XXIII

Para señalar el término de su viaje construyó doce altares tan altos como anchas torres en honor de los doce dioses griegos. Estaban rodeados por anchas escaleras destinadas a los sacerdotes y las víctimas; los celebrantes ofrecieron los ritos al cielo. Si no tenía más remedio que regresar, por lo menos lo haría con esplendor.

Concedió a sus hombres el descanso que tenía previsto y les organizó juegos y espectáculos. Al haber alcanzado lo que deseaban, éstos se mostraban ahora alegres. Tras lo cual volvimos a cruzar los ríos en dirección contraria para dirigirnos a la provincia que Hefaistión había pacificado para su posterior entrega a Poros. Había fundado una nueva ciudad y se encontraba en ella esperando a Alejandro.

Permanecieron solos mucho tiempo. Puesto que no tenía gran cosa que hacer, fui en busca de Kalanos y le pregunté acerca de los dioses de la India. Él me contó algo, me sonrió y dijo que ya estaba avanzando por el Camino. Sin embargo, yo no le había contado nada.

Hefaistión era un buen trabajador, de eso no cabía la menor duda. La provincia estaba en orden y se habían efectuado ya todos los nombramientos. Sus relaciones con Poros eran inmejorables. Tenía muy buena mano para estas cosas. En cierta ocasión, antes de mi llegada, tras haber conquistado Sidón, Alejandro le encomendó la tarea de escoger un rey para dicha ciudad. Preguntando aquí y allá supo que aún seguía viviendo en la ciudad el último descendiente de la estirpe real, desposeída de sus derechos por los persas, jornalero de los jardines y más pobre que una rata. Pero tenía fama de hombre honrado y Hefaistión lo sentó en el trono. Los ricos nobles no tenían motivo para luchar entre sí y el rey gobernó con prudencia. Hace poco que ha muerto y todos lo han lamentado mucho. Sí, Hefaistión tenía mucho sentido común.

También había estado muy ocupado otro amigo de la infancia de Alejandro: Niarco, un hombre pequeño y fuerte de fina cintura, de origen cretense. Se había mantenido firmemente al lado de Alejandro en el transcurso de las peleas de éste con su padre y al final había compartido su exilio. Alejandro jamás olvidaba tales cosas. Almirante de la armada hasta que Alejandro abandonó el Mediterráneo, Niarco se había trasladado al este en calidad de soldado, pero ahora había vuelto al mar que tanto ama su raza. Había estado creando una flota en el Hydaspes. Alejandro se proponía bajar al Indo y desde éste hacia el mar. Si le habían impedido descender a la Corriente del Océano por el este, por lo menos lo haría por el oeste.

Los hombres que habían esperado regresar directamente a Bactria a través del Khyber supieron ahora que tendrían que marchar al lado de la flota bordeando los ríos. Las tribus de allí todavía no se habían rendido y se decía que eran indómitas. Las tropas no se mostraron satisfechas; Alejandro les dijo que esperaba que le permitieran abandonar la India, no huir de ésta. Había perdido un poco la paciencia desde que ellos se le habían opuesto. Lo irritaron y no dijeron nada. Por lo menos regresaban a casa.

Alejandro había supuesto hasta entonces que si se seguía el curso del Indo un buen trecho, éste iba a desembocar en el Nilo. En ambos ríos abundaban los lotos y los cocodrilos. Pero últimamente se había enterado de que no era así a través de unos nativos ribereños; decía, sin embargo, que habría otras cosas por ver.

El viejo Koinos murió allí a causa de la fiebre; no consiguió, pues, volver a Macedonia. Alejandro había mantenido su palabra y jamás lo había perjudicado como consecuencia del audaz discurso que le había dirigido. Ahora le dedicó un hermoso entierro. Sin embargo, algo había cambiado por dentro. El amante de múltiples cabezas había faltado a su palabra. Habían llegado a una solución de compromiso porque se necesitaban el uno al otro, pero no lo habían olvidado del todo.

La flota, varada en las arenosas y anchas riberas de principios de verano, constituía un maravilloso espectáculo; largas galeras de guerra de treinta o veinte remos; ligeros esquifes; barcas de combados costados de todas las formas y tamaños y las grandes balsas llenas para el transporte de los caballos.

Contemplé la galera de Alejandro mientras estudiaba su espacio. ¿Me llevaría consigo? Era un barco de guerra. ¿Consideraría que sólo era oportuno llevar consigo a los Compañeros? En el transcurso de las marchas por tierra no podría saber cuándo regresaría a él. Y estaría a las órdenes de Hefaistión. Éste iba a conducir por la margen izquierda a la mayor parte del ejército, los seguidores, los elefantes y el harén. Ya sabía que no se dignaría siquiera mostrarme rencor, pero comprendía que no podría soportarlo. Además, había otro pequeño detalle. Jamás había viajado donde estaba Roxana, y Alejandro no estaba. De Hefaistión no tenía que temer cosa más que lo que había en sí mismo. No estaba tan seguro con respecto a ella.

Me había inquietado sin motivo. Cuando me atreví a preguntárselo, Alejandro me contestó:

—¿Te gustaría? Bueno, ¿por qué no? Me han dicho tan a menudo que estoy persianizado que nadie se sorprenderá. ¿Sabes nadar?

—Sí, Alejandro, estoy seguro de que sí.

—Yo tampoco —dijo él echándose a reír.

Nos despidieron al amanecer el rey Poros y la mayoría de sus súbditos. Los barcos se extendían a lo largo del río hasta donde abarcaba la vista. Iba en cabeza la galera de Alejandro, que se encontraba de pie en la proa con el cabello enguirnaldado tras haber ofrecido sacrificio a los dioses para impetrar una venturosa navegación. Había invocado a Amón, su padre dios, a Poseidón, el de las aguas, a Heracles y a Dionisos y también a los ríos que surcaríamos, puesto que los griegos veneran las sagradas aguas a pesar de no desdeñar contaminarlas (yo mismo me estaba haciendo muy descuidado a este respecto). A cada libación arrojaba la copa de oro con el vino que contenía. En los demás barcos todo el mundo empezó a entonar cánticos que fueron seguidos por los ejércitos de ambas márgenes; los caballos relinchaban y los elefantes barritaban. Después, siguiendo el ritmo de la saloma de los marineros, con las anchurosas aguas iluminadas todavía por el frío y grisáceo resplandor del amanecer, zarpamos corriente abajo.

De todos los regalos que me hizo Alejandro, que fueron muchos y muy bonitos, uno de los mejores fue el hecho de llevarme consigo en el barco. Lo sigo creyendo ahora que ya he visto los festejos del Nilo. Primero iban las treinta galeras de guerra con sus remos moviéndose igual que alas, seguidas de la flota integrada por toda clase de embarcaciones que se extendían a lo largo de una enorme distancia; a ambas márgenes del río las largas columnas del ejército, las falanges con sus pesadas armas, la caballería, los carros, los elefantes pintados y a lo largo de todo aquello, corriendo para poder seguir viéndonos, miles de indios contemplando aquella maravilla. Los caballos embarcados constituían por sí mismos una extraordinaria maravilla. Los indios corrían asombrados uniendo sus cantos a nuestras salomas hasta que el río empezó a fluir entre peñas y desfiladeros; las tropas de tierra se perdieron de vista; los cantos que entonces escuchamos fueron los ecos que nos devolvían las rocas y el parloteo de los monos desde el verde follaje.

Para mí fue un prodigio superior a cualquier narración de bazar. En la proa de la galera de Alejandro asía la parte superior del mascarón de proa mirando fijamente hacia adelante. Despedía como una llama de ansiedad de la que todos nos contagiamos. Dejó de preocuparme el hecho de que en una galera toda conversación fuera pública, de que él sólo pudiera disponer de un pequeño cobertizo en la popa para dormir, y de que apenas pudiéramos tener ocasión de tomarnos de la mano hasta que finalizara la travesía. Al avanzar hacia un mundo desconocido, penetré en una parte de su alma que sus hombres conocían. En él todo cantaba. Se perdía la noción del tiempo viviendo su prodigio. Eran días de gozo.

Nos hallábamos todavía bastante lejos de las tierras hostiles y a menudo nos acercábamos a la orilla para que los jefes tuvieran ocasión de rendirle homenaje. Alejandro se sentaba sobre un trono con dosel de flores, se celebraban espectáculos ecuestres, se ofrecían danzas, a menudo muy buenas, y cantos que a mí se me antojaban parecidos a los lamentos de los pordioseros del mercado. Después proseguíamos nuestro camino corriente abajo, saludando a las tropas de tierra.

Alejandro siempre decía que todas las cosas buenas había que pagarlas. El río se fue estrechando y la corriente se hizo más impetuosa. Lejano y débil al principio, escuchamos el amortiguado rugido del encuentro de las aguas en los rabiones.

Nos habían advertido que allí donde el Hydaspes se reunía con el Akisines entre peñascos, las dobles aguas rebullían formando remolinos. Nadie nos había hablado del ruido. Al acercarnos, los remeros rompieron el ritmo a causa del pavor, pero seguimos avanzando a pesar de la fuerte corriente. Onesícritos, el jefe de los pilotos, les gritó que no se detuvieran y remaran con mayor rapidez; serían hombres muertos si los barcos zozobraban. Los remeros encorvaron la espalda a causa del esfuerzo. Desde la proa el piloto dio instrucciones al timonel que no abandonaba ni un solo momento el timón. A su lado se encontraba Alejandro con los ojos fijos en las blancas aguas y los labios entreabiertos en una sonrisa.

En las gigantescas manos del río sólo recuerdo el endiablado balanceo, la confusión y el terror mortal que afortunadamente me dejó mudo. Una vez iniciada aquella carrera, nadie podía salvarse, ni siquiera Alejandro. Empecé a rezarle a un dios desconocido para que, después de habernos ahogado, pudiéramos renacer juntos. Conseguimos superar el peligro hundiéndonos y cabeceando de tal forma que se rompieron todos los remos del banco inferior. En todos los cuentos, no existe hechizo sin pasar previamente por una prueba.

Consiguieron salvarse todos los barcos menos dos que chocaron, si bien algunos de sus hombres sobrevivieron. Alejandro ordenó acampar en cuanto encontramos buenas riberas.

La canción había terminado.

Nos estábamos acercando a la región maliana cuyas ciudades no se habían rendido y se disponían a iniciar la guerra. Estaban gobernadas por sus sacerdotes; hombres en nada parecidos a Kalanos, que seguía diciéndonos que no era más que un buscador de Dios y en modo alguno un sacerdote. A dichos sacerdotes los obedecían hasta los guerreros. Nos habían proclamado a Alejandro y a todos nosotros bárbaros impuros. Aborrecen la impureza que se encuentra allí donde ellos decretan. En Persia, poseemos esclavos pero no les consideramos impuros; aquí, los hombres que se dedican a humildes menesteres y que proceden de una raza conquistada, aunque nadie sea su dueño, son tan impuros que ningún sacerdote o guerrero ingeriría un alimento sobre el que se hubiera posado su sombra. Pero aquellos hombres vivían humildemente. No así Alejandro. Si su sombra podía contaminarlos, ¿qué no haría su dominio?

Se trataba de las últimas poblaciones que encontraría en su camino hacia el oeste antes de girar hacia Persia. Sólo ellas se interponían entre él y el dominio de toda la India, desde el Beas hasta la desembocadura del Indo. Le habían robado su sueño; ahora era necesario llevar a feliz término el asunto de la India de una vez por todas. Se había roto el hechizo del río. El muchacho asombrado de la proa se convirtió al pisar tierra en un demonio que incendiaba el aire que lo rodeaba.

Envió a cinco días de viaje a las tropas de Hefaistión para que se enfrentaran con todos los malianos que huyeron ante su llegada. A los hombres de Tolomeo les dejó a tres días para que apresaran a los que regresaran. Tras preparar la trampa, se dispuso a acechar a la presa.

Avanzamos por el desierto un día y una noche porque el camino era corto y nadie se acercaba a aquella zona. Fue duro pero breve. Dispusimos de casi una noche para dormir. Al amanecer, Alejandro tomó el mando de la caballería para atacar a la primera ciudad maliana.

No estaba muy lejos del campamento y me acerqué a caballo para ver.

Las murallas de ladrillos de barro y los campos de labranza se hallaban repletos de hombres. Habían colocado avanzadas en los caminos para impedirle el paso a Alejandro. No habían vigilado el desierto porque por allí no venía nadie.

Se escuchó el grito de guerra; la caballería se esparció por los campos. Los hombres iban armados con aperos de labranza si es que iban armados. Las espadas fulguraron a la luz de la aurora; los malianos fueron segados como si de cebada se tratara.

Pensé que les pediría la rendición tal como siempre había hecho. Pero ellos ya se habían negado. No les concedería una segunda oportunidad.

Tras haber irrumpido en la ciudadela, regresó al anochecer todo cubierto de polvo y sangre. Mientras las tropas cenaban y descansaban, se dedicó a organizar una marcha nocturna para tomar por sorpresa la siguiente ciudad antes de que ésta pudiera ser advertida. Él apenas descansó. La luz que brillaba sobre el río se había convertido en calor.

Y así siguieron las cosas. Aunque supieran dónde se hallaba, todos los indios se negaron a rendirse. Capturó a muchos, aquellos que al final habían decidido entregarse. Pero muchos indios luchaban hasta morir o bien incendiaban sus casas y morían en el interior. Los soldados también se habían endurecido. Deseaban, con más vehemencia tal vez que Alejandro, concluir de una vez por todas la cuestión de la India. No querían que se produjeran revueltas a sus espaldas por temor a que él los obligara a regresar. No hubieran hecho ningún prisionero si él no lo hubiera ordenado.

La guerra es la guerra. Si se hubiera tratado de Darío, me hubiera alegrado de que éste se mostrara valeroso en la batalla. De Alejandro me sorprendía no que matara sino que, con frecuencia, no lo hiciera. Incluso ahora permitía que las mujeres y niños quedaran a salvo. Pero yo temía que su sueño se hubiera trocado en amargura.

Los macedonios no habían contado con aquella campaña y estaban malhumorados. Mientras lo preparaba para su breve descanso nocturno, lo vi reseco y como encogido.

—Los zapadores han abierto la muralla —me dijo—. Los hombres siempre habían competido por abrir una brecha y ser los primeros en entrar antes de que cesara la polvareda. Hoy me ha parecido que se empujaban unos a otros esperándose mutuamente. Yo me he adelantado y he resistido solo ante la brecha hasta que los he avergonzado.

Como es natural, entonces lo habían seguido y habían tomado la ciudad. Pero las arrugas de la frente se le habían acentuado.

—Alejandro, es el cansancio del alma. Cuando regresemos a Persia, tu tierra y la mía, todo se arreglará.

—Sí, será estupendo. Pero hay que asegurar las fronteras y ellos lo saben muy bien. Jamás les he exigido obediencia ciega. Somos macedonios. Siempre les he comunicado mis propósitos. Tienen que soportar estas penalidades y sacar el mejor partido que puedan. Tal como lo haces tú.

Me besó con dulzura. Jamás precisaba del deseo para agradecer el amor.

En el transcurso de la marcha del día siguiente atravesamos la ciudad caída sobre la que graznaban los buitres. Apestaba a causa de la carne corrompida por el cálido sol, y las casas calcinadas en las que los indios que se habían quemado despedían un nauseabundo olor. En lo hondo de mi corazón supliqué al Dios Prudente que pronto lo librara de todo aquello.

Hay que andarse con cuidado con las plegarias. No hay que tomarse libertades con los dioses.

Cuando llegamos a la siguiente ciudad resultó que ésta había sido abandonada.

Alejandro decidió iniciar inmediatamente la persecución y ordenó que todo el campamento nos siguiera.

Cuando se sigue a un ejército sobran los guías. Llegamos a un río y un vado junto al que se distinguían las huellas de los cascos de los caballos. En la otra orilla se había registrado una batalla. Los muertos yacían por todas partes como un extraño fruto de la tierra oscurecido por la sazón sobre las pálidas hierbas y los resecos matorrales. Se empezaba a percibir un leve hedor dulzón. Hacía calor. Yo estaba bebiendo agua de mi cantimplora cuando escuché unos gemidos. Era un indio algo más joven que yo con las manos extendidas hacia el agua. Estaba condenado a morir; las entrañas le salían de la herida. No obstante, desmonté y le ofrecí un trago. Aquellos que pasaban cabalgando me preguntaron si estaba loco. ¿Por qué se hacen tales cosas? Supongo que con ello debí prolongar su dolor.

Pronto alcanzamos unos carros de bueyes que Alejandro había enviado para recoger a los muertos y heridos. Los heridos iban en carros entoldados acompañados por el aguador con su asno. Alejandro siempre atendía bien a sus hombres.

Los carreteros nos dijeron que había en el campo de batalla cincuenta mil malianos. Alejandro había conseguido hacerles frente simplemente con la caballería hasta que habían llegado los arqueros y la infantería. Entonces el enemigo había huido a la ciudad amurallada que se encontraba más allá del palmar. El rey la había obligado a rendirse y ahora los hombres dedicarían la noche al descanso.

Antes del amanecer llegamos ante la redonda y parda ciudad maliana con sus fortificaciones exteriores y las achatadas murallas de la ciudadela interior. Los carros de las tiendas fueron avanzando con sus esclavos; los cocineros descargaron las calderas y los sacos y prepararon las parrillas y los hornos para guisar a los hombres una buena comida después de la ligera ración que éstos se habían tomado al mediodía. Alejandro cenó con sus oficiales de más antigüedad, Perdicas, Peuquestas y Leonatos, al objeto de planear el ataque.

—No obligaré a los hombres a levantarse antes del amanecer. La infantería ha llevado a cabo una larga marcha bajo el sol, y la caballería ha combatido una batalla. Un buen descanso y un buen desayuno y después pondremos manos a la obra.

Por la noche contemplé sus espléndidas armaduras que los acompañantes habían limpiado, y la nueva coraza. Se la había hecho construir en la India, más liviana que la otra para evitar el calor, con las planchas acojinadas sobre material indio. Como si no se hubiera exhibido bastante en otras ocasiones, se la había hecho de color escarlata con un león dorado aplicado al pecho.

—Alejandro —le dije—, si mañana te pusieras la coraza vieja, te podría limpiar ésta. Está sucia de la batalla.

Se volvió arqueando las cejas y me sonrió.

—¡Zorro persa! Ya sé lo que pretendes. Ni hablar. A los hombres hay que darles ejemplo, no basta con decírselo —hubiera podido decir lo mismo en cualquier otro momento pero ahora lo dijo con cierto matiz de amargura; después me apoyó la mano en el hombro—. No quieras apartarme de ello aunque sea por amor. Preferiría terminar como empecé… Vamos, alégrate; ¿no quieres saber mañana dónde encontrarme?

Durmió bien, tal como siempre le sucedía antes de una batalla. Solía decir que en aquellos momentos lo dejaba todo en manos del dios.

Al día siguiente, después del amanecer, rodearon la ciudad; los carros se acercaron con las escaleras y los arietes y las catapultas y los aperos de los zapadores. Durante algún tiempo pudimos ver a Alejandro cabalgando de acá para allá, muy visible a pesar de la enorme distancia gracias a la coraza escarlata y el yelmo de plata. Después desmontó y se perdió entre la masa de hombres que se arracimaban junto a la muralla. Pronto observamos que desaparecieron todos. Debieron derribar una puerta.

Las tropas los siguieron. Introdujeron las escalas. La parte superior de las murallas repleta de indios se vació de repente.

Yo me adelanté un poco a caballo para verlo mejor. Aquí no había más seguidores que unos cuantos esclavos; todos los demás estaban con Hefaistión. No, no se había producido ninguna rendición. Los malianos habían huido a la ciudadela y se habían amontonado en su interior. Ocultos por las achaparradas casas de barro de la ciudad, los macedonios debían encontrarse abajo.

Observé que se elevaba una escala y que la fijaban a la muralla. Después, ascendiendo por ella, distinguí un fulgurante destello escarlata. Éste fue subiendo hasta llegar a las almenas empujando y forcejeando para no caer. Después lo vi erguido y solo.

Utilizaba la espada. Cayó un indio, a otro le rechazó con el escudo. Después ascendieron tres hombres por la escala para combatir a su lado. Los indios retrocedieron. La escala estaba llena de macedonios que pugnaban por ascender. Una vez más les había dado el ejemplo. De repente, como las piedras de un pedregal, todos cayeron perdiéndose de vista. La escala se había roto.

Me acerqué sin saber lo que hacía. Los cuatro seguían resistiendo atacados por las armas arrojadizas que les dirigían desde la muralla y la ciudadela interior. Entonces Alejandro desapareció. Había saltado a la parte interior.

Después de una breve pausa, supongo que debida al asombro, los demás lo siguieron.

No sé cuánto debieron tardar otros macedonios en escalar la muralla; tal vez lo que se tarda en mondar y comerse una manzana o en morir diez veces. Subieron sobre los hombros unos de otros o utilizando escalas, o bien clavando lanzas en las que apoyaban los pies. Llegaron arriba y desaparecieron. «No debo esperar —seguía diciéndome a mí mismo— poder verlo todavía».

Un grupo de hombres escaló la muralla desde dentro. Llevaban algo escarlata. Lo bajaron muy lentamente por una escala y se perdieron de vista. No pude observar que se moviera.

Espoleé el caballo y me dirigí al galope hacia la ciudad.

La parte baja de la ciudad estaba vacía hasta de cadáveres y su aspecto era tranquilo. Las calabazas y los melones maduraban sobre los planos techos. Más adelante, en la ciudadela, se escuchaban gritos de batalla y gritos de muerte que apenas oía.

A la puerta de una pobre casa situada fuera de la muralla había tres Compañeros que miraban hacia el interior. Me abrí camino entre ellos.

El escudo en el que lo habían transportado yacía en el suelo con un charco de sangre en su interior. Alejandro se encontraba tendido en el sucio lecho de un campesino, y Peuquestas y Leonatos se hallaban inclinados sobre él. Había más acompañantes formando grupo en un rincón. Las gallinas correteaban.

Tenía el rostro como de tiza pero mantenía los ojos abiertos. En el costado izquierdo donde la tela escarlata se veía más oscura, tenía clavada una larga y gruesa flecha. Ésta se movía, se detenía y volvía a moverse siguiendo el ritmo de su respiración superficial.

Tenía los labios entreabiertos y, en medio del dolor, aspiraba a través de ellos el aire que le bastaba para seguir viviendo. Su respiración silbaba ligeramente. Pero el silbido no procedía de la boca sino de la herida. La flecha se le había clavado en el pulmón.

Me arrodillé junto a su cabeza. Estaba demasiado aturdido para poder darse cuenta. Peuquestas y Leonatos levantaron la mirada. La mano de Alejandro se abrió y tocó la flecha.

—Extraedla —dijo.

Casi tan pálido como él, Leonatos repuso:

—Sí, Alejandro. Tenemos que quitar la coraza.

Yo lo había manejado con frecuencia. Sabía que el acojinado era muy recio. Estaba atravesado, pero no desgarrado. Las lengüetas de la flecha no podían pasar.

—No seas necio —dijo Alejandro—, córtala.

Se acercó la mano al cinto, extrajo el puñal e intentó aserrar débilmente. Después tosió. Escupió sangre y la flecha se movió. La vida huyó de su rostro. Pero la flecha siguió moviéndose débilmente en la herida.

—Rápido —dijo Peuquestas—, hazlo antes de que vuelva en sí.

Tomó el puñal y empezó a aserrar con él la dura flecha. Mientras la cortaba, y Leonatos la sostenía para que no se moviera, yo desabroché las hebillas de la coraza. Alejandro volvió en sí mientras Peuquestas seguía afanándose en cortar la flecha. No se movió ni cuando las lengüetas giraron en el interior de su costado.

Una vez cortada el asta, quedaba dentro como un palmo de afilada punta. Yo le quité la coraza por detrás. Peuquestas cortó la tela de la ensangrentada túnica para poder quitársela. La herida púrpura en la blanca carne se abría y se cerraba mientras el aire silbaba ligeramente a través de ella. A veces, no se movía. Alejandro se esforzaba por no toser.

—En nombre de Dios —dijo—, sacadla y acabemos.

—Tendré que cortar para sacar la lengüeta —dijo Peuquestas.

—Vamos allá —dijo Alejandro cerrando los ojos.

Peuquestas respiró hondo.

—Mostradme todos vuestros puñales.

El mío tenía la punta más afilada. Me lo había comprado en Maracanda. Peuquestas lo introdujo en la herida junto a la flecha y produjo un corte. Yo tomé la cabeza de Alejandro entre mis manos. Supongo que ni siquiera debió enterarse en medio de aquel dolor.

Peuquestas retiró la hoja, inclinó la flecha hacia un lado, la sujetó con los dientes y tiró. Salió la gruesa lengüeta de hierro y a continuación empezó a manar una oscura corriente de sangre.

—Gracias, Peuques… —dijo Alejandro.

Dobló la cabeza y se quedó inmóvil como si fuera de mármol. No se movía más que la sangre y hasta ésta dejó de hacerlo muy pronto.

A la puerta de la cabaña se arracimaba una gran muchedumbre. Oí que se extendía el grito de que el rey había muerto.

En Persia, lamentarse a gritos por los muertos es algo que se produce espontáneamente al igual que las lágrimas. Pero yo le ofrecí el regalo del silencio tal como se merecía. En realidad, me había quedado como vacío.

A los soldados que luchaban en la ciudadela les estaban gritando que el rey había muerto. El clamor de dentro que no había cesado ni un solo instante creció en intensidad. Hubiérase dicho que todos los perversos del mundo habían sido arrojados a un tiempo al Río Ardiente. Lo escuché sin atribuirle ningún significado.

—Esperad —dijo Leonatos.

Recogió del sucio suelo una pluma de gallina y la colocó sobre la boca de Alejandro. Por unos momentos la pluma no se movió. Después observamos que se movía ligeramente el plumón del cañón.

Los ayudé a vendar la herida con lo que pudimos encontrar. Las lágrimas me anegaron los ojos. Esta vez no fui el único.

Al final, cuando se atrevieron a moverle, lo colocaron sobre una camilla. La llevaron los acompañantes caminando muy despacio. Mientras los seguía, cayó algo desde la muralla de la ciudadela y fue a estrellarse sobre el polvo a mi lado. Era un niño indio de tres meses con la garganta cortada de oreja a oreja.

Allí arriba los soldados aún lo creían muerto. Estaban cobrando el precio de su sangre y lavándose la vergüenza. No dejaron nada vivo.

Durante dos días estuvo en la abierta mano de la muerte. Había perdido mucha sangre. La flecha le había astillado una costilla. Aunque estaba demasiado débil hasta para levantar la mano, prefería hacer eso que hablar. Habló al ver que el médico no quería dejarlo. Le ordenó que atendiera a los heridos. Yo había comprendido el signo; conmigo jamás le hacía falta abrir la boca.

Los Compañeros me ayudaron a atenderlo en todo lo que pudieron; buenos muchachos, pero muy nerviosos. Le pregunté a uno que había fuera:

—¿Por qué lo hizo? ¿Es que los hombres se negaron a seguir adelante?

—No estoy seguro. Tal vez un poco. Tardaron en traer las escalas. Entonces él tomó una, la colocó personalmente y empezó a subir.

La herida, aunque estaba terriblemente desgarrada y amoratada, no se infectó. Pero, al cicatrizar, los nervios se le pegaron a las costillas. Cada acto respiratorio era como una cuchillada cuyos efectos se prolongaban mucho rato. Al principio, la tos constituía para él un tormento tal que tenía que comprimirse el costado con ambas manos para que no se le moviera. Hasta el fin de sus días, siempre que respiraba con fuerza, experimentaba dolor. Él lo disimulaba pero yo lo sabía.

Al tercer día pudo hablar un poco. Le dieron a beber vino. Los generales acudieron entonces para reprenderlo por su imprudencia.

Como es natural, tenían mucha razón. Era un milagro que hubiera vivido hasta que lo alcanzó la flecha. Había seguido luchando tras haber resultado herido hasta que cayó desvanecido. En su tienda se encontraba el viejo escudo de Troya con el que Peuquestas lo había cubierto. Observé que lo miraba con frecuencia. Aceptaba los reproches con paciencia. Tenía que hacerlo por los hombres que habían quedado atrapados con él a causa de la rotura de la escala. Uno de ellos había muerto y él les debía la vida a los otros. Pero había conseguido su propósito obligando a los hombres a seguirlo. El amante seguía siendo fiel al amado. La escala se rompió como consecuencia de su afán por seguirlo. Él no hubiera podido prever tal cosa.

Leonatos le contó la matanza para demostrarle la fidelidad de los hombres.

—¿Las mujeres y todos los niños? —preguntó Alejandro inspirando con fuerza y escupiendo sangre al toser.

Leonatos era valiente, pero nada listo.

Al cuarto día, mientras le colocaba almohadones debajo para ayudarlo a respirar mejor, entró Perdicas. Luchaba en la zona más alejada de la ciudad cuando Alejandro había resultado herido. Puesto que ocupaba el más alto cargo, estaba ahora al mando de todo. Era un hombre alto y de cejas oscuras, prudente y activo a un tiempo. Alejandro confiaba en él.

—Alejandro, aún no estás en condiciones de dictar una carta y, con tu permiso, la he escrito en tu nombre. Es para que Hefaistión la lea al ejército. ¿Crees que podrás firmarla?

—Pues claro que sí —repuso Alejandro—. Pero no lo haré. ¿Para qué inquietarlos? Empezarán a decir que he muerto. Bastante lo han dicho ya.

—Es lástima, pero precisamente es lo que andan diciendo ahora. Al parecer, alguien hizo correr el rumor. Creen que lo mantenemos en secreto.

Alejandro trató de incorporarse apoyándose en el brazo sano (el izquierdo lo tenía inmovilizado a causa de la herida) y casi lo consiguió. Observé una mancha roja en el vendaje limpio.

—¿También lo cree así Hefaistión?

—Bien pudiera ser. Le he enviado un mensaje. Pero tendría más fuerza algo que procediera de ti.

—Léeme la carta. Antes que firme añade que iré dentro de tres días.

Perdicas bajó las cejas.

—Será mejor que no. Si luego no lo haces, empeorarán las cosas.

Alejandro agarró la manta. La mancha roja del vendaje se extendió.

—Escribe lo que te digo. Si digo que iré, iré.

Fue a los siete días de haber resultado herido.

Una vez más navegaba con él por el río. Le habían instalado una pequeña tienda en la popa. Aunque el camino hasta el río no había sido muy largo, el vaivén de la camilla lo había fatigado. Permanecía tendido como si estuviera muerto. Le recordé de pie en la proa con la guirnalda sobre el cabello.

Tardamos dos noches y tres días. A pesar de todos mis esfuerzos, una galera no resulta muy cómoda y él notaba el movimiento de los remos. Pero no se quejaba. Yo permanecía sentado a su lado ahuyentándole las moscas de agua, cambiándole el vendaje de la enorme herida medio cicatrizada y pensando: «Haces esto por Hefaistión».

Ahora comprendo que lo hubiera hecho simplemente por los hombres. Jamás había nombrado a un representante que actuara en su ausencia y tampoco a un sucesor por si moría. No es que no pensara en la muerte; vivía con ella. No quería otorgar a tal hombre un puesto de tanto poderío ni exponerlo a tanta envidia. Bien sabía lo que sucedería en el campamento si lo creían muerto. Había allí tres grandes generales, Krateros, Tolomeo y Hefaistión, cada uno de ellos con igual derecho a ostentar el mando supremo. Las tropas lo sabían muy bien y también sabían que si él moría los indios se sublevarían detrás y delante de ellos. Si le hubiera preguntado por qué iba, me hubiera respondido: «Es necesario». Pero recordé que había dicho: «¿También lo cree así Hefaistión?», y me entristecí.

A última hora de la tarde avistamos el campamento. Él se había quedado dormido. Tal como había ordenado previamente, el toldo había sido recogido para que pudiera verlo. Ya se encontraba entre el ejército; toda la margen del río hervía de hombres a la espera del barco. Al verlo tendido e inmóvil un gran gemido se extendió por todo el campamento. No hubiera podido ser más intenso en el caso de que hubiera muerto un Gran Rey en Susa. Pero no fue la costumbre la que lo arrancó de los macedonios. Fue un hondo pesar.

Se despertó. Le vi abrir los ojos. Sabía lo que ello significaba. Habían experimentado lo que significaba verse privados de él. No le reprocho que los dejara padecer un poco. La galera casi había llegado al desembarcadero cuando decidió levantar el brazo y agitarlo en ademán de saludo.

Los hombres empezaron entonces a rugir, a vitorearlo y a chillar. El ruido resultaba ensordecedor. Yo observaba a los tres generales que esperaban en el embarcadero y vi con qué ojos se encontraron los suyos primero.

Le tenían preparada una silla de manos encortinada. Colocaron su camilla al lado de la misma. Él dijo algo que no pude oír porque todavía me encontraba a bordo. Me pareció que no le gustaba la silla de manos. «Siempre falla algo cuando lo dejo en manos de otras personas —pensé—. ¿Ahora qué sucede?».

Cuando desembarqué, vi que traían un caballo.

—Así está mejor —dijo él—. Ahora verán si estoy muerto.

Alguien lo ayudó a montar. Se sentó tan erguido como en el transcurso de un desfile. Los soldados gritaron. Los generales iban a pie a su lado. Creo que debieron hacerlo para vigilar que no cayera. Sólo había empezado a levantarse el día anterior y únicamente el tiempo suficiente para orinar.

Entonces se le empezaron a acercar los hombres.

Se acercaron en una gran oleada vociferante apestando a sudor rancio bajo el sol indio. Los generales fueron empujados como si no fueran nadie. Fue una suerte que le encontraran un caballo sosegado. Los soldados le asían los pies, le besaban la orla de la túnica, lo bendecían o simplemente se le quedaban mirando. Al final, se abrieron camino hasta él algunos de los Compañeros que sabían cuál era realmente su estado. Le guiaron el caballo hacia la tienda que le habían preparado.

Pasé entre el apretujamiento como un gato bajo una puerta. Estaban tan entusiasmados que ni siquiera advirtieron que era un persa quien los empujaba. Para entonces ya había escuchado de labios de aquellos que habían visto heridas en el pecho muchos relatos en los que se afirmaba que el herido vive hasta que intenta levantarse y, cuando lo hace, vomita un charco de sangre y muere en cuestión de momentos. A cosa de unos veinte pasos de la tienda, cuando ya casi lo había alcanzado, observé que se detenía. «Sabe que va a caer», pensé, y me esforcé por acercarme.

—Ahora seguiré a pie —dijo—, para que sepan que estoy vivo.

Y lo hizo. Arreciaron los vítores, le tomaron las manos, le desearon salud y dicha. Arrancaron flores de los arbustos, aquellas céreas flores indias de intenso aroma, y se las arrojaron; algunos arrancaron las guirnaldas de los dioses indios de los templetes. Él avanzaba sonriendo. Jamás rechazaba el amor.

Entró en la tienda. El médico Critodemo, que lo había acompañado en la travesía, corrió tras él. Al salir y verme fuera —ahora ya me conocía muy bien— me dijo: —Está sangrando, pero no mucho. ¿De qué material está hecho?

—Lo atenderé en cuanto se hayan ido los generales.

Me había traído una bolsa con todo lo que me hacía falta. Tolomeo y Krateros salieron muy pronto. «Ahora empieza la verdadera espera», pensé.

A la entrada de la tienda se arracimaba una muchedumbre. Parecía que pensaran que iba a conceder audiencias. El guardián les impidió el paso. Yo seguí esperando.

Cuando salió Hefaistión el ocaso ya había oscurecido las palmeras.

—¿Está por aquí Bagoas? —preguntó al guardián; yo me adelanté—. El rey se siente cansado; le gustaría que lo atendieras.

«¡Cansado! —pensé—. Ya hace una hora que hubiera debido atenderle».

Dentro hacía calor. Lo habían recostado sobre los almohadones con muy poca maña. Yo se los arreglé. A su lado tenía una copa de vino.

—¡Alejandro! —exclamé—. Sabes que el médico dijo que si sangrabas no debías beber.

—Ya ha cesado, no era nada.

Para recuperarse era descanso, y no vino, lo que más falta le hacía.

Ya había ordenado que me trajeran agua para limpiarlo.

—¿Pero qué has hecho con este vendaje? —le pregunté—. Lo tienes medio caído.

—No es nada —repuso—. Hefaistión ha querido verlo.

—Tiéndete —le dije—. Está pegado.

Se lo humedecí, lo bañé, le apliqué un ungüento, lo vendé y ordené que le trajeran la cena. Apenas podía comer. Estaba tan agotado que ni descansar podía. Cuando lo hube atendido, me senté silenciosamente en un rincón. Ya se había acostumbrado a tenerme al lado cuando dormía.

Más tarde, cuando ya se estaba adormeciendo, lanzó un hondo suspiro. Me acerqué suavemente. Sus labios se movían. «Quiere que vaya en busca de Hefaistión para tenerlo al lado», pensé. Pero él me dijo:

—¡Cuántas cosas tengo que hacer!