XIV
Mi juventud comenzó en Zadrakarta a los dieciséis años. Antes, había pasado de la infancia a un estado intermedio en el que la juventud sólo le estaba permitida a mi cuerpo. Ahora se me devolvía durante siete años. Aquellos largos viajes dejaron en mí cierto sabor. Hay lugares que tengo grabados en la memoria y largos meses en los que el rostro de la tierra pasa nadando junto a mí como hacen los barcos cuando uno se sienta a la orilla del Nilo. Desfiladeros montañosos, grandes extensiones nevadas, bosques primaverales, negros lagos en páramos de altiplanicie, llanos guijarrosos o cubiertos de reseca hierba, rocas desgastadas con formas parecidas a las de los dragones, valles celestiales llenos de frutales en flor, montes sin fin alanceando el cielo, blancos y mortales; laderas de montañas con flores desconocidas y lluvia; lluvia cayendo como si los cielos se estuvieran disolviendo, convirtiendo la tierra en barro, los ríos en torrentes, las armas en herrumbre y los hombres en niños desvalidos. Y las candentes dunas un día tras otro junto al resplandeciente mar.
Así nos alejamos de Zadrakarta en dirección este cuanto tenía yo dieciséis años y estaba locamente enamorado. Bordeamos las montañas que se extendían desde Hircania y nos adentramos en una vasta tierra vacía. Y, sin embargo, vivíamos en una ciudad ambulante. La caravana del rey era ahora impresionante. Había bajado de Grecia dejando a un regente al cuidado de su reino, libre como un pájaro, un simple general con categoría de rey. Después cayeron las grandes ciudades y murió Darío. Ahora era el Gran Rey de su propio imperio y viajaba con todo lo suyo.
Nos encontrábamos en una tierra sin ciudades, como la antigua Persia antes de Ciro. Muy lejos había fortalezas como el hogar de mi infancia; más grandes porque en ellas habían vivido reyes, pero no distintas: una casa fortificada en un despeñadero y una aldea tribal arracimada a su alrededor. Habían pasado de los reyes a los jefes y sátrapas, pero, a pesar de ser antiguas y toscas, seguían llamándose casas reales. Por lo demás, había pastores nómadas en busca de pastos o bien aldeas con agua todo el año. Legua tras legua, nuestro campamento era la única ciudad.
El campamento estaba integrado por el ejército y por el segundo ejército que lo servía, formado por los armeros, ingenieros, carpinteros, constructores de tiendas, vivanderos, curtidores y mozos de cuadra, las mujeres y los niños de todos ellos y los esclavos. Ahora había también unos veinte escribanos. Y éstos eran los ejércitos que vivían de la paga de Alejandro. Nos seguía un tercer ejército de carácter comercial: tratantes de caballos, vendedores de tela, joyeros, actores, músicos, prestidigitadores, alcahuetes y rufianes, prostitutos de ambos sexos o de ninguno. Porque hasta los soldados eran ricos; en cuanto a los grandes generales, vivían como pequeños reyes.
Poseían su propia corte, que los seguía en caravanas, con coperos y criados. Sus cortesanas vivían tan bien como las mujeres de Darío. Después de los ejercicios los masajistas los frotaban con aceite y mirra. Alejandro se burlaba de ellos amistosamente. Yo no soportaba que lo superaran en ostentación y orgullo. Sabía lo que pensarían los persas.
Pero él no disponía de tiempo para exhibiciones y, con frecuencia, ni siquiera para mí. Al final de cada marcha le esperaba un día de trabajo: mensajeros y batidores, ingenieros y peticionarios, y soldados que le exponían sus preocupaciones. Después de todo ello, el lecho sólo lo quería para dormir.
Darío, cuando advertía que el deseo le abandonaba, se sentía como engañado por la naturaleza y mandaba llamar a alguien como yo que pudiera arreglar las cosas. Alejandro, con los ojos puestos en el mañana, pensaba que la naturaleza exigía un buen descanso nocturno.
Hay cosas que no se le pueden explicar a un hombre entero. Para la gente como yo la sexualidad es un placer pero no una necesidad. Me gustaba su cuerpo para estar a su lado, como un perro o un niño. Había vida en su calor y en su dulzura. Pero yo jamás le decía: «Déjame entrar, no te molestaré». No seas nunca importuno, nunca, nunca. Había otras cosas para las que me necesitaba cada día; las noches de recompensa vendrían a su debido tiempo.
En el transcurso de una de ellas me dijo:
—¿Te enojaste porque quemé Persépolis?
—No, mi señor. Jamás había estado allí. Pero ¿por qué quemarla?
—La quemamos porque el dios nos lo inspiró —a la luz de la lámpara su rostro se me antojó como el de un cantor extasiado—. Cortinas de fuego, colgaduras de fuego, mesas con grandes banquetes de fuego. Y los techos eran todos de madera de cedro. Cuando hubimos terminado de arrojar las antorchas y el calor nos obligó a salir al exterior, todo se elevaba al negro cielo como un torrente, una gran lluvia de fuego cayendo hacia arriba y despidiendo destellos, rugiendo y ardiendo hacia el cielo. Y yo pensé: no me extraña que lo adoren. ¿Acaso existe en la tierra algo más divino?
Le gustaba que le hablaran después del amor; seguía habiendo en él algo que consideraba el deseo como una debilidad. En tales momentos yo solía hablarle de cosas serias; la risa y los juegos eran para antes.
Una vez él me dijo:
—Estamos tendidos juntos y tú sigues llamándome «mi señor». ¿Por qué lo haces?
—Eso eres, en mi corazón y en todo.
—Guárdatelo en el corazón, querido mío, ante los macedonios. He visto algunas caras.
—Tú siempre serás mi señor, aunque te llame de otro modo. ¿Cómo debo llamarte?
—Alejandro, naturalmente. Cualquier soldado macedonio me puede llamar así.
—Iskander —dije.
Mi acento griego todavía no era muy bueno.
Él se rió y me dijo que lo intentara de nuevo.
—Así está mejor. Cuando te oyen llamarme «señor», piensan de mí: «Se está elevando a la categoría de Gran Rey».
Al final me daba una oportunidad.
—Pero, mi señor, mi señor Iskander, tú eres el Gran Rey de Persia. Conozco a mi gente; no son como los macedonios. Sé que los griegos dicen que los dioses envidian a los grandes hombres, que castigan a los sober…
Había estado estudiando intensamente los libros, pero se me escapó la palabra.
—Soberbios —dijo él—. Y ya me están vigilando a este respecto.
—Pero no los persas, mi señor. En un gran hombre buscan grandeza. Si él se abarata, le retiran el respeto.
—¿Abaratarse? —preguntó él desde lo más profundo de su pecho.
Ya era tarde para retractarme.
—Mi señor, honramos la valentía y la victoria. Pero el rey… debe ser algo aparte; los grandes sátrapas deben acercársele como si fuera un dios. Efectúan ante él la postración que sólo efectúan ante ellos los campesinos.
Alejandro guardó silencio. Yo esperé lleno de temor. Al final dijo:
—El hermano de Darío deseaba decírmelo. Pero no se atrevió.
—¿Ahora mi señor está enojado?
—Jamás por un consejo ofrecido por amor —me atrajo hacia sí para demostrármelo—. Pero recuérdalo: Darío perdió y te diré por qué. A los sátrapas se les puede gobernar de esta forma, pero a los soldados jamás. No quieren seguir a una imagen real a la que tengan que acercarse arrastrándose sobre el vientre. Quieren saber que les recuerdas en alguna acción de hace un año y que sabes que tiene un hermano en el ejército; quieren que se les dedique una palabra si éste muere. Si cae la nieve sobre ellos, quieren que caiga también sobre su general. Y si las provisiones escasean, o el agua, y tú encabezas la columna, quieren saber que lo haces por decisión del ejército; entonces te seguirán. Y quieren reírse. Supe que se reían en las atalayas de mi padre, cuando tenía seis años. Me convirtieron en Gran Rey de Persia, recuérdalo… No, no estoy enojado; has hablado justamente. Mira, por mis venas corre sangre tanto de los griegos como de los troyanos —yo no sabía nada de ello, pero le besé respetuosamente en el hombro—. No importa. Di que me gusta tu gente o busca en ellos algo de mí mismo. ¿Por qué decir tuyo o mío? Todos debieran ser nuestros. Ciro no descansó hasta haberlo conseguido. Ahora ha llegado el momento de lograr otra cosa. El dios no nos guía por este camino porque sí.
—He hablado demasiado —dije—. Ahora ya has vuelto a desvelarte.
La última vez que se lo había dicho él había replicado: «¿Y por qué no?». Esta noche me dijo: «Sí», y siguió pensando. Me dormí al lado de sus ojos abiertos.
Nos estábamos acercando a Bactria atravesando enormes y ásperas altiplanicies con huellas de otoño, cortadas por los duros vientos de las montañas heladas. Me compré una chaqueta de tela escarlata forrada de piel de marta, porque en las Puertas Caspias había perdido la piel de lince. Los seguidores del campamento y los soldados consiguieron abrigarse un poco más utilizando pieles de oveja y cabra; los oficiales llevaban mantos de buena lana, pero los que realmente iban abrigados eran los persas, que llevaban mangas y calzones. A veces los macedonios me dirigían una mirada de envidia, pero hubieran preferido morir antes que utilizar el atuendo de los derrotados, los delicados y asquerosos medos. Antes se hubieran comido a sus madres.
Empezaron a caer las primeras lluvias; el terreno mojado dificultaba la marcha y los ríos se desbordaban; avanzábamos ahora tan dificultosamente como la caravana de Darío. Comprendí la diferencia cuando llegó la noticia de que el sátrapa de Areya, Satibarzanes, se había rebelado a nuestras espaldas. Se había entregado libremente en Zadrakarta. Alejandro le había tendido la mano derecha, lo había invitado a cenar, había confirmado su satrapía y le había otorgado una guardia de cuarenta macedonios para ayudarle a defender la plaza fuerte. Los asesinó a todos una vez Alejandro se hubo marchado y estaba incitando a sus compañeros de tribu a luchar por Bessos.
Sonó una trompeta sobre la gran horda que avanzaba. Los caballos relincharon y patalearon; las órdenes se ladraron al cortante viento; en menos tiempo de que pudiera pensarse la caballería formó en columna. Alejandro montó su caballo de guerra y todos se adentraron en la tempestad mientras la tierra se estremecía a sus pies. Fue como si un lento gigante hubiera abierto su manto y arrojado un venablo.
Nosotros acampamos y esperamos entre todos los vientos del cielo; los hombres y las mujeres arañaban el llano en busca de leña. Yo proseguí las lecciones de griego con Filóstratos, un grave y joven efesio que no se desanimó ante mí. (A él le debo que el rey Tolomeo me permita utilizar su biblioteca, y he leído todos los autores griegos dignos de mención a pesar de que hasta ahora no me ha sido posible descifrar el más simple escrito en mi lengua natal).
Los escribanos conservaban los archivos y así fue cómo me enteré de la noticia. La tribu huyó ante la simple mención del nombre de Alejandro y el sátrapa se refugió junto a Bessos. Alejandro lo había condenado a muerte porque no podía tolerar la traición. A pesar de ello, el nuevo sátrapa que había nombrado para Areya era otro persa. Regresó bajo una tormenta de nieve y se dispuso a afrontar el trabajo acumulado.
Las tropas que regresaban buscaban ansiosamente a las mujeres o cualquier cosa que se les pudiera antojar. Yo prefería no ser llamado. Cuando su fuerza se desbordaba en la guerra, Alejandro se quedaba sin nada y, además, se le había acumulado el trabajo de medio mes. Lo despachó en cinco días. Después invitó a algunos amigos y estuvieron bebiendo toda la noche. Empezó a hablar y volvió a relatar toda la guerra. Después durmió todo el día y la noche siguiente.
No fue a causa del vino, aunque había bebido mucho; hubiera podido serenarse en la mitad del tiempo. El vino lo utilizaba para que sus pensamientos se detuvieran cuando olvidaba descansar. Aunque estaba embriagado consiguió tomar un baño, cosa que le agradaba mucho a la hora de acostarse. No me puso la mano encima ni una sola vez como no fuera para apoyarse. El vino descubre las cosas ocultas y este efecto le produjo a él, si bien la vulgaridad en la alcoba jamás había sido propia de él.
Al día siguiente se despertó tan enérgico como un potro, despachó otra montaña de trabajo y me dijo en el lecho:
—¿Cómo es posible que hayamos tardado tanto?
Le demostré mi bienvenida con todos los artificios que conocía y con algunos que acababa de inventarme. Él solía bromear diciendo que lo estaba convirtiendo en persa; lo cierto era que me estaba olvidando de cómo complacer a cualquier otro que no fuera él. Una suave delicadeza era mejor para él que la pasión. Aunque poseía el arte de provocar en los hombres violentos placeres, y este arte también lo había ejercido en él, ello dejaba en Alejandro una nube de tristeza y en mi caso no se trataba más que de una habilidad aprendida. Hubiera debido obedecer los impulsos de mi corazón desde el principio pero nadie me había permitido jamás tener corazón. Ahora que le había mostrado el camino del jardín de las delicias o la parte de éste que bastaba para deleitarlo, él más prefería gozar de un compañero que de un bufón. Jamás era desmañado y, por naturaleza, en esto como en otras cosas, prefería dar que recibir. Y en esto como en otras cosas, cuando se mostraba superficial ello se debía siempre a algún motivo.
El príncipe Oxatres había pasado a formar parte de la Guardia Real. A Alejandro le gustaba que los hombres que la integraban fueran apuestos y consideró que ello resultaba adecuado a su rango. Oxatres era casi tan alto como Darío, y Alejandro me dijo riendo que, para variar de Filotas, le gustaría que alguien lo mirara desde arriba. Repuse de forma forzada para que él se diera cuenta. A aquel Filotas se la tenía jurada.
Era el más importante de los generales, el jefe de los Compañeros y considerado apuesto a pesar de ser demasiado colorado para el gusto persa. De todos los que hacían más ostentación y vivían con más pompa que el rey, él era el jefe. Juro que salía de caza con más aparato y séquito que Darío, y el interior de su tienda era como un palacio. Le había llevado un mensaje y él me había mirado con desprecio. Se me hizo antipático y ni siquiera a Hefaistión le agradaba.
Cuando se conocen los intríngulis de las cortes, se sabe cómo actuar. A veces me situaba a la salida de la sala de audiencias, tal como solía hacer en Babilonia, para observar los rostros de los hombres que salían. Comprobaba entonces que se producían las habituales expresiones de alivio, decepción, placer y tranquilidad, pero la sonrisa de Filotas se desvanecía con excesiva rapidez y en cierta ocasión hasta hubiera podido jurar que vi una expresión de desprecio.
Sin embargo, me lo guardé para mí y no me atreví a decir nada. Alejandro lo conocía de toda la vida y con los amigos de la infancia se mostraba sumamente leal. Y no sólo eso, sino que Parmenio, su padre, era superior a todos los demás generales, incluso a Krateros, que superaba a todos los de allí. Parmenio había sido comandante en jefe del rey Filipo. Jamás le había visto, porque su ejército defendía los caminos occidentales que se hallaban a nuestras espaldas, defensa de la que dependían nuestras vidas. Me contuve por tanto y me limité a alabar los corceles nisayanos de Oxatres con sus espléndidos jaeces, y añadí:
—Pero desde luego, mi señor, que ni en la corte de Darío había alguien tan rico como Filotas.
—¿No? —me preguntó él, y observé que ello le había hecho reflexionar.
Le abracé riendo y dije:
—Pero ahora ni tú eres tan rico como yo.
El único resultado que de ello se derivó fue el hecho de que Alejandro examinara los jaeces de los caballos de Oxatres y éstos le gustaban tanto que ordenó que los copiaran para el viejo Bucéfalo. A un persa ningún caballo griego se le antoja maravilloso, pero ahora que estaba alimentado, atendido y descansado, se comprendía que hubiera sido montado por Alejandro en batalla por espacio de diez años, sin haber dado jamás muestras de temor. A la mayoría de los caballos les hubieran molestado los nuevos jaeces, la cabeza de freno con la escarapela, las quijeras de plata y los medallones que colgaban de la cabeza, pero Bucéfalo se sentía muy orgulloso de todo ello y se paseaba muy satisfecho. Era en muchas cosas parecido a Alejandro.
Lo estaba pensando mientras lavaba a Alejandro con la esponja antes de la cena. Eso le gustaba tanto como el baño a la hora de acostarse. Era el hombre más limpio que jamás había visto, siempre que las guerras se lo permitían. Al principio solía preguntarme qué ligero perfume debía utilizar y buscaba el frasco, pero no había ninguno; era un don natural.
Alabé los jaeces y el efecto que producían en el caballo, y él me dijo que había ordenado que confeccionaran otros iguales para regalarlos a los amigos. Lo sequé bien con la toalla; era todo músculo, pero no con la musculatura tan exagerada que poseen aquellos torpes luchadores griegos.
—Qué bien te sentarían, mi señor, las prendas que hacen juego con estos jaeces.
—¿Qué te ha hecho pensar en eso? —me preguntó, volviéndose rápidamente.
—Simplemente el verte.
—Ah, no. Eres un visionario, ya te lo he dicho. He estado pensando y en el propio reino uno debe parecer lo menos extranjero posible.
Sus palabras me deleitaban. El viento silbaba rodeando la tienda.
—Te digo, mi señor, que con este tiempo irías más abrigado con calzones.
—¿Calzones? —me preguntó mirándome horrorizado como si le hubiera propuesto que se pintara todo de azul. Después se echó a reír—. Mi querido muchacho, en ti resultan encantadores; en Oxatres adornan a la Guardia. Pero para un macedonio, los calzones tienen algo… No me preguntes por qué. Soy tan malo como los demás.
—Ya pensaremos en algo, mi señor. Algo que se parezca un poco más a un traje de corte persa.
Ansiaba que resultara hermoso, pero de acuerdo con el estilo de mi gente.
Ordenó que le enviaran una pieza de fino paño de lana para que yo lo envolviera con él. Pero acababa de empezar cuando resultó que no sólo no quería calzones sino tampoco mangas largas. Dijo que éstas le molestarían, pero yo comprendí que se trataba de un pretexto. Yo le dije que Ciro había logrado que los persas adoptaran la forma de vestir de los medos y el caso es que era cierto, pero ni siquiera este mágico nombre ejerció en él poder alguno. Tuve por tanto que echar mano de la antigua túnica persa, tan terriblemente anticuada que hacía cientos de años que no la utilizaba nadie como no fuera el rey en el transcurso de festejos. Si no hubiera visto lucirla a Darío no hubiera sabido cómo era. Posee una falda larga con pliegues que nacen de un ceñidor; una especie de capa corta con un agujero para pasar por él la cabeza que cubre la parte posterior y llega hasta las muñecas. La corté, cosí la falda, se la puse y le acerqué el espejo para que se viera.
—La recuerdo de los relieves de Persépolis —me dijo—. ¿Qué te parece?
Se colocó de lado. Le encantaba componerse como una mujer siempre que se le presentaba la oportunidad.
—Posee gran dignidad —repuse; le sentaba bien aunque, en realidad, exigía que quien la luciera fuera de elevada estatura—. ¿Pero te gusta moverte con ella?
Caminó unos pasos.
—Si no hay que hacer nada. Sí, ordenaré que me confeccionen una. Blanca, ribeteada de púrpura.
Busqué por tanto al mejor sastre de túnicas (había tantos persas en el campamento que los artesanos los seguían) y éste la confeccionó con los complicados pliegues de rigor. El rey la lucía junto con una baja tiara abierta siempre que recibía a los persas. Comprobé que ello acrecentaba el respeto debido a su persona. Hay maneras y maneras de efectuar la postración que él no veía como yo. Jamás se lo había dicho para no traicionar a mi gente; se sentían heridos en su orgullo porque unos macedonios de inferior linaje no hacían reverencia alguna.
Ahora le dije que se sentían muy complacidos por su túnica. No le dije, aunque hubiera deseado hacerlo, que Filotas había mirado mesa abajo para buscar los ojos de un compinche.
Tal como me había imaginado, Alejandro se cansó muy pronto de la túnica; decía que no podía dar zancadas con ella. Hubiera podido responderle que en una corte persa nadie da zancadas. Se hizo confeccionar otra muy parecida a una túnica griega, sólo que la parte superior cubría los brazos. Lucía también un ancho ceñidor medo; púrpura sobre blanco. Le sentaba bien, pero para los macedonios era como si llevara mangas. Estaba tan seguro de haber alcanzado el justo medio que no tuve valor de decírselo.
Hefaistión, como siempre, se encontraba a su lado y se había acostumbrado a los jaeces persas. Escuché murmullos acerca de su servilismo, pero comprendí que eran mezquinos. Había tenido tiempo de estudiar a Hefaistión. ¡Cuán fácilmente hubiera podido envenenarme o acusarme con testigos falsos u ocultar joyas en mi bolsa y acusarme del robo! Algo parecido hubiera sucedido desde haría mucho tiempo en cualquier corte persa caso de haberme granjeado la antipatía de algún poderoso favorito. Hablaba con mucha vulgaridad con los soldados y, sin embargo, jamás utilizaba tal lenguaje conmigo. Cuando nos encontrábamos, se dirigía a mí con breves frases corteses, como si hubiera sido un sirviente de noble cuna. Yo, a mi vez, le correspondía con respeto, sin servilismo. Deseaba con frecuencia su muerte, como él debía desear sin duda la mía; pero habíamos llegado a un acuerdo tácito. Ninguno de los dos despojaríamos a Alejandro de algo que éste apreciara. Por consiguiente, no teníamos más remedio que soportarnos.
Avanzando hacia el este por sombrías y yermas altiplanicies y por fértiles valles que nos ofrecían el sustento, nos detuvimos en la casa real de los zarangianos. Era un tosco y viejo castillo que se elevaba sobre impresionantes rocas con peldaños burdamente cortados y ventanas angostas como hendeduras de flecha. El jefe local abandonó los aposentos de la torre. Éstos olían a los caballos cuyas cuadras estaban debajo. Alejandro se instaló allí sabiendo que perdería el aprecio de los componentes de la tribu si no lo hacía. Los acompañantes disponían de una estancia de guardia situada a medio camino: arriba estaba el aposento del rey y una antecámara; una especie de habitación para el acompañante que estaba al cuidado de sus armas y otra para mí. Aparte de esto, las demás habitaciones en las que se hallaban instalados sus amigos se alcanzaban saliendo al exterior.
Mandé traer un brasero para que él pudiera tomar el baño junto al mismo. En el castillo había mucha corriente y, después de la marcha, a Alejandro le apetecía asearse bien antes de la cena. El agua era buena y estaba caliente. Yo le estaba frotando la espalda con piedra pómez molida, cuando la tosca puerta se abrió con un chirrido e irrumpió uno de los acompañantes.
Sentado en el baño, Alejandro le preguntó:
—¿Qué sucede, Metrón?
El joven se quedó inmóvil, sin resuello. Había hecho un esfuerzo y se había pulido bastante. Aunque sólo fuera por respeto hacia Alejandro, hasta conmigo se mostraba cortés. Pero ahora estaba blanco como una sábana y no podía ni hablar. Alejandro le dijo que se tranquilizara y hablara. El muchacho tragó saliva.
—Alejandro, aquí hay un hombre que dice que sabe de una conspiración para asesinarte.
Yo enjuagué la espalda de Alejandro para librarla de la piedra pómez. Él se levantó y preguntó:
—¿Dónde está?
—En el arsenal, Alejandro. No sabíamos dónde meterlo.
—¿Su nombre?
—Kebalinos. Del escuadrón de Leonatos. Te he traído la espada.
—Muy bien. ¿Ésta bajo guardia?
—Sí, Alejandro.
—Buen chico. Ahora cuéntame lo que ha dicho.
Yo aún le estaba secando y vistiendo. Comprendiendo que no iba a despedirme, Metrón dijo:
—Está aquí en nombre de su hermano, el joven Nicómaco. Éste no se ha atrevido a venir personalmente porque hubieran adivinado el motivo. Por eso le habló a Kebalinos.
—¿Sí? —dijo Alejandro impacientándose—. ¿De qué le habló a Kebalinos?
—De Dimnos. Es él.
Alejandro arqueó un momento las cejas. Metrón se ajustó el cinto de la espada.
—Es… bueno, un amigo del joven Nicómaco. Quería que éste se adhiriera, pero Nicómaco dijo que no. Dimnos había creído que diría que sí a todo, por eso perdió la cabeza y le dijo a Nicómaco que ellos lo matarían si no se adhería. Éste fingió hacerlo, pero se lo comunicó a su hermano.
—¿Ellos? ¿Quiénes son los demás?
El rostro del muchacho se tensó.
—Perdona, Alejandro. Me lo dijo, pero no me acuerdo.
—Por lo menos eres sincero. Si quieres ser soldado, debes conservar la serenidad cuando te ataquen por sorpresa. No importa. Llama al capitán de la guardia.
Alejandro empezó a pasear por la habitación. Estaba serio pero en modo alguno asombrado. Yo ya me había enterado de que en Macedonia habían asesinado a más reyes incluso que en Persia. Allí utilizaban el puñal. Se decía que a su padre lo habían abatido ante sus ojos.
Cuando entró el capitán de la guardia él le dijo:
—Detén a Dimnos de Calestra. Se encuentra en el campamento, no en palacio. Tráelo aquí.
Después se dirigió con Metrón al arsenal.
Desde la antesala escuché que el hombre decía gritando:
—¡Oh, rey! ¡Pensaba que no podría avisarte a tiempo!
Hablaba confusamente porque estaba asustado y me perdí parte de la historia. Al parecer, había algo acerca de Dimnos que no acababa de convencer al rey.
—Pero eso es lo que le dijo a mi hermano. Mi hermano no pudo hablar en nombre de los que estaban implicados pero me indicó sus nombres que, al igual que Metrón, he olvidado a pesar de que los vi morir.
Alejandro lo dejó proseguir sin pararse a interrogarlo cuando se contradecía, y después le preguntó:
—¿Cuánto tiempo hacía que tu hermano lo sabía antes de decírtelo?
—Hasta que pudo encontrarme, Alejandro. Inmediatamente.
—Entonces eso ha sucedido hoy mientras acampábamos.
—No, Alejandro. Por eso he venido con tanta prisa. Hace dos días.
—¿Dos días? —preguntó Alejandro con la voz alterada—. Yo no he salido del campamento para nada. ¿Cuánto tiempo has estado conforme antes de cambiar de idea? Detenedlo.
Lo sujetaron con fuerza; era un joven soldado muerto de miedo.
—Pero Alejandro —gritó como graznando—, vine en cuanto lo supe. Te lo juro, vine directamente a tu tienda. ¿Es que él no te lo ha dicho? Me dijo que te lo diría en cuanto estuvieras libre. Y al día siguiente lo mismo. Te lo juro rey, por el inmortal Zeus. ¿Es que no te dijo nada?
Se produjo el silencio. Alejandro examinó al hombre con sus profundos ojos.
—Soltadlo, pero no os apartéis de él. Ahora deja que me entere. ¿Estás diciendo que se lo comunicaste a alguien de mi cuartel general que hubiera debido informarme?
—¡Sí, Alejandro! —al soltarle los soldados estuvo a punto de desplomarse al suelo—. Te lo juro, pregúntaselo a él, rey. Me dijo que había hecho muy bien y que te informaría en cuanto tuviera la oportunidad. Después ayer me dijo que estabas demasiado ocupado pero que se encargaría de ello antes de que anocheciera. Y hoy, al ver que Dimnos y los demás aún estaban en libertad, mi hermano me dijo que era necesario que hablara personalmente contigo.
—Me parece que tu hermano no es nada tonto. ¿A quién le diste el mensaje?
—Al general Filotas, rey. Él…
—¿Cómo?
El joven repitió el nombre tartamudeando aterrorizado. Pero en el rostro de Alejandro no había incredulidad sino recuerdo.
Después añadió:
—Muy bien, Kebalinos. Tú y tu hermano seréis llamados a declarar como testigos. No tendréis que temer nada si decís la verdad. Prepara, por tanto, las pruebas y disponte a presentarlas con claridad.
Los guardianes se lo llevaron. Alejandro envió a los demás a llamar a los hombres que necesitaba. Entre tanto nos quedamos solos. Empecé a recoger las cosas del baño, preocupándome estúpidamente la posibilidad de que pudiera entrar aquella gente antes de que los esclavos hubieran retirado la pesada bañera. No quería dejarlo solo hasta que llegara alguien.
Paseando por la habitación, se me plantó delante. Las palabras brotaron impetuosamente de su boca.
—Aquel día estuvo conmigo una hora. Al final me estuvo hablando de caballos. ¡Demasiado ocupado!… Somos amigos, Bagoas, somos amigos de la infancia —volvió a cruzar la habitación y regresó—. Cambió cuando me dirigí a Siva. Se burló de ello ante mis narices, pero siempre se ha burlado de los dioses, y lo perdoné. Me advirtieron contra él en Egipto pero era mi amigo; ¿yo qué era, Ocos? Pero ya no volvió a ser el mismo; cambió cuando acudí al oráculo.
Antes de que pudiera contestarle empezaron a entrar los hombres que había mandado llamar. El primero fue el general Krateros, que se alojaba muy cerca. Mientras me iba, escuché que Alejandro le decía:
—Krateros, quiero que se monte guardia en todos los caminos que salen de aquí; en todas las sendas y veredas de caballos. Por ningún motivo deberá nadie abandonar este lugar. Hazlo inmediatamente, después vuelve y te diré por qué.
Los demás amigos a los que había mandado llamar, Hefaistión y Tolomeo y Perdicas y los otros, se encerraron con él en su aposento y no pude escuchar nada. Se oyeron después pisadas por la escalera. El joven Metrón, precediendo a los demás, muy pagado de sí mismo tras haber superado el temor, llamó a la puerta:
—Alejandro, traen a Dimnos. Se resistía a ser detenido.
Cuatro soldados traían en camilla a un joven macedonio de barba rubia sangrando por el costado y por la boca. Respiraba ruidosamente. Alejandro preguntó:
—¿Quién de vosotros lo ha hecho?
Todos palidecieron tanto como el detenido. El jefe de todos ellos, logrando encontrar las palabras, repuso:
—Él lo hizo, rey. Ni siquiera lo había detenido. Lo hizo en cuanto vio que nos acercábamos.
Alejandro se quedó en pie junto a la camilla. El hombre lo reconoció a pesar de que sus ojos se estaban vidriando. El rey le apoyó una mano en el hombro, me imaginé que para sonsacarle los nombres de sus compañeros mientras hubiera tiempo. Pero se limitó a decirle:
—¿En qué te he injuriado, Dimnos? ¿Qué ha sido?
El hombre movió los labios. Vi en su rostro un último destello de cólera. Sus ojos giraron y se posaron en mis ropajes persas y su voz medio ahogada empezó a decir:
—Bárbar…
Pero empezó a manarle sangre de la boca y sus ojos se quedaron inmóviles.
Alejandro dijo:
—Cubridlo. Colocadlo en algún sitio fuera de la vista y que se monte guardia a su lado.
El soldado de menor categoría extendió a regañadientes su manto sobre el cadáver.
Poco después regresó Krateros para comunicar que los puestos de guardia ya estaban ocupados y después alguien anunció que la cena del rey ya estaba servida.
Mientras pasaban ante mi habitación, a la que yo me había retirado, Alejandro dijo:
—Los guardianes de avanzada aún deben estar en camino. Es necesario que no sepa nada hasta que se hayan cerrado todos los caminos. Tendremos que compartir el pan con él aunque no nos guste.
—Él lo ha compartido contigo sin experimentar la menor vergüenza —dijo Hefaistión.
Fue una cena macedonia y yo no fui necesario. Me hubiera gustado observar los rostros. A la gente como yo se le acusa de curiosa. Al haber perdido parte de nuestras vidas, llenamos el vacío con las vidas de los demás. En eso me parezco a los demás y no quiero disimular.
La sala real era un granero de piedra con pavimento de roca que le lastimaba a uno los pies. No era un lugar muy hermoso para el último banquete de su viaje, pero yo no le deseaba nada mejor.
Retiré la bañera, preparé la habitación para la reunión que posteriormente iba a efectuarse y regresé para calentarme junto al brasero y reflexionar acerca del cierre de los caminos. Al cabo de un rato, se me ocurrió. Filotas era hijo de Parmenio, el hombre más poderoso de Asia después del rey. Él era el que defendía nuestra retaguardia. Era custodio del tesoro de Ecbatana y poseía ejército propio que podía pagarse gracias a aquel tesoro. Muchos de sus hombres eran mercenarios que sólo habían luchado bajo sus órdenes. Filotas era el único hijo que le quedaba vivo; los otros dos habían muerto en campaña. Lo comprendí todo.
La cena del rey terminó temprano. Alejandro regresó con sus amigos y mandó llamar al joven Nicómaco para escuchar la historia. Éste era joven y delicado y estaba muy asustado. El rey lo trató con amabilidad. Después, hacia medianoche, fueron detenidos todos los conspiradores que él había nombrado. Filotas fue detenido en último lugar.
Lo trajeron tambaleándose y parpadeando. Le habían encontrado profundamente dormido porque había bebido mucho en el transcurso de la cena. Ahora que ya habían apresado a todo el mundo, no se molestaron en cerrar las puertas para hablar en secreto. Y lo escuché todo. Hasta aquellos momentos el rey había parecido de hierro; ahora por unos instantes, me pareció escuchar la voz de un muchacho enojado y dolido con otro de mayor edad que en otros tiempos hubiera sido su modelo. ¿Por qué le había ocultado la advertencia de Kebalinos? ¿Cómo había podido hacerlo? Y con la locura que, según dicen los griegos, los dioses inspiran a sus víctimas, Filotas contestó al muchacho y no al rey.
Con una carcajada un poco fuera de lugar, añadió:
—No pensé que tuviera importancia. ¿Quién lo hubiera pensado? Mi querido Alejandro, tú no quieres ni oír hablar de las rencorosas historias que se inventan los que le tienen inquina al propio jefe.
Tenía mucho éxito con las mujeres y alardeaba de ello. El desprecio de su voz fue imprudencia y creo que también lo fue su embriaguez. Alejandro, como si hubiera envejecido de repente quince años, dijo:
—Dimnos se ha matado antes que afrontar un juicio. Pero tú afrontarás el tuyo mañana. ¡Guardia! Confinadlo en su aposento bajo arresto.
Los juicios se celebraron el día siguiente en el brezal que había fuera del campamento. Hacía frío y unas grisáceas nubes amenazaban lluvias. Sin embargo, estuvo presente todo el ejército. Los macedonios delante, como era de derecho. Asombra decirlo, pero el rey no podía condenar a un macedonio a muerte sin su voto. En casa, cualquier campesino corriente hubiera podido acercarse a votar.
Puesto que no había sitio para mí, observé desde la torre las pequeñas figuras de pie al aire libre. Primero fueron juzgados los cómplices de Dimnos. Ya habían confesado y se habían acusado unos a otros. (En Bactria los lobos aúllan todas las noches, por consiguiente no estoy seguro de los sonidos que escuché). Al terminar cada juicio, los macedonios gritaban y el hombre era conducido fuera.
Al final apareció Filotas, al que reconocí por su estatura, y el rey, al que reconocí por todo. Permanecieron de pie largo rato; por sus gestos podía adivinarse cuál de ellos estaba hablando. Después declararon los testigos, más de una docena. A continuación volvió a hablar el rey; los macedonios gritaron más fuerte que las otras veces. Después todo terminó.
Más tarde me lo contaron. Aparte el testimonio de los hermanos, todo había girado en torno al orgullo y la insolencia de Filotas, que había hablado contra el rey. Lo llamaba «El Muchacho» y atribuía todas las victorias a Parmenio y a sí mismo; solía decir que se había enamorado de un niño y que prefería ser el rey de unos bárbaros aduladores que un macedonio honrado. Ahora se había tragado todas las lisonjas políticas de los sacerdotes egipcios y no se conformaría con otra cosa que no fuera la divinidad; que Dios se apiadara del pueblo gobernado por un hombre que se consideraba superior a los mortales.
Las ejecuciones se llevarían a cabo al día siguiente: lapidación para los de menos categoría; para Filotas, un pelotón de venablos. En Persia hubieran encerrado a tales hombres en un horno frío que hubieran ido calentando poco a poco. Y el rey no le hubiera pedido permiso a nadie.
Al ocultar la conjura, ¿habría querido Filotas aprovechar simplemente la oportunidad, corriendo otros el riesgo, o bien estaba él detrás de todo aquello? Todavía no se había demostrado.
El rey se encerró para celebrar un consejo y yo subí a lo alto de la torre para pasar el rato. Ya estaban preparando las estacas de las ejecuciones. Por los caminos y senderos pude ver los puestos de la guardia. Vi moverse algo en el camino occidental: tres hombres vestidos a la usanza árabe y montados en ágiles dromedarios. Me llamó la atención la belleza de aquel espectáculo, acostumbrado como estaba a los grandes y lanudos camellos bactrianos. No hay criatura más rápida y resistente que ésta para transportar al hombre. Ascendieron suavemente y yo miré pensando que iba a verlos retroceder. Pero, tras unos instantes de pausa, junto al puesto de guardia, se les permitió el paso.
Bajé por si el rey me necesitaba. Poco después finalizó el consejo. Al dirigirse los componentes del consejo hacia la escalera, Hefaistión iba en último lugar. El rey volvió a llamarlo. Él entró y atrancó la puerta.
En otros momentos hubiera buscado algún lugar oscuro en el cual ocultar mi dolor. Pero sus rostros me dijeron que no se trataba de nada de eso. Dejé por tanto las zapatillas en mi celda y me acerqué descalzo. El cerrojo de madera de la puerta era muy grande; Hefaistión se había pasado mucho tiempo rondándolo. Una vez que lo hubiera corrido, yo estaría lejos. Jamás se aprende demasiado acerca del que se ama.
Hefaistión estaba diciendo:
—Siempre pensé que le contaba historias a tu padre. Y te lo dije.
—Ya lo sé —escuché de nuevo la voz del lejano muchacho—. Pero a ti jamás te gustó. Bueno, pues tenías razón.
—Sí, la tenía. Estaba a tu lado por ambición; siempre te había envidiado. Debieras haberlo oído en Egipto. Esta vez, es necesario que lo sepamos.
—Sí —dijo el rey—, ahora debemos saberlo.
—Y no vayas a afligirte después. No merece la pena y nunca la ha merecido.
—No haré tal cosa.
—Ha vivido muy blandamente, Alejandro. No nos costará mucho.
Su voz se acercó a la puerta y yo me dispuse a escapar, pero el rey le dijo:
—Espera.
Y volví a acercarme.
—Si niega que su padre lo sabía, no lo acoses.
—¿Por qué no? —preguntó Hefaistión. Parecía impaciente.
—Porque da lo mismo.
—¿Quieres decir que…? —empezó a preguntar Hefaistión lentamente.
—Ya está hecho —dijo el rey—. No era posible otra cosa. Se produjo una pausa. Supongo que debieron hablar sus ojos. Hefaistión dijo:
—Bueno, es la ley. El pariente próximo de un traidor. Pero es la forma de hacerlo.
—Es la única.
—Sí, pero te sentirás mejor si sabes que es culpable.
—¿Y podría estar seguro? No quiero creer en una mentira, Hefaistión. Era necesario y lo sé. Eso basta.
—Muy bien; pues terminemos.
Hefaistión volvió a dirigirse hacia la puerta pero yo ya me encontraba en mi celda mucho antes de que él abriera.
Al cabo de un buen rato, le pregunté al rey si necesitaba algo. Él se hallaba todavía de pie en el mismo sitio que debía haber ocupado antes.
—No —me contestó—, tengo que hacer una cosa.
Y bajó por la escalera de caracol iluminada por las antorchas.
Esperé y escuché. En Susa, cuando todavía era un esclavo, había acudido al igual que otros muchachos a la celda de castigos. Había visto empalar a un hombre; y desuellos y otras cosas. Tres veces había acudido obedeciendo al impulso juvenil de presenciar horrores en contra de la propia voluntad. Siempre había gente que iba, pero yo ya había tenido bastante. No deseaba ahora presenciar el trabajo de Hefaistión. No podía ser mucho más de lo que ya había visto.
Escuché al poco rato el grito de una poderosa voz. No experimenté compasión. Lo que le había hecho a mi señor nada lo borraba. La primera traición de un amigo. Recordé entonces que había perdido la infancia en un instante.
El grito volvió a escucharse, más bestial que humano. «Que sufra —pensé—. Mi señor no sólo ha sufrido una infidelidad. Ha asumido una carga de la que ya no se verá libre jamás».
Había comprendido el significado de las secretas palabras que le había dirigido a Hefaistión. Parmenio gobernaba como un rey en las tierras que había a nuestras espaldas. Entre sus tropas no podía ni ser arrestado ni ser sometido a juicio. Culpable o inocente, iniciaría una contienda de sangre en cuanto se enterara de la noticia. Me imaginé a nuestro ejército y sus seguidores en el helado invierno bactriano con los suministros cortados y sin refuerzos, los sátrapas conquistados liberados por Parmenio y, tomando nuestra retaguardia, Bessos acercándose con sus bactrianos.
Comprendí la misión de los dromedarios, las bestias más rápidas que transportan al hombre: adelantarse a la noticia portando la muerte.
Tales cargas sólo caen sobre los reyes. La soportó toda la vida y, tal como previó, hasta después de muerto. Puesto que soy uno de los muchos miles que siguen viviendo gracias a él, es posible que se diga que me defiendo a mí mismo, pero hasta el término de mis días jamás sabré qué otra cosa hubiera podido hacer.
Los gritos no se prolongaron mucho. Un hombre en la situación de Filotas no tiene mucho que perder hablando con rapidez.
El rey se acostó tarde. Estaba de lo más sereno, como cuando combatía. Apenas me habló, como no fuera para darme las gracias de vez en cuando, y así no pensara yo que estaba enojado.
Permanecí tendido en mi pequeña celda completamente despierto, tal como me constaba que debía estar él. La noche se fue extinguiendo; abajo se escuchaba el rechinar de las armas de la guardia y sus murmullos al hablar; aullaban los lobos de Bactria. Nunca seas importuno, nunca, nunca, nunca. Me vestí, llamé a su puerta en la forma acostumbrada y ni siquiera esperé a que me concediera el permiso de entrar.
Se hallaba tendido medio de lado. Peritas, que siempre dormía a los pies de la cama, se encontraba a su lado apoyando la pata en la manta como si estuviera preocupado. Alejandro le estaba acariciando las orejas.
Yo me aproximé y me arrodillé al otro lado del lecho diciendo:
—Mi señor, ¿puedo darte las buenas noches? ¿Sólo las buenas noches?
—A la cama, Peritas —dijo él; el perro regresó a su manta; él me acarició el rostro y las manos—. Estás frío. Sube.
Me quité la ropa y me acosté a su lado. Él me calentó las manos sobre su pecho en silencio, de la misma manera que había acariciado las orejas de Peritas. Yo extendí la mano y le aparté el cabello de la frente.
—Mi padre fue traicionado por un falso amigo —dije—. Me lo dijo antes de que lo mataran. Es terrible que lo haga un amigo.
—Cuando volvamos —me dijo él—, podrás decirme quién fue.
Tras dar dos o tres vueltas, el perro se levantó para mirar y después regresó a su yacija satisfecho de comprobar que Alejandro estaba bien atendido.
—Es mortal burlarse de los dioses —dije—. En Susa tenía un esclavo egipcio; no era un hombre corriente, había servido en el templo. Me dijo que no había ningún oráculo más puro que el de Siva.
Él respiró hondo y permaneció tendido, observando las vigas, en las que las telarañas se movían al centelleo de la lámpara. Al cabo de un rato, extendí el brazo sobre su cuerpo y él posó la mano sobre el mismo para que no la retirara. Guardó silencio largo rato sosteniendo mi brazo. Después me dijo:
—Hoy he hecho una cosa que tú no sabes y por la que me censurarán los hombres de tiempos venideros. Pero ha sido necesario.
—Cualquier cosa que hayas hecho, eres el rey.
—Era necesario. No había otra forma.
—Nosotros entregamos nuestras vidas al rey y éste carga con todas ellas. El rey no podría soportarlo si no le ayudara la mano del dios. —Él suspiró y atrajo mi cabeza sobre su hombro—. Tú eres mi rey —le dije suavemente—. Y todo lo que haces está bien hecho para mí. Si alguna vez te soy engañoso, si mi fidelidad te abandona, que jamás entre en el Paraíso, que el Río de las Pruebas me abrase. Tú eres el rey, hijo del dios.
Permanecimos tendidos tal como estábamos y al final él se durmió. Cerré los ojos satisfecho. Algún Poder debía haber dirigido mis pasos porque acudí cuando él más me necesitaba.