empujado hacia aquella carrera mundana donde había malgastado en placeres frívolos las facultades de su inteligencia y donde había puesto su erudición en materia de arte al servicio de las damas de la buena sociedad, aconsejándoles cuando querían comprar cuadros o amueblar sus palacetes), y que le inspiraba el deseo de lucirse, a ojos de una desconocida de la que se había enamorado, con una elegancia que el nombre de Swann, por sí solo, no sugería. Y lo deseaba sobre todo si la desconocida era de condición humilde. Así como un hombre inteligente no teme parecer necio a otro hombre inteligente, un hombre elegante no tendrá miedo de ver ignorada su elegancia por un gran señor, pero sí por un patán. Las tres cuartas partes de los alardes de ingenio y de las mentiras de vanidad prodigadas desde que el mundo existe por personas que con ellas no hacían más que rebajarse, han estado destinadas a inferiores. Y Swann, que era sencillo y descuidado con una duquesa, temblaba ante la idea de ser despreciado, adoptaba poses, cuando estaba ante una criada.

No era como tantas personas que, por pereza o por un sentimiento resignado del deber que crea la importancia social de permanecer amarrado a cierta orilla, se abstienen de los placeres que la realidad les propone al margen de la posición mundana en que viven encastilladas hasta su muerte, contentándose en última instancia por llamar placeres, a falta de algo mejor y una vez que han logrado acostumbrarse, a las diversiones mediocres o a los soportables hastíos que esa realidad encierra. Swann, sin embargo, no pretendía que le pareciesen hermosas las mujeres con las que pasaba el tiempo, sino pasar el tiempo con las mujeres que primero le habían parecido hermosas. Y muchas veces eran mujeres de belleza más bien vulgar, porque las cualidades físicas que sin darse cuenta buscaba eran completamente opuestas a las que admiraba en las mujeres esculpidas o pintadas por sus maestros preferidos. La profundidad, la melancolía de la expresión helaban sus sentidos que una carne saludable, rozagante y rosa bastaba en cambio para despertar.

Si durante un viaje topaba con una familia que hubiese sido más elegante evitar conocer, pero en la que una mujer se ofrecía a sus ojos dotada de una fascinación que aún le era desconocida, permanecer encerrado «en sus cosas» y engañar el deseo que ella había despertado, sustituir por un placer distinto el placer que hubiese podido conocer con ella, escribiendo a una vieja amante para que se reuniera con él le hubiera parecido una abdicación tan cobarde ante la vida, una renuncia tan estúpida a una felicidad nueva como si, en lugar de visitar la región, se hubiera confinado en su cuarto contemplando vistas de París. No se encerraba en el edificio de sus relaciones, sino que había hecho de él, para poder reconstruirlo de arriba abajo con renovados esfuerzos en cualquier parte donde le hubiese gustado una mujer, una de esas tiendas desmontables como las que llevan consigo los exploradores. Todo lo que no era transportable o no podía cambiarse por un placer nuevo, carecía de valor para Swann por envidiable que pudiese parecer a otros. Cuántas veces su crédito ante una duquesa, logrado gracias al deseo acumulado durante años que la dama había tenido de serle agradable sin haber encontrado nunca la ocasión, se venía abajo de golpe al pedirle, en una indiscreta carta, una recomendación telegráfica que le pusiera inmediatamente en relación con uno de sus intendentes cuya hija, que vivía en el campo, había llamado su atención, como haría un hambriento que cambiase un diamante por un mendrugo de pan. Una vez hecho, hasta le divertía, porque había en él, redimida por sutiles delicadezas, cierta patanería. Pertenecía, además, a esa categoría de hombres inteligentes que han vivido en el ocio y buscan un consuelo y acaso una excusa en la idea de que esa ociosidad ofrece a su inteligencia temas tan dignos de interés como podría hacerlo el arte o el estudio, que la «Vida» contiene situaciones más interesantes, más novelescas que cualquier novela. Eso al menos afirmaba, convenciendo fácilmente a sus más refinados amigos de la buena sociedad, en particular al barón de Charlus, a quien se dedicaba a divertir con el relato de las aventuras picantes que le sucedían; por ejemplo que, después de conocer en el tren a una mujer a la que luego había llevado a casa, hubiese descubierto que era la hermana de un monarca que en ese momento controlaba todos los hilos de la política europea, por lo que así estaba al corriente de esa política de un modo agradabilísimo; o que, por el complejo juego de las circunstancias, dependiese de la elección que se esperaba del cónclave[10] que él pudiera o no convertirse en amante de una cocinera.

Aunque no era sólo la brillante falange de virtuosas viudas, generales y académicos con quienes estaba particularmente relacionado, a la que Swann forzaba con tanto cinismo a servirle de alcahuetes. Todos sus amigos estaban acostumbrados a recibir de vez en cuando cartas suyas pidiéndoles unas palabras de recomendación o de presentación con una habilidad diplomática que, persistiendo a través de amores sucesivos y diferentes pretextos, denunciaba, mejor de lo que hubieran hecho sus torpezas, un carácter permanente y unos objetivos idénticos. Muchos años después, cuando empecé a interesarme en su carácter debido a las afinidades que, en aspectos completamente distintos, presentaba con el mío, a menudo pedí que volvieran a contarme la forma en que, cuando escribía a mi abuelo (que todavía no lo era, pues fue más o menos en la época de mi nacimiento[11] cuando empezó la gran historia de amor de Swann, que interrumpió largo tiempo tales prácticas), éste, al reconocer en el sobre la letra de su amigo, exclamaba: «Ya está Swann pidiendo algo: ¡en guardia!». Y bien por desconfianza, bien por el sentimiento inconscientemente diabólico que nos impulsa a ofrecer algo sólo a las personas que no lo desean, mis abuelos se oponían en redondo a las peticiones más fáciles de satisfacer que les dirigía, como presentarle a una muchacha que cenaba todos los domingos en casa, viéndose obligados, cada vez que Swann volvía a hablarles de ella, a fingir que ya no la veían, cuando durante toda la semana se habían preguntado a quién podrían invitar para acompañarla, terminando a menudo por no encontrar a nadie por no hacer un gesto a quien se hubiera sentido tan feliz.

Algunas veces, cierto matrimonio amigo de mis abuelos, que hasta ese momento se había lamentado de no ver nunca a Swann, les anunciaba con satisfacción, y quizá con cierto deseo de provocar envidia, que se había vuelto extraordinariamente cordial, que no se separaba de ellos. Mi abuelo no quería aguarles la fiesta, pero miraba a la abuela canturreando:

Quel est donc ce mystère?

Je n'y puis rien comprendre[12].

«¿Cuál es pues este misterio? / Nada puedo comprender en él».

o:

Vision fugitive[13]

«Visión fugitiva…».

o:

Dans ces affaire s

Le mieux est de ne rien voir[14].

«En estos asuntos / Lo mejor es no ver nada».

Si meses después el abuelo preguntaba al nuevo amigo de Swann: «Y Swann, ¿sigue viéndole mucho?», la cara del interlocutor se alargaba: «¡No vuelva a pronunciar ese nombre en mi presencia! —Pero si les creía muy unidos…». De este modo había sido íntimo durante varios meses de unos primos de la abuela, en cuya casa cenaba casi a diario. Repentinamente dejó de ir, sin ninguna explicación. Lo creyeron enfermo, y la prima de la abuela se disponía a interesarse por él cuando en la antecocina encontró una carta que por descuido había ido a parar al libro de cuentas de la cocinera. En ella notificaba a esta mujer que se ausentaba de París, y que no podría volver. Era su amante, y en el momento de la ruptura, sólo había juzgado útil avisarla a ella.

Cuando su amante de turno era por el contrario una persona del gran mundo o al menos una persona a quien una extracción demasiado humilde o una situación demasiado irregular no impedían su presentación en sociedad, entonces volvía a los salones por ella, pero sólo en la órbita particular en que la mujer se movía o a donde él la había llevado. «Es inútil contar con Swann esta noche, decían, ya sabe que es el día de ópera de su americana». Conseguía que la invitasen a los salones particularmente cerrados donde él cultivaba sus hábitos, sus cenas semanales y su póquer; todas las noches, después de que un ligero cardado añadido al peinado de su pelo rojizo hubiese templado con cierta dulzura la vivacidad de sus ojos verdes, escogía una flor para el ojal y salía a reunirse con su amante y cenar en casa de tal o cual dama de su círculo; y pensando entonces en la admiración y la amistad que las gentes de moda, que le consideraban el juez indiscutible, y con las que iba a encontrarse allí, le prodigarían ante la mujer amada, volvía a encontrar fascinación en esa vida mundana de la que ya estaba hastiado, pero cuya materia, impregnada y coloreada cálidamente por una llama insinuada que ardía en su interior, le parecía preciosa y bella en cuanto le había incorporado un nuevo amor.

Pero, mientras cada una de estas relaciones, o cada uno de estos flirts, habían sido la realización más o menos completa de un sueño nacido de la contemplación de un rostro o de un cuerpo que a Swann, de modo espontáneo y sin el mínimo esfuerzo, le habían parecido encantadores, en cambio, cuando un día en el teatro fue presentado a Odette de Crécy por un amigo de otros tiempos, que le había hablado de ella como de una mujer arrebatadora con la que tal vez podría llegar a algo, describiéndosela además como más difícil de lo que en realidad era para adjudicarse el mérito de haber sido más amable por presentársela, a Swann no le había parecido carente de belleza, desde luego, pero sí de un tipo de belleza que lo dejaba indiferente, que no le inspiraba deseo alguno y que incluso llegaba a causarle una especie de repulsión física, una de esas mujeres como las que todo el mundo tiene, distintas para cada cual, y que son todo lo contrario del tipo que nuestros sentidos reclaman. Tenía un perfil demasiado pronunciado para agradarle, la piel demasiado frágil, los pómulos demasiado salientes y los rasgos demasiado tirantes. Sus ojos eran bellos, pero tan grandes que se plegaban bajo su propia masa, fatigaban al resto del rostro y le daban siempre aire de tener mala cara o de estar de mal humor. Poco después de esa presentación en el teatro, ella le había escrito rogándole que le enseñara sus colecciones, que tanto le interesaban, «a ella, una ignorante con gusto por las cosas bonitas», añadiendo que le parecería conocerle mejor cuando le hubiese visto en «su home», donde lo imaginaba «tan feliz con su té y sus libros», aunque no le hubiese ocultado su sorpresa por el hecho de habitar en aquel barrio[15], que debía de ser tan triste y «que era tan poco smart[16] para él, que lo era tanto». Y después de haberla permitido visitarle, al despedirse ella le expresó su pesar por haber estado tan poco tiempo en aquella casa que tanto le había agradado conocer, hablando de él como si para ella fuese algo más que el resto de los seres que conocía, y de ambos como si los uniese una especie de vínculo novelesco que a él le había hecho sonreír. Pero a la edad un tanto desengañada a la que Swann se aproximaba, y en la que nos contentamos con estar enamorados por el placer de estarlo sin exigir demasiada reciprocidad, ese acercamiento de los corazones, aunque ya no sea como en la primera juventud la meta a la que tiende necesariamente el amor, sigue unido sin embargo a él por una asociación de ideas tan fuerte que, si lo precede, puede convertirse en su causa. Tiempo atrás, uno soñaba con poseer el corazón de la mujer de la que estaba enamorado; más tarde, sentir que poseemos el corazón de una mujer puede bastar para enamorarnos de ella. Y así, a la edad en que parecería, dado que en amor se busca sobre todo un placer subjetivo, que el gusto por la belleza de una mujer debía de ser decisivo, puede nacer el amor —el amor más físico— sin que en su base haya existido un deseo previo. En esa época de la vida, ya hemos sido alcanzados varias ces por el amor; ya no evoluciona por sí solo siguiendo sus propias leyes desconocidas y fatales, ante nuestro corazón atónito y pasivo. Acudimos en su ayuda, lo falseamos mediante la memoria, mediante la sugestión. Al reconocer uno de sus síntomas, recordamos, hacemos renacer los otros. Como ya conocemos su canción, grabada toda entera dentro de nosotros, no tenemos necesidad de que una mujer nos recuerde su inicio —lleno de la admiración que inspira la belleza— para poder continuar. Y si empieza por el medio, allí donde los corazones se acercan, donde se habla de no vivir más que el uno para el otro, estamos lo bastante habituados a esa música para unirnos inmediatamente a nuestra compañera en el pasaje en que nos aguarda.

Odette de Crécy volvió a ver a Swann, luego menudeó sus visitas; e indudablemente cada una de ellas renovaba en él la decepción que sentía al volver a encontrarse ante aquel rostro cuyas particularidades había olvidado un poco entretanto, y que no recordaba ni tan expresivo ni, a pesar de su juventud, tan ajado; lamentaba, mientras ella hablaba con él, que su gran belleza no fuese del tipo de las que él habría preferido espontáneamente. Hay que decir además que el rostro de Odette parecía más enjuto y prominente porque esa superficie lisa y más llana formada por la frente y la parte superior de las mejillas estaba cubierta por la masa de cabellos que entonces se llevaban prolongados en «delanteras», realzados mediante «añadidos», desparramados en mechones sueltos a lo largo de las orejas; y en cuanto al cuerpo, admirablemente hecho, era difícil captar su continuidad (debido a las modas de la época, y aunque Odette fuese una de las mujeres mejor vestidas de París), porque el corpiño, avanzando en saledizo como sobre un vientre imaginario y terminando bruscamente en punta mientras por debajo empezaba a hincharse el globo de las dobles faldas, daba a la mujer el aire de estar compuesta de piezas diferentes mal encajadas unas en otras, hasta el punto de que las gasas, los volantes y el justillo seguían con total independencia, a capricho de su dibujo o de la consistencia de la tela, la línea que los llevaba a los lazos, a los bullones de encaje, a los flecos de jade perpendiculares, o que los dirigía a lo largo de la ballena del corsé, pero sin relacionarse para nada con el ser vivo que, según la arquitectura de todos esos perendengues, se adhería o se apartaba demasiado de la suya, se encontraba encajado o perdido en ellos.

Pero, una vez que Odette se había marchado, Swann sonreía pensando en lo que ella le había dicho, lo largo que se le haría el tiempo hasta que él le permitiese volver; recordaba el aire inquieto, tímido con que una vez ella le había rogado que ese tiempo no fuese demasiado, y las miradas que en ese instante había puesto, fijas en él con temerosa súplica, la volvían conmovedora bajo el ramillete de pensamientos artificiales prendido en la parte delantera de su sombrero redondo de paja blanca, con cintas de terciopelo negro. «Y usted, había dicho ella, ¿no vendrá alguna vez a casa a tomar el té?». Alegó él ciertos trabajos en marcha, un estudio —en realidad abandonado hacía años— sobre Vermeer de Delft[17]. «Comprendo que, pobre de mí, no soy nada al lado de grandes sabios como ustedes, había contestado Odette. Yo sería algo así como la rana ante el areópago[18]. ¡Y, sin embargo, cuánto me gustaría instruirme, saber, ser iniciada! ¡Qué divertido debe de ser andar entre libros, meter las narices en viejos papeles!», había añadido con ese aire de íntima satisfacción que adopta una mujer elegante para indicar que su mayor gozo sería poder dedicarse, sin miedo a mancharse, a una tarea sucia, por ejemplo a cocinar «metiendo sus propias manos en la masa». «Aunque se ría usted de mí, nunca he oído hablar de ese pintor que le impide verme (se refería a Vermeer); ¿vive todavía? ¿Pueden verse obras suyas en París, para que pueda hacerme una idea de lo que usted ama, adivinar aunque sólo sea un poco lo que hay bajo esa gran frente que trabaja tanto, dentro de esa cabeza que siempre parece estar cavilando, poder decirme: en esto está pensando ahora? ¡Sería un sueño poder estar al corriente de sus trabajos!». Swann se había excusado hablando de su temor a las amistades nuevas, a lo que por galantería había llamado miedo a ser desgraciado. «¿Tiene miedo a un afecto? ¡Qué raro! Yo, que es lo único que busco, daría mi vida por encontrar uno», había dicho ella con una entonación tan natural, tan convencida, que le había conmovido. «Seguro que ha sufrido usted por una mujer. Y cree que las demás son como ella. No supo comprenderle; es usted un ser tan especial. Es lo primero que me atrajo de usted, enseguida comprendí que no era como todo el mundo. —Además, le había respondido Swann, ya sé cómo son las mujeres, también tendrá usted un montón de ocupaciones y poco tiempo libre. —¡Nunca tengo nada que hacer! Siempre estoy libre, lo estaré siempre para usted. A cualquier hora del día o de la noche, si le resulta cómodo verme, mande a buscarme, y me sentiré muy dichosa viniendo. ¿Lo hará? ¿Sabe qué sería estupendo? Conseguir que le presenten a Mme. Verdurin, a cuya casa voy todas las noches. Figúrese si nos encontráramos allí y yo pudiese pensar que usted acude un poquito por mí». E indudablemente, al recordar así sus conversaciones, al pensar así en ella cuando estaba solo, no hacía sino animar su imagen entre muchas otras imágenes de mujeres en ensueños novelescos; pero si, gracias a una circunstancia cualquiera (o incluso sin ella, pues la circunstancia que se presenta en el momento en que un estado, latente hasta ese instante, se manifiesta, puede no haber influido para nada en él), la imagen de Odette de Crécy acababa absorbiendo todos esos ensueños, si éstos no eran ya separables de su recuerdo, entonces la imperfección de su cuerpo carecería de importancia, ni tampoco la tendría que correspondiese, más o menos que otro cuerpo, a los gustos de Swann porque, convertido en el cuerpo de la mujer amada, sería, de allí en adelante, el único capaz de procurarle alegrías y tormentos.

Mi abuelo había conocido con todo detalle, cosa que no habría podido decirse de ninguno de sus actuales amigos, a la familia de aquellos Verdurin. Pero había perdido todo trato con aquel a quien llamaba el «joven Verdurin» y a quien consideraba, sin demasiado fundamento, caído en la bohemia y entre la canalla, aunque conservando sus muchos millones. Un día recibió una carta de Swann pidiéndole si no podría presentarle a los Verdurin: «¡En guardia, en guardia!, había exclamado el abuelo, no me extraña nada, así tenía que terminar Swann. ¡Menudo ambiente! En primer lugar no puedo hacer lo que me pide porque ya no conozco a ese caballero. Y además, detrás debe de haber algún lío de faldas, y yo no me meto en esa clase de asuntos. Bueno, será divertido si Swann se adorna ahora con los pequeños Verdurin».

Y tras la respuesta negativa del abuelo, fue la misma Odette quien llevó a Swann a casa de los Verdurin.

El día en que Swann fue presentado, los Verdurin habían tenido a cenar al doctor y a Mme. Cottard, al joven pianista y a su tía, y al pintor que entonces gozaba de su favor, a los que se habían unido en el curso de la velada algunos otros fieles.

El doctor Cottard nunca sabía a ciencia cierta el tono en que debía responder a alguien, ni si su interlocutor hablaba en broma o en serio. Y, por si acaso, añadía a todas sus expresiones fisonómicas una sonrisa condicional y provisoria, cuya expectante sutileza le disculparía del reproche de ingenuidad en caso de que las palabras a él dirigidas terminaran revelándose una broma. Pero como para hacer frente a la hipótesis opuesta no se atrevía a dejar que esa sonrisa se afirmase claramente en su cara, se veía flotar perpetuamente en ella una incertidumbre donde se leía la pregunta que no se atrevía a formular: «¿Lo dice usted en serio?». No estaba más seguro del modo en que debía comportarse en la calle, y hasta en la vida en general, que en un salón, de ahí que se le viera oponer a transeúntes, carruajes y acontecimientos una sonrisa maliciosa que privaba de antemano a su actitud de cualquier impropiedad, pues demostraba, si no era oportuna, que lo sabía perfectamente y que si la había adoptado era sólo por broma.

En todos los puntos, sin embargo, en que le parecía admisible una pregunta directa, el doctor no dejaba de esforzarse por restringir el campo de sus dudas y completar su instrucción.

Por eso, siguiendo los consejos que una madre previsora le diera al salir de su provincia, nunca dejaba pasar una locución o un nombre propio que le resultaban desconocidos sin intentar documentarse sobre ellos.

Respecto a las locuciones, era insaciable de información, porque, atribuyéndoles a veces un sentido más preciso del que tienen, hubiera deseado saber qué se quería decir exactamente con las que oía emplear más a menudo: la belleza del diablo, sangre azul, vida de perros, el cuarto de hora de Rabelais[19], ser el árbitro de la elegancia, dar carta blanca, estar sin blanca, etc., y en qué casos concretos podía a su vez incrustarlas en su conversación. En su defecto, colocaba juegos de palabras que había aprendido. En cuanto a los nombres de personas nuevas que se pronunciaban en su presencia, se contentaba con repetirlos en un tono interrogativo que consideraba suficiente para merecerle explicaciones que, en apariencia, no había pedido.

Como carecía por completo del sentido crítico que creía aplicar a todo, esa refinada forma de cortesía que consiste en decir a alguien a quien hacemos un favor, sin pretender por ello que nos crean, que es él quien nos lo hace, era trabajo perdido con él, porque tomaba todo al pie de la letra. Por grande que fuese la ceguera de Mme. Verdurin a su respecto, y aunque seguía encontrándole muy sutil, había terminado por sentirse molesta al ver que, cuando lo invitaba a un palco de proscenio para ver a Sarah Bernhardt diciéndole por cortesía: «Qué amable ha sido viniendo, doctor, sobre todo porque estoy segura que ya ha oído más veces a Sarah Bernhardt, y además tal vez estemos demasiado cerca del escenario», el doctor Cottard, que había entrado en el palco con una sonrisa que, para concretarse o desaparecer, esperaba que alguien con autoridad le informase sobre el valor del espectáculo, le respondía: «Sí, estamos demasiado cerca y ya empieza uno a cansarse de Sarah Bernhardt. Pero como me había expresado usted su deseo de que viniese. Para mí sus deseos son órdenes. Estoy encantado de hacerle este pequeño favor. ¡Qué no haría yo para complacerla, es usted tan buena!». Y añadía: «Sarah Bernhardt es la Voz de Oro, ¿verdad? También escriben a menudo que quema los escenarios. Una expresión rara, ¿no le parece?», con la esperanza de comentarios que no llegaban.

«Sabes, le había dicho Mme. Verdurin a su marido, creo que cometemos un error cuando menospreciamos por modestia lo que ofrecemos al doctor. Es un sabio que vive al margen de la existencia práctica, no conoce por sí mismo el valor de las cosas y lo estima por lo que le decimos nosotros. —No me atrevía a decírtelo, pero ya lo había notado», respondió M. Verdurin. Y al siguiente Año Nuevo, en lugar de enviar al doctor Cottard un rubí de tres mil francos diciéndole que era una cosilla de nada, M. Verdurin compró por trescientos francos una piedra de fantasía dando a entender que difícilmente podía verse otra tan bella.

Cuando Mme. Verdurin anunció que contarían en la velada con M. Swann: «¿Swann?», había exclamado el doctor con un acento que la sorpresa volvió brutal, porque la noticia más insignificante siempre cogía más desprevenido que a cualquier otro a este hombre que perpetuamente se creía preparado para todo. Y al ver que nadie le contestaba: «¿Swann? ¿Quién es el tal Swann?», gritó en el colmo de una ansiedad que se calmó de repente cuando Mme. Verdurin hubo dicho: «Pues el amigo del que nos había hablado Odette. —¡Ah, bueno, bueno, ya sé!», respondió el doctor tranquilizado. El pintor por su parte, se alegraba de la presentación de Swann en casa de Mme. Verdurin, porque le suponía enamorado de Odette y le gustaba favorecer las relaciones amorosas. «¡Nada me divierte tanto como casar a la gente, confió al oído del doctor Cottard, y he tenido muchos éxitos, incluso entre mujeres!».

Al decir a los Verdurin que Swann era muy smart, Odette les había hecho temer que fuese un «pelma». Les causó por el contrarío excelente impresión, una de cuyas causas indirectas era, sin que se diesen cuenta, su frecuentación de la sociedad elegante. Porque en efecto, comparado con hombres incluso inteligentes que nunca han pisado el gran mundo, poseía una de las superioridades propias de quienes han vivido un poco en él, y que consiste en no transfigurarlo por el deseo o el horror que inspira a la imaginación, en considerarlo como carente de importancia. Su amabilidad, ajena a todo esnobismo y al miedo de parecer demasiado amable, una vez independizada, tiene esa desenvoltura, esa gracia de movimientos que poseen aquellos cuyos ágiles miembros ejecutan con toda precisión lo que quieren, sin participación indiscreta y torpe del resto del cuerpo. La simple gimnasia elemental del hombre de mundo que tiende con gracia la mano al joven desconocido que le presentan y se inclina con reserva ante el embajador al que es presentado, había terminado por pasar, sin que fuera él consciente, a todo el comportamiento social de Swann, quien, con gentes de un medio inferior al suyo como eran los Verdurin y sus amigos, dio instintivamente muestras de solicitud, y tuvo atenciones de las que, según ellos, un pelma se habría abstenido. Sólo hubo un momento de frialdad con el doctor Cottard: al ver que le guiñaba un ojo y le sonreía con aire ambiguo antes incluso de dirigirse la palabra (mímica que Cottard denominaba «dejar venir»), Swann creyó que sin duda el doctor le conocía de habérselo encontrado en alguna casa de placer, aunque las había frecuentado poquísimo por no haber vivido nunca el mundo de la juerga. Como le pareció de pésimo gusto la alusión, sobre todo en presencia de Odette, que hubiera podido formarse una mala opinión suya, afectó una actitud glacial. Pero cuando supo que una dama que se hallaba a su lado era Mme. Cottard, pensó que un marido tan joven no habría intentado aludir en presencia de su mujer a diversiones de esa naturaleza; y dejó de atribuir al aire de connivencia del doctor la significación que temía. El pintor invitó inmediatamente a Swann a visitar con Odette su atelier, a Swann le pareció simpático. «Tal vez les trate a ustedes mejor que a mí, dijo Mme. Verdurin en tono de fingido enojo, y les enseñe el retrato de Cottard (era ella quien lo había encargado al pintor). Haga un esfuerzo, “señor”. Biche [20]», recordó al pintor, a quien por broma habitual llamaban señor, «por expresar la belleza de la mirada, ese no sé qué de sutil y alegre de los ojos. Ya sabe que lo que quiero tener sobre todo es su sonrisa, que lo que le he pedido es el retrato de su sonrisa». Y como la frase le pareció notable, la repitió en voz muy alta para asegurarse de que varios invitados la oyesen, y previamente hizo que, con un vago pretexto, algunos se acercasen. Swann pidió ser presentado a todo el mundo, incluido un viejo amigo de los Verdurin, Saniette, quien por su timidez, sencillez y buen corazón había terminado perdiendo en todas partes la consideración que le había granjeado su erudición de archivero, su gran fortuna y la distinguida familia de la que procedía. Cuando hablaba, parecía tener llena de sopa la boca, cosa adorable porque antes delataba un defecto de la lengua que una cualidad del alma, una especie de residuo de la inocencia de la edad primera que nunca había perdido. Todas las consonantes que no lograba pronunciar correspondían a otras tantas asperezas de las que era incapaz. Cuando pidió ser presentado al señor Saniette, Swann dio a Mme. Verdurin la impresión de que invertía los papeles (hasta el punto de que, al responderle, dijo subrayando la diferencia: «Señor Swann, ¿tendría la bondad de permitirme que le presente a nuestro amigo Saniette?»), pero despertó en Saniette una ferviente simpatía que, por lo demás, nunca revelaron los Verdurin a Swann, porque Saniette les irritaba un poco y no trataban de procurarle amigos. Pero en cambio Swann los conmovió profundamente creyendo que debía pedir acto seguido que lo presentasen a la tía del pianista. Vestida de negro como siempre, porque creía que de negro siempre está una bien y que no hay nada más distinguido, tenía la cara excesivamente roja como siempre que acababa de comer. Se inclinó ante Swann con respeto para luego erguirse llena de majestad. Como carecía de la mínima instrucción y tenía miedo a cometer faltas de francés, pronunciaba a propósito de manera confusa, pensando que, si soltaba un gazapo, iría difuminado en medio de tal nebulosa que nadie podría distinguirlo con certeza, y así su conversación no era otra cosa que una indistinta carraspera de la que de vez en cuando emergían los raros vocablos de los que se sentía segura. Swann creyó poder burlarse un poco de ella en su conversación con M. Verdurin, quien por el contrario se picó.

«Es una mujer tan excelente, repuso éste. Admito que no resulta muy brillante, pero le aseguro que es muy agradable hablar a solas con ella. —No lo dudo, se apresuró a conceder Swann. Quería decir que no me parecía “eminente”, añadió subrayando el adjetivo, ¡cosa que en realidad es más bien un elogio! —Verá usted, dijo M. Verdurin, aunque le sorprenda, escribe de un modo delicioso. ¿Ha oído alguna vez a su sobrino? ¿Verdad que es admirable, doctor? ¿Quiere que le pida que toque algo, señor Swann? —Sería para mí una dicha…», empezaba a responder Swann, cuando el doctor le interrumpió con aire burlón. Porque, habiendo oído decir que, en la conversación, el énfasis, el empleo de formas solemnes, estaba anticuado, en cuanto oía una palabra grave pronunciada en serio como acababa de serlo la palabra «dicha», creía que quien la pronunciaba incurría en pecado de pomposidad. Y si, además, esa palabra figuraba por azar entre las que él denominaba un tópico manido, por corriente que por otro lado fuese la palabra, el doctor suponía que la frase iniciada era ridícula, y la remataba irónicamente con el lugar común dando la impresión de acusar a su interlocutor de haber querido colocarlo, cuando a éste nunca se le había pasado por la cabeza.

«¡Una dicha para Francia!», exclamó con malicia levantando los brazos con énfasis. M. Verdurin no pudo contener la risa.

«¿De qué están riéndose todos estos señores? No parece que en ese rincón se entreguen a la melancolía, exclamó Mme. Verdurin. Pues si piensan que me divierte estar sola como penitencia», añadió en tono despechado, con un mohín infantil.

Mme. Verdurin estaba sentada en un alto taburete sueco de madera de abeto encerada, que un violinista de ese país le había regalado y que conservaba, a pesar de recordarle la forma de un escabel y darse de patadas con los bellos muebles antiguos que poseía, pero tenía mucho interés en ofrecer a la vista los regalos que los fieles solían hacerle de vez en cuando, para que los donantes tuviesen el placer de reconocerlos cuando acudían. Por eso intentaba convencerlos de que se limitasen a flores y bombones, que al menos se destruyen; no lo conseguía y su casa albergaba una colección de calientapiés, cojines, relojes de péndulo, biombos, barómetros y jarrones de porcelana, en una acumulación de réplicas y un revoltijo de obsequios.

Desde ese elevado sitial participaba con entusiasmo en la conversación de los fieles y se divertía con sus «chirigotas», pero desde el accidente que le ocurrió a su mandíbula había renunciado a tomarse la molestia de desternillarse de risa de verdad y en su lugar se entregaba a una mímica convencional que significaba, sin fatiga ni riesgos para ella, que lloraba de risa. A la menor palabra lanzada por un habitué contra un pelma o contra un antiguo habitué expulsado al campo de los pelmas, —y para mayor desesperación de M. Verdurin, que durante mucho tiempo había tenido la pretensión de ser no menos amable que su esposa, pero que como se reía de verdad enseguida se quedaba sin aliento y se veía superado y vencido por esa estratagema de una hilaridad incesante y ficticia—, ella soltaba un gritito, cerraba por completo sus ojos de pájaro que una nube empezaba a velar, y bruscamente, como si sólo tuviese el tiempo justo de ocultar un espectáculo indecente o prevenir un ataque mortal, hundiendo el rostro entre las manos que lo cubrían por completo sin permitirle ver nada, parecía esforzarse por reprimir, por aniquilar una risa que, de abandonarse a ella, le hubiese hecho perder el conocimiento. Y así, aturdida por la alegría de sus fieles, ebria de amistad, maledicencia y asentimiento, Mme. Verdurin, encaramada en su percha, como un pájaro cuyo copete hubiesen empapado en vino caliente, sollozaba de amabilidad.

Mientras, M. Verdurin, después de haber pedido permiso a Swann para encender la pipa («aquí no gastamos cumplidos, estamos entre amigos»), rogaba al joven artista que se sentara al piano.

«Venga, déjele en paz, no está aquí para que lo atormentemos, exclamó Mme. Verdurin, ¡no quiero que lo atormenten!

—Pero ¿cómo quieres que no le moleste una cosa así?, dijo M. Verdurin; quizá M. Swann no conozca la sonata en fa sostenido que hemos descubierto; puede tocarnos el arreglo para piano.

—¡Eso sí que no, no, mi sonata no!, gritó Mme. Verdurin, no tengo ganas de echarme a llorar y pillar luego un catarro de cabeza con neuralgias faciales, como la última vez; gracias por el regalo, pero prefiero no volver a empezar; ¡vaya una bondad la suya! ¡Cómo se nota que no serán ustedes los que se queden ocho días en cama!».

Esta comedia que se repetía cada vez que el pianista se disponía a tocar, encantaba a los amigos como si hubiera sido nueva, como una prueba de la seductora originalidad de la «Patrona» y de su sensibilidad musical. Los que estaban a su lado hacían señas a los que más lejos fumaban o jugaban a las cartas para que se acercasen porque algo ocurría, diciéndoles, como se hace en el Reichstag[21] en los momentos cruciales: «Escuchen, escuchen». Y al día siguiente se compadecía a quienes no habían podido acudir asegurándoles que la comedia aun había sido más divertida que de costumbre.

«Bueno, pues entonces que toque sólo el andante, dijo M. Verdurin.

—¡Cómo que el andante, estás tú bueno!, exclamó Mme. Verdurin. Si es precisamente el andante el que me destroza brazos y piernas. ¡Vaya cosas que tiene el Patrón! Es como decir en la Novena que sólo oiremos el final, o en Los Maestros[22] la obertura».

El doctor, entretanto, animaba a Mme. Verdurin para que dejase tocar al pianista, no porque creyese fingidas las perturbaciones que le producía la música —reconocía en ellas ciertos estados neurasténicos— sino por ese hábito común a muchos médicos de mitigar inmediatamente la severidad de sus prescripciones en cuanto está en juego, cosa que les parece mucho más importante, alguna reunión mundana a la que asisten y en la que la persona a la que aconsejan olvidar por una vez su dispepsia o su gripe es uno de los elementos esenciales.

«Esta vez no se pondrá enferma, ya verá, dijo tratando de sugestionarla con la mirada. Y si enferma, la curaremos.

—¿De veras?», respondió Mme. Verdurin, como si ante la esperanza de semejante favor no le quedase otro remedio que capitular. Acaso también, a fuerza de decir que se enfermaría, había momentos en que no se acordaba de que era una mentira y asumía alma de enferma. Porque algunos enfermos, cansados de verse obligados constantemente a que la escasez de los ataques que sufren dependa de su propia prudencia, gustan de convencerse a sí mismos de que podrán hacer impunemente cuanto les place y de ordinario les sienta mal a condición de ponerse en manos de un ser todopoderoso que, sin molestarse ellos para nada, con una palabra o una píldora los ponga de nuevo en pie.

Odette había ido a sentarse en un diván tapizado que había junto al piano.

«Ya sabe que yo tengo mi sitio», le dijo a Mme. Verdurin.

Ésta, viendo a Swann en una silla, le hizo levantarse.

«Ahí no estará cómodo, vaya a sentarse al lado de Odette; ¿verdad, Odette, que le hará un huequecito a M. Swann?

—¡Qué bonito Beauvais!,[23] dijo Swann antes de sentarse, tratando de ser amable.

—¡Ah, no sabe cómo me alegra que sepa apreciar mi diván!, respondió Mme. Verdurin. Y le advierto que si quiere ver otro tan hermoso, ya puede ir olvidándolo. Nunca han hecho nada parecido. También son un prodigio las sillitas. Dentro de un momento podra verlas. Cada bronce tiene un motivo que corresponde como atributo al breve tema del asiento; verá que, si se digna mirarlas, habrá de divertirse, le prometo que pasará un buen rato. Bastarían los pequeños frisos de los galones, mire esa pequeña vid sobre fondo rojo de El oso y las uvas. ¡Qué dibujo!, ¿verdad? ¿Qué le parece? ¡Yo creo que sabían dibujar muy bien! Y qué apetitosa la vid, ¿no cree usted? Mi marido sostiene que no me gusta la fruta porque la como menos que él. Pero no es cierto, me apetece más que a todos ustedes, pero no necesito metérmela en la boca porque la disfruto con la vista. ¿Por qué se ríen todos ustedes? Pregúntenle al doctor, les dirá que esas uvas me purgan. Otras hacen las curas de Fontainebleau[24], mientras que yo me hago mi pequeña cura de Beauvais. Pero, señor Swann, no puede irse sin haber tocado los pequeños bronces de los respaldos. ¿Qué suavidad de pátina, verdad? No, no, con toda la mano, no, tóquelos bien.

—¡Ah!, si Mme. Verdurin empieza a manosear los bronces, esta noche adiós música, dijo el pintor.

—Cállese, qué malo es usted. En el fondo, dijo volviéndose hacia Swann, a nosotras las mujeres nos prohíben cosas menos voluptuosas. ¡Pero no hay carne que pueda compararse con esto! Cuando M. Verdurin me hacía el honor de sentir celos de mí —venga, sé cortés por lo menos, no digas que nunca los tuviste…

—Pero si yo no digo absolutamente nada. Veamos, doctor, le tomo por testigo… ¿he dicho algo?». Swann palpaba los bronces por cortesía y no se atrevía a dejar de hacerlo.

«Vamos, ya los acariciará más tarde; ahora va a ser usted el acariciado, acariciado en los oídos; estoy segura de que le gustará; y de ello va a encargarse este jovencito».

Y cuando el pianista terminó de tocar, Swann estuvo más amable todavía con él que con el resto de las personas que allí se encontraban.

Y la causa era la siguiente:

El año anterior, en una velada, había oído una obra musical ejecutada a piano y violín. En un primer momento, sólo había saboreado la cualidad material de los sonidos que los instrumentos segregaban. Y ya le había causado un gran placer cuando, por debajo de la tenue línea del violín, delgada, resistente, densa y directriz, de pronto había visto tratar de elevarse en un chapoteo líquido la masa de la parte para piano, multiforme, indivisa, plana e hirviente como la malva agitación de las olas que fascina y bemola el claro de luna. Pero en un momento dado, sin poder distinguir con nitidez un contorno, ni dar nombre a lo que le agradaba, hechizado de improviso, había tratado de recoger la frase o la armonía —ni él mismo lo sabía— que pasaba y que le había abierto más ampliamente el alma, como ciertos efluvios de rosas que circulan en el aire húmedo del atardecer tienen la propiedad de dilatar nuestra nariz. Acaso por no conocer la música había podido sentir una impresión tan confusa, una de esas impresiones que tal vez son, sin embargo, las únicas puramente musicales, inextensas, enteramente originales, irreductibles a cualquier otro orden de impresiones. Una impresión de este género, durante un instante, es por así decir sine materia. Cierto que las notas que entonces oímos ya tienden, según su altura y cantidad, a cubrir delante de nuestros ojos superficies de variadas dimensiones, a trazar arabescos, a darnos sensaciones de amplitud, de tenuidad, de estabilidad, de capricho. Pero las notas se han desvanecido antes de que esas sensaciones se hayan formado suficientemente dentro de nosotros para no verse sumergidas por las que ya despiertan las notas siguientes o incluso simultáneas. Y esa impresión seguiría envolviendo en su liquidez y su difuminación los motivos que por instantes emergen, apenas discernibles, para hundirse al punto y desaparecer, sólo conocidos por el placer particular que dan, imposibles de describir, de recordar, de nombrar, inefables —si la memoria, como un obrero que trabaja para asentar cimientos duraderos en medio de las olas, fabricando para nosotros facsímiles de esas frases fugaces, no nos permitiese compararlas y diferenciarlas de las que les siguen. Y así, nada más expirar la deliciosa sensación que Swann había sentido, acto seguido su memoria le había suministrado una transcripción quizá sumaria y provisional, pero sobre la que había puesto los ojos mientras continuaba el trozo, de modo que, cuando esa misma impresión retornó de golpe, había dejado de ser incomprensible. Imaginaba su extensión, los agrupamientos simétricos, la grafía, el valor expresivo; delante de sí tenía esa cosa que ya no es música pura, que es dibujo, arquitectura, pensamiento, y que permite recordar la música. Aquella vez Swann había distinguido nítidamente una frase elevándose durante unos instantes por encima de las ondas sonoras. E inmediatamente le había propuesto voluptuosidades particulares que nunca había imaginado antes de oírla, y que sólo ella, estaba seguro, podría hacérselas conocer; y había sentido por esa frase una especie de amor desconocido.

Con su ritmo lento lo encaminaba primero aquí, después allá, luego más lejos, hacia una felicidad noble, ininteligible y precisa. Y de repente, en el punto a que había llegado y desde donde él se disponía a seguirla, tras una pausa de un instante bruscamente cambiaba de dirección y con un movimiento nuevo, más rápido, sutil, melancólico, incesante y dulce, lo arrastraba con ella hacia perspectivas desconocidas. Luego desapareció. Deseó apasionadamente volver a verla por tercera vez. Y de hecho reapareció, pero sin hablarle con más claridad, causándole incluso una voluptuosidad menos profunda. Pero una vez en casa tuvo necesidad de ella: era como un hombre en cuya vida una mujer que pasa, entrevista un momento, ha introducido la imagen de una belleza nueva que presta a su propia sensibilidad un valor más alto, sin que sepa siquiera si alguna vez podrá ver de nuevo a la que ya ama y de la que ignora hasta el nombre.

Incluso este amor por una frase musical pareció por un momento que debía iniciar en Swann la posibilidad de una especie de rejuvenecimiento. Hacía tanto tiempo que había renunciado a aplicar su vida a una meta ideal, limitándola a la consecución de satisfacciones cotidianas, que, sin decírselo nunca formalmente, creía que nada cambiaría hasta su muerte; es más, como ya no sentía ideas elevadas en su mente, había dejado de creer en su realidad, sin poder negarlas por lo demás por completo. Por eso había tomado la costumbre de refugiarse en pensamientos sin importancia que le permitían dejar a un lado el fondo de las cosas. Así como no se preguntaba si no habría sido mejor no hacer vida social, aunque en cambio supiese con certeza que si aceptaba una invitación debía acudir, y que si no hacía una visita luego debía dejar una tarjeta, así también, en la conversación, se esforzaba por no expresar nunca con ardor una opinión íntima sobre las cosas, pero sí por proporcionar detalles materiales que en cierto modo tuviesen valor en sí mismos y le permitiesen no dar ninguna medida de sí. Era de una precisión extrema con una receta de cocina, con la fecha del nacimiento o la muerte de un pintor, con la nomenclatura de sus obras. A pesar de todo, en ocasiones se permitía pronunciar un juicio sobre una obra, sobre una manera de entender la vida, pero entonces prestaba a sus palabras una entonación irónica, como si no se adhiriese por entero a lo que decía. Y, como ciertos valetudinarios en quienes, de repente, un país al que han llegado, un régimen distinto, a veces una evolución orgánica, espontánea y misteriosa, parecen provocar tal regresión de su enfermedad que empiezan a entrever la posibilidad inesperada de comenzar en su edad tardía una vida completamente distinta, Swann encontraba dentro de sí, en el recuerdo de la frase que había escuchado, en ciertas sonatas que había pedido que le tocaran para ver si volvía a encontrarla, la presencia de una de aquellas realidades invisibles en las que había dejado de creer y a las que, como si la música hubiese ejercido sobre la sequedad moral que sufría una especie de influencia electiva, sentía nuevamente el deseo y casi la fuerza de consagrar la vida. Pero, al no haber llegado a saber de quién era la obra que había oído, no había podido procurársela y había terminado olvidándola. Cierto es que aquella semana se había encontrado con varias personas que asistieron como él a esa velada, y que les había preguntado; pero unos habían llegado después de la música o se habían marchado antes; otros, sin embargo, estaban allí mientras sonaba, pero se habían retirado a conversar a otro salón; y otros que se habían quedado a escucharla, no se habían enterado más que los primeros. En cuanto a los dueños de la casa, sabían que se trataba de una obra nueva que los artistas contratados habían decidido tocar; éstos habían salido de gira, y Swann no pudo saber más. Tenía muchos amigos músicos, pero aunque recordase el placer especial e intraducible que le había producido la frase, aunque tuviese ante los ojos las formas que la frase dibujaba, era sin embargo incapaz de cantársela. Luego dejó de pensar en ella.

Hacía unos minutos apenas que el joven pianista había empezado a tocar en casa de Mme. Verdurin cuando de pronto, tras una nota alta largamente sostenida durante dos compases, Swann vio acercarse, huyendo por debajo de aquella sonoridad prolongada y tensa como un telón sonoro para ocultar el misterio de su incubación, y reconoció, secreta, rumorosa y dividida, la frase aérea y fragante que amaba. Y era tan peculiar, poseía una fascinación tan singular e insustituible por cualquier otra, que para Swann fue como encontrarse en un salón amigo con una persona a la que hubiese admirado por la calle y a la que no tuviese esperanzas de volver a ver. Por fin se alejó, indicadora, diligente, entre las ramificaciones de su perfume, dejando en el rostro de Swann el reflejo de su sonrisa. Pero ahora podía preguntar el nombre de su desconocida (le dijeron que era el andante de la Sonata para piano y violín de Vinteuil[25]), la había localizado, podría tenerla en casa cuantas veces quisiera, tratar de aprender su lenguaje y su secreto.

Por eso cuando el pianista hubo terminado, Swann se acercó para expresarle su gratitud con una vivacidad que agradó mucho a Mme. Verdurin.

«¿Verdad que es encantador?, le dijo a Swann; ¡qué bien ha entendido este pequeño miserable su sonata! No imaginaba usted que el piano pudiese llegar a tanto, ¿a que no? Es cualquier cosa menos piano, ¡palabra! Cada vez que lo escucho, creo oír a toda una orquesta. Hasta es más hermoso que la orquesta, más completo».

El joven pianista hizo una inclinación y, sonriendo, subrayando la palabras como si la suya fuese una agudeza:

«Es usted muy indulgente conmigo», dijo.

Y mientras Mme. Verdurin decía a su marido: «Vamos, dale una naranjada, que bien se la ha merecido», Swann le contaba a Odette cómo se habían enamorado de aquella pequeña frase. Y cuando Mme. Verdurin dijo desde algo más lejos: «Bueno, creo que están diciéndole cosas bonitas, Odette», ésta respondió: «Sí, muy bonitas», y a Swann le pareció deliciosa su candidez. Mientras, recogía información sobre Vinteuil, sobre su obra, sobre la época de su vida en que había compuesto aquella sonata, sobre lo que para él había podido significar aquella breve frase, esto era sobre todo lo que habría querido saber.

Pero ninguna de todas aquellas personas que hacían gala de admirar al músico (cuando Swann dijo que la sonata era realmente hermosa, Mme. Verdurin había exclamado: «Estoy de acuerdo, es hermosa. Pero no es de recibo no conocer la sonata de Vinteuil, no hay derecho a no conocerla», y el pintor había añadido: «Realmente es una grandísima máquina, ¿verdad? No es, si usted quiere, una cosa “taquillera” y “de público”, no, pero tiene una emoción de primerísimo orden para los artistas»), ninguna de aquellas personas parecía haberse planteado jamás aquellas preguntas, porque fueron incapaces de responderlas.

Incluso, a una o dos observaciones particulares que Swann hizo sobre su frase preferida: «Vaya, qué divertido, nunca me había fijado; he de confesarle que no me gusta demasiado meterme en jardines y extraviarme en la punta de una aguja; aquí no perdemos el tiempo pidiendo peras al olmo, no es el estilo de la casa», respondió Mme. Verdurin, a quien el doctor Cottard contemplaba con admiración beatífica y estudioso fervor navegar por aquel mar de frases hechas. Además, él y Mme. Cottard, con una especie de sentido común que también poseen ciertas gentes del pueblo, se guardaban mucho de expresar juicios o fingir admiración por una música que, según se confesaban mutuamente, ya de vuelta en casa, no comprendían mejor que la pintura del «señor Biche». Y es que, como de la fascinación, la gracia y las formas de la naturaleza el público sólo conoce lo que ha sacado de las trivialidades de un arte lentamente asimilado, y como el artista original empieza por rechazar esas trivialidades, el señor y la señora Cottard, imagen en esto del público, no encontraban ni en la sonata de Vinteuil ni en los retratos del pintor lo que para ellos era la armonía de la música y la belleza de la pintura. Cuando el pianista tocaba la sonata tenían la impresión de que amontonaba al azar sobre el piano notas que, de hecho, no abarcaban las formas a que estaban habituados, y de que el pintor arrojaba al azar los colores sobre sus telas. Cuando en éstas lograban reconocer alguna forma, les parecía pesada y avulgarada (es decir desprovista de la elegancia de la escuela de pintura por cuyo filtro veían incluso a los seres vivos por la calle), y sin verdad alguna, como si el señor Biche no hubiese sabido cómo estaba hecho un hombro y que las mujeres no tienen el pelo de color malva.

Con todo, cuando los fieles se dispersaron, el doctor pensó que era propicia la ocasión y, mientras Mme. Verdurin hacía un último comentario sobre la sonata de Vinteuil, como un nadador principiante (que se lanza al agua para aprender pero elige un momento en que no hay demasiada gente para verle:

«¡Entonces es lo que se llama un músico di primo cartello[26]!», exclamó con brusca resolución.

Swann sólo consiguió averiguar que la reciente aparición de la sonata de Vinteuil había causado gran impresión en una escuela de tendencias muy avanzadas, pero era totalmente desconocida del gran público.

«Conozco bien a una persona que se llama Vinteuil», dijo Swann, pensando en el profesor de piano de las hermanas de mi abuela.

«Quizá sea él, exclamó Mme. Verdurin.

—No, no, replicó Swann riendo. Si usted lo hubiese visto aunque fuera dos minutos, no se plantearía la cuestión.

—Entonces ¿plantear la cuestión equivale a resolverla?, dijo el doctor.

—Pero podría ser un pariente, continuó Swann, sería bastante triste, aunque al fin y al cabo un hombre de genio puede ser primo de un viejo imbécil. Si así fuese, confieso que no hay suplicio que no me impusiera para que el viejo imbécil me presentase al autor de la sonata: empezando por el suplicio de frecuentar a menudo al viejo imbécil, que debe de ser terrible».

El pintor sabía que en ese momento Vinteuil estaba muy enfermo y que el doctor Potain temía no poder salvarle.

«¿Pero todavía hay gente que se deja curar por Potain?, exclamó Mme. Verdurin.

—¡Ah, señora Verdurin!, dijo Cottard en tono de discreteo galante; olvida usted que está hablando de uno de mis colegas, y hasta debería decir de uno de mis maestros».

El pintor había oído decir que Vinteuil estaba amenazado de enajenación mental. Y aseguraba que era posible advertirlo en ciertos pasajes de la sonata. A Swann no le pareció absurdo el comentario, pero lo dejó turbado; que una obra de música pura no contenga ninguna de las relaciones lógicas cuya alteración en el lenguaje denuncia la locura, que pueda reconocerse la locura en una sonata, le parecía algo tan misterioso como la locura de una perra, la locura de un caballo, que sin embargo ocurren.

«No me fastidie con eso de sus maestros, usted sabe diez veces más que él», replicó Mme. Verdurin al doctor Cottard, en el tono de una persona que tiene el coraje de opinar por sí misma y hace frente con valor a quienes no piensan como ella. «¡Usted por lo menos no mata a sus enfermos!

—Pero, señora, si es de la Academia, contestó el doctor en tono irónico. Si un enfermo prefiere morir a manos de uno de los príncipes de la ciencia… Es mucho más chic poder decir: “¡Es Potain el que me cuida!”.

—¿Conque es más chic?, dijo Mme. Verdurin. Entonces, ¿también hay ahora chic en las enfermedades? No lo sabía… ¡Qué gracioso es usted!, exclamó de pronto hundiendo la cara entre las manos. Y yo, tonta de mí, que discutía en serio sin darme cuenta de que usted estaba tomándome el pelo».

Como a M. Verdurin le pareció demasiado fatigoso echarse a reír por tan poca cosa, se limitó a expulsar una bocanada de humo de su pipa, pensando entristecido que nunca podría rivalizar con su mujer en el terreno de la amabilidad.

«No sabe cuánto nos agrada su amigo», le dijo Mme. Verdurin a Odette cuando ésta se despedía dándole las buenas noches. «Es sencillo, encantador; si todos los amigos que tiene que presentarnos son así, puede traerlos».

M. Verdurin comentó que, sin embargo, Swann no había sabido apreciar a la tía del pianista.

«Se ha sentido algo desorientado, replicó Mme. Verdurin; no puedes pretender que la primera vez ya tenga el tono de la casa como Cottard, que forma parte de nuestro pequeño clan desde hace años. La primera vez no cuenta, sirve para tomar contacto. Odette, hemos quedado en que mañana irá Swann a buscarnos al Chátelet[27]. ¿Por qué no pasa usted a recogerle?

—No, no quiere.

—En fin, como usted guste. ¡Con tal de que él no nos falle en el último momento!».

Con gran sorpresa de Mme. Verdurin, Swann no falló nunca. Iba a buscarlas a cualquier parte, algunas veces a los restaurantes de las afueras adonde todavía se iba poco por no ser la temporada, en más ocasiones al teatro, que gustaba mucho a Mme. Verdurin; y cierto día, en su casa, ella dijo delante de Swann que, para las noches de estreno y las funciones de gala, le sería de gran utilidad disponer de un pase, que les había resultado muy incómodo no tenerlo el día de los funerales de Gambetta[28]; Swann que nunca hablaba de sus amistades brillantes, sino sólo de aquellas poco cotizadas que le hubiera parecido poco delicado ocultar, y entre las que se había acostumbrado, en el faubourg Saint-Germain, a colocar las relaciones con el mundo oficial, respondió:

«Le prometo que me ocuparé de eso, lo tendrá a tiempo para la reposición de los Danicheff[29], precisamente mañana almuerzo con el prefecto de policía del Elíseo.

—¿Cómo que del Elíseo?, exclamó el doctor Cottard con voz tonante.

—Sí, con el señor Grévy[30]», respondió Swann algo molesto por el efecto que su frase había producido.

Y el pintor le dijo al doctor en broma: «¿Le pasa muy a menudo?».

Por regla general, una vez dada la explicación, Cottard decía: «¡Ah, bien, bien, de acuerdo!», y no mostraba más rastros de emoción. Pero esta vez, las últimas palabras de Swann, en lugar de procurarle la habitual calma, llevaron al colmo su asombro ante el hecho de que una persona que cenaba con él, y que no desempeñaba ni funciones oficiales ni notabilidad de ningún tipo, mantuviese relaciones con el Jefe del Estado

«¿Cómo, con el señor Grévy? ¿Conoce usted al señor Grévy?», le dijo a Swann con el aire estúpido e incrédulo de un municipal a quien un desconocido pide ver al Presidente de la República, y que, comprendiendo por sus palabras «con quién tenía que habérselas», como dicen los periódicos, asegura al pobre demente que va a ser recibido de inmediato y lo encamina a la enfermería especial de la Prevención.

«Sí, le conozco algo, tenemos amigos comunes (no se atrevió a decir que se trataba del príncipe de Gales[31]), además invita a mucha gente y le aseguro que esos almuerzos resultan poco divertidos, son además muy sencillos, nunca hay más de ocho personas a la mesa», respondió Swann tratando de borrar cuanto parecían tener de excesivamente deslumbrante, a ojos de su interlocutor, unas relaciones con el presidente de la República. Acto seguido, Cottard, remitiéndose a las palabras de Swann, adoptó, sobre el valor de una invitación de parte del señor Grévy, la opinión de que era cosa muy poco buscada y al alcance de cualquiera. Desde entonces no volvió a asombrarle que Swann, como cualquier otra persona, frecuentase el Elíseo, y hasta cierto punto lo compadecía por ir a unos almuerzos que, según confesión del propio invitado, eran aburridos.

«¡Ah, ya, ya!, de acuerdo», dijo en el tono de un aduanero que, desconfiado hacía un momento, tras vuestras explicaciones os devuelve la visa y os deja pasar sin abriros las maletas.

«Ah, ya lo creo que deben de ser poco divertidos esos almuerzos, cuánto valor necesitará usted para ir», dijo Mme. Verdurin, que imaginaba al Presidente de la República como un pelma particularmente temible por disponer de medios de seducción y de coerción que, aplicados a sus fieles, hubieran podido inducirlos a fallarle. «Parece que es sordo como una tapia y que come con los dedos.

—Cierto que no debe de resultarle muy divertido ir», dijo el doctor con un punto de conmiseración; y, recordando la cifra de ocho comensales: «¿Son almuerzos íntimos?», preguntó vivamente, con más celo de lingüista que con curiosidad de papanatas. Mas el prestigio que a sus ojos tenía el Presidente de la República acabó por triunfar tanto de la humildad de Swann como de la malevolencia de Mme. Verdurin, y en todas las cenas Cottard preguntaba lleno de interés: «¿Veremos esta noche al señor Swann? Tiene relaciones personales con el señor Grévy. Es lo que se llama un gentleman, ¿no?». Y hasta llegó a ofrecerle una invitación para la exposición odontológica.

«Podrá entrar con las personas que le acompañen, pero no dejan pasar a los perros. Se lo digo, como comprenderá, porque he tenido amigos que no lo sabían y luego se han mordido los puños». En cuanto a M. Verdurin, no se le escapó el mal efecto que había causado en su esposa el descubrimiento de que Swann tenía amistades poderosas de las que nunca había hablado.

Si no le habían organizado algún entretenimiento fuera, era en casa de los Verdurin donde Swann se reunía con el cogollito, pero sólo iba por la noche y casi nunca aceptaba invitaciones a cenar pese a las instancias de Odette.

«Si lo prefiere, podría cenar a solas con usted, le decía ella.

—¿Y Mme. Verdurin?

—Bah, sería muy sencillo. Bastaría decirle que no tenía listo el traje, o que mi cab[32] ha llegado con retraso. Siempre hay un medio de arreglarse.

—Es usted muy amable». Pero Swann se decía que, si demostraba a Odette (consintiendo únicamente en reunirse con ella después de cenar) que había placeres preferibles al de estar con ella, la atracción que sentía por él tardaría mucho tiempo en saciarse. Por otro lado, como prefería infinitamente más que la de Odette la belleza de una obrerita fresca y rolliza como nna rosa de la que se había enamorado, le gustaba pasar con ella el principio de la velada, seguro de ver luego a Odette. Por las mismas razones nunca aceptaba que Odette fuese a recogerlo para ir a casa de los Verdurin. La obrerita lo esperaba cerca de su casa, en una esquina que su cochero Rémi conocía, montaba al lado de Swann y permanecía entre sus brazos hasta el momento en que el coche paraba delante de la casa de los Verdurin. Nada más entrar, mientras Mme. Verdurin le decía, mostrándole unas rosas que él mismo le había enviado aquella mañana: «Voy a regañarle», y le indicaba un sitio junto a Odette, el pianista tocaba, para ellos dos, la pequeña frase de Vinteuil que era como el himno nacional de su amor. Empezaba por la prolongación de los trémolos de violín que durante varios compases se oyen solos, ocupando el primerísimo plano, luego parecían separarse de repente y, como en esos cuadros de Pieter de Hooch[33] a los que da profundidad el marco estrecho de una puerta entreabierta, allá en el fondo, con un color distinto, en el terciopelo de una luz interpuesta, la pequeña frase pastoral, intercalada, episódica, como si perteneciese a otro mundo. Pasaba con sus pliegues simples e inmortales, distribuyendo aquí y allá los dones de su gracia, con la misma sonrisa inefable; pero ahora Swann creía distinguir desencanto. La frase parecía conocer la vanidad de esa dicha cuyo camino mostraba. En su gracia ligera había algo de consumado, como el desapego que sucede a la pena. Mas le importaba poco, la consideraba menos en sí misma —en aquello que podía expresar para un músico que ignoraba la existencia de Swann y de Odette cuando la había compuesto, y para todos aquellos que habrían de oírla durante siglos— que como una prenda, un recuerdo de su amor que, hasta para los Verdurin y para el pequeño pianista, hacía pensar en Odette al mismo tiempo que en él, los unía; hasta el punto de que, cediendo a un ruego caprichoso de Odette, había renunciado al proyecto de pedir a un artista que le tocase la sonata entera, de la que siguió conociendo únicamente aquel pasaje. «¿Qué necesitad tiene usted del resto?, le había dicho ella. Ése es nuestro trozo». E incluso, sufriendo al pensar, en el momento en que la música pasaba tan cerca y sin embargo infinitamente lejana, que, mientras se dirigía a ellos, no los conocía, Swann casi lamentaba que tuviese un significado, una hermosura intrínseca e inalterable, ajena a ellos, del mismo modo que ante unas joyas regaladas, o incluso ante las cartas escritas por una mujer amada, reprochamos al agua de la gema y a las palabras del lenguaje que no estén hechas sólo de la esencia de un amor pasajero y de un ser particular.

A menudo sucedía que Swann se retrasaba tanto con la joven obrera antes de ir a casa de los Verdurin que, nada más tocar el pianista la pequeña frase, Swann se daba cuenta de que pronto sería la hora de que Odette volviese a casa. La acompañaba hasta la puerta de su palacete en la calle La Pérouse[34], detrás del Arco de Triunfo. Y acaso por eso, por no pedirle todos los favores, sacrificaba el placer, para él menos necesario, de verla antes y llegar con ella a casa de los Verdurin, al ejercicio de ese derecho que ella le reconocía de partir juntos y al que atribuía mayor valor porque, de este modo, tenía la impresión de que nadie la veía, ni se interponía entre ellos, ni le impedía seguir estando con él después de haberse despedido.

Así pues, Odette volvía a casa en el coche de Swann; una noche, nada más apearse y mientras se despedía, cogió precipitadamente en el jardincillo delantero de la casa un último crisantemo y se lo dio cuando él ya se iba. Durante la vuelta, Swann lo tuvo apretado contra su boca y cuando, al cabo de unos días, se marchitó la flor la guardó como algo precioso en su secreter. Pero no entraba nunca en casa de ella. Sólo en dos ocasiones había ido por la tarde, a participar en aquella operación, capital para ella, de «tomar el té». El aislamiento y lo desértico de aquellas calles cortas (compuestas casi en su totalidad por palacetes contiguos cuya monotonía rompía de golpe algún tenducho siniestro, testimonio histórico y sórdido residuo de la época en que esos barrios aún tenían mala fama), la nieve que había quedado en el jardín y en los árboles, el desaliño de la estación, la vecindad de la naturaleza, ciaban algo más de misterio al calor, a las flores que había encontrado al entrar.

Dejando a la izquierda, en la planta baja sobrealzada, el dormitorio de Odette que por la parte de atrás daba a una calleja paralela, una escalera recta, entre paredes pintadas en un tono sombrío de las que caían telas orientales, hilos de rosarios turcos y un gran farol japonés colgado de un cordoncillo de seda (pero que, para no privar a los visitantes de las últimas comodidades de la civilización occidental se iluminaba con gas), llevaba al salón y al saloncito. Precedía a éstos un estrecho vestíbulo cuya pared, revestida por un cañizo de jardín, pero llorado, estaba bordeada en toda su longitud por una caja rectangular donde florecía, como en un invernadero, una hilera de esos grandes crisantemos, raros todavía en esa época, pero que no podían compararse* con los que más tarde lograrían obtener los horticultores. A Swann le fastidiaba la moda que desde el año anterior se fijaba en ellos, pero, en esa ocasión, le había agradado ver la penumbra de la estancia listada de rosa, naranja y blanco gracias a los rayos fragantes de esos efímeros astros que se encienden en los días grises. Odette le había recibido con una bata de seda rosa, con el cuello y los brazos desnudos. Le había hecho sentarse a su lado en uno de los muchos misteriosos receptáculos dispuestos en las sinuosidades del salón, protegidos por inmensas palmeras contenidas en maceteros de China, o por biombos en los que se habían fijado fotografías, lazos de cintas y abanicos. Le había dicho: «Así no estará cómodo, espere, yo se lo arreglo», y, con la risita vanidosa que habría soltado ante alguna idea especial, había instalado detrás de la cabeza de Swann, y bajo sus pies, cojines de seda japonesa que aplastaba como si fuera pródiga de tales riquezas y no le importase su valor. Pero cuando el ayuda de cámara vino trayendo una tras otra las sucesivas lámparas que, encerradas casi todas en porcelanas chinas, ardían aisladas o por parejas, dispuestas sobre distintos muebles como sobre altares, y que en el crepúsculo ya casi nocturno de aquel lento atardecer de invierno habían hecho reaparecer una puesta de sol más duradera, más rosa y más humana —haciendo soñar acaso, en la calle, algún enamorado detenido ante el misterio de la presencia que desvelaban y ocultaban a un tiempo las ventanas encendidas—, Odette, con el rabillo del ojo, había vigilado severamente al criado para ver si las colocaba con exactitud en el sitio que les estaba consagrado. Pensaba que, con una sola que pusiese equivocada, el efecto de conjunto de su salón hubiera quedado destruido, y que su retrato, montado sobre un caballete oblicuo revestido de felpa, quedaría mal iluminado. Por eso seguía febrilmente los movimientos de aquel hombre ordinario, y le reprendió vivamente por haber pasado rozando dos jardineras que sólo ella podía limpiar por miedo a que se las rompiesen, y fue a examinarlas de cerca para ver si no las había desportillado. Encontraba en todos sus objetos chinos formas «divertidas», y también en las orquídeas, en las catleyas[35] sobre todo, que eran, junto con los crisantemos, sus flores preferidas porque tenían el raro mérito de no parecer flores, sino ser de seda, de raso. «Esta parece que la han cortado del forro de mi abrigo», dijo a Swann mostrándole cierta orquídea, con un deje de admiración por aquella flor tan «chic», por aquella hermana elegante e imprevista que la naturaleza le daba, tan distante de ella en la escala de las criaturas y sin embargo refinada, más digna que muchas mujeres de ocupar un sitio en su salón. Le fue enseñando, una tras otra, quimeras de lenguas de fuego que decoraban un jarrón de porcelana o bordadas en una pantalla de chimenea, las corolas de un ramillete de orquídeas, un dromedario de plata nielada, con los ojos incrustados de rubíes, que estaba en la chimenea al lado de un sapo de jade; y fingía alternativamente tener miedo de la maldad o reírse del extravagante aspecto de los monstruos, ruborizarse por la indecencia de las flores y sentir un irresistible deseo de ir a besar al dromedario y al sapo, a los que llamaba «amorcitos». Y esta afectación contrastaba con la sinceridad de ciertas devociones suyas, sobre todo a Nuestra Señora de Laghet[36] que en otro tiempo, cuando vivía en Niza, la había curado de una enfermedad mortal; y siempre llevaba encima una medalla de oro de esa virgen a la que atribuía un poder ilimitado. Odette preparó a Swann «su» té, le preguntó: «¿Con limón o con leche?», y cuando él contestó «con leche», le dijo riendo: «¡Una nube!». Y como a él le parecía bueno: «Ya ve como sé lo que le gusta». En efecto, aquel té le había parecido a Swann algo tan precioso como ella misma, y es tal la necesidad que el amor tiene de encontrar una justificación, una garantía de duración en los placeres que en caso contrario no existirían sin él y acabarían donde él acaba, que, cuando a las siete se despidió de ella para volver a casa y cambiarse de traje, durante todo el trayecto que hizo en su cupé, no pudiendo contener la alegría que aquella tarde le había suscitado, se repetía: «Qué agradable sería tener una personilla así en cuya casa pudiese encontrar uno esa cosa tan rara que es un buen té». Una hora más tarde, recibió una esquela de Odette y enseguida reconoció aquella caligrafía grande que, con su afectación de rigidez británica, imponía una apariencia de disciplina a ciertos caracteres informes donde ojos menos avisados acaso hubiesen advertido desorden de ideas, insuficiencia de educación y falta de franqueza y de voluntad. Swann había olvidado su pitillera en casa de Odette: «Qué pena que no haya olvidado también su corazón, no le habría permitido recuperarlo».

Una segunda visita que le hizo tal vez tuvo más importancia. Al dirigirse aquel día a su casa, como siempre que debía verla se la imaginaba de antemano; y la necesidad que sentía, para encontrar bello su rostro, de circunscribir sólo a los pómulos frescos y rosados las mejillas que tan a menudo tenía amarillas y lacias, picadas a veces de puntitos rojos, le afligía como una prueba de que el ideal es inaccesible y mediocre la felicidad. Le llevaba un grabado que Odette deseaba ver. Estaba algo indispuesta y lo recibió en bata de crespón de China color malva, sujetándose sobre el pecho, como un chal, una tela suntuosamente bordada. De pie a su lado, con los cabellos sueltos que dejaba resbalar a lo largo de las mejillas, con una pierna doblada en actitud casi de baile para poder inclinarse sin fatiga hacia el grabado que, bajando la cabeza, observaba con sus grandes ojos, tan cansados y desapacibles cuando no se animaba, sorprendió a Swann por su parecido con esa figura de Séfora[37], hija de Jetró, que puede verse en un fresco de la capilla Sixtina. Swann siempre había tenido esa particular afición a encontrar en los cuadros de los maestros no sólo los caracteres generales de la realidad que nos rodea, sino aquello que, por el contrario, parece menos susceptible de generalizar, los rasgos individuales de rostros que conocemos: por ejemplo, en la materia de un busto del dogo Loredano de Amonio Rizzo [38], la prominencia de los pómulos, la oblicuidad de las cejas, el clamoroso sosias, en suma, de su cochero Rémi; bajo los colores de Ghirlandaio, la nariz de M. de Palancy[39]; en un retrato del Tintoretto, la invasión del gordo de la mejilla por la implantación de los primeros pelos de las patillas, el fruncimiento de la nariz, la penetración de la mirada, la congestión de los párpados del doctor Du Boulbon. Como siempre había tenido remordimientos por haber limitado su vida a las relaciones mundanas, a la conversación, quizá creía encontrar una especie de indulgente perdón concedido por los grandes artistas en aquel hecho: también ellos habían considerado con gusto y acogido en su propia obra esas caras que confieren a ésta un certificado singular de realidad y de vida, un sabor moderno; quizá, también, se había dejado conquistar tanto por la frivolidad de las gentes de mundo que sentía la necesidad de encontrar en una obra antigua aquellas alusiones anticipadas y rejuvenecedoras a nombres propios del presente. Quizá, por el contrario, había conservado el suficiente temperamento de artista para que tales características individuales le gustasen adoptando un significado más general cuando las veía desarraigadas, liberadas, en el parecido de un retrato más antiguo con un original al que no representaba. En todo caso, y quizá porque la plenitud de impresiones que disfrutaba desde hacía un tiempo, aunque le hubiese llegado más bien con el amor por la música, había enriquecido hasta su gusto por la pintura, el placer fue más profundo, y había de ejercer sobre Swann una influencia duradera, al encontrar en ese momento en el parecido de Odette con la Séfora de aquel Sandro di Mariano a quien conocemos por el sobrenombre popular de Botticelli dado que éste evoca, en lugar de la obra verdadera del pintor, la idea trivial y falsa que de él se ha vulgarizado[40]. Dejó de estimar la cara de Odette por la mejor o peor calidad de sus mejillas y por la suavidad puramente carnosa que suponía iba a encontrar en ellas rozándolas con sus labios si alguna vez se atrevía a besarla, para considerarla como una madeja de líneas sutiles y bellas que sus ojos se apresuraron a devanar, siguiendo la curva de su envolvimiento, conectando la cadencia de la nuca con la efusión de los cabellos y la flexión de los párpados, como en un retrato de ella en que su tipo se volviese inteligible y claro.

Estaba mirándola; un fragmento del fresco aparecía en su cara y en su cuerpo, y desde entonces siempre trató de volver a encontrarlo cuando estaba junto a Odette, o simplemente cuando pensaba en ella, y aunque la obra maestra florentina sólo le gustase porque la encontraba en ella, ese parecido también confería a Odette una belleza, la volvía más preciosa. Swann se reprochó haber apreciado mal el valor de una criatura que hubiese parecido adorable al gran Sandro, y se felicitó por el placer que sentía viendo a Odette encontrar una justificación en su propia cultura estética. Se dijo que asociando la idea de Odette a sus sueños de felicidad no se había resignado por falta de otra cosa mejor a algo tan imperfecto como había creído hasta entonces, puesto que satisfacía sus gustos artísticos más refinados. Olvidaba que no por ello Odette se convertía en una mujer conforme a su deseo, porque precisamente su deseo siempre se había orientado en sentido opuesto a sus gustos estéticos. La expresión «obra florentina» prestó un gran servicio a Swann. Como un título, permitió a la imagen de Odette penetrar en un mundo de sueños, al que hasta entonces no había tenido acceso y en el que se impregnó de nobleza. Y, mientras la visión puramente carnal que había tenido de aquella mujer, renovando continuamente sus dudas sobre la calidad del rostro, del cuerpo, de toda su belleza, debilitaba su amor, aquellas dudas quedaron disipadas, aquel amor se afianzó cuando en su lugar tuvo por base los datos de una estética cierta; sin contar con que el beso y la posesión, que parecían naturales y mediocres si eran concedidos por una carne ajada, viniendo a coronar la adoración de una pieza de museo le parecieron que debían de ser sobrenaturales y deliciosos.

Y cuando se veía tentado a lamentar que desde hacía meses no había hecho otra cosa que ver a Odette, se decía que era razonable dedicar gran parte de su tiempo a una inestimable obra maestra, fundida, por una vez, en una materia distinta y singularmente sabrosa, en un ejemplar rarísimo que unas veces contemplaba con la humildad, la espiritualidad y el desinterés de un artista, otras con el orgullo, el egoísmo y la sensualidad de un coleccionista.

Sobre su mesa de trabajo puso, como una fotografía de Odette, una reproducción de la hija de Jetró. Admiraba los grandes ojos, el delicado rostro que dejaba adivinar la imperfección del cutis, los maravillosos rizos del pelo a lo largo de las mejillas fatigadas, y adaptando lo que hasta entonces le pareciera bello en sentido estético a la idea de una mujer viva, lo transformaba en méritos físicos y se felicitaba por encontrarlos reunidos en una criatura que podría poseer. Esa vaga simpatía que nos impulsa hacia una obra maestra que contemplamos se convertía, ahora que conocía el original de carne de la hija de Jetró, en un anhelo capaz en adelante de suplir lo que no le había inspirado al principio el cuerpo de Odette. Después de haber mirado largo rato aquel Botticelli, pensaba en su Botticelli particular, que le parecía más hermoso todavía, y cuando acercaba la fotografía de Séfora, creía estrechar a Odette contra su corazón.

Y sin embargo no era sólo el hastío de Odette lo que se ingeniaba en prevenir, algunas veces también era el suyo propio; advirtiendo que, desde que podía verle sin ninguna dificultad, Odette parecía no tener gran cosa que decirle, temía que los modales algo insignificantes, monótonos y como fijados de una vez por todas que eran ahora los de Odette cuando estaban juntos, acabasen matando en él aquella esperanza novelesca de un día en que ella querría declararle su pasión, esperanza que era el único motivo de haberse enamorado y de seguir estándolo. Y para renovar un poco el aspecto moral, demasiado cristalizado, de Odette, del que temía cansarse, de improviso le escribía una carta llena de fingidas decepciones y simulados enfados que le hacía llegar antes de la cena. Sabía que Odette se asustaría, que le enviaría una respuesta, y esperaba que en la contracción provocada en su alma por el miedo a perderle, brotarían palabras que nunca le había dicho ella todavía; y, en efecto, así había conseguido las cartas más tiernas que hasta entonces le escribiera, sobre todo una que le había mandado a mediodía desde la «Maison Dorée[41]» (era el día de la fiesta París-Murcia a beneficio de los inundados de Murcia[42]), que empezaba con estas palabras: «Amigo mío, me tiembla tanto la mano que apenas puedo escribir», y que había guardado en el mismo cajón que la flor seca del crisantemo. O si ella no había tenido tiempo de escribirle, cuando él llegase a casa de los Verdurin saldría vivamente a su encuentro y le diría: «Tengo que hablarle», y él contemplaría lleno de curiosidad en su rostro y en sus palabras lo que hasta entonces le había ocultado de su corazón.

Le bastaba acercarse a casa de los Verdurin[43] y ver, iluminados por lámparas, los grandes ventanales cuyos postigos nunca se cerraban para enternecerse pensando en la encantadora criatura a la que iba a ver resplandecer en medio de su luz dorada. Las sombras de los invitados se destacaban a veces sutiles y negras, incorpóreas, delante de las lámparas, como esos pequeños grabados intercalados entre los paneles de una pantalla translúcida cuyas restantes hojas son pura claridad. Trataba de distinguir la silueta de Odette. Luego, nada más llegar, sus ojos brillaban con tal alegría que M. Verdurin decía al pintor: «Me parece que eso va que arde». Y en efecto, para Swann la presencia de Odette añadía a aquella casa algo de lo que carecían todas las demás que frecuentaba: una especie de aparato sensitivo, de red nerviosa que se ramificaba por todas las salas y transmitía constantes impulsos nerviosos a su corazón.

El sencillo funcionamiento de aquel organismo social que era el pequeño «clan» proporcionaba así a Swann, automáticamente, citas cotidianas con Odette y le permitía fingir cierta indiferencia por verla, o incluso un deseo de no verla más, que no le exponía a grandes riesgos porque, aunque le hubiese escrito durante el día, la vería forzosamente por la noche y la acompañaría a casa.

Pero un día en que, después de pensar con repugnancia en aquel inevitable regreso juntos, había llevado hasta el Bois a su joven obrera para retrasar el momento de ir a casa de los Verdurin, llegó tan tarde que Odette, creyendo que ya no iría, se había marchado. Al ver que ya no estaba en el saloncito, Swann sintió una punzada en el corazón; temblaba ante la idea de verse privado de un placer cuya importancia medía ahora por vez primera, porque hasta entonces había tenido la certeza de encontrarlo cuando quisiese, cosa que, en todos los placeres, mengua o incluso nos impide ver su grandeza.

«¿Has visto la cara que ha puesto al darse cuenta de que no estaba?, le dijo M. Verdurin a su mujer; podría decirse que le han pescado.

—¿La cara que ha puesto?», preguntó con violencia el doctor Cottard, que, habiéndose ausentado un rato para visitar a un enfermo, volvía a recoger a su mujer y no sabía de quién hablaban.

«Pero ¿cómo, no ha encontrado en la puerta al más apuesto de los Swann?…

—No. ¿Ha venido M. Swann?

—Sí, pero sólo un instante. Hemos tenido a un Swann muy agitado, muy nervioso. Ya comprenderá, Odette se había ido.

—¿Quiere decir que están a partir un piñón, y que ella le ha concedido sus favores?», dijo el doctor experimentando con cautela el sentido de esas expresiones.

«No, no hay absolutamente nada, y, entre nosotros, creo que ella se equivoca y que está portándose como lo que es, como una tonta de remate.

—¡Bah, bah, bah!, dijo M. Verdurin, ¿cómo sabes que no ha pasado nada? No estábamos allí para verlo, ¿verdad?

—A mí me lo habría dicho, replicó orgullosa Mme. Verdurin. ¡Les aseguro que me cuenta todas sus historias! Como en este momento ya no tiene a nadie, le he dicho que debería acostarse con él. Afirma que no puede, que está enamoriscada de Swann, pero que él es tímido, y eso la intimida a su vez; además dice que no le ama de esa forma, que es un ser ideal, que tiene miedo a desflorar el cariño que siente por él, y qué sé yo cuántas cosas más. Sin embargo, es lo que tendría que hacer.

—Me permitirás que no comparta tu opinión, dijo M. Verdurin; ese caballero no acaba de convencerme; me parece un pretencioso».

Mme. Verdurin permaneció inmóvil, adoptó una expresión inerte como si se hubiera vuelto una estatua, ficción que le permitió dar a entender que no había oído aquella palabra insoportable, «pretencioso», que parecía implicar que alguien pudiera «ser pretencioso» con ellos, es decir que podía ser «más que ellos».

«Bueno, si no pasa nada, no creo que sea porque ese caballero la crea virtuosa, dijo irónicamente M. Verdurin. Al fin y al cabo, nada se puede decir, porque él parece creerla inteligente. No sé si oíste lo que decía la otra noche sobre la sonata de Vinteuil; aprecio a Odette de todo corazón, pero en fin, hay que ser muy pánfilo para aplicarle teorías de estética.

—Venga, no hables mal de Odette, dijo Mme. Verdurin haciéndose la niña. Es encantadora.

—Pero si eso no le impide ser encantadora; no hablamos mal, decimos que no es la encarnación de la virtud ni de la inteligencia. En el fondo, le dijo al pintor, ¿a usted le importa algo que sea virtuosa? Quizá fuese mucho menos encantadora, ¿quién sabe?».

En el descansillo, alcanzó a Swann el mayordomo, que no se encontraba allí en el momento en que había llegado y a quien Odette había encargado decirle —pero hacía lo menos una hora—, en caso de que todavía llegase, que probablemente iría a tomar chocolate a Prévost[44] antes de volver a casa. Swann se encaminó hacia Prévost, pero su carruaje se veía detenido a cada paso por otros o por gente que cruzaba la calle, obstáculos odiosos que a Swann le habría gustado arrollar si el atestado del guardia no le hubiese entretenido más que el paso del peatón. Contaba el tiempo que tardaba, añadía unos cuantos segundos a cada minuto para estar seguro de no haberlos hecho demasiado cortos, cosa que le hubiese permitido creer mayor de lo que en realidad era su posibilidad de llegar a tiempo y de encontrar todavía a Odette. Y en determinado momento, como un enfermo con fiebre que acaba de dormir y toma conciencia de lo absurdo de las pesadillas que rumiaba sin lograr distinguirse claramente de ellas, Swann percibió de improviso en su interior la extrañeza de unos pensamientos que le rondaban desde el momento en que le habían dicho, en casa de los Verdurin, que Odette ya se había ido, la novedad del dolor que le oprimía el corazón desde hacía un rato, y que ahora percibió como si acabara de despertarse. ¿Cómo? ¿Toda aquella agitación por no ver a Odette hasta el día siguiente cuando era eso precisamente lo que había deseado, hacía una hora, camino de casa de Mme. Verdurin? Y no tuvo más remedio que admitir que, en aquel mismo coche que lo llevaba a Prévost, ya no iba la misma persona, y que no estaba solo, que a su lado había un ser nuevo, adherido, amalgamado a él, un ser del que acaso no podría librarse, al que tendría que tratar con deferencia, como si fuese un amo o una enfermedad. Y sin embargo, desde que había sentido que una persona nueva se había añadido de ese modo a él, su vida le parecía más interesante. Apenas si se decía que aquel posible encuentro en Prévost (cuya expectativa destrozaba, desnudaba a tal punto los momentos que lo precedían que ya no encontraba una sola idea, un solo recuerdo tras el que pudiese hacer descansar la mente) terminaría siendo, en caso de que tuviese lugar, bien poca cosa. Como todas las noches, en cuanto estuviera con Odette, en cuanto lanzase furtivamente sobre su mudable rostro una mirada al punto desviada por miedo a que la mujer viese en ella la insinuación de un deseo y dejase de confiar en su indiferencia, ya no podría pensar en ella, demasiado ocupado en buscar pretextos que le permitiesen no dejarla tan pronto y asegurarse, sin aparentar demasiado interés, de que volvería a verla al día siguiente en casa de los Verdurin: es decir, prolongar por el momento y renovar un día más la decepción y la tortura que le aportaba la vana presencia de aquella mujer a la que se acercaba sin atreverse a abrazarla.

No estaba en Prévost; Swann quiso buscar en todos los restaurantes de los bulevares. Para ganar tiempo, mientras él inspeccionaba unos, envió a otros a su cochero Rémi (el dogo Loredano de Rizzo), a quien luego fue a esperar —sin haber encontrado nada— al lugar que le había indicado. El coche no volvía y Swann, pensando en el momento que estaba a punto de llegar, lo imaginaba unas veces como aquel en que Rémi le diría: «La señora está aquí», y otras como aquel en que Rémi le diría: «La señora no está en ningún café». Y de este modo veía delante de sí el final de la velada, única y sin embargo alternativa, precedida por el encuentro con Odette que aboliría su angustia, o por la renuncia forzada a encontrarla esa noche, por la aceptación del regreso a casa sin haberla visto.

Volvió el cochero, pero en el momento en que se detuvo delante de Swann, éste no le dijo: «¿Ha encontrado a la señora?», sino: «Recuérdame mañana que encargue leña, me parece que la provisión está acabándose». Quizá se decía que, si Rémi hubiese encontrado a Odette en un café donde ella lo esperaba, el final de la velada nefasta quedaba aniquilado por empezar a cumplirse el final de velada feliz, y no era necesario darse prisa para alcanzar una felicidad ya capturada y en lugar seguro, una felicidad que ya no había de escapársele. Pero también era por inercia; tenía en el alma esa falta de flexibilidad que algunas criaturas tienen en el cuerpo, y que, en el momento de evitar un choque, de alejar una llama del traje, de hacer un movimiento urgente, se toman su tiempo, empiezan por permanecer un segundo en la situación en que antes se hallaban como para encontrar su punto de apoyo, su impulso. E, indudablemente, si el cochero le hubiera interrumpido diciéndole: «La señora está ahí», habría respondido: ¡Ah, sí, es verdad, el recado que te había encargado, vaya, no me lo habría creído!, y habría seguido hablándole de la provisión de leña para ocultarle la emoción que había sentido y darse tiempo a sí mismo para romper con la inquietud y entregarse a la alegría.

Pero el cochero regresó para decirle que no la había encontrado por ninguna parte, y, como viejo servidor, añadió su propio parecer: «Creo que al señor no le queda más que volver a casa».

Pero la indiferencia que Swann fingía sin esfuerzo cuando Rémi ya no podía alterar la respuesta que traía, se esfumó al ver que trataba de hacerle renunciar a su esperanza y a su búsqueda: «No, nada de eso, exclamó, tenemos que encontrar a la señora; es importantísimo. Se encontraría en un buen aprieto debido a cierto asunto, y se ofendería si antes no me ve.

—No veo cómo podría darse por ofendida esa señora, respondió Rémi, si ha sido ella la que se ha marchado sin esperar al señor, la que ha dicho que iba a Prévost y la que luego no estaba allí».

Además habían empezado a apagar las luces en todas partes. Bajo los árboles de los bulevares, en una oscuridad misteriosa, vagaban los transeúntes más extraños, apenas reconocibles. Más de una vez, la sombra de una mujer que se le acercaba y le murmuraba unas palabras al oído pidiéndole que la acompañara a casa, hizo estremecerse a Swann. Iba rozando ansiosamente todos aquellos cuerpos oscuros como si entre los fantasmas de los muertos, en el reino sombrío, estuviese buscando a Eurídice[45].

De todas las maneras de producción del amor, de todos los agentes de diseminación del mal sagrado, uno de los más eficaces es ese gran soplo de agitación que a veces pasa sobre nosotros. Entonces la suerte está echada, el ser que en ese instante nos complace será el que amaremos. No es siquiera necesario que hasta ese momento nos guste más o incluso lo mismo que otros. Sólo es preciso que nuestra pasión por él se vuelva exclusiva. Y esa condición se cumple cuando —en ese momento en que nos falta— la búsqueda de los placeres que su gracia nos prodigaba es sustituida bruscamente en nuestro interior por una necesidad ansiosa que tiene por objeto ese mismo ser, una necesidad absurda, que las leyes de este mundo vuelven imposible de satisfacer y difícil de curar —la necesidad insensata y dolorosa de poseerlo.

Swann se hizo llevar a los últimos restaurantes; sólo había contemplado con calma la hipótesis de la felicidad; ahora ya no escondía su agitación, la importancia que atribuía a ese encuentro, y prometió al cochero una recompensa en caso de éxito, como si, inspirándole un deseo de conseguirlo que vendría a sumarse al suyo propio, pudiese hacer que, aunque hubiese vuelto a casa para acostarse, Odette estuviera sin embargo en un restaurante del bulevar. Llegó hasta la Maison Dorée, entró dos veces en Tortoni[46], y salía, también sin verla, del Café Anglais[47], caminando a grandes pasos, con aire trastornado, para acercarse al coche que lo esperaba en la esquina del bulevar des Italiens, cuando chocó con una persona que venía en sentido contrario: era Odette; más tarde le explicó ella que, al no haber encontrado mesa en Prévost, había ido a cenar a la Maison Dorée, en un rincón apartado donde él no la había descubierto, y ahora regresaba a su coche.

Tan inesperado fue el encuentro que Odette hizo un gesto de susto. En cuanto a él, había recorrido París no porque creyese posible encontrarla, sino porque le resultaba demasiado cruel renunciar. Mas aquella alegría que su razón no había dejado de considerar, por esa noche, irrealizable, ahora no le parecía sino más real; porque, como no había contribuido a ella con la previsión de lo verosímil, la sentía ajena; no tenía necesidad de sacarla de su propia mente para ofrecérsela, porque emanaba de ella, era ella misma quien proyectaba hacia él aquella verdad que irradiaba hasta el punto de disipar como un sueño el aislamiento que había temido, y en la que apoyaba, y a la que confiaba, sin pensar, sus sueños más felices. Como un viajero que un día sereno llega a orillas del Mediterráneo, dudando de la existencia de las comarcas que acaba de abandonar, y deja que deslumbren su vista, en vez de lanzarles miradas, los rayos que hacia él emite el azul luminoso y resistente de las aguas.

Subió con Odette al coche de ella y mandó al suyo que los siguiera.

Odette llevaba en la mano un ramo de catleyas[48] y Swann vio que, bajo su pañuelo de encaje, en el pelo había flores de esa misma orquídea prendidas en un airón de plumas de cisne. Bajo la mantilla llevaba una casaca de terciopelo negro que, recogida al bies, mostraba en un amplio triángulo la parte inferior de una falda de falla blanca y dejaba ver un canesú, también de falla blanca, en la abertura del escolado corpiño, donde se hundían más flores de catleyas. Nada más reponerse del susto que Swann le había causado, un obstáculo provocó un extraño del caballo. Fueron bruscamente desplazados, ella había lanzado un grito y permanecía palpitante, sin aliento.

«No es nada, le dijo él, no tenga miedo». Y la tenía cogida por el hombro, apoyándola contra él para sostenerla; luego le dijo:

«Ante todo, no me hable, contésteme sólo por señas para no sofocarse más. ¿Le importa que le coloque bien las flores del corpiño? Con el choque casi se han salido. Temo que las pierda, voy a metérselas un poco»

Odette, que no estaba acostumbrada a ver que los hombres tuvieran tanta deferencia con ella, dijo sonriendo: «No, nada de eso, no me importa».

Pero, intimidado por la respuesta, también acaso para fingir que había sido sincero eligiendo ese pretexto, o quizá porque empezaba a creer que lo había sido, exclamó:

«No, sobre todo no hable, volverá a quedarse sin aliento, puede responderme con gestos, la entenderé perfectamente. ¿De veras que no le importa? Mire… aquí hay un poco de… me parece que es polen que se ha esparcido sobre usted; ¿me permite que lo recoja con la mano? ¿No le hago daño, no soy demasiado brutal? Quizás estoy haciéndole cosquillas, ¿eh? Es que no quisiera tocar el terciopelo del vestido para no chafarlo. Ya ve, no había más remedio que sujetarlas, se habrían caído; y, si las meto así, poco a poco, hasta el fondo… ¿De veras que no soy desagradable? ¿Y me deja que las huela para ver si en realidad tampoco tienen aroma? Nunca he olido estas flores, ¿puedo? Dígame la verdad».

Sonriendo, Odette apenas se encogió de hombros, como diciendo «qué tonto es usted, ¿no ve que me gusta?».

Él alzaba la otra mano a lo largo de la mejilla de Odette; ella le miró fijamente, con el aire lánguido y grave que tienen las mujeres del maestro florentino con las que le había encontrado parecido; llevados al borde de los párpados, sus ojos luminosos, anchos y sutiles como los suyos, parecían a punto de desprenderse como dos lágrimas. Doblaba el cuello como lo doblan en todas las escenas paganas y en los cuadros religiosos. Y, en actitud que sin duda era habitual en ella, que sabía apropiada para esos momentos y que estaba muy atenta para no olvidarse de asumirla, parecía tener necesidad de toda su fuerza para frenar el propio rostro, como si una fuerza invisible lo hubiese atraído hacia Swann. Y fue Swann quien, antes de que ella lo dejase caer, como a pesar suyo, sobre sus labios, lo retuvo un instante, a cierta distancia, entre las manos. Había querido dejar a su pensamiento el tiempo de acudir, de reconocer el sueño que había acariciado hacía tanto tiempo y de asistir a su cumplimiento, como una pariente a la que se llama para hacerla partícipe del éxito de un hijo al que ella ha querido mucho. Quizá Swann también posaba en aquel rostro de Odette aún no poseído, y ni siquiera besado, que veía por última vez, esa mirada con la que, un día de despedida, querríamos llevarnos un paisaje que vamos a dejar para siempre.

Mas era tan tímido con ella que, aunque esa noche terminó poseyéndola después de haber empezado por arreglarle las catleyas, fuese por temor a ofenderla, fuese por miedo a dar retrospectivamente la impresión de haber mentido, fuese por falta de audacia para formular una exigencia mayor que aquélla (podía repetirla desde el momento en que la primera vez no había molestado a Odette), los días siguientes recurrió al mismo pretexto. Si Odette llevaba catleyas en el escote, le decía: «¡Qué lástima! Esta noche las catleyas no necesitan que nadie las arregle, no están fuera de su sitio como la otra noche; pero me parece que hay una que no está muy derecha. ¿Puedo ver si huelen más que las otras?». O, si no las llevaba: «¡Ah! Esta noche no hay catleyas, y no podré dedicarme a mis pequeños arreglos». De modo que, durante algún tiempo, no hubo cambio alguno en el orden que había seguido la primera noche, empezando por tocamientos con dedos y labios sobre el pecho de Odette, y por ellos siguieron comenzando siempre sus caricias; mucho más tarde, cuando arreglar (o el simulacro ritual de arreglo) las catleyas hacía tiempo que había caído en desuso, la metáfora «hacer catleya», convertida en un simple vocablo que utilizaban de forma inconsciente cuando querían referirse al acto de la posesión física —en el que por lo demás no se posee nada—, sobrevivió, en su lenguaje, a esa costumbre perdida para conmemorarla. Y acaso esa manera particular de decir «hacer el amor» no significaba exactamente lo mismo que sus sinónimos. Por más harto que esté uno de las mujeres, considerar la posesión de las más diferentes como si siempre fuesen la misma, ya conocida de antemano, tratándose de mujeres bastante difíciles —o que nosotros tenemos por tales— se vuelve por el contrario un placer nuevo que nos obliga a hacer surgir esa posesión de algún episodio imprevisto de nuestras relaciones con ella, como para Swann fue, la primera vez, el arreglo de las catleyas. Aquella noche, esperaba temblando (pero se decía que, si Odette resultaba víctima de su astucia, no podía adivinarlo) que fuese la posesión de aquella mujer lo que había de salir de entre sus anchos pétalos color malva; y el placer que ya sentía y que Odette, según él, acaso toleraba únicamente porque no lo había reconocido, le parecía, precisamente por eso —como pudo parecer al primer hombre que lo saboreó entre las flores del paraíso terrenal—, un placer que hasta entonces no había existido y que él trataba de crear, un placer —y el nombre especial que le dio conservó su huella— enteramente particular y nuevo.

Ahora, todas las noches, después de haberla devuelto a casa, tenía que entrar y a menudo ella volvía a salir en bata y le acompañaba hasta el carruaje, le besaba a la vista del cochero, diciendo: «¿Qué puede importarme, qué me importan los demás?». Las noches que no iba a casa de los Verdurin (cosa que ocurría a menudo desde que podía verla de otra forma), las noches cada vez menos frecuentes que pasaba en sociedad, Odette le pedía que acudiese a verla antes de volver a casa, fuera la hora que fuese. Era primavera, una primavera pura y helada. Al salir de una velada, montaba en su victoria[49], se echaba una manta sobre las piernas, respondía a los amigos que se marchaban al mismo tiempo y le proponían volver juntos que no podía, que no iba en la misma dirección, y el cochero, sabiendo cuál era su destino, arrancaba al galope. Los otros estaban asombrados, y, en efecto, Swann ya no era el mismo. Ahora ya no recibían cartas suyas pidiéndoles que le presentaran una mujer. Tampoco se fijaba en ninguna, ni frecuentaba los lugares donde se las encuentra. En un restaurante, en el campo, su actitud era opuesta a la que, todavía ayer, permitía reconocerle y que según todos debería ser siempre la suya. ¡Hasta ese punto una pasión es en nosotros una especie de carácter momentáneo y diferente que sustituye al otro y anula los signos, hasta entonces inmutables, por los que se expresaba! En cambio, ahora lo invariable era que, estuviera donde estuviese, Swann no dejaba de ir a ver a Odette. El trayecto que lo separaba de ella era el que inevitablemente recorría, como si fuese la pendiente misma, irresistible y rauda, de su vida. A decir verdad, cuando a veces se entretenía hasta muy tarde en sociedad, hubiese preferido volver derecho a casa sin hacer aquella larga carrera, y no verla sino al día siguiente; pero el hecho mismo de molestarse a una hora insólita para ir a su casa, de adivinar que los amigos, al despedirse, decían: «Vive con mucha presión, debe de tener una mujer que le obliga a ir a verla a la hora que sea», le daba la sensación de llevar la vida de esos hombres que tienen un lío amoroso, y que, sacrificando su propio descanso y sus intereses a una fantasía voluptuosa, dan lugar al nacimiento de una fascinación íntima. Además, sin que se diese cuenta, esa certeza de que Odette le esperaba, de que además no estaba con otros, de que no volvería a casa sin haberla visto, neutralizaba aquella angustia olvidada pero siempre presta a renacer que había sentido la noche en que Odette ya no estaba en casa de los Verdurin, y que, sosegada ahora, era tan dulce que casi se la podía llamar felicidad. Acaso a esa angustia se debiese la importancia que Odette había cobrado para él. Suelen sernos tan indiferentes las personas que, cuando hemos depositado en una de ellas tales posibilidades de dolor y alegría para nosotros, nos parece que esa persona pertenece a otro universo, se rodea de poesía, transforma nuestra vida en una especie de extensión emotiva donde estará más o menos cerca de nosotros. Swann no podía preguntarse sin inquietud en qué se convertiría Odette para él en los próximos años. A veces, al contemplar desde su victoria, en aquellas hermosas noches frías, la brillante luna que difundía la claridad entre sus ojos y las calles desiertas, pensaba en aquel otro rostro claro y levemente rosado como el de la luna que, un día, había surgido ante su pensamiento y que, desde entonces, proyectaba sobre el mundo la luz misteriosa en que él lo veía. Si llegaba pasada la hora en que Odette enviaba a sus criados a acostarse, antes de llamar a la puerta del jardincillo iba primero a la a la calle a la que daba en la planta baja, entre las ventanas todas iguales, pero oscuras, de los palacetes contiguos, la ventana, la única iluminada, de su dormitorio. Golpeaba en el cristal, y ella, avisada, respondía e iba a esperarlo a la otra parte, en la puerta de la entrada. Swann encontraba abiertas sobre el piano algunas de las partituras que ella prefería: el Vals de las rosas o Pobre loco, de Tagliafico[50] (que, según su voluntad escrita, debían tocarse en su entierro), le pedía que tocara en su lugar la pequeña frase de la sonata de Vinteuil, aunque Odette tocase muy mal pero la visión más hermosa que nos queda de una obra es a menudo la que se elevó por encima de falsas notas arrancadas por torpes dedos de un piano desafinado. La pequeña frase seguía asociándose, para Swann, a su amor por Odette. Sentía que ese amor era algo que no correspondía a nada externo ni verificable por nadie que no fuese él; se daba cuenta de que las cualidades de Odette no justificaban todo el valor que atribuía a los ratos pasados a su lado. Y a menudo, cuando era la inteligencia positiva la única que reinaba en Swann, quería dejar de sacrificar tantos intereses intelectuales y sociales a ese placer imaginario. Pero, en cuanto la oía, la pequeña frase sabía liberar en su interior el espacio que necesitaba, y las proporciones del alma de Swann se veían alteradas; en ella quedaba reservado margen para un goce que tampoco correspondía a ningún objeto exterior y que, sin embargo, lejos de ser puramente individual como la del amor, se imponía a Swann como una realidad superior a las cosas concretas. Esa sed de un encanto desconocido la despertaba en él la pequeña frase, pero sin aportarle nada preciso para saciarla. De modo que aquellas partes del alma de Swann donde la pequeña frase había borrado la preocupación por los intereses materiales, las consideraciones humanas y válidas para lodos, las había dejado vacías y en blanco, y él era libre para inscribir allí el nombre de Odette. Además, a lo que el amor de Odette podía tener de escaso y decepcionante, la pequeña frase venía a añadir, a amalgamar, su propia esencia misteriosa. Viendo el rostro de Swann cuando escuchaba la frase, se hubiera dicho que estaba absorbiendo un anestésico que daba más amplitud a su respiración. Y el placer que le procuraba la música y que pronto iba a crear en él una auténtica necesidad, se parecía de hecho, en esos momentos, al placer que habría obtenido experimentando con los perfumes, o entrando en contacto con un mundo para el que no estamos hechos, que nos parece informe porque nuestros ojos no lo perciben, sin significado porque escapa a nuestra inteligencia, y que únicamente alcanzamos por un solo sentido. ¡Qué gran descanso, qué misteriosa renovación para Swann —cuyos ojos, aunque refinados degustadores de pintura, y cuya mente, aunque sutil observadora de costumbres, llevaban por siempre la huella indeleble de la sequedad de su vida— sentirse transformado en una criatura ajena a la humanidad, ciega, desprovista de facultades lógicas, casi una especie de fantástico unicornio, una criatura quimérica que sólo percibe el mundo por el oído! Y como en la pequeña frase buscaba sin embargo un sentido al que su inteligencia no podía descender, ¡qué extraña ebriedad al despojar la intimidad de su alma de todas las ayudas del razonamiento y hacerla pasar sólo por el pasillo, por el filtro oscuro del sonido! Empezaba a darse cuenta de todo el dolor, tal vez incluso de todo el secreto desasosiego que había en el fondo de la dulzura de aquella frase, mas no podía soportarlo. ¡Qué importaba que la frase dijera que el amor es frágil siendo el suyo tan fuerte! Jugaba con la tristeza que en ella fluía, la sentía pasar sobre él, pero como una caricia que volvía más profunda y más dulce la sensación que tenía de la felicidad propia. Hacía que Odette la tocase diez, veinte veces, exigiendo que mientras tanto no dejara de besarle. Un beso llama a otro beso. ¡Ay, con qué naturalidad nacen los besos en esos tiempos primeros de un amor! Menudean tan cerca unos de otros; y costaría tanto contar los besos que se dan en una hora como las flores de un campo en el mes de mayo. Entonces ella hacía ademán de pararse, diciendo: «¿Cómo quieres que toque si me tienes así? No puedo hacer todo a la vez, dime al menos lo que quieres, que toque la frase o que te haga arrumacos», él se enfadaba y ella soltaba una risa que se trocaba en una lluvia de besos que caía sobre él. O lo miraba con semblante huraño, y entonces él volvía a ver un rostro digno de figurar en la Vida de Moisés de Botticelli, la situaba en el cuadro y daba al cuello de Odette la inclinación necesaria; y cuando la tenía bien pintada al temple[51], en el siglo XV, sobre la pared de la Sixtina, la idea de que mientras ella había seguido estando allí, junto al piano, en el presente, dispuesta a ser besada y poseída, la idea de su materialidad y de su vida lo embriagaba con tal violencia que, con la mirada extraviada, las mandíbulas tensas a punto de devorar, se precipitaba sobre aquella virgen de Botticelli y se ponía a pellizcarle las mejillas. Luego, una vez que la había dejado, no sin volver a entrar para besarla una vez más porque había olvidado llevarse consigo, en el recuerdo, alguna particularidad de su olor o de sus rasgos, mientras regresaba a casa en su victoria bendecía a Odette por consentirle aquellas visitas cotidianas que, sin duda, a ella no debían de proporcionarle una gran alegría pero que, preservándole del tormento de los celos —privándole de la ocasión de sufrir nuevamente del mal que se había declarado en su interior la noche que no la había encontrado en casa de los Verdurin—, le ayudarían a alcanzar* sin incurrir en más crisis como la primera, que había sido tan dolorosa y que sería la única, el final de aquellas horas singulares de su vida, horas casi mágicas como aquellas en que atravesaba París al claror de la luna. Y como, durante esa vuelta a casa, notase que ahora el astro se hallaba desplazado respecto de él, y casi en el límite del horizonte, sintiendo que también su amor obedecía a unas leyes inmutables y naturales, se preguntaba si aquella fase en que acababa de entrar duraría mucho todavía, si dentro de poco su pensamiento sólo volvería a ver aquel rostro querido ocupando una posición distante y menguada, y a punto de dejar de difundir su propio encanto. Porque Swann, desde que estaba enamorado, encontraba ese encanto en las cosas, como en la época en que, adolescente, se creía artista; aunque ya no era el mismo encanto; éste, sólo Odette se lo confería. Sentía renacer dentro de sí las inspiraciones de la juventud que una vida frívola había disipado, mas todas llevaban el reflejo, la impronta de una criatura particular; y el delicado placer que ahora saboreaba pasando largas horas en su casa, a solas con su alma convaleciente, iba volviéndose poco a poco él mismo, pero en otra.

Únicamente iba a casa de Odette por la noche, y nada sabía de lo que ella hacía durante el día, ni tampoco de su pasado, hasta el punto de carecer incluso de esa pequeña información inicial que, permitiéndonos imaginar lo que no sabemos, nos da deseos de conocerlo. Aunque no se preguntaba qué podía hacer Odette, ni cuál había sido su vida. A veces se limitaba a sonreír pensando que unos años antes, cuando no la conocía, le habían hablado de una mujer que, si no recordaba mal, debía de ser ella, como de una cualquiera, de una mantenida, una de esas mujeres a las que Swann seguía atribuyendo, por haber frecuentado poco su ambiente, el carácter uniforme, fundamentalmente perverso, con que las dotó durante mucho tiempo la imaginación de ciertos novelistas. Se decía que, muchas veces, en punto a reputaciones basta con defender la opinión contraria que forma la gente para juzgar con exactitud a una persona, y a un carácter como ése oponía el de Odette, buena, ingenua, enamorada de ideal, tan incapaz casi de no decir la verdad que, tras suplicarle un día que, para cenar a solas con ella, escribiese a los Verdurin diciéndoles que se encontraba mal, al día siguiente, ante Mme. Verdurin que le preguntaba si estaba mejor, la había visto ruborizarse, balbucear y reflejar a pesar suyo, en su rostro, la pena, el suplicio que le suponía mentir y, mientras multiplicaba en su respuesta los detalles inventados sobre su pretendida indisposición de la víspera, dar la impresión de pedir perdón con miradas suplicantes y tono desolado por la falsía de sus palabras.

Sin embargo, algunos días, aunque pocos, Odette acudía a su casa por la tarde a interrumpir sus fantasías o aquel estudio sobre Vermeer en el que volvía a trabajar últimamente. Le anunciaban que Mme. de Crécy estaba en el saloncito. Salía a recibirla, y cuando abría la puerta, nada más ver a Swann, el rostro rosado de Odette se empapaba en una sonrisa —que cambiaba la forma de su boca, la expresión de los ojos, el modelado de las mejillas. Luego, ya a solas, volvía a ver esa sonrisa, la que había mostrado la víspera, otra con la que le había acogido en tal o cual ocasión, aquella con que, en el coche, le había respondido tras preguntarle si era desagradable por arreglarle las catleyas; y la vida de Odette durante el resto del tiempo, al no saber nada de ella, le parecía, con su fondo neutro e incoloro, semejante a esas hojas de apuntes de Watteau [52] donde aquí y allá, en todas partes y en todas direcciones, se ven, dibujadas a tres lápices sobre papel agamuzado, innumerables sonrisas. Pero muchas veces, en un rincón de aquella vida que Swann veía completamente vacía, aunque su razón le dijese que no lo estaba, porque no podía imaginársela, algún amigo que, sospechando sus amores, no se habría arriesgado a decirle de ella nada que no fuese insignificante, le describía la silueta de Odette, a quien esa misma mañana había visto subir a pie la calle Abbattucci[53] con una «visite[54]» guarnecida de skunks[55], bajo un sombrero «a lo Rembrandt[56]» y un ramito de violetas en el escote. Este sencillo esbozo alteraba a Swann porque, de golpe, le hacía vislumbrar que Odette tenía una vida que no era enteramente suya; quería saber a quién había tratado de agradar con aquella indumentaria para él desconocida; se prometía preguntarle adonde iba en ese momento, como si en toda la vida incolora— casi inexistente, por ser invisible para él —de su amante, no hubiera más que una sola cosa al margen de todas aquellas sonrisas de las que era destinatario: aquel paseo bajo un sombrero a lo Rembrandt, con un ramito de violetas en el escote.

Salvo cuando le pedía la pequeña frase de Vinteuil en lugar del Vals de las rosas, Swann no trataba de hacerle tocar las cosas que más le gustaban a él ni corregir, tanto en música como en literatura, su mal gusto. Se daba perfecta cuenta de que no era inteligente. Al decirle que le gustaría mucho que le hablase de los grandes poetas, Odette se había figurado que acto seguido iba a conocer estrofas heroicas y novelescas del género de las del vizconde de Borelli[57], pero más emotivas todavía. En cuanto a Vermeer de Delft, le preguntó si había sufrido por una mujer, si era una mujer la que le había inspirado, y, tras confesarle Swann que no sabía nada, se había desinteresado de este pintor. Decía a menudo: «Estoy segura de que no habría nada más hermoso que la poesía si fuese verdad, si los poetas pensaran todo lo que dicen. Pero la mayoría de las veces, no hay gente más interesada que ellos. Y de eso, algo sé, tuve una amiga que amó a una especie de poeta. En sus versos, sólo hablaba de amor, del cielo y las estrellas. ¡Bien que la engañó! Le sacó más de trescientos mil francos». Si entonces Swann trataba de enseñarle en qué consistía la belleza artística, de qué modo había que admirar los versos o los cuadros, al cabo de un instante ella dejaba de escuchar, diciendo: «Vaya…, no me imaginaba que fuese así». Y Swann advertía en ella tal decepción que prefería mentir diciéndole que todo aquello importaba poco, que sólo eran bagatelas, que no tenía tiempo para abordar el fondo del asunto, que había otra cosa. Pero ella le interrumpía vivamente: «¿Otra cosa? ¿Qué cosa?… Dímelo», mas él se guardaba de decirle nada, sabiendo que había de parecerle pobre y distinto de lo que ella esperaba, menos sensacional y menos conmovedor, y temiendo que, desilusionada del arte, se desilusionase al mismo tiempo del amor.

Y en efecto, intelectualmente, Swann le parecía inferior a lo que habría imaginado. «Nunca pierdes la sangre fría, no puedo definirte». Y le maravillaba todavía más su indiferencia por el dinero, su amabilidad con todos, su delicadeza. Y de hecho, a personajes más grandes que Swann, a un sabio, a un artista, cuando no es del todo desconocido por quienes lo rodean, muchas veces les ocurre que el sentimiento demostrativo de que la superioridad de su inteligencia les ha impresionado, no es la admiración por sus ideas, dado que se les escapan, sino el respeto hacia su bondad. Era también respeto lo que inspiraba a Odette la posición de que gozaba Swann en la buena sociedad, pero no deseaba que tratase de introducirla en ella. Acaso intuía que no habría de conseguirlo, y temiese incluso que, con sólo hablar de ella, provocase algunas revelaciones temibles. Sea como fuere, le había hecho prometer que nunca pronunciaría su nombre. Según le había dicho, el motivo por el que no quería hacer vida social era una disputa que en el pasado había tenido con cierta amiga, quien después, para vengarse, había hablado mal de ella. Swann objetaba: «Pero no todo el mundo ha conocido a tu amiga. —Claro que sí, eso es como una mancha de aceite, la gente es tan mala». Por un lado, Swann no comprendió aquella historia, pero por otro sabía que proposiciones como «La gente es tan mala», «una calumnia es como una mancha de aceite» suelen considerarse verdaderas; debía de haber casos a los que se aplicaban. ¿Era el de Odette uno de ellos? No dejaba de preguntárselo, aunque no por mucho tiempo, porque también él estaba sometido a aquel embotamiento mental que se abatía sobre su padre ante un problema difícil. Además, aquella buena sociedad que tanto asustaba a Odette, acaso no le inspirara grandes deseos porque estaba demasiado lejos de la que ella conocía para que pudiese imaginársela con claridad. Sin embargo, a pesar de que en ciertos aspectos seguía siendo muy simple (por ejemplo, seguía conservando la amistad de una pequeña modista retirada y trepaba casi a diario por la escalera empinada, oscura y fétida de su casa), tenía sed de chic, aunque no se hiciese de lo chic la misma idea que las gentes de mundo. Para éstas, lo chic es una emanación de unos pocos individuos que lo proyectan hasta un nivel bastante lejano— más o menos debilitado en razón de la distancia del centro de su intimidad —en el círculo de sus amigos o de amigos de sus amigos cuyos nombres forman una especie de repertorio. Las gentes de mundo lo poseen en su propia memoria, tienen sobre estas materias una erudición de la que han sacado una especie de gusto, de tacto, y así, por ejemplo, si Swann leía en un periódico los nombres de los invitados a una cena podía decir inmediatamente, sin necesidad de recurrir a su saber mundano, el matiz de lo chic de esa cena, lo mismo que un literato, por la simple lectura de una frase, aprecia con exactitud la calidad literaria de su autor. Pero Odette formaba parte de las personas (extremadamente numerosas, aunque no lo crean las gentes de mundo, y que se dan en todas las clases sociales) que no poseen tales nociones y se imaginan un chic completamente distinto, que reviste diversos aspectos según el ambiente a que pertenezcan, pero que tiene como carácter distintivo— ya sea el chic soñado por Odette, ya aquel otro ante el que se inclinaba Mme. Cottard —ser directamente accesible a todos. A decir verdad, también lo es el otro, el de las gentes de mundo, pero requiere cierto tiempo. Odette decía de una persona:

«Nunca va a ningún sitio que no sea chic[58]».

Y si Swann le preguntaba qué quería decir con esa expresión, le respondía con cierto desprecio:

—¡Pues a un sitio chic, está claro! Si, a tu edad, hay que enseñarte lo que son los sitios chic s, pues ¿qué quieres que te diga? Por ejemplo, los domingos por la mañana, la avenida de L'Impératrice [59], a las cinco la vuelta al Lago[60], los jueves el teatro Éden[61], el viernes el Hipódromo[62], los bailes…

—Pero ¿qué bailes?

—Pues los bailes que se dan en París, los bailes chics quiero decir. Verás, Herbinger, ya sabes, el que trabaja con un bolsista, pues sí, debes de saberlo, es uno de los hombres más lanzados de París, un joven alto, rubio y tremendamente esnob, que siempre lleva una flor en el ojal, una raya hasta la nuca, unos abrigos claros; está con esa vieja pintarrajeada a la que pasea por todos los estrenos. Pues bien, la otra noche dio un baile, y estaba todo lo más chic de París. ¡Qué no hubiera dado yo por ir! Pero había que presentar la invitación en la puerta y no había podido hacerme con una. En el fondo, prefiero no haber ido, fue una degollina, no habría conseguido ver nada. Sobre todo era por poder decir que habían estado en casa de Herbinger. ¡Y ya sabes que, a mí, esa vanidad!… Además, puedes estar seguro de que de cada cien mujeres que cuenten que han estado allí, por lo menos la mitad miente… Pero me extraña que tú, un hombre tan «pschutt[63]” no estuvieras».

Swann, sin embargo, no intentaba en modo alguno que Odette modificase esa concepción de lo chic; pensando que la suya no debía de ser más correcta, sino igual de insulsa y carente de importancia, no veía ningún interés en instruir en este punto a su amante, y por eso, varios meses después, ella sólo se interesaba en las personas a cuya casa Swann iba únicamente por las invitaciones para el recinto de pesaje, los concursos de hípica y las entradas de estreno que él podía conseguirle gracias a ellas. Deseaba que Swann cultivase amistades tan provechosas, pero se inclinaba a considerarlas poco chic desde que vio pasar por la calle a la marquesa de Villeparisis con un traje de lana negra y una cofia de cintas.

«¡Pero si parece una acomodadora, una vieja portera, darling[64]! ¡Y eso es una marquesa! ¡Yo no soy marquesa, pero tendrían que pagarme mucho para que saliese a la calle emperejilada de ese modo!».

No comprendía que Swann pudiese vivir en el palacete del Quai d’Orléans[65], que, sin atreverse a confesárselo, le parecía indigno de él.

Tenía, desde luego, la pretensión de que le gustaban las «antigüedades» y adoptaba un aire fino y extasiado para decir que adoraba pasar todo un día «revolviendo cacharros», buscando «trastos viejos», cosas «de otras épocas». Aunque se obstinase, con una especie de pundonor (y pareciese poner en práctica algún precepto familiar), en no responder nunca a las preguntas y no «rendir cuentas» sobre la forma en que pasaba el tiempo, en cierta ocasión le habló a Swann de una amiga que la había invitado y en cuya casa todo era «de época». Pero Swann no consiguió hacerle confesar de qué época se trataba. Sin embargo, después de haber reflexionado, respondió que era «medieval». Con eso quería decir que había artesonados. Poco tiempo después, volvió a hablarle de su amiga y añadió, con el tono vacilante y el aire de entendido con que se cita a una persona con quien se ha cenado la víspera y cuyo nombre nunca se había oído, pero a quien los anfitriones parecen considerar tan célebre que se espera del interlocutor que sepa sobradamente a quién os referís. «¡Tiene un comedor… del… dieciocho!». A ella, por lo demás, le parecía espantoso, desnudo, como si la casa estuviese sin acabar, hacía que las mujeres pareciesen horribles y nunca conseguiría ponerse de moda. Por último, volvió a hablar de su amiga una vez más, mostrando a Swann las señas del hombre que había construido aquel comedor y al que deseaba llamar, cuando tuviese dinero, para ver si podía hacerle, no uno semejante, sino el que ella soñaba y que, por desgracia, no cuadraba con las dimensiones de su pequeño palacete, con altos aparadores, muebles Renacimiento y chimeneas como las del castillo de Blois[66]. Ese día se le escapó, delante de Swann, lo que pensaba de su casa del Quai d’Orléans; como él había criticado que a la amiga de Odette le diese, no por el estilo Luis XVI, porque, según decía, aunque ya no se lleve puede tener su encanto, sino por el falso estilo antiguo, le contestó: «No querrás que viva como tú, en medio de muebles rotos y de alfombras gastadas», porque en Odette seguía prevaleciendo el respeto humano de la burguesía sobre el diletantismo de la cocotte.

De quienes amaban las baratijas, gustaban de los versos, despreciaban los cálculos mezquinos y soñaban con honor y con amor, Odette hacía una élite superior al resto de la humanidad. No era necesario tener realmente esas inclinaciones, bastaba con pregonarlas; de un hombre que, en una cena, le había confesado que le gustaba callejear y ensuciarse los dedos en las viejas tiendas, que nunca sería apreciado por este siglo mercantilista porque no le preocupaban sus propios intereses y en esto pertenecía a otro tiempo, Odette volvía a casa diciendo: «¡Qué alma tan adorable! ¡Es un sensible! ¡Nunca lo hubiera sospechado!», y sentía por él una inmensa y subitánea amistad. Pero, en cambio, quienes, como Swann, tenían esos gustos, pero no hablaban de ellos, la dejaban fría. Claro que estaba obligada a reconocer que Swann no daba importancia al dinero, pero añadía enfadada: «Pero en su caso, no es lo mismo», y en efecto, lo que hablaba a su imaginación no era la práctica del desinterés, era su vocabulario.

Dándose cuenta de que a menudo no podía realizar lo que ella soñaba, Swann trataba al menos de que estuviese a gusto con él, de no contrariar aquellas ideas vulgares, aquel mal gusto que ella tenía en rodo, y que por lo demás él apreciaba como todo lo que venía de ella, que le fascinaban incluso, por ser otros tantos rasgos particulares gracias a los cuales se le manifestaba y volvía visible la esencia de aquella mujer. Por eso, cuando parecía feliz porque iba a ir a la Reine Topaze[67], o cuando su mirada se volvía seria, inquieta y resuelta si temía perderse la fiesta de las flores o simplemente la hora del té, con muffins y toasts, en el «Thé de la Rué Royale[68]» donde creía indispensable una presencia asidua para consagrar la reputación de elegancia de una mujer, Swann, arrastrado como solemos serlo por el carácter de un niño o por la verdad de un retrato que parece a punto de hablar, sentía el alma de su amante aflorarle con tal fuerza al rostro que no podía dejar de acercarse para tocarla con sus labios. «¡Ah! La pequeña Odette quiere que la lleven a la fiesta de las flores, quiere ser admirada, pues entonces la llevaremos, no podemos hacer otra cosa que inclinarnos». Como la vista de Swann era algo débil, hubo de resignarse a usar lentes para trabajar en casa, y a adoptar el monóculo, que lo desfiguraba menos, para la vida social. La primera vez que le vio uno en el ojo, Odette no pudo contener su alegría: «Que digan lo que quieran, yo creo que para un hombre no hay nada más chic. ¡Qué bien estás así! Pareces un verdadero gentleman. ¡Sólo te falta un título!», añadió con un deje de pesar. Le gustaba que Odette fuese así, del mismo modo que, de haberse enamorado de una bretona, habría sido feliz viéndola con cofia y oyéndole decir que creía en aparecidos. Hasta entonces, como muchos hombres en quienes el gusto por las artes se desarrolla independientemente de la sensualidad, había existido una extraña disparidad entre las satisfacciones que concedía al uno y a las otras, gozando, en compañía de mujeres cada vez más ordinarias, de las seducciones de obras cada vez más refinadas, llevando a una criadita, en palco con celosía, a la representación de una pieza decadente que él tenía ganas de ver, o a una exposición de pintura impresionista, convencido, por otro lado, de que una dama del gran mundo no hubiese entendido más, y encima no habría sabido callarse con tanta gracia. Pero desde que amaba a Odette, en cambio, simpatizar con ella, tratar de tener una sola alma para los dos le resultaba tan dulce que intentaba gozar de las cosas que ella amaba, y sentía un placer tanto más hondo no sólo en imitar sus costumbres, sino en adoptar sus opiniones, porque, al no tener ninguna raíz en su propia inteligencia, le recordaban exclusivamente su amor, por cuya causa las había preferido. Si volvía a Serge Panine [69], si aprovechaba cualquier ocasión para ir a ver cómo dirigía Olivier Métra, era por la dulzura de ser iniciado en todas las ideas de Odette, de sentirse cómplice de todos sus gustos. Aquella magia de acercarle a ella que poseían las obras o los lugares que Odette amaba le parecía más misteriosa que aquella otra intrínseca a lugares y obras más bellos, pero incapaces de recordársela. Además, como había dejado debilitarse las convicciones intelectuales de su juventud, y como su escepticismo de hombre de mundo había penetrado, sin que se diese cuenta, hasta ella, creía (o al menos lo había creído tanto tiempo que aún lo proclamaba) que los objetos de nuestros gustos no tienen en sí un valor absoluto, sino que todo es cuestión de época, de clase, que todo consiste en modas; y las más vulgares valen tanto como las que pasan por las más exquisitas. Y como la importancia atribuida por Odette al hecho de tener invitaciones para las inauguraciones de pintura no le parecía en sí misma mas ridícula que el placer que en otro tiempo sintiera él por almorzar con el príncipe de Gales, tampoco creía que la admiración que Odette profesaba por Montecarlo o por el Righi[70] fuese más irracional que su propia afición por Holanda, que ella se figuraba un país feo, y por Versalles, que a ella le parecía triste. Por eso se privaba de visitarlos, y encontraba placer diciéndose que lo hacía por ella, y que sólo quería sentir y amar con ella.

Como todo lo que rodeaba a Odette y en cierto sentido para él no era más que el modo de poder verla y hablar con ella, Swann amaba las reuniones de los Verdurin. Como en el fondo de todas las diversiones, comidas, música, juegos, cenas de disfraces, excursiones campestres, noches de teatro, y hasta de las pocas «grandes veladas» dadas para los «pelmas», allí estaba la presencia de Odette, la vista de Odette, la conversación con Odette, don inestimable que los Verdurin hacían a Swann invitándole; además, en el «cogollito» se encontraba mejor que en cualquier otra parte, y trataba de atribuirle méritos reales, imaginándose que lo frecuentaría toda su vida por propio gusto. Pero como, por miedo a no creerlo, no se atrevía a decirse que amaría eternamente a Odette, suponer al menos que siempre frecuentaría a los Verdurin(proposición que, a priori, planteaba menos objeciones de principio por parte de su inteligencia) le permitía ver un futuro en el que seguiría encontrándose con Odette todas las noches; eso quizá no fuera exactamente lo mismo que amarla eternamente, mas, por el momento, y mientras amaba, creer que no dejaría de verla un solo día era todo lo que pedía. ¡Qué ambiente tan delicioso!, pensaba. ¡En el fondo, la verdadera vida es ésta! ¡Aquí hay más inteligencia y más sentido artístico que en el gran mundo! Y ¡qué amor tan sincero el de Mme. Verdurin, a pesar de ciertas exageraciones algo ridículas, por la pintura y por la música, qué pasión por las obras, qué deseo de agradar a los artistas! Su idea de las gentes de mundo no es muy exacta, pero no lo es menos que éstas la tienen más falsa todavía de los ambientes artísticos. Puede ser que yo no tenga grandes necesidades intelectuales que satisfacer en la conversación, pero me encuentro muy a gusto con Cottard, a pesar de sus estúpidos retruécanos. Y por lo que se refiere al pintor, si resulta desagradable su pretensión cuando intenta deslumbrar a los demás, en cambio es una de las mejores inteligencias que yo haya conocido. Y sobre todo, además, allí uno se siente libre, cada cual hace lo que quiere sin presiones ni ceremonias. ¡Qué derroche de buen humor se gasta a diario en esa casa! Decididamente, salvo raras excepciones, de ahora en adelante, sólo frecuentaré ese ambiente. Y en él fundaré cada vez más mis hábitos y mi vida».

Y como las cualidades que creía intrínsecas de los Verdurin sólo eran reflejo de los placeres que su amor por Odette había disfrutado en su casa, esas cualidades se volvían más serias, más profundas y más vitales cuanto más lo eran esos placeres. Como en ocasiones Mme. Verdurin daba a Swann lo único que para él podía constituir la felicidad; como, cierta noche en que sufría de ansiedad porque Odette había hablado con un invitado más que con otro, y en que, irritado con ella, no quería tomar la iniciativa de preguntarle si volverían juntos a casa, Mme. Verdurin le devolvía la paz y la alegría diciendo espontáneamente; «Odette, acompañará usted al señor Swann, ¿verdad?»; como, a punto de llegar el verano, y cuando lleno de inquietud se había preguntado si Odette se marcharía sin él, si podría seguir viéndola todos los días, Mme. Verdurin les había invitado a pasarlo juntos en su casa de campo, Swann, dejando involuntariamente que la gratitud y el interés se infiltraran en su inteligencia e influyesen en sus ideas, llegaba a proclamar que Mme. Verdurin tenía grandeza de alma. Por exquisitas o eminentes que fuesen ciertas personas de las que le hablaba alguno de sus antiguos compañeros de la escuela del Louvre[71]: «Prefiero cien veces a los Verdurin», respondía. Y con una solemnidad nueva en él añadía: «Son unos seres magnánimos, y en el fondo la magnanimidad es lo único que importa y que ennoblece en este mundo. Verás, sólo hay dos clases de personas: los magnánimos y el resto; y he llegado a una edad en que hay que tomar partido, decidir de una vez por todas qué se quiere amar y qué despreciar, quedarnos con los que amamos y, para recuperar el tiempo que malgastamos con los demás, no separarnos de ellos hasta su muerte. Por eso», añadía con esa leve emoción que sentimos, cuando, incluso sin darnos muy bien cuenta, decimos una cosa no porque sea verdad, sino porque sentimos placer diciéndola y porque la escuchamos en nuestra propia voz como si viniese de fuera, «la suerte está echada, he decidido amar sólo a los corazones magnánimos y vivir únicamente en la magnanimidad. Me preguntas si Mme. Verdurin es realmente inteligente. Te aseguro que me ha dado pruebas de una nobleza de corazón y de una altura de alma que, qué quieres que te diga, no se alcanza sin una altura igual de pensamiento. Claro que comprende en profundidad las artes. Pero en ella, tal vez no sea eso lo más digno de admiración; ciertas pequeñas acciones ingeniosas y exquisitamente buenas que ha hecho por mí, cierta atención genial, determinados gestos familiarmente sublimes, revelan una comprensión de la existencia más profunda que todos los tratados de filosofía».

Y sin embargo habría podido admitir que había viejos amigos de sus padres tan sencillos como los Verdurin, compañeros de su juventud igual de apasionados por el arte, que conocía a otras personas de gran corazón y que, sin embargo, desde que había optado por la simplicidad, las artes y la magnanimidad, había dejado de frecuentarlas. Pero esas personas no conocían a Odette, y, de haberla conocido, no se habrían preocupado de acercarla a él.

Así que, en todo el círculo de los Verdurin, no había desde luego un solo fiel que los quisiese o creyese quererlos tanto como Swann. Y sin embargo, cuando M. Verdurin había dicho que Swann no le convencía, no sólo había expresado su propio pensamiento sino que había adivinado el de su mujer. Seguramente Swann sentía por Odette un cariño demasiado particular, y había olvidado hacer de Mme. Verdurin su confidente cotidiana: sin duda la discreción misma con que aprovechaba la hospitalidad de los Verdurin, absteniéndose a menudo de acudir a cenar por una razón que no podían suponer y en la que veían el deseo de no renunciar a una invitación de los «pelmas», y también, sin duda, el progresivo descubrimiento que, a pesar de todas las precauciones que había tomado para ocultárselo, iban haciendo de su brillante situación mundana, todo esto contribuía a la irritación de los Verdurin contra él. Pero la razón profunda era otra. Y es que enseguida habían advertido en Swann un espacio reservado, impenetrable, donde seguía profesando silenciosamente para sí que la princesa de Sagan no era grotesca y que las bromas de Cottard no eran graciosas; en definitiva, y aunque nunca se apartase de su amabilidad ni se rebelase contra sus dogmas, una imposibilidad de imponerle estos últimos y de convertirle enteramente a ellos, como nunca habían encontrado en nadie. Le habrían perdonado que se tratase con los pelmas (a quienes, por lo demás, en el fondo de su corazón, prefería mil veces antes que a los Verdurin y a todo el cogollito) si hubiese consentido, para dar buen ejemplo, en renegar de ellos en presencia de los fieles. Pero comprendieron que era una abjuración que no podrían arrancarle.

¡Qué diferencia con un «nuevo» a quien Odette les había pedido que invitasen, aunque sólo hubiera hablado con él unas pocas veces, y en quien los Verdurin fundaban muchas esperanzas, el conde de Forcheville! (Resultó ser precisamente cuñado de Saniette, cosa que llenó de asombro a los fieles: el viejo archivero tenía unos modales tan humildes que siempre le habían creído de un rango social inferior al suyo, y no esperaban llegar a saber que pertenecía a un mundo adinerado y relativamente aristocrático). Cierto que Forcheville era groseramente esnob, mientras que Swann no lo era; cierto que distaba mucho de poner, como Swann, el ambiente de los Verdurin por encima de todos los demás. Pero carecía de esa delicadeza de temperamento que impedía a Swann sumarse a las críticas, demasiado manifiestamente falsas, que Mme. Verdurin lanzaba contra personas que él conocía. En cuanto a las parrafadas pretenciosas y vulgares que el pintor soltaba ciertos días, alas bromas de viajante de comercio que aventuraba Cottard, para las que Swann, que apreciaba a ambos, encontraba fácilmente excusas aunque no tuviese el valor y la hipocresía de aplaudirlas, Forcheville era por el contrario de un nivel intelectual que le permitía quedar atónito y maravillado por las primeras, aunque sin comprenderlas, y deleitarse con las segundas. Y fue precisamente la primera cena en casa de los Verdurin a que asistió Forcheville la que arrojó luz sobre todas estas diferencias, realzó sus cualidades y precipitó la desgracia de Swann.

Además de los habitués, en aquella cena estaba un profesor de la Sorbona, Brichot, que había conocido al señor y la señora Verdurin en las aguas y que, si sus funciones universitarias y sus trabajos de erudición no hubieran hecho muy raros sus momentos de libertad, de buena gana habría ido más a menudo a su casa. Porque tenía esa curiosidad, esa superstición de la vida que, unida a cierto escepticismo sobre el objeto de sus propios estudios, proporciona a unos cuantos hombres inteligentes en cualquier profesión, médicos que no creen en la medicina, profesores de liceo que no creen en la versión de latín, la reputación de mentes abiertas, brillantes, e incluso superiores. En casa de Mme. Verdurin, hacía gala de buscar sus comparaciones entre lo que era de mayor actualidad cuando hablaba de filosofía y de historia, primero por estar convencido de que ambas no son más que una preparación para la vida y por figurarse que en el pequeño clan encontraba en acto lo que hasta entonces sólo había conocido en los libros, y tal vez también porque, habiéndoselo visto inculcar en el pasado, y habiendo conservado sin saberlo, el respeto por ciertos temas, creía despojarse del universitario tomándose con ellos unas libertades que, por el contrario, sólo le parecían tales porque seguía siéndolo.

Desde el principio de la cena, cuando el señor de Forcheville, sentado a la derecha de Mme. Verdurin que, en honor del «nuevo», había hecho un gran derroche en su atuendo, le decía: «¡Qué original esa toilette blanca!», el doctor, que no había dejado de observarle, por la curiosidad que tenía de saber de qué estaba hecho lo que él llamaba un «de», y que buscaba una oportunidad para llamar su atención y entrar en contacto más estrecho con él, cogió al vuelo la palabra «blanca» y, sin levantar la nariz del plato, dijo: «¿Blanca? ¿Blanca de Castilla[72]?», y luego, sin mover la cabeza, lanzó furtivamente a derecha e izquierda miradas inseguras y risueñas. Mientras Swann, con el vano y doloroso esfuerzo que hizo por sonreír, atestiguó que el retruécano le parecía estúpido, Forcheville daba muestras de que apreciaba la agudeza y, al mismo tiempo, de que sabía comportarse, conteniendo en sus justos límites una hilaridad cuya franqueza conquistó a Mme. Verdurin.

«¿Qué me dice usted de un sabio así?, le había preguntado a Forcheville. No hay modo de hablar en serio con él ni dos minutos. ¿Cuenta usted las mismas cosas en su hospital?, añadió volviéndose hacia el doctor. Entonces no debe de ser tan aburrido ir todos los días. Veo que acabaré pidiendo que me admitan en él.

—Me parece haber oído que el doctor hablaba de esa vieja pécora de Blanca de Castilla, si se me permite expresarme así. ¿No es cierto, señora?», preguntó Brichot a Mme. Verdurin que, extasiada y con los ojos cerrados, escondió la cara entre las manos, de donde escaparon unos grititos sofocados. «Por Dios, señora, no quisiera alarmar a las almas respetuosas, si es que las hay en torno de esta mesa, sub rosa[73]… Reconozco además que nuestra inefable república ateniense - ¡oh, cuánto! —podría honrar en esa capeta oscurantista al primero de los prefectos de policía de puño de hierro. Cierto, mi querido anfitrión, cierto», prosiguió con su voz bien timbrada que separaba cada sílaba, en respuesta a una objeción de M. Verdurin. «La Chronique de Saint-Denis[74], cuya información es indiscutible, no deja duda alguna a este respecto. No podría elegirse patrona mejor para un proletariado en vías de laicización que esa madre de un santo, al que por cierto también se las hizo pasar moradas, como dice Suger y el mismo san Bernardo[75]; porque les ajustaba las cuentas a todos.

—¿Quién es ese caballero?», preguntó Forcheville a Mme. Verdurin, «parece una eminencia.

—Pero ¿no conoce usted al famoso Brichot? Es célebre en toda Europa.

—¡Ah!, es Bréchot, exclamó Forcheville que no había oído bien, ¡nada menos!», añadió clavando unos ojos desorbitados en el hombre célebre. «Siempre es interesante cenar con una persona famosa. Oiga, pero si ustedes nos invitan a cenar con comensales de primera fila. En su casa sí que es imposible aburrirse.

—Verá, dijo en tono modesto Mme. Verdurin, lo que ocurre es que se sienten a gusto. Hablan de lo que quieren, y la conversación se convierte en fuegos de artificio. Brichot, por ejemplo, esta noche todavía no es nada: ha de saber que, en mi casa, le he visto brillantísimo, como para caer de rodillas; sin embargo, en otras casas, ya no es el mismo, le falta ingenio, hay que arrancarle las palabras y hasta resulta aburrido.

—¡Qué curioso!», dijo Forcheville asombrado.

Un tipo de ingenio como el de Brichot habría sido tenido por pura estupidez en el ambiente en que Swann había pasado su juventud, aunque sea compatible con una inteligencia verdadera. Y la del profesor, vigorosa y bien nutrida, probablemente hubiera podido suscitar envidia en muchas personas de mundo que a Swann le parecían ingeniosas. Mas éstas habían acabado por inculcarle tan bien sus gustos y sus repulsiones, al menos en materia de vida mundana e incluso en aquella de sus partes anejas que en realidad debería inscribirse en el dominio de la inteligencia: es decir la conversación, que Swann no pudo por menos de juzgar pedantescas, vulgares y groseras hasta la repulsión las bromas de Brichot. Además le chocaba, habituado como estaba a los buenos modales, el tono rudo y militar que el universitario patriotero adoptaba para dirigirse a todo el mundo. Por último, y quizá por encima de todo, aquella noche había perdido su indulgencia al ver la amabilidad que Mme. Verdurin desplegaba con el tal Forcheville, a quien Odette había tenido la singular ocurrencia de llevar. En cuanto llegó, y algo violenta con Swann, le había preguntado:

«¿Qué le parece mi invitado?».

Y él, advirtiendo por vez primera que Forcheville, a quien conocía hacía mucho, podía agradar a una mujer y era hombre bastante atractivo, había contestado: «¡Inmundo!». No se le pasaba por la imaginación, desde luego, estar celoso de Odette, pero no se sentía tan feliz como de costumbre, y cuando Brichot, que había empezado a contar la historia de la madre de Blanca de Castilla, que «había estado durante años con Enrique Plantagenet antes de casarse con él[76]», quiso que Swann le pidiera que continuase, diciéndole: «¿No es así, señor Swann?», en el tono marcial que se adopta para ponerse a la altura de un aldeano o dar ánimo a un soldado, Swann cortó el efecto, con gran enfado de la dueña de la casa, respondiendo que tuviesen a bien excusarle por interesarse tan poco en Blanca de Castilla, pero que tenía que preguntar algo al pintor. Éste, en efecto, había ido esa tarde a visitar la exposición de un artista, amigo de Mme. Verdurin, muerto hacía poco, y Swann habría querido saber de sus labios (porque apreciaba su gusto) si verdaderamente había en sus últimas obras algo más que el virtuosismo que ya pasmaba en las anteriores.

«Desde ese punto de vista era extraordinario, pero su obra no parecía un arte, como suele decirse, muy “elevado”, dijo Swann con una sonrisa.

—Elevado… a la altura de una institución», le interrumpió Cottard alzando los brazos con gravedad simulada.

Toda la mesa se echó a reír.

«¿No se lo había dicho? Es imposible estar serio con él, dijo Mme. Verdurin a Forcheville. Cuando menos lo esperas, sale con una pata de banco».

Pero se dio cuenta de que Swann era el único que no se había reído. Además, no le divertía mucho que Cottard hiciese reír a su costa delante de Forcheville. Mas el pintor, en vez de dar a Swann una respuesta interesante, como probablemente hubiera hecho de haber estado a solas con él, prefirió ganarse la admiración de los comensales colocando una frase efectista sobre la habilidad del maestro desaparecido.

«Me acerqué, dijo, para ver cómo lo hacía, y metí la nariz en los cuadros. Y nada, ¡imposible decir si están hechos con cola, con rubíes, con jabón, con bronce, con sol o con caca!

—¡Más uno, doce!», exclamó a destiempo el doctor, sin que nadie comprendiese su interrupción.

«Parece que están hechos de nada, continuó el pintor, no hay manera de descubrir el truco, igual que en La Ronda[77] o en Las regentes, y como mano es incluso más fuerte que Rembrandt y que Hals. Tiene todo dentro, sin tenerlo, se lo juro».

Y como los cantantes que, llegados a la nota más alta que pueden dar, continúan con voz de falsete, piano, se limitó a murmurar, y riéndose, como si de hecho aquella pintura terminara siendo ridícula a fuerza de belleza:

«Tiene buen olor, se sube a la cabeza, te corta la respiración, te hace cosquillas, y no hay medio de saber con qué se hizo, es hechicería, es marrullería, es puro milagro (estallando en carcajadas): ¡es indecente!». E, interrumpiéndose, irguiendo muy serio la cabeza, adoptando una nota de bajo profundo que se esforzó por volver armoniosa, añadió: «¡Y es tan leal!».

Salvo en el momento en que había dicho: «más fuerte que La Ronda», blasfemia que había provocado una protesta de Mme. Verdurin, que tenía La Ronda por la mayor obra maestra del universo junto con la Novena y la Samotracia[78], y cuando dijo lo de «hecho con caca», que había obligado a Forcheville a lanzar una ojeada circular a la mesa para ver si la palabra pasaba antes de permitir que a su boca asomase una sonrisa mojigata y conciliadora, todos los invitados, menos Swann, habían clavado en el pintor unos ojos fascinados por la admiración.

«¡Cómo me divierte cuando se entusiasma así!», exclamó, nada más terminar el pintor, Mme. Verdurin, encantada de que fuese tan interesante la mesa precisamente el día en que el señor de Forcheville acudía por primera vez. «Y tú, ¿qué haces ahí, con la boca abierta como un pasmarote?, le dijo a su marido. Sabes de sobra que habla bien; se diría que es la primera vez que le oye a usted. ¡Si le hubiese visto mientras hablaba! Se bebía sus palabras. Y mañana nos recitará todo lo que usted ha dicho, sin saltarse una sílaba.

—Pero si estoy hablando en serio, dijo el pintor, encantado con el éxito; parece usted creer que es palabrería, puro camelo lo que digo; le llevaré a verla, y ya me dirá si he exagerado; ¡le apuesto lo que quiera a que vuelve más entusiasmada que yo!

—No, si no creemos que exagere, sólo queremos que coma, y que también coma mi marido; llévele otro lenguado normando al señor, ¿no ve que el suyo está frío? No tenemos ninguna prisa, está usted sirviendo como si hubiese fuego, espere un poco para sacar la ensalada».

Mme. Cottard, que era modesta y hablaba poco, sabía sin embargo encontrar aplomo cuando una feliz inspiración le sugería una frase acertada. Estaba segura de que tendría éxito, y eso le daba confianza, aunque si intervenía era menos por brillar que por contribuir a la carrera de su marido. Así que no dejó escapar la palabra «ensalada» que acababa de pronunciar Mme. Verdurin.

«¿No será ensalada japonesa?», dijo a media voz volviéndose hacia Odette.

Y complacida y confusa por la oportunidad y la audacia de aquella alusión discreta, aunque clara, a la nueva comedia de Dumas[79] que tanto eco había tenido, se echó a reír con deliciosa risa de ingenua, poco sonora pero tan irresistible que durante unos instantes no consiguió dominarla. «¿Quién es esa dama? Tiene ingenio», dijo Forcheville.

«No, pero se la prepararemos si todos ustedes vienen a cenar el viernes.

—Le voy a parecer muy provinciana, caballero, le dijo Mme. Cottard a Swann, pero aún no he visto esa famosa Francillon de la que todo el mundo habla. El doctor ya ha ido a verla (hasta recuerdo que me dijo haber tenido el grandísimo placer de pasar la velada con usted) y confieso que no me ha parecido razonable que sacase entradas para volver conmigo. Evidentemente, en el Théâtre-Français nunca se desperdicia la velada, trabajan siempre tan bien, pero como tenemos unos amigos muy amables». (Mme. Cottard rara vez pronunciaba un nombre propio, limitándose a decir «unos amigos nuestros», «una de mis amigas», por «distinción», en un tono falso y con el aire de importancia de la persona que sólo nombra a quien quiere) «que disponen de palcos muy a menudo y tienen la feliz idea de llevarnos a todas las novedades que merecen la pena, estoy segura de que un poco antes o un poco después he de ver Francillon, y de poder formarme una opinión. Debo confesar, sin embargo, que me siento un poco estúpida, porque en todos los salones que visito no se habla de otra cosa que de esa maldita ensalada japonesa. Hasta empieza a cansar un poco», añadió viendo que Swann parecía menos interesado de lo que ella había supuesto por una actualidad tan candente. «Pero le confesaré, sin embargo, que a veces sirve de pretexto para ocurrencias bastante divertidas. Por ejemplo, una amiga mía muy original a pesar de ser muy guapa, muy agasajada y muy impulsiva, sostiene que ha mandado hacer esa ensalada japonesa en casa, pero poniéndole todo lo que Alexandre Dumas hijo dice en la comedia. Había invitado a unas cuantas amigas a comer. Por desgracia yo no me encontraba entre las elegidas. Nos lo ha contado hace poco, en su día de visita; parece que la ensalada era detestable, nos ha hecho llorar de risa. Claro que todo está en el modo de contar», añadió viendo que Swann mantenía un semblante grave.

Y suponiendo que tal vez fuese porque no le gustaba Francillon:

«Además, creo que me decepcionará. No creo que valga tanto como Serge Panine, el ídolo de Mme. de Crécy. Ésos sí que son argumentos profundos, que hacen pensar; pero ¡dar una receta de ensalada sobre el escenario del Théâtre-Français! ¡Ni comparación con Serge Panine! Además, es como todo lo que sale de la pluma de Georges Ohnet, está siempre tan bien escrito. No sé si conoce usted Le Maître de Forges[80], que a mí me gusta todavía más que Serge Panine.

—Perdóneme, le dijo Swann con aire irónico, pero confieso que mi falta de admiración por esas dos obras maestras es poco más o menos la misma.

—¿De veras? ¿Qué es lo que les reprocha? ¿Tiene prejuicios? ¿Le parecen acaso un poco tristes? Por otra parte, como yo siempre digo, nunca se debe discutir sobre novelas ni sobre obras de teatro. Cada cual tiene su modo de ver y a usted puede parecerle detestable lo que a mí más me gusta».

Fue interrumpida por Forcheville que se dirigía a Swann. Porque mientras Mme. Cottard hablaba de Francillon, Forcheville había expresado a Mme. Verdurin su admiración por lo que había denominado el pequeño «speech» del pintor.

«¡Qué facilidad de palabra y qué memoria tiene el señor!», le había dicho a Mme. Verdurin cuando el pintor hubo acabado. «¡He visto pocas parecidas! ¡Demonio!, ya las quisiera yo para mí. Sería un predicador excelente. Podría decirse que con él y con el señor Bréchot tienen ustedes dos números de mucha fuerza, y no sé si en labia aquél gana por la mano al profesor. Le sale más natural, es menos rebuscado. Aunque, en el camino, utilice algunas palabras algo realistas, pero es el gusto del día, y pocas veces he visto parlotear con tanta destreza, como decíamos en mi regimiento, donde sin embargo tenía yo un camarada a quien precisamente el señor me ha recordado un poco. A propósito de cualquier cosa, no sé qué decirle, de este vaso por ejemplo, era capaz de parlotear durante horas, no, de este vaso no, lo que digo es estúpido; pero a propósito de la batalla de Waterloo, de lo que usted quiera, y de paso nos soltaba cosas en las que a usted nunca se le hubiera ocurrido pensar. Por cierto, Swann debió de conocerle, estaba en el mismo regimiento.

—¿Ve usted con frecuencia al señor Swann?, preguntó Mme. Verdurin.

—No, todo lo contrario», respondió M. de Forcheville, y como, para acercarse con mayor facilidad a Odette, deseaba congraciarse con Swann, quiso aprovechar la ocasión para halagarle hablando de sus notables relaciones, pero como hombre de mundo, en un tono de crítica cordial y sin dar la impresión de felicitarle por ello como por un éxito inesperado: «¿No es cierto, Swann? Nunca le veo. Además, ¿qué hacer para verle? ¡Este animal siempre está metido en casa de los La Trémoille[81], de los Laumes, en casa de toda esa gente!…». Imputación por otro lado completamente falsa, sobre todo porque desde hacía un año Swann apenas frecuentaba otra casa que la de los Verdurin. Pero el mero nombre de personas desconocidas para ellos bastaba para provocar un silencio cargado de reprobación. M. Verdurin, temiendo la penosa impresión que esos nombres de «pelmas», sobre todo soltados así, sin tacto, a la cara de todos los fieles, habían debido de producir en su mujer, le lanzó a hurtadillas una mirada llena de inquieta solicitud. Vio entonces que en su resolución de no darse por enterada, de no haber sido rozada siquiera por la noticia que acababan de comunicarle, de permanecer no sólo muda, sino de haber sido sorda, igual que nos esforzamos por fingirlo cuando un amigo indiscreto intenta insinuar en la conversación una excusa que daríamos la impresión de admitir si la oyésemos sin protestar, o cuando en nuestra presencia se pronuncia el nombre prohibido de un ingrato, Mme. Verdurin, para que su silencio no hiciese pensar en un consentimiento, sino en el silencio ignorante de las cosas inanimadas, había despojado repentinamente a su rostro de toda vida, de toda motilidad; su frente abombada se había convertido en un bello estudio de escultura en alto relieve donde el nombre de aquellos La Trémoílle en cuya casa Swann siempre estaba metido no había podido penetrar; su nariz levemente arrugada mostraba una hendidura que parecía calcada sobre la vida. Se hubiese dicho que su boca entreabierta estaba a punto de hablar. Ya sólo era una cera perdida, una máscara de yeso, una maqueta para un monumento, un busto para el Palacio de la Industria[82] ante el que el público se detendría seguramente para admirar la habilidad con que el escultor había expresado la imprescriptible dignidad de los Verdurin, enfrentada a la de los La Trémoille y de los Laumes que así se igualaban a todos los pelmas de la tierra, y había llegado a dar una majestad casi papal a la blancura y rigidez de la piedra. Pero el mármol acabó por animarse e hizo oír que se necesitaba tener estómago para ir a casa de gente así, porque la mujer siempre estaba borracha y el marido era tan ignorante que decía cogedor por corredor.

«Ni por todo el oro del mundo dejaría yo entrar eso en mi casa», concluyó Mme. Verdurin mirando a Swann con aire imperioso.

Indudablemente no esperaba que Swann se sometiese hasta el punto de imitar la santa simplicidad de la tía del pianista, que acababa de exclamar: «¿Qué les parece? Lo que me asombra es que todavía haya personas dispuestas a hablarles; a mí me daría miedo: ¡es tan fácil recibir un mal golpe! ¿Cómo es posible que haya gente tan bruta que corra tras ellos?». O que no contestase, por lo menos, como Forcheville: «Bueno, es una duquesa; hay gentes a las que eso todavía impresiona», frase que había permitido a Mme. Verdurin replicar: «¡Que les aproveche!». En cambio Swann se limitó a reír con un gesto que significaba que ni siquiera podía tomar en serio semejante extravagancia. M. Verdurin, que seguía lanzando sobre su mujer miradas furtivas, veía con tristeza y comprendía perfectamente que la dominaba la cólera de un gran inquisidor que no consigue extirpar la herejía; y con ánimo de conseguir de Swann una retractación, porque el coraje de las opiniones propias siempre parece cálculo y cobardía a ojos de aquellos contra quienes se ejerce, M. Verdurin le interpeló:

«Díganos francamente lo que piensa, no iremos a contárselo».

A lo que Swann respondió: «Pero si no es por miedo a la duquesa (si es que usted se refiere a los La Trémoille). Les aseguro que a todo el mundo le gusta ir a su casa. No digo que sea “profunda” (pronunció “profunda” como si hubiese sido una palabra ridícula, porque su lenguaje conservaba huellas de hábitos espirituales que cierta renovación, marcada por el amor a la música, le había hecho perder momentáneamente —a veces expresaba sus opiniones con ardor pero con toda franqueza—, es una mujer inteligente y su marido verdaderamente culto. Son personas fascinantes».

Hasta el punto de que Mme. Verdurin, intuyendo que por culpa de aquel solo infiel no conseguiría realizar la unidad moral del cogollito, en su rabia contra aquel testarudo que no veía cuánto le hacían sufrir sus palabras, no pudo dejar de gritarle desde el fondo del corazón:

«Si quiere pensarlo, hágalo, pero por lo menos no venga a decírnoslo.

—Todo depende de lo que usted llame inteligencia, dijo Forcheville que también quería lucirse. Díganos, Swann, ¿qué entiende por inteligencia?

—¡Muy bien!, exclamó Odette, ésas son las grandes cosas de las que le pido que me hable, pero nunca quiere.

—Claro que sí… protestó Swann.

—¡Eso sí que es una broma!, dijo Odette.

—¿Broma de bromuro?, preguntó el doctor.

—¿Opina usted, prosiguió Forcheville, que inteligencia equivale a cháchara mundana, a la habilidad de ciertas personas para insinuarse?

—Termine sus entremeses para que le puedan retirar el plato», dijo Mme. Verdurin en tono agrio dirigiéndose a Saniette, que, absorto en sus reflexiones, había dejado de comer. Y quizás algo avergonzada del tono que había empleado: «No importa, tómese su tiempo; si se lo digo es por los demás, porque eso impide servirles.

—Hay una definición muy curiosa de inteligencia en ese dulce anarquista de Fénelon[83], dijo Brichot recalcando las sílabas.

—¡Escuchen!, dijo a Forcheville y al doctor Mme. Verdurin, va a darnos la definición de inteligencia según Fénelon, es interesante, no todos los días se tiene ocasión de oírla.

Pero Brichot estaba esperando a que Swann diese la suya. Éste no respondió y escurriendo el bulto hizo fracasar la brillante justa que Mme. Verdurin se congratulaba de ofrecer a Forcheville.

—Ya lo ven, hace lo mismo conmigo, dijo Odette en tono enfurruñado, no me molesta descubrir que no soy la única a quien no considera a su altura.

—Esos La Trémouaille[84] que Mme. Verdurin nos ha pintado como tan poco recomendables, dijo Brichot articulando con fuerza, ¿no serán descendientes de unos que aquella buena esnob de Mme. de Sévigné confesaba alegrarse de conocer porque le convenía delante de sus campesinos[85]? Cierto que la marquesa tenía otra razón, y que para ella debía de primar sobre la primera, porque, literata hasta la médula, ponía su correspondencia por encima de todo. Y en el diario que regularmente enviaba a su hija, era Mme. de La Trémouaille, bien documentada gracias a sus ilustres parientes, la que se ocupaba de política extranjera.

—No, no creo que sea la misma familia», dijo por si acaso Mme. Verdurin.

Saniette, que, desde que había entregado precipitadamente al mayordomo su plato todavía lleno, había vuelto a sumirse en un silencio meditativo, emergió al fin para contar, riéndose, la anécdota de una cena con el duque de La Trémouaille, anécdota de la que resultaba que éste no sabía que George Sand era el seudónimo de una mujer. Swann, que tenía simpatía por Saniette, creyó oportuno proporcionarle algunos detalles sobre la cultura del duque para demostrar que semejante ignorancia era, de su parte, materialmente imposible; pero de pronto se calló: acababa de comprender que Saniette no tenía necesidad de tales pruebas y sabía de sobra que la historia era falsa por la sencilla razón de que acababa de inventársela. Aquel hombre excelente sufría viendo que los Verdurin le tomaban por un pelma; y consciente de haber estado en aquella cena más insulso todavía que de costumbre, no había querido dejarla concluir sin decir algo gracioso. Capituló tan pronto, pareció tan infeliz al ver cómo fallaba el efecto con que había contado y respondió a Swann en un tono tan vil, para que éste no se encarnizase en una refutación ahora ya inútil: «Bueno, bueno; en todo caso, incluso aunque me equivoque, no creo que sea un crimen», que Swann hubiera deseado poder decir que la anécdota era verdadera y deliciosa. Al doctor, que los había escuchado, le pareció oportuno decir: Se non e vero[86], pero no estaba muy seguro de las palabras y tuvo miedo a embarullarse.

Acabada la cena, fue Forcheville quien se dirigió al doctor.

«No debía de estar mal Mme. Verdurin, y encima es una mujer con la que se puede hablar; y para mí eso es lo más importante. Algo entrada en años, desde luego. La que sí parece inteligente es esa mujercita de Mme. de Crécy, canastos, ¡se ve que tiene el ojo americano[87]! Estábamos hablando de Mme. de Crécy», le dijo a M. Verdurin que se acercaba con la pipa en la boca. «Me imagino que como cuerpo…

—Mejor meterse en la cama con ella que con el diablo», dijo precipitadamente Cottard, que desde hacía un rato esperaba inútilmente a que Forcheville recobrase el aliento para colocar esa vieja broma, temiendo perder la oportunidad si la conversación tomaba otro derrotero, y la soltó con ese exceso de espontaneidad y seguridad con que se intenta enmascarar la frialdad y la desazón inseparables de todo recitado. Forcheville la conocía, la entendió y se divirtió con ella. Tampoco M. Verdurin escatimó su alegría, porque hacía poco que había encontrado, para expresarla, un símbolo distinto del que empleaba su mujer, pero igual de sencillo y de claro. Nada más empezar a hacer el movimiento de cabeza y hombros propio de quien se desternilla de risa, se ponía a toser como si, por reírse demasiado fuerte, se hubiese atragantado con el humo de la pipa. Y sin quitársela de la comisura de la boca, prolongaba indefinidamente el simulacro de ahogo y de hilaridad. Por eso él y Mme. Verdurin, que, enfrente y mientras escuchaba al pintor contarle una historia, cerraba los ojos antes de hundir el rostro entre las manos, hacían pensar en dos máscaras de teatro expresando de modo diverso la alegría.

M. Verdurin, por otro lado, había hecho bien en no quitarse la pipa de la boca, porque Cottard, que tenía necesidad de salir un momento, dijo a media voz una chanza aprendida hacía poco y que repetía cada vez que debía ir al mismo lugar: «Tengo que irme a echar una parrafada con el duque d’Aumale[88]», de modo que volvió a empezar el acceso de tos de M. Verdurin.

«Venga, quítate la pipa de la boca, terminarás ahogándote si contienes así la risa», le dijo Mme. Verdurin que venía a ofrecer licores.

«¡Qué encantador es su marido, tiene ingenio por cuatro!, declaró Forcheville a Mme. Cottard. Gracias, señora. Un viejo soldado como yo nunca rechaza un trago.

—A M. de Forcheville Odette le parece encantadora, le dijo M. Verdurin a su mujer.

—Pues a ella también le encantaría almorzar una vez con usted. Nosotros lo arreglaremos, pero no hay necesidad de que Swann se entere. Ya sabe, lo enfría todo. Claro que eso no quita para que venga usted a cenar, esperamos tenerle con nosotros muy a menudo. Ahora que llega el buen tiempo, salimos a cenar al aire libre a menudo. ¿No le aburren las pequeñas cenas en el Bois? Bien, bien, será muy divertido. Pero ¿cuándo va a ponerse a trabajar?», le gritó al pequeño pianista, para hacer ostentación, al mismo tiempo, delante de un nuevo de la importancia de Forcheville, de su propio ingenio y del poder tiránico que ejercía sobre los fieles.

«M. de Forcheville estaba hablándome mal de ti», le dijo Mme. Cottard a su marido cuando éste volvió al salón.

Y Cottard, que seguía con la idea de la nobleza de Forcheville que ocupaba su mente desde el principio de la cena, le dijo:

«En este momento tengo entre mis enfermos a una baronesa, la baronesa Putbus; los Putbus participaron en las Cruzadas[89], ¿no? Tienen en Pomerania un lago diez veces mayor que la plaza de la Concorde. La estoy curando de una artritis seca, es una mujer encantadora. Además creo que conoce a Mme. Verdurin».

Con lo que permitió a Forcheville, cuando un momento después se encontró a solas con Mme. Cottard, completar el juicio favorable que había hecho sobre su marido.

«Y qué interesante además, se ve que conoce a mucha gente. ¡Caramba, cuántas cosas saben los médicos!».

—Tocaré la frase de la Sonata para M. Swann, dijo el pianista.

—¡Diantre!, esperemos que no sea la «Serpiente de Sonatas[90]”», dijo M. de Forcheville intentando lucirse.

Pero el doctor Cottard, que nunca había oído ese juego de palabras, no lo captó, y, pensando en un error de M. de Forcheville, se apresuró a acercarse para corregirlo.

«No, no se dice serpiente de sonatas, sino serpiente de cascabel», exclamó en tono solícito, impaciente y triunfal.

Forcheville le explicó el juego de palabras y el doctor se puso colorado.

«¿No le parece que tiene gracia?

—Bueno, lo conozco hace tanto tiempo», respondió Cottard.

Pero se callaron; bajo la agitación de los trémolos de violín que la protegían con su temblorosa indumentaria a dos octavas de distancia —y lo mismo que, en una región montañosa, tras la inmovilidad aparente y vertiginosa de una cascada, se divisa, doscientos pies más abajo, la forma minúscula de una paseante—, la pequeña frase acababa de brotar, lejana, llena de gracia, protegida por la larga caída de aquella cortina transparente, incesante y sonora. Y desde el fondo de su corazón, Swann se dirigió a ella como a una confidente de su amor, como a una amiga de Odette que habría debido decirle que no se preocupase por el tal Forcheville.

«Llega usted tarde, dijo Mme. Verdurin a un fiel al que sólo había invitado en calidad de “mondadientes”, hemos tenido “un”. Brichot incomparable, ¡qué elocuencia! Pero se ha marchado. ¿Verdad, M. Swann? Me parece que es la primera vez que se encuentra con él», añadió para hacerle notar que era a ella a quien debía ese conocimiento. «¿Verdad que nuestro Brichot ha estado delicioso?».

Swann se inclinó cortésmente.

«¿No? ¿No le ha interesado?, le preguntó secamente Mme. Verdurin.

—Claro que sí, señora, mucho, me ha fascinado. Quizá sea demasiado perentorio y un poco jovial para mi gusto. A veces echo en falta en él algún titubeo y más dulzura, pero se nota que sabe muchas cosas y parece una persona excelente».

Todo el mundo se retiró muy tarde. Las primeras palabras de Cottard a su mujer fueron:

«Pocas veces he visto a Mme. Verdurin tan animada como esta noche».

«¿Qué es exactamente la tal Mme. Verdurin? ¿Ni carne ni pescado[91]?», le dijo Forcheville al pintor, a quien propuso acompañarle a su casa.

Odette lo vio alejarse con pena, no se atrevió a no regresar con Swann, pero estuvo de mal humor en el coche, y cuando él le preguntó si debía entrar, le dijo: «Por supuesto», encogiéndose de hombros con cierta impaciencia. Cuando todos los invitados se hubieron marchado, Mme. Verdurin le dijo a su marido:

«¿Has notado qué risa más estúpida ha puesto Swann cuando hemos hablado de Mme. La Trémoílle?».

Se había dado cuenta de que Swann y Forcheville habían suprimido varias veces la partícula delante de ese nombre. Segura de que lo habían hecho para demostrar que no les intimidaban los títulos, deseaba imitar su orgullo, pero no había captado bien la forma gramatical con que ese orgullo se traducía. Además, como su defectuoso modo de hablar se imponía a su intransigencia republicana, seguía diciendo «los de La Trémoílle», o mejor dicho, con una abreviación usual en las letras de las canciones de café-concierto y las leyendas de los caricaturistas que disimulaba el «de», los «d’La Trémoílle», para luego desquitarse diciendo: «Madame La Trémoílle». «La Duquesa, como dice Swann», añadió irónica con una sonrisa para poner de manifiesto que se limitaba a citar y que personalmente no asumía una denominación tan ingenua y ridícula.

«Te diré que me ha parecido extremadamente estúpido».

Y M. Verdurin le respondió: «No es sincero, es un hombre lleno de cautelas que nunca sabe a qué carta quedarse. Siempre quiere nadar y guardar la ropa. ¡Qué diferencia con Forcheville! Éste por lo menos te dice francamente lo que piensa. Te guste o no te guste. No es como el otro, que nunca sabes si habla en broma o en serio. Por otro lado, Odette parece preferir con diferencia al Forcheville, y me parece bien. Además, en última instancia, mientras Swann se las da de hombre de mundo, de paladín de duquesas, el otro por lo menos tiene su título; siempre será conde de Forcheville», añadió con delicadeza, como si, al corriente de la historia de ese condado, sopesase minuciosamente su valor específico.

«Te diré, repuso Mme. Verdurin, que le ha parecido oportuno lanzar contra Brichot unas cuantas insinuaciones venenosas y bastante ridículas. Naturalmente, como ha visto que apreciamos a Brichot, era su forma de herirnos, de despellejar nuestra cena. Es fácil ver en él al querido y buen amigo que te despelleja en cuanto sale de tu casa.

—Ya te lo decía yo, respondió M. Verdurin, es el típico fracasado, el individuo mezquino que envidia todo lo que tiene un poco de grandeza».

En realidad no había un solo fiel que fuese menos maledicente que Swann; pero todos tenían la precaución de sazonar sus maledicencias con bromas conocidas, con una pequeña dosis de emoción y cordialidad; mientras que la menor reserva que Swann se permitía, despojada de las fórmulas convencionales como: «No es por hablar mal», y a las que no se dignaba rebajarse, parecía una perfidia. Hay autores originales cuyas osadías, por mínimas que sean, provocan indignación porque previamente no han halagado los gustos del público ni le han servido los lugares comunes a que está acostumbrado; así indignaba Swann a M. Verdurin. Como en su caso, también en Swann era la novedad del lenguaje lo que hacía suponer la negrura de sus intenciones.

Swann ignoraba todavía la desgracia que le amenazaba en casa de los Verdurin y seguía viendo sus ridiculeces con indulgencia, a través de su amor.

Con Odette, por regla general, no tenía citas sino por la noche; pero de día, por miedo a hartarla si iba a su casa, habría deseado al menos no cesar de ocupar su pensamiento y en todo instante buscaba ocasiones para intervenir en él, aunque de un modo agradable para ella. Si en el escaparate de un florista o de un joyero le encantaba la vista de una planta o de alguna alhaja, acto seguido pensaba mandárselas a Odette, imaginando que el placer que le habían procurado, sentido por ella, acrecentarían su cariño por él, y las mandaba llevar inmediatamente a la calle La Pérouse, para no retrasar el instante en que, por recibir ella algo suyo, se sentiría en cierta forma más cerca de Odette. Quería sobre todo que las recibiese antes de salir, para que la gratitud que habría de sentir le valiese una acogida más cariñosa cuando lo viese en casa de los Verdurin, o incluso, ¿quién sabe?, si el proveedor actuaba con suficiente diligencia, tal vez una carta que ella podría enviarle antes de la cena, o su llegada en persona a casa de Swann, en una visita suplementaria, para darle las gracias. Como antes, cuando experimentaba las reacciones del despecho en el temperamento de Odette, ahora buscaba conseguir, con las de la gratitud, parcelas íntimas de sentimiento que ella aún no le había revelado.

Con frecuencia tenía apuros de dinero y, urgida por una deuda, le rogaba que acudiese en su ayuda. Swann se alegraba entonces como con todo aquello que pudiera dar a Odette una idea adecuada de su amor, o simplemente una gran idea de su influencia, de lo útil que podía serle. Indudablemente, si al principio le hubiesen dicho: «Es tu posición lo que le gusta», y ahora: «Te quiere por tu fortuna», no lo habría creído, y además no le habría desagradado mucho que la supusiesen ligada a él —que los imaginasen unidos el uno al otro— por algo tan fuerte como el esnobismo o el dinero. Pero, de haber pensado incluso que era cierto, quizá no hubiese sufrido al descubrir en el amor de Odette por él ese fundamento, más duradero que el atractivo o las cualidades que ella pudiese reconocerle: el interés, el interés que siempre mantendría alejado el día en que pudiera sentirse tentada a dejar de verle. Por el momento, mientras la colmaba de regalos y le prestaba servicios, podía descansar, confiando en unas ventajas externas a su persona y a su inteligencia, de la agotadora preocupación de agradarla por sí mismo. Y aquella voluptuosidad de estar enamorado, de vivir únicamente de amor, de cuya realidad muchas veces dudaba, el precio con que en suma la pagaba, como diletante de sensaciones inmateriales, aumentaba su valor —igual que vemos a personas incapaces de decidir si el espectáculo del mar y el ruido de sus olas son deliciosos, convencerse de que así es, y al mismo tiempo de la exquisita calidad de sus gustos desinteresados, cuando pagan cien francos diarios por la habitación de hotel que les permite disfrutarlos.

Cierto día en que reflexiones de este género aún lo devolvían al recuerdo de la época en que le habían hablado de Odette como de una mantenida, y en que una vez más se divertía contraponiendo aquella extraña personificación: la mantenida —cambiante amalgama de elementos desconocidos y diabólicos, engastada, como una aparición de Gustave Moreau[92], en flores venenosas entreveradas con preciosas alhajas— con aquella otra Odette por cuyo rostro había visto pasar los mismos sentimientos de piedad por un desdichado, de rebeldía contra la injusticia, de gratitud por una buena obra, que antaño viera sentir a su propia madre, a sus amigos, aquella Odette cuyas palabras se referían tantas veces a las cosas que él conocía mejor, a sus colecciones, a su cuarto, a su viejo criado, al banquero que tenía en depósito sus títulos; y de pronto esta última imagen del banquero le recordó que habría tenido que sacar dinero. En efecto, si ese mes acudía en ayuda de las dificultades materiales de Odette con menor largueza que el mes anterior, en que le había dado cinco mil francos, y si no le regalaba un collar de brillantes que ella anhelaba, no renovaría en Odette aquella admiración por su generosidad, aquella gratitud que tan feliz le hacían, y corría incluso el riesgo de hacerle creer que su amor por ella había menguado, dado que vería disminuir sus manifestaciones. Entonces, de improviso, se preguntó si aquello no era precisamente «mantenerla» (como si, de hecho, esa noción de mantener pudiese emerger de elementos no misteriosos ni perversos, sino pertenecientes al fondo cotidiano y privado de su vida, como aquel billete de mil francos, doméstico y familiar, roto y pegado con cola que su ayuda de cámara, después de haberle pagado las facturas del mes y el alquiler del trimestre, había guardado en el cajón del viejo escritorio de donde Swann lo había cogido para enviárselo, con otros cuatro, a Odette), y si no podía aplicarse a Odette, desde que la conocía (porque no sospechó ni por un momento que antes de conocerle hubiera podido recibir alguna vez dinero de nadie), aquella expresión que tan irreconciliable con ella le había parecido de «mujer mantenida». No pudo seguir profundizando en esta idea porque un acceso de aquella pereza mental que en él era congénita, intermitente y providencial, vino en ese momento a apagar todas las luces de su inteligencia, con la misma brusquedad con que más tarde, cuando en todas partes se instaló la iluminación eléctrica, se hizo posible cortar la electricidad en una casa. Su pensamiento caminó un instante a tientas en la oscuridad, se quitó los lentes, limpió sus cristales, se pasó una mano por los ojos y no volvió a ver la luz hasta que se encontró en presencia de una idea completamente distinta, a saber: que el mes siguiente se vería obligado a tratar de mandar seis o siete mil francos a Odette en lugar de cinco mil, por la sorpresa y la alegría que eso habría de causarle.

Por la noche, cuando no se quedaba en casa esperando la hora de reunirse con Odette en casa de los Verdurin o en alguno de sus restaurantes de verano predilectos en el Bois y sobre todo en Saint-Cloud[93], iba a cenar a una de aquellas casas elegantes donde en el pasado era invitado habitual. No quería perder contacto con personas que - ¿quién sabe? —tal vez un día podrían ser útiles a Odette; gracias a ellas, ahora conseguía algunas veces resultarle agradable. Además, la larga frecuentación de la alta sociedad, del lujo, le había llevado a despreciarlos y a necesitarlos al mismo tiempo, de suerte que, cuando había empezado a situar los tugurios más modestos en pie de igualdad con las mansiones más principescas, sus sentidos se habían acostumbrado de tal modo a las segundas que hubiera sentido cierto malestar por encontrarse en los primeros. La misma consideración le merecían— en un grado de identidad que no habrían podido creer —los pequeños burgueses que dallan bailes en el quinto piso de una escalera D, descansillo de la izquierda, que la princesa de Parma que daba en su palacio las fiestas más hermosas de París; pero no tenía la sensación de estar en un baile si se hallaba con los señores en la alcoba de la dueña de la casa, y la vista de los lavabos tapados con toallas, de las camas transformadas en guardarropa, sobre cuyo edredón se amontonaban abrigos y sombreros, le causaba la misma sensación de ahogo que puede causar hoy a personas habituadas a veinte años de electricidad el olor de un quinqué que arde o de una mariposa que humea. El día en que cenaba fuera, mandaba enganchar para las siete y media; mientras se vestía no dejaba de pensar en Odette y así no se encontraba solo, porque el constante pensamiento de Odette confería a los momentos en que estaba lejos de ella el mismo encanto singular de aquellos otros señalados por su presencia. Montaba en el carruaje, mas sentía que ese pensamiento había montado con él y se instalaba en sus rodillas como un animal adorado que se lleva a todas partes y que conservaría a su lado en la mesa, sin que se dieran cuenta los comensales. Lo acariciaba, entraba en calor con él y, sintiendo una especie de languidez, se dejaba llevar por un ligero estremecimiento que le crispaba el cuello y la nariz, cosa nueva en él, mientras se ponía en el ojal el ramito de ancolias. Sintiéndose desdichado y triste hacía tiempo, sobre todo desde que Odette había presentado a Forcheville en casa de los Verdurin, Swann hubiese preferido ir a descansar un poco al campo. Pero no habría tenido valor para abandonar París un solo día mientras Odette estuviese en la ciudad. El aire estaba cálido; eran los días más hermosos de la primavera. Y aunque atravesara una ciudad de piedra para refugiarse en algún palacete cerrado, lo que siempre tenía ante los ojos era un parque de su propiedad cerca de Combray, donde, desde las cuatro en punto, antes de llegar al plantío de espárragos, gracias al viento que sopla de los campos de Méséglise, bajo un cenador podía disfrutarse de tanto frescor como a la orilla del estanque cercado de miosotis y gladiolos, y donde, mientras cenaba, entrelazadas por su jardinero corrían alrededor de la mesa guirnaldas de grosellas y de rosas.

Después de cenar, si la cita en el Bois o en Saint-Cloud era a hora temprana, salía tan deprisa al levantarse de la mesa, sobre todo si la lluvia amenazaba con caer y obligar a recogerse antes a los «fieles» que, en cierta ocasión, la princesa des Laumes (en cuya casa se había cenado tarde y de quien Swann se había despedido antes de servir el café para reunirse con los Verdurin en la isla del Bois) dijo:

«Realmente, si Swann tuviera treinta años más y una enfermedad de la vejiga, podría perdonársele que se largara así. Pero da la impresión de burlarse de la gente».

Swann se decía que el encanto de la primavera que no podía ir a disfrutar en Combray lo encontraría al menos en la isla de los Cisnes[94] o en Saint-Cloud. Pero como no conseguía pensar más que en Odette, luego no sabía siquiera si había olido el aroma de las hojas ni si había habido claro de luna. Lo recibía la pequeña frase de la sonata tocada en el jardín sobre el piano del restaurante. Si en el jardín no lo había, los Verdurin hacían cuanto estaba en su mano para conseguir que bajaran uno de un cuarto o de un comedor: y no es que Swann hubiese recuperado su favor, al contrario. Pero la idea de organizar un entretenimiento ingenioso para alguien, incluso para una persona a la que no apreciaban, desarrollaba en ellos, durante los instantes necesarios para esos preparativos, sentimientos efímeros y ocasionales de cordialidad y simpatía. A veces se decía para sus adentros que aquélla era una noche más de primavera que pasaba, se obligaba a prestar atención a los árboles, al cielo. Pero la agitación en que le ponía la presencia de Odette, y también un ligero malestar febril que desde hacía un tiempo apenas lo dejaba, le privaba de la calma y del bienestar que constituyen el fondo indispensable para las impresiones que puede proporcionar la naturaleza.