Tercera parte

Nombres de países: el nombre

Racimo

Entre las habitaciones cuya imagen evocaba más a menudo en mis noches de insomnio, ninguna se parecía menos a las habitaciones de Combray, espolvoreadas por una atmósfera granulosa, polinizada, comestible y devota, que la del Grand-Hôtel de la Plage, de Balbec, cuyos muros pintados con esmalte[1] contenían, como las paredes pulidas de una piscina donde el agua azulea, un aire puro, azulado y salino. El tapicero bávaro a quien se había encargado el acondicionamiento de ese hotel había variado la decoración de las habitaciones y había hecho correr a lo largo de la pared, en tres de los lados de la habitación en que me tocó alojarme, estanterías bajas, de vitrinas de cristal, en las que, según el sitio que ocupaban, y gracias a un efecto que él no había previsto, se reflejaba esta o aquella parte del cuadro mudable del mar, desarrollando un friso de luminosas marinas que sólo interrumpían los listones de la caoba. Y así todo el cuarto parecía uno de esos dormitorios modelo que presentan las exposiciones modern style[2] del mobiliario, adornados con obras de arte que se supone capaces de alegrar la vista de quien allí duerma y cuyos asuntos están relacionados con la clase de lugar donde el edificio ha de encontrarse.

Pero tampoco había nada que se pareciera menos a ese Balbec real que el que yo había soñado tantas veces los días de tempestad, cuando el viento era tan fuerte que Françoise, al llevarme a los Champs-Élysées, me recomendaba no caminar demasiado pegado a los muros para no recibir alguna teja en la cabeza y hablaba, gimoteando, de grandes siniestros y naufragios anunciados por los periódicos. No había nada que yo deseara tanto como ver una tempestad en el mar, menos como un hermoso espectáculo que como un momento de revelación de la vida real de la naturaleza; o mejor dicho, no había para mí espectáculos más hermosos que los que sabía que no estaban artificialmente combinados para mi propio placer, sino que eran necesarios, inmutables; las bellezas de los paisajes o del gran arte. Sólo tenía curiosidad y avidez por conocer lo que creía más verdadero que yo mismo, aquello que para mí tenía el valor de mostrarme algo del pensamiento de un gran genio, o de la fuerza o de la gracia de la naturaleza tal como se manifiesta entregada a sí misma, sin intervención del hombre. Así como el hermoso sonido de su voz, aisladamente reproducido por el gramófono, no nos consolaría de la pérdida de nuestra madre, así una tempestad imitada de forma mecánica me habría dejado tan indiferente como las fuentes luminosas de la Exposición[3]. También quería, para que la tempestad fuese del todo verdadera, que la orilla misma fuese una orilla natural, no un dique recientemente creado por un ayuntamiento. Me parecía además que la naturaleza, por todos los sentimientos que en mí despertaba, era lo más contrario que había a las producciones mecánicas de los hombres. Cuanto menos llevara su impronta, más espacio ofrecía a las efusiones de mi corazón. Y yo había retenido en la memoria el nombre de Balbec, que Legrandin nos había citado, como el de una playa pegada a «esas costas fúnebres, famosas por tantos naufragios que envuelven seis meses del año el sudario de las brumas y la espuma de las olas».

«Bajo los pies, decía, aún se advierte, mucho más que en el mismo Finisterre[4] (y por más hoteles que en ese suelo hayan logrado superponerse ahora sin poder modificar la osamenta más antigua de la tierra), se advierte el verdadero final de la tierra francesa, europea, de la Tierra antigua. Y es el último campamento de pescadores, semejantes a todos los pescadores que han vivido desde el principio del mundo, frente al reino eterno de las nieblas del mar y de las sombras». Cierto día que en Combray había hablado yo de esa playa de Balbec delante de M. Swann, esperando saber de sus labios si era el punto más idóneo para contemplar las tempestades más fuertes, me respondió: «¡Conozco Balbec muy bien! La iglesia de Balbec, de los siglos XII y XIII, todavía medio románica, tal vez sea la muestra más curiosa del gótico normando, y es tan singular que se diría arte persa[5]». ¡Qué fascinante era, para mí, ver aquellos lugares que hasta entonces sólo me habían parecido naturaleza inmemorial, contemporánea de los grandes fenómenos geológicos —y tan ajena a la historia humana como el Océano o la Osa Mayor, con sus salvajes pescadores para quienes no hubo, como tampoco para las ballenas, Edad Media—, insertados de pronto en la serie de los siglos, después de haber conocido la época romana, y descubrir que el trébol gótico también había ido a dar nervaduras a aquellas rocas salvajes a la hora debida, como esas plantas endebles pero vivaces que, cuando llega la primavera, constelan aquí y allá la nieve de los polos. Y si el gótico aportaba a aquellos lugares y a aquellos hombres una determinación que les faltaba, también éstos le conferían otra a cambio! Trataba de imaginarme cómo habían vivido aquellos pescadores el tímido e insospechado ensayo de relaciones sociales que allí habían intentado, durante la Edad Media, recogidos en un punto de las costas del Infierno, al pie de los acantilados de la muerte; y el gótico me parecía más vivo ahora que podía ver la forma en que, en aquel caso concreto, separado de las ciudades donde siempre lo había imaginado hasta entonces, había germinado sobre rocas salvajes y florecido en un esbelto campanario. Me llevaron a ver reproducciones de las estatuas más célebres de Balbec —los apóstoles de pelo crespo y chatos, la Virgen del pórtico, y la alegría me cortaba la respiración en el pecho pensando que podría verlos modelarse en relieve sobre la bruma eterna y salada. Entonces, en las noches tormentosas y suaves de febrero, el viento— insuflando en mi corazón, al que no hacía temblar con menos fuerza que la chimenea de mi cuarto, el proyecto de un viaje a Balbec —mezclaba en mí el anhelo de la arquitectura gótica con el de una tempestad en el mar.

Al día siguiente mismo habría querido tomar el bello y generoso tren de la una y veintidós, cuya hora de salida nunca podía leer sin que me palpitase el corazón en los prospectos de las Compañías de Ferrocarriles, o en los anuncios de viajes periféricos: me parecía que esa hora hacía una sabrosa incisión en un punto preciso de la tarde, una marca misteriosa indicando que, de ahí en adelante, las horas desviadas seguían conduciendo hacia la noche, hacia la mañana del día siguiente, pero que se verían, no en París, sino en una de esas ciudades por donde el tren pasa y entre las que nos permitía elegir; porque paraba en Bayeux, en Coutances, en Vitré, en Questambert, en Pontorson, en Balbec, en Lannion, en Lamballe, en Benodet, en Pont-Aven, en Quimperlé[6], y avanzaba con su magnífica carga de nombres que ponía a mi disposición, y entre los que no sabía cuál hubiese preferido, por la imposibilidad de sacrificar ninguno. Mas, sin siquiera esperarlo, vistiéndome a toda prisa, habría podido partir la misma noche, de habérmelo permitido mis padres, y llegar a Balbec cuando despuntase el alba sobre el mar enfurecido, frente a cuyas espumeantes salpicaduras iría a refugiarme en la iglesia de estilo persa. Pero al acercarse las vacaciones de Pascua, bastó que mis padres me hubieran prometido que una vez me llevarían a pasarlas al norte de Italia, para que esos sueños de tempestad que me habían penetrado por entero, y que me hacían desear no ver más que olas precipitándose por todas partes, cada vez más altas, sobre la costa más salvaje, junto a iglesias escarpadas y rugosas como acantilados y en torres desde las que chillarían las aves marinas, fuesen sustituidos en mí, borrándolos de golpe, privándolos de toda fascinación, excluyéndolos por serles opuestos y porque sólo servirían para debilitarlos, por el sueño contrario de la primavera más esmaltada, no la primavera de Combray, que todavía picaba ásperamente con todas las agujas de la escarcha, sino aquella otra que ya cubría de lirios y de anémonas los campos de Fiésole y deslumbraba Florencia con fondos de oro semejantes a los del Angélico[7]. Desde entonces, sólo me parecían preciosos los rayos, los perfumes, los colores; porque la alternancia de las imágenes había propiciado un cambio de frente de mi deseo, y —tan brusco como los que a veces ocurren en música— un completo cambio de tono en mi sensibilidad. Luego sucedió que una simple variación atmosférica fue suficiente para provocarme esa modulación, sin necesidad de esperar al retorno de una estación determinada. Pues muchas veces en una encontramos, extraviado, un día de otra que nos hace vivir en aquélla, que de repente la evoca, haciéndonos desear sus particulares placeres, e interrumpe el curso de nuestros sueños insertando fuera de su sitio, antes o después de que le corresponda, esa hoja arrancada de otro capítulo, en el calendario interpolado de la Felicidad. Pero enseguida, como esos fenómenos naturales de los que nuestro bienestar o nuestra salud sólo pueden sacar un beneficio accidental y bastante exiguo hasta el día en que la ciencia se apodera de ellos y, produciéndolos a voluntad, pone en nuestras manos la posibilidad de su aparición, sustrayéndola de la tutela y dispensándola del beneplácito del azar, así la producción de aquellos sueños del Atlántico y de Italia dejó de estar sometida únicamente a los cambios de las estaciones y del tiempo. Para hacerlos renacer me bastó pronunciar estos nombres: Balbec, Venecia, Florencia, en cuyo interior había terminado por acumularse el deseo que me habían inspirado los lugares que designaban. En primavera incluso, encontrar en un libro el nombre de Balbec era suficiente para despertar en mí el deseo de las tempestades y del gótico normando; incluso en un día de tempestad, el nombre de Florencia o de Venecia me provocaba el deseo del sol, de los lirios, del palacio de los Dogos y de Santa María de las Flores[8].

Mas si estos nombres absorbieron para siempre la imagen que yo tenía de esas ciudades, no lo hicieron sin transformar, sin someter su reaparición en mí a sus propias leyes; y así, en consecuencia, la hicieron más hermosa, pero también más diferente de lo que en realidad podían ser las ciudades de Normandía o de Toscana, y, al aumentar las arbitrarias alegrías de mi imaginación, agravaron la decepción futura de mis viajes. Exaltaron la idea que me hacía de ciertos lugares de la tierra, volviéndolos más concretos, y por tanto más reales. No me figuraba entonces las ciudades, los paisajes, los monumentos como cuadros más o menos agradables, recortados aquí y allá en una misma materia, sino cada uno, como un desconocido, esencialmente distinto de los demás, del que mi alma estaba sedienta y cuyo conocimiento le sería provechoso. Al ser designados por nombres, nombres que sólo eran suyos, nombres como los tienen las personas, consiguieron un carácter más individual todavía. De las cosas, las palabras nos presentan una pequeña imagen clara y usual, como las que se cuelgan en las paredes de las escuelas para mostrar a los niños el ejemplo de lo que es un banco de carpintero, un pájaro, un hormiguero, cosas concebidas como semejantes a todas las demás de la misma especie. Pero de las personas —y de las ciudades que nos acostumbramos a creer individuales, únicas como personas—, los nombres presentan una imagen confusa, que extrae de ellos, de su sonoridad brillante o sombría, el color con que está pintada de manera uniforme, como uno de esos carteles, totalmente azules o completamente rojos, en los que, bien por los límites del procedimiento utilizado, bien por un capricho del decorador, son azules o rojos no sólo el cielo y el mar, sino las barcas, la iglesia y los paseantes. El nombre de Parma, una de las ciudades que más deseaba visitar desde que había leído La Cartuja[9], por parecerme compacto, liso, malva y dulce, si me hablaban de una casa cualquiera de Parma en la que yo sería recibido, provocaba en mí el placer de pensar que viviría en una morada lisa, compacta, malva y dulce, sin relación alguna con las casas de ninguna otra ciudad de Italia, porque sólo conseguía imaginármela con la ayuda de esa sílaba grave del nombre de Parma, por donde no circula aire alguno, y con la ayuda de toda esa dulzura stendhaliana y del reflejo de las violetas en que yo lo había empapado. Y cuando pensaba en Florencia, era como en una ciudad milagrosamente perfumada y semejante a una corola, porque la llamaban la ciudad de los lirios, y su catedral, Santa María de las Flores. En cuanto a Balbec, era uno de esos nombres en los que, como en una vieja vasija de barro normanda que conserva el color de la tierra de donde fue sacada, vemos perfilarse todavía la representación de alguna costumbre abolida, de algún derecho feudal, de un estado antiguo de los lugares, de una forma desusada de pronunciar que habían formado sus heteróclitas sílabas y que estaba seguro de encontrar hasta en el posadero que me serviría el café con leche a mi llegada, acompañándome a ver la furia del mar delante de la iglesia, y al que yo prestaba el aspecto porfiado, solemne y medieval de un personaje de fabliau.

Si mi salud hubiese mejorado y mis padres me hubieran consentido, si no ir a vivir a Balbec, al menos tomar una vez, para trabar conocimiento con la arquitectura y los paisajes de Normandía o de Bretaña, aquel tren de la una y veintidós al que tantas veces había subido con la imaginación, me habría gustado detenerme sobre todo en las ciudades más hermosas; pero, por más que las comparara, ¿cómo elegir más que entre individuos, que no son intercambiables, entre Bayeux, tan alta en su noble encaje rojizo, y cuya cima estaba iluminada por el oro viejo de su última sílaba; Vitré, cuyo acento agudo dibujaba rombos de madera negra en el antiguo vitral; la dulce Lamballe que, en su blancura, va del amarillo de cáscara de huevo al gris perla; Coutances, catedral normanda, a la que su diptongo final, graso y amarillento, corona con una torre de mantequilla; Lannion, con el estrépito, en su silencio aldeano, de la diligencia seguida por las moscas; Questambert, Pontorson, risibles e ingenuos, plumas blancas y picos amarillos diseminados en la ruta de aquellos lugares fluviátiles y poéticos; Benodet, nombre apenas amarrado que parece querer arrastrar el río al centro de sus algas; Pont-Aven, vuelo blanco y rosa del ala de una cofia ligera que se refleja, trémula, en un agua verdinosa de canal; Quimperlé, mejor arraigado, y desde la Edad Media, entre los arroyuelos de los que murmura y con los que se embellece en una grisalla similar a la que dibujan, a través de las telas de araña de una vidriera, los rayos de sol transformados en puntas embotadas de plata bruñida?

Estas imágenes eran además falsas por otra razón: y es que a la fuerza tenían que estar muy simplificadas; evidentemente, aquello a que aspiraba mi imaginación y que, en el presente, mis sentidos sólo percibían de forma incompleta y sin placer, yo lo había encerrado en el refugio de los nombres; como había acumulado en ellos mi sueño, ahora eran sin duda imán para mis deseos; pero los nombres no son muy amplios; ya era demasiado si conseguía hacer entrar en ellos dos o tres de las «curiosidades» principales de la ciudad, que se yuxtaponían sin intermediarios; en el nombre de Balbec, como en el cristal de aumento de esos portaplumas que se compran en los balnearios, veía olas encrespadas en torno a una iglesia de estilo persa. Quizá la misma simplificación de estas imágenes fue una de las causas del imperio que sobre mí adquirieron. Cuando mi padre decidió, un año, que iríamos a pasar las vacaciones de Pascua a Florencia y a Venecia, al no tener espacio para meter en el nombre de Florencia los elementos que por regla general componen las ciudades, me vi obligado a extraer una ciudad sobrenatural de la fecundación, por determinados perfumes primaverales, de lo que yo creía ser, en su esencia, el genio del Giotto. A lo sumo —y dado que en un nombre no puede meterse mucho más de duración que de espacio—, como ciertos cuadros del Giotto que muestran en dos momentos distintos de la acción a un mismo personaje, aquí acostado en la cama, allá disponiéndose a montar a caballo, el nombre de Florencia estaba dividido en dos compartimentos. En el primero, bajo un dosel arquitectónico, contemplaba un fresco al que se superponía parcialmente una cortina de sol matutino, polvoriento, oblicuo y progresivo; en el segundo (porque, al no pensar en los nombres como en un ideal inaccesible, sino como en un ambiente real en el que iría a sumergirme, la vida aún no vivida, la vida intacta y pura que yo encerraba en ellos prestaba a los placeres más materiales, a las escenas más simples ese atractivo que tienen en las obras de los primitivos), cruzaba rápidamente —para encontrar cuanto antes el almuerzo con frutas y vino de Chianti que me esperaba— el Ponte Vecchio[10] atestado de junquillos, de narcisos y de anémonas. Eso era (aunque estuviese en París) lo que yo veía y no lo que estaba a mi alrededor. Incluso desde un punto de vista simplemente realista, los países que deseamos ocupan en cada momento mucho más espacio en nuestra verdadera vida que el país en que realmente estamos. Cierto que, si entonces hubiera prestado más atención a lo que había en mi pensamiento cuando pronunciaba las palabras «ir a Florencia, a Parma, a Pisa, a Venecia», me habría dado cuenta de que lo que yo veía no era en absoluto una ciudad, sino algo tan distinto de cuanto conocía y tan delicioso como podría serlo para una humanidad cuya vida siempre hubiese transcurrido en atardeceres invernales esa desconocida maravilla: una mañana de primavera. Esas imágenes irreales, fijas, siempre análogas, que llenaban mis noches y mis días, diferenciaron esa época de mi vida de las que la habían precedido (y que habrían podido confundirse con ella a ojos de un observador que sólo viese las cosas desde fuera, es decir, que no viese nada), igual que en una ópera un motivo melódico introduce una novedad insospechable para quien no hiciese más que leer el libreto, y más todavía para quien se quede fuera del teatro contando únicamente los cuartos de hora que transcurren. Y es más: incluso desde este punto de vista simplemente cuantitativo, los días no son iguales en nuestra vida. Para recorrer los días, los temperamentos algo nerviosos, como era el mío, disponen, lo mismo que los vehículos automóviles, de «velocidades» distintas. Hay días montuosos y penosos que tardamos un tiempo infinito en escalar, y días Cuesta abajo que se dejan bajar a toda marcha cantando. Durante esos meses —en los que recuperé como una melodía, sin lograr saciarme, aquellas imágenes de Florencia, de Venecia y de Pisa que despertaban en mí un deseo que conservaba algo tan hondamente individual como si se hubiese tratado de un amor, del amor por una persona—, no cesé de creer que correspondían a una realidad independiente de mí, y gracias a ellas conocí una esperanza tan hermosa como la que podía alimentar un cristiano de los primeros tiempos en vísperas de entrar en el paraíso. Por eso, sin preocuparme de la contradicción que había en querer mirar y tocar con los órganos de los sentidos aquello que, elaborado por la fantasía, éstos no habían percibido —y tanto más tentador para ellos cuanto más distinto de lo que conocían—, lo que más inflamaba mi deseo era lo que me recordaba la realidad de esas imágenes, por ser una especie de promesa que resultaría satisfecha. Y aunque mi exaltación fuese motivada por un anhelo de goces artísticos, las guías la alimentaban mejor que los libros de estética, y los itinerarios de los trenes mejor que las guías. Lo que me conmovía era pensar que aquella Florencia que, en mi imaginación, veía cercana aunque inaccesible, aunque el trayecto que la separaba de mí, dentro de mí mismo, no fuese viable, podría alcanzarla mediante un rodeo, una desviación, tomando la «vía de tierra». Claro que, cuando me repetía, atribuyendo el mismo valor a lo que iba a ver, que Venecia era «la escuela de Giorgione[11], la morada del Tiziano, el museo más completo de arquitectura doméstica en la Edad Media[12]», me sentía feliz. Pero todavía lo era más cuando, al salir a un recado, caminando deprisa a causa del tiempo que, tras unos días de precoz primavera, había vuelto a ser invernal (como el que solíamos encontrar en Combray, en Semana Santa) —viendo en los bulevares los castaños que, inmersos en un aire glacial y líquido como agua, no por eso desistían (invitados puntuales, completamente vestidos, que no se han dejado desanimar) de redondear y cincelar en sus bloques congelados el irresistible verdor cuyo progresivo impulso la potencia abortiva del frío contrariaba, aunque sin lograr detenerlo—, pensaba que el Ponte Vecchio ya estaba salpicado de jacintos y de anémonas y que el sol de primavera teñía las olas del Gran Canal con un azul tan oscuro y esmeraldas tan nobles que, yendo a romperse a los pies de las pinturas del Tiziano, podrían rivalizar con ellas en riqueza de colorido. Y no pude contener mi alegría cuando mi padre, al tiempo que consultaba el barómetro y se lamentaba del frío, empezó a indagar cuáles serían los mejores trenes, y cuando comprendí que, penetrando después del almuerzo en el laboratorio carbonoso, en la cámara mágica encargada de transmutar todo en tomo suyo, podía despertar uno al día siguiente en la ciudad de mármol y de oro «repujada de jaspe y empedrada de esmeraldas». De modo que ella y la Ciudad de los lirios no sólo eran cuadros ficticios que uno ponía a capricho delante de la imaginación, sino que existían a cierta distancia de París que era absolutamente necesario franquear si se quería verlas, en un determinado punto de la tierra, y en ningún otro, en una palabra, eran totalmente reales. Y todavía lo fueron más para mí cuando mi padre, diciéndome: «En fin, que podríais quedaros en Venecia del 20 al 29 de abril y llegar a Florencia la mañana de Pascua», sacó ambas no sólo del Espacio abstracto, sino de ese Tiempo imaginario en que situamos no un solo viaje cada vez, sino otros, simultáneos y sin demasiada emoción desde el momento en que son posibles —ese Tiempo que se reconstruye tan bien que podemos pasarlo en una ciudad después de haberlo pasado en otra—, y les consagró varios de esos días particulares que son el certificado de autenticidad de los objetos en que los empleamos, porque esos días únicos se consumen con el uso, no vuelven y no podemos vivirlos aquí si los hemos vivido allá; sentí que las dos Ciudades Reinas, cuyas cúpulas y torres iba a tener que inscribir, gracias a la más emocionante de las geometrías, en el mapa de mi propia vida, avanzaban y, saliendo del tiempo ideal donde aún no existían, iban a sumergirse en la semana que empezaba ese mismo lunes en que la planchadora debía traer el chaleco blanco que yo había manchado de tinta. Pero sólo estaba en camino hacia el último escalón de la alegría; terminé alcanzándolo (sólo entonces tuve la revelación de que, en las calles invadidas de agua, rojizas por el reflejo de los frescos del Giorgione, no había, como a pesar de tantas advertencias había seguido imaginándome, hombres «majestuosos y terribles como el mar, portando armaduras de reflejos broncíneos bajo los pliegues de su sangrienta capa» que pasearían por Venecia la semana siguiente, la víspera de Pascua, sino que yo mismo podría ser el personaje minúsculo que, en una gran fotografía de San Marcos que me habían prestado, dibujó el ilustrador delante del pórtico, con sombrero hongo) cuando oí a mi padre decirme: «Puede que aún haga frío en el Gran Canal, por si acaso harías bien metiendo en tu baúl el abrigo de invierno y la chaqueta grande». Al oír estas palabras me elevé a una especie de éxtasis; sentí que realmente penetraba, cosa que hasta entonces me había parecido imposible, entre aquellas «rocas de amatista semejantes a un arrecife del mar de las Indias»; mediante una gimnasia suprema y superior a mis fuerzas, despojándome como de un caparazón sin objeto del aire que circulaba en mi cuarto, lo sustituí a partes iguales por aire veneciano, por aquella atmósfera marina, indecible y peculiar como la de los sueños, que mi imaginación había encerrado en el nombre de Venecia, y advertí que en mí se operaba una milagrosa desencarnación; no tardó en unírsele el vago deseo de vomitar que se siente cuando acabamos de coger un fuerte catarro de garganta, y hube de meterme en cama con una fiebre tan tenaz que el médico declaró preciso renunciar no sólo a viajar entonces a Florencia y a Venecia, sino que, cuando estuviese completamente restablecido, evitarme por lo menos hasta dentro de un año cualquier proyecto de viaje y cualquier causa de excitación.

También, por desgracia, prohibió de modo terminante que me dejasen ir al teatro a oír a la Berma; la sublime artista, a quien Bergotte consideraba genial, dándome a conocer algo acaso igual de importante e igual de hermoso, me habría consolado de no haber estado en Florencia y en Venecia, de no poder ir a Balbec. Había que contentarse con mandarme todos los días a los Champs-Elysées, bajo la vigilancia de una persona que me impediría cansarme y que fue Françoise, que había entrado a nuestro servicio tras la muerte de mi tía Léonie. Ir a los Champs-Elysées me resultó insoportable. Si por lo menos Bergotte los hubiese descrito en alguno de sus libros, sin duda habría deseado conocerlos, como todas las cosas cuyo «doble» había empezado a instalarse en mi imaginación. Ésta las reanimaba, las hacía vivir, les daba una personalidad, y entonces yo deseaba volver a encontrarlas en la realidad: pero nada en aquel jardín público se relacionaba con mis sueños.

Un día, como me aburría en nuestro sitio de siempre, junto a los tiovivos, Françoise me había llevado de excursión —más allá de la frontera guardada a intervalos regulares por los pequeños bastiones de las vendedoras de pirulíes— a aquellas regiones próximas pero extrañas donde las caras son desconocidas, donde pasa la carretela de las cabras; luego, ella había vuelto a recoger sus cosas dejadas en una silla adosada a un macizo de laureles; mientras la esperaba, estaba paseando por el gran prado de hierba raquítica y rasa, amarillecida por el sol, con el estanque rematado por una estatua al fondo, cuando, de la alameda, dirigiéndose a una niñita pelirroja que jugaba al volante delante del pilón, otra, que estaba poniéndose el abrigo y guardando su raqueta, le gritó con voz breve: «Adiós, Gilberte, me voy, no olvides que esta noche vamos a tu casa después de cenar». Aquel nombre de Gilberte pasó a mi lado, evocando con mayor fuerza la existencia de aquella a quien designaba porque no la nombraba como a un ausente del que se habla, sino que la interpelaba; de modo que pasó a mi lado, por así decir, en acción, con una potencia incrementada por la curva del chorro de la voz y la proximidad a su objetivo; transportando a bordo, según yo sentía, el conocimiento, las nociones que tenía de aquella a quien iba destinada, no yo, sino la amiga que la llamaba, todo aquello que, mientras lo pronunciaba, ésta veía de nuevo, o al menos guardaba en la memoria, de su cotidiana intimidad, de sus mutuas visitas, de todo aquello desconocido, aún más inaccesible y doloroso para mí, por ser tan familiar y manejable por el contrario para aquella feliz muchacha que me rozaba con ello sin que me fuese posible penetrarlo, y lo lanzaba a pleno aire en un grito; dejando ya flotar en el aire el delicioso efluvio que había hecho desprenderse, tocándolos con precisión, de algunos puntos invisibles de la vida de Mlle. Swann, de la noche que se acercaba, tal como sería, después de cenar, en su casa; formando, celeste pasajera en medio de niños y criadas, una nubecilla de color precioso, semejante a esa que, arqueada sobre un bello jardín de Poussin[13], refleja con minucia, como una nube de ópera llena de caballos y de carros, alguna aparición de la vida de los dioses; —proyectando por último, sobre aquella hierba pelada, en el lugar donde al mismo tiempo era un trozo de césped marchito y un momento de la tarde de la rubia jugadora de volante (que no dejó de lanzarlo y recogerlo hasta que la llamó una institutriz con un penacho azul), una pequeña franja maravillosa, color de heliotropo, impalpable como un reflejo y superpuesta como una alfombra que yo no me cansé de pisar con pasos lentos, nostálgicos y profanadores, mientras Françoise me gritaba: «Venga, abotónese el capote y larguémonos», y por primera vez noté con irritación que se expresaba de una forma vulgar y, ¡ay!, no llevaba penacho azul en el sombrero.

¿Volvería por lo menos a los Champs-Elysées? Al día siguiente, allí no estaba; pero la vi los días sucesivos; yo daba vueltas todo el tiempo alrededor del lugar en que Gilberte jugaba con sus amigas, y así cierta vez en que no eran suficientes para su partida de marro, me mandó preguntar si quería completar su bando, y desde entonces jugué con ella cada vez que ella iba. Pero no iba siempre; había días en que le impedían ir sus clases, el catecismo, una merienda, toda aquella vida separada de la mía que por dos veces, condensada en el nombre de Gilberte, había sentido pasar tan dolorosamente a mi lado, en el repecho de Combray y en el prado de los Champs-Elysées. Esos días, anunciaba de antemano que no la veríamos; si era por sus estudios, decía: «¡Qué lata no poder venir mañana! ¡Cuánto van a divertirse sin mí!», con un aire apenado que me consolaba un poco; pero, en cambio, cuando estaba invitada a una matinée, y yo, sin saberlo, le preguntaba si vendría a jugar, me respondía: «Espero que no. Espero que mamá me deje ir a casa de mi amiga». Por lo menos esos días sabía que no había de verla, mientras que otras veces su madre decidía llevársela de improviso de compras, y al día siguiente decía: «¡Ah!, sí, salí con mamá», como si fuese una cosa natural, y no la peor desgracia posible para alguno. Además estaban los días de mal tiempo, en que su institutriz, que era quien tenía miedo de la lluvia, no quería llevarla a los Champs-Elysées.

Así que, cuando el cielo estaba dudoso, desde por la mañana yo no cesaba de interrogarlo y tenía en cuenta todos los presagios. Si veía a la señora de enfrente junto a la ventana poniéndose el sombrero, me decía: «Esa señora está a punto de salir; de modo que se puede salir con el tiempo que hace, ¿por qué no había de hacer Gilberte como esa señora?». Mas el tiempo se encapotaba, mi madre decía que aún podía abrirse, que bastaría un rayo de sol, pero que lo más probable era que lloviese; y si llovía, ¿para qué ir a los Champs-Elysées? Por eso, después del almuerzo, mis miradas ansiosas no abandonaban el cielo incierto y nuboso. Seguía encapotado. Delante de la ventana, el balcón estaba gris. Y de repente, sobre su sombría piedra no veía yo un color menos apagado, sino que sentía una especie de esfuerzo hacia un color menos apagado, la pulsación de un rayo vacilante que quisiese liberar su propia luz. Un instante después, el balcón estaba pálido y espejeante como un agua matinal, y mil reflejos de los hierros de su reja iban a posarse en él. Un soplo de viento los dispersaba, la piedra se había ensombrecido de nuevo, pero, cual si estuviesen domesticados, retornaban; imperceptiblemente la piedra empezaba otra vez a blanquearse y, mediante uno de esos crescendos continuos como los que, en música, al final de una Obertura, llevan una sola nota hasta el fortissimo supremo haciéndola pasar rápidamente por todos los grados intermedios, la veía llegar a ese oro inalterable y fijo de los días serenos, sobre el que destacaba en negro la sombra recortada del antepecho labrado de la balaustrada como una vegetación caprichosa, con tal delicadeza en la delineación de los menores detalles que parecía delatar un trabajo concienzudo, una satisfacción de artista, y con tal relieve, con tal terciopelo en el abandono de sus masas sombrías y alegres que, en verdad, aquellos reflejos amplios y frondosos posados sobre aquel lago de sol parecían conscientes de ser prendas de calma y de felicidad.

¡Hiedra instantánea, parietaria flora fugitiva! La más incolora, la más triste, a juicio de muchos, entre cuantas pueden trepar por la pared o decorar la ventana; la más querida para mí, entre todas, desde el día en que había aparecido sobre nuestro balcón, como la sombra misma de la presencia de Gilberte que acaso ya estaba en los Champs-Élysées, y que, en cuanto yo llegase, me diría: «Empecemos ahora mismo a jugar al marro, está usted en mi bando»; frágil, arrastrada por un soplo, pero también relacionada no con la estación del año, sino con la hora; promesa de la felicidad inmediata que el día niega o ha de conceder, y por ello de la felicidad inmediata por excelencia, la felicidad del amor; más dulce, más cálida en la piedra de lo que es el musgo mismo; vivaz, a la que basta un rayo para nacer y desencadenar la alegría, hasta en el corazón mismo del invierno.

E incluso en esos días en que ha desaparecido cualquier otra vegetación, en que el hermoso cuero verde que envuelve el tronco de los viejos árboles está oculto bajo la nieve, cuando ésta dejaba de caer pero el tiempo seguía demasiado nublado para esperar que Gilberte saliese, entonces de pronto, haciendo exclamar a mi madre: «Mire, está escampando, quizá podría probar a ir a los Champs-Elysées», sobre el manto de nieve que cubría el balcón, el sol, recién aparecido, entrelazaba hilos de oro y bordaba reflejos negros. Ese día no encontrábamos a nadie, o a una niña sola a punto de marcharse que me aseguraba que Gilberte no iría. Las sillas, abandonadas por la asamblea imponente pero friolera de las institutrices, estaban vacías. Sola, cerca del prado, estaba sentada una dama de cierta edad que iba hiciera el tiempo que hiciese, siempre ataviada con una toilette idéntica, magnífica y oscura; por conocerla hubiera sacrificado yo en esa época, si el cambio me hubiese sido permitido, todas las mayores ventajas futuras de mi vida. Porque Gilberte iba todos los días a saludarla; le pedía a Gilberte noticias de «ese tesoro de su mamá»; y me parecía que, de haberla conocido, yo habría sido para Gilberte una persona completamente distinta, alguien que conocía a las amistades de sus padres. Mientras sus nietos jugaban un poco más lejos, la dama leía siempre los Débats, que ella llamaba «mis viejos Débats[14]», y en tono aristocrático decía, hablando del guardia municipal o de la encargada de las sillas… «Mi viejo amigo el guardia», «la encargada de las sillas y yo que somos viejas amigas».

Como Françoise tenía demasiado frío para quedarse quieta, íbamos hasta el puente de la Concorde a ver el Sena helado, al que todos, hasta los niños, se acercaban sin miedo como a una inmensa ballena varada e indefensa, a la que fuesen a descuartizar. Regresábamos a los Champs-Elysées; yo languidecía de dolor entre los caballos inmóviles del tiovivo y el prado blanco apresado entre la red negra de las alamedas, limpias ya de nieve, donde un chupón de hielo añadido que tenía en la mano la estatua parecía la explicación de su gesto. Hasta la vieja dama, después de doblar sus Débats, preguntó la hora a una niñera que pasaba y le dio las gracias diciéndole: «¡Qué amable es usted!»; y luego, tras suplicar al guarda que dijera a sus nietos que volviesen, que tenía frío, añadió: «Me hará un gran favor. Me deja confusa su mucha bondad». De repente se rasgó el aire: entre el guiñol y el circo, en el horizonte embellecido, contra el cielo entreabierto, acababa de ver, señal fabulosa, el penacho azul de Mademoiselle. Y Gilberte ya venía corriendo a mi encuentro, radiante y colorada bajo su cuadrado gorro de piel, animada por el frío, el retraso y el deseo de jugar; poco antes de llegar a donde yo estaba, se dejó deslizar sobre el hielo y, bien para mantener mejor el equilibrio, bien porque le parecía más gracioso, o para imitar la pose de una patinadora, avanzaba sonriendo con los brazos abiertos, como si hubiese querido acogerme en ellos. «¡Brava, brava! Eso está muy bien, y si yo no fuera de otra época, de los tiempos del Antiguo Régimen, diría como ustedes que es chic, que es fuerte», exclamó la vieja dama tomando la palabra en nombre de los silenciosos Champs-Elysées para dar las gracias a Gilberte por haber acudido sin dejarse intimidar por el tiempo. «Usted es como yo, fiel a nuestros viejos Champs-Élysées pase lo que pase; somos dos intrépidas. ¿Si yo le dijese que me gustan incluso así? Aunque se ría, ¡a mí esta nieve me hace pensar en una piel de armiño!». Y la vieja dama se echó a reír.

El primero de esos días —a los que la nieve, imagen de las potencias que podían privarme de ver a Gilberte, daba la tristeza de un día de separación y hasta el aspecto de un día de partida porque transformaba el rostro y casi impedía el uso del lugar habitual y único de nuestros encuentros, ahora cambiado, todo envuelto en fundas—, ese día, sin embargo, hizo progresar mi amor, porque fue como una primera pena que ella hubiese compartido conmigo. Sólo estábamos nosotros dos de nuestro bando, y ser así el único que estaba con ella era algo más que una especie de inicio de intimidad, me parecía, de su parte —como si, con semejante tiempo, hubiese venido exclusivamente para mí—, no menos conmovedor que si uno de aquellos días en que estaba invitada a una matinée hubiese renunciado a ella para ir a verme a los Champs-Elysées; cobraba yo más confianza en la vitalidad y en el futuro de nuestra amistad, que seguía viva en medio del torpor, de la soledad y de la ruina de las cosas circundantes; y mientras ella me metía bolas de nieve por el cuello, yo sonreía enternecido a lo que me parecía al mismo tiempo una predilección manifiesta de Gilberte al tolerarme como compañero de viaje por aquel país invernal y nuevo, y como una especie de fidelidad que ella me guardaba en medio de la desdicha. Una tras otra, como dubitativos gorriones, no tardaron en ir llegando sus amigas, todo negras sobre la nieve. Empezamos a jugar, y como aquel día iniciado en medio de tanta tristeza había de terminar en la alegría, al acercarme, antes de lanzar el marro, a la amiga de voz breve a la que había oído el primer día gritar el nombre de Gilberte, me dijo: «No, no, ya sabemos que prefiere estar en el bando de Gilberte, además, mire, le está haciendo señas». En efecto, estaba llamándome para que fuese al prado de nieve, en su campo, que el sol, prestándole los reflejos rosas y el desgaste metálico de los brocados antiguos, transformaba en un campo del brocado de oro[15].

Ese día que tanto había yo temido fue, por el contrario, uno de los pocos en que no me sentí demasiado desdichado.

Porque para mí, que sólo pensaba en no pasar nunca un día sin ver a Gilberte (hasta el punto de que, una vez que la abuela no había vuelto a casa a la hora de la cena, no pude por menos de pensar enseguida que, si la hubiese atropellado un coche, yo no podría ir durante algún tiempo a los Champs-Élysées; ya no se ama a nadie cuando se ama), sin embargo, aquellos momentos que pasaba a su lado y que desde la víspera había esperado con tanta impaciencia, por los que había temblado, a los que habría sacrificado todo lo demás, no eran de ningún modo momentos felices; y lo sabía bien porque eran los únicos momentos de mi vida a los que aplicaba una atención meticulosa, encarnizada, sin descubrir en ellos un solo átomo de placer.

Todo el tiempo que me encontraba lejos de Gilberte, sentía la necesidad de verla, porque a fuerza de intentar representarme su imagen, acababa por no conseguirlo, y por no saber ya exactamente a qué correspondía mi amor. Además, ella aún no me había dicho nunca que me amase. En cambio había sostenido a menudo que me prefería al resto de sus amigos, que yo era un buen compañero con quien jugaba muy a gusto, aunque fuese demasiado distraído, y no suficientemente atento al juego; en fin, me había dado muchas veces marcas aparentes de frialdad que habrían podido quebrantar mi convicción de ser para ella distinto de los demás, si tal convicción hubiese nacido de un amor de Gilberte por mí, y no, como en realidad era, del amor que yo sentía por ella, que la hacía mucho más resistente, por someterla a la forma misma en que, por una necesidad interior, me veía obligado a pensar en Gilberte. Pero los sentimientos que tenía por ella, ni yo mismo se los había declarado todavía. Cierto que en todas las hojas de mis cuadernos escribía hasta el infinito su nombre y sus señas, pero a la vista de aquellas vagas líneas que trazaba sin que por eso ella pensase en mí, que le hacían ocupar tanto espacio aparente a mi alrededor sin por ello implicarse más en mi vida, me descorazonaba porque esas líneas no me hablaban de Gilberte, que ni siquiera habría de verlas, sino de mi propio deseo, que parecían presentarme como algo puramente personal, irreal, enojoso e impotente. Lo más urgente era que Gilberte y yo nos viésemos, y que pudiésemos hacernos confesión recíproca de nuestro amor, que, por así decir, no habría empezado hasta ese momento. Indudablemente las diversas razones que me volvían tan impaciente por verla hubiesen sido menos imperiosas para un hombre adulto. Más tarde, cuando tenemos mayor habilidad para cultivar nuestros placeres, solemos contentarnos con el que tenemos pensando en una mujer como yo pensaba en Gilberte, sin preocuparnos por saber si esa imagen corresponde a la realidad, y también con el de amarla sin necesidad de estar seguros de que ella nos ama; o también renunciamos al placer de confesarle nuestro sentimiento para mantener más viva la inclinación que ella tiene por nosotros, imitando a esos jardineros japoneses que, para conseguir una flor más hermosa, sacrifican varias distintas. Pero en la época en que amaba a Gilberte, aún creía que el Amor existía realmente fuera de nosotros; que, permitiéndonos a lo sumo apartar los obstáculos, ofrecía sus propios goces en un orden en el que no éramos libres de introducir ningún cambio; me parecía que, si se me hubiese ocurrido sustituir la dulzura de la confesión por la simulación de la indiferencia, no sólo me habría privado de una de las alegrías más anheladas, sino que me habría fabricado a mi antojo un amor ficticio y carente de valor, sin comunicación con el verdadero, cuyos misteriosos caminos, ya trazados, habría renunciado a seguir.

Mas cuando llegaba a los Champs-Élysées —y, ante todo, iba a poder confrontar mi amor, para hacerle sufrir las necesarias rectificaciones, con su causa viva, independiente de mí—, en cuanto me encontraba en presencia de aquella Gilberte Swann con cuya vista había contado para refrescar las imágenes que mi fatigada memoria ya no encontraba, de aquella Gilberte Swann con la que había jugado ayer mismo, y a la que acababa de saludar y reconocer gracias a un instinto ciego como el que, al caminar, nos hace poner un pie delante de otro antes de que tengamos tiempo de pensarlo, enseguida todo se desarrollaba como si ella y la niñita objeto de mis sueños hubiesen sido dos criaturas diferentes. Por ejemplo, si desde la víspera llevaba yo en la memoria dos ojos de fuego en unas mejillas redondas y brillantes, la cara de Gilberte ahora me ofrecía con insistencia algo de lo que precisamente no me había acordado, cierto afilamiento agudo de la nariz que, asociándose de inmediato a otros rasgos, adquiría la importancia de esos caracteres que en historia natural definen una especie, y la transmutaba en una chiquilla del género de las de hocico puntiagudo. Mientras yo me disponía a sacar partido de aquel anhelado instante para dedicarme, sobre la imagen de Gilberte que yo había preparado antes de ir y que ya no encontraba en mi cabeza, a las rectificaciones que, durante las largas horas de soledad, me permitirían estar seguro de que era ella la que yo recordaba, de que era mi amor por ella lo que yo, poco a poco, iba acrecentando como una obra que escribimos, ella me pasaba una pelota; y como el filósofo idealista cuyo cuerpo tiene en cuenta el mundo exterior, en cuya realidad su inteligencia no cree, el mismo yo que me había inducido a saludarla antes de haberla identificado, se apresuraba a hacerme coger la pelota que me tendía (como si fuese una compañera con quien yo había ido a jugar, y no un alma gemela con la que había ido a reunirme), me hacía hablarle por educación, hasta la hora en que se marchaba, de mil cosas amables e insignificantes, impidiéndome así, o bien guardar un silencio que habría terminado por permitirme recuperar la imagen urgente y extraviada, o decirle las palabras capaces de lograr de nuestro amor unos progresos decisivos, con los que siempre me veía obligado a no contar sino hasta la tarde siguiente. Sin embargo, algún progreso hacía. Un día habíamos ido con Gilberte hasta la barraca de nuestra vendedora, que nos trataba con particular amabilidad —porque era en su puesto donde M. Swann se hacía comprar su alajú, que por higiene consumía en gran cantidad, pues padecía un eczema étnico y el estreñimiento de los Profetas[16], y Gilberte me señalaba, riendo, a dos niños que eran como el pequeño colorista y el pequeño naturalista de los libros infantiles. Porque el uno no quería un pirulí rojo por preferir el violeta, y el otro, con lágrimas en los ojos, rechazaba una ciruela que quería comprarle su niñera, porque, según acabó diciendo con voz apasionada: «¡Prefiero esa otra ciruela, porque tiene un gusano!». Yo compré dos canicas de un sou. Contemplaba, lleno de admiración, luminosas y cautivas en una escudilla aparte, las canicas de ágata que me parecían preciosas porque eran rubias y risueñas como muchachas y porque costaban cincuenta céntimos cada una. Gilberte, a quien daban mucho más dinero que a mí, me preguntó cuál me parecía más hermosa. Tenían la transparencia y la evanescencia de la vida. Habría querido que no sacrificase ninguna. Me habría gustado que pudiera comprarlas, liberarlas todas. Sin embargo le indiqué una que tenía el color de sus ojos. Gilberte la cogió, buscó su rayo dorado, la acarició, pagó su rescate y acto seguido me entregó a su prisionera diciéndome: «Tome, es para usted, se la doy, guárdela como recuerdo».

Otra vez, siempre preocupado por el deseo de oír a la Berma en una obra clásica, le había preguntado si no tenía un opúsculo donde Bergotte hablaba de Racine, y que ya no se encontraba en librerías. Me había pedido que le recordase el título exacto, y esa noche le envié un breve telegrama escribiendo en el sobre aquel nombre de Gilberte Swann que tantas veces había trazado en mis cuadernos. Al día siguiente, en un paquete atado con cintas malvas y sellado con lacre blanco, me trajo el opúsculo que había mandado buscar. «Como ve, es lo que me había pedido», me dijo, sacando de su manguito el telegrama que le había enviado. Pero en las señas de aquel pneumático —que todavía ayer no era nada, sólo un pequeño bleu que yo había escrito, y que, en cuanto un telegrafista lo había entregado al portero de Gilberte y un criado lo había llevado hasta su cuarto, se había convertido en algo de un valor inapreciable; en uno de los pequeños bleus que Gilberte había recibido ese día— me costó trabajo reconocer los renglones vanos y solitarios de mi escritura bajo los círculos impresos estampados por correos, bajo las inscripciones añadidas a lápiz por uno de los carteros, signos de realización efectiva, sellos del mundo exterior, simbólicos cinturones morados de la vida que, por primera vez, venían a desposar, mantener, realzar y alentar mi sueño.

Y también hubo un día en que me dijo: «¿Sabe? Puede llamarme Gilberte, de todos modos yo le llamaré por su nombre de pila. Así es demasiado incómodo». Sin embargo, durante un rato siguió tratándome de «usted», y, cuando se lo hice notar, sonrió, y componiendo, construyendo una frase como las que en las gramáticas extranjeras no tienen otra finalidad que hacernos emplear un vocablo nuevo, la remató con mi nombre de pila. Y recordando más tarde lo que entonces había sentido, vislumbré la impresión de haber estado contenido yo mismo, por un instante, en su boca, desnudo, sin ninguna de las connotaciones sociales que también pertenecían, bien al resto de sus compañeros, bien, cuando pronunciaba mi apellido, a mis padres; connotaciones de las que sus labios —en el esfuerzo que hacía, un poco como su padre, para articular las palabras que quería poner de relieve— parecieron despojarme, desvestirme, lo mismo que de su piel a una fruta de la que sólo podemos comer la pulpa, mientras que su mirada, adaptándose al nuevo nivel de intimidad que adoptaba su palabra, me alcanzaba también de forma más directa, no sin atestiguar la conciencia, el placer y hasta la gratitud que sentía, haciéndose acompañar de una sonrisa.

Mas en el momento mismo, no estaba en condiciones de apreciar el valor de aquellos nuevos placeres. No los daba la niñita que yo amaba al yo que la amaba, sino la otra, aquella con la que jugaba, a aquel otro yo que no poseía ni el recuerdo de la verdadera Gilberte, ni el corazón indisponible, el único que habría podido apreciar el valor de la felicidad, por ser el único que la había deseado. Ni siquiera después de haber vuelto a casa los saboreaba, porque, cada día, la obligatoria necesidad de esperar que al día siguiente tendría la contemplación exacta, serena y feliz de Gilberte, que por fin confesaría su amor explicándome por qué motivos había tenido que ocultármelo hasta entonces, esa misma necesidad me obligaba a tener en nada el pasado, a no mirar sino delante de mí, a considerar los pequeños privilegios que ella me había concedido no en sí mismos y como algo suficiente, sino como nuevos escalones donde posar el pie que iban a permitirme dar un paso más hacia adelante y alcanzar por fin la felicidad que hasta entonces no había encontrado.

Si a veces me daba esas muestras de amistad, también me hacía sufrir dando la impresión de no sentir ningún placer en verme, y esto ocurría muchas veces los mismos días en los que más confianza había puesto yo en el cumplimiento de mis esperanzas. Estaba seguro de que Gilberte iría a los Champs-Elysées y sentía un gozo que me parecía la vaga anticipación de una gran felicidad cuando —al entrar por la mañana en el salón para dar un beso a mamá, que ya estaba arreglada, con la torre de sus cabellos negros completamente construida, y sus bellas manos blancas y regordetas oliendo todavía a jabón— me enteraba, al ver una columna de polvo sosteniéndose por sí sola encima del piano, y al oír un organillo de Berbería tocar al pie de la ventana En revenant de la revue[17], que el invierno recibía hasta la noche la visita inopinada y radiante de una jornada de primavera. Mientras desayunábamos, abriendo su ventana la señora de enfrente había hecho poner pies en polvorosa en un abrir y cerrar de ojos, junto a mi silla —cubriendo de un solo salto toda la anchura de nuestro comedor—, a un rayo de sol que ya había empezado a dormir su siesta y que, un momento después, ya había vuelto para continuarla. En el colegio, en la clase de la una, el sol me hacía languidecer de impaciencia y hastío dejando que un resplandor dorado se arrastrase hasta mi pupitre, como una invitación a la fiesta a la que no podría sumarme antes de las tres, hasta el momento en que Françoise viniese a buscarme a la salida, y en que nos encaminaríamos hacia los Champs-Elysées, por calles engalanadas de luz, atestadas de gente, y donde los balcones, abiertos por el sol y vaporosos, flotaban ante las casas como nubes de oro. ¡Ay!, en los Champs-Elysées no encontraba a Gilberte, aún no había llegado. Inmóvil en el prado nutrido por el sol invisible que aquí y allá encendía la punta de una brizna de hierba, y donde los pichones que en él se habían posado semejaban esculturas antiguas devueltas a la superficie de un suelo augusto por la azada del jardinero, permanecía con los ojos clavados en el horizonte, esperando ver aparecer de un momento a otro la imagen de Gilberte siguiendo a su institutriz, por detrás de la estatua que parecía tender el niño que llevaba en brazos, radiante de luz, a la bendición del sol. La anciana lectora de los Débats, sentada en su sillón, siempre en el mismo sitio, interpelaba a un guardia a quien hacía un gesto amistoso con la mano gritándole: «¡Qué bonito tiempo!». Y cuando la encargada se acercó para cobrarle el precio del asiento, hizo mil monerías colocando en la abertura de su guante el billete de diez céntimos como si fuese un ramillete para el que buscaba, por cortesía hacia el donante, el sitio más halagüeño posible. Y una vez encontrado, imprimía a su cuello una rotación circular, se ajustaba el boa y clavaba en la sillera, enseñándole el pico de papel amarillo que asomaba por su muñeca, la hermosa sonrisa con que una mujer, señalando su corsé a un joven, le dice: «¿Reconoce sus rosas?».

Para ir al encuentro de Gilberte, yo llevaba a Françoise hasta el Arco de Triunfo; no la encontrábamos, y entonces volvía hacia el prado, convencido de que ya no iría cuando, delante del tiovivo, la niñita de la voz breve se lanzaba sobre mí: «Deprisa, deprisa, ya hace un cuarto de hora que Gilberte ha llegado. Se marcha enseguida. Están esperándole para jugar una partida de marro». Mientras yo subía la avenida de los Champs-Élysées, Gilberte había llegado por la calle Boissy-D’Anglas, porque Mademoiselle había aprovechado el buen tiempo para hacer algunos recados propios; y M. Swann iba a venir a buscar a su hija. Así que la culpa era mía; no habría debido alejarme del prado; porque nunca se sabía a ciencia cierta por qué parte llegaría Gilberte, si antes o después, y esa espera terminaba por volverme más emocionantes, no sólo los Champs-Elysées enteros y toda la duración de la tarde, como una inmensa extensión de espacio y de tiempo en cada uno de cuyos puntos y momentos era posible que la imagen de Gilberte hiciese su aparición, sino también esa imagen misma, porque tras esa imagen sentía yo esconderse el motivo de que viniese a golpearme en pleno corazón, a las cuatro en vez de a las dos y media, con un sombrero de visita en lugar de un gorro de juego, delante de Ambassadeurs[18] y no entre los dos guiñoles, intuía yo alguna de aquellas ocupaciones en que no podía seguir a Gilberte y que la obligaban a salir o a quedarse en casa, estaba en contacto con el misterio de su vida desconocida. Era ese misterio también el que me turbaba cuando, corriendo por orden de la niñita de la voz breve para empezar inmediatamente nuestra partida de marro, divisaba a Gilberte, tan viva y tan brusca con nosotros, haciendo una reverencia a la dama de los Débats, (que le decía: «¡Qué hermoso sol, parece fuego!»), hablándole con una sonrisa tímida, con un aire modoso que me evocaba a la muchacha distinta que Gilberte debía de ser en casa de sus padres, con los amigos de sus padres, de visita, en toda aquella otra existencia suya que a mí se me escapaba. Mas la impresión de esa existencia, nadie me la daba mejor que M. Swann, que un poco más tarde llegaba para recogerá su hija. De hecho, él y Mme. Swann —porque su hija vivía en casa de ellos, porque sus estudios, sus juegos y sus amistades dependían de ellos— contenían para mí un misterio inaccesible, una fascinación dolorosa, lo mismo que Gilberte, acaso más incluso que Gilberte, cual convenía a unos dioses todopoderosos sobre ella y en quienes ese misterio habría tenido su origen. Cuanto les afectaba era de mi parte objeto de una preocupación tan constante que los días en que, como aquéllos, M. Swann (a quien tantas veces había visto sin que excitase mi curiosidad, cuando era amigo de mis padres) venía en busca de Gilberte a los Champs-Elysées, una vez calmados los latidos del corazón que en mí provocaba la aparición de su sombrero gris y su abrigo con esclavina, su aspecto seguía impresionándome como el de un personaje histórico sobre el que acabamos de leer una serie de libros y cuyas menores particularidades nos apasionan. Sus relaciones con el conde de París que, cuando oía hablar de ellas en Combray, me parecían indiferentes, adquirían ahora para mí algo maravilloso, como si nadie más hubiese conocido nunca a los Orléans; le hacían destacarse vivamente sobre el fondo vulgar de los paseantes de distintas clases sociales que atestaban aquella alameda de los Champs-Elysées, y me parecía admirable que se dignase figurar entre ellos sin exigir miradas especiales, que por otra parte nadie pensaba en tributarle dado el profundo incógnito en que se envolvía.

Respondía cortésmente a los saludos de los compañeros de Gilberte, incluso al mío pese a haber roto con mi familia, pero en apariencia sin reconocerme. (Esto me recordó que, sin embargo, me había visto muchas veces en el campo; un recuerdo que yo había conservado, pero en la sombra, porque desde que había vuelto a ver a Gilberte, para mí Swann era sobre todo su padre, y no el Swann de Combray; como las ideas a las que unía ahora su nombre eran distintas de las ideas en cuya red quedaba comprendido antes, y que yo nunca utilizaba cuando tenía que pensar en él, se había convertido en un personaje nuevo; sin embargo, por medio de una línea artificial, secundaria y transversal, seguía relacionándolo con nuestro invitado de antaño; y como para mí nada tenía valor sino en la medida en que pudiese aprovechar a mi amor, sentí vergüenza y pena, por no poder borrarlos, al recuperar los años en que, a ojos de aquel mismo Swann que en ese momento estaba delante de mí en los Champs-Élysées y a quien por suerte Gilberte tal vez no había dicho mi nombre, me había sentido tantas veces ridículo, por la noche, cuando enviaba a mamá recado de subir a mi cuarto a darme las buenas noches, cuando ella tomaba café con él, con mi padre y mis abuelos en la mesa del jardín). Decía a Gilberte que le dejaba jugar otra partida, que podía esperarla un cuarto de hora y, sentándose como todo el mundo en una silla de hierro, pagaba su ticket con aquella mano que Felipe VII[19] tantas veces había retenido en la suya, mientras nosotros empezábamos a jugar en el prado, asustando a los pichones cuyos hermosos cuerpos irisados, que tienen la forma de un corazón y son como las lilas del reino de los pájaros, iban a refugiarse, como a lugares de asilo, uno sobre el gran tazón de piedra al que su pico, desapareciendo en él, obligaba a hacer el gesto y asignaba la función de ofrecer en abundancia los frutos o los granos que parecía picotear dentro; otro sobre la frente de la estatua, como si la coronase con uno de esos objetos de esmalte cuya policromía varía en ciertas obras antiguas la monotonía de la piedra, y con uno de esos atributos que valen a la diosa, cuando lo lleva, un epíteto particular y la convierten, como a una mujer mortal un nombre distinto, en una divinidad nueva.

Uno de esos días de sol que no vieron el cumplimiento de mis esperanzas, no tuve el valor de ocultar mi decepción a Gilberte.

«Precisamente tenía tantas cosas que preguntarle, le dije. Pensaba que este día había de ser muy importante para nuestra amistad. Y nada más llegar, ¡usted se marcha! Trate de venir pronto mañana, así podré al fin hablarle».

Su rostro se iluminó, y saltando de alegría me repuso: «¡Mañana, cuente con ello, amiguito, pero no vendré! Estoy invitada a una merienda; pasado mañana tampoco, voy a casa de una amiga para ver desde sus ventanas la llegada del rey Teodosio[20], será magnífico, y al otro día voy a Miguel Strogoff[21] y luego, luego será Navidad y las vacaciones de Año Nuevo. Quizá me lleven al Midi. ¡Qué chic!, ¿verdad? Aunque me perderé el árbol de Navidad; de cualquier modo, si me quedo en París, no vendré porque iré a hacer visitas con mamá. Adiós, papá está llamándome».

Volví con Françoise por calles que todavía estaban engalanadas de sol, como la noche de una fiesta que ha terminado. No podía tenerme sobre mis piernas.

«No es sorprendente, dijo Françoise, este tiempo no corresponde a la estación, hace demasiado calor. ¡Ay, Dios mío, cuántos pobres enfermos debe de haber en todas partes! Se ve que también allá arriba todo anda descompuesto».

Sofocando los sollozos, iba repitiéndome las palabras en que Gilberte había dejado prorrumpir su júbilo por no ir durante mucho tiempo a los Champs-Élysées. Pero la fascinación que, por su simple funcionamiento, llenaba mi mente nada más pensar en ella, la posición particular, única —aunque dolorosa— en que inevitablemente me situaba respecto de Gilberte, la íntima constricción de un hábito mental, habían empezado a añadir colores novelescos incluso a aquella prueba de indiferencia, y en medio de mis lágrimas iba formándose una sonrisa que no era sino el esbozo tímido de un beso. Y cuando llegó la hora del correo, me dije aquella tarde como todas las otras: «Voy a recibir una carta de Gilberte, por fin me dirá que nunca ha dejado de quererme, y me explicará la misteriosa razón que la ha obligado a ocultármelo hasta ahora, a fingir que podía ser feliz sin verme, la razón por la que ha asumido la apariencia de simple compañera de juegos».

Todas las noches me complacía en imaginar esa carta, me parecía estar leyéndola, me recitaba a mí mismo cada una de sus frases. De repente, me detenía asustado. Me daba cuenta de que si debía recibir una carta de Gilberte, en ningún caso podría ser ésa, porque era yo quien acababa de inventarla. Y, desde ese momento, procuraba desviar mi pensamiento de las palabras que habría deseado que me escribiese, por temor a excluir, por el solo hecho de enunciarlas, precisamente aquéllas —las más queridas, las más anheladas— del campo de las realizaciones posibles. Pero si, por una coincidencia inverosímil, Gilberte me hubiese dirigido precisamente la carta que yo había inventado, no habría tenido la impresión, al reconocer mi obra, de recibir algo que no provenía de mí, algo real, nuevo, una felicidad ajena a mi mente, independiente de mi voluntad, verdaderamente ofrecida por el amor.

Mientras tanto, releía una página que Gilberte no me había escrito, pero que al menos me venía de ella, aquella página de Bergotte sobre la belleza de los viejos mitos en que se inspiró Racine, y que siempre llevaba conmigo, junto a la canica de ágata. Me conmovía la bondad de mi amiga que la había hecho buscar para mí; y como todos necesitamos proporcionar razones a la pasión hasta sentirnos felices de reconocer en el ser que amamos cualidades que, por haberlo aprendido en libros o en charlas, son dignas de provocar el amor, hasta asimilarlas por imitación y convertirlas en nuevos motivos del propio amor, aunque esas cualidades sean las más opuestas a las que ese amor buscaba cuando era espontáneo —como en el pasado le había ocurrido a Swann con el carácter estético de la belleza de Odette yo, que al principio, desde Combray, había amado a Gilberte por todo lo desconocido que había en su vida, por aquello desconocido en lo que habría anhelado precipitarme, encarnarme, abandonando la mía, que ya no me servía de nada, ahora pensaba, como en un privilegio inestimable, que de aquella vida mía demasiado conocida y desdeñada, Gilberte podría convertirse un día en la humilde servidora, en la cómoda y confortable colaboradora que, ayudándome por la noche en mis trabajos, colacionaría folletos para mí. En cuanto a Bergotte, aquel viejo infinitamente sabio y casi divino por el que había empezado a amar a Gilberte antes incluso de haberla visto, ahora le amaba sobre todo a causa de Gilberte. Con idéntico placer que las páginas que él había escrito sobre Racine, miraba yo el sobre sellado con grandes lacres blancos y atado con una cascada de cintas malvas en que me las había traído. Besaba la canica de ágata que era la parte mejor del corazón de mi amiga, la parte que no era frívola sino fiel, y que, aunque adornada por la misteriosa seducción de la vida de Gilberte, permanecía a mi lado, habitaba mi cuarto, se acostaba en mi cama. Pero la belleza de aquella piedra, y también la belleza de aquellas páginas de Bergotte, que lleno de felicidad yo asociaba a la idea de mi amor por Gilberte como si, en los momentos en que éste me parecía inexistente, le confiriesen una especie de consistencia, me daba cuenta de que eran anteriores a ese amor, que no se le parecían, que sus elementos habían sido fijados por el talento o por las leyes mineralógicas antes de que Gilberte me conociese, que nada en el libro ni en la piedra habría cambiado si Gilberte no me hubiese querido y que, por lo tanto, nada me autorizaba a leer en ellos un mensaje de felicidad. Y mientras mi amor, que no cesaba de esperar del día siguiente la confesión del que Gilberte sentía, anulaba, deshacía cada noche el trabajo mal hecho de la jornada, en la sombra de mí mismo una desconocida costurera impedía que se deshiciesen los hilos arrancados y los disponía, sin preocuparse de darme gusto ni de contribuir a mi felicidad, en un orden distinto, el mismo que solía dar a todas sus labores. Como no tenía ningún interés particular en mi amor, como no decidía desde el principio que yo fuese amado, recogía los comportamientos de Gilberte que a mí me habían parecido inexplicables, y sus culpas, que yo había justificado. Entonces unas y otras adquirían sentido. Parecía decir, este orden nuevo, que yo, viendo a Gilberte dejar de ir a los Champs-Élysées por acudir a una matinée, ir de compras con su institutriz y prepararse para una ausencia de vacaciones del día de Año Nuevo, me equivocaba al pensar: «Lo hace porque es frívola o dócil». Porque hubiera dejado de ser lo uno o lo otro si me hubiese amado, y si se hubiera visto obligada a obedecer lo habría hecho con la misma desesperación que a mí me dominaba cuando no la veía. Decía también, ese orden nuevo, que, pese a todo, yo debía saber qué significaba amar, puesto que amaba a Gilberte; me hacía notar la preocupación constante que yo ponía en hacerme valer a sus ojos, la insistencia con que trataba de convencer a mi madre para que le comprase a Françoise un impermeable y un sombrero con un penacho azul, o, mejor aún, que no volviese a enviarme a los Champs-Élysées con aquella criada de la que me avergonzaba (a lo que mi madre respondía que yo era injusto con Françoise, una buena mujer que tanto nos quería), y también aquella necesidad exclusiva de ver a Gilberte que desde meses antes no me dejaba pensar en otra cosa que no fuese tratar de saber en qué época abandonaría París y adonde iría, considerando el país más agradable como un lugar de exilio si ella no había de estar allí, y no deseando otra cosa que seguir siempre en París mientras pudiese verla en los Champs-Élysées; y no le costaba mucho demostrarme que no encontraría esa preocupación ni esa necesidad en el comportamiento de Gilberte. Ella, por el contrario, apreciaba a su institutriz, sin preocuparse de lo que yo pensase. Le parecía natural no acudir a los Champs-Élysées si era para ir de compras con Mademoiselle, y agradable si era para salir con su madre. Y suponiendo incluso que me hubiese permitido ir a pasar las vacaciones al mismo sitio que ella, al menos para escoger ese sitio tenía en cuenta el deseo de sus padres, las mil diversiones de que le habían hablado y no, desde luego, el hecho de que fuese allí donde mi familia tenía intención de enviarme. Cuando, a veces, me aseguraba que me quería menos que a otros amigos suyos, menos de lo que me amaba la víspera porque con una distracción mía le había hecho perder su partida, le pedía perdón, le preguntaba qué tenía que hacer para que volviese a quererme tanto como antes, para que me quisiese más que a los otros; deseaba que me dijese que todo estaba arreglado, se lo suplicaba como si ella hubiese podido modificar su afecto por mí a su gusto y el mío, por darme placer, simplemente con la palabras que diría, según mi buena o mi mala conducta. ¿No sabía yo que mis sentimientos por ella no dependían ni de su comportamiento ni de mi voluntad?

Decía por último este orden nuevo trazado por la invisible costurera que, aunque pudiésemos desear que los actos de alguien por quien hasta ese momento hemos sufrido no hayan sido sinceros, en su sucesión hay una claridad contra la que nada puede nuestro deseo; y es a ella, y no a éste, a la que debemos preguntar cuáles han de ser sus actos de mañana.

Estas palabras nuevas, mi amor las estaba escuchando; le persuadían de que el mañana no sería diferente de lo que habían sido todos los demás días; de que el sentimiento de Gilberte por mí, demasiado viejo ya para poder cambiar, era la indiferencia; de que en mi amistad con Gilberte, era yo el único que amaba. «Es cierto, respondía mi amor, no hay nada que hacer con esa amistad, no cambiará». Entonces, desde el día siguiente (o esperando una fiesta si las había inminentes, un cumpleaños, el Año Nuevo tal vez, uno de esos días que no son como los demás, días en los que el tiempo vuelve a empezar desde cero rechazando la herencia del pasado, y no aceptando el legado de sus tristezas), le pedía a Gilberte renunciar a nuestra antigua amistad y echar los cimientos de otra nueva.

Racimo

Siempre tenía al alcance de la mano un plano de París que me parecía contener un tesoro porque en él podía distinguirse la calle donde vivían M. y Mme. Swann. Y por gusto, también por una especie de caballeresca fidelidad, decía el nombre de aquella calle con cualquier motivo, tanto que mi padre, que no estaba como mi madre y mi abuela al corriente de mi amor, me preguntaba: «Pero ¿por qué siempre estás hablando de esa calle? No tiene nada de particular; es muy agradable vivir en ella por estar a dos pasos del Bois, pero hay por lo menos diez en la misma situación».

Me las ingeniaba para hacer pronunciar a mis padres, en toda ocasión, el nombre de Swann; cierto que mentalmente yo me lo repetía sin cesar, pero también necesitaba oír su sonoridad deliciosa, hacer sonar aquella música cuya lectura muda no me bastaba. Además, aquel nombre de Swann, que conocía hacía tanto tiempo, ahora era para mí, como les ocurre a ciertos afásicos con las palabras más usuales, un nombre nuevo. Siempre estaba presente en mi pensamiento, que sin embargo no lograba habituarse a él. Lo descomponía, lo deletreaba, su ortografía suponía para mí una sorpresa. Y al mismo tiempo que se me volvía familiar, había dejado de parecerme inocente. Los goces que saboreaba oyéndolo me parecían tan culpables que tenía la impresión de que los demás adivinaban mi pensamiento y cambiaban de conversación si trataba de llevarlos hacia él. Volvía una y otra vez a los temas que tenían alguna relación con Gilberte, repetía hasta la saciedad las mismas palabras, y aunque supiese que sólo eran palabras —palabras pronunciadas lejos de ella, que ella no oía, palabras sin virtud que repetían lo existente, pero sin poder modificarlo—, estaba convencido sin embargo de que a fuerza de manosear, de barajar así todo lo que se refería a Gilberte tal vez lograría sacar algo bueno. Repetía a mis padres que Gilberte quería mucho a su institutriz, como si tal proposición, enunciada por centésima vez, acabase teniendo la virtud de hacer entrar de pronto a Gilberte para quedarse a vivir por siempre con nosotros. De nuevo hacía el elogio de la vieja dama que leía los Débats (había insinuado a mis padres que era una embajadora o acaso una alteza) y seguí celebrando su hermosura, su magnificencia, su nobleza, hasta el día en que dije que, por el nombre que había pronunciado Gilberte, debía de llamarse Mme. Blatin.

«¡Oh, ya sé quién es!, exclamó mi madre mientras yo me sentía enrojecer de vergüenza. ¡En guardia! ¡En guardia!, como habría dicho tu pobre abuelo. ¿Y es ésa la que te parece bella? Pues es horrible y siempre lo ha sido. Es la viuda de un ujier. ¿No recuerdas, cuando eras pequeño, las maniobras que yo hacía para evitarla en clase de gimnasia donde, sin conocerme, pretendía venir a hablarme so pretexto de decirme que eras “demasiado guapo para ser chico”? Siempre ha tenido la manía de conocer gente y debe de ser una especie de loca, como siempre he pensado, si realmente conoce a Mme. Swann. Porque, aunque procedía de un ambiente muy vulgar, de ella, al menos que yo sepa, nunca ha habido nada que decir. Pero siempre tenía que estar haciendo relaciones. Es horrible, espantosamente vulgar, y encima una intrigante».

En cuanto a Swann, en mi intento de parecerme a él, me pasaba todo el tiempo que estábamos en la mesa estirándome la nariz y restregándome los ojos. Mi padre decía: «Este niño es idiota, se pondrá horrible». Me habría gustado sobre todo ser tan calvo como Swann. Me parecía un ser tan extraordinario que consideraba prodigioso el hecho de que personas que yo trataba también le conociesen y que las casualidades de un día cualquiera pudiesen llevar a encontrárselo. Y una vez que mi madre estaba contándonos, como todas las noches en la cena, los recados que había hecho por la tarde, sólo con estas palabras: «A propósito, adivinen a quién he encontrado en los Trois Quartiers[22], en la sección de paraguas: a Swann», hizo brotar en medio de su relato, para mí muy árido, una flor misteriosa. ¡Qué melancólica voluptuosidad saber que aquella tarde, perfilando entre la muchedumbre su forma sobrenatural, Swann había ido a comprar un paraguas! En medio de acontecimientos grandes y minúsculos, todos igualmente indiferentes, éste despertaba en mí aquellas peculiares vibraciones que estremecían sin descanso mi amor por Gilberte. Mi padre decía que no me interesaba en nada porque no estaba atento cuando se hablaba de las consecuencias políticas que podía suponer la visita del rey Teodosio, en ese momento huésped de Francia y su presunto aliado. Pero, en cambio, ¡cuántas ganas tenía de saber si Swann se ponía su abrigo con esclavina!

«¿Se han saludado ustedes?, pregunté.

—Naturalmente», respondió mi madre, dando como siempre la impresión de temer que, si hubiese confesado la frialdad de nuestras relaciones con Swann, alguien habría tratado de reconciliarlos más de lo que ella deseaba, debido a Mme. Swann, a quien no quería conocer. «Ha sido él quien ha venido saludarme, yo no le veía.

—Pero entonces, ¿no están peleados?

—¿Peleados? Pero ¿por qué íbamos a estar peleados?», replicó vivamente, como si yo hubiese atentado contra la ficción de sus buenas relaciones con Swann y hubiese tratado de contribuir a una reconciliación.

«Podría estar ofendido de que ya no le invites.

—No es obligatorio invitar a todo el mundo; ¿me invita él a mí? No conozco a su mujer.

—Sin embargo, en Combray sí que venía.

—Bueno, sí, en Combray sí, pero en París tiene otras cosas que hacer y yo también. Pero te aseguro que no parecíamos para nada dos personas peleadas. Hemos estado hablando un momento porque no le traían su paquete. Me ha preguntado por ti, y me ha dicho que jugabas con su hija», añadió mi madre, maravillada ante el prodigio de que yo existiese en la mente de Swann, es más, de que existiese de un modo lo bastante completo para que, en los Champs-Élysées, mientras yo temblaba de amor en su presencia, él supiese cómo me llamaba, quién era mi madre, y pudiese amalgamar alrededor de mi calidad de compañero de su hija algunos datos sobre mis abuelos, su familia, el lugar donde vivíamos y ciertas particularidades de nuestra vida pasada, que tal vez hasta yo mismo ignoraba. Pero mi madre no parecía haber encontrado ningún encanto especial en aquella sección de los Trois Quartiers donde había representado a ojos de Swann, en el momento en que la había visto, una persona perfectamente definida con la que compartía recuerdos capaces de justificar el impulso de acercarse a ella, el gesto de saludarla.

Por lo demás, ni ella ni mi padre parecían encontrar un placer superior a cualquier otro hablando de los abuelos de Swann, del título de agente de cambio honorario. Mi imaginación había aislado y consagrado en el París social a una determinada familia como había hecho en el París de piedra con un determinado edificio, cuya puerta cochera había esculpido y cuyas ventanas había llenado de ornamentos preciosos. Mas yo era el único que veía tales adornos. Así como a mi padre y a mi madre la casa donde vivía Swann les parecía igual a las restantes casas construidas durante el mismo período en el barrio del Bois, así la familia de Swann les parecía del mismo tipo que muchas otras familias de agentes de cambio. La juzgaban de un modo más o menos favorable, según su grado de participación en méritos comunes al resto del universo y no le encontraban nada excepcional. Y viceversa, lo que apreciaban en ella lo encontraban en igual o mayor grado en otra parte. Por eso, admitida la buena ubicación de la casa, hablaban de otra mejor situada, pero que no tenía nada que ver con Gilberte, o de financieros de un escalón superior al de su abuelo; y si por un momento parecían de mi misma opinión, se debía a un malentendido que no tardaba en disiparse. Y es que, para percibir en cuanto rodeaba a Gilberte una cualidad desconocida, análoga en el mundo de las emociones a lo que puede ser el infrarrojo en el de los colores, mis padres carecían de ese sentido suplementario y provisional con que me había dotado el amor.

Los días en que Gilberte me había anunciado que no iría a los Champs-Élysées, procuraba dar paseos que me acercasen algo a ella. A veces llevaba a Françoise en peregrinación delante de la casa donde vivían los Swann. Una y otra vez le hacía repetirme lo que, por la institutriz, ella sabía de Mme. Swann. «Parece que tiene mucha fe en ciertas medallas. Nunca saldrá de viaje si ha oído a la lechuza, o una especie de tictac de reloj en la pared, o si ha visto un gato a medianoche, o si ha crujido la madera de un mueble. ¡Ah, es una persona muy creyente!». Tan enamorado estaba de Gilberte que si en el camino divisaba a su viejo mayordomo paseando a un perro, la emoción me obligaba a detenerme, y clavaba en sus patillas blancas miradas llenas de pasión. Françoise me decía:

«¿Qué le pasa?».

Luego seguíamos nuestra ruta hasta su puerta cochera donde un portero distinto de cualquier otro portero, e impregnado hasta en los galones de su librea del mismo atractivo doloroso que yo había percibido en el nombre de Gilberte, parecía saber que yo era uno de esos individuos a los que una indignidad original siempre prohibiría penetrar en la vida misteriosa cuya guarda le estaba confiada, y sobre la que parecían cerrarse a conciencia las ventanas del entresuelo, bastante menos parecidas, entre la noble caída de sus cortinas de muselina, a cualquier otra ventana que a las miradas de Gilberte. Otras veces íbamos por los bulevares y me apostaba en la entrada de la calle Duphot; me habían dicho que a menudo se veía pasar por allí a Swann, camino del dentista; y mi imaginación creaba tal diferencia entre el padre de Gilberte y el resto de la humanidad, y su presencia en medio del mundo real introducía en éste tal cantidad de maravilla que, antes incluso de llegar a la Madeleine, me emocionaba la idea de acercarme a una calle donde inopinadamente podía producirse la sobrenatural aparición.

Pero la mayoría de las veces —cuando no podía ver a Gilberte—, como había averiguado que Mme. Swann paseaba casi todos los días por la alameda «de las Acacias[23]», alrededor del gran Lago, y por la alameda de la «Reina Margarita[24]», encaminaba a Françoise hacia el Bois de Boulogne. Para mí era como esos jardines zoológicos donde se ven reunidos flores diversas y paisajes opuestos; donde, tras una colina encontramos una gruta, un prado, unas peñas, un río, un foso, una colina, una charca, pero sabiendo que sólo están allí para servir a los esparcimientos del hipopótamo, de las cebras, de los cocodrilos, de los conejos rusos, de los osos y de la garza, un ambiente apropiado o un marco pintoresco; en cuanto al Bois, que, no menos complejo, reúne pequeños mundos diversos y cerrados —tanto que a una finca plantada de árboles rojos, de encinas de América, semejante a una plantación de Virginia, le sucede un bosque de abetos a orillas del lago, o un oquedal donde de improviso surge, envuelta en su delicada piel, con los hermosos ojos de un animal, alguna rápida paseante—, era el Jardín de las mujeres; y, plantado para ellas de árboles de una sola esencia —como el paseo de los Mirtos de la Eneida[25] el paseo de las Acacias era frecuentado por las Bellezas célebres. Igual que, de lejos, la cima de la peña desde donde la otaria se lanza al agua transporta de alegría a los niños que saben que van a verla, así mucho antes de llegar al paseo de las Acacias su perfume, irradiando en derredor, hacía sentir de lejos la proximidad y la singular naturaleza de una individualidad vegetal, lánguida y potente; luego, al acercarme, la techumbre entrevista de su follaje leve, delicado, de fácil elegancia, de un corte gracioso y trama tenue, sobre la que centenares de flores se habían abatido como colonias aladas y vibrátiles de parásitos preciosos; y, por último, hasta su nombre femenino, tierno y ocioso, hacía latir mi corazón, pero con un deseo mundano, como esos valses que sólo nos evocan el nombre de las bellas invitadas que el ujier anuncia a la entrada de un baile. Me habían dicho que vería en el paseo a ciertas elegantes que, aunque no todas estuviesen casadas, solían citarse junto a Mme. Swann, pero las mas de las veces con su nombre de guerra; su nuevo nombre, cuando lo tenían, no era sino una especie de incógnito que quienes deseaban hablar de ellas tenían buen cuidado de levantar para hacerse comprender. Pensando que lo Bello —en el orden de la elegancia femenina— estaba regido por unas leyes ocultas en cuyo conocimiento habían sido iniciadas, y al que tenían el poder de dar vida, yo aceptaba de antemano como una revelación la aparición de su toilette, de su tronco de caballos, de mil detalles en cuyo seno ponía yo toda mi fe como en un alma interior capaz de dar cohesión de obra maestra a ese conjunto efímero y fugaz. Pero era a Mme. Swann a quien yo quería ver, y esperaba su paso con emoción, como si hubiera sido Gilberte, cuyos padres, impregnados, como todo lo que la rodeaba, de su fascinación, excitaban en mí tanto amor como ella, y hasta una turbación más dolorosa (porque su punto de contacto con ella era esa parte intestina de su vida que me estaba prohibida), y, por último (pues pronto supe, como ha de verse, que no les gustaba que yo jugase con su hija), ese sentimiento de veneración que siempre tributamos a quienes ejercen sin freno el poder de hacernos daño.

Asignaba yo a la sencillez la primacía en el orden de los méritos estéticos y de las grandezas mundanas cuando divisaba a Mme. Swann, a pie, cruzando deprisa, con una polonesa de paño, una pequeña gorra adornada con un ala de lofóforo, y un ramillete de violetas prendido en el corpiño, el paseo de las Acacias como si sólo hubiese sido ese el camino más corto para volver a casa y respondiendo con un guiño a los señores en carruaje que, reconociendo de lejos su silueta, la saludaban y se decían que nadie tenía tanto chic. Pero en lugar de la sencillez, era el fasto lo que yo ponía en el más alto rango si, después de haber obligado a Françoise, que ya no podía más y decía que «se le metían» las piernas, a caminar arriba y abajo durante una hora, veía por fin, desembocando por la alameda que viene de la Porte Dauphine —imagen para mí de un prestigio regio, de una llegada soberana como ninguna reina de verdad pudo darme luego esa impresión, acaso porque la idea que tenía de su poder era menos vaga y más experimental—, arrastrada por el vuelo de dos fogosos caballos, delgados y bien perfilados como los que se ven en los dibujos de Constantin Guys[26], sustentando en su pescante a un enorme cochero con tantas pieles como un cosaco, junto a un pequeño groom que recordaba al «tigre» del «difunto Baudenord[27]», veía —mejor dicho, sentía imprimirse su forma en mi corazón mediante una nítida y agotadora herida— una incomparable victoria, un poco alta a propósito, que a través de su lujo «último grito» dejaba pasar alusiones a formas más antiguas, en cuyo fondo descansaba blandamente Mme. Swann, con los cabellos, ahora rubios con un solo mechón gris, ceñidos por una tenue cinta de flores, violetas la mayoría de las veces, de donde caían largos velos, con una sombrilla color malva en la mano, en los labios una sonrisa ambigua en la que yo no veía otra cosa que la benevolencia de una Majestad, y en la que había sobre todo la provocación de la cocotte, y que ella inclinaba dulcemente hacia las personas que la saludaban. En realidad, esa sonrisa decía a unos: «¡Claro que me acuerdo, era exquisito!»; a otros: «¡Cómo me habría gustado! ¡Fue mala suerte!»; y a otros también: «Pues si usted quiere. Voy a seguir un momento la fila y en cuanto pueda, me salgo». Cuando pasaban los desconocidos, dejaba flotar alrededor de sus labios una sonrisa indolente, como vuelta hacia la espera o al recuerdo de un amigo, y que hacía exclamar: «¡Qué hermosa!». Y sólo para algunos hombres reservaba una sonrisa agria, forzada, tímida y fría, que significaba: «Sí, mal bicho, sé que tienes lengua de víbora y que no puedes dejar de hablar. ¿Acaso me ocupo yo de ti?». Coquelin[28] pasaba perorando en un grupo de amigos que lo escuchaban y con la mano hacía a unas personas que iban en carroza un largo y teatral gesto de saludo. Mas yo sólo pensaba en Mme. Swann y fingía no haberla visto, porque sabía que al llegar a la altura del Tiro de pichón[29] ordenaría a su cochero salirse de la fila y detenerse, para poder descender a pie la alameda. Y los días que me sentía con suficiente valor para pasar a su lado, arrastraba a Françoise en aquella dirección. En cierto momento, en efecto, era en el paseo para peatones donde, avanzando hacia nosotros, divisaba a Mme. Swann seguida por la larga cola de su traje malva, vestida, como el pueblo se figura a las reinas, con telas y ricos atavíos que las demás mujeres no llevaban, bajando a veces la vista sobre el puño de su sombrilla, prestando poca atención a las personas que pasaban, como si su gran ocupación y su objetivo hubiesen sido hacer ejercicio, sin pensar que la veían y que todas las cabezas se volvían hacia ella. En ocasiones sin embargo, cuando se había vuelto para llamar a su lebrel, lanzaba imperceptiblemente una mirada circular en torno suyo.

Hasta quienes no la conocían advertían una cosa singular y excesiva —o acaso una radiación telepática como las que desencadenaban aplausos entre la multitud ignorante en los momentos sublimes de la Berma— que debía de tratarse de alguna persona conocida. Se decían: «¿Quién es?», preguntaban en ocasiones a un transeúnte, o se permitían imprimir en su mente la toilette, como punto de referencia para amigos más enterados que no tardarían en informarles. Otros paseantes, parándose a medias, decían:

«¿Que no sabe quién es? ¡Mme. Swann! ¿No le dice nada? Odette de Crécy.

—¿Odette de Crécy? Claro, ya decía yo, esos ojos tristes… Pero ¿sabe?, ya no debe de estar en su primera juventud. Recuerdo haberme ido a la cama con ella el día de la dimisión de Mac-Mahon[30].

—Creo que hará usted bien no recordándoselo. Ahora es Mme. Swann, la esposa de un señor del Jockey, amigo del príncipe de Gales. Por lo demás, sigue estando soberbia.

—Sí, pero si la hubiese conocido entonces, ¡qué hermosa era! Vivía en un palacete muy raro, con chinerías. Recuerdo que estaba molestándonos mucho el ruido de los vendedores de periódicos, y ella terminó obligándome a levantarme».

Sin oír los comentarios, a su alrededor yo percibía el murmullo indistinto de la celebridad. Mi corazón palpitaba impaciente pensando que aún debía transcurrir un momento antes de que todas aquellas gentes, entre las que, desolado, noté la ausencia de un banquero mulato por el que me sentía despreciado, viesen al joven desconocido al que no prestaban ninguna atención, saludar (sin conocerla, a decir verdad, aunque me creía autorizado a ello porque mis padres conocían a su marido y porque yo era el compañero de su hija) a aquella mujer de fama universal por su belleza, mala conducta y elegancia. Pero me encontraba ya muy cerca de Mme. Swann, y con el sombrero le hacía un saludo tan grandioso, tan exagerado, tan prolongado que ella no podía por menos de sonreír. Algunos se reían. Por lo que hace a ella, nunca me había visto con Gilberte, no sabía mi nombre, a sus ojos era simplemente —como un guarda del Bois, o el barquero o los patos del lago a los que echaba pan— uno de los personajes secundarios, familiares, anónimos, tan carentes de individualidad como un «papel de teatro», de sus paseos por el Bois. Algunos días, si no la había visto en la alameda de las Acacias, solía encontrármela en la alameda de la Reine-Marguerite, adonde van las mujeres que quieren estar solas, o dar la impresión de que quieren estarlo; sola, no estaba mucho rato, porque pronto se reunía con ella algún amigo, a menudo tocado con una «chistera» gris, que yo no conocía y que charlaba un buen rato con ella, mientras sus dos carruajes los seguían.

Racimo

Esa complejidad del Bois de Boulogne que lo convierte en un lugar artificial y, en el sentido zoológico o mitológico del término, en un Jardín, he vuelto a encontrarla este año cuando lo atravesaba camino del Trianón [31], una de las primeras mañanas de este mes de noviembre en que, en París, y en las casas, la proximidad y la privación del espectáculo del otoño, que acaba tan deprisa que no deja que asistamos a él, dan una nostalgia, una verdadera fiebre de hojas muertas que, a veces, impide hasta dormir. En mi cuarto cerrado se interponían desde hacía un mes, evocadas por mi deseo de verlas, entre mi pensamiento y cualquier objeto en el que fijara mi atención, y revoloteaban como esas manchas amarillas que a veces, miremos lo que miremos, danzan delante de nuestros ojos. Y esa mañana, al no oír caer la lluvia como los días anteriores, viendo al buen tiempo sonreír por las comisuras de las cortinas echadas como por las comisuras de una boca cerrada que deja escapar el secreto de su felicidad, me di cuenta de que esas hojas amarillas podría yo mirarlas traspasadas por la luz, en el apogeo de su suprema belleza; y sin poder resistirme más a ir a ver los árboles lo mismo que en otro tiempo, cuando el viento soplaba demasiado fuerte en mi chimenea, no podía dejar de partir hacia la orilla del mar, había salido para ir al Trianón, pasando por el Bois de Boulogne. Era la hora y era la estación en que el Bois parece tal vez más múltiple, no sólo porque está más subdividido, sino también porque lo está de otra manera. Hasta en las zonas descubiertas desde donde se abarca un amplio espacio, aquí y allá, frente a las sombrías masas lejanas de los árboles que no tenían hojas o aún tenían sus hojas de verano, una doble hilera de castaños de color anaranjado parecía, como en un cuadro recién empezado, lo único pintado hasta ese momento por el artista que no habría puesto color en el resto, y ofrecía su alameda a plena luz para el episódico paseo de personajes que sólo más tarde añadiría.

Más lejos, allá donde los árboles estaban cubiertos por todas sus hojas verdes, había uno, pequeño, achaparrado, desmochado y testarudo, sacudiendo al viento una rala cabellera roja. En otras partes empezaba a despertar aquel mes de mayo de las hojas, y las de una ampelosis maravillosa y risueña como un espino rosa de invierno, desde aquella misma mañana estaban todas en flor. Y el Bois tenía el aspecto provisional y ficticio de un vivero o de un parque donde, por interés botánico o por la preparación de una fiesta, acaban de instalarse, en medio de unos árboles de especie común todavía sin arrancar, dos o tres especies preciosas, de follajes fantásticos, que parecen reservar el vacío a su alrededor, dar aire y crear claridad. Así es la estación del año en que el Bois de Boulogne revela mayor cantidad de esencias diversas y yuxtapone el mayor número de partes distintas en un conjunto compuesto. Y también era ésa la hora. En los sitios donde los árboles todavía conservaban sus hojas, parecían sufrir una alteración de su materia a partir del punto en que los tocaba la luz del sol, casi tan horizontal por la mañana como lo estaría unas horas más tarde, en el momento del incipiente crepúsculo, cuando se enciende como una lámpara, proyecta a distancia sobre el follaje un reflejo artificial y cálido, y hace llamear las hojas más altas de un árbol que no es otra cosa que el candelabro incombustible y opaco de su incendiada copa. Aquí esa luz se espesaba como ladrillos, y como una amarilla manipostería persa de dibujos azules, cimentaba toscamente contra el cielo las hojas de los castaños; allá, por el contrario, las separaba de ese cielo al que tendían sus crispados dedos de oro. A media altura de un árbol revestido de viña virgen, se injertaba y hacía abrirse, imposible de discernirse nítidamente en tanta fulguración, un inmenso ramo como de flores rojas, una variedad acaso de clavel. Las distintas partes del Bois, mejor entreveradas en el estío gracias al espesor y la monotonía del follaje, aparecían bien individualizadas. Espacios más despejados revelaban el arranque de casi todas, o bien un follaje suntuoso lo señalaba como una oriflama. Como en un mapa en color podían distinguirse Armenonville, el Pré Catelan, Madrid, el Hipódromo, las orillas del Lago[32]. De vez en cuando apuntaba alguna construcción inútil, una gruta artificial, un molino al que los árboles, apartándose, hacían sitio, o que un prado proyectaba hacia adelante sobre su mullida plataforma. Se sentía que el Bois no era un simple bosque, que respondía a una finalidad ajena a la vida de sus árboles; la exaltación que yo sentía no estaba provocada sólo por la admiración del otoño, sino por un deseo. ¡Inmenso manantial de una alegría que siente el alma al principio sin reconocer su causa, sin comprender que nada externo la motiva! Y así miraba yo los árboles con una ternura insatisfecha que los sobrepasaba y se encaminaba, sin yo saberlo, hacia aquella obra maestra de las hermosas paseantes que la arboleda encierra todos los días durante varias horas. Iba camino del paseo de las Acacias. Cruzaba oquedales donde la luz de la mañana que les imponía nuevas divisiones, podaba los árboles, acoplaba los diversos tallos y componía ramilletes. Con destreza la luz atraía hacia sí dos árboles; y con la ayuda de las poderosas tijeras del rayo de luz y de la sombra, cortaba en cada uno la mitad de su tronco y de sus ramas, y, entrelazando juntas las dos mitades restantes, formaba con ellas una única pilastra de sombra, delimitada por el fulgor del entorno, o un único fantasma de claridad cuyo artificial y trémulo contorno rodeaba una red de oscura sombra. Cuando un rayo de sol doraba las ramas más altas, parecía como si, empapadas en una humedad centelleante, emergiesen solas de la atmósfera líquida color de esmeralda donde el oquedal entero estaba sumergido como bajo la superficie del mar. Porque los árboles seguían viviendo su vida propia y, cuando no tenían ya hojas, esa vida brillaba todavía mejor sobre la vaina de terciopelo verde que envolvía sus troncos o en el blanco esmalte de las esferas de muérdago diseminadas en la copa de los álamos, redondas como el sol y la luna de La creación de Miguel Angel[33]. Mas, forzados desde hacía tantos años por una especie de injerto a convivir con la mujer, evocaban para mí a la dríade, a la bella mundana rauda y coloreada que al pasar cubren con sus ramas, obligándolas a sentir, como ellos, la fuerza de la estación; me recordaban los tiempos felices de mi confiada juventud, cuando acudía, ávido, a esos lugares donde unas obras maestras de elegancia femenina se hacían realidad un instante entre los follajes inconscientes y cómplices. Mas la belleza cuyo deseo inspiraban los abetos y las acacias del Bois de Boulogne, más turbadores en este aspecto que los castaños y las lilas del Trianón que pronto había de contemplar, no estaba plasmada fuera de mí en los recuerdos de una época histórica, en alguna obra de arte, en un templete consagrado al Amor a cuyo pie se amontonan las hojas palmeadas de oro. Llegué a las orillas del Lago, fui hasta el Tiro de pichón. La idea de perfección que en mí llevaba, la había prestado entonces a la altura de una victoria, a la flaqueza de aquellos caballos furiosos y ligeros como avispas, con los ojos inyectados de sangre como los crueles caballos de Diomedes[34], y ahora, presa de un deseo de volver a ver lo que un día había amado, no menos ardiente que aquel otro que muchos años antes me empujara por aquellos mismos caminos, quería tenerla de nuevo ante los ojos, en el momento en que el enorme cochero de Mme. Swann, vigilado por un pequeño groom que abultaba como un puño y tan infantil como un san Jorge, intentaba dominar sus alas de acero que se debatían asustadas y palpitantes. ¡Ay!, ya no había más que automóviles conducidos por bigotudos mecánicos acompañados por lacayos de gran estatura. Quería ver con los ojos de mi cuerpo, para saber si eran tan seductores como los veían los ojos de mi memoria, aquellos sombreritos femeninos tan aplastados que parecían una simple corona. Ahora todos eran inmensos, cubiertos de frutas y de flores y de pájaros variados[35]. En lugar de los hermosos vestidos con los que Mme. Swann parecía una reina, túnicas greco-sajonas realzaban con pliegues de Tanagra[36], y a veces en estilo Directorio, unos trapos liberty[37] sembrados de flores como papeles pintados. Sobre la cabeza de los caballeros que habrían podido pasear con Mme. Swann por la alameda de la Reine-Marguerite, no encontraba el sombrero gris de antaño, ni siquiera ningún otro. Iban con la cabeza descubierta. Y yo ya no tenía fe alguna que infundir a todas aquellas partes nuevas del espectáculo para darles consistencia, unidad y existencia; pasaban dispersas delante de mí, al azar, sin verdad, sin contener en sí mismas ninguna belleza que mis ojos hubiesen podido, como antaño, esforzarse por componer. Eran unas mujeres cualesquiera, en cuya elegancia no tenía yo ninguna fe y cuyas toilettes me parecían insignificantes. Mas cuando una creencia desaparece, le sobrevive —y con mayor viveza para enmascarar la falta del poder que hemos perdido para dar realidad a las cosas nuevas— un apego fetichista a las cosas antiguas que ella había animado, como si en ellas y no en nosotros residiese lo divino y como si nuestra actual incredulidad tuviera una causa contingente, la muerte de los Dioses.

¡Qué horror!, me decía: ¿cómo es posible que encuentren en estos automóviles la elegancia de los antiguos troncos de caballos? Puede que sea demasiado viejo —mas no estoy hecho para un mundo donde las mujeres se arrebujan en vestidos que ni siquiera son de paño. ¿De qué sirve venir bajo estos árboles si ya no existe nada de lo que se adunaba bajo estos delicados follajes enrojecidos, si la vulgaridad y la insensatez han sustituido toda aquella exquisitez que le servían de marco? ¡Qué horror! Mi consuelo es pensar en las mujeres que conocí, hoy que ya no hay elegancia. Pero ¿cómo gentes que contemplan a estas horribles criaturas bajo sus sombreros rematados por una pajarera o un huerto podrían concebir siquiera la fascinación de ver a Mme. Swann con un sencillo capote malva o con un sombrerito rematado por una única flor de lirio muy derecha? ¿Habría logrado siquiera hacerles comprender la emoción que yo sentía ciertas mañanas de invierno cuando encontraba a Mme. Swann a pie, con su abrigo de nutria y un sencillo gorro rematado por dos hojas de plumas de perdiz, pero enteramente inmersa en la artificiosa tibieza de su piso, que sólo evocaba el ramito de violetas aplastado contra el corpiño, y cuyo vivido y azul florecimiento frente al cielo gris, al aire helado y a los árboles de ramas desnudas, poseía el mismo encanto de equiparar la estación y el tiempo con un marco, y de vivir en una atmósfera humana, en la atmósfera de aquella mujer, que tenían en los jarrones y las jardineras de su salón, junto al fuego encendido, delante del sofá de seda, las flores que miraban caer la nieve por la ventana cerrada? Además, no me hubiese bastado que las toilettes fueran las mismas que en aquellos años. Debido a la solidaridad que mantienen entre sí las diferentes partes de un recuerdo y que nuestra memoria mantiene en equilibrio dentro de un conjunto del que no podemos quitar ni rechazar nada, habría querido poder pasar el final de la jornada en casa de una de aquellas mujeres, delante de una taza de té, en un piso de paredes pintadas en tonos oscuros, como era entonces el de Mme. Swann (el año siguiente al que concluye la primera parte de este relato), y donde brillarían los fuegos anaranjados, la roja combustión, la llama rosa y blanca de los crisantemos en el crepúsculo de noviembre, en momentos semejantes a aquellos en que (como más tarde se verá) yo no había sabido descubrir los placeres que deseaba. Pero ahora, incluso aunque no me conducían a nada, esos instantes parecían tener por sí mismos encanto suficiente. Quería volver a encontrarlos idénticos a como los recordaba. ¡Ay!, ya no había más que pisos Luis XVI todo blancos y esmaltados de hortensias azules. Además, ahora se volvía a París tardísimo. Mme. Swann me hubiera hablado de un castillo del que no regresaría hasta febrero, mucho después del tiempo de los crisantemos, si le hubiese pedido que reconstruyera para mí los elementos de aquel recuerdo ligado a un año remoto, a una fecha hacia la que no me estaba permitido retroceder, elementos de un deseo tan inaccesible como el placer que antaño había perseguido inútilmente. Y, para mí, también habría sido menester que fuesen las mismas mujeres, aquellas cuya toilette me interesaba porque, en ese tiempo en el que aún creía, mi imaginación las había individualizado y las había dotado de una leyenda. ¡Ay!, en la avenida de las Acacias— la alameda de los Mirtos —todavía vi algunas, envejecidas, y que no eran más que las sombras terribles de lo que habían sido, vagando, buscando desesperadamente no se sabe qué en los bosquecillos virgilianos. Hacía mucho que habían huido mientras yo seguía interrogando inútilmente a los desiertos caminos. El sol se había puesto. La naturaleza volvía a reinar en el Bois, del que había volado la idea de que era el Jardín elíseo de la Mujer; por encima del molino falso[38] el verdadero cielo estaba gris; el viento encrespaba el Gran Lago con olas mínimas, como un lago; grandes pájaros sobrevolaban velozmente el Bois, como un bosque, y lanzando gritos estridentes iban a posarse uno tras otro en las grandes encinas que, bajo su corona druídica y con una majestad dodónea[39], parecían proclamar el vacío inhumano del bosque secularizado, y me ayudaban a comprender mejor la contradicción de buscar en la realidad los cuadros de la memoria: siempre les faltará la fascinación que les viene de esa misma memoria y que no pueden ser percibidos por los sentidos. La realidad que había conocido ya no existía. Bastaba que Mme. Swann no llegase idéntica y en el mismo instante para que la Avenida fuese otra. Los lugares que hemos conocido sólo pertenecen al mundo del espacio donde, para mayor facilidad, los situamos. No eran más que una delgada franja en medio de impresiones contiguas que formaban nuestra vida de entonces; el recuerdo de una cierta imagen no es más que la nostalgia de un cierto instante; y las casas, los caminos, los paseos, son fugaces, ¡ay!, como los años[40].

Racimo