QUINTA ENTREGA

… dan envidia a las estrellas,

yo no sé vivir sin ellas…

ALFREDO LE PERA

El ya mencionado jueves 23 de abril de 1937, María Mabel Sáenz, conocida por todos como Mabel, abrió los ojos a las 7:00 de la mañana cuando su reloj despertador de marca suiza sonó la alarma. No pudo mantenerlos abiertos y volvió a quedarse dormida. A las 7:15 la cocinera golpeó a su puerta y le dijo que el desayuno estaba servido. Mabel sentía todos los nervios de su cuerpo adormecidos, entibiados, protegidos por vainas de miel o jalea, los roces y los sonidos le llegaban amortiguados, el cráneo agradablemente hueco, lleno sólo de aire tibio. El olfato estaba aguzado, junto a la almohada de hilo blanco la nariz se estremeció en primer término, el olor a esencias de almendra, a rastros de brillantina en la almohada, el olor pasó a estremecerle el pecho y se propagó hasta las extremidades. A las 7:25 tomó café con leche casi frío sentada sola en el comedor, no quiso que la cocinera se lo recalentara, en cambio ordenó tostadas recién hechas, crocantes, las untó con manteca. A las 7:46 entró a la escuela Número 1, dependiente del Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires. A las 7:55 sonó la campana para formar filas en el patio. Mabel se colocó al frente de la fila de alumnos de quinto grado División B. La Directora de la escuela dijo «Buenos días, niños», los alumnos contestaron a coro «Buenos días, señora Directora». A las 8:01 sonó otra vez la campana y cada fila se dirigió a su aula. En la primera hora Mabel tomó lección de Historia, tema «Los Incas». La campana del recreo sonó tres veces, a las 9:00, a las 10:00 y a las 11:00; la campana de finalización de clases sonó exactamente a mediodía. Para entonces Mabel había cumplido con su plan de la mañana: explicar nuevos problemas de Interés, Razón y Capital, evitar acarrear hasta su casa los cuadernos encarpetados corrigiendo los deberes en la misma clase mientras los alumnos resolvían problemas suplementarios de aritmética en sus cuadernos borradores, avisar en uno de los recreos a Celina que tal vez iría después de almorzar a su casa y evitar trato con los alumnos ya hombres que se sentaban al fondo de la clase. A las 12:20 llegó a su casa con mucho apetito, su madre le preguntó si podía esperar hasta las 14:00 para almorzar junto con su padre y posiblemente con su novio Cecil, de vuelta del remate ganadero. Mabel tenía preparada la respuesta. La cocinera le hirvió separadamente algunos ravioles para servirlos con caldo de gallina. Su madre no la pudo acompañar porque debía bañarse y cambiarse de ropa, había estado toda la mañana limpiando y no era su costumbre. Mabel probó el pollo asado después de los ravioles pero se abstuvo del postre. Argumentó que debía ir a preparar clases de idioma con la ayuda de Celina, si se quedaba en casa tendría que atender a Cecil hasta media tarde por lo menos, entre almuerzo y cognac de sobremesa. A las 13:45 Mabel entró en casa de la familia Etchepare sin golpear. Cumpliendo con el pedido de Mabel, Celina la hizo pasar directamente a su cuarto. Mabel tenía los párpados pesados y con dificultad prestaba atención a las quejas de Celina: Juan Carlos trataba mal a su madre y hermana, seguramente instigado por Nené, y no se cuidaba, la noche anterior había estado con esa cualquiera hasta las tres, pescarse una tuberculosis era muy fácil. Mabel le dijo que la noche anterior había dormido menos de cuatro horas, por atender a Cecil en plática con su padre, que si le permitía se quedaba a dormir la siesta con ella. Celina le cedió la cama y se recostó sobre almohadones en el suelo. Mabel cerró los ojos a las 14:10 y seguía durmiendo cuando el reloj de péndulo marcó las 17:00. Celina la despertó y le ofreció té. Mabel no lo quiso y salió corriendo hacia su casa, le había prometido a su madre acompañarla al cine a la función de la tarde. Al llegar a la esquina de su casa vio que su padre y Cecil hablaban en el zaguán y se disponían a subir al auto. Antes de que la vieran Mabel entró al almacén que ocupaba la esquina. Compró una caja grande de galletitas para justificar su presencia, titubeó entre sus dos marcas favoritas: la del dibujo con damas rococó y la del dibujo con una elegante pareja moderna vestida de gala. A las 17:15 entró a su casa, había cumplido su plan de la tarde: escapar de su padre quien la habría obligado a atender a Cecil, y dormir una siesta reparadora. Pese al apuro madre e hija abrieron la caja de galletitas, y a las 18:05 entraron al Cine Teatro «Andaluz», único cinematógrafo del pueblo y administrado por la Sociedad Española de Socorros Mutuos. En el vestíbulo decorado con mosaicos típicos, Mabel observó los carteles de la película anunciada y notó que las modas eran de por lo menos tres años atrás, comprobó decepcionada que las películas norteamericanas tardaban en llegar a Vallejos. Se trataba de una comedia lujosa, ambientada en escenarios que le encantaron: amplios salones con escalinatas de mármol negro y barrotes cromados, sillones de raso blanco, cortinados blancos de satén, alfombras de largo pelaje blanco, mesas y sillas con patas cromadas, por donde se desplaza una hermosa rubia neoyorquina, dactilógrafa, que seduce a su apuesto patrón y mediante trampas lo obliga a divorciarse de su distinguida esposa. Al final lo pierde pero encuentra a un viejo banquero que la pide en matrimonio y la lleva a París. En la última escena se ve a la dactilógrafa frente a su mansión parisiense bajando de un suntuoso automóvil blanco, con un perro danés blanco y envuelta en boa de livianas plumas blancas, no sin antes cambiar una mirada de complicidad con el chófer, un apuesto joven vestido con botas y uniforme negros. Mabel pensó en la intimidad de la rica exdactilógrafa con el chófer, en la posibilidad de que el chófer estuviera muy resfriado y decidieran amarse con pasión pero sin besos; el esfuerzo sobrehumano de no besarse, pueden acariciarse pero no besarse, abrazados toda la noche sin poder quitarse la idea de la cabeza, las ganas de besarse, la promesa de no besarse para impedir el contagio, noche a noche el mismo tormento y noche a noche cuando la pasión los arrebata sus figuras en la oscuridad resplandecen cromadas, el corazón cromado se agrieta y brota la sangre roja, se desborda y tiñe el raso blanco, el satén blanco, las plumas blancas: es cuando el metal cromado no contiene más la sangre impetuosa que las bocas se acercan y todas las noches se regalan el beso prohibido. A las 19:57 Mabel y su madre llegaron de vuelta a casa. A las 20:35 entraron el padre y Cecil, satisfechos por haber dejado todo organizado para el remate de la mañana siguiente, último de la feria otoñal. Cecil dio un beso en la mejilla a Mabel. Tomaron vermouth como aperitivo. A las 21:00 se sentaron a la mesa. Comieron sardinas con papas y mayonesa y luego carne a la portuguesa, quesos y helado. Hablaron principalmente el padre y Cecil, comentando las ventas de la mañana, y las posibilidades del día siguiente, tratando de adelantar un balance general de la semana. Al llegar el momento del café y el cognac se dirigían a los sillones de la sala cuando el padre sacó a colación su duda sobre un precio de toro Hererford y arrastró a Cecil al escritorio. Mabel les alcanzó los pocillos y las copas. Ella y su madre se sentaron en la sala y comentaron la película. A las 22:30 Mabel y Cecil quedaron solos en la sala, sentados en el mismo diván. Cecil la besó tiernamente repetidas veces y le acarició la nuca. Habló de lo muy cansado que estaba, del descanso que le esperaba en la estancia al término de la feria, de los libros de historia recién recibidos de Inglaterra que iba a leer: su lectura favorita era todo lo relacionado con la historia de Inglaterra. Se retiró a las 23:05 después de haber tomado tres copas de cognac sentado junto a Mabel, que se sumaban a las dos que había tomado en el escritorio, a los dos aperitivos de vermouth y a las tres copas de vino tinto vaciadas durante la comida. Mabel exhaló un suspiro de alivio y miró si la puerta del dormitorio de sus padres estaba abierta. Estaba cerrada. Llevó la botella de cognac a su cuarto y la escondió debajo de la almohada. Volvió al comedor, abrió el aparador y sacó dos copas para cognac, que se unieron a la botella escondida. Fue al baño y rehizo su maquillaje. Se perfumó con la loción francesa que más atesoraba. Se puso el púdico camisón de batista con manga corta, buscó dos revistas, entreabrió la ventana, reacomodó botella y copas y se acostó. A las 23:37 estaba cómodamente instalada y en condiciones de iniciar la lectura de las revistas Mundo femenino y París elegante. Empezó por esta última. Pasó rápidamente las páginas correspondientes a modelos para deportes y para calle, seguía pensando en Cecil, cada vez le parecían más largos los minutos pasados en su compañía, estaba alarmada. Páginas más adelante aparecían los modelos para cocktail. Mabel los observó pero tampoco logró interesarse. A continuación un pequeño artículo le llamó la atención: el lenguaje del perfume. La especialista francesa recomendaba para la mañana frescas lavandas que habrían de avivar el interés del hombre por la mujer, para la tarde temprano —en recorridas por museos y algún alto para el té— fragancias más dulces, creadoras del sortilegio que se habría de acrecentar a la hora del cocktail —seguido de cena a la luz de candelabros en un club nocturno— ya entonces bajo el imperio de otro extracto, pleno de almizcle, todo el aroma de un balcón cargado de jazmines al que se asomaba la mujer fatal de ayer —buscando escapar a luces e intrigas de salones mundanos— o sea el aroma condensado hoy en una gota de extracto «Empire nocturne» para la mujer moderna. A esa página seguían colecciones de pieles y atavíos de gala. Mabel se detuvo en un vestido largo hasta los pies, negro, con amplia falda bordeada de zorro plateado. Recordó que Cecil quería organizar en el futuro recepciones de etiqueta en su estancia. La culminación de esas páginas estaba constituida por un artículo sobre la armonización de pieles y joyas. Se recomendaban aguamarinas o amatistas para el visón claro, para la chinchilla únicamente diamantes, y para el visón marrón oscuro anillos y aros —preferiblemente cortados en gran rectángulo— de esmeraldas. Mabel leyó dos veces el artículo. Decidió sacar el tema de las joyas un día delante de Cecil. Pensó en que Cecil no tenía hermana mujer y que la madre algún día moriría en la casa de North Cumberland, Inglaterra. Miró el reloj despertador, marcaba las 23:52. Apagó la luz, se levantó, abrió la ventana y miró en dirección a la higuera. El patio estaba sumido en una oscuridad casi total.

El ya mencionado día jueves 23 de abril de 1937, Francisco Catalino Páez, conocido también como Pancho, se despertó a las 5:30 de la mañana como era su costumbre, aunque todavía no hubiese aclarado el día. No poseía reloj despertador. Había luna nueva y el cielo estaba negro, al fondo del terreno en que se levantaba el rancho estaba la bomba hidráulica. Se mojó la cara y el pelo, se enjuagó la boca. Dormía sin camiseta porque le molestaba, el aire afuera estaba frío y entró al cuarto a ponerse el mameluco. En una cama grande dormían sus dos hermanas, arrinconado en el catre de lona dormía su hermano. La cama de Pancho tenía un elástico a resorte y colchón de estopa. El piso era de tierra, las paredes de adobe, el techo de chapas. En el otro cuarto que completaba la casa dormían sus padres con el hijo menor, de siete años. Pancho era el mayor de los varones. La cocina estaba en construcción. Pancho la había empezado con materiales para edificación moderna, de segunda mano. Encendió el carbón del brasero y preparó mate cocido con leche. Buscó pan, no lo encontró. Despertó a la madre; al fondo de una bolsa cargada de zapallos había dos galletas escondidas para Pancho. Las galletas eran blancas, de harina y grasa, los dientes de Pancho eran cuadrados y grandes, pero manchados, oscurecidos por el agua salada de la bomba. Pensó que Juan Carlos estaría recién en el primer sueño y podría seguir durmiendo hasta mediodía, pero no estaba sano y él sí. Pensó en la maestra que debía levantarse a las 7:00 sin haber dormido, Juan Carlos decía que era la más linda del pueblo, sobre todo en malla. Pero era morocha. La otra, sin embargo, era rubia, y blanca. La madre le preguntó si las galletas no habían tomado olor a humedad. Pancho dijo que no y le miró la piel oscura de india, el pelo color tierra, lacio, rebelde, veteado de canas. Pancho desde el alambrado del club había visto a Mabel en malla, pero era morocha. Las piernas de la otra eran blancas, iba a la tienda sin medias. Pancho pasó un peine grueso por su maraña de pelo negro rizado, el peine se atascaba. Su madre le dijo que tenía el pelo tupido como ella, como los criollos, y enrulado como su padre valenciano. Pero los ojos negros no podían ser heredados de los antepasados indios sino de los moros que habían ocupado Valencia siglos atrás. La madre le pidió que contrajera los músculos del brazo y se los tocó, su hijo no era muy alto pero sí fuerte, la madre pensó sin saber por qué en los cachorros de oso de un circo que había pasado por Vallejos y le alcanzó otra taza de mate cocido con leche. Pancho pensó que Nené descansaba toda la noche, que su habitación estaba pegada a la de los padres y nadie podía entrar sin ser notado. Pancho pensó en las muchachas del bar-almacén La Criolla, detrás de la bomba hidráulica la cerca de estacas que separaba su terreno del vecino se veía desvencijada, negra de musgo. Pancho sin saber por qué buscó otra cosa que mirar, por el este salía el sol, había nubes rojas en lo alto, otras rosadas y otras amarillas más cerca del sol, y por detrás el cielo amarillo, más arriba rosado, más arriba rojo y el rancho cubría el horizonte opuesto, que todavía estaba negro, después azul, y cuando Pancho salió rumbo a la construcción de la Comisaría nueva un horizonte estaba celeste como el otro. Algunas vecinas de los rancheríos ya estaban levantadas, barrían los patios, tomaban mate. La otra no tenía el pelo duro brotándole de la media frente: su pelo era suave, rubio y de sorprendentes bucles naturales; no tenía vello en las mejillas, sobre el labio superior, en la barbilla: su piel era blanca y lustrosa; no tenía el entrecejo unido de lechuza y el blanco del ojo amarillento: las cejas eran apenas dos hilos curvos, los ojos claros ¿celestes? y la nariz un poco aguileña pero la boca rosada; no era de baja estatura, retacona, gruesa: era alta como él, la cintura casi cabría entera en sus manos grandes de albañil, la cintura se ensanchaba hacia arriba y brotaba el busto blanco, hacia abajo la cintura se ensanchaba en caderas ¿y el pubis de las mujeres rubias acaso no tenía vello? En La Criolla había una rubia teñida pero su pubis era oscuro: Pancho sin saber por qué se imaginó a Nené dormida con las piernas entreabiertas, sin vello en el pubis, como una niñita, y a la tienda en verano iba sin medias; Nené no usaba alpargatas: sus pies estaban calzados en zapatos de taco alto; no transpiraba: no tenía que fregar como las sirvientas; Nené no era una india bruta: hablaba como una artista de la radio y al final de las palabras debidas no olvidaba de pronunciar las eses. A las 6:45 Pancho entró en la construcción. El capataz lo mandó a descargar junto con otros dos albañiles un camión colmado de ladrillos y acarrearlos hasta el patio para levantar las dependencias del personal subalterno. A las 8:07 el capataz le ordenó cavar un pozo en forma de ele junto al tapial del fondo. Pancho debió forzar la pala, los compañeros se rieron y le dijeron que le había tocado un pedazo de terreno de tosca, la tierra más dura de la pampa. Las piernas blancas de Nené, los muslos oscuros de las muchachas de La Criolla, el pubis negro de Mabel, el trasero oscuro de la Rabadilla, Nené, la Rabadilla, el pubis sin vello y blanco de Nené, el polvo de tosca se le adhería a las fosas nasales, le bajaba hasta la garganta. A las 11:45 el capataz golpeó un palo contra la sartén vieja en señal de descanso. Pancho se lavó la cara bajo la canilla y luchó con el peine contra su pelambre. Antes de ir a la casa dio un rodeo de dos cuadras para pasar por la vereda del doctor Aschero. Rabadilla no se veía por ninguna parte. Pancho caminó once cuadras hasta su casa. Su hermana mayor le sirvió papas, zapallo y trozos de carne en caldo de puchero como todo almuerzo. Pancho le preguntó cómo estaba su reumatismo, que cuando pudiera volver a trabajar debía avisarle, él hablaría al constructor, al dueño del horno de ladrillos y a Juan Carlos ofreciéndola como sirvienta. A las 13:25 Pancho volvió a la construcción. El capataz no miró el reloj y lo mandó antes de hora a seguir con el pozo. Pancho no tenía reloj y obedeció, estaba seguro de que no era la hora de empezar pero tomó la pala y la clavó en la tosca. Pensó que el capataz había hablado bien de él delante del constructor y del comisario de policía. A las 14:35 el capataz lo relevó y lo mandó a la Comisaría vieja a buscar una de las rejas para calabozo recién llegadas de Buenos Aires y guardadas en el despacho del subcomisario. Pancho tomó coraje y le habló a este último de su aspiración a entrar en la policía como suboficial. El funcionario le contestó que necesitaban muchachos forzudos como él, pero que debía contar con unos ahorros para el curso de seis meses en la capital de la provincia. Pancho preguntó si había que pagar por el curso. El funcionario le aclaró que el curso era gratis y recibiría comida y techo durante los seis meses sin sueldo, pero la comisaría de Vallejos podía mandar aspirantes si de la capital se lo permitían, todo dependía de la capital. Pancho cargó la reja fingiendo no hacer esfuerzo. Temiendo que el subcomisario saliera a la vereda y lo mirase cubrió la distancia de dos cuadras sin detenerse a descansar. A las 16:32 recibió con alegría la visita de su amigo Juan Carlos. A las 16:45 el capataz dio otro golpe en la sartén. Pancho miró la cara de Juan Carlos, buscando signos de enfermedad y signos de recuperación. Sentados en la fonda Pancho le dijo que tuviera cuidado con ser descubierto en casa ajena ¿por qué no se conformaba con Nené? Juan Carlos le dijo que ni bien consiguiera lo que ambicionaba, se acabaría Nené, y pidió a Pancho que jurara no contarlo a nadie: Mabel le había prometido convencer al inglés para que lo tomara como administrador de las dos estancias. Juan Carlos añadió que un dueño solo no puede estar en dos estancias a la vez, y el administrador es como si fuera dueño de una de las dos. Pancho le preguntó si seguiría con Nené en caso de conseguir ese trabajo. Juan Carlos contestó que esa pregunta la hacía porque no sabía nada de mujeres. Pancho quería aprender pero fingió burlarse. Juan Carlos dijo que Nené era igual a todas, si la trataban bien se envalentonaba, si la trataban mal marchaba derecha. Lo importante era que Mabel sintiera celos y no se olvidara del favor que debía hacerle. A las 18:23 Pancho se lavó en el rancho debajo del chorro de agua fría de la bomba. A las 19:05 su madre y su hermana mayor entraron a paso lento y dificultoso. Su hermana había sentido la cintura muy dolorida esa tarde y ambas habían ido hasta el hospital a pedir algún remedio. El médico les había repetido que era un reumatismo proveniente de los cinco años trabajando como lavandera, con los brazos sumergidos en el agua fría, que podía volver a trabajar pero no como lavandera, y que se mojara lo menos posible. A las 20:05 ya estaba caliente el puchero del mediodía y comieron todos juntos. Pancho no habló casi y a las 20:30 salió caminando despacio rumbo al centro del pueblo. En el bar de la fonda estarían sus compañeros de la construcción. Pensó en la inconveniencia de que funcionarios de la policía lo vieran en la fonda. Pensó en la conveniencia de que lo vieran paseando con Juan Carlos, empleado de la Intendencia. De la quinta del pollero italiano salía una muchacha cargando dos pollos pelados. Era Rabadilla. Caminó más rápido y la alcanzó disimuladamente. Caminaban casi a la par. Pancho dijo respetuosamente buenas noches. Rabadilla contestó lo mismo. Pancho le preguntó cuánto cobraba los pollos el italiano. Rabadilla contestó en voz baja y agregó que debía caminar más rápido pues la esperaba su patrona. Pancho le pidió si le permitía acompañarla hasta la esquina del Colegio de Hermanas. Rabadilla dijo entrecortada que sí y después que no. Pancho la acompañó y se enteró de que el domingo a la tarde Rabadilla iría a las romerías al aire libre que se realizarían en el Prado Gallego, celebrando el cierre de la temporada. Cumpliendo la orden de su amigo, Pancho le aconsejó cambiar de patrones, ir a casa de Sáenz. Raba contestó que no estaría bien abandonar a su patrona. En la esquina del Colegio de Hermanas, Pancho pensó en la posibilidad de caminar los tres kilómetros de yuyos hasta el bar-almacén La Criolla. Quería ver a sus amigas de allá, cerrar los ojos y pensar en otra. Pero era mucha la distancia para ir solo, con Juan Carlos sí se hubiese animado. No era el dinero lo que le faltaba, como había mentido a su amigo. Recogió del suelo una rama podada de eucaliptus, era flexible, tomándola por los dos extremos Pancho la arqueó levemente, la fibra cedía, Pancho aumentó la presión, la fibra cedía pero empezaba a crujir. La rama no era áspera como los ladrillos, era suave; además no era pesada como la reja del subcomisario, era liviana; la rama había perdido la corteza marrón y su lisa superficie lucía verde clara. Pancho aumentó la presión de sus brazos, la fibra crujía, Pancho aflojó levemente el arco y después volvió a presionar con decisión, la fibra crujió una vez más y se partió. A las 21:47 Pancho volvió a su casa. En la habitación de su madre todos agrupados escuchaban por radio a un cantor de tangos. Pancho tenía sueño y no se unió a la familia. Se acostó, pensó en que su hermana difícilmente conseguiría empleo como sirvienta si no podía poner las manos en el agua para lavar ropa o platos y en la capital de la provincia seis meses sin sueldo serían largos. Miró el catre de su hermano, sin colchón. Pensó que su cama en cambio tenía elástico a resorte y colchón de estopa; le había costado más de un mes de sueldo, por capricho no había querido comprar una cama de segunda mano. Se arrepintió de haber gastado tanto, pero su hermano dormía en un catre y él no. Pocos minutos después se quedó dormido.

El ya mencionado jueves 23 de abril de 1937 Antonia Josefa Ramírez, también llamada por algunos Rabadilla, y por otros Raba, se despertó con el piar de los pájaros anidados en el algarrobo del patio. Lo primero que vio fue el cúmulo de objetos arrumbados en su cuarto: botellas de lavandina, damajuanas de vino, latas de aceite, una barrica de vino oporto, ristras de ajo colgando de la pared, bolsas de papas, de cebollas, latas de kerosene y panes de jabón. Su dormitorio también servía de despensa. En vez de cuarto de baño contaba con una antigua letrina de campo y con la pileta del lavadero, al fondo del patio. A las 6:35 allí se lavó la cara, el cuello y las axilas. Después se aplicó el líquido antisudoral rojizo que le había comprado la patrona. Antes de ponerse el delantal gris de manga larga aleteó como un pájaro para que se le secaran debajo de los brazos las gotas rojas: la patrona le había dicho que de lo contrario se le quemaría la ropa. Encendió la cocina a leña y tomó una taza de café con leche con pan y manteca. Lavó camisetas, calzoncillos y camisas del patrón hasta las 7:45. Despertó a la patrona y preparó el desayuno para el matrimonio Aschero e hijos. Puso la mesa en el comedor diario anexado a la cocina. Preparó tostadas. Lavó los platos del desayuno. Barrió y sacudió el polvo del consultorio, de la sala de espera, del dormitorio de los niños, del dormitorio grande, de la sala de estar, del comedor y finalmente barrió la vereda. Fue interrumpida dos veces por la patrona: debió ir a la carnicería a retirar el pedido hecho por teléfono y al almacén a buscar queso de rallar. Uno de los niños derramó un vaso de leche en la sala de recibo y la patrona sugirió aprovechar la oportunidad para baldear el piso de mosaicos y darle una rápida mano de cera. A las 11:30 la patrona la interrumpió nuevamente pidiéndole que tendiera la mesa para el almuerzo mientras se bañaba. A las 12:00 se sentaron a la mesa la patrona y sus dos hijos, un varón y una niña. A las 12:30 salieron los tres rumbo a la escuela donde la patrona ejercía como maestra y los niños cursaban grados. Mientras tanto Raba limpió el baño, equipado con todas las comodidades modernas. A las 13:10 el patrón llegó del hospital y Raba le sirvió la comida preparada por la patrona. El patrón le miró las piernas y como de costumbre Raba evitó acercársele. A las 13:45 Raba se sentó a la mesa y comió las abundantes sobras del almuerzo. A las 15:06 terminó de lavar los platos y limpiar la cocina. Las tareas a realizar cuando el patrón estaba en casa eran las más pesadas, porque no podía acompañarse cantando, mientras que a la mañana entonaba diversas melodías, en general tangos, milongas y tangos-canción escuchados en las películas de su actriz-cantante favorita. Se refrescó con agua de la pileta del fondo y se acostó a descansar. Pensó en los consejos de la patrona. Según ésta las sirvientas no debían dejarse acompañar por la calle ni bailar más de una pieza en las romerías populares con muchachos de otra clase social. Debían descartar ante todo a los estudiantes, a los empleados de banco, a los viajantes, a los propietarios de comercio y a los empleados de tienda. Se sabía que la costumbre de ellos era noviar con chicas de familia —«haciéndose los santitos, Raba»—, para después en la oscuridad tratar de seducir a las sirvientas, las más vulnerables a causa de su ignorancia. La señora Aschero olvidó incluir en la lista a los hombres casados. Le recomendaba en cambio a cualquier muchacho bueno trabajador, palabras con las que designaba a los obreros de toda índole. Raba pensó en la película argentina que había visto el viernes anterior, con su actriz-cantante favorita, la historia de una sirvienta de pensión que se enamora de un pensionista estudiante de abogacía. ¿Cómo había logrado que él se enamorase de ella?, la muchacha había sufrido mucho para conseguirlo y Raba se dio cuenta de algo muy importante: la muchacha nunca se había propuesto enamorarlo, él había empezado a quererla porque la veía buena y sacrificada, al extremo de pasar por madre del bebé de otra chica soltera, hija de la dueña de la pensión. Más tarde el estudiante se recibía de abogado y la defendía ante la justicia, pues la muchacha quería quedarse con el bebé ajeno, ya encariñada como madre, pero al final todo se arreglaba. Raba decidió que si alguien de otra clase social, superior, un día le proponía matrimonio ella no iba a ser tonta y rechazarlo, pero tampoco sería ella quien lo provocase. Además había muchos muchachos buenos y trabajadores que le gustaban: Minguito el repartidor de pan, Aurelio el paisano, Pancho el albañil, Chiche el diariero. Pero al día siguiente tal vez no podría ir a la acostumbrada función de cine en Viernes Populares, porque los patrones tenían invitados a cenar. Raba sin saber por qué tomó una alpargata del suelo y la arrojó con fuerza contra una estantería. Una botella de lavandina cayó y se rompió. Raba recogió los pedazos, secó el piso y volvió a la cama. A las 16:00 se levantó y puso la mesa para la merienda de la patrona y los niños. Llamó a la señora de edad que ayudaba como enfermera al patrón y le ofreció la taza de té habitual. A las 17:28 terminó de lavar los platos de la merienda y cruzó a la rienda «Al Barato Argentino» para retirar los repasadores encargados por la patrona. Nené le preguntó cómo la trataba la enfermera nueva, habían cambiado ya tres desde su partida. Raba pensó en su viejo banco de escuela, se sentaba en la cuarta fila con la actual sirvienta del Intendente Municipal, en la segunda fila Nené con Kela Rodríguez, en la primera fila Mabel Sáenz y Celina Etchepare. Mabel y Kela ya se estaban por casar. ¿El hermano de Celina se casaría con Nené a pesar del enredo con Aschero? Antes Nené le daba los vestidos viejos. ¿Cuántas personas en Vallejos sabían lo ocurrido? Raba pensó en pedirle a Nené alguna otra prenda vieja. Nené le había dado tantas cosas usadas bonitas ¿y como pago acaso ella se había portado bien? Pero Celina le había prometido recomendarla a la madre de Mabel para que la tomara como mucama, ya tenían cocinera y trabajaría menos, y no estaría el doctor Aschero mirándole las piernas. Sonaba la campana del recreo y corrían Mabel, Celina y Nené a saltar con la cuerda, una, dos, tres, cuatro, cien saltos hasta el otro toque de la campana: Nené le hizo el paquete de repasadores y la miró pero no hablaron como antes. Sí, Nené la había recomendado en casa de Aschero, la habían tomado como sirvienta gracias a la enfermera, gracias a Nené, gracias a su compañera de escuela ¿también varias prendas usadas de regalo? un pulóver, un vestido, un tapado, zapatos, cuando Nené trabajaba con el doctor Aschero. Raba salió de la tienda sin pedirle ropa vieja a la empaquetadora. A las 17:50 empezó a planchar las camisas lavadas esa mañana. A las 19:53 puso la mesa para la cena preparada por la patrona. A las 20:21 fue a la quinta del pollero a retirar los pollos que le mandaban de regalo al patrón. A las 20:40 Pancho el albañil se le acercó y le habló. Raba trató de ocultar su entusiasmo. Pancho tenía una camisa de mangas cortas de donde salían dos brazos musculosos cubiertos de espeso vello, el cuello de la camisa estaba abierto y se entreveía el pecho cubierto del mismo vello. Raba sin saber por qué pensó en un gorila temible, con las cejas tupidas pero bien delineadas, las pestañas arqueadas y el bigote cubriendo en parte la boca grande. La patrona no se enojaría al verla bailar con él en las romerías, Raba caminaba al lado del albañil, se retocaba el peinado de tanto en tanto, el pelo le nacía a Raba de la media frente, lacio, tupido y color tierra. A las 20:52 pasó sola por el Cine Teatro «Andaluz», se anunciaba para el día siguiente en Viernes Populares una película argentina cómica. A pesar de que no dieran una película con su actriz-cantante favorita, lo mismo asistiría a la función con la sirvienta del Intendente Municipal, como todos los viernes, cinco centavos las damas y diez los caballeros, ¿pero y si los invitados a cenar se retrasaban y ella no podía ir al cine? ya no le importaba casi ¿y la salida del domingo? en las romerías estaría Pancho quien ya le había manifestado su deseo de bailar alguna pieza con ella. Raba pensó sin saber por qué en los pájaros del algarrobo del patio, ya estarían acurrucados en sus nidos, bien abrigados uno contra otro. Sintió deseos de estar ya en su cama bien abrigada: una noche de frío había entrado la patrona a su cuarto, a buscar vino oporto de la barrica para convidar a amigos del marido, y al ver a Raba acostada la patrona le había preguntado si necesitaba otra frazada. Raba sintió deseos de estar en su cama bien abrigada, si entraba la patrona a su cuarto le contaría el encuentro con Pancho. A las 21:20 se sentó a comer las sobras de la cena. A las 22:15 terminó de lavar los platos y la cocina. Raba pensó en que el día había sido liviano, sin cortinados que lavar o pisos de madera que rasquetear. A las 22:25 su patrón le pidió que le fuera a comprar un atado de cigarrillos al bar. A las 23:02 se acostó y pensó que si se casaba con Pancho se conformaría con vivir en una casa de una pieza con techo de chapas, pero se opondría a que en el dormitorio guardaran objetos indebidos: le exigiría a Pancho que construyera por lo menos un alero para guardar botellas de lavandina, damajuanas, barricas, bolsas de papas, ristras de ajo y latas de kerosene. De repente recordó que Pancho era amigo del hermano de Celina, y el hermano de Celina noviaba con Nené. Pensó que se había portado mal con Nené, no había cumplido su promesa. Raba juntó las manos y pidió perdón a Dios. Recordó las palabras de Nené: «si me haces una mala pasada Dios te va a castigar».