Saint-Loup me habló de la juventud, hacía mucho pasada, de su tío. Llevaba todos los días mujeres a un piso de soltero que compartía con dos amigos suyos, guapos como él, por lo que los llamaban «las tres Gracias». «Un día, uno de los hombres que hoy figura entre los más notables del faubourg Saint-Germain, como hubiese dicho Balzac, pero que en un primer período bastante penoso manifestaba gustos extraños, había pedido a mi tío poder ir a ese piso de soltero. Pero nada más llegar no fue a las mujeres, sino a mi tío Palaméde, a quien empezó por declararse. Mi tío fingió que no comprendía, salió con un pretexto en busca de sus dos amigos, volvieron, agarraron al culpable, lo desnudaron, le dieron una paliza de muerte, y con un frío de diez grados bajo cero lo echaron a patadas a la calle donde fue hallado medio muerto, hasta el punto de que se abrió una investigación judicial, y al desgraciado[125] le costó todo el trabajo del mundo conseguir que no siguiese adelante. Hoy mi tío ya no procedería a una ejecución tan cruel, y no puedes figurarte a cuánta gente del pueblo, él, tan altivo con la gente de mundo, muestra su afecto y protege, aunque luego le paguen con la ingratitud. Unas veces se trata de un criado que le ha servido en un hotel y al que coloca en París, otras de un campesino al que costea el aprendizaje de un oficio. Ése es incluso el lado bastante amable que hay en él, por contraste con el lado mundano». Saint-Loup pertenecía, en efecto, a esa clase de jóvenes de la buena sociedad situados a una altura desde la que pueden lanzarse expresiones como: «El lado incluso bastante amable que hay en él, su lado bastante amable», semillas harto preciosas que con notable rapidez producen una forma de concebir las cosas en la que uno no vale nada, y el «pueblo» lo es todo; en suma, todo lo contrario del orgullo plebeyo. «Es difícil de imaginar hasta qué punto, cuando era joven, marcaba el tono y dictaba su ley a toda la buena sociedad. En cualquier circunstancia hacía lo que le parecía más agradable y cómodo, pero enseguida los esnobs lo imitaban. Si en el teatro había sentido sed y había mandado que le trajesen de beber al fondo del palco, los saloncitos situados detrás de todos los demás palcos se llenaban, a la semana siguiente, de refrescos. Un verano muy lluvioso en que tenía un poco de reúma, se había encargado un gabán de una vicuña ligera pero cálida que sólo sirve para hacer mantas de viaje y cuyo dibujo de rayas azules y naranja había respetado. Acto seguido los mejores sastres se vieron encargar por sus clientes abrigos azules y listados de pelo largo. Si por alguna razón deseaba eliminar cualquier tono de solemnidad de una comida en un castillo donde pasaba una jornada, y para poner de relieve ese matiz no había llevado frac y se había sentado a la mesa con la chaqueta de la tarde, se convertía en moda cenar en el campo con chaqueta. Si para comer un pastel utilizaba, en lugar de la cuchara, un tenedor o un cubierto de su invención encargado por él a un orfebre, o incluso los dedos, ya no estaba permitido comer de otra manera. Había tenido ganas de volver a oír ciertos cuartetos de Beethoven (porque pese a todas sus ideas extravagantes no es ningún estúpido, sino persona muy dotada), y había hecho ir todas las semanas a su casa a unos artistas para que se los tocasen a él y a unos pocos amigos. La suprema elegancia de aquel año fue organizar reuniones poco numerosas en la que se oía música de cámara. Creo además que no se ha aburrido mucho en la vida. ¡Guapo como era, no han debido de faltarle mujeres! Aunque no sabría decirle exactamente cuáles, dada su discreción. Pero sé que engañó mucho a mi pobre tía. Lo cual no impide que fuese delicioso con ella, que ella le adorase, y que él la haya llorado durante años. Cuando está en París, todavía va al cementerio casi a diario».
A la mañana siguiente del día en que Robert me había hablado así de su tío mientras lo esperaba, por lo demás inútilmente, al pasar solo delante del casino camino del hotel tuve la sensación de que alguien que no estaba muy lejos de mí me miraba. Volví la cabeza y vi a un hombre de unos cuarenta años, muy alto y bastante grueso, de bigotes muy negros, y que mientras se golpeaba nervioso su pantalón con un bastón de paseo, clavaba en mí unos ojos dilatados por la atención. De vez en cuando los atravesaban en todas direcciones miradas de una actividad extrema como sólo se ven, ante una persona que no conocen, en individuos a quienes esa persona, por un motivo cualquiera, inspira ideas que no se le ocurrirían con otras —por ejemplo con locos o con espías. Lanzó sobre mí una ojeada suprema a un tiempo atrevida, prudente, rápida y profunda, como un último golpe inferido en el momento de darse a la fuga, y después de haber mirado a su alrededor, adoptando de repente una actitud distraída y altiva, con un brusco giro de toda su persona se volvió hacia un cartel en cuya lectura se abstrajo canturreando una melodía y arreglándose la rosa aterciopelada que colgaba de su ojal. Sacó del bolsillo un cuadernito en el que pareció tomar nota del título del espectáculo anunciado, consultó dos o tres veces el reloj, se caló sobre los ojos un sombrero de paja negra cuya ala prolongó con la mano puesta a modo de visera como para ver si llegaba alguien, hizo el gesto de desagrado con el que se da a entender que estamos hartos de esperar, pero que nunca hacemos cuando estamos esperando realmente, y luego, echándose hacia atrás el sombrero y dejando ver un pelo cortado al rape que, sin embargo, admitía en cada lado unas alas de pichón bastante largas y onduladas, exhaló el sonoro resoplido de esas personas que no tienen demasiado calor sino el deseo de aparentar que tienen demasiado calor. Me dio la impresión de una rata de hotel que, habiéndose fijado quizá los días precedentes en mi abuela y en mí, y preparando un golpe, acababa de darse cuenta de que yo le había sorprendido mientras me espiaba; para despistarme, quizá sólo intentaba, con su nueva actitud, expresar distracción e indiferencia, pero lo hacía con una exageración tan agresiva que su objetivo parecía no tanto disipar las sospechas que yo hubiese podido tener como vengar una humillación que, sin darme cuenta, yo le hubiera infligido, sugerirme la idea no tanto de que me había visto como la de que yo era un objeto de importancia demasiado pequeña como para atraer su atención. Arqueaba el tronco en son de bravata, apretaba los labios, estiraba las guías del bigote e infundía a su mirada una pizca de indiferencia, de dureza, casi insultante. Hasta el punto de que la singularidad de su expresión me hacía tomarle unas veces por un ladrón y otras por un loco. Vestía, sin embargo, de una manera extremadamente cuidada y mucho más seria y sencilla que la de todos los bañistas que yo veía en Balbec, y tranquilizadora para mi chaqueta tan humillada muchas veces por la blancura resplandeciente y vulgar de sus trajes de playa. Pero la abuela venía a mi encuentro, dimos una vuelta juntos, y una hora más tarde estaba yo esperándola delante del hotel, donde ella había entrado un momento, cuando vi salir a Mme. de Villeparisis con Robert de Saint-Loup y el desconocido que se había quedado mirándome con tanta fijeza delante del casino. Con la rapidez del relámpago su mirada me traspasó lo mismo que en el instante de nuestro primer encuentro, y, como si no me hubiese visto, volvió a colocar delante de sus ojos, ligeramente baja, embotada, como la mirada neutra que finge no ver nada hacia fuera y es incapaz de leer nada dentro, la mirada que sólo expresa la satisfacción de sentir a su alrededor las pestañas que entreabre con su beatífica redondez, la mirada devota y dulzarrona de ciertos hipócritas, la mirada fatua de ciertos cretinos. Vi que se había cambiado de traje. El que llevaba era todavía más oscuro; y es que sin duda la verdadera elegancia está menos lejos de la sencillez que la falsa; pero había otra cosa: desde algo más cerca se notaba que si el color estaba casi totalmente ausente de su ropa, no era porque quien lo había desterrado fuese indiferente a él, sino más bien porque, por una razón cualquiera, se lo prohibía. Y la sobriedad que dejaba traslucir más parecía proceder de la obediencia a una dieta que de la falta de apetito. Un hilo de color verde oscuro armonizaba en el tejido del pantalón con la raya de los calcetines, con un refinamiento que delataba la vivacidad de un gusto constantemente reprimido y al que por tolerancia se había hecho esa sola concesión, mientras en la corbata una pinta roja resultaba imperceptible como una libertad que no nos atrevemos a tomar. «¿Cómo está usted? Le presento a mi sobrino, el barón de Guermantes», me dijo Mme. de Villeparisis, mientras el desconocido, sin mirarme, murmuraba un vago «Encantado» al que añadió unos «hum, hum, hum» para dar a su amabilidad un toque de cosa forzada, y replegando el meñique, el índice y el pulgar, me tendía el medio y el anular, desprovistos de sortijas, que yo estreché bajo su guante de piel de Suecia; luego, sin haber levantado los ojos hacia mí, se volvió hacia Mme. de Villeparisis. «Dios mío, ¿dónde tendré la cabeza?, dijo ésta; resulta que te llamo barón de Guermantes. Le presento al barón de Charlus. Después de todo, no es tan grande el error, añadió, porque de cualquier modo eres un Guermantes».
Entretanto salía mi abuela, y nos pusimos a caminar juntos. El tío de Saint-Loup no me honró no sólo con una palabra, sino ni siquiera con una mirada. Si se fijaba en los desconocidos (y durante ese breve paseo lanzó dos o tres veces su terrible y profunda mirada como una sonda sobre gentes insignificantes y de la extracción más humilde que pasaban), en cambio en ningún momento miraba, a juzgar por mí, a las personas que conocía, como un policía en misión secreta que excluye a los amigos de su vigilancia profesional. Dejando que hablasen juntos mi abuela, Mme. de Villeparisis y él, retuve un poco atrás a Saint-Loup: «Dígame, ¿he oído bien? Mme. de Villeparisis le ha dicho al tío de usted que también era un Guermantes». «Pues claro, naturalmente, es Palaméde de Guermantes». —«¿Pero de los mismos Guermantes que tienen un castillo cerca de Combray y que pretenden descender de Genoveva de Brabante?»— «Desde luego: mi tío, que es heráldico a más no poder, le respondería que nuestro grito, nuestro grito de guerra, que luego fue Passavant, al principio era “Combrayisis”, dijo echándose a reír para no parecer vanidoso de aquella prerrogativa del grito que sólo poseían las casas cuasi soberanas, los grandes jefes de mesnadas. Es el hermano del actual propietario del castillo[126]». Así pues, era pariente, y muy cercana, de los Guermantes aquella Mme. de Villeparisis que para mí sólo fue durante mucho tiempo la dama que me había regalado, cuando yo era pequeño, una caja de chocolatinas sostenida por un pato, más alejada entonces de La parte de Guermantes que si hubiese estado encerrada en la parte de Méséglise, menos brillante, menos considerada por mí que el óptico de Combray, y que ahora sufría bruscamente uno de esos realces fantásticos, paralelos a las devaluaciones no menos imprevistas de otros objetos que poseemos, y que —tanto unos como otras— introducen en nuestra adolescencia y en las partes de nuestra vida en que persiste algo de nuestra adolescencia, cambios tan numerosos como las metamorfosis de Ovidio. «¿Es cierto que en ese castillo están todos los bustos de los antiguos señores de Guermantes?». —«Sí, y qué hermoso espectáculo, dijo irónico Saint-Loup. Dicho sea entre nosotros, a mí todas esas cosas me parecen un tanto ridículas. Pero hay en Guermantes, ¡cosa de bastante mayor interés!, un retrato muy impresionante de mi tía, obra de Carriére[127]. Es hermoso como un Whistler o un Velázquez, añadió Saint-Loup, quien, en su ardor de neófito, no siempre respetaba con exactitud la escala de las grandezas. También hay cuadros emocionantes de Gustave Moreau. Mi tía es sobrina de su amiga de usted, Mme. de Villeparisis, se crió con ella y se casó con su primo, que también era sobrino de mi tía Villeparisis, el actual duque de Guermantes». —«Entonces ¿qué es el tío de usted?»— «Lleva el título de barón de Charlus. Normalmente, al morir mi tío abuelo, el tío Palaméde habría debido asumir el título de príncipe des Laumes, que era el de su hermano antes de convertirse en duque de Guermantes, porque en esa familia cambian de apellido como de camisa. Pero mi tío tiene ideas propias sobre todo esto. Y como le parece que se abusa un poco de ducados italianos, grandezas de España, etc., y aunque pudo elegir entre cuatro o cinco títulos de príncipe, ha conservado el de barón de Charlus, a modo de protesta y con una sencillez aparente en la que hay mucho orgullo. “Hoy día, dice, todo el mundo es príncipe, por eso se necesita tener algo que le distinga a uno; tomaré un título de príncipe cuando quiera viajar de incógnito”. Según él, no hay título más antiguo que el de barón de Charlus; para demostrarle a usted que es anterior al de los Montmorency, que pretenden ser, sin serlo, los primeros barones de Francia cuando sólo lo fueron de Tile de France donde estaba su feudo, mi tío puede pasarse horas dándole explicaciones, y lo hará con mucho gusto porque, aunque persona muy sutil, muy dotada, eso le parece un tema de conversación del más vivo interés, dijo Saint-Loup con una sonrisa. Pero como yo no soy como él, no me haga usted hablar de genealogía, no conozco nada más aburrido, más deprimente, la existencia es demasiado breve para ocuparse de cosas así». Ahora reconocía en la mirada dura que un rato antes, junto al casino, me había hecho volverme, aquella otra que había visto clavada sobre mí en Tansonville en el momento en que Mme. Swann había llamado a Gilberte. «Pero entre las numerosas amantes que me ha dicho usted que ha tenido su tío, M. de Charlus, ¿no estaba Mme. Swann?». —«Oh, no, nada de eso. Quiero decir que es un gran amigo de Swann y siempre le ha apoyado mucho. Pero nunca se ha dicho que fuese el amante de su mujer. Causaría usted mucho estupor en sociedad, si diese la impresión de creer eso». No me atreví a replicarle que mayor lo habría causado en Combray si hubiese dado la impresión de no creerlo.
Mi abuela quedó fascinada por M. de Charlus. Indudablemente éste atribuía una importancia extrema a todas las cuestiones de linaje y de posición social, y mi abuela lo había notado, pero sin la mínima huella de esa severidad en la que suelen confluir una secreta envidia y la irritación de ver a otro disfrutar de ventajas que uno querría y no puede poseer. Como por el contrario la abuela estaba contenta con su suerte y no deploraba en absoluto el hecho de no vivir en una sociedad más brillante, sólo recurría a su inteligencia para observar los defectos de M. de Charlus, hablaba del tío de Saint-Loup con esa benevolencia despegada, risueña, casi simpática, con que recompensamos al objeto de nuestra desinteresada observación por el placer que nos procura, tanto más cuanto que, en este caso, el objeto era un personaje cuyas pretensiones, que a la abuela le parecían si no legítimas al menos pintorescas, lo hacían tan distinto de las personas a las que por lo general tenía ella ocasión de ver. Pero era sobre todo por la inteligencia y la sensibilidad que en M. de Charlus se adivinaban extremadamente vivas, al contrario de tantas gentes de mundo de las que se burlaba Saint-Loup, por lo que la abuela le había perdonado sin demasiado esfuerzo su prejuicio aristocrático. Prejuicio que el tío, sin embargo, a diferencia del sobrino, no había sacrificado a cualidades más elevadas. M. de Charlus más bien lo había conciliado con ellas. Poseedor, como descendiente de los duques de Nemours y de los príncipes de Lamballe[128], de archivos, muebles, tapices, retratos hechos para sus antepasados por Rafael, por Velázquez, por Boucher[129], pudiendo decir con todo derecho que para «visitar» un museo y una incomparable biblioteca le bastaba recorrer sus recuerdos de familia, situaba por el contrario en el rango del que su sobrino la había destronado toda la herencia de la aristocrática. También puede ser que, menos ideólogo que Saint-Loup, menos dispuesto a contentarse con palabras y observador más realista de los hombres, no quisiese descuidar un elemento de prestigio esencial a sus ojos, y que, además de ofrecer a su imaginación goces desinteresados, podía ser con frecuencia una ayuda de poderosa eficacia para su actividad utilitaria. Sigue abierto el debate entre los individuos de esta clase y los que, obedeciendo al ideal interior que los impulsa a desprenderse de esos privilegios para buscar únicamente su realización, semejantes en esto a los pintores, a los escritores que renuncian a su virtuosismo, a los pueblos artistas que se modernizan, a los pueblos guerreros que toman la iniciativa del desarme universal, a los gobiernos absolutos que se vuelven democráticos y abrogan duras leyes, muy a menudo sin que la realidad recompense su noble esfuerzo; porque los unos pierden su talento, los otros su secular supremacía; el pacifismo multiplica en ocasiones las guerras y la indulgencia la criminalidad. Si los esfuerzos de sinceridad y de emancipación de Saint-Loup no podían ser considerados sino como muy nobles, a juzgar por el resultado exterior había motivos para felicitarse de que hubiesen faltado en M. de Charlus, que había mandado trasladar a su casa una gran parte de las admirables boiseries del palacete Guermantes en vez de cambiarlos, como su sobrino, por un mobiliario modern style, por obras de Lebourg y de Guillaumin[130]. No es menos cierto que el ideal de M. de Charlus resultaba muy artificioso, y, si es que tal epíteto puede aplicarse a la palabra ideal, tan mundano como artístico. En algunas mujeres de gran belleza y exquisita cultura, descendientes de aquellas damas que dos siglos antes habían participado en toda la gloria y toda la elegancia del ancien régime, hallaba una distinción que sólo le permitía encontrarse a gusto con ellas, y sin duda la admiración que por ellas sentía era sincera, pero a este sentimiento contribuían en buena medida numerosas reminiscencia históricas y artísticas evocadas por sus apellidos, del mismo modo que los recuerdos de la Antigüedad son una de las razones del placer que un literato siente leyendo una oda de Horacio, inferior en sí misma acaso a poemas de nuestros días que dejarían a ese mismo literato indiferente. Comparada con una graciosa burguesa, cada una de aquellas damas era para él lo que a un cuadro contemporáneo representando una carretera o una boda esos cuadros antiguos cuya historia se conoce, empezando por el papa o el rey que los encargaron y siguiendo por este o aquel personaje a cuyo lado su presencia, por donación, compra, conquista o herencia, nos recuerda algún acontecimiento o cuando menos alguna alianza de relieve histórico, unos cuadros por consiguiente a los que los conocimientos que hemos adquirido prestan una utilidad nueva y acrecientan el sentimiento de la riqueza de las posesiones de nuestra memoria o de nuestra erudición. M. de Charlus se felicitaba de que un prejuicio análogo al suyo, impidiendo a varias grandes damas mantener trato con mujeres de sangre menos pura, se las ofreciese a su culto intactas en su inalterada nobleza, como una de aquellas fachadas del siglo XVIII, sustentada por columnas lisas de mármol rosa y a la que nada han cambiado los nuevos tiempos.
El señor de Charlus celebraba la verdadera nobleza de espíritu y de corazón de aquellas mujeres, jugando así sobre esa palabra con un equívoco con el que se engañaba a sí mismo y en el que anidaba la falacia de esa concepción bastarda, de esa mezcolanza de aristocracia, generosidad y arte, pero también su seducción, peligrosa para criaturas como mi abuela, a quien el prejuicio más grosero, pero más inocente, de un noble que sólo piensa en sus cuarteles sin preocuparse de nada más, hubiese parecido demasiado ridículo, pero que quedaba indefensa en cuanto alguna cosa se presentaba bajo las apariencias de una superioridad intelectual, hasta el punto de parecerle los príncipes envidiables por encima de todos los hombres porque pudieron tener un La Bruyére, un Fénelon como preceptores[131].
Delante del Grand-Hôtel, los tres Guermantes nos dejaron; iban a comer a casa de la princesa de Luxembourg. En el momento en que mi abuela se despedía de Mme. de Villeparisis y Saint-Loup de mi abuela, M. de Charlus, que hasta entonces no me había dirigido la palabra, retrocedió unos pasos y al llegar a mi altura me dijo: «Esta noche tomaré el té después de cenar en el aposento de mi tía Villeparisis. Espero que me haga el placer de venir con su señora abuela». Y volvió a reunirse con la marquesa.
Aunque fuese domingo, no había delante del hotel más coches de punto que al comienzo de la temporada. A la esposa del notario, en particular, le parecía un gasto excesivo alquilar cada vez un carruaje para no ir a casa de los Cambremer, y se contentaba con quedarse en su cuarto. «¿No se encuentra bien Mme. Blandais?, preguntaban al notario; hoy no se la ha visto». —«Le duele un poco la cabeza: el calor, esta tormenta. Le basta cualquier cosilla; pero creo que esta noche la verán. La he aconsejado que baje. Sólo puede hacerle bien».
Al invitarnos al aposento de su tía, a la que indudablemente había avisado, pensaba yo que M. de Charlus había querido reparar la descortesía que me había mostrado durante el paseo de la mañana. Pero cuando, llegado al salón de Mme. de Villeparisis, quise saludar a su sobrino, a pesar de las vueltas que di a su alrededor mientras él, con voz aguda, contaba una historia bastante malévola para uno de sus parientes, no conseguí atrapar su mirada; me decidí a saludarlo, y en voz bastante alta, para advertirle de mi presencia, pero comprendí que ya la había notado porque, antes incluso de que de mis labios saliese una palabra, en el momento en que me inclinaba vi que me tendía los dos dedos para que se los estrechase, sin que ni siquiera hubiese vuelto la vista ni interrumpido la conversación. Evidentemente, me había visto sin aparentarlo, y entonces me di cuenta de que sus ojos nunca estaban clavados en el interlocutor, paseaban constantemente en todas direcciones, como los de ciertos animales asustados, o los de los vendedores ambulantes que, mientras sueltan su cantinela y exhiben su mercancía ilícita, escrutan, sin mover por ello la cabeza, los distintos puntos del horizonte por donde podría llegar la policía. Sin embargo, me extrañaba un poco ver que Mme. de Villeparisis, feliz por nuestra llegada, no parecía haberla esperado, y aún me extrañó más oír a M. de Charlus decirle a la abuela: «Ah, qué buena idea han tenido viniendo, realmente estupenda, ¿verdad, tía?». Sin duda había observado la sorpresa de ésta cuando llegamos y, como hombre acostumbrado a dar el tono, ella, pensaba que, para trocar esa sorpresa en alegría, bastaría con poner de manifiesto la que él mismo la sentía, que ése era el sentimiento que debía despertar nuestra llegada. Y calculaba bien, porque Mme. de Villeparisis, que tenía en mucha consideración a su sobrino y sabía lo difícil que era resultarle agradable, de pronto pareció haber encontrado nuevas cualidades en la abuela y no dejó de festejarla. Mas yo no podía entender que M. de Charlus hubiese olvidado en unas pocas horas la invitación tan breve, pero en apariencia tan intencionada, tan premeditada, que me había dirigido aquella misma mañana y que atribuyese a la abuela, calificándola de «buena», una idea exclusivamente suya. Con un escrúpulo de precisión que conservé hasta la edad en que comprendí que no es preguntando a una persona como se entera uno de la verdad de sus intenciones, y que un malentendido que probablemente nadie ha de advertir es menos peligroso que el de una ingenua insistencia: «Pero, señor, le dije, ¿no se acuerda de que ha sido usted quien nos ha pedido que viniésemos esta noche?». Ningún movimiento, ningún sonido permitió suponer que M. de Charlus hubiese oído mi pregunta. Al verlo, la repetí, como los diplomáticos o los jóvenes que, peleados, ponen una buena voluntad incansable e inútil en la tentativa de conseguir aclaraciones que el adversario está decidido a no dar. M. de Charlus tampoco respondió esta vez. Me pareció ver flotar sobre sus labios la sonrisa de quienes juzgan desde muy alto los caracteres y las educaciones.
Ya que él rechazaba cualquier explicación, traté de formarme una, y sólo conseguí quedarme dudando entre varias, de las que ninguna podía ser la buena. Acaso no se acordaba, o acaso era yo quien había entendido mal lo que me había dicho por la mañana… Más probablemente era que el orgullo le impidiese dar la impresión de haber buscado atraerse a gentes que despreciaba, y prefería descargar sobre ellas la iniciativa de la visita. Pero entonces, si nos despreciaba, ¿por qué había querido que fuésemos, o mejor dicho que fuese la abuela, dado que, de nosotros dos, fiie sólo a ella a quien dirigió la palabra durante la velada y ni una sola vez a mí? Mientras charlaba muy animadamente con ella así como con Mme. de Villeparisis, oculto en cierto modo detrás de ellas, como si estuviese en el fondo de un palco, se limitaba a volver de vez en cuando la mirada escrutadora de sus penetrantes ojos y a fijarla en mi rostro con la misma seriedad, el mismo aire preocupado, que si hubiese sido un manuscrito difícil de descifrar.
Indudablemente, de no haber tenido aquellos ojos, el rostro de M. de Charlus habría sido igual al de muchos otros hombres agraciados. Y cuando, hablándome de otros Guermantes, Saint-Loup me dijo más tarde: «Caray, les falta ese aire de raza, de gran señor hasta la punta de las uñas que tiene mi tío Palaméde», confirmándome que el aire de raza y la distinción aristocráticos no eran nada misterioso y nuevo, sino que consistían en unos elementos que yo había reconocido sin esfuerzo y sin experimentar ninguna impresión particular, debía sentir disiparse una de mis ilusiones. Mas de nada servía que M. de Charlus cerrase herméticamente la expresión de aquel rostro, al que una leve capa de polvos daba cierta apariencia de cara de teatro: los ojos eran una especie de rendija, una especie de tronera, la única que no había podido taponar, y por donde, según la posición que se ocupase respecto a él, uno se sentía bruscamente atravesado por el reflejo de algún artefacto interno que parecía no tener nada de tranquilizador, ni siquiera para quien, sin saber dominarlo por completo, lo llevaba dentro de sí, en estado de equilibrio inestable y siempre a punto de estallar; y la expresión circunspecta e incesantemente inquieta de aquellos ojos, con toda la fatiga que, a su alrededor, hasta unas ojeras muy bajas y profundas, se difundía por el rostro, por más arreglado y compuesto que estuviese, hacía pensar en algo incógnito, en algún disfraz de un hombre poderoso en peligro, o simplemente de un individuo peligroso, pero trágico. Me habría gustado adivinar cuál era aquel secreto que los demás hombres no llevaban dentro de sí y que ya me había vuelto tan enigmática la mirada de M. de Charlus cuando le había visto por la mañana junto al casino. Pero con lo que ahora sabía de su parentesco, no podía seguir creyendo ni que fuese el de un ladrón, ni, por lo que oía de su conversación, que fuese el de un loco. Si era tan frío conmigo y tan amable en cambio con la abuela, quizá no se debiese a antipatía personal, porque si en líneas generales era tan benévolo con las mujeres, de cuyos defectos hablaba sin prescindir, habitualmente, de una gran indulgencia, en cambio manifestaba por los hombres, y particularmente por los jóvenes, un odio de una violencia que recordaba la de ciertos misóginos por las mujeres. De dos o tres gigolós que pertenecían a la familia o a la intimidad de Saint-Loup y cuyo nombre citó éste por azar, M. de Charlus dijo, con una expresión casi feroz que contrastaba con su habitual frialdad: «Son pequeños canallas». Comprendí que lo que reprochaba sobre todo a los jóvenes del día era ser demasiado afeminados. «Son auténticas mujeres», decía con desprecio. Pero ¿qué vida no hubiese parecido afeminada comparada con la que, según él, debía llevar un hombre y que nunca le parecía suficientemente enérgica y viril? (Él mismo, en sus marchas a pie, después de horas de caminata, se lanzaba ardiendo de calor a ríos helados). No admitía siquiera que un hombre llevase ni un solo anillo. Pero este prejuicio de virilidad no le impedía poseer las cualidades de sensibilidad más finas. A Mme. de Villeparisis, que le rogaba describir para mi abuela un castillo donde había morado Mme. de Sévigné, añadiendo que para ella había algo de literatura en su desesperación por verse separada de aquella aburrida Mme. de Grignan, le respondió: «Al contrario, nada me parece más auténtico. Además era una época donde esos sentimientos se comprendían muy bien. El habitante del Monomotapa de La Fontaine [132] corriendo a casa del amigo que le ha parecido algo triste durante el sueño, o el palomo para el que el mayor de los males es la ausencia de otro palomo, acaso le parezcan, tía, tan exagerados como Mme. de Sévigné, impaciente porque llegue el momento de quedarse a solas con su hija. Es tan hermoso lo que dice cuando se despiden: “Esta separación me causa tal dolor en el alma que siento como una dolencia del cuerpo. En la ausencia, una es pródiga con las horas. Avanzamos en un tiempo al que aspiramos[133]”». Mi abuela estaba encantada oyendo hablar de aquellas cartas exactamente de la forma en que ella lo hubiese hecho. Le extrañaba que un hombre pudiese comprenderlas tan bien. En M. de Charlus percibía unas delicadezas y una sensibilidad femeninas. Luego, cuando estuvimos a solas y hablamos juntos de él, nos dijimos que había debido de sufrir la influencia profunda de una mujer, su madre, o más tarde su hija si es que había tenido hijos. Para mis adentros pensé: «Una amante», remitiéndome a la influencia que la de Saint-Loup me parecía haber ejercido sobre éste y que me permitía comprender hasta qué punto las mujeres con las que viven afinan a los hombres. «Y una vez al lado de su hija, probablemente no tenía nada que decirle», respondió Mme. de Villeparisis. —«Claro que sí, aunque solo fuese lo que ella llamaba “cosas tan ligeras que sólo vos y yo sabemos apreciarlas[134]”. Y en todo caso, estaba a su lado. Y La Bruyére nos dice que en eso consiste todo». «Estar al lado de las personas que uno ama, hablarles o no hablarles, todo es lo mismo[135]”. Tiene razón; ésa es la única dicha, añadió M. de Charlus con una voz melancólica; porque la vida está tan mal organizada que rara vez se saborea esa dicha; Mme. de Sévigné fue en última instancia menos digna de lástima que otros. Paso una gran parte de su vida junto a la que amaba». —«Olvidas que eso no era amor, que se trataba de su hija». —«Pero lo importante en la vida no es lo que uno ama, prosiguió él en tono competente, perentorio y casi brusco, sino amar. Lo que Mme. de Sévigné sentía por su hija puede aspirar a parecerse a la pasión pintada por Racine en Andromaque o en Phèdre con mayor razón que las vulgares relaciones del joven Sévigné con sus propias amantes[136]. Lo mismo puede decirse del amor de los místicos por su Dios. Las demarcaciones demasiado estrechas que trazamos en torno del amor sólo provienen de nuestra inmensa ignorancia de la vida». —«¿Te gustan mucho Andromaque y Phèdre?», preguntó Saint-Loup a su tío, en un tono ligeramente desdeñoso. —«Hay más verdad en una tragedia de Racine que en todos los dramas de M. Victor Hugo», respondió M. de Charlus. «Realmente es aterradora la gente, me dijo Saint-Loup al oído. ¡Preferir Racine a Victor es cuando menos una enormidad!». Estaba sinceramente entristecido por las palabras de su tío, mas el placer de decir «cuando menos» y sobre todo «enormidad» lo consolaba.
En estas reflexiones sobre la tristeza que se siente viviendo lejos de lo que amamos (que debían llevar a la abuela a decirme que el sobrino de Mme. de Villeparisis entendía infinitamente mejor que su tía ciertas obras, y sobre todo tenía algo que lo ponía muy por encima de la mayoría de las gentes de club), M. de Charlus no sólo dejaba traslucir una finura de sentimiento que rara vez muestran, de hecho, los hombres; su propia voz, parecida a ciertas voces de contralto en las que no se ha educado bastante el registro intermedio y cuyo canto parece el dúo alternado de un joven y de una mujer, se posaba, en el momento de expresar esos pensamientos tan delicados, en ciertas notas altas, asumía una dulzura imprevista y parecía contener coros de novias, de hermanas, que esparcían su ternura. Pero la nidada de muchachas que, con su horror por todo afeminamiento, habría puesto tan nervioso a M. de Charlus de haber sabido que su voz daba la impresión de albergarla, no se limitaba a interpretar, a modular aquellos trozos sentimentales. A menudo, mientras M. de Charlus hablaba, se oía su risa aguda y fresca de colegialas o de coquetas despellejando al prójimo con malicias de deslenguadas y lagartas.
Contó que una mansión que había pertenecido a su familia, en la que había dormido María Antonieta y cuyo parque era de Lenótre[137], pertenecía ahora a los ricos financieros Israel, que la habían comprado. «Israel, ése es al menos el apellido que lleva esa gente, a mí me parece más un término genérico, étnico, que un nombre propio. Quién sabe, quizás esa clase de personas no lleven apellidos y se las designe únicamente por la colectividad a que pertenecen. ¡Da lo mismo! ¡Haber sido la mansión de los Guermantes y pertenecer a los Israel!, exclamó. Esto me recuerda aquella habitación del castillo de Blois donde el guarda que la enseñaba me dijo: Aquí es donde María Estuardo[138] hacía sus oraciones; y en ella es donde guardo yo ahora las escobas. Por supuesto, no quiero saber nada de esa mansión ahora deshonrada, como tampoco de mi prima Clara de Chimay que ha dejado a su marido[139]. Pero conservo la fotografía de la primera aún intacta, lo mismo que la de la princesa cuando sus grandes ojos sólo tenían miradas para mi primo. La fotografía adquiere un poco de la dignidad que le falta cuando deja de ser una reproducción de lo real y nos muestra cosas que ya no existen. Podría darle una, ya que ese género de arquitectura le interesa», le dijo a mi abuela. En ese instante, dándose cuenta de que de su bolsillo sobresalían unos ribetes de color de su pañuelo bordado, se apresuró a meterlo con el gesto asustado de una mujer pudibunda aunque no inocente disimulando encantos que, por exceso de escrúpulo, considera indecentes. «Imagínese, continuó, esa gente ha empezado por destruir el parque de Lenótre, hecho tan punible como dañar un cuadro de Poussin. Esos Israel deberían estar en la cárcel sólo por esto. ¡Verdad es, añadió sonriendo tras una pausa de silencio, que sin duda hay muchas otras cosas por las que deberían estar en ella! En todo caso, puede figurarse el efecto que produce un jardín de estilo inglés delante de una arquitectura como ésa». —«Pero la casa es del mismo estilo que el Petit Trianon, dijo Mme. de Villeparisis, y María Antonieta mandó hacer allí un jardín inglés[140]». —«Que a pesar de todo desluce la fachada de Gabriel, respondió el barón de Charlus. Evidentemente, hoy sería una barbarie destruir el Hameau. Pero, a despecho de lo que hoy pensemos, dudo mucho que, a este respecto, un capricho de Mme. Israel tenga el mismo prestigio que el recuerdo de la reina». Mientras, la abuela me había hecho señas para que subiese a acostarme, pese a la insistencia de Saint-Loup que, para gran vergüenza mía, había aludido delante de M. de Charlus a la tristeza que a menudo sentía yo por la noche antes de dormirme y que a su tío debía de parecerle una cosa muy poco viril. Remoloneé todavía un momento, luego me marché, y fue grande mi sorpresa cuando poco después, habiendo oído llamar a la puerta de mi cuarto y habiendo preguntado quién era, oí la voz de M. de Charlus decir en tono seco. «Soy Charlus. ¿Puedo entrar, señor? Señor, prosiguió en el mismo tono una vez que hubo cerrado la puerta, mi sobrino contaba hace un instante que tenía usted problemas antes de dormirse, y además que admiraba los libros de Bergotte. Como en mi equipaje tengo uno que probablemente no conozca, se lo traigo para ayudarle a pasar estos momentos en que no se siente usted feliz». Emocionado, di las gracias a M. de Charlus y le expresé, por el contrario, mi temor a que la indiscreción de Saint-Loup sobre mi malestar al llegar la noche me hubiese mostrado a sus ojos más estúpido aún de lo que era. «No, no, respondió con un acento más dulce. Quizá carezca usted de mérito personal, ¡son tan pocos los seres que lo tienen! Pero, al menos durante un tiempo, tiene usted juventud, y siempre es un elemento de seducción. Además, señor, no hay tontería mayor que considerar ridículos o censurables los sentimientos que no se experimentan. Yo amo la noche y usted me dice que le da miedo; me gusta oler las rosas y tengo un amigo a quien ese olor da fiebre. ¿Cree que, por eso, me figuro que vale menos que yo? Me esfuerzo por comprender todo y me guardo mucho de condenar nada. En suma, no se queje demasiado, no diré que esas tristezas no sean penosas, sé cuánto se puede sufrir por cosas que los demás no comprenderían. Pero al menos ha puesto usted su cariño en la abuela. Pasa mucho tiempo con ella. Y además es un afecto lícito, quiero decir un afecto correspondido. ¡Hay tantos de los que no puede decirse lo mismo!». Caminaba arriba y abajo por la habitación, mirando aquí un objeto, cogiendo más allá otro. Me daba la impresión de que tenía que anunciarme algo y no encontraba los términos adecuados. «Tengo conmigo otro volumen de Bergotte, voy a buscárselo», añadió, e hizo sonar la campanilla. Al cabo de un momento apareció un groom. «Vaya a buscarme a su maître d’hôtel. Aquí sólo él es capaz de hacer un recado con inteligencia», dijo M. de Charlus con altivez. «¿El señor Aimé, señor?», preguntó el groom. —«No sé su nombre, ah, sí, recuerdo haber oído que lo llamaban Aimé. Vamos, corra, tengo prisa». —«Ahora mismo vendrá, señor, precisamente acabo de verlo abajo», respondió el groom que quería dar la sensación de estar al tanto de todo. Pasó un rato. Volvió el groom. «Señor, M. Aimé está acostado. Pero yo puedo hacer el recado». —«No, basta con que le mande levantarse». —«No puedo, señor, no duerme aquí». —«Entonces, déjenos en paz». —«Pero señor, le dije una vez que se hubo ido el groom, es usted demasiado amable, un solo volumen de Bergotte me bastará». —«Después de todo, eso creo yo». M. de Charlus seguía caminando arriba y abajo. Transcurrieron así algunos minutos, luego, tras un instante de duda y conteniéndose en varias ocasiones, giró sobre sí mismo y con una voz que se había vuelto áspera, me lanzó «Buenas noches, señor» y se fue.
Después de todos los elevados sentimientos que aquella noche le había oído expresar, a la mañana del día siguiente, que era el de su partida, en la playa, en el momento en que iba a tomar mi baño, como M. de Charlus se hubiese acercado para avisarme de que la abuela me esperaba en cuanto saliese del agua, quedé atónito al oírle decirme, pellizcándome el cuello, con una familiaridad y una risa vulgares: «¡Qué, vaya una manera de tomarle el pelo a la abuela, granujilla!». —«¡Cómo, señor, si la adoro!»— «Señor, me dijo alejándose un paso y con aire glacial, es usted joven todavía, debería aprovecharlo para aprender dos cosas, la primera, abstenerse de expresar sentimientos demasiado naturales para no dar lugar a sobreentendidos; la segunda, no lanzarse a responder a las cosas que le dicen sin haberse enterado antes de su significado. Si hace un momento hubiese tomado esa precaución, se habría evitado dar la impresión de hablar a tontas y a locas como un sordo, añadiendo así una ridiculez más a la de llevar esas anclas bordadas en el traje de baño. Le he prestado un libro de Bergotte que necesito. Hágamelo llegar dentro de una hora con ese maître d’hôtel de nombre ridículo y mal llevado, es de suponer que no siga durmiendo a esta hora. Me obliga usted a reconocer que anoche le hablé demasiado de las seducciones de la juventud, le habría prestado un servicio mejor señalándole su atolondramiento, sus inconsecuencias y sus incomprensiones. Espero, señor, que esta pequeña ducha no le resulte menos saludable que el baño. Pero no se quede así parado, porque podría coger frío. Buenos días, señor».
Sin duda se arrepintió de estas palabras, porque poco tiempo después recibí —en una encuadernación de tafilete sobre cuya cubierta había sido incrustada una placa de cuero con incisión representando en semirrelieve una rama de miosotis— el libro que me había prestado y que yo le había hecho llegar, no por Aimé, que estaba «de salida», sino por el liftier.
Una vez que M. de Charlus se hubo marchado, Robert y yo pudimos por fin ir a cenar a casa de Bloch. Ahora bien, durante aquella pequeña fiesta, comprendí que las historias que nuestro compañero encontraba, con excesiva indulgencia, divertidas, eran historias de M. Bloch padre, y que la persona «realmente singular» era siempre uno de sus amigos a quien él juzgaba así. Hay cierto número de personas que admiramos en la infancia, un padre más ingenioso que el resto de la familia, un profesor que adquiere a nuestros ojos la fascinación de la metafísica que nos descubre, un compañero más avanzado que nosotros (es lo que Bloch había sido para mí) que desprecia al Musset de «L'Espoir en Dieu[141]» cuando a nosotros todavía nos gusta, y que, cuando hayamos llegado al viejo Leconte o a Claudel[142], sólo se extasiará con
À Saint-Blaise, à la Zuecca,
Vous étiez, vous étiez bien aise [143] …
(«Por san Blas, en la Zuecca, / estabais, estabais muy contenta…»).
añadiendo encima:
Padoue est un fort bel endroit
Où de très grands docteurs en droit…
Mais j'aime mieux la polenta…
… Passe dans son domino noir
La Troppatelle[144].
«Padua es un lugar muy bello / donde grandísimos doctores en derecho… / Mas yo prefiero la polenta… / Pasa en su dominó negro / la Troppatella».
y de todas las «Nuits» sólo recuerda:
Au Havre, devant l'Atlantique,
À Venise, à Vaffreux Lido,
Où vient sur L'herbe d'un tombeau
Mourir la pâle Adriatique[145].
«En el Havre, ante el Atlántico, / en Venecia, en el horrendo Lido, / donde viene sobre la hierba de una tumba / a morir el pálido Adriático».
Ahora bien, de alguien que admiramos con toda confianza, recogemos y citamos con admiración cosas muy inferiores a otras que, entregados a nuestro propio gusto personal, rechazaríamos severamente, del mismo modo que un escritor utiliza en una novela, so pretexto de que son verdaderas, «palabras» y personajes que en el conjunto vivo son por el contrario un peso muerto, una parte mediocre. Los retratos que Saint-Simon escribió indudablemente sin admirarlos, son admirables, mientras que las agudezas que cita como deliciosas de gentes de ingenio que conoció, resultan mediocres o se han vuelto incomprensibles. No se hubiese dignado inventar lo que cuenta como algo muy sutil o colorido de Mme. Cornuel[146] o de Luis XIV, hecho que por lo demás podemos encontrar en otros muchos y que comporta diversas interpretaciones, de las que en este momento basta retener ésta: en el estado de ánimo en que uno «observa» está muy por debajo del nivel en que está cuando crea.
Incrustado en mi compañero Bloch había pues un Bloch padre que, con un retraso de cuarenta años sobre su hijo, contaba anécdotas extravagantes y, desde el fondo de mi amigo, se reía lo mismo que el Bloch padre auténtico y visible, porque a la risa que este último soltaba
no sin repetir dos o tres veces la última palabra para que su público saborease bien la historia, se añadía la risa ruidosa con que el hijo no dejaba de saludar en la mesa las historias de su padre. Por eso, después de haber dicho las cosas más agudas, el Bloch joven, mostrando la aportación recibida de su familia, nos contaba por trigésima vez algunas de las gracias que Bloch padre sólo sacaba (al mismo tiempo que su levita) los días solemnes en que Bloch hijo llevaba a alguien que mereciese la pena deslumbrar: uno de sus profesores, un «colega» que ganaba todos los premios o, aquella noche, Saint-Loup y yo. Por ejemplo: «Un crítico militar muy experto, que científicamente había deducido, con pruebas en la mano, por qué infalibles razones, en la guerra ruso-japonesa, los japoneses saldrían derrotados y los rusos vencerían[147]», o también: «Es un hombre eminente que pasa por un gran financiero en los medios políticos y por un gran político en los medios financieros». Eran anécdotas intercambiables con una del barón de Rothschild y otra de sir Rufus Israel, personajes puestos en escena de una manera equívoca que podía dar a entender que M. Bloch los había conocido personalmente.
Yo mismo caí en la trampa y, por el modo en que M. Bloch padre habló de Bergotte, también creí que era viejo amigo suyo. Pero M. Bloch conocía a todas las celebridades «sin conocerlas», por haberlas visto de lejos en el teatro, en los bulevares. Llegaba a imaginarse además que su propia cara, su nombre y su personalidad no les eran desconocidos y que, cuando lo veían, a menudo estaban obligados a reprimir un furtivo deseo de saludarle. Que los hombres de mundo conozcan a los hombres de talento, en vivo, que los reciban a cenar, no implica que por eso los comprendan mejor. Pero cuando se ha vivido algo en el gran mundo, la estupidez de sus habitantes os hace desear demasiado vivir, y suponer demasiada inteligencia, en los ambientes oscuros donde sólo se conoce «sin conocer». De ello iba a darme cuenta hablando de Bergotte. M. Bloch no era el único que tenía éxito en su casa. Mi compañero lo tenía más aún con sus hermanas, a las que no cesaba de interpelar en tono gruñón, hundiendo la nariz en su plato; así las hacía llorar de risa. Habían adoptado además el lenguaje del hermano, que hablaban con soltura, como si hubiese sido obligatorio y el único digno de ser usado por personas inteligentes. Cuando nosotros llegamos, la mayor dijo a una de las pequeñas: «Vete a avisar a nuestro prudente padre y a nuestra venerable madre». —«Perras, les dijo Bloch, os presento al caballero Saint-Loup, el de las jabalinas ligeras, que ha venido a pasar unos días de Donciéres, la de moradas de piedra pulida, fecunda en caballos». Como su vulgaridad era equiparable a su erudición, el discurso solía terminar con alguna broma menos homérica: «Vamos, cerrad un poco más vuestros peplos de hermosos broches, ¿qué zalamerías son ésas? ¡Después de todo no es mi padre[148]!». Y las señoritas Bloch se derrumbaban en una tempestad de risas. Yo le dije a su hermano cuántas alegrías me había procurado al recomendarme la lectura de Bergotte cuyos libros había adorado.
El señor Bloch padre que no conocía a Bergotte más que de lejos, y la vida de Bergotte sólo por las habladurías del patio de butacas, tenía una manera no menos indirecta de tener conocimiento de sus obras, con la ayuda de juicios de apariencia literaria. Vivía en el mundo del poco más o menos, donde se saluda en el vacío, donde se juzga en falso. En ese mundo, la inexactitud y la incompetencia no menguan la seguridad, al contrario. Gracias al benéfico milagro del amor propio, y dado que son pocas las personas que pueden tener amistades brillantes y conocimientos sólidos, cuantos carecen de ellos se creen incluso los más privilegiados porque la óptica de las escalas sociales hace que cualquier rango parezca el mejor a quien lo ocupa y que ve menos favorecidos que él, desafortunados y dignos de lástima, a los más grandes, a los que nombra y calumnia sin conocerlos, y juzga y desprecia sin comprenderlos. Y en los casos en que la multiplicación de los débiles méritos personales realizada por el amor propio no bastaría para asegurar a cada uno la dosis de felicidad, superior a la concedida a los otros, que le resulta necesaria, ahí está la envidia para colmar la diferencia. Verdad es que, cuando la envidia se expresa en frases desdeñosas, hay que traducir: «No quiero conocerle» por «no puedo conocerle». Éste es el sentido intelectual. Pero el sentido pasional es de hecho: «No quiero conocerle». Se sabe que no es cierto, pero no se dice sin embargo por simple artificio, se dice porque se siente así, y ello basta para suprimir la distancia, es decir para la felicidad.
Como de este modo el egocentrismo permite a cada ser humano ver el universo tendido a sus pies y a uno mismo como su rey, M. Bloch se permitía el lujo de ser un rey despiadado cuando, por la mañana, mientras tomaba su chocolate, al ver la firma de Bergotte al pie de un artículo en el periódico apenas entreabierto, le otorgaba desdeñosamente una audiencia abreviada, emitía su sentencia y se otorgaba el confortable placer de repetir entre cada sorbo del hirviente brebaje: «Este Bergotte se ha vuelto ilegible. ¡Qué aburrido puede llegar a ser este animal! Es como para darse de baja en la suscripción. ¡Qué embrollado todo! ¡Qué rollo!». Y untaba otra rebanada.
Aquella ilusoria importancia de M. Bloch padre se había extendido por otro lado un poco más allá del círculo de su propia percepción. En primer lugar, sus hijos lo consideraban un hombre superior. Los hijos siempre tienden bien a despreciar, bien a sobrevalorar a sus padres, y para un buen hijo su padre es siempre el mejor de los padres, al margen incluso de cualquier razón objetiva para admirarlo. Y tales razones no faltaban del todo en el caso de M. Bloch, hombre instruido, agudo y afectuoso con los suyos. Entre los familiares más allegados, se divertían con él de un modo especial; mientras en «sociedad» se juzga a la gente de acuerdo con un patrón por lo demás absurdo y según unas reglas falsas pero rígidas, por comparación con el conjunto de las demás personas elegantes, en el troceamiento de la vida burguesa, en cambio, las cenas y las veladas familiares giran en torno a personas que han sido declaradas agradables, divertidas, y que en el gran mundo no aguantarían dos noches en cartel. En ese medio, en fin, donde no existen las grandezas ficticias de la aristocracia, se las sustituye por distinciones más absurdas todavía. Por eso para su familia y hasta un grado de parentesco muy lejano, un presunto parecido en la forma del bigote y en la parte superior de la nariz hacía que llamasen a M. Bloch el «falso duque dAumale». (En el mundo de los botones de club, uno que lleva el gorro ladeado y la chaqueta muy ceñida para darse aires, según cree, de oficial extranjero, ¿no es para sus camaradas una especie de personaje?).
El parecido era de lo más vago, pero se hubiera dicho que constituía un título. Todos repetían: «¿Bloch? ¿Cuál? ¿El duque d'Aumale[149]?», lo mismo que se dice: «¿La princesa Murat[150]? ¿Cuál? ¿La reina (de Nápoles)?». Cierto número de otros ínfimos indicios terminaban por darle a ojos de su parentela una pretendida distinción. Como no podía permitirse tener coche, M. Bloch alquilaba ciertos días una victoria descubierta de dos caballos de la Compañía y cruzaba el Bois de Boulogne, muellemente tendido de lado en el asiento, con dos dedos apoyados en las sienes y otros dos bajo el mentón, y si la gente que no lo conocía le juzgaba por ello un «jactancioso», en su familia estaban convencidos de que, en cuanto a chic, el tío Salomon habría podido dar lecciones al mismo Gramont-Caderousse[151]. Era de esas personas que cuando mueren, y por haber comido muchas veces en la misma mesa con el redactor jefe de esa hoja en un restaurante de los bulevares, son calificadas de «fisonomía bien conocida de los parisienses», por la crónica de sociedad del Radical[152]. M. Bloch nos confió a Saint-Loup y a mí que Bergotte sabía tan bien las razones por las que él, M. Bloch, no lo saludaba que, cuando lo veía en el teatro o en el círculo, volvía la vista hacia otra parte. Saint-Loup se puso colorado, pensando que ese círculo no podía ser el Jockey del que su padre había sido presidente. Por otra parte, debía de ser un círculo relativamente cerrado, porque, según nos dijo M. Bloch, en ese momento a Bergotte ya lo admitirían. Por eso, con el temor de «subestimar al adversario», Saint-Loup preguntó si aquel círculo era el de la calle Royale[153], considerado «rebajante» por la familia de Saint-Loup y donde sabía que eran admitidos ciertos israelitas. «No, respondió M. Bloch en tono despreocupado, altivo y avergonzado, es un círculo reducido, pero mucho más agradable, el Círculo de los Ganaches. En él se juzga con toda severidad a la galería». —«¿No es Sir Rufus Israel su presidente?», preguntó Bloch hijo a su padre para darle ocasión de una mentira honorable y sin sospechar que aquel financiero no gozaba a ojos de Saint-Loup del mismo prestigio que a los suyos. En realidad, sir Rufus Israel no tenía nada que ver con el Círculo de los Ganaches, pero sí uno de sus empleados. Como estaba en muy buenas relaciones con su patrón, disponía de las tarjetas de visita del gran financiero, y daba una a M. Bloch cuando éste viajaba en alguna línea de las que sir Rufus era administrador, lo cual permitía decir a Bloch padre: «Voy a pasarme por el círculo para pedir una recomendación de sir Rufus». Y la tarjeta le permitía impresionar a los jefes de tren. Las señoritas Bloch manifestaron más interés por Bergotte y, volviendo a él en vez de seguir con los «Ganaches», la menor preguntó a su hermano en el tono más serio del mundo por ignorar la existencia de expresiones distintas a las que empleaba su hermano para designar a las personas de talento: «¿Es realmente un tío asombroso ese Bergotte? ¿Pertenece a la categoría de tipos de primera, de tíos como Villiers[154] o Catulle[155]?»— «Le he visto en varios ensayos generales, dijo M. Nissim Bernard. Es torpe, una especie de Schlemihl[156]». Esta alusión al cuento de Chamisso no tenía nada de grave, pero el epíteto de Schlemihl formaba parte de aquel dialecto medio alemán, medio judío, cuyo uso encantaba a M. Bloch en la intimidad, mientras le parecía vulgar e inoportuno delante de extraños. Por eso lanzó una mirada severa a su tío. «Tiene talento», dijo Bloch. «¡Ah!», exclamó en tono grave la hermana, dando a entender que en aquellas condiciones podían perdonarme. «Todos los escritores tienen talento», observó en tono despectivo M. Bloch padre. «Hasta parece, añadió su hijo levantando el tenedor y entornando los ojos con un gesto diabólicamente irónico, que va a presentarse a la Academia». —«¡Quita allá! No tiene suficiente bagaje, respondió M. Bloch padre, que no parecía sentir por la Academia el mismo desprecio de su hijo y de sus hijas. No tiene el calibre necesario». —«Además, la Academia es un salón y Bergotte no goza de ningún prestigio», declaró el tío heredable de Mme. Bloch, personaje dulce e inofensivo cuyo apellido de Bernard quizá hubiese bastado para despertar por sí solo las dotes de diagnóstico de mi abuelo, aunque no le hubiese parecido suficientemente armónico con un rostro que parecía sacado del palacio de Darío y restaurado por Mme. Dieulafoy[157] si, elegido por algún aficionado ansioso de rematar con una corona oriental aquella figura de Susa, el nombre de pila de Nissim no hubiese hecho planear sobre ella las alas de algún toro androcéfalo de Jorsabad[158]. Pero M. Bloch no cesaba de insultar a su tío, ya fuese porque le irritaba la campechanía indefensa de su víctima, ya porque, como la villa la pagaba M. Nissim Bernard, el beneficiario quisiese demostrar que conservaba su independencia y sobre todo que no trataba de asegurarse con zalamerías la futura herencia del ricacho[159]. A éste, lo que sobre todo le molestaba era aquel trato tan grosero delante del maître d’hotel. Masculló una frase ininteligible en la que sólo se distinguía: «Cuando los mescoreos están ahí». Mescoreo designa en la Biblia al siervo de Dios. En familia, los Bloch utilizaban este término para designar a los criados, y siempre se divertían con él porque la seguridad de no ser entendidos ni por los cristianos ni por los propios criados exaltaba en M. Nissim Bernard y en M. Bloch su doble particularismo de «amos» y de «judíos». Mas esta última causa de satisfacción se tornaba descontento si había gente. Entonces, cuando M. Bloch oía a su tío decir «mescoreos», le parecía que dejaba traslucir demasiado su lado oriental, lo mismo que una cocotte que invita a sus amigas junto con gente bien se enfada si aquéllas aluden a su oficio de cocotte o emplean palabras malsonantes. Por eso, lejos de producir efecto alguno sobre M. Bloch el ruego de su tío, aquél, fuera de sí, no pudo contenerse. Y ya no perdió ocasión de soltar invectivas contra el desventurado tío.
«Naturalmente, cuando hay que decir alguna tontería ridicula, se puede estar seguro de que usted no la desaprovecha. Porque usted sería el primero en lamerle[160] los pies si estuviese aquí», gritó M. Bloch mientras M. Nissim Bernard inclinaba tristemente hacia su plato la barba ensortijada del rey Sargón. Mi compañero, desde que se había dejado la suya, que tenía tan rizada y con reflejos igual de azulados, se parecía mucho a su tío abuelo. «¿Conque es usted hijo del marqués de Marsantes? Pero si yo le conocí mucho», dijo M. Nissim Bernard a Saint-Loup. Me figuré que quería decir «conocido» en el sentido con que el padre de Bloch decía conocer a Bergotte, es decir, de vista. Pero añadió: «Su padre era uno de mis buenos amigos». Mientras, Bloch se había puesto excesivamente colorado, su padre parecía muy contrariado, y las señoritas Bloch trataban de contener la risa. Y es que, en el caso de M. Nissim Bernard el gusto por la ostentación, contenido en M. Bloch padre y en sus hijos, había engendrado el hábito de la mentira perpetua. Por ejemplo, de viaje y en el hotel, M. Nissim Bernard, como habría podido hacer M. Bloch padre, ordenaba a su ayuda de cámara llevarle todos sus periódicos al comedor, en mitad del almuerzo, cuando todo el mundo se encontraba allí, para que se viese que viajaba con su ayuda de cámara. Pero a las personas con quienes se relacionaba en el hotel, el tío les decía, cosa que el sobrino no hubiese hecho nunca, que era senador. Por seguro que estuviese de que un día sabrían que ese título era usurpado, en el momento no podía resistir al impulso de atribuírselo. Para M. Bloch, las mentiras del tío y todos los disgustos que le causaban eran un tormento. «No le haga caso, es amigo de gastar bromas», dijo por lo bajo Saint-Loup, más interesado aún porque sentía mucha curiosidad por la psicología de los embusteros. «Más mentiroso todavía que el itacense Odiseo, a quien Atenea llamaba sin embargo el más mentiroso de los hombres[161]», completó nuestro camarada Bloch. «¡Vaya, qué casualidad!, exclamó M. Nissim Bernard, ¡quién iba a decirme a mí que cenaría con el hijo de mi amigo! Pues en mi casa de París tengo una fotografía de su padre y muchas cartas suyas. Siempre me llamaba “tío”, nunca se supo por qué. Era un hombre encantador, deslumbrante. Recuerdo una cena en mi casa, en Niza, donde también estaban Sardou, Labiche, Augier[162] …». —«Moliere, Racine, Corneille», continuó irónico M. Bloch padre, cuyo hijo remató la enumeración añadiendo: «Plauto, Menandro, Kalidasa[163]». Ofendido, M. Nissim Bernard interrumpió bruscamente su relato y, privándose ascéticamente de un gran placer, permaneció mudo hasta el final de la cena. «Saint-Loup el del broncíneo casco, dijo Bloch, sírvase un poco más de ese pato de muslos pingües de grasa sobre los que ha derramado el ilustre inmolador de aves numerosas libaciones de vino tinto». Por lo general, después de haber sacado de sus bodegas para un compañero notable las historias sobre sir Rufus Israel y otros, M. Bloch, seguro de haber conmovido hasta el enternecimiento a su hijo, se retiraba para no «mancillarse» a ojos del «colegial». Sin embargo, en ocasiones de capital importancia, por ejemplo cuando su hijo pasó el examen de oposición, M. Bloch añadía a la serie habitual de anécdotas esta reflexión irónica, que solía reservar para sus amigos personales y que dedicó a los de Bloch hijo, con gran orgullo por parte de éste: «El gobierno ha estado imperdonable. ¡No ha consultado a M. Coquelin[164]! M. Coquelin ha hecho saber que estaba descontento». (El señor Bloch presumía de ser reaccionario y despreciar a las gentes de teatro).
Pero las señoritas Bloch y su hermano se pusieron rojos hasta las orejas de lo impresionados que quedaron cuando Bloch padre, para mostrarse regio hasta el final con los dos «compinches[165]» de su hijo, mandó traer champán y anunció sin darle importancia que, para «festejarnos», había reservado tres butacas para la representación que esa misma noche daba en el Casino una compañía de ópera cómica. Lamentaba no haber podido conseguir un palco. Estaban todos cogidos. Además, él mismo las había probado a menudo, y se estaba mejor en el patio de butacas. Pero si el defecto de su hijo, es decir lo que su hijo creía invisible para los demás, era la grosería, el del padre era la avaricia. Así que, con el nombre de champán hizo servir un vinillo espumoso en una jarra, y con el de butacas había encargado unas sillas de patio que costaban la mitad, milagrosamente persuadido por la intervención divina de su defecto de que ni en la mesa ni en el teatro (donde todos los palcos estaban vacíos) nadie se daría cuenta de la diferencia. Después de habernos dejado mojar los labios en unas copas lisas que su hijo adornaba con el nombre de «cráteras de flancos profundamente abiertos», M. Bloch nos hizo admirar un cuadro tan estimado por él que se lo llevaba consigo a Balbec. Nos dijo que era un Rubens. Saint-Loup le preguntó ingenuamente si estaba firmado. M. Bloch respondió ruborizándose que había mandado cortar la firma por culpa del marco, cosa que carecía de importancia porque no pensaba venderlo. Luego nos despidió rápidamente para sumergirse en el Journal officiel, cuyos números tenían invadida toda la casa y cuya lectura se le había vuelto necesaria, según nos dijo, «por su situación parlamentaria», sin proporcionarnos más detalles sobre la naturaleza exacta de la misma. «Voy a coger una bufanda, nos dijo Bloch, porque Céfiro y Bóreas se disputan furiosamente el mar fecundo en peces, y a poco que nos retrasemos después del espectáculo, no volveremos antes de las primeras luces de Eos, la de los dedos de púrpura[166]. A propósito, preguntó a Saint-Loup cuando salimos, y yo me eché a temblar porque comprendí que Bloch hablaba en aquel tono irónico refiriéndose a M. de Charlus, ¿quién era el eximio fantoche de traje oscuro que le vi a usted pasear el otro día por la mañana por la playa?». —«Mi tío», respondió Saint-Loup, molesto. Desgraciadamente, una «mete-dura de pata» estaba muy lejos de parecer a Bloch cosa digna de evitarse. Se desternilló de risa: «Mis más expresivos cumplidos, habría debido adivinarlo, tiene un excelente chic, y una impagable facha de chocho de la mejor familia». —«Se equivoca usted de medio a medio, es muy inteligente», replicó Saint-Loup furioso. «Lo lamento, porque entonces es menos perfecto. Además, me gustaría mucho conocerle porque estoy seguro de escribir historias de primer orden sobre tipos así. Verlo pasar es para morirse de risa. Pero dejaría a un lado el aspecto caricaturesco, bastante despreciable en el fondo para un artista enamorado de la belleza plástica de las frases, de esa jeta que, perdóneme, me hizo desternillarme de risa un buen rato, y pondría de relieve el lado aristocrático de su tío, que en última instancia produce un efecto bestial y, pasado el primer momento de risa, impresiona por su gran estilo. Pero, dijo dirigiéndose esta vez a mí, hay algo, en un orden de ideas absolutamente distinto, sobre lo que quiero preguntarte, y cada vez que estamos juntos, algún dios, bienaventurado habitante del Olimpo, me hace olvidarme por completo de pedirte ese dato que ya hubiera podido serme y que seguramente me será de mucha utilidad. ¿Quién es esa hermosa criatura con la que te vi en el Jardín de Aclimatación, acompañada por un caballero a quien creo conocer de vista y por una muchacha de larga cabellera?». Me había dado cuenta de que Mme. Swann no recordaba el nombre de Bloch, puesto que había dicho otro y había calificado a mi amigo de agregado en un ministerio en el que luego nunca se me ocurrió averiguar si había entrado. Pero ¿cómo era posible que Bloch ignorase su nombre si, por lo que entonces ella me había dicho, se lo habían presentado? Estaba tan atónito que permanecí un instante sin contestar. «En cualquier caso, mis cumplidos más expresivos, me dijo, no has debido de aburrirte con ella. Yo la había conocido pocos días antes en el tren del Cinturón[167]. Tuvo a bien desabrochar el suyo en favor de tu servidor, nunca he pasado momentos tan agradables, y estábamos a punto de tomar todas las disposiciones para vernos otro día cuando una persona que ella conocía tuvo el mal gusto de subir en la penúltima estación». El silencio que guardé no pareció ser del agrado de Bloch. «Esperaba saber, gracias a ti, sus señas, me dijo, para ir a degustar a su casa varias veces por semana los placeres de Eros, caros a los dioses, pero no insisto ya que adoptas discreción con una profesional que se me entregó tres veces seguidas y de la manera más refinada, entre París y el Point-du-Jour[168]. Ya volveré a encontrarla alguna otra noche». Fui a ver a Bloch después de aquella cena, él me devolvió la visita, pero yo había salido y, cuando preguntaba por mí, le vio Françoise, que por causalidad, y aunque él hubiese ido a Combray, nunca lo había visto hasta entonces. De modo que sólo sabía que uno «de los señores» que yo conocía había pasado para verme, sin saber «a qué efecto», vestido de cualquier manera y que no le había causado gran impresión. Ahora bien, por más que yo supiese que ciertas ideas sociales de Françoise siempre me resultarían impenetrables, y que en parte quizá se basaban en confusiones de palabras, de nombres trastocados por ella una vez y para siempre, yo, que desde hacía mucho tiempo había renunciado a plantearme preguntas en estos casos, no pude dejar de averiguar, por lo demás inútilmente, qué cosa inmensa podía representar el nombre de Bloch para Françoise. Porque nada más decirle que el joven al que había visto era M. Bloch, retrocedió varios pasos, de grandes que fueron su estupor y su decepción. «¿Cómo? ¿Eso es M. Bloch?», exclamó con gesto aterrado, como si un personaje tan prestigioso hubiese debido tener una apariencia que «revelase» inmediatamente que se estaba en presencia de un grande de la tierra, y, a semejanza de alguien que considera que un personaje histórico no está a la altura de su reputación, repetía, en un tono impresionado y en el que se advertían para el futuro los gérmenes de un escepticismo universal: «¿Cómo? ¡Eso es M. Bloch! ¡Ah, quién lo hubiese dicho al verlo!». Y parecía guardarme rencor como si yo alguna vez le hubiese «sobrevalorado» a Bloch. Sin embargo tuvo la bondad de añadir: «Bueno, por más M. Bloch que sea, el señor bien puede decir que no es menos que él».
Respecto a Saint-Loup, a quien adoraba, pronto sufrió Françoise una desilusión de otra clase, y de menor duración: se enteró de que era republicano. Ahora bien, aunque hablando por ejemplo de la reina de Portugal dijese, con esa falta de respeto que entre la gente del pueblo es el respeto supremo: «Amelia, la hermana de Felipe[169]», Françoise era monárquica. Pero sobre todo que un marqués, y un marqués que la había deslumbrado, fuese partidario de la República, le parecía inconcebible. La ponía de tan mal humor como si yo le hubiese regalado una cajita y, creyéndola de oro, me hubiese dado las gracias con efusión, para luego enterarse por un joyero de que sólo estaba chapada. Se apresuró a retirar su estima a Saint-Loup, pero no tardó en devolvérsela, tras haber reflexionado que, siendo el marqués de Saint-Loup, no podía ser republicano, que se limitaba a fingir por interés, porque con el gobierno que teníamos eso podía convenirle. Cesaron desde ese momento su frialdad hacia él y su despecho conmigo. Y cuando hablaba de Saint-Loup, decía: «Es un hipócrita», con una sonrisa amplia y benévola que permitía comprender que de nuevo le «consideraba» tanto como el primer día y que le había perdonado.
Pero la sinceridad y el desinterés de Saint-Loup eran por el contrario absolutos y era esa misma gran pureza moral la que, no pudiendo quedar plenamente satisfecha en un sentimiento egoísta como el amor, no hallando en él por otro lado la imposibilidad que para mí, por ejemplo, existía de encontrar su alimento espiritual en otra parte que en uno mismo, lo volvía realmente capaz, tanto como a mí incapaz, de amistad.
No se equivocaba menos Françoise sobre Saint-Loup cuando decía que daba la impresión de no despreciar al pueblo, pero que no era cierto, y que bastaba con verle cuando montaba en cólera con su cochero. En efecto, en alguna ocasión Robert le había reñido con cierta dureza, que en su caso indicaba menos sentimiento de diferencia que de igualdad entre las clases. «Pero, me contestó en respuesta a mis reproches por haber tratado con alguna dureza a aquel cochero, ¿por qué tengo que fingir y hablarle con cortesía? ¿No es mi igual? ¿No está tan cerca de mí como mis tíos o mis primos? ¡Se diría que, en opinión de usted, debería tratarlo con miramientos, como a un inferior! Habla usted como un aristócrata», añadió desdeñoso.
En efecto, si había una clase contra la que tuviese prevenciones y manifestase parcialidad, ésta era la aristocracia, hasta el punto de que admitir la superioridad de un hombre de mundo le resultaba tan difícil como fácil le parecía admitir la de un hombre del pueblo. Una vez, cuando le hablaba de la princesa de Luxembourg, a la que yo había encontrado con su tía, me dijo: «Una imbécil, como todas las de su clases. Por otra parte es algo prima mía». Con semejante prejuicio contra las gentes con las que mantenía trato, rara vez acudía a sus reuniones, y la actitud despectiva u hostil que adoptaba en ellas aumentaba más todavía en todos sus parientes cercanos el disgusto por sus relaciones con una mujer «de teatro», relaciones a las que acusaban de serle fatales y, sobre todo, de haber desarrollado en Saint-Loup aquel espíritu de denigración, aquel mal espíritu, de haberlo «desviado», con la esperanza de que se «desclasase» por completo. Por eso, muchos personajes fatuos del faubourg Saint-Germain eran despiadados cuando hablaban de la amante de Robert. «Las rameras hacen su trabajo, decían, valen tanto como las otras; ¡pero ésta, no! ¡No se lo perdonaremos! Está haciendo mucho daño a alguien que amamos». Desde luego, no era el primero al que habían cazado así. Pero los otros se divertían como hombres de mundo, seguían pensando como hombres de mundo en política y en todo. Él, en cambio, según su familia estaba «agriado». No se daban cuenta de que para muchos jóvenes de mundo —que, de otro modo, seguirían siendo incultos de espíritu, toscos en sus amistades, sin gusto ni finura— es con mucha frecuencia su querida la que resulta su verdadero maestro y las relaciones de este tipo la única escuela de moral que los inicia en una cultura superior, en la que aprenden el valor de los conocimientos desinteresados. Hasta entre el bajo pueblo (que desde el punto de vista de la grosería se parece muchas veces al gran mundo), la mujer más sensible, más fina, mas ociosa, manifiesta curiosidad por ciertas delicadezas, respeta algunos atractivos del sentimiento y del arte que, incluso sin comprenderlos, sitúa sin embargo por encima de lo que más codiciable parecía en el hombre: el dinero, la posición. Así que, se trate de la querida de un joven clubman como Saint-Loup o de un joven obrero (los electricistas por ejemplo militan hoy en las filas de la verdadera Caballería), su amante siente por ella demasiada admiración y respeto para no hacerlos extensivos a lo que ella respeta y admira; y para él la escala de valores se invierte. A causa incluso de su sexo, ella es débil, sufre alteraciones nerviosas, inexplicables, que en un hombre, e incluso en otra mujer, una mujer de la que él sea sobrino o primo, habrían hecho sonreír a aquel joven vigoroso. Pero no soporta ver sufrir a la que ama. El joven noble que como Saint-Loup tiene una querida, se acostumbra cuando va a cenar con ella a la taberna a llevar en el bolsillo el valerianato que ella puede necesitar, ordena al mozo, con determinación y sin ironía, que extreme su cuidado para cerrar las puertas sin ruido, que no ponga musgo húmedo sobre la mesa, a fin de evitar a la amiga esas indisposiciones que por su parte nunca ha sentido, que para él forman un mundo oculto en cuya realidad ella le ha enseñado a creer, indisposiciones que ahora compadece sin tener necesidad de conocerlas, que compadecerá incluso cuando sean otras y no ella quienes las sufran. La amante de Saint-Loup —como los primeros monjes de la Edad Media en la cristiandad— le había inculcado piedad hacia los animales, a los que amaba apasionadamente, tanto que nunca daba un paso sin llevar consigo su perro, sus canarios y sus loros; Saint-Loup velaba por ellos con cuidados de madre y trataba de brutos a la gente que no es buena con los animales. Por otro lado, una actriz, o una sedicente actriz como la que vivía con él —fuese inteligente o no, cosa que yo ignoraba—, haciendo que le resultase tedioso el trato de las mujeres de la buena sociedad y considerando un deber ingrato la obligación de ir a una velada, le había preservado del esnobismo y curado de la frivolidad. Si, gracias a ella, las relaciones mundanas ocupaban menos espacio en la vida de su joven amante, a cambio, mientras que si hubiese sido un simple hombre de salón la vanidad o el interés habrían marcado con un tinte de rudeza el trato con sus amistades, su querida le había enseñado a tratarlas con nobleza y refinamiento. Con su instinto de mujer, y apreciando en los hombres sobre todo ciertas cualidades de sensibilidad que, de no ser por ella, su amante tal vez hubiese apreciado mal o tomado a broma, no había tardado en distinguir entre los amigos de Saint-Loup al que sentía por él un verdadero afecto, y en preferirlo. Sabía obligar a su amante a sentir gratitud hacia ese amigo, a demostrársela, a fijarse en las cosas que lo agradaban, en las que lo entristecían. Y al cabo de poco tiempo, Saint-Loup, sin que ella tuviera ya que advertírselo, empezó a preocuparse de todo esto, y en Balbec, donde ella no estaba, por mí, a quien ella nunca había visto y de quien él quizá ni siquiera aún le había hablado en sus cartas, por propio impulso cerraba la ventanilla del coche en que yo estaba, se llevaba las flores que me hacían sentirme mal, y cuando tuvo que despedirse de varias personas a la vez, al marcharse se las arregló para decirles adiós un poco antes y quedarse a solas y en último lugar conmigo, para marcar una diferencia entre ellas y yo, para tratarme de forma distinta que a los demás. Su amante había abierto su mente a lo invisible, había infundido seriedad a su vida y delicadeza en su corazón, pero todo esto se le escapaba a una familia que, desolada, repetía: «Esa mala pécora acabará matándolo, y mientras tanto lo deshonra». Cierto es que había terminado de sacar de ella todo el bien que podía hacerle; y ahora aquella mujer sólo era causa de un sufrimiento incesante, porque había empezado a detestarle y lo torturaba. Un buen día había empezado a encontrarlo necio y ridículo, porque así se lo habían asegurado los amigos que tenía entre los jóvenes autores y actores, y a su vez repetía lo que le habían dicho con esa pasión, esa falta absoluta de reservas que siempre demostramos cuando provienen de fuera y adoptamos opiniones y costumbres que hasta ese momento ignorábamos por completo. Como aquellos cómicos, proclamaba que entre ella y Saint-Loup había un abismo infranqueable, porque eran de otra raza, porque ella era una intelectual mientras él, aunque pretendiese serlo, era de nacimiento un enemigo de la inteligencia. Este punto de vista le parecía profundo y trataba de verificarlo en las palabras más insignificantes, en los mínimos gestos de su amante. Pero cuando los mismos amigos la hubieron convencido, además, de que, en una compañía tan poco apropiada para ella, estaba destruyendo las grandes esperanzas que, según decían, había suscitado, que su amante terminaría influyendo sobre ella, que viviendo con él comprometía su futuro de artista, a su desprecio por Saint-Loup se añadió el mismo odio que si él se hubiese empeñado en querer inocularle una enfermedad mortal. Le veía lo menos posible, aunque seguía aplazando el momento de una ruptura definitiva, que a mí me parecía muy poco verosímil. Saint-Loup hacía por ella tales sacrificios que, a menos de que fuese fascinante (porque él nunca había querido enseñarme su fotografía, diciéndome: «En primer lugar no es una belleza, y además porque no sale bien en las fotos, son instantáneas que yo mismo he hecho con mi Kodak[170], y le darían a usted una idea falsa»), parecía difícil que encontrase otro hombre dispuesto a hacerlos similares. No pensaba yo que cierta manía por hacerse un nombre, incluso cuando no se tiene talento, que la estima, la simple estima privada, de personas que os inspiran respeto puedan ser, incluso para una pequeña cocotte (tal vez no fuera éste el caso con la amante de Saint-Loup), motivos más determinantes que el placer mismo de ganar dinero. Saint-Loup, que, sin comprender bien lo que pasaba por la cabeza de su amante, no la creía del todo sincera, ni en los reproches injustos ni en las promesas de amor eterno, tenía sin embargo a ratos la sensación de que en cuanto pudiese rompería con él, y por eso, movido sin duda por el instinto de conservación de su amor, más clarividente acaso de lo que era el propio Saint-Loup, empleando además un espíritu práctico que en él se conciliaba con los arrebatos más grandes y más ciegos del corazón, se había negado a dotarla de un capital, y, aunque había pedido prestada una enorme cantidad de dinero para que no le faltase de nada, no se lo iba entregando sino día a día. Y sin duda, en caso de que realmente hubiese pensado en dejarle, tendría que esperar fríamente a reunir «su hucha», lo cual, con las sumas que Saint-Loup le daba, exigiría desde luego un tiempo muy breve, pero al fin y al cabo un tiempo concedido como suplemento para prolongar la felicidad de mi nuevo amigo —o su desgracia.
Este período dramático de sus relaciones-que ahora había llegado a su punto más agudo, más cruel para Saint-Loup, porque le había prohibido quedarse en París, donde su presencia la irritaba, y le había obligado a pasar su permiso en Balbec, cerca de su guarnición —había comenzado una noche en casa de una tía de Saint-Loup, quien había conseguido de ésta que su amiga fuese para recitar ante numerosos invitados fragmentos de una pieza simbolista que una vez había interpretado en un teatro de vanguardia y por la que le había hecho compartir la admiración que ella misma sentía.
Pero cuando había aparecido, con un gran lirio en la mano, en un vestido copiado del Ancilla Domini[171], después de haber convencido a Robert de que era una auténtica «visión de arte», su entrada había sido acogida por aquella reunión de caballeros de círculo y de duquesas con sonrisas que el tono monótono de la salmodia, la rareza de ciertas palabras y su frecuente repetición habían transformado en accesos de risa, al principio sofocadas y luego tan irresistibles que la pobre recitante no había podido continuar. Al día siguiente, la tía de Saint-Loup había sido unánimemente censurada por haber permitido aparecer en su casa a una artista tan grotesca. Un duque muy conocido no le ocultó que sólo debía culparse a sí misma de aquellas críticas: «¡Además, qué demonio, a nosotros no se nos sacan números de esa fuerza! Si por lo menos esa mujer tuviese talento, pero ni lo tiene ni tendrá nunca ninguno. ¡Caramba! París no es tan estúpido como tanto gustan decir. La sociedad sólo está compuesta de imbéciles. Esta damisela pensó evidentemente que iba a asombrar a París. Pero París no se asombra con tan poco y de todos modos hay cosas que nunca nos harán tragar».
En cuanto a la artista, salió diciendo a Saint-Loup: «Pero ¿en qué casa de pavas, de zorras sin educación y de patanes me has metido? Prefiero que lo sepas, no había ni uno, de los hombres allí presentes, que no me haya guiñado el ojo o dado golpecitos con el pie, y como yo no he hecho caso a sus insinuaciones han intentado vengarse».
Palabras que habían transformado la antipatía de Robert por las gentes de su mundo en un horror mucho más profundo y doloroso y que le inspiraban particularmente quienes menos lo merecían, unos parientes solícitos que, delegados por la familia, habían tratado de persuadir a la amiga de Saint-Loup de que rompiese con él, iniciativa que su querida le presentaba como inspirada por el amor que sentían por ella. Aunque hubiese dejado de tratarlos inmediatamente, Robert pensaba, cuando se encontraba lejos de su amiga como ahora, que ellos u otros lo aprovechaban para volver a la carga y tal vez habían logrado sus favores. Y cuando hablaba de los vividores que engañan a sus amigos, intentan corromper a las mujeres, tratan de llevarlas a casas de citas, su rostro respiraba sufrimiento y odio. «Los mataría con menos remordimiento que a un perro, que por lo menos es un animal agradable, leal y fiel. Esta gente sí que se merece la guillotina, mucho más que los desgraciados impulsados al crimen por la miseria y por la crueldad de los ricos».
Pasaba la mayor parte de su tiempo enviando a su amante cartas y telegramas. Cada vez que, además de haberle prohibido ir a París, ella encontraba, a distancia, el modo de reñir con él, yo me enteraba por su cara descompuesta. Como su querida no le decía nunca lo que tenía que reprocharle, suponiendo que acaso, si no se lo decía, era porque tampoco ella lo sabía y porque simplemente estaba harta de él, Saint-Loup habría querido, sin embargo, tener unas explicaciones, y le escribía: «Dime qué he hecho mal. Estoy dispuesto a reconocer mis errores», porque la pena que sentía acababa por convencerle de que había obrado mal.
Mas ella le hacía esperar indefinidamente unas respuestas que, además, carecían de sentido. Así que casi siempre era con la frente fruncida como yo veía a Saint-Loup volver, y muchas veces con las manos vacías, de correos, adonde —el único, junto con Françoise, de todo el hotel— iba a buscar o a llevar en persona sus cartas, él por impaciencia de enamorado, ella por desconfianza de criada. (Los telegramas le obligaban a una caminata mucho mayor).
Cuando unos días después de la cena en casa de los Bloch la abuela me dijo con aire satisfecho que Saint-Loup acababa de preguntarle si antes de que él se fuese de Balbec no quería que la retratase, y cuando vi que para eso se había puesto su toilette más elegante y dudaba entre distintos peinados, sentí cierta irritación ante aquella niñería que tanto me asombraba en ella. Llegué incluso a preguntarme si no estaría yo equivocado sobre la abuela, si no la ponía a demasiada altura, si estaba tan distante como siempre había creído yo de lo que concernía a su persona, si no tenía lo que más ajeno me parecía a ella, coquetería.
Por desgracia, ese desagrado que me producía aquel proyecto de sesión fotográfica y sobre todo la satisfacción que a la abuela parecía inspirarle, lo dejé traslucir con suficiente claridad como para que Françoise se diese cuenta e involuntariamente se apresurase a incrementarlo echándome un discurso sentimental y emotivo al que no quise parecer que me adhería. «Oh, señor, a esta pobre señora que ha de alegrarse tanto de que la retraten, y que incluso va a ponerse el sombrero que su vieja Françoise le ha arreglado, hay que dejar que lo haga, señor». Me convencí de que no era crueldad de mi parte burlarme de la sensibilidad de Françoise, recordando que mi madre y mi abuela, mis modelos en todo, también lo hacían a menudo. Pero la abuela, dándose cuenta de que parecía enfadado, me dijo que si aquella sesión de pose podía contrariarme, renunciaría. No quise, le aseguré que no veía el menor inconveniente y la dejé arreglarse, mas creí dar muestra de penetración y de fuerza diciéndole unas cuantas frases irónicas e hirientes destinadas a neutralizar el placer que parecía encontrar en el hecho de ser fotografiada, de modo que si fui obligado a ver el magnífico sombrero de la abuela, al menos logré que desapareciese de su semblante aquella expresión gozosa que habría debido hacerme feliz y que, como con tanta frecuencia ocurre mientras todavía están vivas las criaturas que más queremos, nos parece la exasperante manifestación de un defecto mezquino antes que la forma preciosa de la felicidad que tanto desearíamos procurarles. Mi mal humor provenía sobre todo de que aquella semana la abuela me había dado la impresión de rehuirme y de que no había podido tenerla ni un instante para mí, ni de día ni de noche. Cuando por la tarde volvía para estar un rato a solas con ella, me decían que no estaba; o se encerraba con Françoise para celebrar largos conciliábulos que no me estaba permitido interrumpir. Y cuando, después de haber pasado fuera la velada con Saint-Loup, pensaba durante el trayecto de vuelta en el instante en que iba a poder encontrarla y abrazarla, por más que esperaba a que diese en el tabique los habituales golpecitos para decirme que entrase a darle las buenas noches, no oía nada; acababa acostándome algo enfadado con la abuela porque me privaba, con una indiferencia tan nueva de su parte, de una alegría con la que tanto había contado, y seguía, con el corazón palpitante como cuando era niño, escuchando la pared que permanecía muda, y terminaba durmiéndome llorando[172].
Aquel día, como los precedentes, Saint-Loup se había visto obligado a ir a Donciéres, donde, en espera de que volviese de manera definitiva, ahora siempre tendrían necesidad de él hasta el final de la tarde. Yo lamentaba que no estuviese en Balbec. Había visto apearse de un carruaje y entrar, unas en el salón de baile del Casino, otras en la heladería, unas muchachas que, de lejos, me habían parecido fascinantes. Me encontraba en uno de esos períodos de la juventud, carentes de un amor particular, vacantes, en los que —como un enamorado de la mujer que ama— por todas partes uno desea, busca, ve la Belleza. Entonces un solo rasgo real —lo poco que se distingue de una mujer vista de lejos, o de espaldas— nos permite proyectar la Belleza delante de nosotros, nos figuramos haberla reconocido, nuestro corazón late, apresuramos el paso y siempre seguiremos convencidos a medias de que era ella, con tal de que la mujer haya desaparecido: sólo si podemos alcanzarla comprendamos nuestro error.
Por otra parte, más indispuesto cada vez, me veía tentado a sobrestimar los placeres más simples por las dificultades mismas que encontraba para alcanzarlos. Por todas partes creía ver mujeres elegantes, porque estaba demasiado cansado si era en la playa, por mi mucha timidez si era en el Casino o en una pastelería, para acercarme a ellas. Sin embargo, si debía morir pronto, me habría gustado saber cómo estaban hechas de cerca, en realidad, las muchachas más hermosas que puede ofrecer la vida, aunque hubiese sido otro y no yo, nadie incluso, quien debiese aprovechar aquella oferta (de hecho, no me daba cuenta de que en el origen de mi curiosidad había un deseo de posesión). Habría encontrado valor suficiente para entrar en el salón de baile si Saint-Loup hubiese estado conmigo. Pero solo, me quede simplemente delante del Grand-Hôtel esperando el momento de ir a buscar a la abuela, cuando, casi todavía en la otra punta del dique donde con su movimiento formaban una singular mancha, vi avanzar cinco o seis chiquillas, tan distintas por el aspecto y las maneras de todas las personas a que estábamos acostumbrados en Balbec como habría podido serlo, llegada de no se sabe dónde, una bandada de gaviotas que da a pasos contados por la playa —mientras las rezagadas alcanzan a las otras revoloteando— un paseo cuya finalidad resulta tan oscura a los bañistas que parecen no ver, como claramente definida para su mente de pájaros.
Una de aquellas desconocidas empujaba delante de sí, con la mano, una bicicleta[173]; otras dos llevaban clubs[174] de golf; y su indumentaria contrastaba con la de las otras muchachas de Balbec, entre las que había algunas que se dedicaban a los sports, pero sin adoptar para eso un traje especial.
Era la hora en que damas y caballeros iban todos los días a dar su vuelta por el dique, expuestos a los rayos implacables de los impertinentes que sobre ellos clavaba, como si hubiesen sido portadores de alguna tara que ella tenía que inspeccionar hasta en sus menores detalles, la esposa del presidente de Audiencia, orgullosamente sentada delante del quiosco de música, en medio de aquella temida hilera de sillas donde dentro de poco, pasando de actores a críticos, ellos mismos irían a instalarse para juzgar a su vez a los que desfilarían por delante. Todas aquellas personas que caminaban a lo largo del dique balanceándose con tanta violencia como si hubiese sido el puente de un barco (porque no eran capaces de levantar una pierna sin mover al mismo tiempo el brazo, volver la vista, enderezar los hombros, compensar con un movimiento balanceado del lado opuesto el movimiento que acababan de hacer al otro lado, y congestionar el rostro) y que, fingiendo no ver para que se creyese que no se ocupaban de ellas, pero mirando a hurtadillas, para no correr el riesgo de chocar, a las personas que caminaban en la misma dirección o venían en sentido opuesto, terminaban por el contrario chocando, tropezando con ellas, porque a su vez habían sido objeto recíproco de la misma atención secreta, ocultada bajo el mismo desdén aparente; el amor —y en consecuencia el temor— a la muchedumbre es uno de los móviles más poderosos en todos los hombres, ya sea porque traten de agradar a los demás o deslumbrarlos, ya sea para demostrarles que los desprecian. En el solitario, el mismo enclaustramiento absoluto y que a veces dura toda la vida, tiene a menudo por principio un amor desenfrenado por la muchedumbre, que prevalece tanto sobre cualquier otro sentimiento que, en la imposibilidad de lograr, cuando sale, la admiración de la portera, de los transeúntes, del cochero detenido en su parada, prefiere no ser visto nunca por ellos, renunciando así a cualquier actividad que le obligaría a salir.
En medio de todas aquellas gentes, algunas de las cuales perseguían un pensamiento, pero delatando entonces esa actividad mediante gestos bruscos y cierta divagación de la mirada, tan poco armoniosas como la titubeante circunspección de sus vecinos, las niñitas que yo había divisado, con ese dominio de gestos que presta una perfecta flexibilidad del propio cuerpo y un sincero desprecio por el resto de la humanidad, seguían derecho hacia adelante, sin vacilación ni rigidez, ejecutando con toda exactitud los movimientos que querían, con plena independencia de cada uno de sus miembros respecto a los otros, y conservando en la mayor parte de su cuerpo esa inmovilidad tan notable en las buenas bailarinas de valses. Ya no estaban lejos de mí. Aunque cada una fuese un tipo absolutamente distinto de las demás, en todas había belleza; mas, a decir verdad, yo las veía desde hacia tan poco y sin atreverme a mirarlas fijamente que aún no había individualizado a ninguna. Salvo a una, que con su nariz recta y su piel morena destacaba en medio de las otras como, en algún cuadro del Renacimiento, un rey Mago de tipo árabe, a las demás solo las distinguía, a ésta por un par de ojos duros, porfiados y burlones, a aquélla por unas mejillas donde el rosa tenía ese tinte cobrizo que evoca la idea del geranio; más aún, no había asociado de modo indisoluble aquellos rasgos a una muchacha más que a otra; y cuando (según el orden en que se envolvía aquel conjunto, maravilloso porque en él coexistían los aspectos más diversos, y porque todas las gamas de colores figuraban unas al lado de otras, pero que era confuso como una música en la que yo no habría sabido aislar y reconocer en el momento de su paso las frases, percibidas pero inmediatamente después olvidadas) veía emerger un óvalo blanco, unos ojos negros, unos ojos verdes, no sabía si eran los mismos que, un momento antes, ya me habían fascinado, no podía adjudicárselos a una muchacha concreta, a la que hubiese separado del resto y reconocido. Y aquella ausencia, en mi visión, de unas demarcaciones que muy pronto establecería yo entre ellas, propagaba por todo el grupo una fluctuación armoniosa, la translación continua de una belleza fluida, colectiva y móvil.
Quizá no era sólo el azar el que, en la vida, para reunir a aquellas amigas las había escogido todas tan hermosas; quizás aquellas muchachas (cuya actitud bastaba para revelar su naturaleza osada, frívola y dura), extremadamente sensibles a cualquier forma de ridículo y de fealdad, incapaces de soportar un atractivo de orden intelectual o moral, habían encontrado de forma natural, entre las compañeras de su edad, un rasgo común: sentían repulsión por todas aquellas cuyas inclinaciones pensativas o emotivas delataban timidez, embarazo o torpeza, por aquello que debían denominar «un estilo antipático», y las habían mantenido a distancia; mientras que en cambio habían intimado con otras que las atraían con una cierta mezcla de gracia, de desenvoltura y de elegancia física, única forma en la que eran capaces de imaginarse la sinceridad de un carácter seductor y la promesa de buenos ratos de agradable compañía. Quizá también la clase misma a que pertenecían y que yo no habría sabido precisar, se encontraba en ese punto de su evolución en que, sea por su mayor bienestar y posibilidad de ocio, sea gracias a los nuevos hábitos de sport, difundidos incluso entre ciertos medios populares, y de una cultura física a la que aún no se ha sumado la intelectual, un ambiente social comparable a las escuelas de esculturas armoniosas y fecundas que todavía no buscan la expresión atormentada, produce de forma natural, y en abundancia, hermosos cuerpos de bellas piernas, de bellas caderas, de semblantes sanos y sosegados, con un aire de agilidad y de astucia. ¿Y no eran nobles y tranquilos modelos de belleza humana los que yo veía allí, delante del mar, como estatuas expuestas al sol en una ribera de Grecia?
Exactamente como si, desde dentro del grupo que avanzaba a lo largo del dique como un cometa luminoso, hubiesen decidido que la multitud circundante estaba formada por seres de otra raza, cuyo sufrimiento mismo no hubiese podido despertar en ellas un sentimiento de solidaridad, daban la impresión de no verla, obligaban a las personas paradas a echarse a un lado como ante el paso de una máquina que alguien hubiese soltado y de la que no podía esperarse que evitase a los peatones, y a lo sumo se limitaban, cuando algún viejo caballero, cuya existencia no admitían y cuyo contacto rechazaban, había huido con ademanes de temor o de rabia, aunque precipitados y grotescos, a mirarse unas a otras riéndose. Con quienes no formaban parte de su grupo no mostraban ninguna afectación de desprecio, bastaba su desprecio sincero. Pero no podían ver un obstáculo sin divertirse en superarlo tomando impulso a pies juntillas, porque todas estaban henchidas, rebosantes de esa juventud que tanta necesidad tiene de derrochar que, hasta cuando se está triste o enfermo, obedeciendo a las necesidades de la edad más que al humor del día, nunca se deja pasar la ocasión de un salto o de un resbalón sin aprovecharla a conciencia, interrumpiendo, sembrando su marcha lenta —como Chopin la más melancólica de las frases— de graciosas piruetas que mezclan el capricho al virtuosismo. La mujer de un viejo banquero, después de haber dudado entre distintas exposiciones para su marido, lo había sentado en una silla plegable, frente al dique, resguardado por el quiosco de los músicos del viento y del sol. Viéndolo bien instalado, acababa de dejarlo para ir a comprarle un periódico que ella le leería y que lo distraería: breves ausencias en las que lo dejaba solo y que nunca prolongaba mas allá de cinco minutos, que a él ya le parecía mucho, pero repetidas con suficiente frecuencia como para que el anciano esposo al que prodigaba y al mismo tiempo disimulaba sus cuidados tuviese la impresión de encontrarse todavía en estado de vivir como todo el mundo y no tener ninguna necesidad de protección. La tribuna de los músicos formaba encima de él un trampolín natural y tentador por el que, sin la menor vacilación, la mayor de la pandilla se puso a correr; y dio un salto por encima del viejo espantado, cuya gorra marina rozaron sus ágiles pies, para gran diversión de las demás muchachas, sobre todo de un par de ojos verdes en una cara rubicunda que expresaron por aquel acto una admiración y una alegría en la que me pareció percibir un poco de timidez, una timidez avergonzada y fanfarrona que no existía en las otras. «Ese pobre viejo me da pena, tiene pinta de medio muerto», dijo una de aquellas muchachas de voz bronca y con un acento a medias irónico. Dieron todavía unos cuantos pasos, luego se pararon un instante en medio del camino sin preocuparse por interrumpir la circulación de los transeúntes, en una masa de forma irregular, compacta, insólita y chillona, como un conciliábulo de pájaros que se reúnen en el momento de echarse a volar; luego reanudaron su lento paseo a lo largo del malecón, dominando el mar.
Ahora habían dejado de ser indistintos y mezclados sus fascinantes rasgos. Yo las había repartido y aglomerado (a falta del nombre de cada una, que ignoraba) alrededor de la más alta que había saltado por encima del viejo banquero; de la más baja, cuyas mejillas carnosas y rosas y cuyos ojos verdes realzaba el horizonte del mar; de la de tez morena y nariz recta, que contrastaba en medio de las otras; de otra, de rostro blanco como un huevo, sobre el que su naricilla trazaba un arco de circunferencia semejante al pico de un polluelo, un rostro como el que tienen ciertas criaturas jovencísimas; de otra más, alta, envuelta en una esclavina (que le daba un aspecto tan pobre y desmentía tanto su elegante porte que la única explicación que venía a la mente era que sus padres debían de estar bien situados y ponían su amor propio bastante por encima de los bañistas de Balbec y de la elegancia indumentaria de sus propios hijos, tanto como para darles absolutamente igual dejar que pasease por el malecón vestida de un modo que las gentes humildes hubiesen juzgado demasiado modesto); de una muchacha de ojos luminosos, reidores, de mejillas llenas y mates, bajo un polo[175] negro, bien encasquetado en la cabeza, que empujaba una bicicleta con un contoneo de caderas tan desgarbado, y que, cuando pasé a su lado, soltaba unos términos de jerga tan ordinarios y en voz tan alta (entre los que sin embargo distinguí la molesta frase de «vivir su vida») que, abandonando la hipótesis que la esclavina de su compañera me había inducido a bosquejar, llegué más bien a la conclusión de que todas aquellas muchachas pertenecían a la población que frecuenta los velódromos, y que debían de ser las jovencísimas amantes de los corredores ciclistas. En cualquier caso, en ninguna de mis suposiciones figuraba la idea de que pudieran ser virtuosas. Nada más verlas —por la forma en que se miraban riendo, por la mirada insistente de la muchacha de mejillas mates— había comprendido que no lo eran. Además, la abuela siempre había velado por mí con una delicadeza demasiado timorata para no estar seguro de que el conjunto de cosas que no deben hacerse es indivisible, y de que unas muchachas capaces de faltar al respeto a la vejez fuesen a verse contenidas de pronto por escrúpulos cuando se trata de placeres más tentadores que saltar por encima de un octogenario.
Individualizadas ahora, la réplica que se daban unas a otras sus miradas animadas de suficiencia y de espíritu de camaradería, y en las que de cuando en cuando se encendían unas veces el interés, otras la insolente indiferencia que brillaba en todas, según se tratase de sus amigas o de los transeúntes, y también la conciencia misma de desconocerse entre sí con intimidad suficiente para pasear siempre juntas, haciendo «banda aparte», creaban, sin embargo, entre sus cuerpos independientes y separados, a medida que avanzaban lentamente, un lazo invisible, pero armonioso como una misma sombra cálida, como una misma atmósfera, fundiéndolos en un todo tan homogéneo en sus partes como diverso de la muchedumbre en medio de la que avanzaba su lento cortejo.
Por un instante, mientras yo pasaba junto a la morena de carnosas mejillas que empujaba una bicicleta, mis miradas se cruzaron con las suyas, oblicuas y reidoras, lanzadas desde el fondo de aquel mundo inhumano que encerraba la vida de aquella pequeña tribu, inaccesible ignoto adonde desde luego no podía ni llegar ni encontrar acogida la idea de lo que yo era. Muy atenta a las palabras de sus compañeras, aquella joven del polo que le caía muy abajo sobre la frente, ¿me había visto en el momento en que el rayo negro emanado de sus ojos había topado conmigo? Y si me había visto, ¿qué había podido yo representar para ella? ¿Desde el fondo de qué universo me contemplaba? Decirlo me hubiese resultado tan difícil como arduo es, cuando el telescopio nos revela determinadas particularidades en un astro vecino, concluir de ellas que lo habitan seres humanos, que nos ven, y qué ideas ha podido despertar en ellos esa visión.
Si pensáramos que los ojos de una muchacha semejante no son más que una brillante arandela de mica, no sentiríamos la avidez de conocer y unir su vida a nosotros. Pero sentimos que lo que brilla en ese disco reflectante no es debido sólo a su composición material; que son, aunque desconocidas de nosotros, las negras sombras de las ideas que esa criatura se forja de las personas y los lugares que conoce —prados de los hipódromos, arena de los caminos donde, pedaleando por campos y bosques, me hubiese arrastrado aquella pequeña peri[176], más seductora para mí que la del paraíso persa—, y también las sombras de la casa adonde va a volver, los proyectos que hace o que otros han hecho para ella; y, sobre todo, es ella, con sus deseos, sus simpatías, sus repulsiones, su voluntad oscura e incesante. Sabía que no conseguiría poseer a la joven ciclista si no poseía también lo que había en sus ojos. De modo que era toda su vida la que me inspiraba deseo; deseo doloroso, porque lo sentía irrealizable, pero embriagador, porque lo que hasta entonces había sido mi vida, dejando bruscamente de ser mi vida total para convertirse en una mínima parte del espacio que ante mí se extendía, un espacio que yo anhelaba recorrer, y que estaba formado por la vida de aquellas muchachas, me ofrecía esa prolongación, esa multiplicación posible de uno mismo que es la felicidad. E indudablemente, el hecho de que entre nosotros no existiese ningún hábito —tampoco ninguna idea— comunes, debía hacerme más difícil la posibilidad de relacionarme con ellas y agradarles. Pero quizá también gracias a estas diferencias, a la conciencia de que no entraba, en la composición de la naturaleza y de los actos de aquellas muchachas, un solo elemento que yo conociese o poseyese, a la saciedad vino a sucederle dentro de mí la sed —parecida a la que quema una tierra reseca— de una vida que mi alma, por no haber recibido nunca hasta entonces una sola gota, absorbería con mayor avidez, a largos tragos, en una imbibición más perfecta.
Tanto había mirado a la ciclista de ojos brillantes que pareció darse cuenta y dijo a la más alta algo que no oí pero que la hizo reír. A decir verdad, aquella morena no era la que más me gustaba, precisamente por ser morena y porque (desde el día en que había visto a Gilberte en el pequeño repecho de Tansonville) una muchacha pelirroja de piel dorada se convirtió para mí en el ideal inaccesible. Pero a la misma Gilberte, ¿no la había amado sobre todo porque me había parecido nimbada por aquella aureola de ser la amiga de Bergotte, de ir a visitar con él las catedrales? Y de la misma forma, ¿no podía alegrarme de haber visto a aquella morena mirarme (lo cual me hacía suponer que me sería más fácil entrar en relaciones con ella primero), porque ella me presentaría a las demás, a la despiadada que había saltado por encima del viejo, a la cruel que había dicho: «Me da lástima ese pobre viejo», y, una tras otra, a todas aquellas muchachas de las que, por otro lado, tenía el privilegio de ser inseparable compañera? Y sin embargo, la suposición de que un día podría ser amigo de esta o de aquella muchacha, de que aquellos ojos cuyas desconocidas miradas me alcanzaban aveces jugando sobre mí sin darse cuenta, como un efecto de sol sobre una pared, por una alquimia milagrosa, podrían dejar penetrar entre sus inefables parcelas la idea de mi existencia y hasta cierta amistad por mi persona, de que un día yo mismo podría ocupar un sitio entre ellas, en la procesión que desplegaban a lo largo del mar, —esta suposición me parecía encerrar en sí misma una contradicción no menos insoluble que, si ante algún friso antiguo o algún fresco representando un cortejo, se me antojara posible que yo, amado por ellas, ocupase un sitio entre las divinas procesionarias.
¿Era pues irrealizable la dicha de conocer a aquellas muchachas? No sería, desde luego, la primera de ese género a la que yo hubiese renunciado. Me bastaba recordar a tantas desconocidas que, en Balbec incluso, el carruaje alejándose a toda velocidad me había hecho abandonar para siempre. Y hasta el placer mismo que me proporcionaba la pandilla, noble como si la formasen vírgenes helénicas, provenía de que tenía algo de la huida de las muchachas que pasaban por la carretera. Esa fugacidad de los seres que no conocemos, que nos obligan a romper amarras con esa vida habitual en que las mujeres que frecuentamos terminan por revelar sus propias taras, nos pone en ese estado de persecución en el que la imaginación ya no encuentra freno alguno. Pero despojar de la imaginación a nuestros placeres equivale a reducirlos a sí mismos, a nada. Ofrecidas en casa de una de aquellas alcahuetas que, por otra parte, como ya se ha visto, yo no despreciaba, retiradas del elemento que les prestaba tantos matices y tanta vaguedad, aquellas muchachas me hubiesen fascinado menos. Es preciso que la imaginación, despertada por la incertidumbre de poder alcanzar su objeto, cree un objetivo que nos oculte el otro, y sustituyendo el placer de los sentidos por la idea de penetrar en una vida, nos impida reconocer ese placer, experimentar su sabor auténtico, reducirlo a sus justas proporciones.
Es preciso que entre nosotros y el pescado que, si lo viésemos por primera vez servido en una mesa, nos parecería indigno de las mil estratagemas y rodeos que su captura requiere, se interponga, durante las tardes de pesca, el remolino a cuya superficie afloran, sin que sepamos bien qué pretendemos hacer, la lisura de una carne, la indecisión de una forma, en la fluidez de un azul transparente y móvil.
Aquellas muchachas también se beneficiaban de esa mudanza de las proporciones sociales características de la vida de los baños de mar. Todos los privilegios que en nuestro medio habitual nos prolongan, nos engrandecen, allí se vuelven invisibles, quedan de hecho suprimidos; en cambio, las personas a las que sin fundamento alguno se suponen tales privilegios, no avanzan sino agrandadas con una extensión postiza. Era ésta la que facilitaba que unas desconocidas, y aquel día, las muchachas en cuestión, adquiriesen a mis ojos una importancia enorme, e imposibilitaba poner de relieve la que yo podía tener.
Pero si el paseo de la pandilla tenía la ventaja de no ser más que un resumen de la fuga innumerable de paseantes, que siempre me había turbado, en este caso aquella fuga se veía reducida a un movimiento tan lento que se acercaba a la inmovilidad. Ahora bien, precisamente el hecho de que, en una fase tan poco rápida, todavía me pareciesen hermosos unos rostros que ahora no arrastraba ya un torbellino, sino serenos y perfectamente distintos, me impedía creer, como tantas veces había hecho cuando me llevaba el coche de Mme. de Villeparisis, que, desde más cerca, si me hubiese detenido un momento, tales detalles, una piel picada de viruela, un defecto en las aletas de la nariz, una mirada vulgar, la mueca de la sonrisa, un talle sin gracia, hubiesen sustituido en el rostro y en el cuerpo de la mujer aquellos que yo había sin duda imaginado; porque había bastado una bonita línea de cuerpo, una tez fresca entrevista, para que yo le hubiese añadido, con absoluta buena fe, alguna espalda arrebatadora, alguna mirada deliciosa, de las que siempre llevaba dentro de mí el recuerdo o la idea preconcebida, esos desciframientos rápidos de una criatura que vemos de pasada, y que así nos exponen a los mismos errores que esas lecturas demasiado rápidas en las que, por una sola sílaba y sin tomarnos tiempo para identificar las otras, ponemos en el lugar de la palabra que está escrita otra completamente distinta que nos proporciona nuestra memoria. Pero ahora no podía ser así. Me había fijado bien en sus rostros; había visto cada uno de ellos, no en todos sus perfiles, y rara vez de frente, pero, aun así, según dos o tres aspectos bastante distintos para poder hacerme bien la rectificación, bien la verificación y la «prueba» de las diferentes hipótesis de líneas y colores que aventura la primera ojeada, y para ver subsistir en ellos, a través de las sucesivas expresiones, algo inalterablemente material. Por eso, podía decirme con certeza que, ni en París, ni en Balbec, en las hipótesis más favorables sobre lo que habrían podido ser, de haber podido quedarme a hablar con ellas, las transeúntes que habían detenido mis ojos, nunca había habido una sola cuya aparición y posterior desaparición sin que las hubiese conocido, me hubieran dejado más pesares de lo que harían éstas, ni me hubieran inspirado la idea de que su amistad fuese capaz de darme semejante embriaguez. Ni entre las actrices, o las aldeanas, o las señoritas de pensionado religioso, había visto yo nada tan bello, impregnado de algo tan desconocido, tan inestimablemente precioso, tan verosímilmente inaccesible. De la felicidad desconocida y posible de la vida, aquellas muchachas eran un ejemplar tan delicioso y en tan perfecto estado que casi por razones intelectuales me desesperaba por no poder hacer en condiciones únicas, capaces de excluir cualquier margen de error, la experiencia de cuanto nos ofrece de más misterioso la belleza que deseamos, y de cuya imposible posesión nos consolamos pidiendo el placer —como Swann siempre se había negado a hacer, antes de Odette— a mujeres que no hemos deseado, de modo que uno muere sin haber sabido nunca en qué consistía ese otro placer. Indudablemente, podía suceder que, en realidad, no fuese un placer desconocido, que de cerca se disipase su misterio, que sólo fuese una proyección, un espejismo del deseo. Mas, en este caso, sólo podría achacarlo a la necesidad de una ley de la naturaleza —que, de aplicarse a estas muchachas, se aplicaría a todas— y no a la defectuosidad del objeto. Porque era el mismo que yo hubiese elegido entre todos los demás, dándome perfecta cuenta, con satisfacción de botánico, de la imposibilidad dé hallar reunidas especies más raras que las de aquellas jóvenes flores que en ese momento interrumpían ante mí la línea del mar con su ligero seto, parecido a un bosquecillo de rosas de Pennsylvania[177], adorno de un jardín sobre la escollera, entre las que cabe todo el trayecto del océano recorrido por algún steamer[178], tan lento en deslizarse sobre el trazo horizontal y azul que va de tallo a tallo que una mariposa perezosa, rezagada en el fondo de la corola que el casco del navío hace rato dejó atrás, puede esperar para levantar el vuelo, segura de llegar antes que el barco, a que sólo una parcela azulada separe todavía la proa de éste del primer pétalo de la flor hacia la cual navega.
Volví al hotel porque debía ir a cenar a Rivebelle con Robert y porque mi abuela exigía que, antes de salir, esas noches me echase una hora en la cama, siesta que el médico de Balbec no tardó en prescribirme para todas las demás noches.
Por otro lado, para volver al hotel ni siquiera era necesario dejar el malecón y entrar por el hall, es decir por detrás. En virtud de un adelanto comparable al del sábado, día en que en Combray almorzábamos una hora antes, ahora, con el verano en su plenitud, los días se habían vuelto tan largos que aún estaba el sol muy alto en el cielo, como a la hora de la merienda, cuando preparaban las mesas para la cena en el Grand-Hôtel de Balbec. Por eso los grandes ventanales acristalados y de correderas permanecían abiertos hasta el nivel del malecón. No tenía más que salvar un delgado marco de madera para encontrarme en la sala del restaurante, que dejaba enseguida para tomar el ascensor.
Al pasar ante su despacho dirigí una sonrisa al director y, sin sombra de desagrado, recogí otra en su rostro que, desde que me encontraba en Balbec, mi comprensiva atención inyectaba y transformaba poco a poco como un preparado de historia natural. Sus rasgos se me habían vuelto corrientes, cargándose de un sentido mediocre, aunque inteligible como una escritura que leemos, y ya no se parecían en nada a aquellos caracteres chocantes, intolerables, que su rostro me había presentado aquel primer día en que delante de mí había visto a un personaje ya olvidado, o, si lograba evocarlo, irreconocible, difícil de identificar con la personalidad insignificante y cortés de la que sólo era la caricatura horrenda y sumaria. Sin la timidez ni la melancolía de la noche de mi llegada, llamé al lift[179] que ya no permanecía callado mientras me elevaba junto a él en el ascensor, como en una caja torácica móvil que fuese desplazada a lo largo de la columna ascendente, sino que me repetía: «Ya no hay tanta gente como hace un mes. Empiezan a marcharse, los días menguan». Y decía esto no porque fuese verdad, sino porque tenía una colocación en otra parte más cálida de la costa, y habría querido que todos nos marchásemos lo antes posibles para que así cerrase el hotel y él tuviese unos días libres antes de «volver» a su nuevo puesto. «Volver» y «nuevo» no eran por lo demás expresiones contradictorias porque, para el lift, «volver» era la forma usual del verbo «entrar[180]». Lo único que me sorprendía era que condescendiese a decir «puesto», dado que pertenecía a ese proletariado moderno que desea borrar del lenguaje toda huella del régimen de servidumbre. Por lo demás, al cabo de un momento, me informó de que en la «situación» a la que iba a «volver», tendría una «túnica» más elegante y un «sueldo» mejor; las palabras «librea» y «salario» le parecían anticuadas e inconvenientes. Y como, por una contradicción absurda, entre los «patronos» el vocabulario ha sobrevivido, pese a todo, a la concepción de la desigualdad, siempre me costaba entender lo que el lift me decía. Por ejemplo, lo único que me interesaba era saber si la abuela se encontraba en el hotel. Adelantándose a mis preguntas, el lift me decía: «Esa dama acaba de salir del cuarto de usted». Yo nunca caía en la cuenta y creía que se trataba de la abuela. «No, esa dama que, según creo, es empleada en casa de ustedes». Como en el antiguo lenguaje burgués, que realmente debería estar completamente abolido, una cocinera no se denomina una empleada, pensaba por un instante: «Se equivoca, nosotros no tenemos ni fábrica, ni empleados». De repente me acordaba de que el término de empleado es lo mismo que llevar bigote para los camareros de café, una satisfacción de amor propio concedida a los criados, y que aquella dama que acababa de salir era Françoise (probablemente para visitar la cafetería o para ver coser a la doncella de la dama belga), satisfacción que todavía no parecía suficiente al lift porque, compadeciéndose de su propia clase, solía decir «en el obrero», «en el humilde», utilizando el mismo singular que Racine cuando dice: «el pobre[181] …». Pero, por lo general, como ya estaban lejos mi deseo de agradar y mi timidez del primer día, ya no hablaba con el lift. Ahora era él quien se quedaba sin recibir respuestas durante la breve travesía cuyos nudos hacía a través del hotel que, perforado como un juguete, desplegaba a nuestro alrededor, piso tras piso, sus ramificaciones de corredores en cuyas profundidades la luz se aterciopelaba, se degradaba, adelgazaba las puertas de comunicación o los peldaños de las escaleras interiores que convertía en ese ámbar dorado, inconsistente y misterioso como un crepúsculo, en el que Rembrandt recorta unas veces el antepecho de una ventana, otras la manivela de un pozo. Y en cada piso, un resplandor de oro reflejado sobre la alfombra anunciaba la puesta de sol y el tragaluz de los retretes.
Me preguntaba yo si las muchachas que acababa de ver vivían en Balbec y quiénes podían ser. Cuando el deseo se orienta de este modo hacia una pequeña tribu humana que ha seleccionado, todo lo que puede referirse a ella se vuelve motivo de emoción, luego de ensueño. Había oído decir, en el malecón, a una dama: «Es una amiga de la pequeña Simonet», en el mismo tono de presuntuosa precisión de alguien que explica: «Es el compañero inseparable del hijo de La Rochefoucauld». E inmediatamente, en el rostro de la persona a quien dirigían estas palabras se había advertido una curiosidad por mirar mejor a la persona favorecida que era «amiga de la pequeña Simonet». Privilegio que, evidentemente, no parecía al alcance de todo el mundo. Porque la aristocracia es una cosa relativa. Y hay rinconcillos no demasiado caros donde el hijo de un vendedor de muebles es príncipe de elegancias y reina sobre una corte lo mismo que un joven príncipe de Gales. A menudo he tratado luego de recordar cómo me había sonado en la playa aquel apellido de Simonet, todavía incierto entonces en la forma, que yo había entendido mal, y también en su significado, en la posibilidad de designar con él a tal persona o quizás a tal otra; impregnado en suma de esa vaguedad y de esa novedad que en el futuro resultarán tan conmovedoras, cuando ese apellido, cuyas letras van grabándose segundo a segundo más profundamente en nosotros por obra de nuestra atención incesante, se haya convertido (cosa que para mí, y respecto a la pequeña Simonet, no debía ocurrir sino varios años más tarde) en el primer vocablo que volvemos a encontrar (sea en el momento de despertarnos, sea después de un desmayo), antes incluso que la noción de la hora que es, del lugar en que estamos, antes casi de la palabra «yo», como si el ser así designado fuese más nosotros que nosotros mismos, y como si, tras unos instantes de inconsciencia, la tregua que expira antes que cualquier otra fuese aquella durante la cual no pensábamos en él. No sé por qué me dije desde el primer día que Simonet debía de ser el apellido de una de aquellas muchachas; ya no cesé de preguntarme cómo podría conocer a la familia Simonet; y esto por medio de personas que ella juzgase superiores, cosa que no debía de resultar difícil si no eran más que putillas del pueblo, para que no se hiciese de mí una idea desdeñosa. Porque no se puede tener conocimiento perfecto, ni puede practicarse la absorción completa de quien nos desdeña mientras no hayamos vencido ese desdén. Ahora bien, cada vez que la imagen de mujeres tan distintas penetra en nosotros, a menos que el olvido o la concurrencia de otras imágenes la elimine, para alcanzar la paz del corazón hemos de convertir esas mujeres extrañas en algo parecido a nosotros, porque nuestra alma está dotada, a este respecto, del mismo género de reacción y de actividad que nuestro organismo físico, que no puede tolerar la intromisión en su seno de un cuerpo extraño sin que inmediatamente se dedique a digerir y asimilar al intruso. La pequeña Simonet debía de ser la más bonita de todas —la misma que, por otra parte, a mi parecer, habría podido convertirse en mi amante, porque era la única que en dos o tres ocasiones, volviendo a medias la cabeza, había parecido tomar conciencia de la insistencia de mis miradas. Pregunté al lift si por casualidad conocía, en Balbec, a los Simonet. Como no le gustaba decir que ignoraba una cosa, respondió que le parecía haber oído mencionar ese apellido. Cuando llegué al último piso, le pedí que me mandase las últimas listas de forasteros.
Salí del ascensor, mas en vez de dirigirme hacia mi cuarto seguí pasillo adelante porque, a esa hora, el camarero del piso, a pesar de que temía las corrientes de aire, había abierto la ventana del fondo, que daba, en vez de al mar, a la parte de la colina y del valle, pero sin dejarlos ver nunca porque sus cristales, de un vidrio opaco, estaban cerrados la mayoría de las veces. Hice estación delante de aquella ventana un breve momento, el tiempo de rendir un devoto homenaje a la «vista» que por una vez permitía ver más allá de la colina a la que estaba adosado el hotel y que sólo contenía, a cierta distancia, una única casa, a la que la perspectiva y la luz del atardecer, conservándole su volumen, daban sin embargo una cinceladura preciosa y un estuche de terciopelo, como si fuese una de esas arquitecturas en miniatura, pequeño templo o capillita de orfebrería y esmalte que sirven de relicarios y que sólo en raras ocasiones se exponen a la veneración de los fíeles. Pero aquel instante de veneración ya había durado demasiado, porque el camarero que llevaba en una mano un manojo de llaves y me saludaba con la otra llevándosela a su gorra de sacristán, pero sin levantarla por causa del aire puro y fresco de la noche, venía a cerrar, como las de un relicario, las dos hojas de la ventana, sustrayendo así a mi adoración el monumento en miniatura y la áurea reliquia. Entré en mi cuarto. A medida que avanzó la estación, cambió el cuadro que yo encontraba en la ventana. Al principio era pleno día, sólo ensombrecido si hacía mal tiempo; entonces, en el cristal glauco y que colmaba con sus hinchadas olas, el mar, engastado entre los montantes de hierro de mi ventana como entre los plomos de una vidriera, deshilachaba a lo largo del profundo reborde rocoso de la bahía triángulos emplumados con una espuma inmóvil delineada con la delicadeza de una pluma o de un plumón dibujados por Pisanello[182], y fijados por aquel esmalte blanco, inalterable y cremoso que representa una capa de nieve en las vidrieras de Gallé[183].
Pronto menguaron los días y en el momento en que entraba en mi cuarto el cielo violeta, que parecía estigmatizado por la figura rígida, geométrica, pasajera y fulgurante del sol (semejante a la representación de algún signo milagroso, de alguna aparición mística), se inclinaba hacia el mar sobre la bisagra del horizonte como un cuadro religioso sobre el altar mayor, mientras las distintas partes del poniente, expuestas en los cristales de las librerías bajas de caoba que corrían a lo largo de las paredes y que mentalmente yo remitía a la maravillosa pintura de la que habían sido desgajadas, hacían pensar en las diversas escenas que en otro tiempo pintó algún maestro antiguo para alguna cofradía sobre un relicario, y que se exhiben unas al lado de otras, en una sala de museo, como hojas separadas que sólo la imaginación del visitante pone de nuevo en su sitio sobre las predelas del retablo. Algunas semanas más tarde, cuando subía a mi cuarto, el sol ya se había puesto. Parecida a la que veía en Combray por encima del Calvario cuando, de vuelta del paseo, me disponía a bajar a la cocina antes de la cena, una franja de cielo rojo encima del mar compacto y perfilado como gelatina de carne, y luego, de repente, sobre el mar ya frío y azul como el pez llamado mújol, el cielo del mismo rosa que uno de aquellos salmones que dentro de un rato habían de servirnos en Rivebelle reavivaban el placer que iba a tener mientras me vestía de frac para salir a cenar. Sobre el mar, muy cerca de la orilla, trataban de elevarse, unos por encima de otros, en capas cada vez más amplias, vapores de un negro de hollín pero también de un pulimento, de una consistencia de ágata, de una pesantez visible, tanto que los más elevados, inclinándose sobre el tallo deformado y casi fuera del propio centro de gravedad de los que hasta entonces los habían sostenido, parecían a punto de arrastrar toda aquella armazón, a media altura ya del cielo, y precipitarla en el mar. La vista de un barco que se alejaba como un viajero nocturno me daba aquella misma impresión que había tenido en el tren, de verme liberado de las necesidades del sueño y de la reclusión en un cuarto. Además no me sentía prisionero en el que estaba, porque dentro de una hora lo abandonaría para subir a un coche. Me echaba sobre la cama; y, como si hubiese estado en la litera de uno de aquellos barcos que veía pasar no lejos de mí y que de noche sorprendería verlos desplazarse lentamente en la oscuridad, como cisnes silenciosos y sombríos, aunque insomnes, por todas partes me veía rodeado por las imágenes del mar.
Pero muy a menudo no eran, de hecho, más que imágenes; olvidaba yo que bajo su color se abría el triste vacío de la playa, recorrido por el viento inquieto de la noche que con tanta ansiedad había sentido el día de mi llegada a Balbec; por otra parte, ni siquiera en mi cuarto, totalmente concentrado en las muchachas que había visto pasar, me hallaba en disposición suficientemente serena y desinteresada como para que en mí pudiesen producirse impresiones verdaderamente hondas de belleza. La espera de la cena en Rivebelle me ponía de un humor más frívolo todavía y mi pensamiento, que en esos instantes habitaba en la superficie de mi cuerpo al que iba a vestir para tratar de que pareciese lo más agradable posible a las miradas femeninas prestas a posarse sobre mí en el restaurante iluminado, era incapaz de poner profundidad detrás del color de las cosas. Y si, al pie de mi ventana, el vuelo dulce e incansable de los vencejos y de las golondrinas no se hubiese elevado como un surtidor de agua, como un fuego artificial de vida, colmando el intervalo de sus altas luminarias con el hilo inmóvil y blanco de largas estelas horizontales, sin el fascinante milagro de aquel fenómeno natural y local que remitía a la realidad los paisajes que yo tenía delante de los ojos, habría podido verlos como una simple selección, renovada cada día, de pinturas arbitrariamente expuestas en el lugar donde me encontraba, y sin la menor relación necesaria con él. Una vez era una exposición de estampas japonesas: junto al sutil festón del sol rojo y redondo como la luna, una nube amarilla parecía un lago contra el que se perfilaban unas espadas negras así como los árboles de su orilla, una raya de un rosa suave que no había vuelto a ver desde mi primera caja de pinturas se inflaba como un río en cuyas dos orillas unos barcos parecían esperar, varados, que alguien fuese a tirar de ellos para ponerlos a flote. Y con la mirada desdeñosa, aburrida y frívola de un aficionado o de una mujer que, entre dos visitas mundanas, recorre una galería, pensaba: «Es curiosa esta puesta de sol, es diferente, pero en última instancia ya he visto otras tan delicadas, tan asombrosas como ésta». Mi placer era más intenso las noches en que un navio absorbido y fluidificado por el horizonte parecía hasta tal punto de su mismo color, como en una tela impresionista, que también parecía de la misma materia, como si no se hubiese hecho otra cosa que recortar su casco y las jarcias en las que esa materia se había adelgazado y afiligranado en el azul vaporoso del cielo. A veces el océano llenaba casi toda mi ventana, rematada como estaba por una franja de cielo cuyo límite superior era simplemente una línea del mismo azul que el del mar, pero que, precisamente por eso, yo creía que seguía siendo el mar, y que su diferente matiz de color sólo era debido a un efecto de luz. Otro día el mar sólo estaba pintado en la parte baja de la ventana, mientras el resto lo llenaban tantas nubes impulsadas unas contra otras por franjas horizontales que los cristales parecían presentar, por una premeditación o por una especialidad del artista, un «estudio de nubes», mientras las distintas vitrinas de las librerías reflejaban nubes semejantes pero en una parte distinta del horizonte y coloreadas de forma diversa por la luz, cual si ofreciesen la repetición, cara a ciertos maestros contemporáneos, de un solo y mismo efecto, tomado siempre en momentos distintos pero que ahora, con la inmovilidad del arte, podían verse todos juntos en una misma habitación, ejecutados al pastel y puestos debajo de un cristal. Había veces en que, sobre el cielo y el mar uniformemente grises se añadía un poco de rosa con un refinamiento exquisito, mientras una pequeña mariposa que se había adormecido al pie de la ventana parecía poner con sus alas, bajo aquella «armonía gris y rosa», al estilo de las de Whistler, la firma favorita del maestro de Chelsea[184]. Luego hasta el rosa desaparecía, no había nada más que mirar. Me ponía de pie un momento y antes de volver a tumbarme, corría las grandes cortinas. Por encima de ellas veía desde mi cama la raya de luz que aún quedaba, ensombreciéndose, adelgazándose progresivamente, pero ninguna tristeza ni nostalgia me daba dejar morir así en lo alto de las cortinas aquella hora en la que yo solía estar sentado a la mesa, porque sabía que aquel día era distinto de los otros, más largo, como los del polo que la noche interrumpe sólo por unos minutos; sabía que de la crisálida de aquel crepúsculo se disponía a salir, gracias a una radiante metamorfosis, la deslumbrante luz del restaurante de Rivebelle. Me decía: «Ya es hora»; me desperezaba en la cama, me levantaba, terminaba de arreglarme; y me parecían deliciosos aquellos instantes inútiles, aligerados de cualquier peso material, en los que, mientras abajo los demás cenaban, yo empleaba las fuerzas acumuladas durante la inactividad de la parte última de la jornada tan sólo en secarme, en ponerme un smoking, en anudarme la corbata, en hacer todos aquellos gestos que ya guiaba el esperado placer de ver de nuevo a cierta mujer en la que me había fijado la última vez en Rivebelle, que había parecido mirarme, que acaso se había levantado un instante de la mesa sólo con la esperanza de que yo la siguiese; lleno de alegría, me dotaba a mí mismo de todos aquellos atractivos para entregarme entero y disponible a una vida nueva, libre, sin cuidados, en la que apoyaría mis vacilaciones en la calma de Saint-Loup y escogería entre las especies de historia natural y las distintas procedencias de todos los países aquellas que, por componer los inusitados platos rápidamente encargados por mi amigo, hubiesen tentado más mi gula o mi imaginación.
Y justo al final, llegaron los días en que ya no podía volver directamente del dique al comedor, sus ventanales ya no estaban abiertos, porque fuera era de noche y el enjambre de pobres y de curiosos atraídos por aquel resplandor para ellos inalcanzable pendía, en negros racimos ateridos por el cierzo, de las paredes luminosas y resbaladizas de la colmena de cristal.
Llamaron; era Aimé, que había querido traerme en persona las últimas listas de forasteros.
Antes de retirarse, Aimé no pudo por menos de decirme que Dreyfus era mil veces culpable. «Se sabrá todo, me dijo, no este año, sino el que viene: ha sido un señor muy ligado al Estado mayor quien me lo ha dicho[185]». Le pregunté si no se decidirían a descubrir todo enseguida, antes de fin de año. «Ha dejado su cigarrillo», continuó Aimé remedando la escena y sacudiendo la cabeza y el índice como hiciera su cliente, dando a entender: no se puede ser demasiado exigente. «Este año no, Aimé, me ha dicho dándome un golpecito en la espalda, no es posible. Pero en Pascua, ¡sí!». Y diciéndome: «Ya ve, le muestro exactamente lo que ha hecho», Aimé me dio un ligero golpecito en el hombro, ya sea que semejante familiaridad de parte de un gran personaje le halagase, ya sea para que yo pudiese apreciar mejor, con pleno conocimiento de causa, el valor del argumento y las razones que teníamos de esperar.
No dejé de sentir un ligero pálpito en el corazón cuando en la primera página de la lista de forasteros vi las palabras «Simonet y familia». Dentro de mí tenía viejas ensoñaciones que databan de mi infancia y en las que toda la ternura que había en mi corazón pero que, sentida por él no se distinguía de ese corazón, me venía aportada por una criatura lo más diferente posible de mí. Una vez más, yo mismo me fabricaba esa criatura, utilizando para ello el apellido de Simonet y el recuerdo de la armonía reinante entre aquellos jóvenes cuerpos que yo había visto desplegarse en la playa en una procesión deportiva digna de la antigüedad y de Giotto. No sabía cuál de aquellas muchachas era Mlle. Simonet, si alguna de ellas se llamaba así, pero sabía que Mlle. Simonet me amaba y que, por mediación de Saint-Loup, iba a tratar de conocerla. Por desgracia, y como sólo con esta condición había conseguido una prórroga de su permiso, Robert estaba obligado a volver todos los días a Donciéres: pero, para inducirle a faltar a sus obligaciones militares, yo había creído que podía contar, más que con su amistad hacia mí, con aquella última curiosidad de naturalista humano que tantas veces —incluso sin haber visto a la persona de que se hablaba y con sólo oír decir que en tal frutería había una cajera muy guapa— yo había sentido por trabar conocimiento con una nueva variedad de la belleza femenina. Pero me equivoqué con la esperanza de excitar esa curiosidad en Saint-Loup hablándole de mis muchachas. Porque hacía mucho tiempo que en él la había paralizado el amor que sentía por aquella actriz de la que era amante. E incluso, de haberla sentido ligeramente, la hubiese reprimido, por una especie de supersticiosa convicción de que de su propia fidelidad podía depender la de su amante. Así que sin haber conseguido de Saint-Loup la promesa de ocuparse activamente de mis muchachas, nos fuimos a cenar a Rivebelle.
En los primeros tiempos, cuando llegábamos, el sol acababa de ponerse pero aún había claridad; en el jardín del restaurante, cuyas luces no estaban todavía encendidas, el calor del día bajaba, se depositaba, como en el fondo de un jarrón a lo largo de cuyas paredes la jalea translúcida y oscura del aire parecía tan consistente que un gran rosal, adosado a la oscura tapia que veteaba de rosa, hacía pensar en la arborescencia que se vislumbra en el fondo de una piedra de ónice. Al poco rato ya era de noche cuando nos apeábamos del coche, a menudo incluso cuando salíamos de Balbec si el tiempo era malo y, esperando a que escampase, retrasábamos el momento de mandar enganchar los caballos. Pero esos días no me ponía triste oír soplar al viento, sabía que eso no significaba el abandono de mis proyectos, la reclusión en un cuarto, sabía que, en el amplio comedor del restaurante donde entraríamos al son de la música de los cíngaros, las innumerables lámparas triunfarían fácilmente de la oscuridad y del frío aplicándoles sus anchos cauterios de oro, y montaba contento al lado de Saint-Loup en el cupé que nos esperaba bajo el chaparrón. Desde hacía algún tiempo, las palabras de Bergotte declarándose convencido de que, a pesar de lo que yo pretendía, estaba hecho para saborear sobre todo los placeres de la inteligencia, me habían devuelto, respecto a mis posibilidades futuras, una esperanza destinada a naufragar todos los días en el hastío que sentía al ponerme ante una mesa para empezar un estudio crítico o una novela. «Después de todo, me decía, quizá no sea el placer que sentimos al escribirla el criterio infalible del valor de una hermosa página; quizá sólo sea un estado accesorio que con frecuencia se le sobreañade, pero que, en caso de faltar, no prejuzga su calidad. Quizá ciertas obras maestras han sido escritas entre bostezos». Mi abuela aplacaba mis dudas diciéndome que, si me encontraba bien, trabajaría bien y contento. Y como el médico había considerado más prudente advertirme de los graves riesgos a que podía exponerme mi estado de salud, y me había indicado todas las precauciones que debía adoptar en materia de higiene para evitar un accidente, yo subordinaba todos los placeres a la finalidad, que juzgaba infinitamente más importante, de ponerme lo bastante fuerte para poder realizar la obra que acaso llevaba dentro de mí, y desde que estaba en Balbec ejercía sobre mí mismo un control minucioso y constante. Nadie habría podido hacerme tocar la taza de café que me hubiese privado del sueño nocturno, necesario para no sentirme fatigado al día siguiente. Pero, en cuanto llegábamos a Rivebelle —por la excitación de un placer nuevo y por encontrarme en esa zona distinta donde lo excepcional nos introduce después de haber cortado el hilo, pacientemente tejido durante tantos días, que nos guiaba hacia la sabiduría—, como si ya nunca debiese de haber día siguiente, ni fines elevados que realizar, desaparecía ese mecanismo preciso de prudente higiene que funcionaba para salvaguardarlos. Mientras un lacayo me pedía mi abrigo, Saint-Loup me decía: «¿No tendrá usted frío? Quizá sería mejor conservarlo, no hace mucho calor». Yo respondía: «No, no», y puede ser que no sintiese el frío, pero, en cualquier caso, lo que ya no sentía era el miedo a caer enfermo, la necesidad de no morir, la importancia de trabajar. Entregaba mi abrigo; entrábamos en el salón del restaurante a los sones de alguna marcha guerrera que tocaban los cíngaros, avanzábamos entre las hileras de mesas servidas como por un fácil sendero de gloria, y, sintiendo el gozoso ardor impreso en nuestro cuerpo por los ritmos de la orquesta que nos rendía sus honores militares y aquel inmerecido triunfo, lo disimulábamos bajo un semblante grave y gélido, bajo un paso cargado de cansancio, para no imitar a esas lechuguinas de café-concierto que, yendo a cantar una cancioncilla apicarada con una melodía belicosa, salen corriendo a escena con el continente marcial de un general victorioso.
A partir de ese momento, me convertía en un hombre nuevo que ya no era el nieto de mi abuela ni volvería a acordarse de ella hasta la salida, sino el momentáneo hermano de los camareros que iban a servirnos.
La dosis de cerveza, y con mayor motivo de champán, que en Balbec no habría querido alcanzar en una semana, cuando, sin embargo, el sabor de estos brebajes representaba para mi conciencia tranquila y lúcida un placer claramente apreciable pero gustosamente sacrificado, allí la absorbía en una hora añadiéndole algunas gotas de oporto, demasiado distraído para poder saborearlo, y daba al violinista que acababa de tocar los dos «luises» que había ahorrado desde hacía un mes para comprarme una cosa que ya no recordaba. Algunos de los camareros que servían, desparramados entre las mesas, huían a toda velocidad, llevando en sus palmas abiertas una bandeja, y parecía que no dejársela caer era el objetivo de aquel género de carreras. Y de hecho, los suflés de chocolate llegaban a su destino sin sufrir ningún vuelco, y las patatas a la inglesa, a pesar del galope que había debido de sacudirlas, seguían colocadas alrededor del cordero Pauillac[186] lo mismo que al salir de la cocina. Me fijé en uno de aquellos criados, muy alto, empenachado con soberbios cabellos negros, de cara maquillada de un color que, más que la especie humana, recordaba ciertas especies de pájaros raros, y que, corriendo sin tregua y se hubiera dicho que sin sentido de un extremo a otro de la sala, hacía pensar en uno de esos «guacamayos» que llenan las grandes pajareras de los jardines zoológicos con su ardiente colorido y su incomprensible agitación. No tardó el espectáculo en ordenarse, al menos a mis ojos, de un modo más noble y más sereno. Toda aquella actividad vertiginosa iba fijándose en una tranquila armonía. Miraba yo las mesas redondas, cuya innumerable asamblea llenaba el restaurante, como otros tantos planetas, tal como figuran en los cuadros alegóricos de tiempos pasados. Por otro lado, entre aquellos astros diversos se ejercía una fuerza de atracción considerable, y los comensales de cada mesa sólo tenían ojos para las mesas donde no estaban, salvo algún rico anfitrión que, habiendo logrado traer consigo a un escritor célebre, se esforzaba por sacarle, gracias a las virtudes mágicas de la mesa giratoria, algunas frases insignificantes que maravillaban a las damas. La armonía de aquellas mesas astrales no impedía la incesante revolución de los innumerables camareros, que por estar de pie, en lugar de sentados como los comensales, evolucionaban en una esfera superior. Desde luego, uno de ellos se apresuraba a llevar unos entremeses, aquél a cambiar el vino, y otro a poner más vasos. Mas, pese a estas razones particulares, su perpetua carrera entre las mesas redondas acababa expresando la ley de su vertiginosa y ordenada circulación. Sentadas detrás de un macizo de flores, dos horribles cajeras, concentradas en cálculos interminables, parecían dos hechiceras intentando prever mediante cálculos astrológicos las conmociones que a veces podían producirse en aquella bóveda celeste concebida según la ciencia de la Edad Media.
Y yo compadecía un tanto a todos los comensales porque sentía que, para ellos, las mesas redondas no eran planetas y que no habían practicado en las cosas ese corte que nos libera de su apariencia habitual y nos permite percibir unas analogías. Pensaban que estaban cenando con tal o cual persona, que la cena les costaría más o menos tanto y que al día siguiente volverían a empezar. Y parecían absolutamente insensibles al despliegue de un cortejo de jóvenes sirvientes que, probablemente por no tener en ese instante nada urgente que hacer, llevaban procesionalmente unos cestillos llenos de pan. Algunos, demasiado jóvenes, agobiados por los pescozones que al pasar les daban los maitres d’hôtel, clavaban sus ojos melancólicos en un sueño lejano y sólo se consolaban si algún cliente del hotel de Balbec, donde habían trabajado en otro tiempo, los reconocía, les dirigía la palabra y les decía personalmente, cosa que los llenaba de orgullo, que retirasen aquel champán porque era imbebible.
Oía yo el zumbido de mis nervios, en los que ahora había un bienestar independiente de los objetos exteriores que pueden proporcionarlo y que el menor desplazamiento que yo provocaba en mi cuerpo, en mi atención, bastaba para hacerme sentir, lo mismo que en un ojo cerrado una leve compresión proporciona la sensación del color. Ya había bebido mucho oporto, y si seguía pidiendo era menos con la mirada puesta en el bienestar que habían de aportarme los nuevos vasos que en el efecto del bienestar producido por los vasos precedentes. Dejaba que la música guiase mi placer hasta cada una de las notas donde, dócilmente, iba entonces a posarse. Si, como esas industrias químicas gracias a las cuales se producen en grandes cantidades cuerpos que en la naturaleza sólo se encuentran de un modo accidental y muy rara vez, aquel restaurante de Rivebelle reunía en un mismo momento muchas más mujeres solicitándome perspectivas de felicidad desde el fondo de sí mismas que las que me hubiese permitido encontrar en un año el azar de los paseos o de los viajes, por otro lado aquella música que oíamos —arreglos de valses, de operetas alemanas, de canciones de café-concierto, todas nuevas para mí— era a su vez una especie de aéreo lugar de placer superpuesto al primero y más embriagador todavía. Porque cada motivo, individual como una mujer, no reservaba como ésta hubiese hecho para algún privilegiado el secreto de voluptuosidad que ocultaba: me lo proponía, me guiñaba el ojo, se llegaba hasta mí con paso caprichoso o canalla, me abordaba, me acariciaba, como si de pronto me hubiese vuelto más seductor, más poderoso o más rico; en aquellas melodías encontraba yo un no sé qué de cruel; y es que les era desconocido todo sentimiento desinteresado de la belleza, todo reflejo de la inteligencia; para esas melodías sólo existe el placer físico. Y son el infierno más despiadado, más falto de vías de salida para el infeliz celoso a quien presentan ese placer —ese placer que la mujer amada saborea con otro— como la única cosa que existe en el mundo para aquella que lo llena por entero. Pero, mientras me repetía en voz baja las notas de aquella melodía y le devolvía su beso, ese motivo me hizo tan grata la particular voluptuosidad que me hacía sentir que habría abandonado a mis padres para irme tras él al mundo singular que construía en lo invisible, con líneas plenas de languidez y de vivacidad alternativamente. Aunque semejante placer no sea de esa clase que da más valor al ser al que se añade, porque nadie más lo percibe, y aunque, cada vez que en nuestra vida hemos desagradado a una mujer que nos ha mirado, ella ignorase si en ese momento estábamos o no en posesión de esa felicidad interior y subjetiva que, en consecuencia, no hubiese cambiado nada en su juicio sobre nosotros, yo me sentía más poderoso, casi irresistible. Me parecía que mi amor ya no era una cosa desagradable y que podía provocar sonrisas sino que tenía precisamente la belleza conmovedora, la seducción de aquella música, semejante a su vez a un ambiente simpático donde la mujer que amaba y yo nos habríamos encontrado y vuelto de repente íntimos.
El restaurante no era frecuentado sólo por demi-mondaines, sino también por gentes de la sociedad más elegante, que iban a merendar hacia las cinco o daban allí grandes cenas. Las meriendas tenían lugar en una larga galería acristalada, estrecha, en forma de corredor que, yendo desde el vestíbulo al comedor, bordeaba por un lado el jardín, del que sólo estaba separada, exceptuando algunas columnas de piedra, por la cristalera que se abría aquí o allá. De lo que resultaban, además de numerosas corrientes de aire, bruscas e intermitentes oleadas de sol, y una claridad deslumbrante e inestable que casi impedía distinguir a las que merendaban en las mesas, lo cual hacía que, cuando estaban allí, en mesas que habían juntado de dos en dos a lo largo de todo el estrecho gollete, como cambiaban de color a cada movimiento que hacían para beber su té o saludarse unas a otras, pareciese un vivero, una nasa en la que el pescador ha amontonado los relucientes pececillos que ha cogido y que, fuera a medias del agua y bañados por los rayos, rebrillan ante las miradas con sus destellos cambiantes.
Unas horas después, durante la cena que, naturalmente, se servía en el comedor, se encendían las luces, aunque fuera todavía estuviese claro, de suerte que delante de uno se veían, en el jardín, al lado de pabellones iluminados por el crepúsculo y que parecían los pálidos espectros de la noche, unos cenadores cuyo glauco verdor atravesaban los últimos rayos y que, desde la pieza iluminada por las lámparas donde se cenaba, aparecían más allá de los cristales —no ya como se habría dicho de las damas que merendaban a la caída de la tarde a lo largo del pasillo azulado y dorado, en una red centelleante y húmeda— sino como las vegetaciones de un pálido y verde acuario gigantesco a la luz sobrenatural. Por fin levantaban las mesas; y si, durante la cena, los invitados, que habían pasado el tiempo mirando, reconociendo y enterándose del nombre de los comensales de la mesa vecina, habían mantenido una cohesión perfecta alrededor de su propia mesa, la fuerza de atracción que los hacía gravitar en torno a su anfitrión de una noche perdía su potencia en el momento en que para tomar el café se dirigían a ese mismo pasillo que había servido para las meriendas; solía ocurrir que, en el momento de pasar, tal cena en marcha perdía uno o varios corpúsculos que, por haber sufrido con demasiada fuerza la atracción de la cena rival, se apartaban un instante de la suya, donde eran sustituidos por caballeros o damas que se acercaban a saludar a unos amigos, para luego volverse, diciendo: «Me marcho corriendo a buscar al señor Tal, esta noche soy su invitado». Y por un instante podía pensarse en dos ramilletes separados que hubiesen intercambiado algunas de sus flores. Luego el pasillo mismo quedaba vacío. A menudo, como incluso después de terminada la cena quedaba un poco de luz, no encendían las luces de aquel largo corredor y, bordeado por los árboles que se inclinaban fuera, al otro lado de la cristalera, parecía una alameda en un jardín arbolado y tenebroso. A veces en la sombra se rezagaba una dama. Al cruzarlo una noche para salir, distinguí, sentada en medio de un grupo desconocido, a la bella princesa de Luxembourg. Me quité el sombrero sin detenerme. Ella me reconoció, inclinó la cabeza sonriendo; muy por encima de aquel saludo, emanando de aquel movimiento mismo, se alzaron melodiosamente unas palabras que, dirigidas a mí, debían de ser un buenas noches un poco largo, no para que me detuviese, sino sólo para completar el saludo, para hacerlo un saludo hablado. Mas las palabras resultaron tan poco nítidas y el sonido que sólo yo percibí se prolongó con tanta dulzura y me pareció tan musical que fue como si, en el ramaje sombrío de los árboles, un ruiseñor se hubiese puesto a cantar. Si por azar, para acabar la velada con algún grupo de amigos suyos que habíamos encontrado, Saint-Loup decidía que fuésemos al Casino de una playa vecina, y si, al irse con ellos, me metía solo en un coche, yo recomendaba al cochero acelerar al máximo y abreviar así los instantes que había de pasar sin ayuda de nadie para no tener que proporcionar yo mismo a mi sensibilidad —dando marcha atrás y saliendo de la pasividad en que estaba atrapado como en un engranaje— aquellas modificaciones que desde mi llegada a Rivebelle recibía de los demás. Ni el posible choque con alguna carroza que viniese en dirección contraria por aquellos senderos donde sólo había espacio para una y donde la oscuridad era impenetrable, ni la inestabilidad del suelo con frecuentes desprendimientos del acantilado, ni la proximidad de su pendiente, cortada a pico sobre el mar, nada de todo eso bastaba para despertar en mí el ligero esfuerzo que hubiese sido preciso para llevar la representación y el temor del peligro hasta los umbrales de mi razón. De hecho, así como no es el deseo de volvernos célebres sino el hábito de ser laboriosos lo que nos permite producir una obra, tampoco es la euforia del momento presente, sino las sabias reflexiones del pasado las que nos ayudan a preservar el futuro. Ahora bien, si nada más llegar a Rivebelle, ya había arrojado lejos de mí esas muletas del razonamiento, del control de uno mismo que ayudan a nuestra invalidez a seguir el camino recto, y me encontraba presa de una especie de ataraxia moral, el alcohol, tensando de manera excepcional mis nervios, había infundido a los minutos que estaba viviendo una calidad, una fascinación cuyo efecto no había sido volverme más apto ni más resuelto siquiera a defenderlos; porque, al hacérmelos preferir mil veces al resto de mi vida, mi exaltación los aislaba; me hallaba encerrado en el presente, como los héroes, como los borrachos; sumido en un momentáneo eclipse, mi pasado ya no proyectaba delante de mí esa sombra de sí mismo que llamamos futuro; poniendo la finalidad de mi vida, no ya en la realización de los sueños de ese pasado, sino en la felicidad del minuto presente, no veía más allá de ese instante. De suerte que, por una contradicción que sólo era aparente, en el momento en que saboreaba un placer excepcional, en que sentía que mi vida podía ser feliz y en que habría debido tener más valor a mis ojos, justo en ese momento, liberado de las preocupaciones que hasta entonces había podido inspirarme, la entregaba sin vacilación a la eventualidad de un accidente. En última instancia, por otra parte no hacía sino concentrar en una velada la incuria que para el resto de los hombres está diluida en su existencia entera, en la que a diario afrontan, sin ninguna necesidad, el riesgo de un viaje por mar, de un paseo en aeroplano o en automóvil cuando en casa está esperándolos el ser a quien su muerte destrozaría o cuando todavía está ligado a la fragilidad de su cerebro el libro cuya próxima publicación constituye la única razón de su vida. Y de igual modo, si alguien hubiese ido al restaurante de Rivebelle, las noches que nos quedábamos allí, con la intención de matarme, como yo sólo veía en una distancia irreal a la abuela, mi vida futura y los libros todavía por escribir, como me adhería por entero a la fragancia de la mujer que estaba sentada en la mesa de al lado, a la amabilidad de los maitres d’hôtel, al contorno del vals que estaban tocando, como estaba pegado a la sensación presente sin más extensión ni otra meta que no verme separado de ella, habría muerto abrazado a esa sensación, me habría dejado matar sin ofrecer resistencia, sin moverme, abeja abotargada por el humo del tabaco, que ya no se cuida de preservar la provisión de sus acumulados esfuerzos ni la esperanza de su colmena.
Debo decir por lo demás que esa insignificancia en que caían las cosas más graves por contraste con la violencia de mi exaltación terminaba por envolver incluso a Mlle. Simonet y a sus amigas. Ahora, la empresa de conocerlas me parecía fácil, pero indiferente, porque lo único que para mí tenía importancia era la sensación presente, gracias a su extraordinaria fuerza, a la alegría que provocaban sus menores modificaciones e incluso su mera continuidad; todo lo demás, padres, trabajo, placeres, muchachas de Balbec, no tenía más peso que un copo de espuma en una ráfaga de viento que no lo deja posarse, sólo existía en relación a esa potencia interior: la ebriedad realiza por unas horas el idealismo subjetivo, el fenomenismo puro; todo se reduce a apariencias y sólo existe en función de nuestro sublime yo. Lo cual no supone, por lo demás, que un amor verdadero, si lo tenemos, no pueda subsistir en semejante estado. Pero sentimos con tanta claridad, como en una atmósfera nueva, que presiones desconocidas han mudado las dimensiones de ese sentimiento que ya no podemos considerarlo igual. Encontramos desde luego ese mismo amor, pero desplazado, sin que pese ya sobre nosotros, satisfecho con la sensación que le otorga el presente y que nos basta, porque no nos preocupamos de nada que no sea actual. Por desgracia, el coeficiente que modifica así los valores sólo los modifica en esa hora de ebriedad. Las personas que no tenían importancia y sobre las que soplábamos como sobre pompas de jabón recobrarán al día siguiente su densidad; de nuevo habrá que intentar dedicarse a trabajos que ya no significaban nada. Cosa más grave todavía, esa matemática del día siguiente, la misma que la de ayer y con cuyos problemas habremos de volver a enfrentarnos inexorablemente, es la misma que nos rige incluso durante esas horas, salvo para nosotros mismos. Si a nuestro lado hay una mujer virtuosa u hostil, esa cosa tan difícil la víspera —a saber, que lleguemos a gustarle— ahora nos parece un millón de veces más fácil sin que haya cambiado nada, porque sólo a nuestros ojos, a nuestros propios ojos interiores, hemos cambiado. Y ella queda tan desconcertada en el instante mismo en que nos hayamos permitido una familiaridad como lo estaremos nosotros al día siguiente de haber dado cien francos al botones, y por la misma razón que para nosotros ha sido solamente retrasada: la ausencia de ebriedad.
Yo no conocía a ninguna de las mujeres que había en Rivebelle, y que por formar parte de mi ebriedad como los reflejos forman parte del espejo, me parecían mil veces más deseables que la cada vez menos existente Mlle. Simonet. Una joven rubia, solitaria, de aire melancólico, me miró un instante con aire soñador bajo su sombrero de paja adornado de florecillas silvestres y me pareció agradable. Luego le llegó la vez a otra, más tarde a una tercera; por último, a una morena de tez resplandeciente. Casi todas eran conocidas, ya que no de mí, de Saint-Loup.
De hecho, antes de que hubiese conocido a su actual amante, había frecuentado tanto el restringido mundo de la vida alegre que, de todas las mujeres que cenaban aquellas noches en Rivebelle, y que en su mayoría se encontraban allí por casualidad, por haber ido a la orilla del mar unas para reunirse con su amante, otras para tratar de encontrar uno, apenas había una a la que no conociese por haber pasado —él mismo o alguno de sus amigos— por lo menos una noche con ellas. No las saludaba si estaban con un hombre, y ellas, aunque lo miraban más que a cualquier otro por su sabida indiferencia hacia cualquier mujer que no fuese su actriz, y que le daba a ojos de ellas un prestigio singular, aparentaban no conocerle. Y una susurraba: «Es el pequeño Saint-Loup. Parece que sigue enamorado de su zorra. Es el gran amor. ¡Qué muchacho tan guapo! ¡Lo encuentro impresionante! ¡Y qué chic! ¡Hay mujeres que tienen una potra! ¡Y es un tipo chic en todo! Le traté mucho cuando yo estaba con d’Orléans. Eran inseparables los dos. ¡Vaya juergas que se corría entonces! Pero eso se acabó; ya no le pone cuernos. ¡Ah, bien puede decir ella que tiene suerte! Y me pregunto qué ha podido ver en ésa. Seguro que debe de ser tonta de remate. ¡Una mujer con unos pies que parecen barcos, bigotes a la americana y la ropa interior sucia! No creo que una obrerilla quisiera hacerse cargo de sus calzones. Fijaos que ojos tiene, se tiraría una al fuego por un hombre así. Cuidado, cállate, me ha reconocido, se ríe, ¡oh!, bien que me conocía. No hay más que hablarle de mí». Entre ellas y Saint-Loup sorprendía yo una mirada de inteligencia. Habría querido que me presentase a aquellas mujeres, poder pedirles una cita y que me la concediesen incluso aunque no hubiera podido aceptarla. Porque de otro modo, su rostro permanecería eternamente desprovisto, en mi memoria, de esa parte de sí mismo —y como si estuviese oculta por un velo— que vana con todas las mujeres, que no podemos imaginar en una hasta que no lo hemos visto, y que sólo aparece en la mirada que se dirige a nosotros y que asiente a nuestro deseo y nos promete que será satisfecho. Y sin embargo, aunque así reducido, su rostro era para mí mucho mas que el de mujeres que yo habría sabido virtuosas y no me parecía, como el de estas, soso, sin nada debajo, formado por una pieza única y sin espesor. Sin duda, para mí no era lo que debía de ser para Saint-Loup, en cuya memoria, bajo la indiferencia para él transparente de unos rasgos inmóviles que fingían no conocerle o bajo la superficialidad del mismo saludo que se hubiese dirigido a cualquier otro, recordaba, veía, entre unos cabellos revueltos, una boca entreabierta en pleno éxtasis y unos ojos semicerrados, todo un cuadro callado como esos que los pintores recubren, para engañar a la masa de visitantes, con otra tela decente. En cambio, para mí que me daba cuenta de que nada de mi ser había penetrado en ninguna de aquellas mujeres y que nada mío se llevarían por los desconocidos caminos que habían de tomar en su vida, aquellos rostros permanecían cerrados. Mas me bastaba con saber que podían abrirse para que me pareciesen de un valor que nunca les habría encontrado de haber sido únicamente hermosas medallas, y no medallones que ocultaban unos recuerdos de amor. En cuanto a Robert, que trataba de permanecer quieto cuando estaba sentado y disimulaba tras una sonrisa de cortesano el ansia por la acción del guerrero, observándole bien me percataba de hasta qué punto la enérgica armazón de su rostro triangular debía de ser la misma de sus antepasados, más idónea para un fogoso arquero que para un delicado literato. Bajo la fina piel se traslucían la construcción atrevida, la arquitectura feudal. Su cabeza hacía pensar en aquellas torres del antiguo homenaje cuyas inutilizadas almenas siguen siendo visibles, pero que por dentro han sido acondicionadas como bibliotecas.
De regreso a Balbec, mientras pensaba en alguna de aquellas desconocidas a las que me habían presentado, iba repitiéndome sin un instante de pausa y sin embargo casi sin darme cuenta: «¡Que deliciosa mujer!», como quien canta un estribillo. Estas palabras, desde luego, eran dictadas más por la predisposición nerviosa que por un juicio duradero. Pero no es menos cierto que de haber tenido encima mil francos y estar abiertas las joyerías a esa hora, le hubiese comprado una sortija a la desconocida. Cuando las horas de nuestra vida transcurren, por así decir, en planos demasiado distintos, suele ocurrir que nos prodigamos demasiado con personas diversas que al día siguiente nos parecen carentes de interés. Pero nos sentimos responsables de lo que les dijimos la víspera y queremos cumplir nuestra palabra.
Esas noches, como me recogía tarde, encontraba con placer en mi cuarto, que ya había dejado de ser hostil, el lecho en el que, el día de mi llegada, había creído que siempre me resultaría imposible descansar y en el que ahora mis miembros tan cansados buscaban reposo; de modo que mis muslos, mis caderas y mi espalda se esforzaban sucesivamente por adherirse en todos sus puntos a las sábanas que envolvían el colchón, como si mi fatiga, semejante a un escultor, hubiese querido sacar el vaciado total de un cuerpo humano. Pero no conseguía dormirme, sentía acercarse la mañana; me habían abandonado la calma, la buena salud. En medio de mi desazón, me parecía que nunca volvería a encontrarlas. Hubiera tenido que dormir mucho tiempo para recuperarlas. Pero, aunque me hubiese adormecido, de cualquier modo me habría despertado dos horas más tarde el concierto sinfónico. De pronto me dormía, caía en ese sueño pesado en que se nos revelan el retorno a la juventud, la recuperación de los años pasados, de los sentimientos perdidos, la desencarnación, la transmigración de las almas, la evocación de los muertos, las ilusiones de la locura, la regresión hacia los reinos más elementales de la naturaleza (porque se dice que muchas veces vemos animales en sueños, olvidando que, en sueños, nosotros mismos somos casi siempre un animal privado de esa razón que proyecta sobre las cosas una claridad de certeza; al espectáculo de la vida no ofrecemos, en cambio, más que una visión incierta y continuamente aniquilada por el olvido, pues la realidad precedente se desvanece ante la que le sucede, como una proyección de linterna mágica ante la siguiente cuando cambiamos la lente), todos esos misterios que creemos desconocer y en los que en realidad, lo mismo que en el otro gran misterio del aniquilamiento y la resurrección, somos iniciados casi todas las noches. La iluminación sucesiva y errante de zonas ensombrecidas de mi pasado, vuelta más vagabunda todavía por la ardua digestión de la cena de Rivebelle, hacía de mí un ser cuya suprema felicidad hubiese sido encontrar a Legrandin, con quien acababa de hablar en sueños.
Además, hasta mi propia vida quedaba enteramente oculta por un decorado nuevo, análogo al que plantan al borde del escenario y ante el cual, mientras detrás proceden a los cambios de escena, unos actores representan un intermedio. Aquel en el que recitaba entonces mi papel respondía al gusto de los cuentos orientales, no sabía nada de mi pasado ni de mí mismo, dada la extrema cercanía de un decorado interpuesto; era simplemente un personaje que recibía la tunda de palos y sufría castigos de todo tipo por una falta que no comprendía pero que consistía en haber bebido demasiado oporto. De repente me despertaba, me daba cuenta de que, gracias a un largo sueño, no había oído el concierto sinfónico. Ya era por la tarde; me aseguraba consultando el reloj después de algunos esfuerzos por incorporarme, esfuerzos infructuosos al principio e interrumpidos por recaídas sobre la almohada, pero de esas recaídas breves que siguen tanto al sueño como a las demás formas de ebriedad, sea el vino el que las procure o una convalecencia; además, antes incluso de mirar la hora, estaba seguro de que el mediodía había pasado. La noche anterior no era más que un ser vacío, sin peso, y (como es necesario haber estado acostado para ser capaz de sentarse y haber dormido para serlo de callarse) no podía dejar de moverme ni de hablar, ya no tenía consistencia ni centro de gravedad, estaba lanzado, me parecía que habría podido continuar mi tétrica carrera hasta la luna. Ahora bien, aunque mientras dormía mis ojos no habían visto la hora, mi cuerpo había sabido calcularla, había medido el tiempo no en una esfera superficialmente figurada, sino por la presión progresiva de todas mis fuerzas renovadas que, como un potente reloj, había hecho descender desde el cerebro, punto por punto, al resto de mi cuerpo donde ahora ellas acumulaban hasta por encima de las rodillas la abundancia intacta de sus provisiones. Si es cierto que el mar fue antaño nuestro medio vital en el que debemos volver a sumergir nuestra sangre para recuperar las fuerzas, otro tanto puede decirse del olvido, de la nada mental; entonces parece uno ausentarse del tiempo durante unas horas; pero las fuerzas que, durante ese intervalo, se han acumulado sin gastarse lo miden por su cantidad con la misma exactitud que las pesas del reloj o los desmoronados montículos de la clepsidra. Por otro lado, no es más fácil salir de un sueño así que de la vigilia prolongada, porque todas las cosas tienden a durar y si es verdad que ciertos narcóticos hacen dormir, dormir mucho es un narcótico más potente todavía, del que cuesta mucho despertar. Como un marinero que distingue con claridad el muelle donde amarrar su barca todavía sacudida por las olas, tenía muy presente la idea de mirar la hora y levantarme, pero mi cuerpo se veía arrojado continuamente en el sueño; cosa difícil tomar tierra, y antes de incorporarme para alcanzar el reloj y confrontar su hora con la que indicaba la riqueza de materiales de que disponían mis piernas destrozadas, volvía a caer dos o tres veces todavía sobre la almohada.
Al fin veía claramente: «¡Las dos de la tarde!», y llamaba, pero enseguida tornaba a sumergirme en un sueño que esta vez debía de ser infinitamente más largo a juzgar por el reposo y la visión de una inmensa noche superada, que me encontraba al despertar. Sin embargo como éste se debía a la entrada de Françoise, entrada motivada esta vez por mi campanillazo, aquel nuevo sueño que me había parecido más largo que el otro y que tanto bienestar y olvido me había aportado no había durado más que medio minuto.
La abuela abría la puerta de mi cuarto, y yo le hacía algunas preguntas sobre la familia Legrandin.
No es suficiente decir que había recuperado la calma y la salud, porque era más que una simple distancia lo que la víspera las había separado de mí; había tenido que luchar toda la noche con una corriente contraria, y luego no me encontraba simplemente a su lado, habían vuelto a entrar en mí. En puntos precisos y todavía algo doloridos de mi cabeza vacía y que algún día habría de estallar, dejando escaparse para siempre mis ideas, éstas habían vuelto a ocupar una vez más su puesto y a encontrar aquella existencia de la que hasta entonces, por desgracia, no habían sabido aprovecharse.
Una vez más había escapado a la imposibilidad de dormir, al diluvio, al naufragio de las crisis nerviosas. Ya no me inspiraba miedo alguno todo lo que me amenazaba la víspera por la noche, cuando estaba falto de reposo. Ante mí una vida nueva se abría; sin hacer un solo movimiento, porque, pese a estar ya dispuesto, todavía me encontraba destrozado, saboreaba con euforia mi propia fatiga, que había aislado y roto los huesos de las piernas, de los brazos, que ahora sentía reunidos delante de mí, dispuestos a ensamblarse, y sólo con cantar como el arquitecto de la fábula iba yo a levantarlos[187].
De repente me acordé de la rubia de aire melancólico que había visto en Rivebelle y que me había mirado un momento. Aunque durante toda la velada otras muchas me habían parecido agradables, ahora ella era la única en alzarse desde el fondo de mi recuerdo. Me parecía que se había fijado en mí, esperaba que uno de los camareros de Rivebelle viniese a decirme unas palabras de su parte. Saint-Loup no la conocía y en su opinión debía de ser decente. Resultaría muy difícil verla, verla de manera asidua. Mas yo estaba dispuesto a todo por conseguirlo, sólo pensaba en ella. La filosofía habla a menudo de actos libres y de actos necesarios. Acaso no haya acto más plenamente sufrido por nosotros que aquel que, en virtud de una fuerza ascensional comprimida durante la acción, hace que ascienda, una vez en reposo nuestro pensamiento, un recuerdo hasta entonces nivelado con los otros por la fuerza opresiva de la distracción, y lo haga surgir, porque sin saberlo nosotros contenía más encanto que el resto, un encanto del que sólo nos damos cuenta veinticuatro horas después. Y quizá tampoco exista acto tan libre, porque todavía está desprovisto del hábito, de esa especie de manía mental que, en el amor, favorece el exclusivo renacer de la imagen de una determinada persona.
Precisamente ese día era el siguiente de aquel en que yo había visto desfilar delante del mar el bello cortejo de muchachas. Interrogué sobre ellas a varios clientes del hotel que acudían casi todos los años a Balbec. No supieron decirme nada. Más adelante, una fotografía me explicó por qué. Ahora, ¿quién hubiese podido reconocer en ellas, apenas salidas, pero ya salidas, de una edad en que se cambia tan radicalmente, aquella masa amorfa y deliciosa, toda infantil aún, de niñitas a las que sólo unos años antes podía verse sentadas en corro sobre la arena, alrededor de una caseta: especie de blanca y vaga constelación donde no se hubieran distinguido dos ojos más brillantes que los demás, una cara maliciosa y una melena rubia, sino para perderlos de nuevo y confundirlos muy deprisa en el seno de la nebulosa indistinta y láctea?
Sin duda, en esos años todavía tan poco alejados, no era sólo la visión del grupo, como la víspera en su primera aparición delante de mí, sino el grupo mismo lo que carecía de nitidez. Entonces, aquellas niñas demasiado pequeñas todavía se hallaban en ese grado elemental de formación en que la personalidad aún no ha puesto su sello en cada rostro. Como esos organismos primitivos en que el individuo apenas existe por sí mismo, y está constituido por el polipero más que por cada uno de los pólipos que lo componen, permanecían apretadas unas contra otras. A veces alguna empujaba a la que tenía al lado, y entonces una risa alocada, que parecía la única manifestación de su vida personal, sacudía a todas a la vez, borrando, confundiendo aquellos rostros indecisos y gesticulantes en la gelatina de un solo racimo centelleante y tembloroso. En una fotografía antigua que un día ellas habían de darme, y que he conservado, su tropa infantil ya ofrece el mismo número de figurantas que más tarde formarían su cortejo femenino; en ella se intuye que ya debían de formar sobre la playa una mancha singular que obligaba a mirarlas, pero sólo se las puede reconocer individualmente mediante el razonamiento, dejando campo libre a todas las transformaciones posibles en el transcurso de la juventud hasta el límite en que esas formas reconstruidas podrían confinar con otra individualidad que también es preciso identificar y cuyo bello rostro, por la concomitancia de una alta estatura y un pelo rizado, tiene la posibilidad de haber sido en tiempos pasados aquel acartonamiento de mueca desmedrada presentado por el cartón de la fotografía; y dado que la distancia recorrida en poco tiempo por los caracteres físicos de cada una de aquellas muchachas proporcionaba un criterio demasiado vago, y, por otra parte, como lo que tenían en común y como de colectivo ya estaba muy marcado entonces, a veces hasta sus mejores amigas tomaban a unas por otras en aquella fotografía, hasta el punto de que la duda sólo podía resolverse en última instancia por cierto detalle de la indumentaria que una, y ninguna más, estaba segura de haber llevado. Desde aquellos días tan distintos de aquel en que acababa de verlas en el malecón, tan distintos y sin embargo tan cercanos, solían entregarse a la risa como ya había podido comprobar yo la víspera, pero a una risa que ya no era aquella intermitente y casi automática de la infancia, escape espasmódico que en otro tiempo hacía zambullir continuamente aquellas cabezas lo mismo que las bandadas de gobios se dispersaban y desaparecían en las aguas del Vivonne para volver a reunirse un instante después; ahora sus fisonomías se habían vuelto dueñas de sí mismas, sus ojos estaban fijos en el blanco que perseguían; y el día anterior habían sido necesarios la indecisión y el temblor de mi percepción primera para confundir indistintamente, como lo habían hecho la hilaridad del pasado y la vieja fotografía, las espórades[188] hoy individualizadas y desunidas de la pálida madrépora.
Cierto que muchas veces, al paso de unas muchachas bonitas, me había hecho la promesa de verlas de nuevo. Por lo general, no volvían a aparecer; además la memoria, que enseguida olvida su existencia, a duras penas reconocería sus rasgos; acaso nuestros ojos no las reconocerían, y además hemos visto pasar nuevas muchachas que tampoco volveremos a ver. Pero otras veces, y es lo que debía de ocurrir con aquella pandilla insolente, el azar insiste en ponérnoslas delante. Entonces el azar nos parece bello, porque distinguimos en él una especie de principio de organización, de esfuerzo, para componer nuestra vida; y nos vuelve fácil, inevitable, en ocasiones —tras las interrupciones que nos han inducido la esperanza de dejar de acordarnos— cruel, la fidelidad a unas imágenes a cuya posesión más tarde nos creeremos predestinados, y que, sin su intervención, no habríamos podido olvidar al principio, como tantas otras, tan fácilmente.
Pronto la estancia de Saint-Loup tocó a su fin. No había vuelto yo a ver a aquellas muchachas en la playa. Y por la tarde Robert se quedaba demasiado poco tiempo en Balbec para poder ocuparse de ellas e intentar hacer, en beneficio mío, su conocimiento. Por la noche estaba más libre y seguía llevándome con frecuencia a Rivebelle. Como en los jardines públicos y los trenes, en esos restaurantes hay gente que se esconde tras una apariencia vulgar y cuyo apellido nos asombra si, habiéndolo preguntado por casualidad, descubrimos que no se trata del inofensivo recién llegado que suponíamos, sino nada menos que del ministro o del duque del que tantas veces habíamos oído hablar. En dos o tres ocasiones, en el restaurante de Rivebelle Saint-Loup y yo ya habíamos visto sentarse a una mesa cuando todo el mundo empezaba a irse a un hombre de gran estatura, muy musculoso, rasgos regulares y barba entrecana, pero cuya mirada soñadora permanecía obstinadamente fija en el vacío. Una noche que preguntamos al dueño quién era aquel comensal oscuro, solitario y rezagado, «¿Cómo, no conocen ustedes al célebre pintor Elstir?», nos dijo. Swann había pronunciado una vez su nombre delante de mí, pero se me había olvidado por completo el motivo; mas la omisión de un recuerdo, como la de un miembro de frase en una lectura, favorece en ocasiones no la incertidumbre, sino la eclosión de una certidumbre prematura. «Es un amigo de Swann, y un artista muy conocido, de mucho mérito», le dije a Saint-Loup. Inmediatamente por él y por mí pasó, como un escalofrío, la idea de que Elstir era un gran artista, un hombre célebre, y luego que, al confundirnos con los demás comensales, no sospechase la exaltación en que nos precipitaba la idea de su talento. Sin duda, el hecho de que ignorase nuestra admiración y de que conocíamos a Swann no nos hubiese resultado penoso de no habernos encontrado en los baños de mar. Pero, asentados en una edad en que el entusiasmo no puede permanecer callado, y transportados a una vida donde el incógnito parece asfixiante, escribimos una carta firmada con nuestros nombres, en la que descubríamos a Elstir, en los dos comensales sentados a unos pasos de él, dos apasionados admiradores de su talento, dos amigos de su gran amigo Swann, y en la que le pedíamos permiso para presentarle nuestros respetos. Un camarero se encargó de llevar aquella misiva al hombre célebre.
Célebre, acaso Elstir no lo fuese todavía en esa época, al menos tanto como pretendía el encargado del establecimiento, aunque lo fue pocos años más tarde. Pero había sido uno de los primeros en frecuentar aquel restaurante cuando no pasaba de ser una especie de alquería y en llevar allí a una colonia de artistas (que por lo demás habían emigrado a otra parte en cuanto la alquería donde se comía al aire libre debajo de una simple tejavana se había convertido en un centro elegante; si el propio Elstir volvía en ese momento a Rivebelle, sólo se debía a una ausencia de su mujer con la que vivía no lejos de allí). Pero un gran talento, incluso cuando todavía no está reconocido, provoca necesariamente algunos fenómenos de admiración, como los que el propietario de la alquería había llegado a percibir en las preguntas de más de una inglesa de paso, ávida de datos sobre la vida que llevaba Elstir, o en el número de cartas que éste recibía del extranjero. Entonces el encargado se había fijado más en lo poco que a Elstir le gustaba ser molestado mientras estaba trabajando, en que se levantaba por la noche, si había claro de luna, para llevar a un pequeño modelo a posar desnudo a la orilla del mar, y se había dicho que tantas fatigas no eran vanas, ni injustificada la admiración de los turistas cuando, en un cuadro de Elstir, había reconocido una cruz de madera plantada a la entrada de Rivebelle. «¡Qué bien está la cruz, desde luego!, repetía atónito. ¡Tiene los cuatro palos! ¡Y también cuánto trabajo se ha tomado!».
Y no sabía si un pequeño «Amanecer sobre el mar» que Elstir le había regalado, valía una fortuna.
Le vimos leer nuestra carta, guardársela en el bolsillo, seguir cenando, empezar a pedir sus cosas, levantarse para irse, y estábamos tan seguros de haberle sorprendido con nuestra iniciativa que ahora hubiésemos deseado (como antes lo habíamos temido) marcharnos sin que nos hubiese visto. Ni por un momento se nos ocurrió una cosa que sin embargo habría debido parecemos la más importante, que nuestro entusiasmo por Elstir —de cuya sinceridad no habríamos permitido dudar a nadie y de la que habría podido ser testigo nuestra respiración entrecortada por la expectativa—, nuestro deseo de hacer cualquier cosa difícil o heroica por el gran hombre, no era, como nosotros nos figurábamos, admiración, puesto que nunca habíamos visto nada de Elstir; nuestro sentimiento podía tener por objeto la idea vacía de «un gran artista», no una obra que nos era desconocida. A lo sumo era una admiración en vacío, el marco nervioso, la armazón sentimental de una admiración sin contenido, es decir una cosa tan indisolublemente ligada a la infancia como ciertos órganos destinados a desaparecer en el hombre adulto; todavía éramos niños. Els-tir, entretanto, casi había llegado a la puerta cuando, de improviso, dio un rodeo y vino hacia nosotros. Me sentía presa de un espanto delicioso, como no habría podido experimentar unos años más tarde, porque, al mismo tiempo que la edad disminuye la capacidad, el hábito del mundo suprime toda idea de provocar ocasiones tan extrañas, de sentir esa clase de emociones.
En las pocas palabras que Elstir vino a decirnos sentándose a nuestra mesa, nunca me respondió las distintas veces en que le hablé de Swann. Empecé a creer que no lo conocía. No por ello dejó de pedirme que fuese a verle a su atelier de Balbec, invitación que no hizo a Saint-Loup, y que me valieron —como acaso no habría hecho la recomendación de Swann si Elstir hubiese sido amigo suyo (porque la parte de los sentimientos desinteresados es mayor de lo que se cree en la vida de los hombres)— algunas frases que le hicieron pensar que me gustaba el arte. Prodigó conmigo una amabilidad que era tan superior a la de Saint-Loup como ésta lo era a la afabilidad de un pequeño burgués. Comparada con la de un gran artista, la amabilidad de un gran señor, por fascinante que sea, parece una interpretación de actor, una simulación. Saint-Loup trataba de agradar, a Elstir le gustaba dar, darse. Hubiese dado lleno de gozo cuanto poseía, ideas, obras, por no hablar del resto, que para él suponía mucho menos, a alguien que lo hubiese comprendido. Pero a falta de amistades soportables, vivía en medio de un aislamiento y una hurañía que las gentes de mundo llamaban pose y mala educación, los poderes públicos mala índole, sus vecinos locura, y su familia egoísmo y orgullo.
Y sin duda en sus primeros tiempos, y en aquella soledad, le había resultado grata la idea de que, por medio de sus obras, se dirigía a distancia, daba una idea más alta de su persona, a quienes lo habían menospreciado u ofendido Quizás entonces vivió solo, no por indiferencia, sino por amor a los demás, y así como yo había renunciado a Gilberte para reaparecer un día a sus ojos bajo colores más amables, él destinaba su obra a ciertas personas, como un retorno hacia ellas, en el que, sin volver a verle, lo querrían, lo admirarían, hablarían de él; una renuncia no siempre es total desde el principio, cuando la decidimos con nuestra alma de otro tiempo y antes de que, por reacción, haya influido sobre nosotros, ya se trate de la renuncia de un enfermo, de un monje, de un artista o de un héroe. Pero si había querido crear con la mira puesta en ciertas personas, en el momento de crear había vivido para sí mismo, lejos de una sociedad hacia la que se había vuelto indiferente; el ejercicio de la soledad le había inspirado amor por ella, como ocurre con toda cosa grande que empezó dándonos miedo, por saberla incompatible con otras más pequeñas a las que nos apegábamos, y de las que aquélla, más que privarnos, nos separa. Antes de conocerla, nuestra única preocupación es saber en qué medida podremos conciliaria con ciertos placeres que dejan de serlo en cuanto la hemos conocido.
Elstir no se entretuvo mucho tiempo hablando con nosotros. Yo me prometí pasar por su atelier en los dos o tres días siguientes, pero al otro día de esa velada, después de haber acompañado a la abuela hasta el final del malecón en dirección a los acantilados de Canapville[189], al volver, en la esquina de una de las callejas que desembocan perpendicularmente en la playa, nos cruzamos con una muchacha que, con la cabeza gacha como un animal al que obligan a pesar suyo a regresar al establo, y llevando unos palos de golf en la mano, caminaba delante de una persona autoritaria, a buen seguro su «inglesa», o la de una de sus amigas, que se parecía al retrato de Jeffries por Hogarth[190], con la tez roja como si su bebida favorita hubiese sido el gin y no el té, y que prolongaba con el garabato negro de un resto de chicote un bigote gris, pero bien poblado. La muchacha que la precedía se parecía a una de la pandilla, a la que, bajo un polo negro, tenía ojos reidores en una cara impasible y mofletuda. Ahora bien, la que en ese momento volvía también tenía un polo negro, pero me parecía más bonita aún que la otra, su nariz seguía una línea más recta y en su base la aleta era más ancha y más carnosa. Además, si la otra me había dado la impresión de una orgullosa muchacha pálida, ésta me parecía una niña mansa y de tez sonrosada. Pero como iba empujando una bicicleta parecida y llevaba los mismos guantes de piel de reno, llegué a la conclusión de que las diferencias tal vez obedecían al distinto punto de observación en que yo me encontraba y a las circunstancias, por ser poco probable que en Balbec hubiese una segunda muchacha de cara, pese a todo, tan parecida y que reuniese en su indumentaria las mismas particularidades. Lanzó en mi dirección una mirada rápida; ni los días siguientes, cuando volví a ver a la pandilla en la playa, ni tampoco más adelante, cuando conocí a todas las muchachas que la formaban, pude tener nunca la certeza absoluta de que alguna de ellas —ni siquiera la que más se le parecía de todas, la muchacha de la bicicleta— fuese la misma que aquella noche había visto al final de la playa, en la esquina de la calle, muchacha que, aunque poco, era algo diferente de la que yo había divisado en el cortejo.
A partir de esa tarde, yo, que los días precedentes había pensado sobre todo en la muchacha alta, empecé a preocuparme por la de los palos de golf, por la supuesta Mlle. Simonet. En medio de las otras, se paraba a menudo, obligando a sus amigas que parecían respetarla mucho a interrumpir también su marcha. Y así, parada, con los ojos brillantes bajo su polo, es como todavía sigo viéndola ahora, silueteada sobre la pantalla que, al fondo, le hace el mar, y separada de mí por un espacio transparente y azulado, el tiempo transcurrido desde entonces, primera imagen, delgadísima en mi recuerdo, deseada, perseguida, luego olvidada, vuelta a encontrar más tarde, de un rostro que desde entonces he proyectado muchas veces en el pasado para poder decirme de una muchacha que estaba en mi cuarto: «¡Es ella!».
Pero quizá seguía siendo la de la tez de geranio, la de ojos verdes, la que más deseaba conocer. Fuera cual fuese por lo demás, en un día dado, la que yo prefería ver, las demás, sin ésta, bastaban para emocionarme; mi deseo, aun orientándose unas veces más bien hacia una, otra vez más bien hacia otra, seguía reuniéndolas —como el primer día mi confusa visión—, haciendo de ellas el pequeño mundo aparte animado por una vida común que sin duda, por lo demás, tenían la pretensión de construir; haciéndome amigo de alguna —como un pagano refinado o un cristiano escrupuloso entre los bárbaros—, hubiese penetrado en una sociedad llena de juventud donde reinaban la salud, la inconsciencia, la voluptuosidad, la crueldad, la falta de intelectualidad y la alegría.
A la abuela, a quien había contado mi encuentro con Elstir y que se alegraba de todo el provecho intelectual que yo podía sacar de su amistad, le parecía absurdo y poco amable que aún no hubiese ido a hacerle una visita. Mas yo sólo pensaba en la pandilla, y como no sabía a ciencia cierta la hora en que las muchachas pasarían por el malecón, no me atrevía a alejarme. A la abuela también le extrañaba mi elegancia, porque de pronto me había acordado de trajes que hasta entonces había dejado en el fondo del baúl. Cada día me ponía uno distinto e incluso había escrito a París que me enviasen nuevos sombreros y corbatas nuevas.
En una estación balnearia como era Balbec, supone un gran encanto añadido a la vida que el rostro de una muchacha bonita, una vendedora de conchas, de dulces o de flores, pintado con vivos colores en nuestro pensamiento, sea para nosotros cotidianamente, desde por la mañana, el objetivo de cada una de esas jornadas ociosas y llenas de luz que pasamos en la playa. Aunque ociosas, por esa razón se vuelven entonces activas como jornadas de trabajo, orientadas, imantadas, ligeramente alzadas hacia un instante próximo, hacia ese momento en que, mientras compramos galletas, rosas o amonitas, nos deleitaremos viendo sobre un rostro femenino los colores dispuestos con la misma pureza que sobre una flor. Pero a esas pequeñas vendedoras por lo menos se les puede hablar al principio, cosa que nos evita tener que construir con la imaginación los otros aspectos que nos niega la simple percepción visual, y recrear su vida, exagerar su fascinación, como delante de un retrato; sobre todo, y precisamente porque hablamos con ellas, se puede saber dónde y a qué horas se las puede encontrar. Ahora bien, no era eso lo que me ocurría con las muchachas de la pandilla. Dado que no conocía sus hábitos, cuando ciertos días no las veía, ignorando la causa de su ausencia me ponía a pensar si ésta obedecía a un motivo fijo, si sólo las veía un día sí y otro no, o cuando hacía tal o cual tiempo, o si había días en que no se las veía nunca. Me imaginaba de antemano amigo suyo y les decía: «Pero ustedes ¿no estaban aquí tal día?». —«¡Ah!, ya, es que era sábado, y los sábados no venimos nunca porque…». Ojalá hubiese sido tan sencillo saber que el triste sábado era inútil obstinarse, que se podría recorrer la playa arriba y abajo, sentarse delante de la pastelería, fingir que comemos un pastelillo de crema, entrar en la tienda de curiosidades, esperar la hora del baño, el concierto, la subida de la marea, la puesta del sol, la noche, sin ver a la deseada pandilla. Pero el día fatal quizá no se repetía una vez a la semana. Quizá no caía forzosamente en sábado. Quizá determinadas condiciones atmosféricas influían en él, o le eran totalmente ajenas. ¡Cuántas observaciones pacientes, pero no serenas, se precisa recoger sobre los movimientos aparentemente irregulares de esos mundos desconocidos antes de dar por seguro que nos hemos dejado engañar por simples coincidencias, que nuestras previsiones no serán defraudadas antes de captar las leyes ciertas, adquiridas a costa de experiencias crueles, de esa astronomía apasionada! Recordando que no las había visto el mismo día de la semana que hoy, me decía que no vendrían, que era inútil quedarme en la playa. Y precisamente en ese instante las divisaba. En cambio, un día en que, por mis conjeturas sobre las leyes que regían el retorno de aquellas constelaciones, mis cálculos lo habían señalado como un día fasto, no venían. Pero a esa primera incertidumbre de si aquel día las vería o no, venía a unirse otra más grave, si volvería a verlas nunca, porque en última instancia ignoraba si tendrían que marcharse a América o regresar a París. Y esto bastaba para hacerme empezar a quererlas. Podemos sentir atracción por una persona. Pero para desencadenar esa tristeza, ese sentimiento de lo irreparable, esas angustias que preparan el amor, es menester— y acaso sea él, y no la persona amada, el objeto mismo que la pasión trata ansiosamente de abrazar —el riesgo de una imposibilidad. Así obraban ya esas influencias que se repiten en el curso de amores sucesivos, y que por otro lado pueden producirse, pero entonces más bien en la vida de las grandes ciudades, con obreras cuyos días de libranza ignoramos y que asusta no haber visto salir del taller, o que al menos habrán de renovarse en el curso de los míos. Quizá sean inseparables del amor; quizá todo lo que fue una particularidad del primero venga a añadirse a los siguientes por recuerdo, sugestión o hábito, y a través de los sucesivos períodos de nuestra vida preste un carácter general a sus diferentes aspectos.
Aprovechaba cualquier pretexto para ir a la playa a las horas en que tenía la esperanza de poder encontrarlas. Como una vez las había visto durante nuestro almuerzo, siempre llegaba con retraso a la mesa, esperando indefinidamente en el malecón a que pasasen; permaneciendo el poco tiempo que estaba sentado en el comedor interrogando con la mirada el azul del ventanal; levantándome mucho antes del postre para no dejar de verlas en caso de que se hubiesen paseado a otra hora y enfadándome con la abuela y su inconsciente perfidia cuando me hacía permanecer a su lado más allá de la hora que me parecía propicia. Trataba de prolongar el horizonte poniendo mi silla de lado; si por casualidad divisaba a cualquiera de las muchachas, dado que todas participaban de la misma esencia especial, era como si hubiese visto proyectado enfrente de mí, en una alucinación móvil y diabólica, un poco del sueño hostil y sin embargo apasionadamente codiciado que un momento antes apenas existía, aunque por lo demás estancado de un modo permanente, en mi cerebro.
No amaba a ninguna amándolas a todas, y sin embargo la posibilidad de encontrarlas era, para mis jornadas, el único elemento delicioso, y por sí sola provocaba en mí esas esperanzas donde se estrellan todos los obstáculos, esperanzas seguidas muchas veces de rabia si no lograba verlas. En ese momento, aquellas muchachas eclipsaban a mis ojos a la abuela; y me hubiese encantado cualquier viaje que tuviese por meta un lugar en el que ellas hubieran de encontrarse. A ellas estaba placenteramente aferrado mi pensamiento cuando creía pensar en cualquier otra cosa, o en nada. Pero cuando, incluso sin saberlo, pensaba en ellas, eran para mí, de forma más inconsciente todavía, las ondulaciones montuosas y azules del mar, el perfil de un desfile con el mar al fondo. Era el mar lo que esperaba encontrar, si iba a alguna ciudad donde ellas estuviesen. El amor más exclusivo por una persona siempre es el amor a otra cosa.
Como ahora me interesaba tanto en el golf y en el tenis y dejaba escapar la ocasión de ver trabajar y oír discurrir a un artista que ella sabía de los más grandes, la abuela me manifestaba un desprecio que a mi parecer procedía de cierta estrechez de miras. Con anterioridad, en los Champs-Elysées había intuido y más tarde comprendí mejor que, cuando estamos enamorados de una mujer no hacemos otra cosa que proyectar en ella un estado de nuestra alma; que, por lo tanto, lo importante no es la valía de la mujer sino la profundidad de ese estado; y que las emociones que nos procura una muchacha mediocre tal vez pueden permitirnos aflorar a nuestra conciencia partes más íntimas de nosotros mismos, más personales, más lejanas, más esenciales de lo que haría el placer que nos proporciona la conversación de un hombre superior o incluso la contemplación admirativa de sus obras.
Al cabo hube de obedecer a la abuela, con fastidio tanto mayor cuanto que Elstir vivía bastante lejos del malecón, en una de las avenidas más nuevas de Balbec. El calor del día me obligó a coger el tranvía que pasaba por la calle de la Plage, y trataba, por imaginarme que me encontraba en el antiguo reino de los cimerios, en la patria acaso del rey Marco[191] o en el emplazamiento del bosque de Brocelandia, de no mirar el lujo de pacotilla de las construcciones que se extendían delante de mí y entre las cuales quizá la villa de Elstir era la más suntuosamente fea, alquilada pese a todo por él por ser, de todas las existentes en Balbec, la única que podía ofrecerle un vasto atelier.
Por eso, fue apartando la vista como crucé el jardín que tenía un prado de césped —análogo, aunque más pequeño, al de cualquier burgués en los alrededores de París—, una estatuilla de jardinero galante, unos globos de cristal donde uno podía mirarse, unos arriates de begonias y un minúsculo cenador con unas cuantas rocking-chars abiertas delante de una mesa de hierro. Pero después de todas estas inmediaciones impregnadas de fealdad ciudadana, cuando puse los pies en el atelier no volví a fijarme en las molduras color chocolate de los plintos; me sentí perfectamente feliz porque, gracias a todos los estudios que había a mi alrededor, sentía la posibilidad de elevarme a un conocimiento poético, fecundo en alegrías, de cantidad de formas que hasta entonces yo no había aislado del espectáculo total de la realidad. Y el atelier de Elstir se me apareció como el laboratorio de una especie de nueva creación del mundo, donde, del caos que son todas las cosas que vemos, él había extraído, pintándolas sobre diversos rectángulos de tela puestos en todos los sentidos, aquí una ola del mar aplastando enfurecida sobre la arena su espuma lila, allá un joven de dril blanco acodado en el puente de un barco. La chaqueta del joven y la salpica-dora ola habían cobrado una dignidad nueva por el hecho de seguir existiendo, aunque faltos de aquello en lo que en apariencia consistían, porque la ola ya no podía mojar ni la chaqueta vestir a nadie.
En el momento en que entré, el creador estaba terminando, con el pincel que sostenía en la mano, la forma del sol en su puesta.
Los estores estaban cerrados por casi todos los lados, en el atelier hacía bastante fresco y, salvo en un punto donde la luz plena aplicaba a la pared su decoración resplandeciente y pasajera, sumido en la oscuridad; únicamente había abierta una ventanita rectangular orlada de madreselvas que, tras una franja de jardín, daba a una alameda; de modo que la atmósfera de la mayor parte del atelier resultaba sombría, transparente y compacta en su masa, pero húmeda y brillante en las fracturas donde la engastaba la luz, lo mismo que, en un bloque de cristal de roca, una cara, ya tallada y pulida aquí y allá, reluce como un espejo y se irisa. Mientras Elstir, a ruego mío, seguía pintando, yo circulaba en aquel claroscuro, parándome delante de un cuadro, luego delante de otro.
La mayoría de los que me rodeaban no eran lo que de él yo habría preferido ver, las pinturas pertenecientes a su primera y segunda maneras, como decía una revista de arte inglesa que había encima de la mesa del salón del Grand-Hôtel, la manera mitológica y aquella otra en que Elstir había sufrido la influencia del Japón, ambas admirablemente representadas, según decían, en la colección de Mme. de Guermantes[192]. Naturalmente, en el atelier apenas si se veía otra cosa que marinas hechas allí, en Balbec. Pero en ellas podía yo percibir que el encanto de cada una consistía en una especie de metamorfosis de las cosas representadas, análoga a la que en poesía se denomina metáfora, y que si Dios Padre había creado las cosas al darles un nombre, Elstir las recreaba quitándoles su nombre o dándoles otro. Los nombres que designan las cosas responden siempre a una noción de la inteligencia, ajena a nuestras auténticas impresiones, y capaz de obligarnos a eliminar de ellas cuanto no se refiere a dicha noción.
A veces, estando a mi ventana en el hotel de Balbec, por la mañana cuando Françoise descorría las cortinas que ocultaban la luz, por la noche cuando esperaba el momento de irme con Saint-Loup, me había ocurrido, gracias a un efecto del sol, tomar una parte más oscura del mar por una costa lejana, o contemplar con alegría una zona azul y fluida sin saber si pertenecía al mar o al cielo. No tardaba mi inteligencia en restablecer entre los elementos la separación que mi impresión había abolido. Del mismo modo, en mi cuarto de París, me ocurría oír una disputa, casi un motín, hasta que no lo remitía a su causa, por ejemplo el rodar de un coche que se acercaba, ruido del que entonces eliminaba aquellas vociferaciones agudas y discordantes que mi oído había percibido realmente, pero que mi inteligencia sabía que no producía ninguna rueda. Pero los raros momentos en que vemos a la naturaleza tal cual es, poéticamente, de esos momentos estaba hecha la obra de Elstir. Una de las metáforas más frecuentes en las marinas que tenía a su lado en aquel momento era precisamente la que, comparando la tierra con el mar, suprimía toda demarcación entre una y otro. Era esa comparación, tácita e incansablemente repetida en una misma tela, lo que introducía aquella multiforme y potente unidad, causa, no siempre claramente percibida por ellos, del entusiasmo que excitaba entre ciertos aficionados la pintura de Elstir.
Con una metáfora de este género, por ejemplo —en un cuadro que representaba el puerto de Carquethuit, cuadro acabado hacía pocos días y que yo contemplé largo rato—, Elstir había preparado el ánimo del espectador sirviéndose para el pueblecito únicamente de términos marinos, y únicamente de términos urbanos para el mar. Fuese que las casas tapasen una parte del puerto, fuese que una dársena de calafateo o tal vez el mar mismo adentrándose como un golfo en las tierras, como constantemente ocurría en la zona de Balbec, al otro lado de la punta avanzada donde estaba construida la ciudad, por encima de los tejados asomaban (como lo hubiesen hecho chimeneas o campanarios) unos mástiles que parecían transformar los veleros a que pertenecían en algo urbano, en algo construido sobre tierra, impresión que aumentaban otros barcos que permanecían a lo largo de la escollera, pero en filas tan prietas que los hombres hablaban de un barco a otro sin que pudiera distinguirse su separación y el intersticio del agua, y así aquella flotilla de pesca daba la impresión de pertenecer menos al mar que, por ejemplo, las iglesias de Criquebec que, a lo lejos, rodeadas de agua por todas partes porque se las veía sin la ciudad, en una polvareda de sol y de olas, parecían salir de las aguas, sugeridas en alabastro o en espuma, y formar, encerradas en la cintura de un arco iris cambiante, un cuadro irreal y místico. En el primer término de la playa, el pintor había sabido habituar los ojos a no reconocer frontera fija, ni demarcación absoluta, entre la tierra y el océano. Unos hombres que empujaban unas barcas al mar corrían tan fácilmente por las olas como sobre la arena, que, mojada, reflejaba ya los cascos como si hubiese sido agua. Ni siquiera el mar mismo subía de modo uniforme, seguía los accidentes de la playa, que la perspectiva recortaba todavía más, hasta el punto de que un navio en alta mar, semioculto por las obras avanzadas del arsenal, parecía bogar en medio de la villa; unas mujeres que cogían quisquillas en las rocas parecían —por estar rodeadas de agua y a causa de la depresión que, pasada la barrera circular de las rocas, rebajaba la playa (por los dos lados más cercanos a las tierras) hasta el nivel del mar— encontrarse en una gruta marina coronada por barcas y por olas, abierta y resguardada en medio de las olas milagrosamente separadas. Si todo el cuadro evocaba esos puertos donde el mar se adentra en tierra, donde la tierra ya es marina y la población anfibia, la potencia del elemento marino estallaba por todas partes; y junto a las rocas, a la entrada de la escollera, donde el mar estaba picado, se sentía, por los esfuerzos de los marineros y la oblicuidad de las barcas acostadas en ángulo agudo delante de la tranquila verticalidad del almacén, de la iglesia, de las casas del pueblo, adonde los unos volvían, de donde los otros partían para la pesca, que trotaban duramente sobre el agua como a lomos de un animal fogoso y rápido cuyas espantadas, de no ser por su destreza, los hubiesen arrojado a tierra. Un grupo de excursionistas salía alegremente en una barca sacudida como un carricoche; un marinero jovial, pero también atento, la gobernaba como con riendas, orientaba la impetuosa vela, todos permanecían en su sitio para no cargar demasiado peso sobre un lado y no volcar, y así corrían por las soleadas campiñas, por los parajes umbríos, rodando por las pendientes. Era una hermosa mañana a pesar de la tormenta que había habido. Y hasta se sentía la potente actividad que debía neutralizar el bello equilibro de las barcas inmóviles, que gozaban del sol y del frescor, en las partes donde el mar estaba tan calmo que los reflejos tienen más solidez y realidad casi que los cascos, vaporizados por un efecto del sol y que la perspectiva encabalgaba unos sobre otros. Más bien no debiera hablarse de partes distintas del mar. Porque entre esas partes había tanta diferencia como entre una de ellas y la iglesia saliendo de las aguas, y las barcas detrás del pueblo. La inteligencia hacía luego un mismo elemento de lo que aquí era negro en un efecto de tormenta, alia de un solo color con el cielo y tan barnizado como éste y más allá tan blanco de sol, de bruma y de espuma, tan compacto, tan rural, tan circundado de casas, que hacía pensar en alguna calzada de piedras o en un campo de nieve, sobre el que asustaba ver un navio ascendiendo en empinada pendiente y en seco como un coche que resopla al salir de un vado; pero al cabo de un momento, viendo sobre la extensión alta y desigual de la sólida planicie unos barcos titubeantes, se comprendía que, idéntico en todos aquellos aspectos diversos, seguía siendo el mar.
Aunque sea justo decir que no hay progreso, que no hay descubrimientos en arte, sino sólo en las ciencias, y que todo artista, recomenzando por cuenta propia un esfuerzo individual, no puede ser ayudado ni estorbado por los esfuerzos de ningún otro, hay que reconocer sin embargo que en la medida en que el arte hace resaltar ciertas leyes, una vez que la industria las ha vulgarizado el arte anterior pierde retrospectivamente algo de su originalidad. Desde los inicios de Elstir, hemos conocido lo que se denomina «admirables» fotografías de paisajes y de ciudades. Si se intenta precisar qué es lo que en este caso designan los aficionados con ese epíteto, veremos que se aplica de ordinario a alguna imagen singular de una cosa conocida, imagen distinta de las que estamos acostumbrados a ver, singular y sin embargo auténtica, y que precisamente por esto nos seduce doblemente, dado que nos asombra, nos hace salir de nuestros hábitos y al mismo tiempo nos hace entrar en nosotros mismos recordándonos una impresión. Por ejemplo, una de esas fotografías «magníficas» ilustrará una ley de la perspectiva, nos mostrará determinada catedral que estamos acostumbrados a ver en medio de la ciudad, vista por el contrario desde un punto escogido desde el que parecerá treinta veces más alta que las casas y formando espolón en la orilla del río del que en realidad dista mucho. Ahora bien, el esfuerzo de no exponer las cosas tal como sabía que eran, sino según esas ilusiones ópticas de que está hecha nuestra primera visión, le había llevado precisamente a resaltar algunas de esas leyes de perspectiva, más sorprendentes entonces, porque era el arte el primero en revelarlas. Un río a causa del recodo de su curso, un golfo a causa de la aparente cercanía de los acantilados, parecían excavar en medio de la llanura o de las montañas un lago absolutamente cerrado por todas partes. En un cuadro pintado en Balbec un tórrido día de verano, un entrante del mar parecía, encerrado entre murallas de granito rosa, no ser el mar, que empezaba más lejos. La continuidad del océano sólo era sugerida por unas gaviotas que, revoloteando sobre lo que al espectador le parecía piedra, aspiraban en cambio la humedad de la onda. De esta misma tela se desprendían otras leyes, por ejemplo, al pie de los inmensos acantilados, la gracia liliputiense de unas velas blancas sobre el espejo azul donde parecían mariposas dormidas, y ciertos contrastes entre la profundidad de las sombras y la palidez de la luz. Aquellos juegos de sombra, que también ha vulgarizado la fotografía, habían interesado a Elstir hasta el punto de que en otro tiempo se había complacido en pintar verdaderos espejismos, donde un castillo rematado por una torre aparecía como un castillo completamente circular prolongado por una torre en su cima y abajo por una torre invertida, sea que la extraordinaria limpidez de un tiempo sereno diese a la sombra reflejada en el agua la dureza y el brillo de la piedra, sea que las brumas matinales volviesen la piedra no menos vaporosa que la sombra. Asimismo, más allá del mar, detrás de una hilera de bosques empezaba otro mar, que el crepúsculo teñía de rosa y que era el cielo. Inventando una especie de nuevos sólidos, la luz impulsaba el casco de la barca donde daba, detrás de otra que quedaba en la sombra, y disponía como los peldaños de una escalera de cristal sobre la superficie materialmente plana, aunque quebrada por la iluminación, del mar matutino. Un río que pasa bajo los puentes de una ciudad estaba tomado desde un punto de vista que lo mostraba totalmente dislocado, expandido aquí como un lago, adelgazado allí como un hilillo, roto más allá por la interposición de una colina coronada de bosques adonde por la noche el habitante de la ciudad va a respirar el fresco de la noche; y el ritmo mismo de esa ciudad trastornada, sólo quedaba asegurado por la verticalidad inflexible de los campanarios que, en vez de ascender, más bien parecían mantener en suspenso bajo ellos, con la plomada de la gravedad marcando la cadencia como en una marcha triunfal, toda la masa más confusa de las casas escalonadas en la bruma, a lo largo del río aplastado y deshilvanado. Y (como las primeras obras de Elstir databan de la época en que se solía amenizar los paisajes con la presencia de un personaje) sobre el acantilado o en la montaña, el camino, esa parte semihumana de la naturaleza, sufría, como el río o el océano, los eclipses de la perspectiva. Y sea que una cresta montañosa, o la bruma de una cascada, o el mar impidiese seguir la continuidad de la ruta, visible para el caminante mas no para nosotros, el minúsculo personaje humano de ropas pasadas de moda perdido en aquellas soledades parecía a menudo parado ante un abismo, porque el sendero que seguía acababa allí, mientras trescientos metros más arriba, en aquellos bosques de abetos, con ojos emocionados y corazón sereno veíamos reaparecer la sutil blancura de su hospitalaria arena al paso del viajero: la vertiente de la montaña, contorneando la cascada o el golfo, nos había ocultado las revueltas intermedias del camino.
El esfuerzo que Elstir hacía para despojarse en presencia de la realidad de todas las nociones de su inteligencia era tanto más admirable cuanto que este hombre que antes de pintar se volvía ignorante y olvidaba todo por probidad (porque lo que sabemos no nos pertenece), poseía precisamente una inteligencia excepcionalmente cultivada. Cuando le confesaba mi decepción ante la iglesia de Balbec: «¿Cómo, le ha decepcionado ese pórtico?, me dijo. Pero si es la Biblia historiada más hermosa que el pueblo haya podido leer nunca. Esa Virgen, y todos los bajorrelieves que cuentan su vida, es la expresión más tierna, la más inspirada, de ese largo poema de adoración y de alabanzas que la Edad Media desplegará a la gloria de la Madona. ¡Si usted supiese qué hallazgos de delicadeza, junto a4a más minuciosa exactitud para traducir el texto sagrado, tuvo el viejo escultor, cuántos pensamientos profundos, qué deliciosa poesía! La idea de ese gran velo donde los ángeles transportan el cuerpo de la Virgen, demasiado sagrado para que osen tocarlo directamente (yo le dije que el mismo tema estaba tratado en Saint-André-des-Champs[193]; él había visto fotografías del pórtico de esta última iglesia, pero me hizo notar que la solicitud de aquellos minúsculos aldeanos que corren todos al mismo tiempo alrededor de la Virgen era completamente distinta de la gravedad de los dos enormes ángeles casi italianos, tan esbeltos, tan dulces); el ángel que lleva el alma de la Virgen para reuniría a su cuerpo; en el encuentro de la Virgen y de Isabel, el gesto de esta última tocando el vientre de María y maravillándose al sentirlo hinchado; y el brazo vendado de la comadrona que no había querido creer, sin tocar, en la Inmaculada Concepción; y el ceñidor lanzado por la Virgen a santo Tomás para darle la prueba de su resurrección; y también ese velo que la Virgen se arranca del seno para cubrir la desnudez de su hijo, a uno de cuyos lados la Iglesia recoge la sangre, el licor de la Eucaristía, mientras en el otro la Sinagoga, cuyo reino acabó ya, tiene los ojos vendados, empuña un cetro medio roto y deja escapar, junto con su corona que le cae de la cabeza, las tablas de la antigua Ley; y el esposo que ayudando a su mujer, en la hora del Juicio final, a salir de la tumba, le apoya la mano contra su propio corazón para tranquilizarla y demostrarle que late de verdad, ¿no es también bastante estupenda como idea, bastante afortunada? ¡Y el ángel que se lleva el sol y la luna, inútiles ahora porque está dicho que la Luz de la Cruz será siete veces más potente que la de los astros; y el que sumerge la mano en el agua del baño de Jesús para ver si está bastante caliente; y el que sale de las nubes para posar su corona sobre la frente de la Virgen; y todos los que, asomándose desde lo alto del cielo, entre los balaustres de la Jerusalén celeste, levantan los brazos de espanto o de alegría a la vista de los suplicios de los malvados y de la bienaventuranza de los elegidos! Porque son todos los círculos del cielo, todo un gigantesco poema teológico y simbólico lo que usted tiene ahí. Es demencial, es divino, es mil veces superior a cuanto usted pueda ver en Italia donde, además, ese tímpano ha sido literalmente copiado por escultores mucho menos geniales. Porque, como puede suponer, todo esto es una cuestión de genio. No ha habido ninguna época en la que todo el mundo tuviese genio, eso son bobadas, habría sido más asombroso que la edad de oro. El tipo que esculpió esta fachada, puede creerme, era tan formidable y tenía ideas tan profundas como las gentes de ahora que más admire usted. Se lo demostraría si fuésemos allá juntos. Hay ciertas palabras del oficio de la Asunción que han sido traducidos con una sutileza que un Redon[194] no ha conseguido igualar». Y sin embargo, cuando mis ojos llenos de deseos se habían abierto delante de la fachada, lo que yo había visto no era aquella visión celeste de la que me hablaba, ni aquel gigantesco poema teológico que estaba escrito allí, según ahora comprendía. Le hablé de aquellas grandes estatuas de santos que, montadas sobre zancos, forman una especie de avenida. «Arranca del fondo de los tiempos para llegar hasta Jesucristo, me dijo. A un lado están sus antepasados según el espíritu, al otro los reyes de Judá, sus antepasados según la carne. Todos los siglos están ahí. Y si se hubiese fijado mejor en eso que le han parecido zancos, habría podido nombrar a los que están encaramados en ellos. Porque bajo los pies de Moisés, habría reconocido usted el becerro de oro, bajo los pies de Abraham el carnero, bajo los de José el demonio aconsejando a la mujer de Putifar».
También le dije que había esperado encontrarme un monumento casi persa y que esto había sido sin duda una de las causas de mi desengaño. «No, no, me respondió, hay mucho de verdad en eso. Algunas partes son totalmente orientales; un capitel reproduce un tema persa con tanta exactitud que no basta para explicarlo la persistencia de las tradiciones orientales. El escultor debió de copiar alguna arqueta traída por los navegantes». Y en efecto, más tarde Elstir debía mostrarme la fotografía de un capitel en el que vi dragones casi chinos devorándose unos a otros, pero en Balbec ese trocito de escultura se me había escapado en el conjunto del monumento, que no se parecía a lo que me habían anunciado estas palabras: «iglesia casi persa[195]».
Los goces intelectuales que disfruté en aquel atelier no me impedían para nada sentir, aunque nos rodeasen como a pesar nuestro, las tibias veladuras, la resplandeciente penumbra de la habitación, y al fondo de la ventanita enmarcada por madreselvas, en la alameda totalmente rústica, la resistente sequedad de la tierra quemada de sol, sólo velada por la transparencia de la lontananza y de la sombra de los árboles. Acaso el inconsciente bienestar que me procuraba aquel día de verano servía para aumentar como un afluente la alegría que me causaba la vista del «Puerto de Carquethuit».
Elstir me había parecido modesto, pero comprendí que me había equivocado al ver su rostro velarse de tristeza cuando, en una frase de agradecimiento, pronuncié la palabra «gloria». Quienes creen duraderas las obras propias —y era el caso de Elstir— se habitúan a situarlas en una época en que ellos mismos no serán otra cosa que polvo. Y por eso, al obligarles a pensar en la nada, la idea de la gloria los entristece porque es inseparable de la idea de la muerte. Cambié de conversación para disipar aquella nube de orgullosa melancolía con que, sin querer, había cargado yo la frente de Elstir. «Me habían aconsejado, le dije pensando en la conversación que habíamos tenido con Legrandin en Combray y sobre la que me satisfacía tener su opinión, no ir a Bretaña, porque era malsano para un temperamento ya inclinado al sueño». —«No, no, me respondió, cuando un temperamento tiene inclinación por el sueño, no hay que apartarlo de él, ni racionárselo. Mientras mantenga alejada la mente de sus sueños, se quedará sin conocerlos; se convertirá en el juguete de mil apariencias porque no habrá comprendido su naturaleza. Si un poco de sueño es peligroso, lo que puede curar no es menos sueño, sino más sueño, sino todo el sueño. Importa conocer hasta el fondo los propios sueños para no sufrir por ellos; hay cierta separación entre el sueño y la vida que a menudo resulta tan útil hacer que me pregunto si no deberíamos practicarla, por si acaso, preventivamente, como ciertos cirujanos pretenden que, para evitar la posibilidad de una apendicitis futura, habría que cortar el apéndice a todos los niños».